Zavaleta Aramburu, Mariano Francisco Joseph

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Los Antepasados, a lo largo y más allá de la Historia Argentina
Carlos F. Ibarguren, 1983
Mariano Francisco J. Zavaleta Aramburu
Biografía Histórica
Mariano Francisco Joseph Zavaleta Aramburu – del cual quien escribe esto
resulta chozno – nació en Buenos Aires y con aquellos nombres lo bautizaron de
4 días, el 5-IV-1762, bajo el padrinazgo de Joseph Blas de Gainza y de María
Teresa de Eguía y San Martín, su esposa.
Estudia en el colegio de San Carlos y se gradúa de abogado
en Chuquisaca
El 3-III-1775, sin haber cumplido todavía 13 años de edad, Mariano y
Marcos su hermano, previamente examinados y aprobados en Gramática,
“entraron a oír Lógica” en el Real Colegio de San Carlos, al curso dictado por el
clérigo Rector Vicente Anastasio Juanzaras. Del grupo de alumnos compañeros
de Zavaleta, destaco al venidero procer Hipólito Vieytes; a los hermanos José
Manuel y Juan José Roo, futuro canónigo el primero y modesto fraile seráfico el
otro; a José Joaquín Araujo, publicista que coleccionaría datos y documentos
históricos; a Juan Bautista Goiburu, sacerdote que se destacó como organista de
música religiosa; y a Juan Pablo Fretes, que llegaría a alcanzar un canonicato
catedralicio.
Al año siguiente, a partir del 21 de febrero, la misma carnada estudiantil
recibió lecciones de Física del mismo Juanzaras. Y el 12 de febrero del 77,
ingresaron aquellos muchachos al curso de “Methaphisica”, siempre bajo la
responsabilidad de Juanzaras.
Aprobados en cuatro períodos lectivos - de 1774 a 1777 - los estudios de
Gramática, Filosofía, Física y Metafísica, según se enseñaban en dicho colegio,
Mariano Zavaleta viajó a Chuquisaca resuelto a recibirse de Doctor en
Jurisprudencia. Y a tal fin se matriculó, el 27-VII-1778, en la “Real Academia de
Práctica Forense de la Universidad Literaria de la Plata”. El historiador boliviano
Valentín Abecia, refiriéndose a Zavaleta apunta que allá “lo hizo estudiar el cura
de Macha, Gregorio de Miedos, y que el alumno fue uno de los más contraídos y
distinguidos, según aparece de su expediente; el más notable de cuantos vinieron
de Buenos Aires, Tucumán, Paraguay, etc.” Practicantes argentinos en la
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Academia charqueña, con mi antepasado, figuran los porteños Francisco Xavier y
José Miguel de Riglos - futuros cuñados de aquel - y Tomás Antonio Valle; los
salteños Pedro Toledo Pimentel, Vicente Anastasio Isasmendi y José Antonio
Arias Rengel, el jujeño Miguel Gregorio Zamalloa y el santafecino José Miguel
Carvallo.
El 23-11-1782 a Mariano “se le confió el grado de Bachiller en Cánones y
Leyes”: y el 28-II-1784 se graduó de “Abogado de la Real Audiencia”, junto,
entre otros, al cordobés Victoriano Rodríguez (que moriría fusilado con Liniers);
al mendocino Domingo José García, al santafecino José Miguel Carballo y al
correntino Juan Francisco de Castro y Careaga; extendiéndosele, en seguida, las
licencias para ejercer su profesión en Charcas, Buenos Aires y Córdoba del
Tucumán.
Torna Zavaleta a sus lares. La actividad posterior y su
casamiento
Cinco meses más tarde, Mariano Zavaleta ya estaba en Buenos Aires, pues
el 23-VII-1784 presentó al Cabildo: “un testimonio por el cual resulta que los Srs.
Presidentes y Oidores de la Real Audiencia de la Plata le concedieron licencias
generales para poder abogar y usar de este ejercicio"; acompañando igualmente
otro testimonio “de la permisión que para el mismo efecto le otorgaron los Srs.
Virrey y Gobernador de esta Ciudad” - Marqués de Loreto y Francisco de Paula
Sanz, respectivamente. Y enterados los munícipes lugareños acordaron “que se
cumpla y ejecute”, se tome razón en los libros capitulares y “se devuelvan los
originales al interesado con la nota correspondiente a este Acuerdo”; que
firmaron los Alcaldes de 1er y 2do voto Francisco Antonio de Escalada y Joseph
Antonio Ibáñez, y los Regidores Domingo Ignacio de Urien, Antonio Obligado y
Juan Gutiérrez Galvez, ante el Escribano Pedro Núñez.
En mérito de ello, Zavaleta abrió estudio público, que mantuvo al tiempo
que aquí se restableció la Real Audiencia. Concerniente a este Tribunal, Enrique
Ruiz Guiñazú, en su libro Magistratura Indiana, refiere que, en febrero de 1787,
el procurador de número Antonio Francisco Mutis, se presentó a la Audiencia de
Buenos Aires con poder de los siguientes doctores del “ilustre gremio de
abogados"; Arias Hidalgo, Joseph Luis Cabral, Julián de Leiva, Joseph Miguel
Caraballo, Mariano de Zavaleta, Joseph Pacheco, Domingo de Paz Echaverría,
Joseph Carrancio y Francisco Bruno de Rivarola, amén de los Licenciados
Miguel Joseph Caligniana, Francisco Antonio de Elizalde, Jerónimo Mantilla y
Manuel de Irigoyen, los cuales solicitaban el privilegio de poder usar en sus
vestimentas - como sus colegas de Méjico - “bolillos o puños de gasa”. El fiscal
Márquez de la Plata, expidióse de acuerdo en que se otorgara tal distinción,
siempre que los abogados no vistiesen ropa talar, “sino solamente la capa negra
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con cuello ancho y golilla. Los Oidores - termina Ruiz Guiñazú - llamaron a
autos sin que se resolviese nada en definitiva. El expediente se mandó reservar,
dejando olvidado tan insubstancial reclamo”.
El 10-XI-1791, ante el Escribano Mariano García Echaburu, Mariano
Zavaleta les compraba a los herederos de Tomasa Garay, el viudo de ésta y sus
hijos, “una casita en el barrio que llaman de La Merced, construida parte de
adobe crudo y parte cocido”, por el precio de 700 pesos. Su terreno, anexo a la
vivienda familiar del comprador, “frente a la calle real de la Trinidad” (hoy San
Martín), medía 8 3/4 varas y 35 de fondo.
Ocho meses después, el 26-VI-1792, se casaba Zavaleta en la Catedral con
María Jacinta de Riglos y San Martín, bautizada el 17-VIII-1769, hija de Marcos
José de Riglos y Alvarado y de Francisca Xaviera de San Martín y Avellaneda,
quienes habían fallecido el año anterior. Bendijo la boda el presbítero Francisco
Gorostisu, siendo testigos de la misma José Fernández de Castro (marido de
Juana de Pessoa) y Marcos de Zavaleta, hermano del contrayente.
La desposada, con otros bienes, trajo al matrimonio, heredadas de su padre
y de su abuelo Riblos, vastas extensiones de campo situadas entre la Cañada
Honda y el río Areco (hoy en el partido de Baradero), de cuyas medidas, linderos
y demás circunstancias me ocupo detalladamente en la biografía de Patricio
Lynch, futuro consorte de Isabel de Zavaleta y Riglos, la mayor de las hijas de
don Mariano y de doña Jacinta.
Por otra parte, ese año 1792, “Mariano de Zavaleta, abogado de la Real
Audiencia de la Plata y de este Pretorial”, en los autos testamentarios de sus
abuelos maternos Bartolomé de Aramburu y María Ruiz de Ocaña, hizo sacar a
remate la casa de “dichos mis abolengos, que hacía cruz con la de Pedro Arábalo
a una quadra de distancia de la Catedral” (¿calle ahora Reconquista?). Y a dicha
vivienda la compró, mediante el precio de 4100 pesos al contado, Pedro Esteban
de Villanueva (marido de Dionisia Josefa López Camelo y futuro suegro de
Miguel José Sabelio de Riglos y la Sala, sobrino carnal de la esposa de Zavaleta).
Actuación pública de mi antepasado
El 1-1-1795, al renovarse el Cabildo porteño, el Dr. Mariano Zavaleta fue
elegido primer Regidor, junto con Martín de Alzaga y Domingo de Igarzabal
como Alcaldes de 1er y 2do voto y con sus colegas Miguel García de Tagle,
Francisco de Lezica, Francisco Castañón, Francisco Díaz Vélez, Francisco
Antonio Beláustegui y el Síndico Procurador General Julián del Molino Torres.
Enseguida, Zavaleta y sus pares Igarzabal, Lezica y Castañón, entraron en la sala
capitular y prestaron el juramento acostumbrado ante el Regidor Decano,
Gregorio Ramos Mexía, “respondiendo cada uno, por lo que así toca; - Sí
juramos y amén; con lo que quedaron recividos a el uso y exercicio de sus
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respectivos empleos”, de lo cual dio fe el Escribano Pedro Núñez.
Del cúmulo de asuntos que ocuparon al Regidor Zavaleta en aquel año 95
destaco, como el de mayor importancia, el proceso de la llamada “conspiración
de los franceses”, cuestión que trataré más adelante en parágrafo especial. Fuera
de esto, el 24 de octubre, mi antepasado se recibió de Alférez Real, sucediendo a
José Martínez de Hoz. Ello según el rito corriente; “sentado el señor Alcalde
(Martín de Alzaga) en una silla, teniendo puestos los pies en un cojín de
terciopelo ... y el Sr. Regidor Dr. Don Mariano de Zabaleta, incando sus rodillas
y teniendo el estandarte, el Señor Alcalde le tomó el Juramento y Pleito homenaje
en esta forma; - Jura V.S. y hace Pleito homenaje como Alférez Real, cuyo
empleo ha de ejercer por este año según fuero y costumbre, de tener por nuestro
Rey y Señor el Real estandarte, custodiándolo con la fidelidad debida, como que
representa a la Majestad de Nuestro Soberano, hasta rendir la vida en su defensa,
y de no entregarlo sin que primero se le alce el Pleito homenaje y juramento que
ahora se le recibe? A que respondió S.S. (Zavaleta) - Sí juro y hago el
correspondiente Pleito homenaje de cumplirlo así. En cuya conformidad, y bajo
este solemne juramento quedó en su poder el Real Estandarte”.
Por lo demás, el 5 de diciembre, los Regidores Mariano de Zavaleta y Francisco
Antonio Beláustegui, diputados por sus colegas, concurrieron “a la Junta que
había de celebrarse en el Real Palacio (el Fuerte) para conferenciar, tratar y
acordar en ella los medios y arbitrios practicables para dotar a la Casa de Niños
Expósitos, dándoles fondos competentes que puedan substenerse en adelante para
que no se malogre su piadoso establecimiento”.
En dicha reunión - que presidió el Virrey Meló de Portugal - el Regidor
Zavaleta expuso la necesidad de aclarar que clase de gravamen debía destinar el
Ayuntamiento a tan benéfico fin, conforme a lo dispuesto por una Real Cédula
pertinente. Discutido el punto - con el Regente de la Audiencia Benito de la Mata
Linares y los distintos funcionarios presentes - desechóse una propuesta de
contribuir con “el medio real del marchamo” (impuesto que se cobraba por cada
res carneada en el matadero), como tampoco imponer nuevas gabelas al
comercio, ya que otra Real Cédula reprobaba pensionar los vinos y aguardientes.
Así que a la postre, en síntesis, se acordó aplicar para fondo de la Casa de
Expósitos el producido de las Bulas que dispensaban “el comer carne en tiempo
de Cuaresma”. Más como esa recaudación era corta - apenas anualmente rentaba
500 pesos - y el presupuesto del caritativo asilo ascendía a 9.000 pesos al año, y
solo contaba con fondos propios por valor de 4.000, se dispuso reforzar estos
fondos con 5.000 pesos anuales del ramo municipal de guerra, una vez pagadas
las guarniciones establecidas en la campaña para contener los ataques de la
indiada salvaje.
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La Conspiración de los franceses
En la “Relación de los Méritos y Servicios del Dr. Mariano de Zavaleta”,
levantada en 1802, que se guarda en el Archivo General de Indias de Sevilla,
consta; “Que en el año noventa y cinco fue elegido para Rexidor primero de
aquel Ayuntamiento (de Bs. As.), cuyo empleo desempeñó, y también el de
Alférez de Real que obtuvo por turno; y que en el mismo año sirvió la Asesoría
del Juzgado de Primero voto, dando expediente a todos los negocios, y,
señaladamente, al de la ruidosa causa de averiguación de ciertos pasquines,
asistiendo al examen de testigos y declaraciones a horas desacostumbradas, sin
perdonar diligencia por su parte”.
En efecto; ya el 25 de febrero el Virrey Nicolás Arredondo encargó al
Alcalde Alzaga desbaratar cierta supuesta conjura, cuyos componentes, mediante
la difusión de pasquines, proyectaban imponer acá las “perniciosas máximas” de
la Revolución Francesa.
Héctor C. Quesada, director del Archivo General de la Nación, en su
interesante libro El Alcalde Alzaga , se ocupó con detalles de aquella
conspiración, en la que participaban “algunos franceses y negros esclavos”. Ese
libro nos entera que en distintos puntos de la ciudad - la casa de Miguel José de
Riglos (Arcediano, tío de la mujer de Zavaleta), la esquina de las Animas y otras
paredes - aparecieron amenazantes e injuriosos panfletos anónimos pegados con
cola. Uno de ellos decía; “Martín de Alzaga; dentro de un año yrás a la
Guiyotina, tu y cuantos andan en aberiguaciones”. Y dedicado al Virrey
Arredondo circuló este versito preventivo:
"Si a los franceses no apresas
en todo tu Virreinato,
serás el más insensato
Y sonarás en Gacetas.
Precave, pues, Nicolás,
Mira lo que está pasando,
Porque te la están pegando
Por delante y por detrás.”
Frente a tal estado de cosas, el diligente jefe del Cabildo porteño,
secundado por el Asesor del Juzgado Dr. Zavaleta, tomó a su cargo el averiguar
“donde están algunas considerables compras que se tienen hechas de balas, por
personas particulares, y otros antecedentes que debían hacer recelar alguna
asonada o conmoción popular”. A este objeto, el Alcalde hizo detener a Juan
Pablo Capdepont, más conocido como Juan Barbarín, “de cuya persona existían
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informes que lo hacían sospechoso”. Capdepont era “natural de Santa María
(Saint Marie, en los Altos Pirineos), vecino de Navarra la vieja, bien que en
varias conversaciones ha dicho haverse criado en Valencia”. Al salir de Cádiz “lo
persuadió don Joseph de Gurruchaga (tío carnal del futuro procer salteño
Francisco de Gurruchaga) se mudase de nombre y apellido y buscara una fee de
baptismo, lo que se verificó, y desde entonces se firma Juan Barbarín."
Entretanto, el 5 de marzo, anticipándose el Alcalde Alzaga a la llegada del
Virrey Pedro Melo de Portugal que estaba en Montevideo, atravesó el río a fin de
recabar órdenes de este nuevo funcionario, “quien le manifestó la nezesidad de
que se conserbase en esta capital (Bs.As.) para continuar la grabe commisión que
tenía puesta a su cargo, para pesquisar sierta conspirazión que, según barios
datos, proyectaba formarse contra la quietud pública, aberiguando los autores o
cómplizes”. Por tal razón, Alzaga, que había dispuesto trasladarse más adelante a
la Colonia del Sacramento -junto con el Regidor Francisco de Lezica y el Portero
Mayordomo de Propios Sebastián de Eyzaga - a darle oficialmente la bienvenida
al flamante Virrey, depositando durante su ausencia la vara judicial en manos del
Regidor y Asesor del Juzgado Dr. Mariano de Zavaleta, resolvió no presidir dicha
comitiva, y permanecer en Buenos Aires.
Aquí, don Martín, ni corto ni perezoso, manda poner presos al relojero
Santiago Antonini (formidable aventurero italiano del cual me ocupo en el
apellido Dogan, pues su hijo Antonio se casaría con una presunta hija natural del
procer Juan Martín de Pueyrredón); al socio de Barbarín, Carlos José Bloud; al
panadero Juan Antonio Gallardo (Gallard, mejor dicho); a Juan Polovio, el
peluquero, alias “el cojo”, que vivía en el barrio de la Concepción; a Andrés
Despland o Espland, un sastre vecino de la casa del Arcediano Riglos; a Luis
Dumont, otro panadero francés; y a algunos individuos más.
El negro Juan Pedro, esclavo del panadero Dumont, declaró que “en casa
de su amo se hacían frecuentes juntas de franceses ... y hacían sus merendonas
brindando todos por la libertad. Las juntas duraron hasta que fue sorprendida la
casa de su amo por un grupo de soldados comandados por el mayor de la plaza” Jaime Saint Just. Que, desde entonces, mudaron los comensales sus reuniones a
la quinta de Lorea, donde el Conde hermano de Santiago de Liniers tenía una
fábrica de pastillas, y “adonde llevaba el mismo (negro) los pabos asados de casa
de su amo”.
Alzaga cita enseguida al Capitán de Navio Liniers al Juzgado, y éste se
niega a concurrir, precisando; “Venero sus disposiciones, al mismo tiempo que
advierto ignora el tratamiento que corresponde a un oficial de mi graduación y el
conducto por el cual deven dirigir las órdenes”.
Por otra parte, el Alguacil Pedro Muñoz de Olaso allana el domicilio de
Antonini, y, tras registrar papeles sin importancia, en la cama del relojero
encuentra entre las sabanas un papelito con estos tres vocablos escritos en medio
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de signos de exclamación; “Viva la Livertá!”. Era, sin duda, un grito jacobino;
palabra inicial de la fórmula “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, bajo cuyo
conjuro, en pleno régimen de Terror, había rodado la cabeza de Luis XVI sobrino 3ro y aliado de Carlos IV -, en aras de aquella diosa alegórica del gorro
frigio y las rotas cadenas. Recuérdese que, a la sazón, allá en Europa, España
libraba una guerra cruenta y desventajosa contra Francia, cuyos ejércitos
revolucionarios habían invadido la tierra vasca, apoderándose de Fuenterrabía,
San Sebastián, Tolosa, Bilbao y Vitoria, y continuaban avanzando hasta Miranda
de Ebro.
Por tanto acá Alzaga - con la estrecha cooperación de Zavaleta - iba a
proceder contra los enemigos de España con mano de hierro. De entrada somete a
Antonini a un severo interrogatorio, aunque, enhoramala, el relojero niega todo,
incluso la procedencia de aquel papelito comprometedor. Pero el panadero
Dumont, temeroso de recibir un amasijo contundente, confiesa que “en su casa se
realizaban algunas juntas concurriendo a ellas el sastre D. Andrés Espían, el
relojero Santiago Antonini, etc, etc.”.
Alzaga decide entonces que se aplique tormento al relojeado relojero, y
designa al cirujano Bernardo Nogué y a un fraile franciscano “para el caso que se
necesite”. Y el 31 de marzo la “questión de tormento” se pone en marcha.
Alzaga, en compañía del asesor Mariano Zavaleta, hace comparecer al reo que
escucha indiferente la lectura de la resolución tomada, mientras el Alcalde Juez
“le rogó, amonestó y apercibió para que buenamente declarase ..."; pero Antonini,
tozudo, sigue negando su participación en la conjura de los franceses. El juzgador
ordena, en consecuencia, introducirlo en la pieza inmediata, donde esta el potro,
esa máquina de madera sobre la cual se atormentaba a los delincuentes para
hacerlos confesar o declarar lo que se quería saber. Ante el espeluznante artefacto
Antonini, firme, continúa con sus negativas.
Procede entonces el verdugo Ramón Gadea; amarra al inculpado desnudo
al potro, y le echa “dos garrotes en el brazo izquierdo y muslo derecho,
apretándolo”. Antonini niega otra vez, y se le aplica un tercer garrote y un cuarto
sin éxito ninguno. La entereza del italiano es increíble y su voluntad
inquebrantable; “se le mantuvo en el potro largo tiempo, apurando el tormento de
rato en rato, repitiendo las medias bueltas de cuerda, sin que hubiese desistido de
su negativa”. Alzaga, impresionado acaso, determinó suspender el procedimiento.
Antonini ha resistido a la tortura sin que se le arrancara una sola palabra.
El Juez, sin embargo, necesita conocer todos los detalles, “siendo, como es, la
presente causa de las más graves, y el delito de aquellos en cuia averiguación se
interesan los respetos más sagrados, la experiencia tiene acreditada la ineficacia
del tormento de cordeles, por la poca impresión que produce en los reos, a
quienes solo dura el dolor por el momento que se le estrechan..."
Así, dada la ineficacia de las sogas- y como los careos del relojero con
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Dumont, Polivio y demás complotados muy poca luz aportaron- se lo vuelve a
amarrar a Antonini en la silla, y el tormento se reanuda “ punzándole con una púa
de azero entre uña y carne, introduciéndola como el canto de dos pesos fuertes”.
Y como el reo “no prorrumpiese otra cosa que quejarse y exclamar, se repitió con
los otros dedos, con excepción de los pulgares; y aunque el recurso se dilató
treinta y cinco minutos”, Alzaga y Zavaleta solo escucharon “los lamentos,
súplicas y protestas de inocencia”. Admirados ellos, sin duda, de la valentía de
Antonini mandaron suspender el acto y elevar los antecedentes a la Real
Audiencia.
El fiscal del crimen Jerónimo Mantilla de los Ríos pide para Antonini y
demás cómplices “pena ordinaria de muerte o, al menos, otra extraordinaria”. Por
su parte el reo designa a Pedro Medrano como abogado defensor.
Medrano inicia su alegato recordando “aquellos días aciagos en que todo
este pueblo tenía próxima la sacrilega insurrección; cada uno miraba con espanto
y contaba temblando los instantes de vida que le restaban ... y se veían
trasladados ya a nuestro suelo los desastres, los funestos sucesos y las tragedias
que representaban en Francia”. Condena luego “a los autores de tan sacrilego
crimen"; hace el elogio de “este juzgado”. Añade “que solo resta se castigue de
una vez a los reos que se atrevieron a insultar la quietud, la paz y el reposo de
esta sociedad"; y termina con el anuncio de que la causa de Antonini “se ha de
juzgar por unas leyes justas y savias”. Y concluye que; “A pesar de habérsele
acusado la invension de un pasquín dentro de su cama, las consideraciones que
hacen más fuerza que todo esto es no haberse encontrado el tal pasquín en
ninguna de las faltriqueras o bolsillos de la ropa de Antonini; ni entre sus papeles,
caxas, baúles, etc."; y pedía “se le destierre de estos dominios y se remita bajo
partida de registro a los de España”. Y así lo resolvió la Real Audiencia con fecha
24-X-1795.
Empero, como el 22 de julio anterior, allá en la helvética Basilea habíase
firmado la paz entre Francia y España, a tenor de la cual Francia devolvía sus
conquistas respetando la integridad territorial de España, y esta potencia le cedía
a Francia la parte española de la isla de Santo Domingo (ventajas aquellas que le
valieron al Ministro Godoy el título de Príncipe de la Paz), el relojero Antonini y
los otros franceses procesados por difundir pasquines jacobinos, permanecieron
en Buenos Aires, prosiguiendo con el ejercicio de sus oficios e industrias.
Más sobre la actividad de mi antepasado
El 19-II-1796, se leyó en el Cabildo “un Memorial presentado por el Dr.
don Mariano Zabaleta, Abogado de las Reales Audiencias de este Virreinato”, en
el que solicitaba al cuerpo capitular que informara acerca de la “puntualidad,
exactitud y esmero” de sus servicios públicos, así como los de su padre difunto
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don Martín. Y los señores miembros consistoriales acordaron “que se informe en
la forma que solizita, de que en efecto dicho Dr. ha desempeñado a satisfacción
de este Cavildo y del público, los ofízios que menciona, y en expecial el de
Regidor del número del año próximo pasado, y el de Asesor del Juzgado
ordinario de primer voto que al mismo tiempo sirvió; en que además de la
instruzión y práctica que manisfestó en la facultad de la Jurisprudencia, acreditó
una grande vigilancia y amor al público, que lo haze acrehedor a las gracias que
S.M. se dignase dispensarle. Y que los mismo demostró su Padre, el Licenciado
Dn. Martín de Zavaleta, Abogado de la R.A. de la Plata, en defensas particulares
y barias asesorías, tanto del Govierno de esta Capital, Juzgados ordinarios y
Tribunal de la Real Hacienda, que por muchos años sirvió y desempeñó a
satisfacción de los Magistrados y del público, como es de notoriedad en esta
Ciudad”. Y que todo ello se asiente por el Escribano Pedro Núñez, “y se debuelba
a la parte para los usos que le conbengan”.
A este mismo respecto, la “Relación de Méritos y Servicios” de mi 4to
abuelo Zavaleta, depositada en el Archivo sevillano de Indias, corrobora que “los
padres del referido don Mariano fueron vecinos de Buenos Ayres, conocidos por
personas “timoratas (sic), religiosas y honradas, sin vicios ni nota alguna; que
dicho don Martín ejerció por muchos años la profesión de Abogado con notorio
crédito, desempeñando los dictámenes y asesorías públicas que se le
encomendaron”.
Aquel año 96, también se presentó Mariano de Zavaleta ante el Alcalde de
1er voto Juan Agustín Videla y Aguiar, demandando a su cuñado Rafael José de
Riglos, el cual, desde el 12 de octubre pasado, arrendaba una casita suya,
pagando por contrato 18 pesos mensuales. Como el inquilino se había retardado
en el pago de los alquileres, y le debía 50 pesos, Zavaleta pedía el desalojo de su
pariente moroso. Riglos era Alférez de las Milicias de Caballería de Buenos
Aires, y se amparó en el fuero militar para no ser demandado civilmente.
Muere su esposa y Zavaleta resuelve tomar los hábitos
sacerdotales
A fines de febrero o principios de marzo de 1798, cuando aún no había
cumplido sus 29 años, se apagó la vida de Jacinta Riglos, después de dar a luz a
su hija Martina. El marido, de golpe, quedó solo, entristecido, con cuatro hijitos,
el mayor de los cuales no llegaba aún a los 4 años. Reconcentrado en si mismo,
exaltóse en Zavaleta el sentimiento religioso que, en buena medida, mitigaba su
dolor trayéndole resignación. Le vino entonces en voluntad dedicarse a la Iglesia,
ordenarse sacerdote. Resolvió, por lo tanto, que sus cuatro niños quedaran al
cuidado de Teresa, su hermana soltera; puso la administración y el manejo
directo de sus estancias bajo la responsabilidad de su hermano Marcos; y, a
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mediados del año 1800, partió para Córdoba a recibir las órdenes sagradas.
Dispuestas así las cosas, a don Mariano - como dice su “Relación de
Méritos y Servicios” - le concedieron en poco tiempo “el Reverendo Obispo de
Córdoba del Tucumán (Ángel Mariano Moscoso y Pérez de Oblita) y el Vicario
Capitular sede vacante de Buenos Aires (Antonio Basilio Rodríguez de Vida) las
licencias de celebrar, predicar y confesar, por hallarse suficientemente instruido
en todo lo necesario para el desempeño de estos ministerios (era ya bachiller en
Cánones y doctor en Teología); y en diez y seis de Enero del presente año (1802)
el mismo Vicario Capitular le confirmó y diputó por Cura substituto, en ausencia
del propietario, de la parroquia de San Nicolás de Bari de aquella capital (Bs.
As.), para que pudiese exercitar en ella todas las funciones parroquiales”.
Posteriormente (2-VI-1802), por “Letras Testimoniales” del Arcediano
Rodríguez de Vida, “consta que el referido don Mariano de Zavaleta, Abogado de
las Reales Audiencias de La Plata y Buenos Aires, clérigo presbítero ... es un
Eclesiástico de conducta irreprochable, de edad de quarenta años, que desempeña
exactamente los deberes de su estado y ministerio sacerdotal y que no está
excomulgado, suspenso, entredicho irregular, ni ligado con otra censura ni
sentencia; por lo qual lo contempla digno de cualquier gracia que S.M. (Carlos
IV) quiera dispensarle”.
En 1803, el Obispo Benito Lúe y Riega nombró a mi antepasado Deán y
Cabildo de la Catedral porteña, como asimismo “Abogado Defensor” de los
derechos catedralicios, “en atención de su literatura, juicio y cordura”. Y el
mismo Pontífice, en una “Letra recomendación” del 21-VII-1804, “asegura que el
mencionado Don Mariano de Zavaleta no está ligado a censura alguna, ni ha sido
procesado en aquella Curia, antes bien había desempeñado los cargos que se
pusieron a su cuidado por aquel Gobierno y Audiencia, cuando era lego; que
después de sacerdote, confesor y predicador, se había dedicado al bien de las
almas con aplicación y esmero; que era defensor de los derechos de aquella
Catedral, supliendo la falta doctoral, sin interés ni sueldo alguno; y finalmente
que informado dicho Prelado de los conocimientos legales y canónicos, de su
virtud y mérito, le había nombrado su Abogado de Cámara, en cuyo exercicio
había merecido su confianza para el despacho de los negocios de interés de la
Dignidad; por lo qual le considera digno de la piedad de S.M. en la provisión de
vacantes en Beneficios eclesiásticos o en la erección de ellos”.
Por otra parte, el 17-II-1808, en el Ayuntamiento presidido por el Alcalde
Martín de Alzaga, se trató acerca de una “representación del señor actual
Provisor don Mariano Zavaleta, en que exponiendo los servicios que de seglar
hizo a éste público en clase de Regidor y Alférez Real, asesor del señor Alcalde
de primer voto en el año de noventa y cinco; y de eclesiástico los ha hecho de
Abogado de la Iglesia, sin premio; de Cámara del Ilustrísimo Señor Obispo; de
Juez Hacedor de diezmos por parte de la Dignidad; y de actual Provisor y Vicario
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general (es decir Juez, en quien el Obispo delega su autoridad para la
determinación de los pleitos y causas pertenecientes a su fuero); “pide se
recomiende su mérito al Soberano para que le tenga presente en alguna de las
vacantes o nuevas provisiones de este coro. Y los S.S. (Regidores) teniendo por
ciertos los servicios que expone, y considerando al suplicante quizás más
acreedor que otro alguno a ocupar una silla en el coro, acordaron se certifiquen
sus servicios con bastante expresión y agradecimiento, juzgándolo acreedor de
aquella gracia, y que se le entregue el certificado con los testimonios que pidiere,
no haciendo lugar a la recomendación directa que solicita, por justas causas que
asisten a este Cavildo, para negarse a las de su clase”.
Después de la Revolución de Mayo
Producidos los acontecimientos revolucionarios de Mayo, el Provisor
Vicario del obispado Mariano de Zavaleta es uno de los sacerdotes criollos que
adhieren al “nuevo sistema”. Así el 23-X-1810 su nombre figura en la flamante
Gazeía de Buenos Ayres donando a la Biblioteca Pública, recientemente creada
por la Primera Junta, 17 pesos fuertes. Y en las elecciones del 19-IX-1811, donde
el vecindario porteño votó por dos Diputados para un Congreso General (saliendo
electos Feliciano Antonio Chiclana y Juan José Passo) y por una Junta consultiva
de 16 ciudadanos que debía asesorar al Gobierno, Mariano Zavaleta cosechó solo
3 votos para consultivo; emitidos por los vecinos Jacinto Oliden, Fernando
Caviedes y Florencio García. Y el 30-III-1812, en otra votación para elegir
vocales a la Asamblea General, apenas sufragaron por Mariano Zavaleta dos
ciudadanos: Manuel Obligado y Jacobo Adrián Varela.
En mayo de ese año 12, el Gobierno (Primer Triunvirato) ordenó que “en
todos los sermones se tocase y aclarase un punto del nuevo sistema implantado
por la revolución, cuya forma, a pedido del Gobierno, proyectó el Provisor
Zavaleta”, según lo consigna Rómulo D. Carbia en su libro La Revolución de
Mayo y la Iglesia.
Los campos de mi antepasado
Como detalle al margen del “curriculum” de don Mariano, indico que en
La Gazeta Ministerial de Buenos Aires del 9-VIII-1813, se lee el siguiente aviso;
“se venden dos Estancias, una llamada Santa Rosa y la otra Chañares, ambas
distantes de esta ciudad 30 leguas, en las inmediaciones de Areco, pertenecientes
al Dr. Zavaleta; el Comprador ocurrirá a su hermana Doña Teresa de Zavaleta,
que vive en la calle de la Asamblea”. (Hoy San Martín, donde entonces
funcionaba la Asamblea del año XIII, en la casa del Consulado. Hogaño se
levanta en ese terreno el edificio del Banco de la Provincia de Buenos Aires).
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Empero esos dos campos no se vendieron y, (como lo expongo en el apellido
Lynch) el 4-XH-1821 don Mariano dio en dote y anticipo de herencias a sus
hijas; Isabel y Martina, casadas la primera con Patricio Lynch y la segunda con
José Bartolomé de Vega, las Estancias “Santa Rosa” y “Chañares”
respectivamente.
Sin embargo al año siguiente del indicado aviso, La Gazeta del 7-XII-1814
publicaba este otro anuncio; “Se venden las Haciendas de campo del Dr. Mariano
Zavaleta, llamada Chañares, Santa Rosa y Estancia Grande; quien las quisiese
comprar véase con su legítimo hijo D. Ventura Ignacio de Zavaleta, vive en la
calle de las Torres (hoy Rivadavia) en casa de Da. Manuela Fernandez, ítem. En
la Cañada de Morón se vende un terreno con 300 varas de frente y 1.500 de
fondo; quien lo quisiere comprarlo véase con el dicho D. Ventura de Zavaleta”.
Y prosigue la actuación pública de mi cuarto abuelo
El 22-VIII-1815, reunidos los electores votados días atrás por el vecindario
de la ciudad y campaña a fin de que eligieran los Representantes por Buenos
Aires al Congreso de Tucumán (en cuya votación Mariano Zavaleta obtuvo solo
dos votos para elector - los de Domingo González Gorostigui y Manuel Antonio
Vicenter), resultaron finalmente designados - como es sabido - estos 7 Diputados;
Pedro Medrano, Juan José Passo, Antonio Sáenz, Fray Cayetano Rodríguez, José
Darregueira, Tomás Manuel de Anchorena y Esteban Agustín Gascón.
Cuatro años después (25-VIII-1819), ante la amenaza del arribo de la
expedición española que se estaba organizando en Cádiz (sublevada a la postre
por Riego en “Cabezas de San Juan"), el Director Supremo Rondeau nombró una
Comisión compuesta por Mariano Andrade, Francisco Cascallares, Juan José
Ezeyza, y Miguel Belgrano y mi 4to abuelo Zavaleta, quienes, de producirse
aquel ataque invasor, procurarían sustraer de todo riesgo a las familias porteñas,
mediante el traslado masivo de ellas al interior del país.
Corridos cinco meses (17-1-1820) el Cabildo procedió al nombramiento de
“dos vecinos ciudadanos que deven componer la Junta Electoral”, en unión de los
demás electores nominados para designar los 9 individuos miembros de la Junta
Protectora de la libertad de Imprenta. Y tal elección “recayó por unanimidad de
votos” en el Deán Diego Estanislao de Zavaleta y en su primo el Provisor Vicario
Dr. Mariano Zavaleta, que alcanzó entonces su primera victoria electoral.
En uno de los caóticos trances de ese año 20, Juan Ramón Balcarce habíase
apoderado del Gobierno desalojando a Sarratea. Este huye hacia el Pilar a
refugiarse en el campamento montonero de Ramírez y, de un día para otro, todo
se le complica a don Juan Ramón; Ramírez avanza sus tropas hasta la Chacarita,
Soler ha sublevado las suyas y está en Santos Lugares, Pagóla ocupa la Plaza
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Miserere, los hermanos Escalada, amigos de Dorrego, toman parte en la revuelta
y cruzan con su gente el arroyo Maldonado. En horas esperaba la ciudad ser
invadida.
Entonces el Cabildo, el 10 de marzo, se dirige por oficio a Balcarce
comunicándole que, “puesto en las amargas circunstancias de auxiliar las
presentes desavenencias que tienen en tanta consternación a la ciudad y
Provincia”, había acordado nombrar una comisión integrada por los Regidores
José Tomás Isasi y Ventura de Zavaleta (hijo de don Mariano), asociados al
propio don Mariano y al Dr. Esteban Gascón, a fin de que procuraran
entrevistarse “con los Xefes del Exército Federal y demás que sean necesarios,
sin perdonar el Cavildo, por su parte, ningún género de sacrificios por la salud
pública”.
Balcarce aprueba esa gestión mediadora, el Cabildo reemplaza a Ventura
Zavaleta por Rafael Blanco, y les reitera a los comisionados deben acercarse “a
los Sres. Grales. del Exército Federal y demás Gefes que comandan las fuerzas
reunidas, conferencien, traten y acuerden un medio conciliatorio que restituya la
armonía alterada y solide la Paz deseada por el Pueblo; para lo que se faculta
ampliamente a dicha Comisión, y espera el Ayuntamiento del notorio zelo de los
nombrados Sres. su mejor desempeño”.
Seguidamente parten Mariano de Zavaleta, Gascón, Isasi y Blanco a llenar
su cometido, y, al otro día, (11 de marzo) regresan los cuatro al Cabildo
exponiendo verbalmente “que después de largas discusiones con el Señor General
Ramírez, había este dado por última contestación que no saldría de la Provincia,
ni suspendería sus armas mientras no fuesen repuestos en sus respectivos cargos
los Sres. Brigadier Dn. Miguel Soler y Dn. Manuel de Sarratea, único legítimo
Governador legalmente nombrado por el Pueblo libre, y reconocidos ambos por
la campaña; que al efecto reasumiese el Cavildo el mando, para entregárselo al
Señor Sarratea, quien si renunciase podría el Pueblo, libre de la facción que lo
oprime, elegir la Persona que fuese de su satisfacción; y que cumpliéndose el
tratado del veinte y tres de Febrero en todas sus partes (el tratado del Pilar), y la
entrega de los mil fusiles que faltan, y a más quinientos vestuarios con alguna
corta gratificación para premiar las fatigas de las tropas, que habían tenido que
regresar desde Gorondona (sic. por el “Rincón de Grondona"), por causa del
movimiento del Sr. Balcarce y su elección; lo que cumplido, prometía retirarse
inmediatamente y evaquar toda la Provincia, como ya lo había hecho la mayor
parte de su tropa”.
Tras este fracaso de los mediadores susodichos y de otras tratativas
pacificadoras semejantes, cayó Balcarce; volvió Sarratea a ocupar la silla
gubernativa; pero siguieron las revueltas militares y los batifondos políticos que,
con mayores detalles, expongo en los trabajos sobre mis tatarabuelos Manuel
Hermenegildo de Aguirre y Juan José de Anchorena y sus hermanos.
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Antecedentes de la Reforma Eclesiástica de Rivadavia
Durante los tres siglos de la dominación española, las dignidades
eclesiásticas americanas eran nombradas por el Rey de España, en virtud del Real
Patronato de Indias, ejercido por la Corona a partir del año 1501, en que el Papa
Alejandro VI les concedió a los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, el privilegio
de que en sus dominios no podía erigirse catedral, parroquia, monasterio, hospital
o iglesia, sin expresa licencia regia; y asimismo, desde aquella data, a propuesta
de los sucesivos Monarcas, fuéronse designando los Obispos y Arzobispos del
imperio, sin que nunca la Silla Apostólica negara tal prerrogativa; ni tampoco la
facultad de otorgar, la Muy Católica Magestad, beneficios y prebendas a sus
clérigos vasallos del viejo y nuevo mundo.
A partir del 25 de mayo de 1810, los vínculos de estos dominios virreinales
con España quedaron revolucionariamente cortados, y también interrumpidas, de
hecho, las comunicaciones con la Santa Sede. Tanto el Rey Fernando VII como
el Papa Pió VII permanecían entonces retenidos en cautiverio por Napoleón
Bonaparte. Recién en 1814 volvió Fernando de su destierro a ceñirse la corona de
España, y el Papa a retomar en Roma posesión del Vaticano. Dos años atrás (22III-1812) había muerto en Buenos Aires su Obispo Benito de Lúe y Riega; por
tanto, el Cabildo Eclesiástico lugareño, con el visto bueno del Primer Triunvirato,
tuvo que designar Provisor y Gobernador del obispado en sede vacante al
presbítero Diego Estanislao de Zavaleta, primo segundo de don Mariano, mi
antepasado.
La Asamblea del año XIII declaró caduca en el país la jurisdicción de las
autoridades eclesiásticas residentes en España, persiguió a los religiosos tachados
de antipatriotas, mientras el poder ejecutivo vernáculo se apropiaba de los
derechos del Patronato, concedidos por el Papado a los Monarcas hispanos, que
no al estado español. Así, en nuestros revueltos lares, vino a quedar subordinada
administrativamente la Iglesia por fuerza, a la potestad estatal. En cuanto a los
clérigos, sacudidos por los torbellinos políticos locales, individualmente tomaron
partido a favor o en contra de la revolución, en pugna o en pro de tal tendencia o
caudillo militante, integrando, muchos de ellos, los distintos gobiernos, congresos
e instituciones que se alternaron en el decurso de aquellos tiempos azarosos.
El 30-I-1816, Su Santidad Pío VII - deseoso de que se estableciera la paz
en los territorios ultramarinos de la madre patria - dirigió una encíclica a los
Arzobispos, Obispos y clero de América, “sujeta al Rey Católico de las Españas”,
aconsejando “fidelidad y obediencia debida a vuestro Monarca”.
Afortunadamente - discurre el probo investigador Miguel Sorondo - la
encíclica de Pio VII, que en otras circunstancias hubiera podido tener una
influencia enorme en el desenvolvimiento de la revolución, llegó tarde. El
espíritu católico en América era fuerte, pero las personas estaban muy
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comprometidas. Gran número de clérigos habían formado y formaban parte de
los gobiernos revolucionarios, y las dignidades que muchos de ellos tenían,
habían sido conferidas por las nuevas autoridades civiles de acuerdo a
procedimientos especiales”.
Entretanto, en 1815, a Diego Estanislao Zavaleta le había sucedido en el
cargo de Provisor Gobernador de la diócesis porteña vacante, el Dr. José Valentín
Gómez; hasta 1816 en que lo reemplazó el canónigo Domingo Victorio de
Achega; al cual en 1817 vino a sucederle Juan Dámaso Fonseca. Ocupa luego
dicho provisoriato por breve lapso, otra vez, Diego Estanisalo Zavaleta, y
después José Valentín Gómez, hasta que en 1822 asume la jefatura diocesana
vacante el canónigo Dr. Mariano Medrano.
Perpétrase la Reforma
Era la época llamada de Rivadavia, Ministro y factótum del Gobernador
Martín Rodríguez, quien había vuelto de Europa deslumbrado por las ideas que
allá impulsaron a la Revolución Francesa, y luego las que descubrió en los
escritos de Jeremías Bentham, del volteriano Destutt de Tracy, del abate De Pradt
y, sobre todo, del afrancesado sacerdote español Juan Antonio Llórente, - más
accesible para él. Hallándose pues don Bernardino instalado de nuevo en el
candelero político de la Provincia, decidió, reverberante de enciclopédicas luces,
reformar al por mayor las instituciones locales, esperanzado, quizás, en que sus
compatriotas cambiaran de mentalidad. Atiborrado de liberalismo, suprime el
tradicional Cabildo porteño y al de Lujan, al paso que introduce una serie de
innovaciones en varios ramos gubernativos y en la enseñanza, la economía y la
milicia, para acometer finalmente la Reforma Eclesiástica.
Como un primer tanteo, el 4-VIII-1821 dirígese Rivadavia al Cabildo
Eclesiástico bonaerense, anticipándole el propósito del gobierno de promover una
reforma eclesial, a cuyo fin solicitaba la opinión de aquel cuerpo acerca de ese
proyecto, con un pedido de informes sobre los ornamentos, vasos sagrados,
alhajas, enseres y propiedades, réditos y tasaciones de los bienes raíces
pertenecientes a la Catedral. En el mismo sentido fueron remitidas por el
Ministro, notas a los síndicos de los distintos conventos.
Dos meses más tarde, el 17 de noviembre, el gobierno disponía que todas
las casas religiosas presentaran sendos memoriales con los antecedentes sobre sus
respectivas fundaciones, número de religiosos, capellanías y demás datos
actualizados de cada congregación. Y a ello dieron puntual cumplimiento la
Iglesia Mayor, los recoletos, los franciscanos de la observancia de San Pedro, los
dominicos, los mercedarios y los betlemitas; piadosas comunidades a las que se
añadían, en la ciudad, los conventos de monjas capuchinas y catalinas, el hospital
de mujeres y el colegio de niñas huérfanas.
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Nadie discutía entonces en Buenos Aires la necesidad de disciplinar con
una reforma a la clerecía anarquizada por la revolución, hasta tanto volvieran a
normalizarse las relaciones con el Vaticano; pero Rivadavia, en franco tren
regalista, decidió someter los derechos de la Iglesia al estado bonaerense,
colocando, en definitiva, al gobierno civil por sobre la autoridad del Romano
Pontífice.
El 28 de noviembre, el omnipotente Ministro, decretó prohibir la entrada a
la provincia a todo religioso sin el previo placet del Poder Ejecutivo. El 13 de
diciembre, mediante otro decreto, eximió a los mercedarios de la obediencia a
todo Superior General, y que sus conventos quedaran solo bajo la dirección de los
respectivos frailes guardianes; y en los meses siguientes hízose extensivo el
alcance del mismo decreto a todas las ordenes regulares. Dentro de esa tónica
púsose en marcha la famosa Reforma.
El gobierno, después de todo, envió a la Junta de Representantes el
correspondiente proyecto de ley elaborado por Rivadavia, cuyo texto, con alguna
modificación de menor cuantía se sancionó, tras acalorados debates, el 21-XII1822; abarcando, entre otros, estos puntos sintéticamente expuestos; abolición del
fuero personal del clero; organización civil del Cabildo eclesiástico, al que daba
el nombre de Senado; conversión del Seminario en un colegio nacional del
Estado; supresión de las casas de los betlemitas y de las otras ordenes que
tuvieran menos de 16 religiosos; prohibición de profesar antes de los 25 años; no
reconocimiento de los Provinciales monásticos; y confiscación de los bienes de
los conventos suprimidos y del santuarios de Lujan.
Entre los diputados que se opusieron a la Reforma Eclesiástica se contaron;
Juan Agustín Gascón, Alejo Castex, Pedro Antonio Somellera y José Miguel
Diaz Velez. Abogaron en la sala a favor de la misma el propio Rivadavia, su
colega el Ministro de Hacienda Manuel José García, y los diputados Matías de
Irigoyen, Juan José Passo, Manuel Moreno, Santiago Rivadavia y - con una que
otra reserva verbal - dieron también apoyo al modificado proyecto, los clérigos
Diego Estanislao de Zavaleta, José Valentín Gómez y Julián Segundo de Agüero.
Guerra periodística en pro de la reforma y reacciones en
contra
Desde dos años atrás, esa Reforma rivadaviana había sido anticipada y
preparada mediante una agresiva campaña de prensa contra la Iglesia tradicional,
a cargo de periodistas liberales; “zotes de tomo y lomo estilo Cavia; herejes como
Várela, ministrantes como Bernardino Panza - o “Sapo del Diluvio” -, y
baladrones como Rodríguez” (nada menos que el Gobernador), adalides
ideológicos todos ellos, así caricaturizados por el Padre Castañeda.
Pedro Feliciano Sáenz de Cavia en sus periódicos El Patriota y Las Cuatro
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Cosas o el Antifanático, llamaba a Fray Castañeda “libertino consumado,
traficante vergonzoso y detractor impávido”. Los hermanos Juan Cruz y
Florencio Varela en El Centinela, zaherían asimismo de lo lindo al tremebundo
franciscano; y Pedro José Agrelo - ex aspirante contumaz a la casulla - luego de
ensalzar al gobierno en la Ilustración Pública, calificaba a Castañeda de
“frailegodo, desvergonzado, díscolo, impudente, faccioso, sanguinario, que
parece no había esperado sino una ocasión favorable de vomitar sobre este
desgraciado pueblo todo el veneno que albergaba su pérfido corazón”. El Argos,
La Abeja Argentina y El Ambigú, completaban la artillería panfletaria del
Ministro reformista, y en sus páginas colaboraban Manuel Moreno, Ignacio
Núñez, Esteban de Lúea, Santiago Wilde, Vicente López; amén de algunos
prestes demanga ancha; el Deán Gregorio Funes, el futuro apóstata Julián
Segundo de Agüero, José Valentín Gómez y Antonio Sáenz.
Y si en la apuntada lista faltan otras publicaciones y otros nombres, no ha
de quedar en el tintero El Lobera del año 20, de aparición anónima en 1822; “tan
pésimo, tan indigno y tan escandaloso - al decir de Juan Manuel Beruti en sus
Memorias Curiosas - que daba horror el leerlo, pues en el se sacaron las vidas
privadas de los frailes de mayor respeto, y aún de algunos que habían muerto,
nombrándolos por sus nombres y apellidos, tratándolos y sacándoles las faltas, a
unos de borrachos, a otros de amancebados, a otros de ladrones asesinos, etc.”. A
tan aberrante pasquín, el fogoso dominico José Ignacio Grela acusó ante la Junta
Protectora de Libertad de Imprenta, resultando su emboscado redactor el joven
José María Calderón (sobrino carnal de los Belgrano?), oficial 5to del ministerio
de Hacienda, quien tuvo que renunciar a su empleo una vez desenmascarado.
Destutt de Tracy, uno de los númenes europeos de Rivadavia, le escribió a
éste desde París, el 18-XI-1822, felicitándole por haber emprendido la Reforma
del clero; “La Supertición - decía esa carta, cuya copia obra en el Museo Mitre y
transcribe Guillermo Gallardo - es una enfermedad muy inveterada en la raza
humana. Sin embargo me consuela con lo que el Sr. Gómez (José Valentín) ha
tenido la bondad de hacerme decir por conducto del Sr. Larrea, que su ropaje (o
sea la sotana) no influía en sus sentimientos, y que ellos serían siempre tales
como yo podría desearlos. Me lisonjeo también en saber que V. y él trabajan en
la destrucción de los Frayles, pero sobre todo lo que me es mucho más
satisfactorio es saber que V. y él están en la actualidad íntimamente ligados.
Tales hombres como Vds. son formados para ser amigos inseparables. Yo ruego a
V. le presente mis felicitaciones, mis homenajes y mis agradecimientos”.
Contra filosofistas y gacetilleros comefrailes, temerariamente solo, pleno
de terrible y deslenguada energía, fray Francisco de Paula Castañeda habíase
lanzado a la polémica en defensa de la ortodoxia y del orden tradicional de la
Iglesia; proclamando - en prosa y verso - su rispida intransigencia en el
Desengañador Gauchi-Político, en el Despertador Teofilantrópico
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Misticopolítico, en La Verdad Desnuda y en muchos otros panfletos
estrafalariamente titulados.
Entre la erupción de sus brulotes, Castañeda, con mordacidad poco
seráfica, aderezó este Credo beligerante de circunstancias; “Creo en Dios padre
todopoderoso, creador y conservador de Bernardino Rivadavia, y en Jesucristo,
redentor de Rivadavia; que está actualmente en Buenos Aires padeciendo muerte
y pasión bajo el poder de Rivadavia. Creo en el Espíritu Santo, cuya luz persigue
Rivadavia. Creo en el perdón de los pecados, que no tendrá Rivadavia mientras
niegue la resurrección de la carne y la vida perdurable. Amén”. Y el travieso
tonsurado propuso, además, la siguiente letanía satírica para que la cantaran los
niños escolares:
“Del porvenir maravilloso - libera nos Domine.
De la reforma jacobina - libera nos Domine.
De la extinción de las religiones - libera nos Domine.
De la libertad de conciencia - libera nos Domine.
De la libertad de cultos - libera nos Domine.
De los libritos de pasta dorada - libera nos Domine”.
Y a todos los ideólogos porteños y provincianos del país, admiradores de
los “pactos sociales” de J.J. Rousseau, nuestro tremendo polemista les endilgaba
este sermoncillo rimado que, corrido desde entonces un siglo y medio, conserva
aún actualidad:
“Hasta cuando provincias desunidas
habéis de andar perdidas
siguiendo a Juan Santiago, el ginebrino?
Buscad mejor destino
en esos documentos
que se encuentran en ambos Testamentos.
Y para huir de males,
renunciad a los pactos sociales,
que no están, por lo visto,
en la Ley de Moisés ni en Jesucristo”.
Contrapuesto al fraile, Juan Cruz Várela tañía otra campana no menos
aguda, rimando sonetos punzantes como este:
“Entre todos los cuerdos despreciados;
entre todos los locos conocido;
por su hiel entre víboras querido
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y entre predicadores sonrojado.
De la discordia el hijo enamorado;
del fanatismo el héroe distinguido;
alguna vez por malo perseguido
y si quiso ser bueno se ha cansado.
Caramba!. Y quien es ese caballero
cuyo nombre feroz no se publica
y se nos va quedando en el tintero?
No se queda señores, no se queda;
Ese santo que tanto perjudica
se llama Fray Francisco Castañeda ...”.
Fray Cayetano Rodríguez, en distinto tono, mediante un escrito titulado
Justa Defensa, sostuvo que el gobierno civil no tenía derecho ni autoridad para
reformar la vida monástica, que si necesitaba una reforma solo debía ser hecha
por las autoridades de la Iglesia. “Las corruptelas y abusos eclesiásticos que les
asustan (a los liberales porteños) al mismo tiempo les halagan, porque ellos
encuentran el pábulo al deseo, no de mejoramiento, sino de destrucción. Tal es el
clamor de los celosos jansenistas, la secta más encapotada y peligrosa que ha
infestado el campo de la Iglesia” - expresaba el buen fraile.
“La logia bajo cuyo cetro de hierro gime cautiva la provincia de Buenos
Aires puede muy bien reducirse a un triunvirato” - escribía fray Francisco
Castañeda -, formado por un par de reverendos obsecuentes, José Valentín
Gómez y Julián Segundo de Agüero, y “Bernardino Rivadavia, tinterillo
embrollón”. Al mismo respecto, sin emplear nombres propios, el Presbítero Dr.
Pedro Ignacio Castro Barros opinó “que la experiencia enseña que los sacerdotes
filósofos, sean clérigos o frailes, aunque sean los más viciosos, merecen la
confianza de los liberales, porque semejantes en esto solo a los animales del
Apocalipsis, a todo cuanto proponen les dicen Amén, aunque vayan por tierra los
más sagrados derechos de la Iglesia, como se está viendo en Buenos Aires”.
Puesta en vigor la serie de decretos reformistas de Rivadavia, las
comunidades religiosas perjudicadas - dominicos, franciscanos, mercedarios,
betlemitas y recoletos -, cada cual por cuenta propia, solicitaron en notas a la
Cámara de Representantes la anulación de aquellas disposiciones confiscatorias,
fundándose en la incompetencia del poder civil para legislar en materia que
correspondía a las autoridades eclesiásticas.
A su vez, el 9-X-1822, cuando la Legislatura comenzó el proyecto de ley
de Reforma, el Dr. Mariano Medrano, en su carácter de Provisor al frente del
Obispado vacante - después de reclamar en vano ante el Ministro Rivadavia -,
elevó un valiente memorial al cuerpo legislativo. En esa exposición, admitía
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Medrano la necesidad de la reforma, debido a las perturbaciones traídas al orden
eclesiástico por la revolución emancipadora, pero puntualizaba que tal medida no
debía ser tomada por el gobierno civil, sino por la jerarquía religiosa.
Enérgicamente referíase el prelado “a la impunidad conque se escandaliza al
pueblo con ideas libertinas; al violento despojo que se ha hecho a las iglesias de
sus bienes legítimamente adquiridos; a la confusión que se introduce respecto al
orden de jerarquías establecidas en la Iglesia por Jesucristo; a la extinción que se
decretó de los conventos, que tan acreedores se han hecho al respeto y a la
gratitud de los fieles, y últimamente al odioso despotismo con que el gobierno,
abusando del poder que se le ha conferido, intenta ser a un mismo tiempo
legislador, magistrado, ejecutor, soberano civil y Sumo Pontífice ... Reforma!,
Ventajas de la Religión!, Dignidad del Clero!. Esta es la máscara conque se
desfiguran todos los falsos reformadores, desde Focio y Enrique VIII hasta
Federico II, la Asamblea de París, el Sínodo de Pistoya y las Cortes de Cádiz ...
Ya os conocemos, fraudulenta intriga ... sois discípulos de Voltaire ...”.
Este memorial de Medrano fue girado a la comisión legislativa pertinente,
la cual aconsejó se suspendieran los decretos impugnados hasta tanto se
sancionase la ley respectiva en estudio. El Ministro Rivadavia, presente en la
Sala, refiriéndose al Dr. Medrano dijo que “demostraba tener un cerebro en
continua contradicción” y “un lenguaje egipsio"; en tanto recabó a los
legisladores la destitución del Provisor por haberse desacatado. La mayoría de los
representantes se prestó al atropello pedido por el Ministro; pero he aquí que en
cuanto el Cabildo Eclesiástico - que presidía Diego Estanislao Zavaleta - tuvo
conocimiento de lo ocurrido en la Legislatura, depuso servilmente al Dr.
Medrano, para elegir en su reemplazo a mi antepasado el Dr. Mariano de
Zavaleta.
Juan Manuel Beruti, en sus Memorias Curiosas, registra el episodio con
estas palabras; “Por haber presentado el señor Provisor Gobernador de este
Obispado doctor Mariano Medrano un escrito a la Honorable Junta de
Representantes de la Provincia, en defensa de los derechos eclesiásticos, fue
tomado por dicha Junta de un poco desatento, y faltarse en él el respeto y decoro
debido, por lo que en el acto fue depuesto por la referida Junta del provisoriato; y
ordenando el gobierno le hiciera presente al venerable Cabildo Eclesiástico para
nombramiento de otro, como lo efectuó en la persona del presbítero doctor don
Mariano Zavaleta, actualmente Síndico Procurador General Defensor de Pobres y
Menores de esta ciudad, sujeto que antes de ser clérigo fue casado y Abogado de
la Real Audiencia pretorial de esta capital en tiempo de los Virreyes, y ahora de
la Excelentísima Cámara de Justicia”.
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Mariano de Zavaleta coadyuvante de la reforma clerical
rivadaviana
El destino, a veces, depara situaciones paradojales a ciertas personas a lo
largo del tiempo. Quien imaginaría en 1795 que Mariano Zavaleta, brazo derecho
del Alcalde Alzaga en la cruel represión de los franceses sospechados de
subvertir el orden tradicional en la ciudad porteña con las ideas de la revolución
jacobina, veintisiete años más tarde colaboraría con Rivadavia, matador de
Alzaga y artífice de una reforma clerical inspirada en los escritos de los
enciclopedistas franceses del siglo XVIII? Sin embargo así fue nomás.
A partir de la destitución del Dr. Medrano, mi antepasado vino a ocupar el
cargo de Provisor Gobernador del Obispado en sede vacante, o sea la más alta
jerarquía eclesiástica de Buenos Aires. Los historiadores liberales, en general,
apenas lo recuerdan, cuando no confunden su personalidad con la de su primo
Diego Estanislao. Los católicos que han estudiado aquella época, por el contrario,
formulan juicios muy duros sobre él. Enrique Udaondo le llama “elemento
incondicional de Rivadavia”, y cita en su libro Antecedentes del Presupuesto de
Culto en la República Argentina las opiniones de Monseñor Abel Bazán y Bustos
y de fray Abraham Argañaraz, ambos escrupulosos cronistas de la Reforma.
Monseñor Bazán escribió en su Historia Eclesiástica Argentina; “Fue elegido
Vicario Capitular el Dr. Mariano Zavaleta, hechura de Rivadavia, y concluyó con
su sujeción al poder civil por amarrar a la Iglesia al carro del enciclopedismo
volteriano, siendo el Vicario digno del Ministro, y el Ministro digno del Vicario.
Desde esa fecha, no hubo circular o disposición eclesiástica que se tomara, que
no llevase o la inspiración o el mandato del Ministro que, cual Pontífice Máximo,
hacía y deshacía en asuntos eclesiásticos con la aquiesencia y sumisión de fámulo
del indigno Vicario"; y el franciscano Argañaraz al historiar a su Orden expresó;
“En 1823, y para hacer más dolorosa y más gloriosa nuestra Via Crucis, se
presentó un personaje nuevo y raro, que lo era el señor Presbítero Gobernador del
Obispado en Sede Vacante Doctor Don Mariano Zavaleta. Este señor, tan
ilustrado por otro lado, amigo íntimo del poderoso Ministro Rivadavia, se
propuso complacerlo sin limitación en la novedad reformista de las cosas
eclesiásticas. Aquí fueron nuestras dificultades y más penosas angustias. Desde
muy luego de ser electo Gobernador del Obispado, ya empezó a maniobrar contra
esta Comunidad, y con acuerdo de su íntimo amigo Rivadavia, prohibió los
estudios mayores que daba el convento a la juventud; mandó desterrar a tres
padres octogenarios, siendo el mayor de 87 años, y sin otra culpa que no haber
profesado aquí, no obstante pertenecer a esta Comunidad; dio para la vida interior
de la Comunidad unas reglas tan raras que no habría dado nunca toda la
austeridad de la Silla Apostólica; nombró Presidente Conventual en vez de hacer
elegir un guardián; se hizo nuestro dueño y señor en todo”.
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Rómulo D. Carbia, por su parte, en La Revolución de Mayo y la Iglesia
estampa; “La labor realizada por Zavaleta, de la cual se han de conocer luego
detalles precisos, estuvo orientada en el sentido de apoyar resueltamente la
reforma eclesiástica proyectada y ejecutada por el gobierno. Y fue también
durante su vicariato que un Vicario del Papa, Monseñor Muzi, estuvo poco
menos que secuestrado en Buenos Aires”. Y Guillermo Gallardo, en La Política
Religiosa de Rivadavia, reproduce estos renglones despiadados que el historiador
eclesiástico Américo Tonda le dedica a mi 4to abuelo Zavaleta; “Triste papel de
entregador de la Iglesia, que le estaba confiada, desempeñó el nuevo Provisor.
Con él no habían de producirse conflictos con el poder civil. Consumáronse en
cambio, el despojo de bienes, las reglamentaciones opresoras que conducirían a
la extinción de las comunidades, la transformación del Cabildo Eclesiástico en
Senado del Clero, las modificaciones litúrgicas por supresión de palabras y
añadido de otras en la misa, la subordinación del régimen de estudios
eclesiásticos, las secularizaciones de religiosos sin intervención de la Santa Sede,
la abolición de los diezmos, la resolución de dispensas matrimoniales reservadas
al Solio Pontificio, etc, etc.... Toda su actuación al frente de la Iglesia de Buenos
Aires está teñida de obsecuente servilismo más que de jansenismo o regalismo”.
Si nos ponemos a leer las Memorias Curiosas o Diario Personal de ese
oficioso y veraz noticiero que, para la posteridad, resulta ser Juan Manuel Beruti,
quedamos enterados, sin sumergirnos en archivos ni consultar el Registro Oficial,
de múltiples detalles producidos a consecuencia de las medidas reformistas que,
aceleradamente, imponía el gobierno civil através del Provisor eclesial Mariano
Zavaleta.
A los cuatro días de asumir este dicho cargo, por orden de la Junta de
Representantes, fue quitado el fuero eclesiástico y suprimido el diezmo,
pagándose a los religiosos con sueldos del Estado, según sus dignidades. Una
monja del convento de Santa Catalina, sor Jacinta Alvarez, “que hacía sobre 20
años que había profesado, fue sacada del claustro por decir hallarse casi loca,
disculpa que se dio para concederle el ir a su casa sin causar escándalo; pero lo
cierto - refiere Beruti - es que estaba buena, y que no volverá al convento, pues
está sin hábito, y vestida de secular; ejemplar que no se ha visto desde la
fundación de Buenos Aires, ni de los monasterios, que en otro tiempo que no
hubiera sido en el que estamos, buena o loca, no habría salido de él sino con la
muerte, y que es principio para que las demás que quedan traten de hacer lo
mismo”.
Anteriormente habían sido despojados de sus bienes los frailes recoletos,
que - precisa Beruti - “gastaban hábito de lana ceniciento, o sayal que llaman,
sandalias blancas, cordón, manteo y capilla corta que formaba punta en su
remate”. A raíz de ese despojo, el Provisor Mariano Zavaleta, en la mañana del
17-X-1822, bendijo, con la mayor solemnidad, el nuevo enterratorio general
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dispuesto por el gobierno en parte de la huerta de los frailes, transformada en
“Cementerio del Norte"; aunque todo el mundo le decía, y seguirá diciéndole,
“La Recoleta”. “Y desde aquel día inaugural - puntualiza Beruti - se principió a
enterrar a los que mueren; cuyos cadáveres son conducidos en unos carros
pertenecientes a la policía, y quedando prohibido enterrar en los campos o
cementerios de las iglesias. Don Gregorio Real y Díaz Vélez fue el primer
cadáver sepultado en este cementerio, murió soltero, de edad de 24 años, y es
natural de Buenos Aires”. Este difunto era hijo de Lorenzo Cristian Real Otero y
de María Amalia Diaz Velez Araoz, propia prima hermana del Abogado don José
Miguel y del General don Eustoquio.
Otra versión más difundida, sostiene que los primeros cadáveres
sepultados en la “Recoleta” fueron los de “José Benito, párvulo liberto, y María
de los Dolores Maciel, oriental de 25 años”.
Secundaba a mi antepasado Zavaleta en las tareas oficinescas de su vicaría,
el Escribano Gervasio Antonio Posadas, “que - se expide con gracia Beruti- de
Notario que era salió a Director Supremo del Estado, cosa que causó novedad por
el salto tan alto que pegó; ha vuelto nuevamente a su antiguo oficio de Notario, el
que él, viéndose tan pobre como se halla, ha pretendido, y se le ha concedido con
título de Secretario Eclesiástico, por darle un poquito de más brillo. Cosas del
mundo; de Vuestra Merced a Excelencia, y de Excelencia a Vuestra Merced, que
es decir de mucho a nada”.
El 29 de noviembre un auto del Provisor Gobernador del Obispado ordenó
a la clerecía de iglesias y conventos, a acortar los toques de campanas según un
minucioso reglamento, que señalaba los distintos horarios y el números de
repiques para ánimas, agonías, viáticos, vísperas, fiestas, novenas, misas
solemnes y rezadas, llamadas a sermón, funciones de cofradías, rogativas, etc,
etc.... Prohibióse, de paso, hacer túmulos en los entierros, exequias y cabos de
años, como así también no poner en las tumbas más luces que las de seis hachas
(velones) con paño de luto.
Ese mismo año 22, se les quitó la administración del Hospital a los padres
betlemitas, y el gobierno puso administradores particulares; como asimismo se
les despojó de todos sus bienes, dinero y fincas que se vendieron. La iglesia del
hospital de Santa Catalina fue cerrada, y sus alhajas y ornamentos se depositaron
en la Catedral; echándose a la calle a todos los frailes. Estos hospitalarios de
Belén - apunta Beruti - “gastaban hábito oscuro, correa y sandalias, un escudo del
niño Jesús en el pesebre, puesto sobre la vuelta exterior del manteo o capita corta,
a la mano izquierda, y una capilla o caperuza larga que remataba en punta y un
rosario pendiente del cuello, o envuelto en el cíngulo o correa, que era de cuero”.
“Quien creyera - la reflexión pertenece a Beruti - que unos
establecimientos tan útiles y de tantos siglos que han pasado desde su fundación,
habían de ser en un momento suprimidos, cuando debíamos haber creído que
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estaban tan firmes que hubieran durado hasta la consumación de los siglos; pero
hemos visto, que los establecimientos humanos no subsisten, y con el tiempo
todo perece y se arruina”.
En febrero de 1823 se desfrailaron todos los regulares mercedarios, menos
seis que buscaron asilo en conventos de otras provincias. El gobierno se apropió
del templo de Nuestra Señora de La Merced y de sus dependencias, para instalar
en estas un colegio nacional, quedando la iglesia de parroquia anexa a la
Catedral. Vestía esa Sagrada Orden - cual anota Beruti - “hábito, capa y capilla
blanca, cíngulo negro, escapulario también blanco, y sobre él un escudo de las
armas de Barcelona y Aragón, pues era fundación Real, titulándose la Orden,
Real y Militar de Nuestra Señora de las Mercedes, redención de cautivos”.
Dos meses más tarde se clausuró el convento de Santo Domingo, por
haberse secularizado la mayor parte de sus religiosos, y no haber quedado el
número de frailes que mandaba la ley. La iglesia quedó bajo la protección del
gobierno, que puso sacerdotes seculares para su servicio. El hábito de esta Orden
- recuerda Beruti - “es blanco, cíngulo negro, capilla suelta redonda blanca, capa
negra, y el rosario pendiente del cuello”.
“En ese mismo mes - continúan las Memorias Curiosas de Beruti - salió
una monja profesa de muchos años, dominica de Santa Catalina, llamada Sor
María Francisca Espinosa, que no quiso seguir en el monasterio, y el Señor
Provisor la secularizó”.
Viva la religión! , muera el ministro hereje!
El General Tomás Iriarte registra en sus Memorias las siguientes
apreciaciones políticas que traducen la verdad de aquel momento; “En virtud de
la reforma militar el jefe u oficial reformado quedaba separado del servicio ... Al
elegir los jefes y oficiales que debían continuar sirviendo en el ejército
permanente, el gobierno se condujo con manifiesta parcialidad; no se tuvieron en
cuenta ni las calidades personales, ni los servicios y méritos contraídos en la
guerra de la independencia ... A la reforma militar, sucedió la eclesiástica. Esta
medida fue aún más ruidosa y encontró gran oposición en la Sala de
Representantes; los debates fueron acalorados y duraron muchos días, pero al fin
el Ministro triunfó y la reforma fue sancionada. Una gran parte de la sociedad
estaba afectada del más acerbo disgusto, se chocaba contra las preocupaciones
que, aunque no muy envejecidas, habían empezado a echar raíces durante el
sistema colonial. El pueblo, fácil de conmover con el poderoso resorte religioso,
gritaba a la herejía, y el Ministro se hizo muy impopular; solo una minoría
ilustrada aprobaba la reforma y conocía sus ventajas sociales. Los conventos de
regulares fueron abolidos y revertidos al fisco sus temporalidades; los frailes
podían secularizarse, y muchos lo hicieron. La reforma eclesiástica - en opinión
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de Iriarte - fue saludable, se destruyó por su cimiento el edificio colosal del
fanatismo religioso, y esto era dar un gran paso hacía el progreso social. Pero la
reforma fue prematura o al menos no debió ser instantánea sino progresiva;
gradualmente se habrían obtenido los mismos benéficos efectos, y se evitaba el
choque violento que pudo causar un gran trastorno, una revolución y un cisma”.
Por otro lado, “las tres cuartas partes de los veteranos de la independencia
(debido a la reforma militar) se convirtieron en otros tantos opositores del
gobierno, y bien dispuestos para cualquier empresa tumultuaria”. Es que
“Rivadavia - lo reconoce Iriarte -, a pesar de su alta capacidad, era maniático,
utopista y visionario”.
Ante el cariz que habían provocado en la opinión pública aquellas medidas
implantadas por don Bernardino, desde tiempo atrás fermentaba un golpe
políticoreligioso, cuya cabeza civil era Gregorio Tagle, ex Ministro de
Pueyrredón, secundado, entre otros, por los Coroneles reformados Rufino Bauza,
Mariano Rolón y Joaquín Araoz, el Comandante José Tomás Aguiar, los
Capitanes Benito Peralta y Tomás Rebollo, y algunos sacerdotes como Domingo
Achega y Felipe Basualdo.
Aprovechando la circunstancia de hallarse el Gobernador Martín
Rodríguez en campaña contra los indios del sur en la nueva línea de fronteras, el
19-III-1823, pasada la medianoche, más de 200 completados, a los de gritos de
Viva la Religión!, Muera Rivadavia!, Muera Bernardino Primero!, Abajo el
Ministro hereje!, Viva la Patria!, ocupan las plazas de la Victoria y 25 de Mayo,
divididas por la Recova.
El gobierno a todo esto, alertado por delaciones anteriores, aguardaba al
amparo del Fuerte los acontecimientos; en tanto los amotinados, como primera
determinación, se ocupan de reducir a los guardias de la cárcel del Cabildo, y a
librar a 22 presos que, obviamente se pliegan a la asonada, capitaneados por uno
de ellos el Teniente Coronel José Domingo Urien Basavilbaso, del cual resultaba
sobrino 2do político el Ministro Rivadavia, por ser aquel marido de Rita Josefa
Elias y Rivadeneira, prima hermana de Josefa Rivadavia y Rivadeneira, la madre
de don Bernardino. Urien estaba encuasado por el asesinato de un tal Larrica, al
que “mató por estar viviendo con más libertad con la mujer de éste, con quien
estaba enredado” - según informa Juan Manuel Beruti en sus Memorias Curiosas.
Así pues, mientras el gobierno permanecía expectante en la Fortaleza, los
rebeldes no se movían de la plaza, ni amagaban ningún ataque armado, atronando
el espacio con aquellos vivas a la religión y a la patria mechados con insultos
estentóreos al hereje Rivadavia. De pronto, valido de la oscuridad circundante, el
Coronel Bauza, resuelto a sorprender y a dar jaque a la guarnición del Fuerte,
arremete con un grupo de milicianos a caballo contra dicho reducto, pero el
embate es advertido a tiempo y resulta rechazado. Entonces, inesperadamente, se
baja el puente levadizo y sale de la Fortaleza a la carrera un batallón de infantería
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con el Coronel Benito Martínez a la cabeza; alcanza la plaza de la Victoria en
tinieblas, y descarga sus armas contra los amotinados desprevenidos, que
poseídos de súbito pánico huyen en completo desorden; no sin dejar algunos
muertos - entre estos el Coronel Joaquín Araoz - y varios heridos; entre los cuales
el Coronel Martínez de gravedad, pues como marchaba adelante de sus soldados
estos lo balearon confundiéndolo entre las sombras.
De tan lastimosa manera fracasó la intentona de Tagle y de “las tropas de
la fe”. Rivadavia sin contemplaciones ni titubeos - como cuando en 1811 le tocó
sofocar el levantamiento del cuerpo de “Patricios” llamado “motín de las trenzas”
y en 1812 descalabró la conspiración de Alzaga - hizo pasar por las armas, tras
juicio severísimo, a su deudo homicida José Domingo Urien y al Capitán Benito
Peralta. Gregorio Tagle fue sentenciado a correr la misma suerte, pero Dorrego,
que debía arrestarlo y conoció su escondite en casa de Miguel Marín, lo dejó
escapar, no obstante haber firmado aquel, en 1816 como Ministro de Pueyrredón,
el destierro a Norteamérica del inquieto y caballeresco Coronel. Otros conjurados
- que no pudieron escabullirse, como Rolón, Bauza, Achega, Basualdo y alguno
más - sufrieron exilios, prisiones o enganches en cuerpos militares, por tiempos
que variaban entre 10 años como máximo y 2 como mínimo.
En otro orden de referencias, el 15 de enero del mismo año 23, mi
antepasado Mariano de Zavaleta había sido nombrado Canónigo, junto con Juan
Dámaso Fonseca, Bernardo de la Colina y José León Planchón. Y más adelante,
cuando el clérigo hereje Juan Manuel Fernandez de Agüero, en sus clases de
Metafísica en la Universidad negó la divinidad de Jesucristo, presentándolo como
un mero filósofo de Nazaret, y llegó a decir que el poder del Papa iba contra el
Evangelio, y además sostuvo que el culto público no era deber religioso sino civil
y político, correspondiendo por tanto al estado ordenarlo y modificarlo según lo
creyera conveniente al bien común, el Dr. Mariano de Zavaleta, en su carácter de
Provisor del Obispado vacante, declaró (junio de 1823) en el seno del Cabildo
Eclesiástico - sea esto recordado en su honor- que “lo que había oído acerca de
las enseñanzas de Fernandez de Agüero, y leído en sus cuadernos, eran
proposiciones escandalosas y heréticas”.
La breve y desafortunada visita de Monseñor Muzi
El 4-1-1824 arribó a nuestro puerto Monseñor Giovanni Muzi, en tránsito
para Chile, enviado a la nación trasandina por el Papa Pió VII como Delegado
Apostólico, en procura de un acercamiento vaticano con aquella república
emancipada de España. El ilustre viajero había partido de Genova seis meses
atrás a bordo de la goleta “Eloísa”, acompañado de su secretario el abate
Giuseppe Sallusti y, en funciones de auditor, por el canónigo Gian María Mastai
Ferretti: futuro “Pio Nono” - desde 1846 -, hijo de los Condes Gerónimo Mastai
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Ferretti y Caterina Sollazi. La travesía del embajador de Su Santidad resultó llena
de vicisitudes; en Palma de Mallorca fue encarcelado por las autoridades
revolucionarias a pretexto de que no podía irse a América sin permiso de las
Cortes; y luego, en alta mar, le esperaban tempestades, calmas chichas y hasta un
asalto de corsarios. Otra circunstancia importante ocurrió durante el periplo de
referencia; el fallecimiento en Roma de Pió VII, al cual vino a suceder León XII.
Aquí en Buenos Aires, al tomar conocimiento de la llegada de Monseñor
Muzi, los poderes civiles y el Provisor Mariano de Zavaleta, se dispusieron a
recibirle con solemne aparato, mas lo cierto fue que el enviado papal - prevenido
sin duda por las reformas regalistas locales - negóse a recibir ningún homenaje
oficial, rehusando tres invitaciones que le hiciera el gobierno, y esperó la
medianoche para bajar con sus dos secretarios a tierra, no tan de incógnito por
cierto, pues le aguardaba una buena cantidad de gente, que - recuerda el abate
Sallusti en la Storia delle Missioni - “no lo dejó pasar adelante sino después que
se dejó besar la mano y hubo bendecido a todos”. Del muelle pues, seguidos de
numerosos niños y jóvenes “formados de dos en dos, con faroles de vidrio en las
manos”, los pasajeros marcharon hasta su alojamiento; el “Faunch's Hotel”, como
pomposamente llamaban entonces a la antigua fonda de “Los Tres Reyes” (que
hoy se ubicaría en la calle Rivadavia entre 25 de Mayo y Reconquista, donde se
levanta el Banco de la Nación), mientras el público entonaba “vivas” y
“hossanas”.
“Todo el pueblo fue a visitarlo, ricos y pobres - apunta Beruti - pero el
gobierno no usó con él de las distinciones que correspondían a su alta dignidad y
carácter. El General San Martín - escribió el secretario Sallusti - también visitó a
Monseñor Muzi en los días que permaneció en Buenos Aires; después de la
grandeza de su gloria, dos veces se presentó a Monseñor en traje privado, para
saludarlo y felicitarlo por su llegada”.
Las autoridades porteñas, claro está, se consideraban desairadas por las tres
negativas de Muzi de ser recibido oficialmente con etiqueta protocolar; y el
Vicario papal, nadie lo dudaba, en manera alguna podía sentirse de acuerdo con
el regalismo reformista en vigencia.
En tal situación de tirantez, Muzi se dispuso a entrevistar al Gobernador
Martín Rodríguez, pero este eludió el encuentro. Entonces el representante
vaticano pasó directamente a ver a Rivadavia, el cual - según testimonio de
Mastai Ferretti, el futuro Pió IX - le recibió con diez o doce oficiales que estaban
en la antecámara”. Agrega Mastai que la figura de don Bernardino “era israelita”,
y que recibió al Delegado Apostólico “con una repugnante soberana
prosopopeya. Habló de la necesidad de la Religión para civilizar a los pueblos y
de la necesidad de los pueblos de vivir unidos con la cabeza de la Iglesia, pero
dando a la Religión aquel camino céntrico que en verdad debe tener, pero según
él - si no erré al escucharlo (precisa el venidero Santo Padre) - coincidía con la
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tan decantada y desfigurada sentencia; Al César lo que es del César...”.
También Mariano de Zavaleta, en función de Provisor del Obispado
vacante, visitó al Legado papal, quien el 8 de enero le devolvió la visita; y como
por falta de Obispo hacía tiempo que no se administraba el sacramento de la
confirmación en Buenos Aires, Zavaleta - recuerda el cronista Beruti - “le facultó
y suplicó diera confirmaciones, con solo haber visto su pasaporte que lo presentó
al gobierno, en donde se manifestaba ser arzobispo y vicario de Su Santidad”. El
prelado romano, por consiguiente “mandó fijar carteles a las puertas de las
iglesias, avisando a los fieles asistiesen el domingo 11 de enero a la Iglesia de
San Ignacio a recibir el sacramento de la confirmación”. Nuestros gobernantes
domésticos, sin embargo, “la víspera del sábado mandaron suspendiese
administrar el sacramento si primero no presentaba sus credenciales y títulos”. A
esto contestó Muzi “que quedaban suspendidas las confirmaciones, pues no
habiendo venido mandado para este estado sino para Chile, no estaba obligado a
manifestar sus títulos, ni facultades, pues bastante era con haber presentado su
pasaporte, en donde suficientemente se declaraba su dignidad y facultades
pontificias, y el destino de su comisión que era Chile; y cuyo pasaporte estaba
firmado por Su Santidad y el Cardenal de la Corte romana, que no ofrecía duda”.
Y resultaba que la autorización para administrar el crisma, dada a
Monseñor Muzi, por nuestro Provisor doméstico, hallábase condicionada a la
expresa licencia del gobierno. Mariano Zavaleta le había dicho al jerarca romano
que él no tenía motivos para oponerse, pero como Muzi no estaba acreditado ante
el Poder Ejecutivo, pedía se abstuviera de ejercer funciones episcopales, por
laudables que fueran, pues sin el reconocimiento gubernamental “todo será
atentatorio contra la autoridad civil”. Frente a esta alternativa, Muzi despachó a
Mastai a solicitarle a Zavaleta el retiro de la mencionada veda; pero el Provisor
alegó “que esas eran leyes del país”, y que el gobierno “quería ver los Breves
antes de dar aquella licencia”.
Por otro lado Zavaleta ofició al gobierno dando cuenta que “sin
conocimiento alguno del carácter y atribuciones de este individuo” (que así
califica al episcopal viajero), el mismo “ha procedido a ejercer actos
jurisdiccionales en este país”. “Falso era - recalca el historiador Vicente Sierra que Zavaleta desconocía el carácter que investía monseñor Muzi, puesto que
Mastai le mostró el pasaporte pontificio que lo establecía”. Después de asumida
semejante actitud, mi antepasado mereció por parte de Mastai Ferreti - futuro Pió
Nono - el arrollador calificativo de “miserable ejecutor de ordenes políticas”.
Así las cosas, el 12 de enero, el legado papal accedió a administrar la
confirmación a siete niños en el “Faunchs Hotel”, colmándose la posada de fieles
devotos. A los cuatro días, el jefe de policía José María Somalo le entregó los
pasaportes al ilustrísimo monseñor italiano, quien con sus familiares, partió con
destino a Chile. A su paso por Lujan, los religiosos tuvieron que hospedarse lejos
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del santuario, a fin de evitar complicaciones con el gobierno, que había ordenado
no permitir agasajo alguno ni que Muzi ejerciera funciones pastorales. El
secretario de la misión José Sallusti, al historiar ese viaje, refiere que el Provisor
Zavaleta le había enviado al Obispo Muzi un billete en el que le decía, con el
mayor resentimiento, que se admiraba bastante de que hubiese venido a América
para perturbar la paz de los pueblos, y que era un exceso de temeridad el querer
usurpar los actos de jurisdicción ajena”.
Ya en Santiago de Chile, monseñor Muzi dirigió una pastoral a los
chilenos en la que aludía a la Reforma de Rivadavia y a sus ejecutores; “He
sentido en lo vivo de mi corazón - decía - encontrar en algunas partes de la
América Meridional algunos sujetos que, con el falso y especioso nombre de
reformadores, tratan como una obra puramente humana la constitución divina de
la Iglesia y de su Suprema Cabeza, pretendiendo formar una Iglesia nacional
separada de la Iglesia universal y de su Cabeza, y atribuyendo a los Obispos la
autoridad propia del Romano Pontífice, para después deprimir la dignidad
episcopal sujetándola a su capricho y arbitrio; igualmente despedazando y
envileciendo las Ordenes Regulares, exagerando los desórdenes de los
particulares para facilitar su supresión, y quitar los interesantísimos y
grandísimos subsiidios y ornamentos que resultan a la Iglesia de la existencia de
las corporaciones religiosas. Estos novadores seducen a las almas de los incautos,
procurando arruinar todo lo divino y sagrado desde lo sumo hasta lo más mínimo
...”. Y el representante del Papa, al informar desde Chile, el 5-V-1824, al
Cardenal della Somaglia, Secretario de Estado Vaticano, acerca de las peripecias
de su viaje, dijo, implacable, refiriéndose a mi 4to abuelo Zavaleta; “es un vil
sirviente del gobierno secular, como lo mostró conmigo, prohibiéndome de parte
del gobierno que administrara el Sacramento de la Confirmación, después de
haber consentido en que lo administrara, habiéndolo yo requerido solo por
ceremonia, y para animarlo a dar algún paso para reconciliarse con la Santa Sede
...”.
También el puntual cronista porteño Juan Manuel Beruti apuntó en 1825,
en sus Memorias Curiosas; “Los males que del culto libre o tolerancia religiosa
se van viendo en Buenos Aires, pues de ellos resulta la relajación de la juventud
que, poco cautos o imbuidos de la novedad, sin reflexionar caen en males que no
hubieran cometido en los tiempos anteriores, en que solo imperaba nuestra Santa
Religión Católica Apostólica y Romana ... la juventud se halla sumamente
relajada, llena de libertinaje y sin moralidad"
Es que la funesta Reforma rivadaviana - al decir del publicista benedictino
contemporáneo Julián Alameda - “produjo un grave desorden en el clero
nacional, harto maleado ya por los trastornos políticos de la independencia ...
muchos religiosos aprovecharon la circunstancia para secularizarse; de 116
dominicos que había en la provincia en 1823, 89 colgaron los hábitos y 15
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cambiaron de casa ...”.
Ultima etapa de Mariano Zavaleta en este valle de lágrimas
Al Gobernador Martín Rodríguez y a su factótum el Ministro Rivadavia,
sucedió el General Juan Gregorio de Las Heras el 9-V-1824, quien designó por
Ministros: de Gobierno y Relaciones Exteriores e interino de Hacienda a Manuel
José García, y de Guerra y Marina al General Francisco Fernández de la Cruz.
Cinco meses después - 25 de octubre - Mariano de Zavaleta fue suplantado
en su alta jerarquía de Vicario Provisor en sede vacante, por el presbítero José
León Banegas - aunque, de capa caída, conservó su canonicato catedralicio.
Repelido por la opinión tradicionalista de la gran mayoría de sus paisanos
católicos, mi reverendo antepasado, lleno de amargura, buscó refugio en su casa,
entre los libros de su biblioteca, alejándose para siempre de la vida pública.
Ocho años más adelante, en el registro nro. 2 3 del Escribano Laureano
Silva, mi infausto 4a abuelo, “Prebendado de esta Catedral”, testó el 28-VI-1833.
Declaró en ese documento, que “viviendo en el siglo tomé estado de matrimonio
con Doña Jacinta de Riglos, y son hijos nuestros; Dn. Ventura Ignacio, Doña
María Isabel, Doña María Rosario y Doña Martina Baldomera, que al presente
son vivos y casados.... Recomiendo a mis antedichos cuatro hijos la persona de
doña Theresa, mi hermana, si me sobrevive, que se ha conservado a mi lado y
con ellos hizo los oficios de Madre, atendiéndola en su ancianidad”. Para que
dicha señora no padeciera escaceses, dispuso el testador que sus hijos herederos
le entregaran 1.000 pesos; en tanto el 5to de sus bienes lo destinaran para misas y
limosnas y para establecer una “pía memoria” a cargo de su hija María Isabel (mi
tatarabuela). Finalmente don Mariano nombró Albaceas; en primer término a su
yerno Patricio Lynch, y en segundo al presbítero José León Banegas, el cual lo
reemplazara en 1824, en el cargo de Provisor.
Transcurridos cuatro años - como consta en el Libro de Defunciones que se
guarda en el archivo de la Iglesia de La Merced - “Don Mariano Zabaleta,
Presbítero jubilado en el Senado del Clero”, murió de 75 años el 13-VII-1837. Y
el 23 de diciembre siguiente los hijos del fallecido vendieron a María Gregoria
García de Zuñiga, por el precio de 10.000 pesos moneda corriente, la casa paterna
en “la calle la Catedral nro 17” (antes de la Trinidad, ahora San Martín),
edificada en un terreno de 17 1/2 varas de frente al Oeste, y 65 de fondo al Este.
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