EL JESUITA MATTEO RICCI Y LA INCULTURACIÓN DEL CRISTIANISMO EN CHINA Dra. María Lara Martínez Profesora de Historia Moderna y Antropología Universidad a Distancia de Madrid, UDIMA maria.lara@udima.es Allá donde vayamos cuando viajamos, lo más probable es que nuestras inquietudes nos hagan captar en los hábitats recorridos, el centro de nuestras aficiones o, por constraste, su ausencia, pues debemos recordar que todo conocimiento parte de un interés. Llegó Marco Polo y pintó una China llena de comerciantes. Arribaron los jesuitas y encontraron una tierra plagada de sabios casi protocristianos. Apenas despuntó el siglo XVIII y los ilustrados intuyeron en el Imperio del Sol Naciente una utopía consumada pues, frente al drama de las guerras de religión, allí parecía imperar el culto de la tolerancia en una especie de deísmo o religio naturalis sin iglesia. “No debe haber clases, sino todos caminar juntos en el saber” había aseverado Confucio en el lejano siglo VI, pues cinco eran las grandes virtudes que le daban al hombre bueno paz y felicidad, a saber, la bondad, la honradez, el decoro, la sabiduría y la fidelidad. Y es que para les philosophes el confucianismo era el reflejo exacto de la verdadera religión. En ella, el estudiante pobre repasaba las lecciones cuando la luz de luna iluminaba la nieve, al tiempo que el jornalero posaba el libro sobre el arado con vistas a presentarse en plazo a los exámenes. La palabra “inculturación” designa el proceso por el cual la Iglesia se convierte en parte de la cultura de una comunidad, fenómeno que halla plena consonancia con su vocación universal: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos” (Mt 28, 19). Es la comprensión de la cultura ajena para impartir la propia, actitud que los jesuitas lograron consagrar como consustancial estilo en su práctica misional. Así, aunque este vocablo es un neologismo surgido a comienzos de los años sesenta del siglo XX, Matteo Ricci parece ser la personificación de ese intento sublime de irradiar el cristianismo mediante un sincero y comprensivo abrazo de la cultura china pues, al entrar en contacto con nuevas realidades, lejos de desencadenar la destrucción de sus lugares de memoria, trató de hallar entre los mandarines la “semilla del Verbo”, conjugando su idiosincrasia con el acervo cristiano. No en vano, el jesuita italiano es uno de los pocos extranjeros promovidos entre los padres de la Historia china. En el Millenium Center de Pekín, en el inmenso edificio que celebra las grandezas de la nación, hay sólo dos imágenes de occidentales. Si nos fijamos en el colosal relieve en mármoles polícromos dedicado a la Historia de China, desde el primer emperador hasta los protagonistas del siglo XX, apreciamos a dos italianos: Marco Polo, en la corte de Kubilai Khan, y Mateo Ricci, que vestido de confuciano escudriña el cielo. Aunque lamentablemente en pocas épocas ha brillado un respeto universal hacia los que creen de modo distinto al orden imperante, el caso de Matteo Ricci se me antoja un arquetipo de tolerancia. En el siglo XVIII todo era más fácil, habida cuenta del fundamento ético que esa religio primera, innata en todas las personas, daba a la naturaleza humana. El estudio de los librepensadores ingleses y de los libertinos franceses e italianos, de los cristianos sin Iglesia y de los judíos sin sinagoga que lanzaron sus proclamas de secularización en el XVII, mucho antes de que el contexto estuviera en disposición de aceptarlas, propicia nuestro acercamiento a esa nueva humanidad que los filósofos del Siglo de las Luces creyeron ver cohesionada por el Dios Creador que, una vez diseñado el mundo, había dejado inserto en sus cimientos su maquinaria, facilitando así el funcionamiento de cada una de las partes del conjunto sin milagros, ni revelaciones ni experiencias sobrenaturales. Matteo Ricci no se planteó antes de arribar a Pekín si la humanidad que hallaría en los confines de Catay era tres, dos o una. Reciente estaba la controversia entrre Sepúlveda y Las Casas a propósito de la polémica de los “naturales”, cuando el jesuita italiano se dispuso a viajar hacia el este para interiorizar en los orientales el mensaje cristiano sin armas, antes bien a través de la comprensión racional del lenguaje de las virtudes que su gran sabio Confucio encumbraba a norma. Cuando Ricci entró en la Compañía de Jesús corría el cervantinesco año de 1571, ése en el que la flota cristiana detuvo el asalto de los turcos a Europa en la batalla de Lepanto. Pero el espíritu que movió al joven jesuita no fue el de un cristianismo en estado de asedio, pues actuó con un exquisito respeto por las tradiciones del país que decidió hacer suyo. Había nacido en la costa adriática, en la ciudad de Macerata, el 6 de octubre de 1552, estudió con el matemático y astrónomo jesuita Cristophorus Clavius en el Colegio Romano y, con 26 años, embarcó en Lisboa con el enclave portugués de Goa, en el este de la India, como destino. Ya nunca volvería navegar rumbo a Poniente. En Goa pasó dos años, en Cochín (actual estado de Kerala) fue ordenado sacerdote y, en 1582, pasó a China, que se encontraba bajo el gobierno de la dinastía Ming (1368-1644), llegando a Macao, otro territorio portugués. En Zhaoqing se concentró en el estudio de la lengua china- llave que le abrió las impenetrables murallas- y elaboró un planisferio a partir de los conocimientos cartográficos europeos, conocido como Kunyu Wanguo Quantu (“Cuadro de los países mundiales”). Dicen que tenía expuesto el Mappamondo en su casa, suscitando el interés de los visitantes que por allí pasaban. No en vano, era el primer portulano gestado en China que incluía los territorios de Europa, África y América. En 1589, el nombramiento de un nuevo gobernador general que expulsó a los jesuitas de su provincia, llevó a Ricci a abandonar la ciudad, si bien en vez de regresar a Macao consiguió la autorización para establecerse en Shaozhou, donde enseñó matemáticas a intelectuales chinos. Le llamó poderosamente la atención la preeminencia de la lengua escrita dentro del Imperio pues, gracias al uso desde antiguo del papel, los textos circulaban en todos los ambientes. Dada la coexistencia y arraigo de las tres enseñanzas (confucianismo, budismo y taoísmo), Ricci estimó necesario hacer llegar el dogma cristiano buscando analogías con alguna de ellas, a fin de trazar un camino para la verdad, asequible según las categorías orientales. Las vías más rápidas habrían consistido en sumar el cristianismo como una cuarta religión, o aspirar a borrar los ritos aborígenes bajo el pavor de las lanzas. Pero no, Ricci optó por acercarse a la cultura de Confucio para inculturar la fe en Jesús, mediante la Paz que Él predicaba en los montes de Galilea. Por ello, aunque primero adoptó el atuendo de los monjes budistas, pronto inclinó el ánimo de los jesuitas para que se dejaran crecer el pelo y la barba como los letrados, al caer en la cuenta de que el rango social de los monjes era inferior al de la gente instruida. Por aquel entonces, ya dominaba la lengua china. Tradujo al latín los Cuatro Libros de Confucio y los tituló Tetrabiblon sinense de moribus, ideó el primer sistema para transcribir en letras romanas el idioma chino e intentó adaptar el cristianismo a la realidad oriental, codificando muchos términos cristianos empleados todavía hoy, como上帝 (Shāngdì, “Dios”) y 天 (tiān, “cielo”). En 1592 la residencia de los jesuitas fue atacada y Ricci resultó herido en un pie, quedando cojo para toda la vida. Con el convencimiento de que, para convertir a la población primero habría de ser bautizado el emperador, abandonó Shaozhou, esperando llegar a Pekín. Pero al no obtener permiso para residir en la capital, marchó a Nanchang y luego a Nankín, donde el ministro de ritos Wang Hunghui se percató de que el saber astronómico y matemático de los occidentales podía contribuir a mejorar el calendario chino. Para procurar tal fin, se ofreció como escolta de Ricci y de su compañero Lázaro Cattaneo hasta Pekín. Durante el viaje, el jesuita Cattaneo, que era músico, fue captando la variedad de tonos del habla china y, así, le ayudó a preparar un diccionario, el Vocabularium sinicum, en el que fueron consignados los cinco tonos. Los viajeros llegaron a la capital el 7 de septiembre de 1598, pero tuvieron que regresar a Nankín, pues los recelos ante los extranjeros provocaron que no fueran recibidos. Uno de los eruditos que visitó a Ricci y a Cattaneo en Nankín fue el docto Li Zhi, que escribió a un amigo sobre Ricci el siguiente testimonio que informa de sus avances: “Ya puede hablar nuestra lengua con fluidez, escribe nuestros caracteres y se comporta según nuestras normas de conducta. Produce una impresión imborrable: interiormente refinado y por fuera de una gran franqueza. Entre todos mis conocidos, no sé de nadie que se le pueda comparar”. Con el afán de ver cumplido su sueño de instalarse en Pekín, Ricci aprovechó la segunda oportunidad que se le presentó para partir. Lástima que fuera detenido junto a sus compañeros (Diego de Pantoja y el también jesuita Zhong Mingren) en Linqing por orden del director de impuestos, que les confiscó también algunos regalos dirigidos al emperador. Finalmente, movido por la fama adquirida por el sabi, en 1601 el emperador Wanli lo llamó a su corte. La llegada tuvo lugar el 24 de enero. El emperador quedó encantado con los presentes con los que fue agasajado, entre los que había un clavicordio, dos relojes, tres pinturas al óleo, varios prismas venecianos y el Theatrum Orbis Terrarum de Ortellius. Desde entonces hasta su muerte, acaecida el 11 de mayo de 1610, Ricci moraría en Pekín. De hecho, sería el primer europeo al que el emperador de China concedería un terreno para su enterramiento. Sin embargo, su método de inculturación encontró oposición dentro y fuera de la Compañía, suscitando esta confrontación entre un cristianismo chino ortodoxo y una adaptación a los hábitos y usos locales la “controversia de los ritos chinos”. Entre los puntos de litigio, se hallaban la traducción del término Dios (Tiānzhǔ, venía de los budistas, “Jefe del cielo”, mientras que Shāngdì, derivaba del confucianismo y equivalía a “Emperador de lo Alto”), la palabra cielo (era preciso aclarar si tiān aludía al simple cielo material o si contienía también la idea de un principio supremo), todos los vocablos vinculados con el culto cristiano, como templo, sacrificio, etc., y la tablilla caligrafiada ofrecida por el emperador con la inscripción “adorar el cielo” (jing tiān) que, copiada y colocada en las iglesias de China, generaba el interrogante de si se trataba de un simple símbolo de protección emanado desde el poder o si rayaba la idolatría. Después de 1633, el debate se extendería al resto de órdenes misioneras y los dominicos acusarían a los jesuitas de permitir a sus convertidos celebrar ritos de sus antepasados. En 1693, un mandamiento propuesto por Monseñor Maigrot, vicario papal en Fukien sería el elemento desencadenante de la crisis. Contenía una propuesta precisa: utilizar la palabra tianzhu para denominar a Dios, prohibir la tablilla imperial en las iglesias, impedir también los ritos a Confucio y condenar el culto a los antepasados. Esto acaecía al mismo tiempo que el emperador Kangxi publicaba el Edicto de la Tolerancia que, en condiciones similares al ofrecido por Constantino en el 313- que supuso el fin de las persecuciones cristianas en el Imperio Romano- concedía libertad para predicar en el nombre de Cristo. Sin embargo, sólo a partir de 1939 la Sagrada Congregación de Propaganda Fide permitiría algunos ritos en honor de Confucio y los antepasados. Actualmente, Tiānzhǔ jiào es la designación de la religión católica en lengua china. Dejando a un lado estas disquisiciones teológicas entre Occidente y Oriente- que excedían lo especulativo, en tanto en cuanto se entremezclaban diversos factores, como las rivalidades nacionales, que envenenaron la cuestión- cuando Ricci murió, la misión de China contaba con 8 misioneros y 8 jesuitas chinos, que trabajaban en cuatro comunidades y un puesto misional. Había también 25.000 cristianos. Su intensa labor supuso el mayor intercambio cultural registrado hasta el siglo XVII entre Europa y China. Junto a la Buena Nueva, Li Madou, “el sabio de Occidente”, llevó al Imperio Ming la geometría de Euclides, el teorema de Pitágoras y la técnica de los astrolabios. Mención especial merece en este capítulo relativo a la inculturación el acercamiento de civilizaciones propiciado por Ricci mediante el enaltecimiento del valor de la amistad. Con este fin transcribió el De amicitia de Cicerón en un delicioso libro mandarín con el título de Jiaoyou lun. La obra es un canto al estrecho vínculo entre la virtud y la amistad preconizado por los antiguos: “Yo, Matteo, que vine por mar desde el Gran Occidente, entré a China admirando la noble virtud del Hijo del Cielo de la Dinastía Ming, así como las preciadas enseñanzas de sus de sus antiguos reyes (…) La virtud duradera es el mejor alimento para una amistad eterna.Todo, sin excepción, con el tiempo se vuelve molesto para los hombres; sólo la virtud, cuanto más dura, tanto más conmueve el sentimiento de los hombres. Si la virtud es amable con el enemigo, cuánto más lo será con el amigo (…) La nobleza o vileza de la amistad depende de la intención al hacerla. Cuántas parejas de amigos hacen amistad hoy en día sólo por virtud (…) Cuando en la amistad el placer prevalece sobre la virtud, no se puede mantener la amistad por mucho tiempo (…) Si alguien aún no cree en esta doctrina (la de la amistad), la cultivación de la virtud está en peligro. Y si su corazón aún no se decide, será arrastrado por el mal y no por el bien. Para resolver sus dudas, consolidad el cultivo de la virtud e impedir su caída, no hay nada mejor que hacer buenos amigos”. Una marca de la tradición confuciana presente en el De amicitia de Ricci es la distinción, desde el punto de vista moral, entre el “hombre de bien” (juz zi) y el “hombre pequeño” (xiao ren), a partir del precepto confuciano de la perfectibilidad de todos los hombres expresado en los diálogos: “El Maestro dijo: el hombre de bien piensa en la virtud; el hombre pequeño piensa en la comodidad. El hombre de bien piensa en las sanciones de la ley; el hombre pequeño piensa en los favores que puede recibir”. Jiaoyou lun estaba dedicada a un alto dignatario de esa sociedad que el jesuita percibía escindida en epicúreos (identificados con los confucianos que, además, eran los que gobernaban, en tanto que letrados) y pitagóricos (él los veía proyectados en los budistas y el pueblo), en claro paralelismo con las escuelas del pensamiento occidental. Por lo que se refiere a la búsqueda de Dios entre las tradiciones chinas, Ricci encontró en el Señor de lo Alto (Shāngdì) la prueba del monoteísmo antiguo, especialmente en los textos antiguos reinterpretados por Confucio, y concedió a la amistad la autoridad derivada de ser mandato divino: “Un hombre por sí solo no puede realizar cada una de las tareas; por eso el Señor de lo Alto encomendó a los hombres hacerse amigos, a fin de que se ayuden recíprocamente. Si se terminase en el mundo este precepto, el género humano seguramente se extinguiría (…) El Señor de lo Alto dio a los hombres un par de ojos, un par de orejas, un par de manos, un par de pies; como dos amigos que se asisten en forma recíproca, cuando sólo así se pueden lograr las cosas”. Otra de las proezas del jesuita italiano fue la de proponer- en consonancia con los tratados clásicos sobre la memoria a los que se vinieron a sumar los estudios de los humanistas- un método de construcciones mnemotécnicas para evitar que cayeran en el olvido los conocimientos atesorados durante la vida. Basándose en su propia trayectoria, ponía como ejemplo cuatro imágenes ideadas por él y otras cuatro extraídas de los episodios bíblicos, con el fin de inculcar a la sociedad china el valor de la creación de categorías mentales propias que englobaran de forma duradera todo el saber adquirido a través de los años. El primer equipo gráfico estaba integrado por dos guerreros luchando cuerpo a cuerpo, una mujer de una tribu del oeste, un campesino segando cereal y una criada con un niño en brazos. El segundo, por Cristo y Pedro en el mar de Galilea, Cristo y dos discípulos en Emaús, los hombres de Sodoma cayendo cegados ante el ángel del Señor y la Virgen María con el Niño Jesús. Estas imágenes eran símbolos de los acontecimientos que habían marcado su trayectoria terrena entre Italia y China. Así, Ricci reflejaba en su propia persona la asimilación de los dos acervos culturales. Es más, en el propio sistema dejaba implícicto el sello de esta comunicación pues aconsejaba organizar secuencialmente los grabados colocando, en el flujo de imágenes, en décimo lugar el ideograma chino diez (+). De este modo, mientras los lectores acudían a las diferentes estancias de El palacio de la memoria, título de su volumen, se guiaban por la lógica del sistema decimal y el simbolismo cristiano de la cruz. Como muestra de la gran celebridad que alcanzó en China Li Madou, este pasaje de una carta escrita el 28 de octubre de 1595 en Nanchang: “Se había esparcido por aquí una fama de que yo sabía hacer plata de plata viva (el mercurio); y aquí hay millares de hombres que se dedican a esto y en esto consumen la vida y sus haberes con mucho fasto, sin que hasta ahora haya nadie que lo sepa hacer. Y este rumor es como entre nosotros el de los alquimistas de la quintaesencia, y muchos venían para aprender esta ciencia, que se considera entre ellos como cosa de hombres santos”. En otra epístola escrita en la misma fecha y en idéntico lugar, confesaba las cinco principales razones en que se fundamentaba su prestigio en China, una de ellas la ya mentada vinculación con los prodigios de la metalurgia: “No podría decir la extraordinaria concurrencia que tengo en esta ciudad, cosa que atribuyo a cinco causas. La primera es (el hecho) de ver a un extranjero, cosa insólita, y más todavía que sepa la lengua y la ciencia, las costumbres y ceremonias del país. La segunda es la fama que se ha esparcido de que de plata viva sabemos hacer plata buena, y muchos venían para aprender esta ciencia que es una cosa muy estimada entre ellos; y cuanto más afirmo que no sé nada de esta materia, tanto menos lo creen. La tercera es (el hecho de) saberse que yo tengo un arte de (desarrollo de la) memoria tal que, con sólo leer una vez cuatrocientas o quinientas palabras, se me quedaban tan fijas en la memoria que podía recitarlas al derecho y al revés con mucha facilidad. La cuarta es la fama que he adquirido entre ellos en cosas de matemáticas; y en verdad me parece que entre ellos soy un Tolomeo (…) La quinta (razón) es por el deseo que muchos muestran de escuchar las cosas (que tocan a) su salvación, tanto que, de rodillas, me lo suplican; y los mismos académicos, que no creen en la inmortalidad del alma, dicen que nuestra ley es verdadera por los discursos que he tenido con ellos, tras los cuales, sin contradecir, se hunden hasta el suelo y me dan las gracias por la buena doctrina que les he enseñado”. Matteo Ricci se hizo chino entre los chinos, asumió los vestidos y la iconografía del funcionario imperial y fue poético o pragmático en función de las circunstancias, dando además a conocer en Occidente la filosofía de Confucio. Estableció un diálogo intensísimo con los literatos y los hombres de cultura más ilustres de la China transformando estos coloquios en libros, con la finalidad de avanzar desde la ciencia a la educación popular. Nacieron así el Verdadero significado del Señor del Cielo, publicado en Pekín en 1603, y las Diez Paradojas, editadas también en la capital cuatro años después, tratado en el que Matteo Ricci afrontaba en clave sapiencial los temas universales de la vida. Logró así abrir una nueva fase para la Historia de la humanidad una centuria después de que, en el otro extremo del planeta, pensando llegar a las tierras del Gran Kan, Cristóbal Colón viera transmutada en visos de realidad su alocada empresa. En definitiva, el jesuita italiano propició un conocimiento recíproco entre Oriente y Occidente, entre China y Europa, entre Pekín y Roma, a la vez que con su respetuosa y enriquecedora visión del otro, condensada en sus reflexivas letras, nos ofreció grandes enseñanzas morales resistentes a las recurrentes amenazas de la guerra y la intolerancia: Si ansías cosas fuera de ti nunca conseguirás lo que buscas. ¿Por qué no poner en orden el corazón y hallar la paz en la propia ladera? Autores antiguos y nuevos por igual dan este consejo: no aporta ninguna ventaja vagabundear en el exterior, mantén el corazón en el interior, porque esto comporta el beneficio. BIBLIOGRAFÍA - ANDREOTTI, Giulio: Un gesuita in Cina, 1552-1610: Matteo Ricci dall'Italia a Pechino, Milano, Rizzoli, 2001. - BERNARD, Henri, S.J.: Matteo Ricci's scientific contribution to China, Westport (Conn.), Hyperion, 1973. - BORTONE, Fernando: Il saggio d'Occidente :il P. Matteo Ricci S.J. (1552-1610), un grande italiano nella Cina impenetrabile, Roma, Signorelli, 1953. - CHING, Julia: Confucianism and Christianity. A Comparative Study, Tokio, Khodansa International- The Institut of Oriental Religions, Sophia University, 1977. - GERNET, Jacques: China and the Christian Impact. A conflict of cultures, Cambridge, Cambridge University Press, 1985. - HOSNE, Ana Carolina: “La amistad virtuosa como mandato del Señor de lo Alto (Shāngdì). Reflexiones en torno al tratado De amicitia (Jiaoyou lun) (1595) del jesuita Matteo Ricci”, Eadem Utraque Europa, año 5, nº 9 (diciembre 2009), pp. 11-42. - LARA MARTÍNEZ, María y Laura LARA MARTÍNEZ: Ignacio y la Compañía. Del castillo a la misión, Premio Algaba, Madrid, Ámbito Cultural de El Corte Inglés y EDAF, 2015. - RICCI, Matteo: Costumbres y religiones de China, Buenos Aires, Universidad del Salvador, 1985. - SPENCE, Jonathan D.: El Palacio de la memoria de Matteo Ricci. Un jesuita en la China del siglo XVI, Barcelona, Tusquets Editores, 2002.