Relaciones Estados Unidos-América Latina al cambio de

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Junio 1999
Relaciones Estados Unidos-América Latina
al cambio de siglo: gestión de la
agenda "interméstica"
ABRAHAM F. LOWENTHAL
Hace exactamente cien anos, al cambio del siglo XIX al XX, Estados Unidos se convirtió en una potencia
internacional importante proyectando su influencia hacia el sur, primero en la región alrededor del Caribe y
después eventualmente por todo Sudamérica.
Desde aquella época, las relaciones con los países de Latinoamérica y el Caribe han sido un aspecto
significativo para definir el lugar de Estados Unidos en el mundo. A mediados del siglo XX, Estados Unidos
se había convertido en la influencia predominante en todo el Hemisferio Occidental económica, política,
cultural y militarmente. La relación hegemónica con América Latina se convirtió en piedra angular de la
política exterior norteamericana, en gran parte sin parangón y por lo tanto supuesta, pero defendida
enérgicamente siempre que era puesta en tela de juicio o a los políticos estadunidenses les parecía que era
cuestionada.
Ahora que el siglo XX termina, las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica han entrado en una
nueva era. Algunos de los intereses primordiales de Estados Unidos respecto a Latinoamérica se han
alcanzado o han retrocedido, las fronteras entre Latinoamérica y Estados Unidos se han borrado, la agenda de
cuestiones importantes en las relaciones Estados Unidos-Latinoamérica se ha transformado mucho, muchos
de los actores clave en la configuración de las políticas norteamericanas son diferentes de los que tenían más
influencia en el pasado y los nuevos planteamientos de la política de los Estados Unidos han de evolucionar
como consecuencia.
En los años venideros_ los Estados Unidos tendrán necesidad de centrar más la atención en una serie de
cuestiones inmigración, narcotráfico, medio ambiente. salud pública y manejo de la frontera que emanan
directamente del grado exclusivo y creciente de interpenetración entre los Estados Unidos y sus vecinos más
cercanos en especial México y los países de Centroamérica y el Caribe.
No se trata ni de los c os intereses de seguridad ni de cuestiones primordialmente económicas, comerciales o
financieras, aunque sí tienen dones de seguridad y económicas. Estas cuestiones combinan facetas y actores
internacionales y domésticos de maneras nuevas y, por lo tanto, son problemáticas para los procesos
gubernamentales que se trazaron originalmente para separar las consideraciones de política doméstica y como
señaló Bayless Manning ya en 1977, estas cuestiones “intermésticas" planteaban complejos problemas ala
política exterior estadunidense.
Las cuestiones “imermésticas" preocupan cada vez más al público norteamericano, que las pone en primer
lugar o casi en su lista de prioridades, pero debido a sus aspectos internacionales no pueden ser abordadas
con éxito únicamente por Estados Unidos. Surgen tensiones importantes, se exige a gritos que se tomen pasos
decisivos en problemas amo el narcotráfico. la inmigración ilegal y la contaminación ambiental y estas
demandas suelen entrar en conflicto con lo que se necesita para asegurar la cooperación internacional
necesaria para enfrentar problemas que trascienden las fronteras.
Uno de los grandes retos de los Estados Unidos hoy y en un futuro previsible es vislumbrar, aprobar y poner
en práctica planteamientos que puedan comprometer a gobiernos latinoamericanos y a actores no
gubernamentales para ayudar a gestionar los problemas continuos que están en el meollo de las relaciones
interamericanas contemporáneas. pero que no pueden ser abordados con éxito mediante políticas unilaterales
de Estados Unidos. La esencia calidad y textura de muchas de las relaciones Estados Unidos-Latinoamérica a
principios del siglo XXI estarán configuradas a partir de que se puedan trazar y poner en práctica políticas
efectivas e internacionalmente cooperativas para abordar estas cuestiones "intermésticas", y de que estas
políticas puedan ser sustentadas, no sólo en los Estados Unidos sino en cualquier parte del continente americano, sobre todo en los países más cercanos a Estados Unidos.
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Intereses tradicionales de los Estados Unidos en el continente
Desde la guerra hispanoamericana y la construcción del Canal de Panamá, hace un siglo, hasta hace muy
poco, el principal significado de Latinoamérica para Estados Unidos se concebía en términos de seguridad
militar, solidaridad política y beneficio económico.
Durante muchos años, Latinoamérica, y sobre todo la Cuenca del Caribe, fue central para la estrategia de
defensa de Estados Unidos. El propio Canal de Panamá, las vías marítimas de comunicación (VMC) que
atravesaban el Caribe en todas direcciones, y las instalaciones militares y navales que protegen el acceso al
Canal eran consideradas mecanismos de seguridad importantes. Los materiales estratégicos importados de
Latinoamérica eran valiosos para los propósitos militares de Estados Unidos, en especial durante la segunda
guerra mundial y el conflicto de Corea. La unidad panamericana, es decir, el apoyo regional al liderazgo
diplomático estadunidense, era un principio fundamental de la política exterior de Estados Unidos puesto que
un virtual bloque latinoamericano respaldaba lealmente las posiciones de Estados Unidos en el ámbito
mundial, después de la primera guerra mundial, durante y después de la segunda guerra mundial, y en las
Naciones Unidas a fines de los años cuarenta, cincuenta y principios de los sesenta. Durante muchos años,
Latinoamérica fue también el foco principal de la inversión privada exterior norteamericana y la fuente
principal de muchas mercancías cruciales para la economía y el estilo de vida de Estados Unidos: petróleo,
hierro, cobre, bauxita y estaño, además de café, cacao, azúcar y frutos tropicales.
Para promover y proteger estos tres intereses, y por razones geopolíticas más amplias, los políticos
estadunidenses a lo largo de las décadas de este siglo trataron de excluir la influencia extrahemisférica en
posible competencia y en especial la francamente hostil. Este fue el objetivo principal de las repetidas
intervenciones militares norteamericanas en la Cuenca del Caribe desde 1898 y hasta principios de los años
veinte, de la "diplomacia del dólar" a fines de los años veinte, y después, de la "política de buenos vecinos"
de Franklin D. Roosevelt. Además, desde la segunda guerra mundial hasta los años ochenta, un objetivo
capital de las sucesivas administraciones norteamericanas fue asegurar el dominio ininterrumpido político y
económico de los Estados Unidos en el hemisferio occidental, y particularmente en la Cuenca del Caribe.
Esta fue la meta central de la administración de Eisenhower cuando derrocó clandestinamente al gobierno de
Arbenz en Guatemala; de la Alianza para el Progreso de John F. Kennedy, así como de la invasión de Bahía
de Cochinos en Cuba y del subsiguiente bloqueo comercial de la isla; de la invasión a Dominicana de Lyndon
B. Johnson; de la Asociación Madura de Richard Nixon (y de la intervención clandestina de los Estados
Unidos contra Salvador Allende en Chile); del "nuevo diálogo" de Henry Kissinger y de la Iniciativa de la
Cuenca del Caribe de Ronald Reagan, su invasión de Granada y su guerra no declarada a Nicaragua a través
de la "contra".
Durante treinta años, de principios de los años sesenta hasta los noventa, declinó firmemente la importancia
objetiva de Latinoamérica para los Estados Unidos en estas dimensiones tradicionales. Primero, los cambios
en la tecnología y después el debilitamiento de la guerra fría transformaron los cálculos de la defensa y
Latinoamérica se volvió mucho menos relevante para los intereses estratégicos de los Estados Unidos.
Incluso antes de que terminara la guerra fría, no había ningún plan plausible que pudiera amenazar
directamente la seguridad militar de los Estados Unidos en el continente. La red de instalaciones militares y
navales en el Caribe perdió su prioridad y ni siquiera el Canal de Panamá es tan significativo como lo fue
porque las fuerzas con una misión especial de la Marina de los Estados Unidos están organizadas en torno a
transportadores aéreos que son demasiado grandes para transitar por el Canal, lo mismo que los supertanques
que traen petróleo a nuestras costas. Vale la pena hacer notar que la base naval más grande que queda en el
Caribe –la de Guantánamo en Cuba– se volvió importante de nuevo en los años noventa, no por
consideraciones militares, sino como un punto de contención de los haitianos que huían en barcas con la
intención de entrar a Estados Unidos.
La solidaridad diplomática casi automática, que había tenido Latinoamérica con los Estados Unidos, terminó
en los años setenta cuando muchos países latinoamericanos empezaron a actuar independientemente y de
acuerdo con sus propios intereses, a menudo más en términos económicos que de seguridad, y más al unísono
con otros países en desarrollo del "Sur" que con el "Coloso del Norte". La diversificación de los vínculos
internacionales ha sido un lema de la diplomacia latinoamericana durante muchos años. Cuando los países
latinoamericanos se alinean con Estados Unidos hoy es sobre todo porque tienen intereses compartidos
específicos y concretos, y no a partir del supuesto general de la unidad panamericana o por una convergencia
natural de intereses.
La relativa importancia económica de Latinoamérica para los Estados Unidos también disminuyó desde los
años sesenta a los ochenta, cuando descendieron agudamente las participaciones del comercio
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norteamericano con Latinoamérica y la inversión privada de los Estados Unidos en los países
latinoamericanos y del Caribe como fracciones del
total del comercio exterior y de la inversión exterior de Estados Unidos, debido a la explosión de las
inversiones y al comercio de Estados Unidos en Europa y Asia. Mientras que en 1950 Latinoamérica había
representado más del 40% de la inversión externa directa de Estados Unidos, por ejemplo, esta cifra había
bajado a 13% a mitad de los ochenta.
Nueva relevancia de Latinoamérica para los Estados Unidos
A causa de la relativa decadencia de la importancia de Latinoamérica para los Estados Unidos en términos de
seguridad militar, política y económica, en los noventa era una pregunta abierta si Latinoamérica quedaría
"fuera del mapa" de los intereses de Estados Unidos, sobre todo cuando el fin de la guerra fría eliminó el
elemento de competencia mundial por la influencia con la Unión Soviética, que durante cuarenta años había
hecho que cualquier región disputada pareciera importante, al menos para altos círculos políticos en Estados
Unidos.
Después del fin de la guerra fría, aquellos que habían argumentado con más tenacidad que América Latina –y
sobre todo Centroamérica y el Caribe– seguía siendo significativa para la seguridad de los Estados Unidos
empezaron a sugerir por el contrario que la Cuenca del Caribe y Latinoamérica en su conjunto iban a tener
menos interés para Estados Unidos ahora que la amenaza de la Unión Soviética ya no era relevante.
Se reforzó la lógica de la ruptura del compromiso por la presión presupuestal norteamericana; por
escepticismo en Washington, Nueva York y otras partes sobre las perspectivas económicas de Latinoamérica;
por dudas de que el sector privado de los Estados Unidos quisiera expandir su presencia en la zona con tantas
otras oportunidades en Asia y en Europa tanto occidental como centroeste; y por actitudes públicas negativas
prevalecientes en los Estados Unidos sobre Latinoamérica y el Caribe. Se discutía ampliamente que
Latinoamérica se fuera a volver aún más marginal en los asuntos mundiales.
No obstante, Latinoamérica, o con mayor precisión, la parte norte de la región se ha vuelto más importante
para los Estados Unidos en los noventa. Estados Unidos ha prestado una atención considerablemente mayor a
México, a Centroamérica y el Caribe, y en menor medida a Sudamérica. Las relaciones con los países del
hemisferio occidental, especialmente con México y los países de la Cuenca del Caribe, se han vuelto una vez
más un aspecto estelar del papel mundial de los Estados Unidos. Latinoamérica no exige una prioridad
superior de la política exterior de los Estados Unidos, pero no ha sido descuidada recientemente y en realidad
es probable que reciba una atención más sostenida ahora que en las décadas anteriores, tanto de los políticos
como del público atento. En vez de quedar fuera del mapa de Washington, los latinoamericanos han ayudado
a volverlo a trazar.
La mayor importancia de Latinoamérica para los Estados Unidos durante los años noventa se debe
ampliamente a los giros simultáneos en la región hacia la democracia y las economías de libre mercado. El
progreso que ha hecho
Latinoamérica de lograr la democracia electoral en casi todos los países –y en empezar a consolidar algunos
de los hábitos e instituciones de gobierno democrático en muchos–ha mejorado enormemente las perspectivas
de la región para asociaciones con los Estados Unidos, tanto entre los Estados como entre las corporaciones y
otros actores no gubernamentales. Instituciones y valores politicos compartidos han sido fuertemente
reforzados por el cambio de paradigma de Latinoamérica en la manera de abordar la economía, las funciones
económicas del Estado y el papel del sector privado. La coincidencia sobre el atractivo de la política democrática y los mercados libres en todo el hemisferio occidental (excepto en Cuba) ha acentuado
indudablemente las posibilidades de cooperación interamericana. La visión de una zona de libre comercio del
continente, considerada piedra angular de la política de Estados Unidos en los años noventa, no seria posible
si no fuera por esta coincidencia, por muy incompleta y frágil que todavía pueda ser.
Para gran parte de Latinoamérica, la razón más significativa de su renovada importancia en la política
exterior norteamericana ha sido económica. Latinoamérica se ha convertido en el mercado de exportación
con crecimiento más rápido para bienes y servicios norteamericanos, y las exportaciones norteamericanas han
crecido dos veces más rápido en Latinoamérica que en el resto del mundo. Latinoamérica es el mercado en el
que las mercancías y las compañías norteamericanas han conservado ininterrumpidamente una ventaja
competitiva. En 1997. Estados Unidos exportó más a Brasil que a China, más a Argentina que a Rusia, más a
Chile que a la India y dos veces más a Centroamérica y al Caribe que a Europa oriental. Si las tendencias
proyectadas continúan, las exportaciones de los Estados Unidos a Latinoamérica serán más altas en el ano
2010 que a Japón y a la Unión Europea juntos.
Las exportaciones de mercancías de los Estados Unidos a Latinoamérica y el Caribe han crecido un total de
34.5 miles de millones de dólares en 1987 a 134.5 miles de millones de dólares en 1997. y de 13.7% de todas
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las exportaciones de Estados Unidos en 1987 a casi 20% en 1997, pero la cifra total encubre la extraordinaria
importancia de México como mercado. Sólo en México, las exportaciones de Estados Unidos han brincado
de 32 miles de millones de dólares en 1991 a 71 miles de millones de dólares en 1997; las exportaciones
totales a México, el Caribe y Centroamérica equivalieron a casi 88 miles de millones de dólares.
Latinoamérica es también cada vez más significativa para Estados Unidos como un proveedor de energía
capital y relativamente seguro. Aproximadamente 33% del petróleo importado a Estados Unidos en 1997
provenía de Latinoamérica y el Caribe, desde 27% en 1990. Una combinación de cálculos geopolíticos,
nuevos descubrimientos y tecnologías, y la creciente disponibilidad de Latinoamérica para privatizar (o por lo
menos permitir un papel mayor a los inversionistas extranjeros) el sector de energía es probable que siga
llevando hacia arriba esta participación en los próximos anos.
La inversión directa externa de los Estados Unidos se está expandiendo del mismo modo en otros sectores:
agricultura, tecnología ambiental, manufactura, telecomunicaciones, minería, finanzas y muchos otros
servicios y turismo. La inversión estadunidense es atraída a Latinoamérica por sus importantes mercados,
estabilidad política y financiera, infraestructura humana y física relativamente favorable y cada vez más
oportunidades de privatización. Como fue el caso en la primera mitad del siglo, Latinoamérica es atractiva
para la comunidad comercial norteamericana.
Las cuestiones económicas –centradas en el comercio, las finanzas y las inversiones– han estado desde hace
muchos en el centro de la relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica, especialmente con los países más
grandes de la región, y seguirán siendo importantes. Siempre que los amplios intereses de seguridad nacional
decaen, son los intereses concretos del sector privado los que han definido ampliamente la agenda de las
relaciones bilaterales y regionales y definido su naturaleza.
No obstante, con la globalización de las interacciones económicas, una participación cada vez mayor de las
decisiones económicas relevantes se debe al funcionamiento del mercado, es decir, a las decisiones de actores
privados más que a la política nacional del gobierno. A diferencia de una época anterior, cuando las
expropiaciones y las nacionalizaciones eran frecuentes, el papel del gobierno estadunidense en las relaciones
económicas interamericanas es bastante limitado. Latinoamérica no subirá de lugar con tanta frecuencia en la
agenda de la política exterior norteamericana a causa de las cuestiones económicas.
La agenda "interméstica"
La razón principal de que muchos países latinoamericanos hayan cobrado últimamente cada vez más
importancia en la elaboración de la política exterior de los Estados Unidos tiene que ver con maneras menos
placenteras en las que Latinoamérica afecta a los Estados Unidos: como fuente principal de inmigración en
los Estados Unidos, legal e ilegal; y como la raíz comúnmente admitida de otros problemas que enfrenta
Estados Unidos, incluido el narcotráfico, el deterioro ambiental y las amenazas epidémicas a la salud pública.
Estas son hoy las razones clave de por qué Latinoamérica importa al amplio público estadunidense y a muchos de aquellos que están muy activos pidiendo políticas específicas.
Cuando a los electores se les ha preguntado, en las urnas estadunidenses después de las elecciones
presidenciales y en otros sondeos públicos de opinión en los últimos años, sobre la importancia que atribuyen
a las cuestiones de política exterior, la mayoría rebajan la importancia de la política exterior o de las
consideraciones internacionales. Pero cuando se les pide que enumeren sus propios intereses de suma
prioridad, los mismos norteamericanos han señalado consistentemente "refrenar la inmigración ilegal",
"detener el narcotráfico", y "proteger la economía norteamericana" como tres de sus primeras prioridades.
Aunque no identifican estos problemas como de "política exterior", entienden que los vecinos más cercanos
de Estados Unidos están en el meollo de estas cuestiones. Los discursos de la campaña presidencial de Pat
Buchanan en 1996, por ejemplo, mencionaban México con más frecuencia que cualquier otro
país extranjero, porque México es central para estos tres problemas. También Ross Perot centró sus ataques
más virulentos en México y los países de la Cuenca del Caribe, describiéndolos como fuentes de inmigrantes,
drogas y enfermedades, y los lugares a los que las firmas multinacionales norteamericanas están exportando
trabajos. La AFL-CIO, camarillas antiinmigración y grupos ecológicos comparten esta preocupación con
respecto a México, Centroamérica y el Caribe. No obstante, resulta un dilema que los planteamientos
políticos más atractivos para el público estadunidense para responder a estas cuestiones "intermésticas"
pueden interferir con la obtención de una cooperación latinoamericana sostenida y necesaria para abordar los
problemas fundamentales. Esta tendencia está exacerbada por el proceso sumamente fragmentado a través del
cual los Estados Unidos elaboran y ponen en práctica la política, permitiendo que diversos actores afecten
cuestiones en ámbitos diferentes, de maneras no coordinadas y muchas veces contradictorias. El reto de
gestionar la agenda interméstica no es sólo esencial y político, sino de procedimiento y burocrático.
Narcotráfico: oferta y demanda
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Los esfuerzos por resolver el problema de las drogas peligrosas en los Estados Unidos ilustran que las
políticas concebidas para tratar facetas domésticas de un problema "interméstico" pueden frustrar la respuesta
efectiva a sus componentes internacionales y debilitar así las perspectivas de un planteamiento exitoso del
problema.
Hay unos 12.8 millones de norteamericanos que consumen regularmente (una vez al mes o más) narcóticos
prohibidos, unos 600,000 de ellos por lo menos semanalmente, como una adicción. Las consecuencias en la
salud pública de Estados Unidos, en la productividad económica, en las estructuras familiares, en la cohesión
social y en la competencia individual y el bienestar que proceden de este consumo son sumamente adversas.
Los costos económicos para la sociedad norteamericana que acarrean las drogas han subido a unos 300 miles
de millones de dólares ya en los años noventa; los costos en vidas individuales y en el tejido social son
verdaderamente incalculables. Todos estos problemas se agravan y complican con la corrupción y la violencia que se atribuyen al menos en parte a la criminalización del narcotráfico y a los incentivos que la demanda
sustancial crea para esta actividad clandestina. Ningún observador serio duda de los impactos destructivos del
consumo de drogas en Estados Unidos.
Tampoco hay ninguna duda de que los cultivadores latinoamericanos, los productores y los traficantes sean
cruciales en el narcotráfico. Perú es el productor más grande del mundo de coca (la materia prima para la
cocaína) y Bolivia es el segundo productor de coca. Colombia es el refinador y productor de cocaína más
grande del mundo y una de las fuentes principales de heroína. Alrededor de un 80% de la cocaína y 30% de la
heroína que entran hoy en Estados Unidos provienen de Colombia. La cocaína es en la actualidad el segundo
producto de exportación de América Latina.
Brasil, la República Dominicana, Ecuador, Jamaica, México, Panamá, Paraguay y otros países también son
parte de la cadena de narcotráfico. México es actualmente y con mucha diferencia el eslabón principal; se
calcula que posiblemente pasaron por México como el 70% de la cocaína y del 20 al 30% de la heroína que
entraron en los Estados Unidos en los años noventa. En los últimos años ha sido dolorosamente manifiesta la
medida en la que las agencias mexicanas de aplicación de la ley –incluidas las unidades antinarcóticos y los
militares mexicanos–, algunos ejecutivos mexicanos empresariales y financieros y hasta políticos mexicanos
o sus familias han estado involucrados en el narcotráfico.
Como las drogas peligrosas se importan en su mayoría de Latinoamérica, es comprensible que se culpe a los
latinoamericanos del narcotráfico en los Estados Unidos. La tendencia a culpabilizar a los proveedores
extranjeros no es para nada nueva; desde el siglo XIX y principios del XX –cuando se introdujeron por
primera vez leyes que prohibían la posesión y el uso de opio, heroína y cocaína– las drogas se han tratado
muchas veces en los Estados Unidos, y en otros países de alto consumo, como un problema de origen externo
que había que combatir con la erradicación, la aplicación de la ley y la interdicción en el territorio de los
países productores de drogas y traficantes.
Experiencias importantes a lo largo de muchas décadas han puesto claro que el consumo de drogas peligrosas
en Estados Unidos no se puede reducir con eficacia a través de medidas tomadas en Latinoamérica o en otros
países. Estudio tras estudio han mostrado que la interdicción no reduce significativamente el flujo de
narcóticos; sobre todo desplaza la producción de un lugar a otro por un tiempo o provoca cambios (a menudo
sólo temporales) en la ruta preferida para el tránsito internacional. Las importaciones de drogas peligrosas no
disminuyen apreciablemente, por muy ingeniosos y enérgicos que sean los intentos de interdicción. Aun si
fuera posible una mayor intervención en el flujo de la drogas, la economía del narcotráfico y la disponibilidad
cada vez mayor de drogas de cultivo doméstico y de sustitutos sintéticos, se asegura que el costo de los
narcóticos no subiría apreciablemente para el consumidor.
"La teoría del lado de la oferta que ha dirigido la política de drogas norteamericana durante casi un siglo es
un fracaso", como lo ha señalado el antiguo funcionario del Departamento de Estado Mathe Falco y muchos
otros analistas calificados. El punto de vista histórico de que el problema de las drogas en Estados Unidos es
sobre todo el resultado de exportaciones extranjeras es más difícil de sostener que antes porque la producción
doméstica de drogas ilegales, incluidas grandes cantidades de mariguana, representa una participación cada
vez mayor del consumo en los Estados Unidos.
Pero aún hoy, lo mismo que muchas décadas antes, el modelo recurrente ha sido que los funcionarios
públicos estadunidenses respondan a la preocupación real o latente sobre los narcóticos anunciando
programas espectaculares para combatir el narcotráfico y sus fuentes internacionales. Una y otra vez, el
gobierno de Estados Unidos ha recurrido a campañas centradas en la oferta y con base internacional para
aplacar a la indignada opinión pública. Este fue el telón de fondo de la "Operación de Intercepción" del
presidente Richard Nixon, un intento de alto perfil para obligar al gobierno de México a penalizar la
producción de mariguana y de opio; de las famosas presiones de la administración contra Turquía y sus
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narcotraficantes de la "conexión francesa"; y de la creación por parte de la misma administración de un
comité del gabinete para el control internacional de narcóticos.
Motivos similares son los que están en la base de las proclamas de la administración de Reagan y después de
Bush de una "guerra internacional a las drogas", que se iba a combatir primordialmente en Latinoamérica. El
control de las drogas fue un tema destacado en la campaña electoral presidencial de 1988, cuando los sondeos
mostraron que era una de las principales preocupaciones de los electores. La administración Bush estableció
la oficina para el Control Nacional de las Drogas y nombró al primer "zar de las drogas" del país, William
Bennett. El presidente Bush también se comprometió a "llevar ante la justicia" al hombre fuerte de Panamá,
Manuel Noriega, al que se describió como una pieza clave en el narcotráfico; esta promesa condujo eventualmente a la invasión de Panamá en diciembre de 1989 y a la captura, juicio y encarcelamiento de Noriega.
El hecho de que la eliminación del poder de Noriega no afectara al narcotráfico –en realidad el narcotráfico a
través de Panamá aumentó– no hizo que Estados Unidos reflexionara sobre sus políticas y conceptos.
Durante la administración Bush y especialmente durante los años de Clinton, la sofisticación de los
programas antinarcóticos de Estados Unidos ha mejorado en cierta manera. Se ha prestado más atención a
programas dirigidos a reducir la demanda y se han aumentado algo los presupuestos para ello. Se ha
proporcionado tratamiento y ofrecido rehabilitación, aunque dos terceras partes del gasto total del gobierno
sigue estando dedicado a la prohibición y aplicación de la ley.
Los funcionarios norteamericanos han reconocido que las políticas negativas y punitivas no funcionan y han
introducido asistencia económica condicional a los países, con el fin de disminuir los dislocamientos
provocados por los intentos de reducción de la oferta. Estos funcionarios también han entendido por fin que
los intentos de reducir la oferta internacional y reducir el narcotráfico necesitan ser multifacéticos y abordar
no sólo la erradicación de cultivos e interrumpir el tráfico, sino también los químicos precursores y el proceso
de producción, operaciones de lavado de dinero, reforma de la justicia penal, tráfico de armas, corrupción y
fortalecimiento de gobiernos locales tanto contra los retos de los insurgentes como contra las redes de
narcóticos.
Convencida aparentemente de que el narcotráfico está dirigido mucho más por la demanda doméstica que por
la oferta externa, la administración Clinton empezó muy pronto a cambiar la orientación de la política
antinarcóticos de la interdicción, erradicación de cultivos y aplicación de la ley hacia programas domésticos
de educación y tratamiento. Pero también aprendió que los imperativos políticos domésticos exigen enfrentar
–o que parezca que lo hacen– lo que es en buena medida un problema interno y sumamente difícil con
actividades prontas, enérgicas y visibles contra enemigos externos.
El epítome del esfuerzo norteamericano por proyectar la lucha antinarcóticos contra países extranjeros (y
sobre todo latinoamericanos) –y así demostrar vívidamente al público estadunidense que el gobierno está
protegiendo sus intereses– es la certificación anual con la que el gobierno de Estados Unidos evalúa cómo
están trabajando los gobiernos extranjeros para reducir el narcotráfico. Cada año, la administración debe
informar al Congreso (el primero de marzo) sobre si los gobiernos extranjeros han cooperado activa y
sinceramente en la "guerra contra las drogas" y por lo tanto merecen "recertificación". En caso negativo, si
deben ser "descertificados" con la imposición de sanciones, incluido el retiro de la ayuda norteamericana,
preferencias comerciales y otros beneficios: o si se ha de conceder una renuncia temporal de sanciones por
motivos de "seguridad nacional". A pesar de su pronto giro hacia planteamientos de reducción de la demanda,
la administración Clinton ha hecho más riguroso y más visible en los últimos años el proceso de certificación
y ha aplicado sanciones en algunos casos, sobre todo contra Colombia. Hasta ahora ha certificado a México
cada año, aunque en 1998 estuvo a punto de aprobarse –perdiendo por sólo un margen de 51-45– una
iniciativa del Congreso para negarle la certificación a México dirigida por la senadora Dianne Feinstein de
California.
El proceso de certificación anual brinda una manera cómoda, para consumo político doméstico para los
líderes políticos norteamericanos de acentuar su preocupación por el narcotráfico pero ni la "descertificación"
ni la amenaza de descertificación han tenido ningún impacto positivo duradero sobre los esfuerzos de los
países, objetivo para contrarrestar el narcotráfico. Al contrario, hay una buena razón para creer que el proceso
no es sólo ineficaz sino en cierta medida contraproducente, puesto que distrae las energías del personal
antinarcóticos en los países traficantes hacia indicadores virtualmente sin sentido pero fácilmente
cuantificables (como toneladas de cocaína capturadas o hectáreas de coca destruidas), en vez de mantenerlo
centrado en el blanco más importante: la capacidad de organización de los propios cárteles de la droga.
El procedimiento unilateral de certificación impuesto por la Ley de 1986 sobre Abuso Antidrogas es peor que
ineficaz y contraproducente, es perjudicial. La revisión para la descertificación es gratuitamente
condescendiente e insultante para los gobiernos latinoamericanos; es asimétrica porque no hay nadie que
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evalúe el desempeño de Estados Unidos; brinda un argumento conveniente a demagogos locales deseosos de
reflejar la imposición norteamericana como la amenaza real en vez de permitir centrarse en el narcotráfico; y
disminuye las bases políticas para la cooperación interamericana sostenida y efectiva. El proceso de certificación conduce predeciblemente a rituales estilizados de casi-cumplimiento y de casi-condena y a
argumentos estériles sobre oferta versus demanda como los principales ejes del narcotráfico. En vez de
alimentar la cooperación, la certificación enfrenta a los gobiernos de los Estados Unidos y de Latinoamérica
unos contra otros.
Como señala el investigador mexicano Jorge Chabat, el proceso de certificación ha llevado a un "juego de
simulación en el que la meta principal no es detener el tráfico de drogas ilícitas a Estados Unidos, sino
convencer al público norteamericano de que el gobierno mexicano está haciendo todo lo que puede" y, por lo
tanto, "subestimar las fallas de México en el combate al narcotráfico y acentuar los logros norteamericanos".
Por lo tanto, la política antinarcóticos está distorsionada dos veces por los imperativos de la política
doméstica norteamericana, primero exagerando los requisitos para la acción de Latinoamérica contra las
drogas y segundo representando mal aquellas acciones para aplacar así a la opinión pública norteamericana,
de modo que la cooperación latinoamericana se pueda pretender en otros temas.
El ataque al actual proceso de certificación estadunidense es urgente y hay muchas personas en Washington,
tanto en el Ejecutivo como en el Congreso, dispuestas a favorecer el cambio. Algunas están a favor de una
mayor flexibilidad en la aplicación de la ley, dando al presidente una mayor discreción, facilitando el
automatismo y el grado de las sanciones y proporcionando "niveles" más matizados de certificación en vez de
una elección firmemente dicotómica. Está empezando a haber consenso en la reorientación de la política
antinarcóticos de un enfoque unilateral por parte de Estados Unidos a un marco multilateral interamericano.
Sobre la base del éxito limitado de la Comisión Interamericana de Control del Abuso de Drogas, dos
veteranos analistas norteamericanos, y antiguos profesionales de la diplomacia multilateral e interamericana,
los embajadores retirados Viron P. Vaky y Luigi Einaudi han propuesto una Comisión Intergubernamental de
Narcóticos para el Hemisferio que gestione los esfuerzos antidrogas en todo el continente. La Comisión
propuesta implicaría al funcionario de más alto nivel de cada país responsable de la lucha antinarcóticos y se
reuniría periódicamente para establecer normas y principios amplios, trazaría y coordinaría estrategias operacionales, establecería metas específicas, revisaría planesdetallados para alcanzar las metas aprobadas y
evaluaría el desempeño en el ámbito antinarcóticos.
El reto consiste, como lo reconocen Vaky y Einaudi, en estructurar un marco multilateral convenido que
pueda ser en realidad efectivo y convencer tanto a Estados Unidos como a los gobiernos latinoamericanos de
su empleo. Esto sólo puede hacerse si Estados Unidos está auténticamente preparado para confiar el
establecimiento de metas y la planificación y la evaluación del desempeño a esfuerzos colectivos en los que
conservaría una voz esencial, y si los gobiernos latinoamericanos están dispuestos a ceder algo de poder y tal
vez algo de soberanía a un organismo internacional con capacidad de asistencia técnica y autoridad para
ponerlo en vigor.
Los esfuerzos por disminuir el consumo y la destructividad de las drogas necesitan acentuar tanto la
reducción de la demanda como la mitigación del daño. Hay estudios que muestran que la difusión en las
escuelas y otros programas de educación pueden reducir el uso de drogas entre los adolescentes y que los
programas de tratamiento sostenido pueden reducir sensiblemente la tendencia a volver a consumirlas.
Esfuerzos complementarios para disminuir el daño provocado por las drogas –como proporcionar agujas
limpias a los adictos a fin de disminuir la transmisión de VIH y otras enfermedades– también pueden ser una
contribución positiva. Pero aun cuando los esfuerzos domésticos para reducir la demanda y aliviar el daño
reciben el énfasis que merecen, sería vital tener una cooperación internacional contra las drogas. Al menos, y
hasta que las redes transnacionales que promueven el narcotráfico se puedan debilitar, este tráfico destructivo
seguirá porque los ingresos son muy altos.
El narcotráfico y sus efectos nocivos tanto en Estados Unidos como en Latinoamérica no se pueden enfrentar
con éxito mediante políticas domésticas unilaterales, ni con planteamientos "internacionales" que están
impuestos externamente de maneras que es inevitable que reduzcan la cooperación. El daño hecho a las
relaciones Estados Unidos-México en 1998 con la "Operación Casablanca", en la que los funcionarios
estadunidenses que aplicaban la ley violaron las leyes mexicanas en una importante operación "aguijón",
ilustra muy bien este dilema. En su esfuerzo por perseguir a los contrabandistas mexicanos de drogas y
lavadores de dinero agresivamente, los funcionarios norteamericanos violaron la soberanía de México y
después complicaron el daño dando publicidad inicialmente a la operación para ganar aplausos en el país
antes de invertir el curso, pidiendo excusas y subestimando el incidente.
Sólo la cooperación internacional sostenida y estrecha tiene la posibilidad real de funcionar. A esto hay que
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añadir políticas acordadas mutuamente y complementarias que centren la atención prioritaria y los recursos
en la reducción de la demanda doméstica, brindando tratamiento y rehabilitación, mitigando el daño y
combatiendo las redes transnacionales. Para lograr este tipo de cooperación, los políticos norteamericanos
tendrán que aprender cómo trascender los imperativos urgentes y contraproducentes de la política doméstica.
Es demasiado pronto para estar seguros de que un planteamiento auténticamente multilateral se puede forjar y
ser aceptado por todos, pero lo que está claro es que sólo
un planteamiento así puede reducir de manera significativa el narcotráfico y minimizar las fricciones
interamericanas.
La inmigración: la quintaesencia de lo "interméstico"
Más aún que el narcotráfico, las importantes corrientes de migración de México, Centroamérica y el Caribe a
Estados Unidos ilustran la inseparabilidad cada vez mayor de las realidades doméstica e internacional, así
como las dificultades que se presentan cuando las políticas "domésticas" y "exteriores" no están coordinadas
o son hasta francamente contradictorias.
Como el flujo de drogas, el de las personas que atraviesan las fronteras responde a consideraciones de
demanda y de oferta. La migración emana de factores de "presión" en los países de origen –pobreza,
desigualdad, violencia, represión y expectativas insatisfechas– e influencias que "atraen" a los países de
destino, sobre todo diferenciales salariales y el efecto imán del mercado de mano de obra receptor, que
emplea a los trabajadores migrantes en una serie de empleos, sobre todo en sectores de baja calificación.
También como en el caso de las drogas, el flujo lo facilitan redes organizadas, legales e ilegales, que median
la relación entre oferta y demanda: proporcionando información, saltando barreras legales, etcétera, y
guiando a los inmigrantes a puestos de trabajo a su disposición.
A lo largo del curso de la historia de los Estados Unidoscomo un país de inmigrantes, las oportunidades y la
oferta de inmigrantes han estado usualmente correlacionadas. Olas de migración han fluido y decrecido en
gran medida en relación con las necesidades de la economía estadunidense. Cuando los requerimientos de
mano de obra en los Estados Unidos han disminuido, la combinación de las señales del mercado y de la
legislación periódica ha reducido el flujo de inmigrantes. El sentimiento antimigratorio ha aflorado de vez en
cuando, usualmente en periodos de depresión económica, pero en general se ha reducido con medidas restrictivas y después con mejorías en el ciclo de los negocios.
Este equilibro precario a largo plazo entre las presiones internacionales para la emigración y la receptividad
de los Estados Unidos a los inmigrantes, se ha alterado fundamentalmente en los últimos años. Los
recurrentes ciclos de crisis en México, las guerras civiles en Centroamérica, la represión en Cuba y Haití; el
crecimiento rápido e ininterrumpido de la población en muchos países de Centroamérica y del Caribe; el
impacto más amplio de la globalización económica y la brecha creciente entre los niveles salariales de los
Estados Unidos y sus vecinos de la Cuenca del Caribe –además de la influencia de las redes de inmigrantes
ya incorporados y sus familias– se han combinado para intensificar las presiones para la migración a Estados
Unidos, tanto de documentados como de indocumentados (o "ilegales"). Factores similares explican un
aumento paralelo en la inmigración proveniente del Este y del Sureste de Asia.
El número total de inmigrantes que entran a Estados Unidos aumentó radicalmente en los años setenta,
ochenta y noventa, y ahora ha alcanzado niveles sin precedentes desde principios del siglo XX. Más
inmigrantes legales entraron en Estados Unidos de 1971 a 1990 que en los cincuenta años anteriores, y las
tasas de inmigración de indocumentados y de quienes permanecen con la visa vencida también han crecido.
La inmigración de México, Centroamérica y el Caribe ha sido especialmente alta, y los dos primeros flujos
suelen ir a California, Texas, y otros estados del sudoeste e Illinois; el último sobre todo hacia el sur de
Florida, Nueva Jersey y una serie de ciudades de la costa del Atlántico, entre ellas Boston, Nueva York,
Baltimore y Washington.
La migración latinoamericana y caribeña a Estados Unidos, durante los últimos treinta años, ha
comprendido grandes cantidades de ingresos de cuatro tipos: inmigrantes legales, que llegan a Estados
Unidos con toda la documentación que les permite la residencia allí; refugiados y asilados también
legalmente en el país pero bajo diferentes medidas y muchas veces sin documentación previa; indocumentados o migrantes "ilegales", que entran en Estados Unidos con documentación válida y sin un "temor de
persecución bien fundado" en sus países de origen que les pudiera conferir la condición de refugiados; y "no
inmigrantes", sobre todo personas que se quedan una vez han caducado sus visas, válidas sólo para una visita
temporal. Aunque mucha de la discusión en los Estados Unidos hoy se centra en la tercera categoría, estas
personas en realidad sólo abarcan aproximadamente un 10% de las personas nacidas en el extranjero y que
hoy viven en los Estados Unidos.
En total, el número de personas de origen latinoamericano y caribeño que han entrado en los Estados
Unidos desde 1970 y que en la actualidad residen en este país suman como unos diez millones. La
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abrumadora mayoría de estos inmigrantes, como un 55%, son procedentes de México, pero también hay
cantidades significativas de inmigrantes procedentes de El Salvador, Nicaragua, Guatemala, Honduras, Cuba,
República Dominicana, Haití, Jamaica y otros países de la Cuenca del Caribe.
La resistencia a la continua expansión de la migración latinoamericana y caribeña a los Estados Unidos,
en especial a aquellos que entran sin la documentación adecuada, ha ido subiendo en los últimos años.
Detener la "inmigración ilegal" se ha convertido en uno de los intereses principales del público
norteamericano, sobre todo en partes del país que se sienten más directamente afectadas por la inmigración:
el sur de California y Florida. Las iniciativas legislativas locales y estatales, las encuestas de opinión pública,
los programas de radio, las cartas al editor, los esfuerzos de un cabildeo antiinmigración y otras pruebas
apuntan a un sentimiento antiinmigrantes sumamente restrictivo, muchas veces teñido de racismo. Los líderes
políticos han reforzado el impulso de exclusión, como sucedió, por ejemplo, cuando el gobernador de
California Pete Wilson usó la Propuesta 187, una disposición para privar a los inmigrantes ilegales de
diversos ser-vicios sociales, como tema "de apertura" de su campaña para derrotar a la candidata demócrata
Kathleen Brown. Con el fin de la guerra fría, las consideraciones de políticaexterior que favorecían la
inmigración han desaparecido virtualmente, y el sentimiento restriccionista ha crecido, por lo tanto, sin
demasiados contrargumentos de la comunidad acerca de política exterior.
Presiones domésticas en Estados Unidos para hacer frente a la inmigración han producido una serie de
medidas legislativas, sobre todo la Immigration Control and Reform Act (IRCA) en 1986, y la Illegal
Immigration and Immigrant Responsability Act (HURA) en 1996.
La IRCA fue un compromiso negociado con la intención de tranquilizar a un público inquieto con la
reducción de la inmigración ilegal y la restauración del control de las fronteras del país, a la vez que seguiría
habiendo trabajadores migrantes disponibles para las empresas agrícolas y para otras que dependen de la
mano de obra inmigrante, y proporcionando un tratamiento más humano a aquellas personas que ya estaban
en Estados Unidos. El "gran pacto" de la IRCA legalizaba la condición de los trabajadores no autorizados que
ya estaban en Estados Unidos, a la vez que disponía sanciones futuras contra los patronos que emplearan a
sabiendas a inmigrantes ilegales. Las sanciones al patrono se aprobaron y pusieron en práctica sin un sistema
de verificación efectivo o cantidades de dinero importantes asignadas a la puesta en vigor de la ley, de modo
que siguieron entrando a Estados Unidos millones de inmigrantes ilegales desde México, Centroamérica y el
Caribe durante fines de los años ochenta y principios de los noventa a trabajar con documentos falsos
mientras se reavivaba el resentimiento del público.
A medida que la nueva ola de inmigrantes ilegales se encrespaba, aumentaron las presiones en Estados
Unidos para que se aprobaran medidas más restrictivas y se cumplieron con mayor rigor. El sentimiento
contra la inmigración y los inmigrantes se intensificó con la angustia de ser desplazados en el trabajo y en el
costo de los servicios sociales por los inmigrantes, miedo a que la educación bilingüe y otras medidas se
tradujeran en una resistencia a la asimilación por parte de los inmigrantes latinoamericanos y caribeños, y
preocupaciones más amplias (aunque en su mayoría desarticuladas) sobre los efectos de la inmigración en la
composición étnica de las comunidades.
Como sucedió con la cuestión de los narcóticos, la primera respuesta de la administración Clinton al tema
de la inmigración fue relativamente relajada, con una apreciación de los rasgos fundamentales y a largo plazo
de la migración. La administración "tenía poco interés inicial en poner en vigor los asuntos de la frontera" y a
principios de 1993 recomendó reducir el número de agentes patrulleros fronterizos para ahorrar dinero. Pero
Clinton cambió de posición cuando se hizo obvio que el sentimiento restriccionista se incrementaba de
nuevo. La administración anunció una expansión de la Patrulla Fronteriza a mediados de 1993, incrementó
las medidas de control de la frontera a partir de entonces y apoyó y firmó la IIRIRA en 1996, que agudizaba
considerablemente las leyes de inmigración y su puesta en práctica.
Como resultado de la IIRIRA y otra legislación reciente norteamericana, a los inmigrantes les resultó más
difícil entrar en Estados Unidos y menos atractivo residir en el país, pero era más fácil para los Estados
Unidos deportar a inmigrantes indocumentados:
• Se autorizaron 5,000 nuevos agentes de la Patrulla Fronteriza y 1,500 investigadores adicionales para el
Servicio de Inmigración y Naturalización del Departamento de Justicia (INS, por sus siglas en inglés) y se
había provisto a la Patrulla Fronteriza con equipo adicional y mejor para detectar y detener a los que cruzaban
ilegalmente la frontera.
• Se construyeron sesenta y dos millas de muros y bardas de acero, concreto, cadenas y alambradas a lo
largo de la frontera con México.
• Se instituyeron procedimientos más seguros y efectivos para que los patronos verifiquen la condición
migratoria de posibles empleados.
• Se volvieron más exigentes los requisitos de que los inmigrantes legales tengan garantizada su
condición económica con patrocinadores entre los ciudadanos norteamericanos.
• Se revisaron las reglas y los procedimientos para hacer más expedita la deportación de los inmigrantes
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ilegales y a los inmigrantes ilegales que se captura en Estados Unidos se les prohíbe recibir una visa de
inmigrante durante tres a diez años, dependiendo del tiempo que hayan estado "ilegalmente presentes" en
Estados Unidos.
• • Se terminó el programa anterior que permitía que los que solicitaban con éxito visas norteamericanas
recibieran sus documentos en territorio norteamericano en vez de pedirles que regresaran primero a su país de
origen.
• A los inmigrantes legales se les ha declarado inelegibles para diversos programas de servicio social,
incluido el Supplemental Security Income (SSI), asistencia médica y Food Stamp.
• Se ha aprobado una política uniforme para que todos los caribeños inmigrantes interceptados en aguas
internacionales, regresen a su país de origen sin ulterior revisión, sobre todos los haitianos y los cubanos, y se
ha llegado a un acuerdo único entre Estados Unidos y la Cuba autoritaria para restringir la migración cubana
a este país.
• El trato a los residentes de largo plazo que han desarrollado fuertes lazos familiares y sociales en
Estados Unidos se ha vuelto más estricto, con el requisito de que el migrante indocumentado debe mostrar
que la deportación le causaría dificultades "excepcionales y sumamente inusuales" a un ciudadano
estadunidense o residente permanente dentro de la ley, sin consideración alguna sobre los efectos de la
deportación al propio migrante, hombre o mujer.
• Los Estados Unidos han incrementado esfuerzos para deportar a sus países de origen a migrantes
internacionales que han cometido delitos en Estados Unidos. Unos 50,000 "delincuentes extranjeros" fueron
deportados en 1997, más del 75% a México y la mayoría de los demás a Centroamérica y países del Caribe.
Como lo ha observado con astucia el embajador de la República Dominicana en Estados Unidos, esta medida
equivale a que los Estados Unidos paguen los costos de viaje de regreso de cientos de guerrilleros entrenados
en Moscú a sus países caribeños en plena guerra fría.
• Se han adaptado tecnologías militares experimentales con fines de control de la frontera y se ha
expandido el papel de apoyo de los militares y de la Guardia Nacional en la frontera.
Es probable que todas estas medidas no hayan reducidola inmigración ilegal de manera significativa.
Como con los esfuerzos de interdicción de los narcóticos, estas medidas unilaterales de control fronterizo
han desplazado mucho las corrientes de migración de los lugares anteriores a otros, han aumentado el
riesgo y la dificultad de la entrada y, por lo tanto, ha aumentado el empleo de contrabandistas ilegales y
falsificadores de documentos y sus precios. La corriente de migración continúa, los delincuentes se
benefician, los migrantes sufren, pero la apariencia de una acción enérgica ayuda a las autoridades
gubernamentales que responden a exigencias políticas domésticas a corto plazo. La frontera parece que
está más controlada y las autoridades políticas están, por lo tanto, mejor protegidas contra la acusación de
que condonan la inmigración ilegal.
Las crecientes presiones latinoamericanas para migrar a Estados Unidos, aunadas a un sentimiento
creciente restriccionista y de antiinmigración y leyes de inmigración a Estados Unidos más excluyentes y su
aplicación, intensificarán la fricción interamericana sobre la inmigración en los años venideros. Esta fricción
es inevitable de momento, mientras la demanda de emigración, sobre todo de México y de la Cuenca del
Caribe, exceda la receptividad de Estados Unidos a los inmigrantes. El reto que tiene esta política no es cómo
eliminar esta fricción ahora, sino cómo manejar las tensiones actuales sin provocar un daño colateral
innecesario a otros intereses e inflingir tratamiento inhumano a los propios migrantes, hasta que la brecha
fundamental entre oferta y demanda se pueda cubrir, a medio y largo plazo, a través de una combinación de
cambios en el mercado laboral norteamericano y transformaciones económicas y demográficas en los países
de origen.
Nadie duda del derecho soberano de los Estados Unidos para configurar y aplicar sus propias leyes para
regular la inmigración, y de la inevitabilidad de que respondan principalmente a presiones domésticas y a
políticas domésticas al hacerlo. Sin embargo, como con el procedimiento de certificación en el terreno de los
narcóticos, las actuales leyes y prácticas de inmigración debilitan los esfuerzos internacionales potenciales
para hacer frente al fenómeno, a la vez que también perjudican las perspectivas de cooperación en este y
otros temas.
Eliminar o reducir la válvula de seguridad de la emigración, reducir los envíos de dinero de los
inmigrantes a sus países de origen y repatriar delincuentes sin los procedimientos debidos para proteger al
país de origen son pasos que incrementan sin duda las perspectivas de inestabilidad política y social en
México. Centroamérica y el Caribe. La consecuencia predecible de esta inestabilidad es intensificar las
presiones para la inmigración y al mismo tiempo retardar el desarrollo económico que podría proporcionar
mayores oportunidades de empleo (y por lo tanto reducir las presiones para la emigración) en esos países.
El tratamiento insensible a los inmigrantes no sólo contradice los valores medulares de Estados Unidos y
sus tradiciones sino que fomenta el resentimiento antinorteamericano en los países vecinos y hace que sea
más difícil construir perspectivas de cooperación en la gestión de las corrientes migratorias y en otras
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cuestiones, incluidos los programas antinarcóticos. Una vez más, las disposiciones domésticas destinadas a
enfrentar el impacto local inmediato de un fenómeno transnacional interfieren con las políticas externas
necesarias para hacer frente a los aspectos internacionales importantes del problema, exacerbando en
consecuencia aún más el problema.
Los Estados Unidos podrían perseguir con más eficacia sus propios intereses si gestionaran de una
manera más humana y políticamente aceptable la migración internacional, y si fueran capaces de aprobar y
aplicar congruentemente planteamientos bilaterales y multilaterales que incluyen la cooperación sostenida de
los países de origen. En los últimos años se ha progresado considerablemente en esta orientación con México:
con el establecimiento del Mecanismo de Enlace Conjunto, el Puerto de Control Fronterizo y el Grupo de
Trabajo sobre Migración y Asuntos consulares de la Comisión Binacional Estados Unidos-México, y con la
aprobación del Memorándum de Comprensión y Protección Consular de los nacionales mexicanos y estadunidenses, así como a través de la investigación llevada a cabo por diez académicos de cada país a través del
Estudio Binacional de la Migración México-Estados Unidos. Estos esfuerzos prometen la existencia de
programas mucho más efectivos para gestionar la migración concentrándose de una manera estratégica e
integrada en la oferta y la demanda, y en las redes de ambos lados de la frontera. Pero esta promesa se
debilita cuando se toman medidas unilaterales por parte de Estados Unidos que México y otros países de la
Cuenca del Caribe ven como punitivas y degradantes. Cuando se golpea a los inmigrantes, los gobiernos de
los países de origen, respondiendo a sus propias políticas domésticas, deben dedicar más energía, recursos y
compromisos visibles para proteger a sus nacionales y atacar (tratando de cambiarlas) las políticas
norteamericanas, en vez de considerar esfuerzos posibles de cooperación para reducir o al menos manejar los
flujos migratorios.
Este es el caso de México así como de Centroamérica y del Caribe. Un planteamiento preferible del
manejo de la migración sería coordinar e integrar medidas dentro de los Estados Unidos y dentro de los
países emisores para que apuntaran en la misma dirección: mejorar los niveles de trabajo y reducir los
diferenciales salariales, reducir la represión y proteger los derechos humanos, mejorar la comprensión pública
de las causas y consecuencias de la migración y del proceso y el ritmo de la asimilación y tratar de restaurar
con el tiempo un mayor equilibrio entre la demanda y la oferta de inmigrantes.
Como mínimo, estos planteamientos bilaterales y regionales ayudarían a elaborar procedimientos que
aseguraran que no se deja libres a los delincuentes en sociedades vulnerables sin procedimientos para su
repatriación en condiciones seguras; que los migrantes son tratados de acuerdo con la ley en ambos lados de
la frontera y tienen sus derechos humanos protegidos; que los inmigrantes indocumentados no están
sometidos a represión a su regreso a los países de origen y que otras formas de intercambio entre Estados
Unidos y sus vecinos no se rigidizan ni bloquean como consecuencia de programas de control de la frontera.
Más allá de estos avances, tal vez sería posible conseguir una importante cooperación de México y quizás
de otros países para que tomaran medidas que desalentaran una migración excesiva y no regulada a cambio
de programas que permitieran la estancia temporal o el trabajo temporal en Estados Unidos. Estas propuestas
merecen un atento examen como una alternativa a la corriente hacia restricciones a la inmigración
destructivas pero ineficaces.
A largo plazo, las intensas fricciones sobre la inmigración no se pueden resolver con legislación restrictiva
o políticas sociales punitivas. La mejor perspectiva para reducir o eliminar estas fricciones surgiría de
cambios demográficos y económicos en los países de origen, lo cual podría poner en mejor equilibrio la
población, los recursos y las oportunidades de empleo en esos países. Para que esto suceda, son requisitos
centrales las estrategias de desarrollo económico basadas en un comercio cada vez más abierto y en regímenes de inversión en los Estados Unidos.
Pero estos regímenes a su vez serán mucho más difíciles de adoptar y sostener si Estados Unidos restringe
unilateralmente la migración en respuesta a presiones domésticas. Una vez más, una política bien elaborada
para el futuro, que tenga en cuenta toda la gama de intereses de los Estados Unidos en las relaciones con sus
vecinos más cercanos, y en particular sus intereses a más largo plazo, exige que los funcionarios
norteamericanos trasciendan exigencias políticas inmediatas. Como con la política de narcóticos, tal vez no
haya una resolución del problema nítida, total y permanente. Si Estados Unidos se centrara más en la
cooperación internacional como un aspecto necesario de la política efectiva, podría mejorar las perspectivas
de acuerdos más atractivos,
podría manejar los problemas con más efectividad y podría evitar daño innecesario a intereses y objetivos
colaterales.
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Manejo de la agenda "interméstica"
Las políticas de narcóticos y de inmigración son los ejemplos más destacados y polémicos de los problemas
"intermésticos", ya que surgen de distintas causas en varios países, que para una respuesta efectiva requieren
de una combinación de políticas y actores domésticos e internacionales que trabajen en concierto. Estos
terrenos de las políticas también ilustran las tensiones inherentes entre los imperativos políticos domésticos y
los requisitos políticos internacionales para abordar de manera adecuada los problemas transnacionales que
no se pueden resolver en un país únicamente, ni siquiera en un país tan grande y poderoso como Estados
Unidos.
Pero hay otras cuestiones similares que están destinadas a abarcar una parte importante de la agenda
interamericana en los años venideros, sobre todo en las relaciones Estados Unidos con México,
Centroamérica y el Caribe. El agua contaminada o el aire contaminado a un lado de la frontera Estados
Unidos-México afecta inevitablemente las condiciones en el otro lado, y las medidas para mitigar el daño
muchas veces requieren de la 'cooperación internacional. Incendios forestales que se producen por prácticas
agrícolas negligentes y presiones de población excesivas en México o Centroamérica producen condiciones
desagradables y peligrosas en Estados Unidos que crean el interés de que haya patrones de crecimiento más
equitativos en el sur. Aumentos inquietantes en la incidencia de tuberculosis y otras enfermedades infecciosas
en el sur de California y en otras partes de los Estados Unidos no se pueden reducir sin programas de salud
pública internacionales y cooperativos, que impliquen exámenes y tratamiento en los países de origen. En
todos estos casos y en otros, hay una tendencia natural a culpar del problema a causas externas y a aprobar
medidas punitivas y restrictivas para proteger a Estados Unidos contra una corriente internacional indeseada,
pero esas respuestas limitan la posibilidad de una cooperación sostenida y estrecha a lo largo de varios años
que es lo que se necesitaría para enfrentar efectivamente un difícil problema transnacional.
El aumento del comercio, del turismo, de la inversión, del intercambio cultural, político y demográfico
entre Estados Unidos y sus vecinos más cercanos no acabará con las tensiones intensas, complejas y a veces
destructivas en la región. En realidad, el incremento de la interpenetración produce y exacerba esas tensiones.
Tampoco formas de gobierno más democráticas en México y en los países de la Cuenca del Caribe reducirán
necesariamente el conflicto interamericano; al contrario, puede muy bien producir presiones políticas
simétricas para atribuir la culpa de arduos problemas a Estados Unidos. El impulso de afirmar la soberanía y
darle la responsabilidad al otro lado de la frontera de tratar con un arduo problema es recíproco e interactivo.
Una dinámica contraproducente tiene muchas posibilidades de desarrollarse en los años venideros
precisamente en las relaciones más entretejidas e interdependientes de Estados Unidos, las que tiene con sus
vecinos más cercanos.
Sólo políticas bilaterales y multilaterales pueden manejarlos conflictos que la mayor proximidad
fomentará. Para asegurar estas políticas se requerirá de la gestión de presiones políticas domésticas para
hacer posible el logro de la cooperación internacional.
El primer paso hacia el diseño, aprobación y puesta en práctica de políticas efectivas es reconocer el
requisito para la cooperación internacional así como la tentación recurrente a abarcar planteamientos
unilaterales y punitivos y dar prioridad a asegurar que el pueblo norteamericano y el Congreso entiendan esta
contradicción. Este artículo tiene la intención de contribuir modestamente en este aspecto.
En segundo lugar, se debe prestar atención consciente a cómo adaptar los procesos gubernamentales, de
legislación y burocráticos mediante los que se formulan, aprueban y ponen en práctica las políticas sobre
cuestiones "intermésticas". Estas adaptaciones son necesarias para tomar en cuenta la extraordinaria
interpenetración de los Estados Unidos y de sus vecinos más próximos y considerar la trama intrincada de
diferentes cuestiones que están afectadas por la acelerada integración funcional que significa borrar las
fronteras en la región de la Cuenca del Caribe.
En tercer lugar, los políticos y el público atento en Estados Unidos y sus vecinos próximos en México,
Centroamérica y el Caribe necesitan poner en perspectiva las cuestiones y problemas de hoy reflexionando
sobre cómo han cambiado las relaciones de Estados Unidos con la región a lo largo del siglo –desde la guerra
hispanoamericana de 1898– y cómo pueden evolucionar en el siglo siguiente.
Ya es hora de reconocer que Estados Unidos se ha convertido en una abrumadora e ininterrumpida
influencia en su región fronteriza y que, por lo mismo, las diásporas caribeña y mexicana, vastas y en
crecimiento, en Estados Unidos han cambiado irremisiblemente la forma y el carácter de las relaciones
estadunidenses con esos vecinos próximos.
Líneas aéreas y compañías telefónicas tratan a México, Centroamérica y el Caribe en muchos de los casos
como parte del mercado doméstico norteamericano y no como "internacionales". En cuestión de años, es muy
posible que las "ligas mayores" de beisbol norteamericanas incluyan franquicias en Monterrey, Santo
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Domingo y La Habana, elegibles para jugar en las "series mundiales" que hasta ahora se han limitado a los
equipos norteamericanos. Es difícil definir la frontera entre "Latinoamérica" y "Angloamérica" en los años
noventa, pero está sin duda al norte de San Diego en el Oeste norteamericano y de Miami al Este.
En el siglo XXI, será cada vez más difícil hablar sensatamente sobre las relaciones Estados UnidosLatinoamérica en general y en términos totales. Las relaciones de Estados Unidos con Sudamérica ya están
cambiando, revirtiéndose de algunas maneras al patrón de los años veinte, cuando Estados Unidos era sólo
una de varias influencias externas, pero también están asumiendo una forma nueva con el surgimiento de una
fuerte integración regional en Sudamérica y relaciones sudamericanas significativas con Europa y Asia.
Como ha observado el embajador de Chile en Brasil, Heraldo Muñoz, los sudamericanos y Estados Unidos
"pueden vivir con un cierto grado de indiferencia mutua".
Pero esta indiferencia no es posible en ninguna dirección entre Estados Unidos y sus vecinos más cercanos
en México, Centroamérica y el Caribe. Pocas predicciones pueden hacerse con confianza en las relaciones
internacionales en un periodo de turbulencia y transición, pero se puede decir que los retos de manejar una
"agenda interméstica" producidos por la relación Estados Unidos-Cuenca del Caribe serán significantes en la
política estadunidense en los años próximos.
Traducción: Isabel Vericat.
Nota
Omitirnos las notas de este artículo dada su extensión, pero si son de interés para el lector pueden ser consultadas en nuestras oficinas.
El autor es presidente fundador del Pacific Council on International Policy, un foro internacional con sede en Los Angeles que atiende
las tendencias internacionales y las relaciones de mayor importancia para la parte occidental de Estados Unidos. También es profesor de
relaciones internacionales en la Universidad de California del Sur y vicepresidente y subdirector nacional del Consejo de Relaciones
Exteriores.
El doctor Lowenthal agradece los comentarios a una redacción previa de este artículo a Frank Bean, Albert Fishlow, Peter Hakim. Jane
Jaquette. Christopher Mitchell, Ambler Moss, Robert Pastor. Andrés Rozental. George Shenk, Michael Shifter, Gregory Treverton_
Viron P. Vaky y Bernardo Vega, así como la asistencia de investigación de Bernarda Duarte. Catherine Holt-Cedeño y Pedro Villegas y
la preparación del manuscrito por Emma J. Woodford.
Este ensayo aparecerá en Albert Fishlow y James Jones (eds.). The Future of the Western Hemisphere: US National Interests. Nueva
York_ W. W. Norton, de próxima publicación en 1999 y lo publica el Consejo del Pacífico con el permiso de los editores, la Asamblea
Americana y el editor, W. W. Norton.
Índices en economía y finanzas
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