Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy

Anuncio
Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde
Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía:
-Patronio, un pariente mío me ha contado que lo quieren casar con una mujer muy rica y más ilustre que él, por
lo que esta boda le sería muy provechosa si no fuera porque, según le han dicho algunos amigos, se trata de una doncella
muy violenta y colérica. Por eso os ruego que me digáis si le debo aconsejar que se case con ella, sabiendo cómo es, o si
le debo aconsejar que no lo haga.
-Señor conde -dijo Patronio-, si vuestro pariente tiene el carácter de un joven cuyo padre era un honrado moro,
aconsejadle que se case con ella; pero si no es así, no se lo aconsejéis.
El conde le rogó que le contase lo sucedido.
Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y su hijo, que era excelente persona, pero no tan rico que
pudiese realizar cuantos proyectos tenía para salir adelante. Por eso el mancebo estaba siempre muy preocupado, pues
siendo tan emprendedor no tenía medios ni dinero.
En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más distinguido y más rico que el primero, que sólo tenía
una hija, de carácter muy distinto al del mancebo, pues cuanto en él había de bueno, lo tenía ella de malo, por lo cual
nadie en el mundo querría casarse con aquel diablo de mujer.
Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que, pues no era tan rico que pudiera darle cuanto
necesitaba para vivir, se vería en la necesidad de pasar miseria y pobreza o irse de allí, por lo cual, si él daba su
consentimiento, le parecía más juicioso buscar un matrimonio conveniente, con el que pudiera encontrar un medio de
llevar a cabo sus proyectos. El padre le contestó que le gustaría mucho poder encontrarle un matrimonio ventajoso.
Dijo el mancebo a su padre que, si él quería, podía intentar que aquel hombre bueno, cuya hija era tan mala, se la diese
por esposa. El padre, al oír decir esto a su hijo, se asombró mucho y le preguntó cómo había pensado aquello, pues no
había nadie en el mundo que la conociese que, aunque fuera muy pobre, quisiera casarse con ella. El hijo le contestó que
hiciese el favor de concertarle aquel matrimonio. Tanto le insistió que, aunque al padre le pareció algo muy extraño, le
dijo que lo haría.
Marchó luego a casa de aquel buen hombre, del que era muy amigo, y le contó cuanto había hablado con su hijo,
diciéndole que, como el mancebo estaba dispuesto a casarse con su hija, consintiera en su matrimonio. Cuando el buen
hombre oyó hablar así a su amigo, le contestó:
-Por Dios, amigo, si yo autorizara esa boda sería vuestro peor amigo, pues tratándose de vuestro hijo, que es
muy bueno, yo pensaría que le hacía grave daño al consentir su perjuicio o su muerte, porque estoy seguro de que, si se
casa con mi hija, morirá, o su vida con ella será peor que la misma muerte. Mas no penséis que os digo esto por no
aceptar vuestra petición, pues, si la queréis como esposa de vuestro hijo, a mí mucho me contentará entregarla a él o a
cualquiera que se la lleve de esta casa.
Su amigo le respondió que le agradecía mucho su advertencia, pero, como su hijo insistía en casarse con ella, le
volvía a pedir su consentimiento.
Celebrada la boda, llevaron a la novia a casa de su marido y, como eran moros, siguiendo sus costumbres les
prepararon la cena, les pusieron la mesa y los dejaron solos hasta la mañana siguiente. Pero los padres y parientes del
novio y de la novia estaban con mucho miedo, pues pensaban que al día siguiente encontrarían al joven muerto o muy
mal herido.
Al quedarse los novios solos en su casa, se sentaron a la mesa y, antes de que ella pudiese decir nada, miró el
novio a una y otra parte y, al ver a un perro, le dijo ya bastante airado:
-¡Perro, danos agua para las manos!
El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y le ordenó con más ira que les trajese agua para las
manos. Pero el perro seguía sin obedecerle. Viendo que el perro no lo hacía, el joven se levantó muy enfadado de la
mesa y, cogiendo la espada, se lanzó contra el perro, que, al verlo venir así, emprendió una veloz huida, perseguido por
el mancebo, saltando ambos por entre la ropa, la mesa y el fuego; tanto lo persiguió que, al fin, el mancebo le dio
alcance, lo sujetó y le cortó la cabeza, las patas y las manos, haciéndolo pedazos y ensangrentando toda la casa, la mesa
y la ropa.
Después, muy enojado y lleno de sangre, volvió a sentarse a la mesa y miró en derredor. Vio un gato, al que
mandó que trajese agua para las manos; como el gato no lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, falso traidor! ¿No has visto lo que he hecho con el perro por no obedecerme? Juro por Dios que, si
tardas en hacer lo que mando, tendrás la misma muerte que el perro.
El gato siguió sin moverse, pues tampoco es costumbre suya llevar el agua para las manos. Como no lo hacía, se levantó
el mancebo, lo cogió por las patas y lo estrelló contra una pared, haciendo de él más de cien pedazos y demostrando con
él mayor ensañamiento que con el perro.
Así, indignado, colérico y haciendo gestos de ira, volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, al verle hacer todo
esto, pensó que se había vuelto loco y no decía nada.
Después de mirar por todas partes, vio a su caballo, que estaba en la cámara y, aunque era el único que tenía, le mandó
muy enfadado que les trajese agua para las manos; pero el caballo no le obedeció. Al ver que no lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, don caballo! ¿Pensáis que, porque no tengo otro caballo, os respetaré la vida si no hacéis lo que yo
mando? Estáis muy confundido, pues si, para desgracia vuestra, no cumplís mis órdenes, juro ante Dios daros tan mala
muerte como a los otros, porque no hay nadie en el mundo que me desobedezca que no corra la misma suerte.
El caballo siguió sin moverse. Cuando el mancebo vio que el caballo no lo obedecía, se acercó a él, le cortó la
cabeza con mucha rabia y luego lo hizo pedazos.
Al ver su mujer que mataba al caballo, aunque no tenía otro, y que decía que haría lo mismo con quien no le
obedeciese, pensó que no se trataba de una broma y le entró tantísimo miedo que no sabía si estaba viva o muerta.
Él, así, furioso, ensangrentado y colérico, volvió a la mesa, jurando que, si mil caballos, hombres o mujeres
hubiera en su casa que no le hicieran caso, los mataría a todos. Se sentó y miró a un lado y a otro, con la espada llena de
sangre en el regazo; cuando hubo mirado muy bien, al no ver a ningún ser vivo sino a su mujer, volvió la mirada hacia
ella con mucha ira y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada:
-Levantaos y dadme agua para las manos.
La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazaría, se levantó a toda prisa y le trajo el agua que pedía.
Él le dijo:
-¡Ah! ¡Cuántas gracias doy a Dios porque habéis hecho lo que os mandé! Pues de lo contrario, y con el disgusto
que estos estúpidos me han dado, habría hecho con vos lo mismo que con ellos.
Después le ordenó que le sirviese la comida y ella le obedeció. Cada vez que le mandaba alguna cosa, tan
violentamente se lo decía y con tal voz que ella creía que su cabeza rodaría por el suelo.
Así ocurrió entre los dos aquella noche, que nunca hablaba ella sino que se limitaba a obedecer a su marido.
Cuando ya habían dormido un rato, le dijo él:
-Con tanta ira como he tenido esta noche, no he podido dormir bien. Procurad que mañana no me despierte nadie
y preparadme un buen desayuno.
Cuando aún era muy de mañana, los padres, madres y parientes se acercaron a la puerta y, como no se oía a
nadie, pensaron que el novio estaba muerto o gravemente herido. Viendo por entre las puertas a la novia y no al novio,
su temor se hizo muy grande.
Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy despacio y, llena de temor, comenzó a increparles:
-¡Locos, insensatos! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os da miedo hablar?
¡Callaos, si no, todos moriremos, vosotros y yo!
Al oírla decir esto, quedaron muy sorprendidos. Cuando supieron lo ocurrido entre ellos aquella noche, sintieron
gran estima por el mancebo porque había sabido imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de su casa. Desde
aquel día en adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron muy buena vida.
Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que su yerno, para lo cual mató un gallo; pero su mujer le
dijo:
-En verdad, don Fulano, que os decidís muy tarde, porque de nada os valdría aunque mataseis cien caballos:
antes tendríais que haberlo hecho, que ahora nos conocemos de sobra.
Y concluyó Patronio:
-Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse con esa mujer y vuestro familiar tiene el carácter de aquel
mancebo, aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su casa; pero si no es así y no puede hacer todo lo necesario
para imponerse a su futura esposa, debe dejar pasar esa oportunidad. También os aconsejo a vos que, cuando hayáis de
tratar con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de portarse con vos.
El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.
Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:
Si desde un principio no muestras quién eres, nunca podrás después, cuando quisieres.
FIN
Descargar