Recensión a la obra Régimen jurídico del domicilio en Derecho Romano de López Huguet, Mª Luisa, ed. Dykinson, Madrid, 2008, 590 págs. Por MARÍA-EVA FERNÁNDEZ BAQUERO Profesora Titular de Derecho Romano Universidad de Granada mefernan@ugr.es La obra objeto de esta recensión forma parte de la tesis doctoral que la autora defendió en el año 2007 y, en consonancia con el trabajo aquí presentado, es lógico comprender que obtuviese la máxima calificación por el prestigioso tribunal que la juzgó1. En esta investigación se aprecia la difícil conjugación, por una parte, de la buena dirección y maestría de los profesores Antonio Fernández de Buján y Alfonso Agudo Ruiz, Catedráticos de Derecho Romano de las Universidades Autónoma de Madrid y La Rioja, respectivamente, que en su momento dirigieron la tesis doctoral de la que forma parte este trabajo; y, por otro lado, se palpa el fruto de una investigadora que no ha escatimado esfuerzos en mostrarnos, tanto en la forma como en el contenido, un trabajo serio y del que estoy segura servirá para otros investigadores como referente. La monografía comienza con una Introducción donde la A. nos adelanta que, en las páginas siguientes, pretende ofrecer una visión de conjunto de la institución jurídica del domicilio, desde sus orígenes hasta la época justinianea, mediante un análisis histórico-crítico de las fuentes jurídicas, literarias y epigráficas junto con los aspectos sociales, políticos y económicos que condicionaron en cada momento su aparición y regulación jurídica. A continuación, el trabajo se presenta dividido en dos partes, que acogen un total de cinco capítulos, y finaliza con apartado dedicado a las conclusiones, una amplia relación bibliográfica y un índice de fuentes. En la primera parte del trabajo, bajo el título “Naturaleza jurídica del domicilio”, la A. dedica el primer capítulo a la “definición jurídica del domicilium”, exponiendo al principio que la institución jurídica del domicilium se presenta en el Derecho romano de forma compleja pero que contribuye de modo decisivo a la configuración de los derechos del individuo, desplegando sus consecuencias jurídicas en los distintos ámbitos del ordenamiento jurídico. El difícil análisis de dichas consecuencias motivadas por el estado fragmentario, disperso y contradictorio de las fuentes que las contiene 1 Tribunal presidido por el profesor Francesco Amarelli, Catedrático de Derecho Romano de las Universidades Federico II de Nápoles y Lateranense de Roma, actuando como vocales los profesores Fernández Barreiro, Catedrático de Derecho Romano de La Coruña; Varela Mateos, Catedrático de Derecho Romano de la Universidad Autónoma de Madrid, Rodríguez Ennes, Catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Vigo y Alburquerque Sacristán, Catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Córdoba. 1 explica, en parte, el escaso interés que su estudio ha suscitado entre la doctrina romanística desde la segunda mitad del siglo XIX y, por otro lado, destacar los esfuerzos de aquellos autores que, de manera más o menos parcial, han profundizado en el análisis de algunos aspectos de esta institución aunque sin conseguir una visión de conjunto de su disciplina normativa. Por todo ello, la A. expone de forma rigurosa y crítica el estado de la cuestión doctrinal en torno a la materia (págs. 27-50) destacando las posturas de Savigny, Pernice, Baudry, Mommsen, Carnelutti, Leonhard, Tedeschi, Visconti, Polak, Taubenschlag, entre otros, poniendo de manifiesto que la mera lectura de este elenco de aportaciones constata por sí sola que, en sede de régimen jurídico del domicilio, continúan existiendo insuficiencias, lagunas y contradicciones tales que hace necesario una revisión y análisis del instituto desde una perspectiva unitaria y global. Por ello, afronta el estudio de los antecedentes y origen de la noción de domicilium (págs. 51-100). En concreto, señala que para la época monárquica y principios de la republicana, siguiendo a autores como Guarino, es más apropiado utilizar el término sedes, ya que simboliza mejor la domus en cuanto lugar donde se desarrolla de forma estable la vida del sujeto sui iuris y la de su grupo familiar, siendo a finales de la República y principios del Principado cuando tenga lugar la individualización de la noción del domicilium distinta de la domus. Todo ello, después de analizar las distintas fuentes literarias (Plauto, Aulularia, 3.406-404; Persa, 4.554555; Mercator, 3.644-553; Varrón, De re rustica, 3,16,31; César, Bellum Civile, 1.86.3; Auctor, De Bellum africanum, 91,1; Cicerón, Pro Archia, 4.3; Aulo Gellio, Noctes Atticae, 1.12.8), así como las fuentes epigráficas (lex Acilia repetundarum; lex municipio Tarentini; lex Ursonensis; lex Rubria de Gallia Cisalpina; Tabula Heracleensis) y de un amplio elenco de fuentes jurídicas (entre otras, Paulus, D.50.1.5; Ulpianus, D.50.1.6.2; Alfenus Varus, D.50,16,203; Ulpianus, D.47.10.5 pr.; Papinianus, D.48.5.22.2). En definitiva, la A. concluye en este capítulo que el primer vínculo del hombre con el territorio vino representado por la sedes identificada con la habitación en la domus familiar que fue sustituida a partir del siglo II a.C. por el domicilium, término con el que se indicaba el lugar donde una persona había establecido su residencia permanente con independencia de toda modalidad de propiedad o habitación y que constituía, con carácter general, el centro de sus actividades vitales. Ello no significa – sigue diciendo la A.- que domicilium y domus no pudieran coincidir, circunstancia que explica que el término más genérico de domus continuase siendo utilizado por los legisladores de finales de la época republicana. Por otro lado, aunque los requisitos constitutivos del domicilio comportaban que éste fuese único, sin embargo pronto se admitió que, con carácter excepcional, una persona pudiera tener una pluralidad de domicilios cuando estuviera establecida en ambos lugares por igual y, posteriormente, cuando las normas de Derecho público le impusieran un domicilio legal permitiéndole al mismo tiempo la conservación del domicilio primitivo. En el segundo capítulo (págs. 135-244), que cierra la primera parte del trabajo, bajo el título: “La protección jurídica de la inviolabilidad del domicilio”, la A. analiza dicha institución desde los orígenes más remotos del Derecho romano, cuando la inviolabilidad del la domus encontraba su fundamento en la idea o concepción de ser un 2 lugar sagrado y en la necesidad de proteger la autonomía familiar frente a la injerencia de poderes externos. En las XII Tablas este principio no fue objeto de regulación expresa y sólo a partir de la ampliación fáctica de la actio iniuriarum pretoria, la violación del domicilio será objeto de protección por el ordenamiento jurídico, configurándose como un supuesto de iniuria. Con Sila se introduce una nueva acción, la actio ex lege Cornelia de Iniuriis, con la finalidad de poder reclamar a través del procedimiento de las quaestiones, tanto las violaciones del domicilio, como las de otras residencias que no constituían la concepción de domicilio por carecer de la nota de permanencia, siempre que se hubieran efectuado con violencia, permaneciendo en vigor – según la A.- la actio iniuriarum generalis de carácter civil para aquellos supuestos en los que no concurriera la violencia. En el derecho postclásico se produce la absorción dentro de la cognitio extra ordinem de todos los supuestos de violación del domicilio, lo que provocó que la iniuria fuese prioritariamente sancionada para proteger el interés público y no a la persona ofendida. Sin embargo, Justiniano al tomar la recepción de la jurisprudencia clásica consiguió un equilibrio entre el interés público y el privado, de manera que, como bien señala la A., toda víctima de injurias tenía la posibilidad de elegir entre interponer el proceso civil o el criminal. La segunda parte de la monografía trata de los “efectos jurídicos del domicilio” abarca los tres capítulos restantes y, en el primero de ellos que se corresponde con el tercero de la obra en general, bajo el título “la domus y las tribus territoriales” (págs. 251-296) la A., partiendo de las reformas políticas y administrativas iniciadas en el siglo VI a.C. por Servio Tulio, confirma de manera muy acertada con datos arqueológicos y epigráficos la tradición contenida en las distintas fuentes literarias. En concreto, y según las mismas, Servio Tulio dividió el territorio de la ciudad en cuatro regiones o tribus y, posteriormente, comenzó a dividir en tribus territoriales el ager romanus, alcanzándose una cifra en la primera mitad del siglo V a.C. de diecisiete tribus. El motivo de esta reforma, apunta la A., fue debilitar la antigua estructura gentilicia permitiendo el acceso a la ciudadanía de aquellas personas que, no perteneciendo a una gens, residían en el territorio de una tribu. De esa forma, el “Estado” se dotaba de nuevos ciudadanos cuya participación en la comunidad cívica se concretaba en función de su estado civil, situación familiar, sexo, edad y capacidad económica a través del censo. Estas tribus fueron, en consecuencia, divisiones administrativas en las que se inscribía a toda persona libre sobre la base de su residencia material, de su sede o domus y no sólo sobre la base de su propiedad fundiaria. A partir de la época republicana, la inscripción en una tribu no fue solamente una manifestación de la ciudadanía, ya que también supuso una fuente de derechos políticos. De ahí que los censores tuviesen que modificar el criterio de inscripción para obtener la mayoría en la asamblea o para limitar el peso político de determinados sectores de la población. En este sentido, el censor Apio Claudio eliminó del criterio de la domus permitiendo a los ciudadanos la inscripción en la tribu de su elección, lo que originó que muchas personas residentes en la ciudad se inscribieran en las tribus del ager romanus. Sin embargo, el censor Ruliano –sigue analizando la A.- estableció de nuevo la inscripción en las tribus de la ciudad de aquellas personas que no hubieran trasladado su domus al ager romanus. En consecuencia, a partir de ese momento 3 comenzó a diferenciarse entre tribus rústicas y tribus urbanas, considerando a ésta últimas de menor dignidad, lo que contribuyó a que los censores inscribieran en ellas a aquellos ciudadanos por graves razones morales o políticas con independencia de su residencia y, posteriormente, también a los libertos. Esta situación se mantendrá hasta la Guerra Social que, con la concesión de la ciudadanía a toda Italia, los nuevos ciudadanos serían inscritos no en función de su domicilio sino en función de su origo, es decir, en función de su pertenencia a una comunidad local integrada ya en la ciudadanía romana. En el cuarto capítulo, con el título “Domus-domicilium e ius migrandi” (págs. 297-402), la A. aborda el estudio de las relaciones internacionales de Roma desde la Antigüedad, partiendo de la teoría de la enemistad natural de Mommsen y de las críticas a la misma que ha tenido por parte de un amplio sector doctrinal (entre otros, Baviera, Heuss, De Visscher, De Martino, Catalano, Lemosse, Franciosi). Para ello, ha analizado el contenido de términos como hospitium, amicitia, societas, foedus, hostis,.., porque, en función al significado sustancial que se den a tales expresiones, el tipo e intensidad de la relaciones de Roma con los pueblos de su entorno variaban considerablemente, desembocando todo este esfuerzo en el estudio más detenido sobre el ius migrandi. En este sentido, la A. considera que el origen del ius migrandi hay que situarlo en las reformas constitucionales de Servio Tulio, ya que fue desde esos momentos Roma comenzó a ser consciente de su propia autonomía como comunidad políticamente independiente frente a los contactos que mantenía con otras ciudades del Lacio o, como muy tarde, remontarlo al foedus Cassianum del año 493 a.C. en el que se reconoce la maiestas de todas las partes firmantes. Ahora bien, determinar la naturaleza de esta institución, a través de la cual un miembro perteneciente a una de las ciudades de la liga latina podía adquirir la ciudadanía romana trasladándose a Roma e inscribiéndose en el censo de los ciudadanos, es imposible de precisar. La A. no descarta que ello se diera desde estos comienzos, pero lo que sí se puede admitir, con carácter general, es que hasta el siglo II a.C. Roma no estableció limitaciones al ius migrandi, entre otras cosas, porque no tuvo necesidad de hacerlo. La ausencia de sanciones frente a los censores que actuaban de común acuerdo, concediendo ampliamente la ciudadanía romana, comenzó a perjudicar a las comunidades latinas y aliadas, especialmente tras la guerra con Aníbal, ya que veían mermada su población y, con ello, sus propias posibilidades de subsistencia y la facultad de suministrar los contingentes militares requeridos por Roma, lo cual –como señala la A.- incidiría muy directamente en su situación política, económica y militar en la medida que provocaría un alto grado de inestabilidad. En definitiva, este ambiente conduciría a que, a partir del siglo II a.C., se iniciasen una serie de procedimientos de expulsión y restricciones al acceso de la ciudadanía a través del ius migrandi, entre las que se encontraba la obligación de dejar en la patria de origen un descendiente masculino, una estirpe en condiciones censales igualmente dignas, o bien la prohibición de realizar manumisiones o adopciones para favorecer el cambio de ciudadanía, con el fin de eludir tal obligación. Todo ello, unido a las persecuciones contra los latinos y aliados itálicos inscritos de modo abusivo en las listas de los ciudadanos romanos y el continuo rechazo de las sucesivas propuestas de concederles la ciudadanía romana, 4 desencadenó las rebeliones que dieron lugar a la Guerra Social y que supuso el fin del ius migrandi como modo de acceder a la ciudadanía romana. Finalmente, el quinto y último capítulo de esta monografía es dedicado por la A. para el estudio del domicilium y su vinculación jurídica local (págs. 403-503). En él, se pone de manifiesto que desde finales de la Guerra Social e, incluso, con anterioridad, se distinguen dos modos de pertenencia a una comunidad local. En concreto, una sería la plena ciudadanía en virtud de la origo (adquirida a través del nacimiento, adopción, manumisión o admisión) y, la otra, la condición de residente estable, incola, determinada por el domicilium. Los incolae solían ser, cives, latini o peregrini de otras ciudades que por razones comerciales o industriales se establecían de modo permanente en una ciudad distinta a la de su origo. Aunque, la A. también especifica, que podían recibir tal denominación los antiguos pobladores indígenas que, tras un proceso de reorganización administrativa, eran aceptados como habitantes sin los derechos de la ciudadanía local. La diferencia entre la origo y el domicilium se aprecia por el distinto grado de integración, esto es, en materia de honores, ya que el acceso a los cargos públicos estuvo reservado a los plenos ciudadanos hasta los siglos II y III a.C. Sólo la importante crisis económica por la que atraviesa el Imperio en época de los Severos, transformando los gravosos honores en auténticos munera, determinará –en palabras de la A.- la apertura de los mismos también a los incloae. Ahora bien, por lo que respecta a las obligaciones, no se aprecian diferencias substanciales en función de los dos tipos de vinculación local ya que, tanto los ciudadanos de pleno derecho, como los domiciliados estaban sujetos a los munera locales, a la jurisdicción de los magistrados y a las leyes propias de la comunidad. En este último supuesto, los incolae estaban también sometidos, tanto a las leyes locales de su ciudad de origen, como a las leyes locales de su ciudad de residencia, lo que planteaba el problema de determinar qué ley sería aplicable en caso de controversia, mostrándose la A. inclinada por admitir la ley del lugar en el que se encuentre el incola, dudando sobre la aplicación de la lex originis fuera de Roma e Italia o cuando el individuo no se encontrara en la ciudad de su origo. Y es que, como señala muy acertadamente la A., pese a que Roma fuera la “patria común”, no cree que en caso de conflicto entre costumbres y leyes locales se aplicase, sin más, la normativa romana puesto que, la misma, se muestra respetuosa con las peculiaridades típicas de las distintas comunidades, como se puede apreciar en las distintas remisiones que hace a las costumbres y leyes locales para resolver problemas de distintas instituciones jurídicas (manumisión, emancipación, intereses de usura, etc…). Así las cosas, no quiero concluir esta recensión sin mostrar mi mayor respeto y consideración a la doctora López Huguet. La seriedad y el rigor científico que ha mostrado a lo largo de su análisis y opiniones personales, hace que esta monografía no pueda pasar desapercibida para quienes quieran reflexionar sobre un ámbito difícil del Derecho público romano, como es el régimen jurídico del domicilio. 5