[16] Es buen uso que conserva la amistad, refina los caracteres, y da a los hombres ocasión de conocerse y estimarse, el uso de reunirse de vez en cuando, en torno a una mesa artísticamente servida, y más cargada de arte que de vinos, ya para conmemorar hechos gloriosos, ya para recordar gozos de la niñez, ya para tener ocasión, con un pretexto más o menos grave, para ponerse en periódico contacto. La inteligencia gana en esto, porque en esas comidas, donde se va más que a comer, a conversar, se estimulan los ingenios, que se encienden con la réplica cortés y chispeante; y se traban y aprietan cariños, que nos hacen buena falta en tiempos en que andan los hombres tan esquivos y henchidos de rencor. Así ha solido verse que, solo por haber sido frecuentes compañeros de mesa, un caudillo vencedor ha salvado la vida de otro en un conflicto sangriento y en horas de triunfo, en que nos hace falta la voz de un amigo sincero para sacarnos del malestar que produce una victoria estruendosa, recibimos una misiva del tierno compañero, que está lejos, y se regocija con nuestra gloria; o bien en horas de desmayo, cuando nuestros errores o los ajenos nos traen tristes, la voz consoladora del amigo viejo viene a darnos de nuevo gusto por la vida. En París, los primeros días del año se dedican a esta clase de comidas periódicas, de las que algunas son famosas. Los condiscípulos de colegio, que ya peinan canas; los que comieron juntos el pan duro, el carnero asado, y el queso ojoso del barrio Latino; los que, en los días primaverales, ponían las mangas, roídas del uso, sobre la mesa donde se pergeñaba en común tal drama o tal novela: todos se juntan en esos días a desearse bien, reír honestamente, y rociar con buen vino sus ostras inglesas o sus fragantes trufas. Hay comidas famosas, como la de Caveau, que data de 1720, y cuyos comensales se dedican al culto de la canción; y otras comidas de pintores, dadas a semejanza de la “comida de la sopa de caballos” fundada en 1824 por pintores desconocidos que, sin excepción de uno y eran veinte, se han hecho luego célebres: suelen los artistas de París, divididos en grupos por sus artes y simpatías, reunirse en determinados días de cada mes a gustar manjares y catar vinos.—Si en uno de estos días de enero se va al café Toyot, en el barrio Latino, allí se encontrará, conversando jovialmente, a Jules Clarétie, que escribe tan amenos folletines; a Pailleron, que hace tan lindos versos; a Henner, que pinta tan hermosos desnudos; a Sully Prudhomme, el poeta altivo; a Carolus Duran, pintor enamorado del gran español Velázquez; a Paul Dèroulède, autor célebre de los Cantos del soldado: que todos esos juntos comen en ese día de enero un plato clásico hecho de elementos varios, por lo que se llama a ese alegre concurso la “Comida de la macedonia”.—Otra se llama “del hombre que cava”, porque el editor Lemerre usa de este símbolo en los libros que salen de sus prensas, y los autores de sus libros se reúnen en torno al editor, una vez al año. En el restaurante de Notta, que es bueno, sin ser afamado, comen el primer lunes de cada mes los miembros de la Sociedad de Hombres de Letras; y los miembros de la prensa republicana, dejando a la puerta de Notta sus armas de combate, comen allí también una vez cada mes. Dentu es un publicador de libros y hay el “diner Dentu” a que asisten afamados novelistas y conocidos poetas. Y ese Paul Bert brioso, que acaba de dejar de ser ministro en el Gabinete de Gambetta, ha presidido durante buen número de años la comida de la Marmita, en la que se reúnen escultores, pintores, y hombres de letras y de armas del partido republicano. Los nombres ilustres de Sainte-Beuve, Claude Bernard, el elegante Merimée y el gran pintor Delacroix figuran aún, a pesar de que ya son muertos ese gran médico, y esos grandes artistas, en las invitaciones al “diner Bixio”, que comparten John Lemoine, el periodista brillante, Dumas y Sardou, Labiche el vodevilista, Legouvé, el lector magistral, Camille Doucet, el culto académico, y Jules Clarétie, de todos amado. Pero a todas estas comidas gana en fama el “diner Magny”, que hoy se celebra en el restaurante Brebant, porque no quisieron los miembros de este “diner” cultísimo sentarse en el restaurante Magny a la mesa que había iluminado tantas veces la verba de Sainte-Beuve. Jorge Sand, y no otra mujer se sentó también entre aquellos comensales, a los cuales dedicaron los hermanos Goncourt, que dicen tan bellamente cosas de artes bellas, una de sus mejores novelas, Manette Salomón. De esa comida han sido Gustave Flaubert, el prosador atildadísimo; Théophile Gautier, cuyo estilo resplandecía, como el buen Johannisberg en copa verde; Paul de Saint-Victor que acaba de morir, cuyas páginas suntuosamente coloreadas no podía leer Lamartine sin ponerse lentes azules, para proteger sus ojos de aquel exceso de luz; Gavarni para quien el lápiz no tuvo secretos, ni el ingenio tregua. Fromentin, el artista caballero. Y aún gustan de ese “diner Magny” Iván Turgueniev, el novelista ruso; Paul Bert, el político osado; Taine, el analizador implacable, que ve en la muerte de los hombres como si su cráneo fuera de cristal, y no de huesos; Renan, que ya pone en limpio los borradores de su historia de los judíos; y los Goncourt, que en su novela La Faustin, que en estos instantes se está imprimiendo en París, cuentan precisamente algunas de las maravillosas conversaciones que han oído los miembros de la sociedad “Diner Magny”. En esas comidas George Sand, que no hablaba bien, veía dibujar a Gavarni, que dibujaba maravillas: el duque de Morny mantenía que un tanto de desorden galante sienta a una gran ciudad, y aviva la fantasía de los poetas: Théophile Gautier, con aquella misma lengua elegantísima con que había de escribir el prólogo de los versos de Charles Baudelaire, celebraba la pálida belleza de las mujeres de estos tiempos: el ruso Iván contaba, en su francés excelente, las intrigas de la corte de Pedro el grande, y la hermosura diabólica y magnífica de las enérgicas damas de Rusia, y Flaubert acariciaba al novelista hermano con su hermosa mirada benévola. Eran como desbordes de luz aquellas comidas de Magny. Ya no lo son tanto. La Opinión Nacional. Caracas, 28 de febrero de 1882 [Mf. en CEM]