BENJAMÍN CARRIÓN Y LA NARRATIVA LATINOAMERICANA ESTUDIOS LITERARIOS Y CULTURALES No. 2 1 BENJAMÍN CARRIÓN NARRATIVA LATINOAMERICANA CENTRO CULTURAL BENJAMÍN CARRIÓN MUNICIPIO DEL DISTRITO METROPOLITANO DE QUITO QUITO, 2005 2 PACO MONCAYO GALLEGOS Alcalde Metropolitano de Quito AUGUSTO ABENDAÑO BRICEÑO Director Metropolitano Educación, Cultura y Deportes HIPATIA CAMACHO ZAMBRANO Secretaria Ejecutiva Centro Cultural Benjamín Carrión Directora del proyecto ALEJANDRO QUEREJETA BARCELÓ Edición y Jefe de Investigación CÉSAR CHÁVEZ AGUILAR Investigación MÓNICA MÁRQUEZ B. Levantamiento de textos Benjamín Carrión y la narrativa latinoamericana es una publicación del Centro Cultural Benjamín Carrión del Municipio de Distrito Metropolitano de Quito © CCBC ISBN: Diagramación: Diseño: Impresión 3 ÍNDICE PRÓLOGO: LA HISTORIA DE SU PROPIA HISTORIA, por Alejandro Querejeta I Narrativa latinoamericana: Suma de acercamientos REFLEXIONES SOBRE LA NOVELA AMERICANA UNA FUERTE DOSIS DE MEGALOMANÍA REFLEXIONES SOBRE LA NOVELA LOS NOVELISTAS MEXICANOS DICEN LA NOVELA REGIONAL EN AMÉRICA LATINA UNA NOVELA GRANDE NOVELA Y CONTEXTO HISTÓRICO COLONIALISMO INTELECTUAL ¿MENSAJE O COMPROMISO? NOVELA LATINOAMERICANA ¿CRISIS DE LA NOVELA? LA INTELIGENCIA CUMPLE ¿QUÉ PIENSA DEL «BOOM»? LA COSA ANDA MAL LA NOVÍSIMA NOVELA IBEROAMERICANA Y SUS PROBLEMAS UN ARTE CUYOS MANDATOS NO PUEDEN SER DESOBEDECIDOS TERRA NOSTRA Los grandes novelistas modernos: Enrique Rodríguez Larreta RÓMULO GALLEGOS: El hecho literario y humano, el escritor RÓMULO GALLEGOS Y JOHN DOS PASSOS RÓMULO GALLEGOS: HOMBRE Y OBRA MARTÍN LUIS Y ABREU GÓMEZ TERESA DE LA PARRA EL REALISMO MÁGICO Leyendo Los ojos de los enterrados de Miguel Ángel Asturias MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS Premio Nobel latinoamericano JOSÉ DIEZ CANSECO LA LECCIÓN DE MIGUEL PRÓLOGO A CASAS MUERTAS 4 JOAO GUIMARÃES ROSA DONDE ACABAN LOS CAMINOS, según Mario Monteforte Toledo CASI EL PARAÍSO MARIO VARGAS LLOSA II Narrativa ecuatoriana: Suma de acercamientos EL NUEVO RELATO ECUATORIANO MEDIA HORA DE RETRASO CUMANDA EL RELATO CON PAISAJE Y HOMBRE ECUATORIANOS LOS PRIMEROS ANUNCIOS ENSAYO DE INTERPRETACIÓN LAS LETRAS DEL ECUADOR ACTUAL EL ECUADOR LITERARIO, HOY JOSÉ ANTONIO CAMPOS: EL MARK TWAIN DE HIPANOAMÉRICA LUIS A. MARTINEZ: A LA COSTA A LA COSTA DE LUIS A. MARTÍNEZ ENRIQUE TERÁN NACIMIENTO DE LA NOVELA INDIGENISTA A LOS 25 AÑOS DE PLATA Y BRONCE JOSÉ DE LA CUADRA, LA FINA TESITURA DE SU ARTE UN GRAN LIBRO CONTINENTAL PABLO PALACIO EDIFICIO INMENSO DEL RECUERDO LA INTELIGENCIA MÁS LÚCIDA PLENITUD DE LA NOVELA INDIGENISTA: JORGE ICAZA LA NOVELA DEL TRÓPICO MESTIZO 5 DEMETRIO AGUILERA MALTA LA VUELTA DE DEMETRIO HACIA LA PURA NOVELA ITINERARIO DE UNA HAZAÑA EL HOMBRE HUMBERTO SALVADOR ANGEL F. ROJAS JOAQUÍN GALLEGOS LARA ENRIQUE GIL GILBERT LOS 60 AÑOS DE ENRIQUE NOVELA INTELECTUALIZADA: PEDRO JORGE VERA JESÚS HA VUELTO ADALBERTO ORTIZ: UNA INICIAL DE LÍNEA ALEJANDRO CARRION «ME APERCIBO QUE MI ESPIRITU DUERME…» CRÍTICA AL PASO GUSTAVO ALFREDO JACOME EN EL UMBRAL DE LA NOVELA GRANDE EL DÍA DEL REGRESO CUENTOS DEL RINCÓN CRONOLOGÍA BIBLIOGRAFÍA 6 PRÓLOGO: LA HISTORIA DE SU PROPIA HISTORIA Por Alejandro Querejeta Como si se tratara de un calidoscopio en el que, ante cada movimiento en el tiempo, los colores hicieran diseños siempre diferentes, de sorprendente lozanía, pero sobre la base de colores indelebles, firmes, de personalísima transparencia, así fueron los asedios a la narrativa latinoamericana (y ecuatoriana, por supuesto) que por más de medio siglo protagonizó Benjamín Carrión (1897-1979). En ese diseño colaboró su capacidad de tender puentes, de construir con minucia firmes relaciones de amistad con varios de sus representantes más connotados en cada momento de su evolución. Desde la década de los años veinte del siglo pasado, durante su fecunda estadía en Francia, Carrión fue haciendo con meticulosidad el tejido de vínculos que desde temprano incluyeron a figuras como el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el peruano José Diez Canseco o la venezolana Teresa de la Parra, cuyas obras luego serían objeto de la atención crítica del ecuatoriano. Vuelve a su país, participa activa y militantemente en la convulsa política que lo sacude y en 1933 parte para México en calidad de embajador, el viaje que más huella dejó en su personalidad, su pensamiento, su obra y su destino. A su regreso dice a quien quiera oírlo que en la tierra azteca sí hay una revolución en marcha, «y que su ejemplo debe envalentonar nuestras esperanzas, a pesar de nuestras pobres realidades desencantadoras»1. Quienes le conocieron por entonces lo recuerdan como un «un hombre rozagante, fuerte, alto y alegre», eufórico, que «creía a pie juntillas en que el nuestro era un destino formidable». Es una época de enconadas luchas populares y sindicales, en que los gobiernos se suceden uno tras otro. El autor de Los creadores de la nueva América (1928), Mapa de América (1930) y Atahuallpa (1934), libros en los que reflejan su esperanza de lograr de una vez una América Latina más justa y próspera, se mete de lleno en la lucha, y comienza a publicar en la prensa periódica una serie de artículos que luego recogerá bajo el título de Cartas al Ecuador (1941), en los que a partir del análisis del acontecer político del momento, traza las posibles vías de solución estratégica para los endémicos problemas que aquejan a su Patria. Uno de sus amigos, él también escritor y político, considera que «se juntan en [Carrión] dos tonos rara vez coincidentes: es un idealista del tipo Rodó, y es un socialista devoto de Marx»2. Por muy breve tiempo integra un gabinete presidencial, padece el destierro en Colombia, se inserta de nuevo en la diplomacia, se las arregla para escribir y más tarde publicar su Índice de la poesía ecuatoriana contemporánea (1937), y más tarde le vemos fundar en 1944, gracias al apoyo del entonces presidente José María Velasco Ibarra, la que muchos consideran su obra mayor de política y gestión cultural: la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Dice Luis Alberto Sánchez en el artículo citado, que se hablaba de él por esos años «como presidenciable y debió 1 2 Benjamín Carrión, México, Quito, Editorial Gutenberg, 1936, p. 39. Luis Alberto Sánchez, «Estancias de Benjamín Carrión», en El Tiempo, Bogotá, 1952. 7 ser presidente» y añade: «creo que [Carrión] era lo mejor que Ecuador tenía en ese momento», pues era de «la raza de los Montalvo en el señorío y la honestidad». Entre 1947 y 1948 fue miembro del Consejo Consultivo de la recién constituida UNESCO, distinción que correspondió de nuevo al Ecuador en sólo otras dos ocasiones, a lo largo de los últimos sesenta años. «¿Le faltó a Manuel Benjamín, como se le llamaba cariñosamente en Quito, fe en sus principios? ¿No tuvo confianza en los hombres? ¿Le asustó el sacrificio? ¿Lo consideró inútil? ¿Fue su partido mismo el que le restó ímpetu? Estoy seguro de que no le amedrentaban los opositores: si algún temor le hizo presa fue el de dar de faltar de sí mismo. […] Sin embargo, dígase lo que se quiere, tenemos tanta necesidad de inteligencia, tolerancia y honestidad en nuestros directores políticos, que uno no acaba de entender por qué no está Carrión en donde debiera estar3». Un libro de fundación A contrapelo de cuanto ocurría en el Ecuador y de los compromisos, tareas diplomáticas y empeños culturales en los que se involucraba en este período, además del esfuerzo de erudición y crítica que significó el esfuerzo antológico de Índice de la poesía ecuatoriana contemporánea, Carrión se dio a la tarea de preparar lo que fue su libro más polémico, literariamente hablando: El nuevo relato ecuatoriano: crítica y antología (1951). Hay que imaginarse el esfuerzo físico e intelectual de Carrión, su perseverancia y meticulosidad —en un país en el que entonces escaseaban las ediciones, las librerías eran también pocas y magras, las bibliotecas dejaban mucho qué desear, muchos autores eran prácticamente inéditos y difíciles de hallar las ediciones príncipes de la mayoría de los libros—, para escribir el largo estudio que lo acompaña y seleccionar los relatos que allí se reúnen. Un libro en el que, además de sentar las bases para el canon de la narrativa nacional, examina con propiedad lo que en ese momento se hacía en la narrativa del resto del continente, sus vínculos e influencias reconocibles de otras literaturas, los caminos ideo-estéticos por los que transitaba y las tendencias vigentes y previsibles. A raíz de la aparición de El nuevo relato ecuatoriano y a tenor con la conducta crítica seguida por Carrión respecto a la narrativa que se producía, se comenzó a hablar de su «sentimentalismo literario», no exclusivo de él, sino característico de la crítica en su tiempo. Se le señalan, además, sus largos circunloquios, su a veces arbitraria estructura, una acentuada tendencia a la dispersión, su inocultable impresionismo, cierta arbitrariedad crítica, su excesivo entusiasmo. Hubo que esperar por casi medio siglo, para que la valoración de este libro cambiara entre sus compatriotas: «Carrión ejerció su labor de antologuista desde su propio proyecto cultural. El nuevo relato opera así con un devastadora fuerza dialéctica: diagnóstico de una narrativa vacía o casi vacía de antecedentes valiosos (I parte), despegue de una nueva y brillante 3 Ibidem. 8 tendencia (II parte), llegada de un contexto prometedor para el futuro (III parte). […] Uno de los objetivos de El nuevo relato ecuatoriano, a mi entender, asume la antología como una vía crítica para interpelar a una audiencia que podía intimidarse debido a la atención grave y exigente que, por ejemplo, demandaba la poesía». 4 Con incontestable convicción, más de una vez sostuvo Benjamín Carrión «que el aporte original de la América Latina a la cultura universal, es el ensayo» 5. Nadie mejor que él para referirse a la práctica en el continente de este género constituido —centauro de los géneros, lo llamó el mexicano Alfonso Reyes—, por meditaciones sobre un tema más o menos profundo, pero sin sistematización filosófica6. Para el ecuatoriano el ensayista en nuestro continente «es el interrogador —activo y premioso— de lo que ha sido, es y será esta tierra»7. Un esfuerzo activo y premioso fue, sin duda alguna, El nuevo relato ecuatoriano, en el que se suman varios ensayos, algunos de sorprendente autonomía, al punto de que, con frecuencia, se publican independientes (ejemplos de estos años, las selecciones de sus textos La suave patria y otros textos y La patria en tono menor, publicados respectivamente en 1998 y 2001). Mas un libro, El nuevo relato ecuatoriano, ante el que la crítica posterior, no importa cuál fuera su orientación y propósitos, no ha podido quedar indiferente. Ensayo y crítica Un porcentaje abrumador de la obra de Carrión es de naturaleza ensayística, por cuanto a lo largo de su vida sus reflexiones versan sobre un amplio repertorio: literatura, arte, cultura, política, los conflictos sociales, historia y el pensamiento de su Patria y de lo que José Martí denominó Nuestra América. Reflexiones, temores, valoraciones críticas, previsiones e intuiciones, diagnósticos de las identidades culturales y los problemas contemporáneos, que fue plasmando en libros, folletos y en cientos de textos publicados en diarios y revistas nacionales y del resto del continente. Sin embargo, falta muchas veces en el esfuerzo reflexivo de Carrión la sistematicidad que encontramos en la obra de varios de sus contemporáneos (y amigos de trato frecuente la mayoría) como el propio Reyes, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, el colombiano Germán Arciniegas o venezolano Mariano Picón Salas. «Las ideas de Carrión —escribió Alejandro Moreano— no estructuran un sistema teórico que comprenda la totalidad real y trate de realizarse como tal; su discurso no se articuló en una lógica rigurosa que deviene ontología»8. 4 Álvaro Alemán, «Benjamín Carrión en el proceso de formación del canon ecuatoriano», en Re/ Incidencias, Quito, Nº 3, 2005. (En prensa a la hora de redactar este «Prólogo») 5 Benjamín Carrión, «Historia de las ideas en el Ecuador», en La suave patria y otros ensayos, Quito, Ediciones del Banco Central del Ecuador, 1998, p. 143. 6 María Moliner, Diccionario de uso del español, 2da. Edición [Edición en CD-ROM], Madrid, Gredos, 2001. 7 Benjamín Carrión, La patria en tono menor, prólogo, selección y edición de Gustavo Salazar, México, Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión-Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 203. 8 Alejandro Moreano, «Benjamín Carrión: el desarrollo y la crisis del pensamiento democrático-liberal», en Revista de Historia de las Ideas, Época 2, No. 9, Quito, Universidad Católica del Ecuador, 1989, p.69. 9 Siempre, no importara cuál fuera el tema a tratar, en cada uno de sus ensayos y artículos Carrión ofrece, en palabras de Camila Henríquez Ureña su pensamiento desnudo9, original la mayoría de las veces y pletórico de intuiciones e iluminaciones, y en todo momento dialogante con el lector de su época y aún de hoy. Un ensayo el de Carrión que con el tiempo se va «haciendo más periodístico» y, por tanto, «tiende así a ser breve y esquemático y a usar el lenguaje de la conversación»10, aunque de calidad poética en sus mejores momentos, pese a la urgencia con casi siempre tuvo que escribirlo. Carrión pertenece, en definitiva, a esa «cadena apretada de gentes que, en cada país [de América Latina], con intención nacional, extranacional, universal, quieren saber lo que somos»11. Gentes que, en opinión de Susana Cella, «se articulan en torno a la búsqueda inquisitiva de cualquier aspecto original o anteriormente problematizado (ya sea de la realidad, ya sea de la imaginación)»12. Que, en definitiva, en su praxis ensayística asumen la actitud hegeliana de la búsqueda, hallazgo y descripción de todo aquello que posibilite la asunción y aprehensión del proceso cultural, social y político de un continente en marcha y, de acuerdo con sus puntos de vista, en superación ascendente: «de la América entera, donde todavía no se ha terminado de establecer, por ejemplo, un recuento de cosmogonías»13. Gentes que en América Latina, a lo largo de su historia, como señala Leopoldo Zea, «se han planteado dos grandes problemas estrechamente relacionados entre sí: el de la identidad y, a partir de ella, el de su integración en la relación distinta a la que han venido imponiendo los coloniajes desde 1492»14. Basta acercarse a las selecciones citadas, debidas al investigador Gustavo Salazar: La suave patria y otros textos (Quito, 1998) y La patria en tono menor (México, 2001), para verificar cada una de las características que el propio Carrión ve en el ensayo en nuestras tierras y las que hemos descrito. En ambos libros se yergue un ensayista de fuste que con pasión trata de persuadir y transformar a su lector, gracias a la fuerza de sus argumentos, intuiciones, inteligencia educada, conocimiento de fondo de los problemas, deslumbramientos ante los hallazgos, entusiasmo, asombrosa y coherente erudición, agudeza y capacidad de avizorar más allá de los escollos de su tiempo. Que, como quería Ortega y Gasset, «suprime las notas a pie de página y demás bagaje académico para hacer surgir ―la expresión del íntimo calor con que los pensamientos fueron pensados‖» 15, pero que sigue a su maestro Miguel de Unamuno, al imponer en sus textos su vitalismo y su yo único e intransferible. Que adoptó para su vida y su literatura la cruz de la 9 Camila Henríquez Ureña, Invitación a la lectura, Santafé de Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1998, p.155. Ibíd., p.159. 11 Benjamín Carrión, La patria en tono menor, p. 203. 12 Susana Cella, Diccionario de la literatura latinoamericana, Buenos Aires, Librería-Editorial El Ateneo, 1998, p. 100. 13 Alejandro Carpentier, «Prólogo» a El reino de este mundo en Dos novelas, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1976, p. 13. 14 Leopoldo Zea, Fuentes de la Cultura Latinoamericana II, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 8. 15 John Skirius, El ensayo hispanoamericano del siglo XX, Quinta edición, México, Fondo de Cultura Económica, p. 10. 10 10 agonía, en el sentido que el autor de La agonía del cristianismo restableció para el vocablo: el de lucha16. Ancilar, funcional En consecuencia, en la ensayística de Carrión hay una constante que el crítico cubano José Antonio Portuondo atribuye a todo el proceso cultural latinoamericano: «la determinada por el carácter predominantemente instrumental —Alfonso Reyes diría ―ancilar‖— de la literatura, puesta, la mayor parte de las veces, al servicio de la sociedad»17. Se trata, a juicio de José de Onís, de una literatura funcional, definida más por el contenido que por la forma, comprometida con la interpretación de numerosas y fluctuantes realidades de Hispanoamérica18, y en particular del Ecuador. Con la salvedad de que, en su caso, en sus mejores y definitivos acercamientos literarios y artísticos, y desde una época temprana, estuvieron en un primer plano de su exégesis los valores éticos y estéticos, sin mengua de unos o de otros. Refiriéndose a la novela, Carrión escribió en 1950 para la revista mexicana Cuadernos Americanos: «No creo que a la novela —creación de arte, producto de la sensibilidad al par que de la inteligencia— pueda exigírsele que ofrezca soluciones ni remedios para nada. Yo que he bregado por la función social del arte, insurgiría, con la misma fe, contra la pragmasis de la literatura. Contra esa especie de didascálica que se quiere hacer de la novela, del relato en general. Quitarle la frescura vegetal a la obra de ficción, para marchitarla, hacerla odiosa, convertirla en pedagógica, maestrescolar. No acepto el que se confunda el papel del ensayo, del tratado, del libro de texto, con el de la obra de imaginación. El ensayo de Fenelón, con su Telémaco, no ha prosperado. Igual cosa ha ocurrido, dentro de lo literario, con el Emilio o el Vicario saboyano de Rousseau, dentro de la literatura preparadora de la Revolución francesa. Nadie se atrevería hoy a sostener que esas obras de pedagogía o propaganda sean novelas. Casi todas las novelas rusas del primer momento de la literatura revolucionaria nos dan la medida de lo aburridoras, mortal e implacablemente aburridoras, convencionales, faltas de espontaneidad, que son las obras de pragmatismo político, de encargo, que se presentan con la pretensión de obras de arte. Lo poco bien que cumplen su propio cometido.// Si al relato ecuatoriano, de espíritu y sensibilidad revolucionarios, se le exigiera —como en alguna ocasión se le ha exigido— que proponga soluciones como resultado de su inconformidad con el medio, se incurriría en confusión lamentable o en mala fe notoria. La novela es significación 16 Unamuno-Azorín-Ortega: Ensayos, selección, prólogo y notas de Ernesto Livacic Gazzano, Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 1978, pp.85-86. 17 José Antonio Portuondo, ―Literatura y sociedad‖ en América Latina en su literatura, coordinación e introducción de César Fernández Moreno, Séptima Edición, México, UNESCO-Siglo XXI, 2000, p. 391. 18 John Skirius, ob. cit., p.19. 11 creadora, imaginativa, artística: no es sistematización filosófica, económica, política. No es planteamiento docente»19. Por añadidura, sus ensayos y artículos, así como las entrevistas que concedió a decenas de revistas y diarios del continente, gozaron de la ausencia de los prejuicios ideológicos, excluyentes y reductores, de los que adolecieron no pocos de los autores de su tiempo y hasta muchos de los que le siguieron. Lo que no quiere decir que Carrión renunciara a sus principios ideológicos y les diera un papel subalterno en su labor crítica. Como se aprecia en las páginas de Benjamín Carrión y la narrativa latinoamericana que ahora presentamos, y en ello se basa su «no he querido seleccionar, sino» unos autores y unas obras, y no otros. María Moliner, al desmenuzar el contenido semántico de «preferir», al final sostienen una sinonimia del vocablo con «escoger», al que el Diccionario de la Real Academia atribuye la significación de «tomar o elegir una o más cosas o personas entre otras», lo cual comporta cotejo, ponderación, selección y, por supuesto, exclusión. «Toda la finura crítica de Carrión —dice Álvaro Alemán— se desplaza hacia esta frase resbaladiza. Por un lado, la evasión de su responsabilidad histórica como crítico: la de excluir; por otro, la selección deliberada de un espacio textual ni excesivamente técnico (o profesional) ni tampoco descalificadoramente subjetivo» 20. Estudia Carrión a autores de «la vertiente socialista» como José Carlos Mariátegui, y también a los de pensamiento americanista como José Vasconcelos y Alfonso Reyes, o a un «arielista» víctima de la fascinación europea como Francisco García Calderón. Se ocupa de un «poeta de provincia» como López Velarde, de un vanguardista como Gilberto Owen o de Juan Ramón Jiménez, inclasificable, principio y fin en sí mismo de los más sólidos movimientos poéticos de la literatura en lengua castellana del siglo XX. Y al final de su vida se nos presenta como certero enjuiciador de La casa verde de Mario Vargas Llosa y entusiasta convencido de la Terra Nostra de Carlos Fuentes21. Fue Gabriela Mistral en el prólogo a Los creadores de la nueva América, quien primero vio en Carrión el «mismo desenfreno de admirar», que atribuye a «un orden que apellidaremos ‗martiano‘», es decir, que tiene a «Martí por patrón», ese «Arcángel cubano»22. Carrión, como sugería Martí, tuvo a la crítica como ejercicio del criterio. Una crítica impresionista, por lo demás, con referencias directas a los contextos culturales, psicológicos y sociales de la obra estudiada y en los que su autor se desenvuelve. Que no olvida, por tanto, los métodos de la exégesis, como pedía Alfonso Reyes, y que «definitivamente sitúa a 19 Benjamín Carrión, ob. cit., pp. 49-50. Álvaro Alemán, ob. cit. 21 A menos de dos años de su muerte, ya enfermo, escribe a su amigo Fedro Guillén el 15 de agosto de 1977: «El triunfo consiguiente de Fuentes en Caracas [con el Premio Rómulo Gallegos]…Puede que a usted Terra Nostra no le guste mucho. Pero la novela es grande». En: Benjamín Carrión, Correspondencia II, p. 426. 22 Gabriela Mistral, «Prólogo» a Los creadores de la nueva América de Benjamín Carrión, Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1928, p. 9. 20 12 la obra en el saldo de las adquisiciones humanas». Carrión echó sobre sí la tarea de estimular el desarrollo de la narrativa ecuatoriana de su tiempo, como parte de su idea de la salvación nacional por medio de la cultura —proyecto semejante por esos años asumió un grupo como el de la revista Orígenes en Cuba—, sin dudas inspirado por su maestro mexicano José Vasconcelos. Quería, como el venezolano Mariano Picón Salas, hacer de su pequeño país una «potencia cultural». Alguna vez Carrión dijo valerse de un sustento teórico que atribuía al historiador inglés Arnold Toynbee: «el estímulo de los impedimentos» y la «gravitación de los fenómenos económicos»23. Juan Marinello, al hacer un estudio de la crítica de José Martí, hizo precisiones que bien podrían aplicarse a la crítica de Carrión: «en verdad, muchas veces ejerció, con el criterio, el sentimiento exaltado y cordial que le era inseparable» y «defiende en ocasiones una crítica benevolente, estimulante, amorosa». Recuerda el crítico cubano, que para Martí «criticar no es morder, ni tenacear, ni clavar la áspera picota, no es consagrarse impíamente a escudriñar con miradas avaras en la bella obra los lunares y manchas»24. La lectura atenta y desprejuiciada de la obra en su conjunto de Benjamín Carrión lleva a identificar su propio instrumental crítico con el Martí, como lo indicara desde su principio Gabriela Mistral. Pero es evidente en ella, por encima de cualquier otro rasero, su voluntad de servicio no sólo a un autor determinado, sino a su país y su cultura, lo que sustenta eso que sus partidarios y sus detractores ven como «generosidad excesiva». Gabriela Mistral había advertido que «sus admiraciones le nacen cabales: Está construido para admirar — que es construcción para el gozo— y usa ese don, que en otros se tuerce y acaba por estropearse, como el delfín y el buen nadador se deleitan en el agua marina. Su elemento es ese y él lo disfruta»25. Alfonso Carrasco Vintimilla observa que, pese a que «en ocasiones su crítica ha pecado de ―generosa‖», Carrión «ha sido el gran incentivador, el descubridor de muchas vocaciones literarias, [de las que] no menos que en algunas obras (cuando se ha propuesto hacer verdadera crítica) nos ha dejado interpretaciones definitivas»26. Refiriéndose a Joaquín Gallegos Lara, escribió Carrión en su El nuevo relato ecuatoriano: «Nunca hombre más generoso para alentar y aplaudir, para expresar su juicio crítico benévolo y justiciero: cuántas vocaciones jóvenes se lograron por haberse acercado a este noble maestro estimulante». Y destaca en el autor de Las cruces sobre el agua su «vocación y conciencia de iluminador, de hombre-vigía»27. ¿Acaso estos conceptos no pudieran aplicarse al propio Benjamín Carrión? El «parricidio intelectual» 23 Velia Márquez, «Una lección de optimismo». [Entrevista con Benjamín Carrión], en Novedades, México, 31 de octubre de 1965. 24 Juan Marinello, Dieciocho ensayos martianos, La Habana, Editora Política, 1980, pp. 141-142. 25 Gabriela Mistral, Ob. cit., p. 12. 26 Alfonso Carrasco Vintimilla, «El ensayo y la crítica literarias ecuatorianas en la segunda mitad del siglo XX», en Antología esencial. Ecuador siglo XX. La crítica literaria, selección y presentación de Miguel Donoso Pareja, Quito, Editorial Eskeletra, 2004, p. 471. 27 El nuevo relato ecuatoriano, t.1, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1950, pp. 113-114. Ver también La patria en tono menor, p.160. 13 Ciertos críticos ecuatorianos confunden la exégesis (explicación o interpretación) de aquellas obras que Carrión consideraba de «su gusto», con el «avasallamiento». Sin embargo, la totalidad de los autores examinados en los ensayos recogidos en las dos selecciones de Salazar han sido estudiados por la crítica posterior y por los historiadores de la literatura ecuatoriana, atribuyéndoles méritos y falencias ya señalados por Carrión. La inmensa mayoría forma parte del canon de la narrativa y la poesía ecuatorianas. ¿Cómo entender entonces la sentencia lapidaria de Alejandro Carrión, «ha dado la fama con sólo un silencio y desde la Casa de la Cultura puede elevar o hundir a quien se le antoje, pues su autoridad sigue siendo absoluta»28? «El parricidio intelectual» practicado por algunos representantes de la generación de los sesenta en contra de Benjamín Carrión, poco tuvo que ver con el necesario entendimiento, examen y asimilación de su obra literaria, así como el reconocimiento de su gestión y promoción cultural. Ignoraron, además, sus orígenes de clase y consecuente (y sorprendente) formación y praxis política. Al respecto comenta Jorge Enrique Adoum: «Con esa incómoda manía de exigir a los demás lo que no nos exigimos a nosotros mismos, con esa inveterada jurisprudencia del derecho a criticar que da el hecho de no hacer nada, se exigía y criticaba a Benjamín Carrión, rara vez directamente, de hombre a hombre, generalmente a sus espaldas, con esa juvenil iconoclastia que pretende comenzar la historia de la cultura con nuestro primer libro, y hasta con la pueril y boba venganza de silenciar su nombre en una historia de nuestra literatura. O con esa sospechosa severidad revolucionaria que se queda solo en palabras y que pretende comenzar la historia, a secas, con nuestra generación»29. Otras objeciones a Carrión como, por ejemplo, de que hay en su obra una «orientación aristocrática» y que «es europeísta y elitista» —¿qué hacer entonces con la ensayística de Martí, Rodó, Reyes, Arciniegas, Paz, Carpentier o Lezama Lima, desbordante de abrumadores referentes europeos y «elitistas»—, no parecen sostenerse luego de la lectura de las dos antologías preparadas por Salazar, quien advierte que algunos historiadores y sociólogos, «sobre todo estos últimos […] al no calzar el discurso de Carrión en sus esquemas ideopolíticos le han restado méritos y valor»30. Sacadas de su contexto, estas frases no ocultan razones evidentemente extraliterarias, más que describir o definir su verdadera naturaleza. Moreano señala en el texto de donde algunas de estas expresiones han sido extraídas: «[…] su obra es un mosaico cuyo objeto está en constante dispersión, elusión y mutación. Más aún, en su producción intelectual se entrecruzan y sobreimponen concepciones ideológicas diferentes y, a veces, contrapuestas. Una visión cosmopolita y aún aristocrática de 28 Ibíd., pp. 190-191. Jorge Enrique Adoum, De cerca y de memoria. Lecturas, autores, lugares, Quito, Ediciones Archipiélago, 2003, pp. 189-190. 30 Benjamín Carrión, La patria en tono menor, p. 11. 29 14 la cultura [que] se articula, sin embargo, con una apasionada adhesión al proceso de formación de una cultura nacional-popular; un pensamiento sustentado en una matriz ideológica liberalhumanista que funda empero una profunda simpatía y apoyo a los movimientos revolucionarios y el bloque socialista. Además, en Carrión el suscitador desborda al escritor; en el escritor, el objeto sobrepasa su modo teórico de aprehensión, y, en éste, las alusiones priman sobre el tratamiento directo, las imágenes emocionales sobre los conceptos teóricos»31. Salazar precisa, por su parte, que los detractores de Carrión «pasan por alto que la visión y apreciación de la historia en Carrión es la de un creador que pensaba esa historia en función de pasiones en las que se conjugan viejas aspiraciones como la libertad, la demanda de justicia y solidaridad […] que dominaron su conducta»32. Al respecto el ensayista mexicano Jorge Castañeda advierte que la izquierda intelectual latinoamericana de los años treintas y cuarentas «cumplió una función primordial a la conceptualización y socialización de los regímenes populistas». Una influencia que en el caso de Carrión se tradujo en la fundación y puesta en marcha de la Casa de la Cultura, a través de la cual «ejerció una gran influencia en la conservación de sus logros y su legado en la mentalidad de los ciudadanos»33. Desde su perspectiva el pensador marxista Adolfo Sánchez Vázquez sostiene que en América Latina «el acto artístico puede ser, en ciertas circunstancias, el luchar por la instauración o mantenimiento de las nuevas condiciones sociales que permitan elevar a las masas —en el futuro— a un arte verdadero»34. A manera de paréntesis vale recordar otro comentario de Jorge Enrique Adoum —amigo y colaborador de Carrión en las tareas de la Casa de la Cultura por muchos años—, sobre su praxis crítica: «Los defectos, Benjamín los señalaba en ese mismo libro 35: por ejemplo, la dolorosa falsificación de la verdad que hacía el romanticismo, no porque tuviera ―el órgano de la visión falseado por el sentimiento‖ sino por la ideología, o esa novela del indio ―desde el punto de vista del patrón‖, o el didactismo adusto y a veces esquemático de cierta forma del realismo. Pero jamás fue el sabelotodote de la literatura ni el profesor de preceptiva que pone notas como si los libros fueran cuadernos de deberes de los alumnos»36. Pruebas al canto 31 Alejandro Moreano, Ob. cit., pp. 51-52. Benjamín Carrión, Ibíd. 33 Jorge G. Castañeda, La utopía desarmada, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1995, p. 217. 34 Adolfo Sánchez Vázquez, Sobre arte y revolución, México, Editorial Grijalbo, 1979, p. 75. 35 Ver: Benjamín Carrión, El nuevo relato ecuatoriano, 2da. Edición, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958. 36 Jorge Enrique Adoum, Ob. cit., p. 188. 32 15 Que la crítica de Carrión no siempre fue apologética es prueba al canto el ensayo «La novela ecuatoriana contemporánea: ensayo de interpretación», ya citado, que incluimos en esta suma de textos de Carrión sobre la narrativa ecuatoriano y latinoamericana que presentamos. Allí Carrión repasa los problemas que cree ver en la novela ecuatoriana de entonces (1948-50): convencionalismo y cartelismo («en Ecuador, sobre todo lo que se refiere a la novela indigenista, las transposiciones de sensibilidad han dado muchas veces lugar a falseamientos sustanciales, en los que ha asomado, con excepcionalidad, el cartel y el alegato»); falta de humor («el reparo de adustez, de inclemencia siniestra, de falta de concesión al humorismo, es de innegable evidencia»); ausencia de ternura y piedad («pero la ausencia que yo lamento más en la novela ecuatoriana contemporánea, y que acaso le hace más daño […] es la ausencia de ternura. […] El menosprecio de la poesía, considerada como elemento burgués, impropio de luchadores»; poca hondura psicológica («falta de incursión hacia adentro») y obsesión por el sexo («el sexo en superficie, en peripecia, en circunstancia, en anécdota, no realmente en hondura»). Problemas que arrastró la novela ecuatoriana durante la década del cincuenta y hasta mediados del los años sesenta, según lo confirman algunos críticos, no muy favorables, por cierto, a considerar la agudeza crítica de Benjamín Carrión y aun su probidad intelectual. Agustín Cueva considera que «el ciclo realista se cierra con El éxodo de Yangana» [1949], pues «el realismo ha dado todo de sí y está cada día más exhausto, sin encontrar ninguna alternativa literaria que lo sustituya». Cueva concluye que «la década de los cincuentas será, por ello, paupérrima en su producción narrativa […] [con] narraciones no desprovistas de interés, pero epigonales»37. En otro de sus estudios observa que la década que va de 1950 a 1960 es un período crítico en lo que al surgimiento de nuevos valores se refiere, la «narrativa realista [sobre todo en la Sierra] se convierte durante esta época en populismo puro y simple». Y añade: «Lo social degenera, pues el clisé: al principio emoción auténtica, en los epígonos es, en cambio, receta, supuesta fórmula de éxito. Además, ha ocurrido un hecho social que debemos destacar: la actitud rebelde de la clase media en los años 30, se transforma en conformismo al cabo de dos décadas, cuando este grupo asciende. Entonces, el motor del arte ecuatoriano [¿la clase media?] viene a apagarse»38. Para Moreano «es casi un lugar común aquella afirmación sobre el agotamiento cultural del Ecuador en el período 48-60. Sobre todo en comparación con la formidable explosión creativa de los años 30». Señala que «ese agotamiento no significó ausencia de producción literaria» y que «de hecho, en ese lapso se publicaron obras de alta calidad literaria». Y añade que «esa imagen proviene más bien de la inexistencia de un movimiento cultural y de una vigorosa corriente de renovación y cultura». 37 38 Agustín Cueva, ob. cit., p. 138. Agustín Cueva, Lecturas y rupturas, Quito, Planeta, p. 65. 16 «Ese agotamiento, ese silencio fue el lenguaje cultural del Estado. El gobierno de Plaza esbozó los lineamientos de una política de integración de los intelectuales a los ritos oficiales, y una estrategia tendiente a mediatizar los efectos del movimiento democráticonacional que culminara en la revolución del 44. De esa manera, a la vez que se provocó la crisis del Partido Socialista, del cual eran militantes o simpatizantes la mayoría de los intelectuales, se promovió la incorporación de algunos de ellos a las agregadurías culturales de las embajadas, a las labores periodísticas del diario El Comercio y posteriormente, a los circuitos internacionales de la OEA y del imperio. En ese vacío cultural de la sociedad, la creación sólo podía surgir de la dimensión interior, metafísica, de poderosas individualidades solitarias»39. Por su parte, Diego Araujo considera el período entre 1948 y 1960 de «bonanza económica generada por la exportación bananera [que] fortalece a los sectores dominantes, mejora relativamente la situación de los grupos de clase media, hace más fácil la asimilación de los intelectuales al orden y estabilidad impuestos por las clases dominantes». Pero al mismo tiempo «crecen el suburbio, la desocupación y el subempleo en las áreas urbanas, se deteriora la condición de miseria del trabajador campesino»40. En su Cronología del siglo41, Jorge Enrique Adoum da cuenta de la aparición en el país entre 1948 y 1960, de 149 títulos, la inmensa mayoría de narrativa, ensayo y poesía, algunos cualitativamente fundamentales para la literatura ecuatoriana de cualquier época. En este período Carrión va de Embajador a Chile (1948) y representa a su país ante la UNESCO; funda con Alfredo Pareja Diezcanseco el diario El Sol (1950), de muy corta vida; publica su antología El nuevo relato ecuatoriano (1951-52); hace pública su solidaridad con la Guatemala de Jacobo Arbenz, en contra de su derrocamiento y trabaja a favor de los exiliados guatemaltecos y publica su San Miguel de Unamuno (1954); participa en el V Congreso Mundial por la Libertad de la Cultura y edita su libro Santa Gabriela Mistral (1956); se va a México a ejercer la cátedra universitaria (1957-1958); pone en circulación su polémica biografía García Moreno, el santo del patíbulo y Nuevas cartas al Ecuador (1959) y es el primer ecuatoriano que funge de jurado del concurso Casa de las Américas en Cuba (1960). Coincidencias y divergencias En su antología publicada en México, Salazar incluye una serie de breves valoraciones sobre la obra de varios narradores ecuatorianos, fragmentos de El nuevo relato ecuatoriano (Quito, Casa de la Cultura, 1951), que luego del medio siglo transcurrido pueden considerarse como certeros perfiles críticos cargados de actualidad. Como estableciera recientemente el periodista español Miguel Ángel Bastenier, el perfil se ubica dentro del vasto mundo del análisis, primo menor de 39 Alejandro Moreano, «El escritor, la sociedad y el poder», en La literatura ecuatoriana en los últimos 30 años (1950-1980), de Hernán Rodríguez Castelo, Cecilia Ansaldo, Diego Araujo y Alejandro Moreano, Quito, Editorial El Conejo/ Hoy, 1983, 40 Diego Araujo, «Tendencias de la novela de los últimos treinta años», Ibíd., p. 77. 41 Jorge Enrique Adoum, Cronología del Siglo, Quito, Eskeletra Editorial, s.f., pp. 84-110. 17 la crónica y «se enfoca, en principio, sólo sobre un personaje». Por ello quien lo escribe se sirve de recursos como el contexto, la experiencia personal, información de archivo, opiniones de quienes ajenas, pero sobre todo de su conocimiento directo del personaje y de su obra. Estructuralmente estos textos empiezan por lo inmediato, para luego «retroceder en el tiempo hasta un comienzo más cronológico de la historia»42. En Benjamín Carrión y la narrativa latinoamericana hemos incluido esos textos, pero completos, y les añadimos artículos y ensayos posteriores en los que Carrión continúa la observación de la evolución de la obra de los autores originalmente estudiados. Estas piezas mezclan con magnífico equilibrio su conocimiento directo del personaje con una valoración, sintética a veces, minuciosa otras, de su obra. Valoraciones nutridas las más de las veces por agudos y hasta premonitorios chispazos críticos, en los que se significa su manejo de un amplio bagaje cultural y una potenciación oportuna de los contextos históricos, literarios, sociales y económicos del personaje y su obra. El trabajo que corresponde a Joaquín Gallegos Lara destaca las cualidades de su novela Las cruces sobre el agua, cuyo «motivo central es aquella fecha dolorosa, trágica y heroica […] que constituye la inicial sacrificada de los trabajadores en los inicios de las luchas sociales ecuatorianas: el 15 de noviembre de 1922». Es decir, la culminación sangrienta de las huelgas y medidas de hecho que tuvieron lugar en Guayaquil, cuando el «el ejército arremetió contra una manifestación popular produciendo una de las más espantosas masacres de la historia ecuatoriana […] Decenas de cadáveres, una vez vaciadas sus entrañas, fueron arrojados a la ría de Guayaquil»43. Considera que «las calidades literarias de esta novela, su potencia expresiva, hacen de ella uno de los libros más recios y más bellos de nuestra actual literatura». Y antes señaló valores como su «tipificación certera y valiente de las clases sociales», su poesía, su «caudalosa ternura viril», su «calor de humanidad». Carrión no vacila en calificar a Cruces sobre el agua como «novela grande y gran novela a la par», «un amplio mural de la vida caliente en el trópico guayaquileño». Años después Agustín Cueva dirá de la novela de Gallegos Lara: «bellísima historia de amor y dolor protagonizada por los habitantes de los barrios pobres de Guayaquil»44. Miguel Donoso Pareja, por su parte, sitúa Las cruces sobre el agua en «una época avanzada del realismo social ecuatoriano», y como ya indicaba Carrión, «por su visión totalizadora […] es, en gran medida, la novela de Guayaquil, de la ciudad, una de las iniciadoras —aunque apareciera tardíamente— de nuestra novela urbana»45. En un estudio extenso, Galo René Pérez destaca en Las cruces sobre el agua la «intuición penetrante de su autor», los personajes «henchidos de euforia, de brío», su «conmovedora poesía», la «aptitud expresiva de su lenguaje»46. Juicios todos en los que se perciben, aunque no se la nombre, ecos de la lectura del texto crítico de Carrión al que nos referimos. 42 Miguel Ángel Bastenier, El blanco móvil, Madrid, Ediciones El País, 2001. pp. 125-127. Jaime Durán Barba, «Orígenes del movimiento obrero artesanal» en Nueva historia del Ecuador. Época Republicana III, Enrique Ayala Mora, Editor, Vol. 9, Quito, Corporación Editora Nacional/ Grijalbo, 1990, p. 193. 44 Agustín Cueva, Lecturas y rupturas, p. 58. 45 Miguel Donoso Pareja, Sin ánimo de ofender, Guayaquil, Universidad de Guayaquil, 1989, p. 29. 46 Galo René Pérez, ob. cit. pp. 228-229. 43 18 El «reportaje novelado» o las «crónicas noveladas» fueron una zona importante de la obra de Demetrio Aguilera Malta en la que, según Carrión, se proyectó en parte la personalidad de este «hombre de aventuras en apariencia tranquilo, judío errante con libreta de direcciones, hombre que sabe de la hora del mundo, […] un varón de sueños», como se constata en Madrid (crónica «apasionante y apasionada») y Canal-Zone (1935) («relato fuerte, borracho de ginebra y ron, de pleitos de gringos y de negros»). Y cuando se publica El nuevo relato ecuatoriano (1950) del que Salazar extrajo este perfil, Aguilera Malta tenía en su haber la novela Don Goyo (1933) («mar, río y campo de su zona caliente; cholerío y montubiada») y La isla virgen (1942) «acaso su obra mayor y más cabal», «epopeya del trópico, un poco dentro de los cánones del romanticismo huguesco». «Ha sido el hombre de varios libros. […] En todos los moldes —sin teorizar— ha mantenido una verdad de su poder estético, su verdad literaria: hay que contar algo, hay que interesar a las gentes en torno a una trama novelesca, de una sucesión de acontecimientos, de aventuras humanas. De una acción vital, la morosa, lenta, penetrante incursión hacia sí mismo». (p. 162). Sin embargo, Carrión anota que «la excavación de la mina interior […] no es de su predilección», aunque no sea la suya una «literatura de superficie, desentrañada, adjetiva». Y considera que Aguilera Malta busca por sobre todo «encontrar y desentrañar los misterios del símbolo», y en su caso «el símbolo, el gran símbolo de las letras, se expresa por acción, por relato, o por aventura humana», «no los explica ni teoriza». «Y es entonces allí donde […] nos atrevemos a señalar la certidumbre de su real y viva dirección literaria: el teatro», subraya Carrión. Treinta y seis años después, Agustín Cueva en su polémico libro ya citado Lecturas y rupturas sentencia que fue autor además de «algunas piezas de teatro: Lázaro (1941), Dientes blancos (1955), El tigre (1957) y Honorarios (1957); las cuales —digámoslo de una vez— probablemente hacen de Aguilera Malta el mejor dramaturgo de este país»47. En el breve perfil de Enrique Gil Gilbert hay desde el comienzo una caracterización de su obra a partir del cuento «El malo». Según Carrión «allí se encuentra ya, prefigurada, su obra posterior: intensidad emocional, arquitectura y carpintería del relato cuidadosamente estudiadas y realizadas, casi perfectas». A seguidas, al referirse su libro Relatos de Emmanuel (1939) llama la atención sobre «su capacidad de entrarse por los caminos del dolor interno de los hombres». Y sobre su novela Nuestro pan (1941) destaca su «concepción, estructura, realización inicial [que] la llevan hasta el sitio de las obras maestras», añade que se trata de «la gran novela del arroz», y que en ella «el paisaje y el hombre están conjugados en tal forma que constituyen una totalización ambiental insuperable». Mas no deja Carrión de hacer un señalamiento: «se siente una distonía en el final. Un cierto acomodo del escritor al militante político, con una muy clara subordinación de aquél». 47 Agustín Cueva, Ibíd., pp. 57-58. 19 Donoso Pareja afirma que Gil Gilbert en esta novela «construye y mueve a sus personajes sin declamaciones ni esquematismos» 48, y que Nuestro pan «es un texto al que se le ven las costuras y tiene algunos cabos sueltos». Mas Donoso Pareja critica «la lectura parametrada por las ideologías de las clases en el poder: […] los críticos oficiales recurren a lo sociológico para decir que Nuestro pan es una novela ―al servicio de la política‖, mientras los críticos de izquierda caen a veces en lo inmanentista para manifestar que se le ―siente una distonía final‖ y que ésta se debe a ―un cierto acomodo del escritor al militante político‖ (Benjamín Carrión)»49. Once años después del perfil de Gil Gilbert hecho por Carrión, el argentino Enrique Anderson Imbert señaló que el escritor guayaquileño «concibió la novela como panfleto político al servicio de reivindicaciones obreras». Y, además, que Nuestro pan «es la novela de la explotación de los trabajadores del arroz» 50. Cueva recuerda que «este escritor de gran ternura y no menor capacidad poética, deja después de escribir para dedicarse a la política»51. Ni exceso ni defecto En José de la Cuadra destaca Carrión la «adecuación sorprendente de la expresión al tema, logrado realismo en las palabras usadas por los personajes de sus cuentos, observación minuciosa y transliteración fiel del idioma hablado al idioma escrito», «con la sencillez de quien maneja lo suyo», ajeno al «rebuscamiento de quien tiene en sus manos algo ajeno». Todo ello lo logra el narrador guayaquileño «sin vacilaciones: ni exceso ni defecto»: «En la relatística de José de la Cuadra, no hay dentro de lo contado, acusadores y acusados. No hay la relación de un juicio que parece esperar el final de una sentencia. […] Y es por eso que la narrativa de José de la Cuadra es capaz de llegar más lejos y más hondo en su papel de influenciadora en lo social: no descubre el juego propagandístico —si es que lo hay—; solamente cuenta, con tanto verismo, con tanta documentación humana, que las escenas narradas van apareciendo con facilidad extraordinaria ante el lector, en lo visual, en lo auditivo, en lo olfativo y en lo táctil…// No es, además, una literatura de túnel sin salida, en que no se deja el más estrecho lugar para la esperanza: sus señalamientos sociales están llevando, implícitamente, la traza de un camino hacia la solución. No en forma docente, no en forma de receta: como una cosa que surge obviamente de lo narrado». (pp. 168-169). Galo René Pérez coincide con Carrión en sus señalamientos en cuanto al lenguaje: «los giros regionales, los términos procaces y las alusiones a lo característicamente ecuatoriano, jamás entorpecen ni limitan la comprensión y buen gusto de la obra total». Y en cuanto a lo que Carrión llama «documentación 48 Miguel Donoso Pareja, ob. cit., p. 45. Ibíd., p. 47. 50 Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura hispanoamericana II. Época contemporánea, México, Fondo de Cultura Económica, 1985, p. 246. La primera edición de este libro data de 1961. 51 Agustín Cueva, Lecturas y rupturas, p. 58. 49 20 humana», dice el autor de Literatura del Ecuador (Cuatrocientos años) que «lo admirable aquí es la certeza con que se sorprenden los estados anímicos de los personajes»52. Agustín Cueva aborda en una rápida síntesis la obra de José de la Cuadra, «considerado el mejor cuentista ecuatoriano», en sus Lecturas y rupturas: «Escritor de estilo seguro y técnica impecable, José de la Cuadra tal vez sea el realista que más ha penetrado en la psicología del pueblo costeño del Ecuador» 53. Anderson Imbert considera a De la Cuadra como «un socialista moderado, comprensivo, flexible y a veces irónico», que «no se propuso hacerle el juego a ninguna política sectaria» y «no fue monótono». Destaca entre sus temas «la animalidad humana y la naturaleza hostil», y añade: «Su prosa, entrecortada, rápida, precisa, da una temperatura fría a la realidad observada»54. Pieza fundamental de su historia La biografía de Carrión no podría hacerse sin incluir algunos capítulos sobre sus relaciones con escritores del continente. La historia de la narrativa latinoamericana es una pieza fundamental en su propia historia. No sólo Carrión escribió sobre figuras tan descollantes como Teresa de la Parra, Miguel Ángel Asturias, José Diez Canseco o Rómulo Gallegos, sino que les unió a ellos una relación de amistad inquebrantable. Y hay casos particulares en este vínculo entrañable, como es el del mexicano Juan Rulfo, uno de los escritores más relevantes y desconcertantes de la literatura latinoamericana, autor de dos de sus libros clave: El llano en llamas, de cuentos, y Pedro Páramo, novela, es uno de los ausentes del trabajo crítico que por sesenta años desarrolló Benjamín Carrión. En uno y otro texto, el ecuatoriano elogia sus obras, les reconoce sus méritos artísticos, y, sin embargo, no le dedica un estudio a fondo. Y, cuenta Pepé Carrión de su emoción al recordar cómo Rulfo paseaba a Benjamín en una silla de ruedas, cuando éste sufrió una lesión de una de sus extremidades, a consecuencias de un accidente de tránsito en México en 1965 55. Más sorprendente aún es saber de lo que ambos platicaban durante esos recorridos: «[…] desde la década de los sesenta, Rulfo estaba trabajando en una novela llamada La cordillera. Precisamente, el 16 de abril de 1963, el diario Excélsior, de México, le hizo una entrevista que tituló «La cordillera, nuevo libro de Juan Rulfo». No se supo más de esta novela, sino el nombre. Pero en 1977 el patriarca de las letras ecuatorianas, don Benjamín Carrión, me contó lo siguiente: estando en México se había lesionado una pierna, por lo que debía andar en silla de ruedas. Juan Rulfo lo visitaba a menudo y lo llevaba al parque, donde se sentaban «a callarnos». Don Benjamín era muy locuaz, muy comunicativo, por lo que la mudez debía provenir de Rulfo, de sus ensimismamientos o de su carácter introvertido. Pero en cierta fractura de aquellos «a callarnos» le confesó a Carrión que 52 Galo René Pérez, ob. cit., p. 187. Agustín Cueva, Ibíd., p. 58. 54 Enrique Anderson Imbert, Ibíd., p. 244. 55 Pepé Carrión, Memorias compartidas, Quito, CCE, 2001, p. 121. 53 21 no había seguido escribiendo La cordillera porque ―había mucha sangre en ella‖».56 Sin duda, el conocimiento de Benjamín Carrión de la narrativa que se hacía en Latinoamérica no sólo alcanzó niveles eruditos, sino que incluyó información de primera mano proporcionada por los propios autores de las obras que estudió, reseñó o promocionó. Y ese conocimiento, unido al de los contextos que arropaban a esas obras (biográficos, culturales, sociales, políticos, económicos), así como su proclividad a emplear técnicas propias de la crónica periodística, les ha hecho conservar a sus artículos y ensayos una envidiable lozanía. El ensayo dedicado a José Diez Canseco es la reconstrucción no sólo de escenarios, sino también de la atmósfera limeña que este narrador peruano trajo a sus obras. Un suave humor, la capacidad de asombro ante una trama bien urdida y una galería de personajes caracterizados con maestría, aparte de un retrato plagado de sutilezas de su autora, desbordan sus reflexiones sobre las novelas Ifigenia y Memorias de Mamá Blanca, de la venezolana Teresa de la Parra. Un texto que bien podría prologar la más reciente edición de estas dos novelas ya clásicas de la literatura continental. A raíz de la muerte de Miguel Ángel Asturias, por su propia voluntad y la de su viuda, Amos Segala, su albacea literario, invita a Carrión a escribir el prólogo de la edición de su novela Week-end en Guatemala, que formaría parte de sus Obras completas (Opera Omnia) en preparación57. Era la culminación (aunque frustrada) de los varios asedios del ecuatoriano a la obra de Asturias. Carrión fue de los que mejor supo definir lo que Asturias consideraba que era el realismo mágico de sus leyendas, cuentos y novelas: «¿Realismo mágico? La novelística de Asturias, en verdad, no acepta otra definición cuando bien se lo piensa. Hombre de la hora del mundo, comprometido con el dolor y el júbilo de su pueblo guatemalteco traicionado y con la esperanza del hombre de todos los lugares, Asturias hace realismo, literatura realista, con materiales de vida, de paisaje, de gentes que están allí, que andan por allí; pero flotando, sobrevolando siempre encima, junto, bajo todo eso, el misterio, la magia y, digámoslo de una vez, la poesía». Casi hasta el final de su vida Carrión estuvo atento a las novelas que iban apareciendo en el escenario latinoamericano. Cada novedad tuvo en Carrión un testigo, que sólo pedía a cada nueva obra que no dejara de lado al hombre, sus conflictos, triunfos y tragedias, angustias y alegrías, luchas y esperanzas. Y también fue Carrión del grupo de críticos que puso el hombro en el esfuerzo por abrir las puertas al talento y a la obra valiosa. A dos años de su muerte le escribe a su amigo Fedro Guillén sobre el Premio Rómulo Gallegos de 1977 obtenido por Carlos Fuentes con su novela Terra Nostra: «El triunfo consiguiente de Fuentes en Caracas… Puede que a usted Terra Nostra no le guste mucho. Pero la novela es 56 57 César Leante, «El silencio de Juan Rulfo», encontrado en: http://www.arrakis.es/~trazeg/rulfo.html Benjamín Carrión, Correspondencia III: Cartas centroamericanas, Quito, CCBC, 2003, pp. 42-51. 22 grande»58. Y a Don Jesús Silva Herzog, director de Cuadernos Americanos, viejo y fiel amigo, Carrión le escribe el 28 de julio de ese año: «Estoy contento con el premio [Rómulo] Gallegos para Carlos Fuentes: yo fui el primer informador para el Fondo [de Cultura Económica] de La región más transparente, primera novela grande de Carlos. Y, a pesar de que no ha sido conmigo muy cordial, me ha alegrado por ser mexicano. Y porque —aunque no guste a todos— Terra Nostra me parece una novela fundamental en la última década. Yo fui presidente del primer Jurado que concedió el Premio [Rómulo] Gallegos en 1967, hace diez años. Se lo dimos al peruano Vargas Llosa por La casa verde. Luego, a los cinco años, lo tuvo el colombiano García Márquez por Cien años de soledad. Era la hora de Fuentes».59 En efecto, Carrión formó parte de ese jurado que premió a la novela La casa verde de Mario Vargas Llosa en 1967, y que estuvo integrado, además, por: Andrés Iduarte (México), Fermín Estrella Gutiérrez (Argentina), Juan Oropesa (Venezuela) y Arturo Torres Rioseco (Chile). En 1971 publica Carrión en una revista caraqueña un excelente ensayo sobre esta novela, La ciudad y los perros y Conversación en la Catedral. Es la suya una crítica exaltadora de valores que Carrión a lo largo de muchos años había señalado como característicos de la narrativa del continente y que sintetiza en su ensayo «¿Crisis de la novela?»: «Es a la novísima novela a la que quiero referirme. La que, sin desoír el substractum sonoro de la tierra, se vierte en moldes más nuevos, más audaces compatibles con el desconcierto atómico de esta era desequilibrada, que busca raíces y superficies, tropismos y formulaciones jamás usadas entre nosotros […]. Pienso que las primeras tentativas de estos sacudimientos fueron realizadas en México por Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, José Revueltas… […] Lo mismo está ocurriendo en Venezuela con las novelas de Miguel Otero Silva, Casas muertas, Oficina No. 1 y La muerte de Honorio; en Paraguay con Hijo de hombre de Roa Bastos […]. Pero el verdadero escándalo […] se está produciendo en torno a dos novelas: La ciudad y los perros, del peruano Mario Vargas Llosa y Rayuela, del argentino Julio Cortázar. Los dos casos son totalmente diversos, aunque los une la poderosa voluntad de originalidad de sus autores, que los lleva a hallazgos de una desconcertante audacia en la temática y los modos expresivos. […] Rayuela es la expresión más desorbitada del desorbitado mundo que nos ha tocado vivir. El sistema de las asociaciones libres […] es llevado a sus últimas consecuencias. […] La ciudad y los perros es un poema, sin dejar de ser una novela. Y sin omisión pacata de los términos más recios y más duros del idioma. Es humano, porque no evita la dimensión del hombre». 58 59 Benjamín Carrión, Correspondencia II: Cartas mexicanas, Quito, CCBC, 2003, p. 426. Ibid, p. 287 23 Suma de acercamientos Benjamín Carrión y la narrativa latinoamericana es una suma de textos de naturaleza y datación diferentes. Con su articulación cronológica se pretende entregar al investigador, al docente y al lector en general, la estructura posible de lo que hubiera sido el libro que alguna vez Carrión quiso escribir sobre el tema, en fecha tan temprana como 1956. El 12 de octubre de ese año escribía al uruguayo Arnaldo Orfila Reynal, editor principal del Fondo de Cultura Económica, sobre la posibilidad de preparar un breviario —pequeños manuales muy populares y de alta calidad en sus contenidos en los que se especializa el Fondo— sobre «la novela regional americana». Ambicionaba Carrión plasmar en un libro sus puntos de vista, críticas, valoraciones individuales y de conjunto, apreciación panorámica del proceso de desarrollo de nuestra narrativa, sus tendencias y escuelas, sus movimientos más significativos. Por tanto, Benjamín Carrión y la narrativa latinoamericana, va más allá de la simple articulación de textos en torno a un tema o una coyuntura, es el embrión del libro del ensayista ecuatoriano que éste no pudo concretar. Es, por consiguiente, el pago de una deuda con un hombre excepcional, que sirvió como pocos a su Patria, a su cultura y a la de Nuestra América. Benjamín Carrión y la narrativa latinoamericana es el resultado de un largo proceso de acopio, clasificación, catalogación y ordenamiento de sus Archivos que se conservan en el Centro Cultural Benjamín Carrión, y que son objeto de constante investigación por parte de su equipo técnico. De ellos obtuve un recorte del diario caraqueño El Universal, del 10 de julio de 1967, en los días en que se desempeñaba como jurado del Premio Rómulo Gallegos. Es una entrevista breve, pero memorable, en la que confiesa que aspira a dejar de lado la política «para incidir en mi vida de escritor». A lo que añadió a manera de conclusión: «Tengo fe en América Latina, siempre que América Latina se mantenga ella misma y no se deje influenciar por mandatos externos ni en lo cultural, ni en lo político, ni en lo económico». Benjamín Carrión y la narrativa latinoamericana es un testimonio documental de esa fe, de esa confianza. Una parte del legado de un hombre que «creía a pie juntillas en que el nuestro era un destino formidable». Lupe Rumazo recordaba a Carrión «caminar con [el escritor dominicano] Juan Boch la salida del Hotel Ávila [en Caracas]. Son dos grandes estatuas, casi como las de la Isla de Pascua, las que van avanzando». Y como esas estatuas, que desafían vientos adversos y tormentas, la intemperie y tal vez la ignorancia de una y otra generación, así continúa Benjamín Carrión su tarea de hacer grande a su pequeño país, a través de su incidencia en su cultura. Benjamín Carrión y la narrativa latinoamericana no es más que otro paso, pero tal vez el más desafiante, porque, en esencia, nos lleva al terreno desafiante y misterioso de lo que pudo ser. Nos da las claves para ver, entender y transformar lo que fue, es y será en nuestra cultura. Quito, octubre-noviembre del 2005. 24 Nota preliminar Este libro es el resultado de un largo proceso de revisión de materiales muy diversos que se conservan en el Centro Cultural Benjamín Carrión. Incluye sus libros, su correspondencia y los fondos bibliográficos. Se han añadido a pie de páginas algunas notas que nos parecieron imprescindibles. No se piense por ello que en algún momento se pretendió hacer lo que se denomina «edición crítica». Una tarea, por demás, imposible, por cuanto no se cuenta con los originales de los textos, aunque de varios de ellos se tiene a la mano todas las ediciones que de ellos se hicieron. Se trabajó en la revisión de los textos con el propósito de salvar, donde fuera posible, erratas y omisiones de bulto. En razón de los plazos establecidos en los contratos suscritos con el Municipio de Quito, la labor tuvo que hacerse con premura. Con más tiempo, el resultado de este esfuerzo pudiera haber sido mejor. En la localización de los materiales empleados, la revisión de textos digitalizados y su versión final, así como en la elaboración de un volumen considerable de notas, debo agradecer la colaboración abnegada de César Chávez Aguilar, técnico del CCBC. Y también la labor de digitalización y coordinación de tareas a Mónica Márquez B., así como al resto del equipo de trabajo del CCBC. Este libro, Benjamín Carrión y la narrativa latinoamericana, nunca hubiera sido posible sin la abnegación de todos, la calidad ética de sus esfuerzos y la mística con laboran. Quiero agradecer, una vez más, el apoyo de Hipatia Camacho Zambrano, Secretaria Ejecutiva del CCBC, quien asumió este proyecto con energía, decisión y voluntad de vencer cualquier dificultad que se presentara. Y quien me dio las mayores y mejores facilidades para emprender esta tarea. El CCBC no sólo le debe su sostenimiento, sino también su proyección cierta al futuro. Por último, dedico este esfuerzo a la familia Carrión, que ha sabido conservar y engrandecer el legado intelectual de Don Benjamín Carrión Mora. Pero, por encima de todo, este libro es para todos aquellos que aman al Ecuador, como lo amó quien soñara con convertirlo, a pesar de ser un país pequeño, en esperanzador referente cultural y moral. Alejandro Querejeta 25 I Narrativa latinoamericana: Suma de acercamientos Por más de medio siglo Benjamín Carrión tuvo a la narrativa latinoamericana como tema recurrente de sus reflexiones críticas. En ensayos, artículos, en entrevistas a diarios y revistas, en conferencias tanto en Ecuador como en el resto de América Latina, Carrión fue describiendo el accidentado y polémico proceso de su formación y consolidación, sus principales figuras, sus temas, sus influencias, la relevancia de ciertas obras en el contexto de su aparición, sus antecedentes y sus posibles proyecciones futuras. Reunimos en esta sección los momentos más significativos de ese largo, laborioso, pormenorizado y a veces contradictorio esfuerzo crítico (y testimonial, también) del ensayista ecuatoriano. Hemos tratado de ceñirnos en general a un esquema cronológico, con el propósito de ilustrar la evolución de su exégesis. En ciertos casos —títulos, autores, hechos, referencias epocales— creímos conveniente incluir algunas notas, para de alguna manera contribuir a una lectura mucho más productiva de los textos. (AQB) 26 REFLEXIONES SOBRE LA NOVELA AMERICANA60 El mensaje espiritual de la América española no ha sido dicho aún, profundamente. Raza filial es la nuestra; filial del aborigen y el conquistador. Y para su génesis vital, el uno nos ha dado su estremecimiento profundo, la savia de la tierra y del sol y el otro la semilla nueva de las civilizaciones historiadas. Como nuevo manantial del espíritu, la raza nuestra no ha tenido aún la gran voz eterna de profecía o de cántico, de creación o de norma, que sea el grito de su ansia de perennidad. Entre los progenitores, resuenan por un lado las voces magnas de Netzahualcóyotl61 y de los amautas del Incario, y por otro lado, las de Baltasar, Gracián y Teresa de Ávila. Pero la gran voz de la raza sintética, de nuestra raza hispanoamericana, no se ha hecho oír aún. Literariamente, nuestra receptividad es sin límites. En el umbral de nuestra vida, no tenemos el Mahabaratha ni el Génesis, Esquilo ni Virgilio, los Nibelungos ni la Divina Comedia, Shakespeare ni Goethe. Ninguno de ellos es nuestro y los son todos. Y lo son más cercanamente los franceses, por su influencia reciente; y dándonos su sangre a mezclar con la sangre aborigen —con un sentido cósmico y universalista no superado, no igualado por ninguna raza— lo son los españoles, desde Séneca, Cervantes, Íñigo de Loyola, Calderón. Toda la semilla espiritual del mundo ha sido vertida sobre nuestros campos; la obra del arado y de la siembra ya está hecha. Es la hora germinal. Se anuncia la cosecha muy próxima. La novela —que en un momento de la historia literaria se llamó epopeya— es un producto de civilizaciones maduras, de pueblos que han llegado a su clímax. Cervantes es la mejor hora de la cultura ibérica; Balzac de la francesa; Dickens de la inglesa; Dostoievski de la rusa. Henrich Mann, John Dos Passos, James Joyce, François Mauriac, son productos de clímax. A nosotros no nos llega aún, pero se nos anuncia ya fuertemente, la llegada de la novela. De la propiamente nuestra; ni particularmente española, ni capitalmente francesa. Y esos anuncios han sido hechos por obras y nombres fuertes, que nos han dejado ya una media docena de realizaciones y la afirmación de tendencias muy americanas, a todo lo largo de nuestro inmenso continente, desde el río Bravo hasta la Tierra del Fuego. En cuanto a la médula, al contenido de nuestra obra, yo no creo que la novela americana auténtica sea la que los blancos o mestizos hayan hecho o hagan sobre los aborígenes, en su vivir actual. Pretendo que la novela hispanoamericana de ahora no exige como motivo único, ni siquiera primordial, el de los sufrimientos de la raza indígena. Sostengo que hemos explotado un poco excesiva y 60 Revista de la Biblioteca Nacional, núm. 1, Quito, marzo de 1936, pp. 51-56. Reproducido en La suave patria. Edición de Gustavo Salazar. Quito, Banco Central del Ecuador, 1998, pp. 79-82; y, también en La patria en tono menor. Edición de Gustavo Salazar. México, Fondo de Cultura Económica; Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2001, pp. 271-275 61 Netzahualcóyotl (1402-1472), poeta y rey de Texcoco durante 1433-1444. Su nombre significa «Coyote hambriento». Fue filósofo, astrónomo e ingeniero. Convirtió a Texcoco en centro artístico e intelectual del imperio. En su poesía trata serenamente de la fugacidad de la vida. 27 arbitrariamente ese filón. Que con él hemos hecho literatura falsa. Muchos ensayos fracasados, muchos honestos intentos de realización — honestos en la intención pero no en la técnica ni en la posibilidad— hemos visto frustrarse por falta de simpatía, de comprensión vital. En América hispana, cuando se ha hecho novela indigenista —y no me refiero a los casos de reconstrucción histórica— se ha llegado a esto: buena interpretación ornamental, visual, externa, adjetiva, en suma. Pésima transmisión de mensaje humano, porque el autor se ha extravertido necesariamente —con su mentalidad y su sensibilidad pseudo occidentales— dentro de la piel morena de sus personajes indígenas. Es así como hemos visto indios nuestros en lírica plática lamartiniana62, a la luz de la luna, junto al Iago; o gritando rebeldías de 183063 en apóstrofes huguescos64; o, lo que es igualmente falso, más falso quizás, haciendo personajes de Leonov65, de Fedin66, de Pilniak67 o de Gladkov68, sedientos de justicia y revolución social, y reclamándolas de acuerdo con la fraseología del materialismo histórico marxista-leninista... Creo que así vamos en camino de perjudicar la noble y grande causa indigenista, a la que quitamos el escueto y brutal tragicismo de su dura verdad clamorosa, para ahogarlo en literatura importada por paquete postal, y en lloriqueos y sensiblerías... Pienso más bien que la novela americana es la novela del mestizaje —antes cultural y climático, que étnico—. Porque ya esta América nuestra de los nombres múltiples —y cada uno de esos nombres encierra un sentido polémico— no es únicamente española ni solamente indígena. En complicidad con las nuevas dosificaciones inmigratorias, nos estamos haciendo nuestro propio tipo humano. Ya este tipo humano, en plena actividad de realizarse, hay que ofrecerlo en la novela americana, porque a ese tipo pertenecen, cronológicamente, los escritores que pueden y deben hacerla. Ese tipo de humano en marcha, tiene también su mensa- 62 Alphonse de Lamartine (1790-1869), poeta, hombre de letras y político francés, que figura entre los principales representantes del romanticismo. 63 Revolución de julio de 1830, levantamiento revolucionario ocurrido en París que motivó la abdicación del rey francés Carlos X y concluyó con la victoria de los liberales, que defendían una reforma constitucional, sobre los defensores de la monarquía absolutista. 64 Víctor Marie Hugo (1802-1885), poeta, novelista, dramaturgo y crítico francés cuyas obras constituyeron un gran impulso, quizá el mayor dado por una obra singular, al romanticismo en aquel país. 65 Leonid Leonov (1899-1904) escritorruso. Su libro El bosque ruso (1953, fue considerada por algunos como el libro más importante de toda la última posguerra, aunque es un canto lírico dedicado a la URSS. En todas sus novelas muestra su adición incondicional al régimen bolchevique, entre ellas están: Los tejones (1924), El río Sot (1931), Eugenia Ivánovna (1963). 66 Konstantin Fedin (1892-1977). Escritor ruso típico exponente de la generación del 20, en sus obras se plantea el tema e la readaptación del hombre a la nueva realidad. Obtuvo el Premio Stalin en 1949. Fue Presidente de la Unión de Escritores Soviéticos. Entre sus obras están: Campos baldíos (1923) La ciudad y los años (1924), Invasiones (1961 67 Boris A. Pilniak (1894-1935?). Narrador ruso. Escritor que en cuyas narraciones primera se percibe su en la Revolución para dar paso poco a poco al desencanto de la misma. Despareció en las purgas stalinistas, de su obra sobresalen: El año desnudo (1922) Las máquinas y los lobos (1925), Caoba (1926). 68 Fedor Gladkov (1883-1958). Escritor ruso. Reflejaba en su narrativa el mundo cosaco antes y después de la revolución, con el obligado optimismo impuesto por el partido. En su época fue uno de los autores más leídos, entre sus obras estás: Cemento (1925), La novela de mi infancia (1949) La senda de la libertad (1950). 28 je, su voz que hacer oír; en este instante de su proceso formativo, predecesor del clímax. Probablemente sea más difícil hallar entre nosotros material para la caracterización, para la tipificación. Las honduras humanas las escrutó tanto Grecia, las agotó casi España, que ya se ofrece ese campo difícil para los pueblos jóvenes. Pero no sólo la caracterización, la tipificación, constituyen la novela. No puede negarse que son los elementos mejores para la expresión del genio individual, como El Quijote para Cervantes, Mr. Pickwick para Dickens. Pero no son absolutamente necesarios. Si a pesar de ello se los quiere hallar entre nosotros, este ciclo de nuestra América puede ofrecerlos generosamente: el terrateniente explotador, el aventurero farsante, el inmigrante buscador de fortuna, el politicastro de la conspiración sin bandera, el gaucho, el charro, el montubio del Ecuador, el cholo del Perú, el roto de Chile... Todos están esperando el Balzac, el Dostoievski, el Eça de Queiroz o el Galdós, que los haga vivir la eternidad del libro. Sostengo que sólo la novela del mestizaje puede ser vista y hecha con honradez y sinceridad en el momento actual de América; pues entre los mestizos, los blancos criollos o los aborígenes amestizados por la educación, se halla la semilla del novelista, del cuentista, del relatador. La novela del mestizaje es la única que puede ofrecer la correspondencia vital entre el autor y los elementos humanos que viven en ella. Como ya se ha insurgido contra la novela copista, de trasplante técnico, ambiental y emotivo, yo insurjo contra la novela de interpretación indigenista. A las dos las encuentro falsas igualmente. El mestizo que se mete en la piel de gentes ultracivilizadas, fin de raza, intoxicadas con morfina y con Proust, es tan falso como el criollo aburguesado, que disfraza su propia sensibilidad con trajes y modismos indígenas. Quizás el trasplante indigenista halle su disculpa en que su engaño es de carácter ético; porque siempre, o casi siempre, busca despertar emoción compasiva hacia las razas aborígenes. Pero ni siquiera esa atenuante —que yo discutiría largamente en su propio terreno de moralidad lacrimosa— puede excusar el delito artístico que entraña. La novela del mestizaje tiene las dos radicales hondísimas: la aborigen y la española. Tiene todo el paisaje virgen de esta América de geografía tumultuosa y detrás, como un complejo subconsciente, cuajado por los siglos, tiene el paisaje universal que nos ofreciera España, plaza pública del mundo, cruzamiento de razas y civilizaciones; campo inmenso donde ha luchado, en los siglos, Odin 69 con los dioses del Olimpo, Mahoma con el Cristo... Sin duda alguna, la novela de nuestras tierras es la novela del mestizaje revoltoso. La novela que tenga como tema el trasplante y el imitacionismo. La novela que cuente la tragedia engendrada por la oposición entre las normas sociales y políticas copiadas a Inglaterra, a Francia, a Estados Unidos y, finalmente, a Rusia, y las características esenciales de las dos civilizaciones mezcladas. La novela del agitador, que se acoge en todas sus maniobras al ejemplo de Lenin, desnaturalizado. La de la dama que, bajo el trópico, usa abrigos de pieles traídos de París. La del gomoso que hace malos chistes en pésimo 69 Odín (antiguo escandinavo Odhinn, anglosajón Woden, antiguo altogermánico, Wōdan, Woutan), en la mitología escandinava, rey de los dioses. 29 francés. La del deportivo que disimula con acento inglés sus malas jugadas en el golf. La novela indigenista, se la escribió primero, en el frenesí romántico, como una versión española de la ingenuísima Atala del Vizconde70. Después, se han trasladado a ella todos los sones de la novela antiesclavista. Ha sido siempre falsa. La novela mestiza, en cambio, nos está dando cosas ya logradas. Todavía no grandes novelas, pero sí realizaciones fragmentariamente bellas, integralmente honorables. Partiendo desde México, donde la Revolución, preciso es confesarlo, no ofrece aún su novelista, nos hallamos con varias novelas mestizas de significación: Los de abajo, de Azuela; Sangre en el trópico y Los estrangulados, del nicaragüense RobIeto; Doña Bárbara y Mamá Blanca, de los venezolanos Gallegos y Teresa de la Parra; La vorágine, de Rivera; Las estampas mulatas del peruano Diez Canseco; Raza de bronce, de Arguedas; las novelas de Barrios, Marta Brunett, Edwards Bello, Latorre, en Chile; el gran libro argentino de Güiraldes, Don Segundo Sombra. En el Ecuador, tenemos hoy el plantel más poderoso y fecundo del relato mestizo. Dio la voz inicial el grupo de Guayaquil, con Gallegos Lara, Pareja, Aguilera, de la Cuadra, Gil. Con realizaciones tan logradas como El muelle y La Beldaca, de Pareja, Don Goyo, Canal-Zone y La barquiada, de Aguilera, y los magníficos relatos menores de Gil, de la Cuadra y Gallegos. En la Sierra, Jorge Icaza ha hecho dos grandes novelas mestizas: Huasipungo y En las calles. Humberto Salvador, Felicísimo Rojas, G. Humberto Mata... Muchos otros más. La cosecha de la mies primeriza es ya abundante. Esperamos aún la cosecha de agosto, cuando haya caído poderosamente el sol sobre los campos. UNA FUERTE DOSIS DE MEGALOMANÍA 71 En Suramérica existe, entre los literatos una fuerte dosis de megalomanía… agréguele usted a esa megalomanía una porción de desprecio infinito por todo lo que no sea ellos mismos; póngale un alto porcentaje de ignorancia respecto a sus coterráneos y a los valores actuales del continente; súmele un espíritu profundamente sugestionable, y se explicará usted porqué yo, que conozco a muchos hombres en mis andanzas por el mundo, me he ido encontrando a todo lo largo y a todo lo ancho de Suramérica, en cada uno de sus países, «al primer poeta, o al primer novelista, o al primer cerebro del continente». Le decía a usted que el primer escritor suramericano es sugestionable, y voy a probárselo echando mano de mi experiencia de trotamundos. Si habrá observado usted que cuando aparece en Europa un grande espíritu, un brillante escritor, un artista que marca nuevos rumbos a la literatura de su patria, instantáneamente 70 François René de Chateaubriand (1768-1848), escritor y político francés, pionero del romanticismo, muy conocido por su autobiografía y la novela René. Introdujo personajes y ambientes nuevos y exóticos, procedentes de los indígenas de Norteamérica y de los paisajes americanos, subrayando la introspección y la melancolía con tintes pesimistas, como demuestran sus novelas Atala (1801) y René (1802). Estos nuevos elementos literarios lo señalan como uno de los precursores del romanticismo. 71 Eduardo Caballero Calderón, «Media hora con Benjamín Carrión», en El Tiempo, Bogotá, 1938. Hemos seleccionado algunos fragmentos de esta entrevista, relativos a la literatura sudamericana. 30 tiene en América una repercusión formidable. Es el caso de Proust, que creó toda la falange de introspectivos suramericanos a raíz de la guerra europea, el de Ortega y Gasset, que nos volvió ensayistas trascendentales, el de García Lorca, que nos puso a escribir romances desde la península de la Florida hasta el Cabo de Hornos; como ya sucediera con George Bernard Shaw, que nos intoxicó de paradojas por muchos años, o como está sucediendo ahora con la llamada literatura de vanguardia, que nos ha traído un vocabulario exótico y nos ha obligado a escribir en nombre de una gleba propia a la cual le hemos acomodado artificialmente una psicología de proletariado ruso y una arquitectura de frente popular. Pregúntele usted a un escritor de cualquiera de nuestros países, y que sea escritor de romances criollos como García Lorca, si es un imitador del grande artista español, y él le dirá que no, que él no imita a nadie, que él (como única concesión) pertenece a la grande escuela de López. Pregúntele, si es escritor de novelas, por qué imita a Proust, y él le dirá que no se le ha pasado por la cabeza semejante cosa: que, si acaso reconoce como compañero a James Joyce, con quien su espíritu tiene profundas concomitancias. Pero al James Joyce de un libro que usted no debe haber leído… Llega a tal extremo esta peculiar manera de ser nosotros, que si usted le habla a un literato suramericano de algún buen libro extranjero, el literato responde, para dejarlo turulato: «¿Dice usted que no le gustó ese libro? No, mi querido amigo: ese libro ya no vale gran cosa. El que sí tiene un gran valor es el que acaba de publicar ese autor, y que posiblemente usted no conoce porque en este país solo lo tengo yo». Porque el perfecto hombre de letras suramericano debe estar en la obligación de conocer libros extranjeros que usted, si no es un hombre de letras, no puede conocer. Y lo más curioso es que esa erudición de características psicológicas exclusivamente suramericana, no comprende la literatura del continente, a la que por lo general se le concede muy escasa importancia. Tan escasa, que usted no tendría rubor al confesar entre escritores que no ha leído Don Segundo Sombra o Martín Fierro o la María en cambio por nada en el mundo se atrevería a decirles que desconoce a Marcel Proust, a James Joyce, a Bernard Shaw o a André Gide. No solo diría así como así que los ha leído alguna vez, sino que se ha devorado de «pe» a «pa» todas y cada una de sus obras. Lo que vale en verdad en la literatura hispanoamericana moderna es la oscura rebeldía popular que se trasluce en sus páginas. Es su contenido que aspira a ser popular y humano sobre todas las cosas, y que algún día podrá serlo. Mientras la literatura no exprese una realidad de ese género y no traduzca una emoción de esa clase, se convierte en un simple verbalismo artificial: en un chisporreteo de imágenes que no llega hasta el pueblo, porque no le interesa. REFLEXIONES SOBRE LA NOVELA72 Considero a la novela como la máxima posibilidad literaria de estos tiempos. 72 Tomado de Eslabón, año 1, núm. 2, Quito, mayo-junio de 1941, pp. 41-44. Reproducido en La suave patria, pp. 83-88; y, en La patria en tono menor, pp. 276-281. 31 Arte de madurez, producto de pueblos adultos. Necesita expresar un fuerte contenido vital, con raigambre de tierra, de región. Ser una significación precisa de clima y de aire inconfundibles. América, en general, y singularmente la nuestra, la hispanoindia, ha entrado ya, en veces balbuciente, en veces con cierta seguridad, por todos los caminos de la literatura; porque traía raigambre de idioma y tradición en la sangre de sus conquistadores, pues yo creo que los demás géneros de la literatura —lírica, ensayo, historia— pueden construirse sobre eso: idioma y tradición. Idioma: alma de sangre de lengua, que dijera el gran sacrificado de España, Unamuno. Tradición: memoria colectiva del espíritu, memoria colectiva de la sensibilidad. Pero la novela no. La novela no se basta con la colaboración de elementos humanos trasplantables. La novela necesita la colaboración de la tierra, en aporte de paisaje y, más que todo, de material humano hecho por la propia tierra, por el aire, por el sol. La lírica —objetiva o subjetiva— puede venir de lejos, en las determinantes étnicas, en el subconsciente elaborado por idioma y leyenda. La polémica, el ensayo, la historia, también. La polémica, especialmente, que es arma y es zapa y, por lo mismo, puede ser empleada en la obra de pioneers, de desbrozadores, en la obra de fundadores de pueblos. Tuvimos lírica y épica: Olmedo cantó a Bolívar con sonoridades de Quintana73, con inspiración de Virgilio. Y con lira huguesca, lamartiniana, byroniana, cantaron en todos los países los poetas de los alrededores de la independencia y la república. Luego, mucho después ya —en el momento mejor de nuestra lírica—, cuando llegamos a igualar y quizás superar a nuestros maestros hispánicos —la era modernista—, fue necesario pedir prestados los cisnes franceses a Samain, el gato a Baudelaire, el cuervo a Poe, los mármoles a Leconte de l'Isle y Moréas; sacar a las marquesas y a los abates de los cuadros de Watteau y de Boucher; y los exotismos de japonería y camellos, de drogas heroicas y perversiones asiáticas, de los libros de Mirabeau y Loti... Sólo que, a través de eso, saliendo entre esa hojarasca postiza, el poder lírico de América surgía: Martí, Gutiérrez Nájera; José Asunción Silva y Julián del Casal. Y, más definitivo y alto, el definidor supremo de ese momento lírico: Darío. El panfleto es la transposición en letras, de la desarticulación política y social de nuestros pueblos. Habrá que intentar un día la interpretación, así fuera esquemática y con fines de comprensión literaria, del fenómeno nuestro de la América conquistada, poblada y colonizada por los españoles, el traslado de una civilización en clímax, es decir, en la iniciación del descanso, a unas tierras en las cuales por el vencimiento, las civilizaciones autóctonas se habían disgregado. Diverso, fundamentalmente, es el proceso de las colonias inglesas del norte, hoy Estados Unidos; allí una civilización en periodo ascendente —el angloisabelino— fue a ensayar toda su fuerza en una tierra nueva a la cual, con una impiedad infantil, se había previamente limpiado y barrido de sus antiguos pobladores, evitando el mestizaje. Producto, acaso, de esa desarticulación de nuestros pueblos, es literariamente el panfleto. Y el panfleto es lo mejor, hasta hoy, de la literatura hispanoindígena: Montalvo y Alberti; Bulnes, Alamán, El Nigromante y Vasconcelos; Vidaurre y González Prada; Martí; Blanco Fombona... La novela se ha hecho, naturalmente, esperar. Algún brote esporádico, 73 José Manuel Quintana (1772-1857), escritor y educador español. Representante de la última fase del neoclasicismo y del espoíritu ilustrado del siglo XVIII. 32 como Facundo, que confina también con el panfleto. Y el inmenso acierto romántico de Jorge Isaacs, cuya María, si bien encaja prietamente dentro del acento y el clima de la novela romántica del 1830 —Atala, Graziela, Pablo y Virginia— tiene tal calor de valle colombiano, tal luz de trópico, que es en rigor la primera novela escrita en tierras hispanoindias. En el Ecuador hemos tenido, dentro de la línea romántica, una representación muy digna: Cumandá, de Juan León Mera, traducida al inglés y al francés. Pero el panfleto, vegetación lujuriante de nuestra flora indómita, se ha disfrazado con todos los disfraces de la literatura. Disfraz lírico, en el Ecuador: García Moreno, con sus famosos sonetos antimontalvinos; disfraz histórico: las Páginas del Ecuador de Marieta de Veintemilla; del ensayo: casi toda la obra de Montalvo. Pero el panfleto ha hecho aún más: se ha disfrazado de novela. Claro está que con precedentes gloriosos en la historia de la literatura universal y singularmente de la española. Don Roberto Andrade, el ilustre cultivador de todas las modalidades del panfleto, nos ofrece un ejemplo: su Pacho Villamar. Estamos asistiendo al nacer de la novela en América. El sentido del relato — ¿es que tenemos mucho ya que contar?— se ha despertado en forma extraordinaria en todos nuestros países. Me refiero primero a la cantidad, al volumen de producción. Luego me ocuparé de la calidad. Debemos, ante todo, tratar de fijar lo que, provisionalmente al menos, debemos entender por novela americana. Y, para ello, debemos comenzar declarando que, entre los factores de americanidad de una novela, no es quizás el más importante el hecho de ser americano el autor. Por el sentido de colonialidad literaria en que hemos vivido y que naturalmente se ha prolongado por más tiempo que la colonialidad política. Por ejemplo, no es novela americana la mejor novela americana: La gloria de don Ramiro, de Rodríguez Larreta, ni Santa, de Federico Gamboa, aun cuando escritas por americanos y, especialmente la última, situadas en un lugar de América. Comienza a serlo Canaan, de Graça Aranha. Alguna de Carlos Reyles. La intención de varias de Manuel Gálvez. La novela americana, creo yo, es la novela con paisaje americano — aceptando ciertas concesiones y trasposiciones— escrita por americano pero llena de contenido mestizo, con estructura y espíritu mestizo. Entendiéndose por mestizaje no sólo la mezcla racial, sino la fusión con el ambiente, con la vida, con la historia, con la tierra. Es que ya somos pueblos en el sentido de conexión humana, de solidaridad de propósitos y de desgracias. Ya podemos hacer vivir ese guiño de ojos literario que es la alusión. La conformidad del novelista con la realidad, es la conformidad de muchos. Y la protesta del novelista con la realidad, es la rebeldía, la protesta de muchos. La admiración del paisaje no es fotografía turística: es amor, es compenetración, es resultante de ser el novelista, el paisaje, los lectores, productos de la misma tierra y el mismo aire. Y la rebeldía contra el paisaje, hasta poder vencer a la naturaleza —sol y víbora asesinos en la tierra baja; heladas, derrumbamientos, lloviznas en la tierra alta— la rebeldía contra el paisaje no se dice en la interjección sonora, rabiosa o despectiva del que pasa jurando no volver; se dice con pasión de derrotar obstáculos, con ansia de aprovechamientos. La novela de la América hispana tiene que ser una novela de rebeldía, de insatisfacción. Los pueblos llegados a la prosperidad aburguesada y tranquila, satisfechos de riqueza y de dominio, cuyo ejemplo máximo es la Inglaterra victoriana, producen la novela remansada y sabrosa, que confina con la conseja, 33 se anega de humorismo intrascendente, plantea problemas vitales que tienen toda la angustia de los crucigramas que deben ser resueltos en la velada familiar, por los niños crecidos, mientras teje la abuela, hace crítica paternal y superficial de costumbres y modas. Esos pueblos necesitan leer Las aventuras de Mr. Pickwick, y entonces asoma Charles Dickens y las cuenta. Los pueblos que, por un desequilibrio momentáneamente favorable de su economía y de la economía universal, llegan a una etapa de prosperidad material extraordinaria, en que las clases que aprovechan esa prosperidad ahogan el clamor de los explotados entre ruidos de motores y cláxones, y lo envuelven con la cortina de humo de millones hipotéticos. Esos pueblos, cuyo arquetipo es Estados Unidos, producen una novela de inconformidad, de interior rudo y cruel, pero disimulado con una máscara de humorismo desconcertante: Dos Passos, el de Manhattan Transfer, Sinclair Lewis74, el de Elmer Gantry, Main Street y Babbit; Hemingway, Dreiser75, Sinclair76. Países cargados de historia, pero al mismo tiempo fecundados de inquietud, como la Francia de hoy, producen —además de ese género de modistos y perfumistas y agentes viajeros de la literatura, estilo Morand77 y Bedel— novelistas y estetas magníficos, como Gide78, Romain Rolland79, Charles Louis Phillippe, el inmenso Martín du Gard80 de Les Thibault, Malraux81, y en la cumbre del sentido humano de la vida y la literatura, Jules Romains82, el de Les hommes de bonne volonté. En los países llamados totalitarios, no se produce nada. Allí se ha declarado la preferencia de los cañones sobre la mantequilla y, naturalmente, sobre la literatura. Nosotros, países de ávida receptividad, que casi siempre ha degenerado en trasplante; países que no tenemos aún el cauce de una tradición propia, terrígena, 74 Sinclair Lewis (1885-1951), novelista estadounidense. Perteneciente a la escuela realista norteamericana. Premio Nobel de Literatura en 1930. 75 Theodore Dreiser (1871-1945), novelista estadounidense. De gran influencia para los posteriores escritores de su país, desarrollo un estilo narrativo áspero y dramático, esencialmente realista, cercano, a veces, a la crónica social de la vida norteamericana. Entre sus obras tenemos a: The Financier (1912), The Titan (1914), The «Genius» (1915), An American Tragedy (1925). 76 Upton Sinclair (1878-1968), escritor estadounidense. Autor prolífico, deudor todavía del naturalismo, entre sus obras están: The Jungle (1906), The Metrópolis (1908), Oil! (1927). 77 Paul Morand (1888-1976), escritor y diplomático francés. Sus novelas, que tienen ambientes burgueses, tienen interés como reportaje de época, entre ellas: Fin de siècle (1957), Tais-toi (1965). 78 André Gide (1869-1951), escritor francés, cuyas novelas, obras de teatro y textos autobiográficos se caracterizan por su exhaustivo análisis de los esfuerzos individuales hacia la autorrealización y por la utilización de conceptos éticos protestantes. 79 Romain Rolland (1866-1944), escritor francés. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1915. Fue célebre por su novela Jean Christophe, escrita en diez volúmenes entre 1904 y 1912. 80 Roger Martin du Gard (1881-1958), escritor francés, Premio Nóbel de Literatura en 1937. Su obra maestra es el ciclo novelesco aparecido entre 1922 y 1940, en ocho volúmenes, Los Thibault, un retrato cuidadosamente construido y desde múltiples perspectivas de una familia burguesa que vive en el París de la preguerra, que continúa la tradición narrativa de Liev Tolstoi, Marcel Proust o Thomas Mann. 81 André Malraux (1901-1976), escritor y político francés. Participó en la revolución china y en la guerra española, experiencias que la llevaron a escribir dos novelas célebres: La condition humaine (1933) y L´espoir (1937). Militó en la resistencia francesa y fue miembro del gobierno de De Gaulle, entre otros. Una de las personalidades del siglo XX. 82 Jules Romains (1885-1972), seudónimo de Louis Fariguole. Escritor francés, en toda su obra pregona el unanimismo como forma de abordar la realidad. Autor del ciclo Les hommes de bonne volonté (1932-47), compuesto por 27 novelas que, en la tradición de Balzac y del naturalisno, describen la complejidad del entramado social del mundo moderno. 34 que nos limite literariamente, porque hemos matado la tradición verdadera de nuestra estirpe, que es la tradición indígena: incaica, maya, azteca, chibcha, guaraní, araucana, etc.; que hemos sacudido una colonialidad espiritual —la española— para sustituirla por otra colonialidad espiritual: francesa, inglesa, norteamericana, rusa, y al fin abrirnos a todas las perspectivas. Nosotros, en pleno confusionismo, pero con los caminos llanos para la recepción de orientaciones: que nos movemos dentro de una dramática aspirabilidad, en lo social, lo político, lo artístico; pero que, con más rapidez y agilidad que pueblo alguno, vamos captando, haciéndolo nuestro, lo medular, lo sustantivo de la inquietud contemporánea. Nosotros debíamos dar, y estamos dando, una novela de rebeldía, de inconformidad, pero con cierta certidumbre recia, insinuadora de voluntad, de poder para la edificación. Nuestra historia —por más que lo proclame la fanfarria de los himnos nacionales y la sonoridad de los alejandrinos coronados— no se independiza, no se escinde fundamentalmente cuando se ganaron las batallas historiadas a los conquistadores; no se escinde en Boyacá, en Pichincha, en Ayacucho. Ni en lo político, ni en lo social, ni en lo espiritual. La guerra de la independencia fue un proceso heroico para adquirir autonomía; fue, como ya se ha sostenido, una guerra civil dentro del imperio español. Efectivamente, en lo social continuó, afirmado, exacerbado, el feudalismo colonial, practicado antes por aventureros llenos de premura, que luchaban lucha fuerte con la naturaleza, se enriquecían o fracasaban; feudalismo practicado después —desde entonces hasta hoy— por criollos vanidosos, enriquecidos en la explotación de sus coterráneos, realizada bajo la protección benévola de las autoridades, hechura suya; feudalismo practicado hoy, lo que es más odioso aún, por nuevos ricos, nacidos y crecidos al amparo de los primeros asomos del imperialismo internacional moderno; o feudalismo protegido por los dadivosos y espléndidos regímenes republicanos que —como en un reparto de herencia— se adueñaron de las respectivas parcelas nacionales. Tampoco puede decirse que se haya conseguido independencia efectiva en lo político. Trasplante inadaptado de las constituciones revolucionarioindividualistas, sin contenido de realidad, sin practicidad, sin ética. Así tenemos un sufragio universal que mixtifican y violan, en veces el cura, con la amenaza del infierno y la promesa del cielo; el gendarme con la amenaza de la cárcel o la promesa de empleo; el explotador con la promesa del cohecho o la amenaza de la miseria. Menos aún, la independencia espiritual, porque más libres de lecturas y de ideologías fueron Espejo el indio, Nariño, el precursor colombiano, Vidaurre, el del Plan del Perú, Fray Servando Teresa de Mier o la Décima Musa 83, que muchos intelectuales de la época republicana: Alamán, Francia, Vallenilla Lanz, Riva Agüero.. . Nuestra historia espiritual se escinde —trata de escindirse— en el momento actual. Lo afirmo sin petulancias, sin iconoclastismo, sin afán de desvinculamientos con épocas anteriores, ni desconocimiento de cifras válidas, reciamente influyentes hoy, de generaciones anteriores. Es hoy cuando se elabora, 83 Sor Juana Inés de la Cruz, cuya fama rebasó muy pronto las fronteras de la Nueva España y a la que se consagró como «la única poetisa, Musa Décima». 35 con frondosidad tropical, una nueva etapa. En todas nuestras tierras están asomando las figuras índices de la literatura nueva, sellada ya inconfundiblemente, con el sello de América: hecha con la tierra, el aire, el sol; con el idioma y la leyenda; hecha, especialmente, con el espíritu de las tierras nuevas. Y, así como en la inicial romántica de la novela americana, encontramos el nombre del colombiano Isaacs; en la inicial realista y profundamente nuestra de la nueva novela, encontramos también un gran nombre colombiano: José Eustasio Rivera y La vorágine. LOS NOVELISTAS MEXICANOS DICEN84 Esperemos, dicen los novelistas mexicanos. Bien está que Rubén Romero, Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela, hayan hecho el cuento patético de la época heroica de la Revolución85. Bien está que López y Fuentes, Puig Cassauranc, Litz Arzubide... estimulen, den foetazos a la Revolución cuando tienda a estancarse, recordando a México sus dolencias no curadas: la indígena, el caciquismo, el latifundismo... pero lo esencial, cuando se está en revolución, es hacerla, es vivirla o combatirla. El verbo —la literatura— es antes o después de la acción. Casi nunca simultáneo a la acción. No escribieron novelas los franceses, de 1789 a 1830, mientras estuvieron haciendo y deshaciendo su gran revolución democrática. Hasta que Balzac llegó. No escribieron ni escriben aún novelas los rusos —por lo menos grandes y buenas novelas— ahora que están haciendo la edificación revolucionaria socialista. Gorki es, propiamente, anterior a la revolución, aunque sobreviviera algún tiempo durante ella: es la gran voz prerrevolucionaria. Cuando hayamos culminado, piensan quizás los rusos, la etapa de lucha y construcción, la contaremos al mundo en forma de historia, de novela, de teatro. Eso mismo, con igual razón y derecho, acaso dicen los novelistas mexicanos. Esperemos: nuestra gran novela le contará al mundo mañana nuestra gran revolución. 86 EL CASO COLOMBIANO Los colombianos nos han venido contando que Santander les dejó un mandato histórico de ordenación, legalidad, convivencia. Sin embargo, —trópico, trópico, trópico— hicieron, como todos los pueblos de este Continente «del séptimo día», vida revuelta y tumultuaria durante sus primeras décadas de independencia. Agitación heroica, romántica y sangrante que, tras remansos más o menos prolongados de paz, culminó en la «Guerra de los mil días» 87. Revuelta y 84 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, p. 239- 244. La edición príncipe de este libro es de 1951 e incluye estas reflexiones. En la segunda edición Carrión incluyó algunas notas a manera de actualización. 85 Casi el Paraíso, de Spota y El Lugar más Transparente del Aire, de [Carlos] Fuentes, inaugura en México un nuevo tipo de novela, la novela de la gran ciudad. (Nota de Benjamín Carrión a la 2ª edición). 86 Revolución Mexicana, periodo de la historia de México comprendido entre la caída de la dictadura de Porfirio Díaz en 1910 y el ascenso al poder de la burguesía, tras superar los intentos de revolución social protagonizados por los campesinos dirigidos por Emiliano Zapata, asesinado en 1919. 87 Guerra de los Mil Días, conocida también como guerra de los Tres Años, guerra civil colombiana, que tuvo lugar desde el 17 de octubre de 1899 hasta el 1 de junio de 1903, en la cual se enfrentaron conservadores y liberales. 36 agitación que tuvieron personajes de leyenda, al caballo sobre los lomos de la historia, como Tomás Cipriano de Mosquera, José María Obando, José Hilario López; personajes cargados de fuerza interior, inquietantes y desconcertantes, como Rafael Núñez. Y es que ese mandato de legalidad, ordenación y convivencia que aseguran los colombianos les dejó Santander, fue precedido por el gallardo mandato de aventura bizarra e insurgencia romántica de Antonio de Nariño, ágil, fina y auténtica Colombia. Los escritores colombianos, entonces, cuando siguieron el signo de Santander, hicieron costumbrismo —cosa que también nos pasó a nosotros—, cuadro cabañero, literatura «santafereña» con chocolate, jícara de soconusco88, y con merengues. Hicieron mucha y buena gramática. Mucha, muchísima gramática. Pero, cuando, los escritores colombianos fueron signados por el estigma quemante de Nariño, dieron el alfa y el omega —hasta hoy— de la novela americana: la vallecaucana María del judío colombiano Jorge Isaacs, y la selvática, densa, primitiva La Vorágine de José Eustasio Rivera. Y después fue el 9 de abril... y el resto. 89 ¿Y VENEZUELA? Largo eclipse de la libertad de los hombres sufrió Venezuela. Eso que le hicieron a Bolívar en nombre de la libertad, tuvieron que pagarlo con décadas y décadas de tiranía, de «gobiernos fuertes» de vida atormentada y reprimida. Desde el llanero indómito y genial que creció su figura en las Queseras del Medio, y la achicó al hacerse dictadorzuelo insignificante de su patria: Páez; pasando por los hermanos Monagas, Guzmán Blanco, se llega, al final, a la aventura tragicómica de Cipriano Castro y al ramalazo feroz de Juan Vicente Gómez. La explotación organizada, el capital extranjero dueño de las fuentes del petróleo. Y el «oro negro», convertido en oro de verdad cubriendo vergüenzas, libidinosos despilfarros de coimas y rufianas. Sórdida, siniestra dictadura la de Juan Vicente Gómez: asesinatos, prisiones; los hombres de cultura perseguidos, encarcelados, sometidos a tortura. El trágico fortín de La Rotonda convertido en una nueva Bastilla que había que derrocar en nombre de la libertad en la patria del Libertador. Voces grandes: Blanco Fombona, —que eternizara ignominiosamente al tirano llamándole Juan Bisonte—, Andrés Eloy Blanco, el poeta de la nueva libertad, gritan su denuncia ante el mundo. Y la novela, la gran novela venezolana se escribe afuera, en Barcelona, en París, frente al dolor presente y al porvenir de Venezuela: Teresa de la Parra, Rómulo Gallegos. Dolimiento tierno, subjetivo, elegantemente irónico: inconformidad personal y saudosa, recuerdo bello y triste y dulce recuerdo, en los dos libros perfectos de Teresa. Y con fuerza, ciclópea, no superada por nadie en las Américas, Rómulo Gallegos aconseja, fustiga y vaticina sobre la suerte de su patria, en un serie de novelas que son una ancha sinfonía poderosa, desde el urbano Reinaldo Solar pasando por los salvajes Cantaclaro y Doña Bárbara, los cálidos La Trepadora y Pobre Negro, hasta la brujería envenenada y torturante de Canaima. 88 Chocolate hecho polvo. La «novela de la violencia», posterior al 9 de abril, está ofreciendo duras y logradas realizaciones. Viento Seco, de Caicedo, El Cristo de Espaldas de Caballero Calderón, los cuentos de Hernando Téllez y de Elisa Mújica, entre otros. (Nota de Carrión a la 2ª edición). 89 37 Y a Rómulo Gallegos, elevado por el pueblo de Venezuela a gobernarla, después de esa hora de clara y afirmativa democracia que le trajo a América Rómulo Betancourt, acaba de arrojarlo al desierto la inteligencia militar venezolana... LAS LETRAS DEL PERÚ Dos cosas mal olientes, dijo un ingenioso periodista peruano, han dominado la historia política y económica del Perú republicano, el guano y el petróleo. Y a partir del abatimiento nacional que trajo consigo la derrota en la guerra con Chile —que provocó la palabra ardiente del gran Manuel González Prada— la explotación del pueblo tomó un nombre: el civilismo. El guano y el petróleo, y luego el cobre, el algodón, la plata, mantuvieron en Lima, ciudad cortesana, y en Europa, una casta feudal de aristócratas criollos, que miraban de frente a la civilización europea y daban las espaldas al Perú. Esa gran voz libre, cabal de insurgencia civil que hemos citado, la de González Prada, primero, clamando en el desierto: «Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra». Luego, la penetrante, lógica, poderosa voz de José Carlos Mariátegui. Asqueado de su presente, el Perú —el Perú es Lima, ¿verdad Valdelomar?— vivió mirando a su elegante y cortesano pasado virreinal. Ricardo Palma90, el gran viejo milagrero, es su signo, y la Pirricholi, el personaje de exportación más valioso; junto con las lindas frases, que circulan por todo el mundo, brillantes como monedas: «Vale un Perú», «El oro del Perú».... Pero, al eco de las grandes voces de peruanidad auténtica, comienza a clarificarse la conciencia nacional. Se produce algo así como la rebelión de la provincia. Se hace presente el pueblo. Y entonces, mientras la novela peruana había sido hecha por los bien comidos y los satisfechos, desde Lima, la provincia, el pueblo, el campo, trajeron fuerza, vigor, dolor, protesta. Y a ese nuevo ritmo, hace su aparición el relato y la novela peruanos de hoy, cuyo precursor inmediato es acaso Enrique López Albujar, el de Matalaché; y cuyo realizar mejor logrado y de más larga trayectoria, Ciro Alegría —el de Los perros hambrientos y El mundo es ancho y ajeno— es un hito de iniciación de ruta, más que una señal de meta o de llegada. Y es que las voces que mejor, más profundamente, han expresado al Perú contemporáneo, no han ido a la novela. Son Mariátegui, el de los Siete Ensayos y sobre todo esa inmortal e inigualable voz lírica de América, César Vallejo. EL INMENSO BRASIL «Es la mejor novela americana», afirmó Rubén Darío cuando lanzó la casa Garnier de París la primera edición española de Canaan, de Graça Aranha. Y los ojos de América, de la fracción española de nuestra América ibera, se voltearon 90 Ricardo Palma (1833-1919), escritor, periodista y académico peruano. Escribió seis series de Tradiciones peruanas, entre 1872 y 1888, si bien su prosa inicial fue una copia de las leyendas románticas europeas, maduró luego hacia unos relatos anticlericales, irónicos y picarescos, que abarcaron las costumbres de todas las épocas del Perú. 38 hacia el inmenso Brasil, el de los suaves emperadores paternales, el de José Bonifacio, el de ese héroe de leyenda viril y dolorosa: Tiradentes91. Ya un mulato, lleno de amargura y de genio, Machado de Assis, había hecho la prefiguración racial definitiva de lo que debe ser —lo que será— el destino nacional, el destino humano, el destino literario del Brasil: mestizo. Machado de Assis: en el dintel de la novela brasilera hallamos este hombre de clase media, culto y exasperado, irónico y genial. Y la aventurera estirpe lusitana, que había dado en la metrópoli portuguesa uno de los tres o cuatro más grandes novelistas contemporáneos, Eça de Queiroz, daba al retoño americano su primero y más grande novelista hasta hoy, el autor de Don Casmurro y Bráz Cubas. Canaan, habíamos dicho. Novela-ensayo. Novela que plantea problemas, en forma directa. Tras de ella aparece en el tiempo, esa extraordinaria narración de la selva y el hombre, Os Sertoes de Euclides Da Cunha, con los caracteres efectivos de una inicial literaria, de una actitud y un modo. Y en la tierra y su habitante, en su anhelante verdad, ha clavado sus raíces desde entonces la novela del Brasil. Y al mismo tiempo que asoma ese Christian Andersen del trópico que fue el malogrado Monteiro Lobato, las nuevas gentes hacen hablar en sus novelas el anhelo de justicia social, como Jorge Amado; o hacen la novela de la angustia humana del desequilibrio social típicamente brasileño, como el subestimado, al propio tiempo que ampliamente difundido, Erico Veríssimo. E ilustrando con observación y dato, dando raíz y base, nobleza y verdad a lo mestizo, ese gran sociólogo-narrador, que nos inaugura una manera de estudio social con su admirable Casa Grande y Senzala: Gilberto Freire.92 LA NOVELA REGIONAL EN AMÉRICA LATINA93 Duro y sugestivo al propio tiempo, el tema. ¿Cómo desentrañar, de entre la maraña abigarrada y múltiple que constituye la novelística en América de habla española y portuguesa, lo que puede ser considerado, realmente, regional? Habrá, por lo mismo, que tratar de entendernos. No con definiciones, casi siempre imprecisas e inexactas —cuando no magistralizantes y odiosas—, sino contentivas de delimitación, de parcelación, de cerco de solares; y acaso mejor en forma negativa, de eliminación de lo que no es regional, procedimiento grato a Luis Alberto Sánchez. No considero regional americano, o sea, perteneciente a esta inmensa «región» que es América Latina, desde el Río Bravo hasta la Tierra del Fuego, aquello que, en forma directa, es una prolongación del espíritu de literaturas europeas, principalmente la española y la francesa. Hay que excluir a todo novelista que, según la frase de Beers sobre Henry James, «mira a América con ojos de europeo y a Europa con ojos de americano». La ejemplificación es abundante: sin ir muy lejos de mi predio nacional, el Ecuador, tenemos el caso de lo que, corrientemente se llama —la primera novela ecuatoriana—, Cumandá de Juan 91 Tiradentes (Joaquim José da Silva Xavier) (1748-1792), héroe nacional y patriota brasileño, precursor del movimiento insurgente contra Portugal. 92 El relato contemporáneo del Brasil cuenta los nombres grandes de Graciliano Ramos y José Lins do Rego, además de los citados. (Nota de Carrión 2ª edición). 39 León Mera, a la que, con mucha propiedad, aunque con espíritu elogioso, se la ha llamado un nuevo episodio de El Genio del Cristianismo de Chateaubriand. En cambio, acaso sí es americano, y «regional», el Periquillo Sarniento, de Fernández de Lizardi, aunque el molde formal esté recordando algunos procedimientos de la picaresca española. No consideramos regional americano a todo aquello que se realiza en ciudades donde un cosmopolitismo trasplantado, se mantiene en los personajes y la trama del relato, y donde se advierte claramente la transposición de lugares, de nombres, de elementos adjetivos, carentes de verdad humana y de profundidad. La mayor parte de la relatística de nuestra América, se resiente de esta transposición, en sus diferentes épocas y bajo el dominio de diversas influencias: la romántica, la realista, las corrientes actuales. Como ejemplo de lo no regional de la era romántica, allí tenemos Los bandidos de Riofrío de Manuel Payno, donde si no hubiesen nombres de lugares mexicanos y pequeñas alusiones costumbristas, eso puede haber ocurrido en cualquier parte del mundo o no haber ocurrido en ninguna parte. Como ejemplo de lo realista no regional, puede recordarse al argentino Carlos María Ocantos, seguidor mediocre de Galdós, en su Don Perfecto, León Saldívar, Quilito. Finalmente, entre lo contemporáneo, cuando el relato ha adquirido importancia y volumen que supera, cuantitativamente, a los otros géneros, con excepción del ensayo, todas las influencias han jugado, desde la morosa y lenta de Marcel Proust, que ha dejado tantos y tan malos discípulos en América, hasta los americanos Dos Passos, Faulkner, pasando por los pastiches de monólogo interior a lo Joyce, el esteticismo versicular y bíblico de Gide, las novelas-río a lo Roger Martín Du Gard y Jules Romains, hasta llegar a la imitación imposible de ese muchacho atormentado y genial que todos nombran para estar al día en cosas literarias: Kafka. Ejemplos convincentes de estos caminos de evasión: Margarita de niebla de Jaime Torres Bodet, Novela como nube de Gilberto Owen, Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda. Nos es preciso referirnos al problema de la lucha de las influencias sobre las literaturas jóvenes, en trance de aparición. Sobre nuestra América se ha librado siempre una gran batalla para adueñarse de nuestros itinerarios de cultura, de la dirección espiritual de nuestra civilización. Guardadas las proporciones respectivas, nuestra cultura ha sido disputada como un mercado colonial, sin que las aduanas políticas ni las idiomáticas, hayan sido suficientes para defendernos de las invasiones piráticas o del juego de la libre concurrencia. Un crítico norteamericano, agudo como pocos, Ludwig Lewisohn, ha encontrado una frase cabal para expresar la lucha literaria entre América y Europa, al referirse a la polémica entre Irwing Babbitt y Noel Elías Espingard: «El uno (Babbitt) trata de defender la América de sus padres; el otro (Espingard), trata de conquistar América para sus hijos». He allí planteado con clara verdad el problema. Mientras la colonia espiritual defendía sus fueros, la joven intelectualidad americana, singularmente en la novela, buscaba su realidad, su «regionalidad», según la expresión de Luis Alberto Sánchez. Y entonces, la novela con tierra, aire, hombre, mujer y niño americanos, con paisaje, dolor y júbilo nuestros, ha venido presentando su batalla desde los tiempos de plena colonialidad política. 93 Benjamín Carrión, Santa Gabriela Mistral, CCE, Quito, 1956, pp.173-198. 40 Tenemos asomos realmente admirables de esta insurgencia en la época colonial. El Lazarillo de ciegos caminantes, de Concolorcorvo, ese indio peruano, ladino y picaresco nos presenta ya el diálogo polémico entre el abuelo español y el nieto nacido en el Perú. Como también nuestro gran indio Chushig94, que se hizo llamar pomposamente Don Francisco Xavier Eugenio de Santacruz y Espejo 95. Yo no alcanzo a fijar claramente los linderos de lo social, lo proletario, lo costumbrista, en la novela americana. Me gusta más, con características de síntesis, el cognomento96 de regional americana. He dicho mi opinión sobre la novela-cartel y he abominado de la novela costumbrista, oliente a gazmoñería de señoras beatas, como las de Doña María del Pilar, Fernán Caballero o el Padre Coloma97. Y me quedo, sin ánimo definidor, para mi predio regional de este estudio con todas las novelas que tengan la mayor cantidad de América posible: hombre, ambiente, paisaje, intención, clima, raza. Este último concepto de raza que ha creado una derivación, la novela indigenista. Y con este rápido preámbulo, vamos a lo nuestro. MÉXICO Desde la vieja y venerable Santa de Federico Gamboa, todo lo valioso de la novela mexicana, incluyendo la de la revolución, entra en el campo de lo regional. Mariano Azuela, cronista apasionante de la andanza revolucionaria, se fue hace poco dejando una obra de consideración. Los de Abajo, es seguramente una de las novelas regionales más importantes escritas en América Latina. Hay en ella un ambiente épico, al servicio de un clima emocional constantemente sostenido. En esta novela la expresión, el ambiente regional, dan su nota constante. La malhora es, según Valéry-Larbaud, la obra maestra de Azuela, a la que siguen Mala hierba, Los fracasados, Domitilo quiere ser diputado, Pedro Moreno el insurgente y otras. Pero, víctima del estigma latino de estar condenado a ser el autor de un solo libro, como Cervantes y el Dante, Azuela pasará a la historia como el autor de Los de abajo. 94 Chushig, palabra quichua que significa lechuza. Sobre el verdadero nombre de Espejo ha habido siempre discrepancias. Su padre era indio originario de Cajamarca, según Galo René Pérez nunca tuvo apellido y se impuso él mismo el nombre de Luis Cruz y Espejo y que Chushig fue un apodo del cura de Zámbiza. Según Philip L. Astuto, fray José del Rosario, cura al que servía Luis Espejo, declaró que primero el indio tomó el nombre de Benítez y luego se cambio a Santa Cruz y Espejo. A su vez, Alberto Muñoz Vernaza, manifiesta que el apellido auténtico era espejo, y que Chushig, era un apodo de Luis Espejo en Cajamarca, y que «Santa Cruz», se añadió por devoción, según fray José del Rosario (nota elaborada de la «Introducción» hecha por Galo René Pérez a Páginas literarias, de Eugenio Espejo, Quito, CCE, 1975; y de Eugenio Espejo de Philip Astuto, Quito, Abrapalabra, 1992, p.52). 95 Eugenio Espejo (1747-1795) médico, escritor y patriota ecuatoriano. Maestro de filosofía a los quince años, médico a los veinte, abogado a los veinte y tres. Científico notable en especial acerca de su estudio sobre la fermentación y la viruelas. Pionero del periodismo americano, fundó Primicias de la Cultura de Quito (1792). Sus libros Marco Porcio Catón (1789), La ciencia blancardina (1780), El retrato de un Golilla (1785), Defensa de los curas de Riobamba (1786), entre otros, hicieron de él un perseguido, fue desterrado y recluido en prisión, donde, finalmente murió. 96 Cognomento, renombre que adquiere una persona por causa de sus virtudes o defectos, o un pueblo por notables circunstancias. 97 Padre Luis Coloma (1851-1915), sacerdote y narrador español. En sus novelas hizo ataques satíricos a la sociedad madrileña de esa época. Tomando como modelo las técnicas naturalistas llevo a cabo una labor moralista contraria a esa tendencia. Entre sus obras están: Pequeñeces (1890) La reina mártir (1902) Fray Francisco (1914). 41 Actor y cronista de la revolución al propio tiempo, Martín Luis Guzmán, que sirvió también a la República Española traicionada por los bárbaros, es el autor de la más significativa novela de la revolución mexicana, El águila y la serpiente, y ha contado la novela de ese caudillo legendario, santo y demonio, Pancho Villa. La sombra del caudillo es, entre las obras de Martín Luis, la que tiene mayor acento regional. Diplomático, hombre de gran finura espiritual, José Rubén Romero, está comprometido integralmente en el regionalismo novelesco. Pito Pérez, mi caballo, mi perro, mi rifle, y otras nos muestran las calidades a las que se puede llegar en el relato de esencia y expresión vernaculares, cuando se tiene talento y dones. Con varias novelas de intenso dramatismo, con inclinaciones a lo social y a lo indigenista, Gregorio López y Fuentes nos ha dado buen artículo dentro de lo regional; en su obra se destaca El indio, que mereció el Premio Nacional de Literatura. Panchito Chapopote, de Xavier Icaza, a pesar de su sabrosura picaresca, debe necesariamente ser recordada en un recuento de novela regional mexicana. Pero, seguramente, el escritor que ha cumplido más cabalmente con lo que creemos como característico de lo regional, es Ermilo Abreu Gómez, cuyos relatos mayas, Juan Pirulero, Las Leyendas del Popol Vuh y sobre todo Canek y otras historias indias, nos ofrecen una calidad insospechada de ternura y de ironía, que nos da la medida optimista de lo que se puede hacer en este género. Los Hombres que dispersó la danza, es un libro poemático que no se aleja de lo regional, y que coloca a Andrés Henestrosa, en un alto puesto entre los relatistas mexicanos. AMÉRICA CENTRAL Rafael Arévalo Martínez ha de ser nombrado en el dintel de la novelística contemporánea —de la literatura en general— guatemalteca. Varios nombres importantes, antes y después de Miguel Ángel Asturias, pueden ser recordados, Mario Monteforte Toledo y su libro Donde acaban los caminos, entre ellos. Pero es Asturias, el autor de El señor presidente, El Papa verde, Hombres de maíz, el representante fundamental de la novelística centroamericana. Ha conseguido incorporar las esencias de lo regional, y tratarlas con una técnica moderna que no excluye las grandes influencias contemporáneas de Marcel Proust, James Joyce y de D. H. Lawrence, inclusive. El señor presidente es una de las grandes novelas latinoamericanas, con amplia capacidad para rebasar el ámbito continental e idiomático. Sangre en el trópico y otras novelas como Los estrangulados, del notable escritor y valiente periodista Hernán RobIeto, representan honorablemente el crédito de Nicaragua y se inscriben dentro de la sub clasificación antiimperialista. En Honduras, Arturo Mejía Nieto, con sus Relatos nativos, El tundo, Zapatos viejos, nos ofrece buenas características de relato regional. La presencia de Costa Rica nos la da el patriarca venerable Joaquín García Monge con sus apreciables relatos y Los cuentos ticos de Ricardo Fernández Guardia. El Salvador nos hace recordar a Masferrer y a una rica promoción actual de jóvenes cuentistas. Luna verde, de Joaquín Beleño, es una gran novela de categoría continental que representa lo regional de Panamá; en la que, inclusive el bilingüismo —español e inglés entremezclados— dan carácter inconfundible a esta narración que 42 sobrepasa los linderos estrechos de un cartel antiimperialista para ser una de las grandes narraciones auténticamente americanas. LAS ANTILLAS Cuba tiene inscrito el nombre de Alfonso Hernández Catá en el umbral de su literatura novelesca, no por antigüedad, sino por significación; pero Catá, ágil y fino narrador, cuentista de excepcionales dones, es todo menos un relatista regional de lo cubano. Tan lejos de su tierra como Larreta o Reyles, de la Argentina. Hallaremos ciertos rasgos de regionalismo en Miguel de Carrión, el autor de Las honradas; José Antonio Ramos, en su novela naturalista Las impurezas de la realidad y, acaso más claramente, en Carlos Lobeira, el autor de Juan Criollo y Generales y doctores. Cuba tierra fundamental de ensayistas, tratadistas, poetas; cuyo signo es un poeta y un pensador excelso como José Martí, está llegando contemporáneamente al gran relato regional. Además, el corte de su cordón umbilical con España está aún bien cercano, de allí los casos de Catá y de Alberto Insúa más españoles que americanos. Poetas como Guillén y Marinello, Ballagas y Florit; ensayistas como Mañach, el propio Marinello, Lizaso, Portuondo, Ichazo; tratadistas como Fernando Ortiz y Sánchez de Bustamante, hacen de la Gran Antilla un sitio grande de la inteligencia continental, y ahora, gentes jóvenes como Marcelo Salinas, Pablo de la Torriente, Ciro Espinosa y, singularmente, Roberto Esquenazi Mayo, cuyo libro autobiográfico Memorias de un estudiante soldado, seguido de relatos muy valiosos, nos dan la certidumbre de un gran narrador, que es un fino estilista y un ensayista medular. En obras grandes, como Contrabando y otras, Enrique Serpa nos está haciendo la inicial segura de la novela cubana. Enrique Labrador Ruiz tiene un puesto de singular preeminencia. Original expresión, con ágil juguetonería, está haciendo el cuento regional cubano en sus «novelas gaseiformes», en sus «novelines neblinosos», en sus cuentos tan entrados en carne viva como los de El gallo en el espejo. Finalmente, olvidando momentáneamente el choteo, escribe la Sangre hambrienta. En Santo Domingo, valiosos narradores como Juan Ramón López y, sobre todo, ese caballero andante de la libertad de su Patria, ensayista, poeta, periodista Juan Bosch, autor de Camino real. En Puerto Rico, donde otros géneros nos han dado unidades de primera línea, está asomando ya el relato moderno, con las novelas magníficas de Enrique A. Laguerre, entre ellas La resaca. VENEZUELA No queremos arrancar de muy lejos: con Peonía, la novela precursora de Manuel Romero García se abre la nutrida lista de novelas venezolanas regionales. Y en esa lista figuran en sitio de honor los nombres de Rufino Blanco Fombona con El hombre de hierro y El hombre de oro; de José Rafael Pocaterra, autor, entre otras cosas, de Memorias de un venezolano de la decadencia; de Urbaneja Alchepol, de Díaz Rodríguez, de Picón Febres. Pero la novela venezolana tiene su Edad de Oro, que se inicia con Teresa de la Parra, sobre cuya obra he opinado largamente, en mi libro Mapa de América. Teresa ofrece singularidades extraordinarias: novelista mujer, con un sentido realista poderoso, que nos hiciera recordar a Eça de Queiroz, con cultura tan rica, 43 que le permite alusiones clásicas en forma familiar, sencilla, sin pedantería; una capacidad de ternura y, al propio tiempo, de ironía a la que nos estaban desacostumbrando escritores duros, trascendentalistas. Es Europa, en los afinamientos de sensibilidad, en el adelgazamiento idiomático, que se hace para su uso —como Rubén Darío en la lírica— una lengua dúctil y suave, sin restarle poder a nuestro fuerte castellano. De Venezuela tiene la sensibilidad tropical escondida, el sentido interno de la forma expresiva, sobre todo en Memorias de Mamá Blanca. Su novela signo, obra de lanzamiento y de consagración, gran novela para América o para cualquier parte del mundo, es Ifigenia. (Aún cuando es casi una ofensa para la memoria de Teresa, quiero pedir que se compare su novela con Bonjour Tristesse, de esa chiquilina prodigio Françoise Sagan, que ha fatigado las prensas de Europa y los Estados Unidos). El «pulso de faenador» a lo Balzac, que Gabriela Mistral reclama a los escritores de América, lo tiene Rómulo Gallegos. Es el novelista nato. Sobrecoge y asusta el propósito audaz de emitir, en pocas líneas, un juicio sobre obra tan densa y variada. Pensamos que es la expresión más cabal que, en relato, ha ofrecido América Latina: poder de muralista que, en grandes cuadros, entrega la realidad de Venezuela en composiciones totales, de un dramatismo de hombres y naturaleza pocas veces conjugado en tales proporciones. Gran poder de cuento, denso sin producir cansancio, dramático sin recurso a lo necesariamente excepcional. Todo ello, servido por una adecuada manera de expresión, en lo que lo regional da vida a lo humano universal de lo contado. Doña Bárbara será siempre la novela de Rómulo Gallegos. Aún cuando él mismo prefiera alguna otra, y las opiniones en general acompañen con igual admiración a La trepadora, El último solar, Cantaclaro, Canaima, Pobre negro, Como una brizna al viento. Sinfonía venezolana que va de la montaña al mar, de los llanos al río. El Premio Nobel, que ha premiado gentes ajenas a la Literatura, debía detenerse ante esta gran figura de la novelística universal. En la generación siguiente encontramos nombres y obras tan significativas como los de Antonio Arraiz, regional cuando hace Puros Hombres. Pero hemos de detenernos, de una manera especial, ante la fuerte y límpida trayectoria de Miguel Otero Silva, el gran poeta, cuya novela Fiebre, fresca y juvenil, amarga y dura, es una entrega autobiográfica de adolescencia; y, últimamente Casas muertas, regional sin duda, pero por sobre todo gran novela. En la parcela histórica ha de figurar el nombre de Arturo Uslar Pietri, maestro en el género. Pero aquí, en este predio de lo regional, nos agrada situar la figura de uno de los más grandes ensayistas actuales de América, Mariano Picón Salas, suscitador y creador de inquietudes, cuya novela Los tratos de la noche, es un relato de las luchas juveniles contra la dictadura. Finalmente, dejaremos un recuerdo emocionado para el gran novelista Julián Padrón, que acaba de morir. La guaricha, novela campesina, más que indigenista, tiene ambiente humano y de naturaleza intensamente regional. Un nombre de mujer, Antonia Palacios, y el de un joven relatista, Alfredo Armas Alfonso, cierran este catálogo provisional y precario. COLOMBIA Mientras el romanticismo en otros lugares de América se mantenía unido, en fórmula y sentimientos, a lo europeo, en Colombia produce una de las más bellas, 44 dulces y nobles cosas que, en letras, se haya escrito en América: María, de Jorge Isaacs. Ángel, anunciador de la novela regional en América, María nos da clima, olor y sabor de la esplendorosa región vallecaucana. Sus modos expresivos, el paisaje único, el ambiente, todo, hacen de esta pequeña obra maestra universal un relato estrictamente regional. Y regional es también —de la región tremenda del trópico oriental colombiano— La vorágine, de José Eustasio Rivera, epopeya telúrica en la que calientes vaharadas de vida brutal emergen de la selva tremenda, haciendo al hombre, devorando al hombre, amiga y enemiga a la vez. No hay en la literatura americana total una fuerza más grande, un poder descriptivo más avasallador. Si algún personaje es el deus ex machina98de esta epopeya de las fuerzas primitivas, ese personaje es la selva, que devora a Arturo Coba, el juguete humano central, con la potencia terrible de miríadas de hormigas, fiebre, alimañas, purulencia, delirio. He dicho alguna vez que Colombia estaría cabalmente representada en la literatura continental con estas dos obras maestras: María y La vorágine; la una inicial del romanticismo y su paradigma, la otra inicial del realismo y su ejemplo. Pero en tierra de fecundidades esenciales hay más. César Uribe Piedrahita, escribe Toa, un relato de la selva también; Bernardo Arias Trujillo, nos deja Risaralda, poemática y regional a la vez, con la presencia del hombre negro en la novela colombiana. Eduardo Zalamea Borda, ha escrito con una nueva dimensión, la profundidad, Cuatro años a bordo de mi mismo, con suelo, cielo y hombres de la Guajira colombiana. Eduardo Caballero Calderón, nos da primero Tipacoque, El diario de Tipacoque, y otras expresiones de ternura eglógica y tranquila; hasta que la ráfaga feroz de la violencia desatada sobre su patria lo lleva a darnos una de las novelastestimonio más tremendas de esta época: El Cristo de espaldas. Época siniestra como pocas en la historia de América, ésta en que un pueblo se ve masacrado, abaleado, robado por las autoridades que constituyen una vasta organización del crimen. Para contarnos ese horror se han escrito numerosas novelas y relatos: Osorio Lisarazo, el relatista ya consagrado en novela de tipo social, escribe El día del odio, novela política que trata de explicar la explosión popular sangrienta del 9 de abril de 194899, en que se inició la época negra. Otras autores y otras novelas como Los elegidos de López Michelsen, Viernes nueve de I. Gómez Dávila; los cuentos de Elisa Mújica, publicados recientemente en Madrid, los maravillosos relatos de Hernando Tellez, y finalmente, Viento seco, que parece ser hasta hoy la que más ha llegado al espíritu popular colombiano; novela dura, que más que relato literario nos da la impresión fría y tremenda de un informe sobre una de las etapas más terribles de la historia continental. Es una Deus ex máchina. (Loc. lat.; literalmente, 'el dios [que baja] de la máquina'). m. En el teatro de la Antigüedad, personaje que representaba una divinidad y que descendía al escenario mediante un mecanismo e intervenía en la trama resolviendo situaciones muy complicadas o trágicas. 98 99 Bogotazo, sangriento motín ocurrido en la ciudad colombiana de Santafé de Bogotá, con motivo del asesinato del dirigente político Jorge Eliecer Gaitán. Tuvo lugar cuando se celebraba en dicha urbe la IX Conferencia Panamericana (cuyo principal resultado fue la firma del Pacto de Bogotá, y de la que acabó surgiendo la Organización de Estados Americanos, OEA). Gaitán, jurista y ardiente orador, lideraba la oposición al régimen conservador de Mariano Ospina Pérez (1946-1950), mostrando su radicalismo liberal contra la corrupción administrativa y los ilícitos electorales. 45 sucesión de tragedias sobre un marco auténtico de región o de pueblo. Daniel Caicedo, su autor, es la gran revelación de la violencia colombiana. ECUADOR Tarde llegó al relato el país que había dado a la estirpe una de sus más altas expresiones literarias: Juan Montalvo. Cumandá, la novela romántica más importante, tiene sabor regional en el ámbito de lo descriptivo, del paisaje. Pero Juan León Mera, su autor, tiene el oído y la vista puestos en lo romántico francés. Solamente en 1907 hace su primera aparición la novela ecuatoriana y, naturalmente, regional: A la costa, de Luis A. Martínez, novela precursora como Peonía en Venezuela, y de un realismo polémico que nos llega desde Zola por intermedio de Galdós. Solamente en torno al año 1930 hace su aparición la novela regional ecuatoriana, la novela ecuatoriana tout court100. En la Sierra, o sea, en el altiplano introvertido, frío e indígena —donde la población del país es más densa— se inicia la novela indigenista con La embrujada, Plata y bronce, de Fernando Chaves, para luego culminar en los relatos desgarradores de Jorge Icaza, en Barro de la sierra, y muy particularmente en Huasipungo, la novela clásica de la desgracia y el dolor del indio. Encuentro afortunado de tema, ambiente y forma, hacen de la novela mayor de Icaza una verdadera obra maestra del género. Siguen a esta novela, En las calles, novela del indio en la ciudad; Cholos, novela del mestizo; igual que Media vida deslumbrados y Huairapamushcas, que quiere decir «hijos del viento» y aborda con el dramatismo propio de Icaza, la tragedia del hijo del patrón y de la india esclava. La novela urbana la hace principalmente Humberto Salvador, cuya obra teñida de muy acentuado matiz social, es sin duda expresadora de la realidad regional. En la ciudad he perdido una novela, Trabajadores, Noviembre, Camarada, son de ese tipo; en cambio La fuente clara, Ráfaga de angustia, denuncian las influencias europeas dominantes. No podría omitirse, por calidad y altura, el nombre de Pablo Palacio, al hablar de la novela ecuatoriana. Pero ese extraño relatista, muerto prematuramente, tiene pocas características de lo regional. Ángel F. Rojas es una alta cifra de la novela regional americana: sus obras Banca, relatos escolares que nos recuerdan al Jules Renard101 de Poil de carotte; Un idilio bobo, cuentos de antología y, en más alto grado, su novela El éxodo de Yangana, cuadro grande, de técnica compleja, en el que se relata el éxodo íntegro de una población — hombres, mujeres, ancianos, niños— hacia otra región, como en los tiempos de la diáspora judía, desde Egipto hasta la Tierra de Canaán. Hemos de consignar nombres significativos como Eduardo Mora Moreno, Alfonso Cuesta y Alejandro Carrión, que coinciden en la interpretación de temas de inconfundible acento regional. César Andrade y Cordero, principalmente gran poeta, Manuel Muñoz Cueva, Alfredo Llerena, Jorge Fernández, con cuentos y novelas. Sitio de especial relieve tiene César Dávila Andrade, lírico de las últimas 100 Tout court, locución francesa que significa: simplemente. Jules Renard (1864-1910), escritor francés. Sus relatos moralistas en prosa lacónica y escrupulosa le hicieron famoso, entre sus obras están: El parásito (1892), El placer de romper (1897), pero sus obras más conocidas son Pelo de zanahoria (Poil de carotte,1894), sobre una infancia desgraciad y su Diario (1953, póstumo), donde reflejó la vida literaria de la época. 101 46 generaciones, cuya obra de relatista, está impregnada de la angustia y el desajuste existencialista, pero que conserva un sentido regional muy acusado. A pesar de escribir y vivir lejos de la tierra, Gerardo Gallegos ha hecho novelas como Eladio Segura, que tienen un acento y un aire de la tierra que la diferencian de sus relatos de temas internacionales. El «Grupo de Guayaquil», denominación que ha hecho fortuna, y que por primera vez empleara yo en 1930, está integrado por unidades de primera línea: José de la Cuadra, uno de los cuentistas más completos de América y que, por tema y expresión, está inscrito en la parcela regional; pequeñas obras maestras como Banda de pueblo, Chumbote, Los Sangurimas, sitúan a De la Cuadra muy alto en la novelística regional americana. Alfredo Pareja Diezcanseco, el más cabal del grupo, con obra densa, en la cual se destacan realizaciones de primera línea, es principalmente relatista de la ciudad y del mar; El muelle, La Beldaca, Baldomera, Hombres sin tiempo, Las tres ratas, son obras que, además de damos el testimonio del litoral ecuatoriano, nos demuestran una trayectoria sostenida de escritor de pulso firme, que nos hace pensar en Rómulo Gallegos. Hoy prepara una novela cíclica Los nuevos años, en la que Pareja nos entrega un cuarto de siglo de la vida ecuatoriana popular, con el sentido de Los Thibault102 o de Los hombres de buena voluntad103. Esta gran presencia no lo empequeñece. Joaquín Gallegos Lara, nombre y vida nobilísimos, malogrado por la muerte, nos deja Las cruces en el agua, la novela de Guayaquil, trópico esencial, batido por la tragedia104. Demetrio Aguilera Malta, viajero y soñador, el lírico del grupo, ha escrito una novela que es paradigma del género: Don Goyo, el montuvio esencial, tipo característico del hombre que vive a las orillas de los grandes ríos y en la playa marítima, cubierta de manglares; posteriormente, Aguilera ha logrado realizaciones de tipo regional tan poemáticas y bellas como La isla virgen. Novelista social, militante fervoroso, Enrique Gil Gilbert, cuya novela Nuestro pan es el doloroso cuento de los plantadores de arroz, desde la miseria campesina que baja de la Sierra en busca de trabajo y encuentra enfermedad y explotación, hasta la miseria urbana que se exhibe en las calles de Guayaquil. La tierra caliente, su región y sus hombres, están narrados por Gil Gilbert: Yunga, Relatos de Emmanuel y los cuentos con los que participara en el libro inicial, con Aguilera Malta y Gallegos Lara: Los que se van. Un novelista de tema negro Adalberto Ortiz, ha conquistado los públicos internacionales con su admirable Juyungo, en que el negro, la selva y el autor — que es gran poeta— hacen un canto de agorería y magia, realmente inigualado. Recientemente se ha publicado una novela de tema negro y mestizo, que ha tenido un gran éxito de crítica y de traducción: Cuando los guayacanes florecían, en la que su autor Nelson Estupiñán Bass nos ofrece la potencia de una región de calor de montaña, de grandes ríos, de mar y de negros; en la que las fuerzas telúricas y 102 Ver nota 80. 103 Ver nota 82. 104 Se refiere a la represión brutal del ejército ecuatoriano contra una manifestación popular de Guayaquil el 15 de noviembre de 1922, que produjo una de las más espantosas masacres de la historia del país, y que sirvió de tema para la novela Las cruces sobre el agua de Joaquín Gallegos Lara. 47 humanas están expresadas con gran color y poder admirables. PERÚ Bajo la advocación incomparable de Don Ricardo Palma105, es preciso poner a toda la narrativa peruana. No por influencia ni confluencia, sino porque tan alta expresión del arte de contar, tiene algo de la novela regional, de la costumbrista y, naturalmente, de la histórica. Sus Tradiciones peruanas, son algo señero y definitivo que es preciso colocar muy alto. Antes nos habíamos referido, aún cuando no se trate de novela, pero sí de narración, a El Lazarillo de ciegos Caminantes, de Concolorcorvo. En el período comprendido desde la entrada del siglo hasta hoy, dos nombres de alguna consideración han de ser recordados: Manuel Beingolea y Enrique López Albújar; este último, sobre todo, con sus Cuentos andinos y Matalaché, novela de negros y zambos del norte del Perú. El Perú ha dado a la estirpe latinoamericana, dos excelencias indiscutibles, en los últimos cincuenta años: el ensayo y la poesía; en la novela, su sitio es honorable solamente. Para el ensayo basta citar los nombres definitivos de Manuel González Prada, José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez. Para la poesía, el nombre sumo de César Vallejo, no superado por nadie aún. Pero su sitio está ganado en la narrativa regional con nombres como los de José Diez Canseco, cuyas novelas cortas La Gaviota, Kilómetro 83, Jijuna, y su novela grande —un poco malograda— Duque, picardías limeñas, bien ambientadas y llenas de malas palabras. La recia y abundante producción de Ciro Alegría puede ser disputada por varias parcelas de la novelística contemporánea: la indigenista, la social, la costumbrista. Pero, sin lugar a duda, es una narrativa regional. Son de región, de comarca, su ambiente, su paisaje, sus tipos. Alegría ha trabajado con barro del Perú, con problemática peruana, su dramática y bien construida novela Los perros hambrientos, como lo había hecho al escribir La serpiente de oro, su revelación como novelista de largo itinerario. Finalmente, El mundo es ancho y ajeno, gran mural cuyo tema es el drama del hombre frente al hombre, a la ley, a la costumbre, a la naturaleza del Perú. Novela densa, apretada, que no nos permite apartamos de los símiles pictóricos, singularmente de aquellos de las pinturas anecdóticas de Diego Rivera, en las que el personaje está multiplicado al infinito, en alusiones, representaciones y elementos regionales inconfundibles. Hay material para muchas novelas, como en La vorágine de Rivera. Millonario de temas, Alegría hace un solo libro con lo que los europeos hubieran hecho —desde Balzac— una comedia o una tragedia humana en muchos tomos. Puede predicarnos algo en sus novelas Ciro Alegría, puede defender tesis de cualquier especie, pero lo hace con los pies bien plantados en la tierra peruana. ¿Se podría asegurar que El caballero Carmelo, de Abraham Valdelomar, Tungsteno, de César Vallejo, La casa de cartón, de Martín Adan, son relatos regionales? Acaso. Pero en ellos, predominan otras clases de tipificación: exaltación lírica, tesis, costumbrismo y paradoja. En cambio, hemos de citar en esta línea, El pueblo sin Dios, de César Falcón y Agua de José María Arguedas. 105 Ver nota 90. 48 BOLIVIA Raza de bronce, la novela de Alcides Arguedas —una de las pocas obras de relato que debemos a la época modernista— es una novela regional, a pesar de que, también es una novela indigenista. El acedo censor de la vida boliviana que en las últimas ediciones de Pueblo enfermo, asume una posición un poco exagerada en sus desvíos de la democracia, inició su camino de novelista con Vida criolla, a la que él mismo llama «novela de la ciudad». Armando Chirveches es novelista regional por todos sus costados. Desde Celeste, escrita en tono romántico en 1905, hasta A la vera del mar, escrita en el año de su muerte, 1926, toda su obra está signada con las características de lo regional: La candidatura de Rojas, Casa solariega, La virgen del lago y Flor del trópico. Regionalismo urbano o rural, pero con la marca profunda de la comarca donde ocurre lo relatado. Adolfo Costa Du Rels, como el peruano García Calderón hacen novelas americanas, con títulos franceses, desde París. Se acuerdan de casos y cosas de sus respectivas patrias. Terres embrasées como La Hantise de L'Or, son reconstrucciones de paisaje de humanidad, de historia. Gustavo Adolfo Otero, figura múltiple que se produce en la historia, el ensayo, la crítica, hizo sus incursiones primero por la narración burlesca y luego, en distintos momentos, por la regional: Cuestión de ambiente Y Horizontes incendiados son, la una regionalismo urbano y la otra propaganda patriótica. La tragedia pavorosa de la Guerra del Chaco 106, remueve profundamente el subsuelo humano de Bolivia y hace aflorar una promoción dolorida y enrabiada de poetas, ensayistas Y relatistas. Y una generación revolucionaria de políticos. Lo primero que nos legó fue Aluvión de fuego, de Oscar Cerruto, novela agria, dura, con protesta y con rabia, pero dentro de la línea profunda de lo regional, la entrada en el interior del hombre boliviano conturbado hasta el tuétano por la catástrofe. Augusto Céspedes es un relatista «testimonial», hace la denuncia del bárbaro entrevero de dos pueblos fraternos, en su libro Sangre de mestizos. Augusto Guzmán, con Prisionero de guerra y La cima fecunda. Porfirio Díaz Machicao, con reminiscencias de Barbusse. Luis Toro Ramallo, Eduardo Ance Matienzo y Claudio Cortés. La explotación minera por «los tres apellidos», Patiño, Aramayo y Hotschild, tiene también su trágica literatura: entre muchos, Socavones de angustia, del malogrado Fernando Ramírez Velarde, es uno de los libros más representativos de la explotación minera, que se halla en la raíz de toda la historia de Bolivia. Millares de hombres bajo la tierra consumen sus vidas en la enfermedad y la miseria. No es el «documento humano», recogido para comprobación de una tesis, como en el caso de Germinal de Emilio Zola. Es la transliteración del dolor de un pueblo que ya no podía más... Que ya no pudo más. 106 Guerra del Chaco, conflicto bélico que desde 1932 hasta 1935 enfrentó a las repúblicas de Bolivia y Paraguay por la posesión de buena parte de la escasamente poblada región del Chaco, el llamado Chaco boreal, situado al norte del río Pilcomayo, cuya titularidad reclamaban ambos países debido a la presunta existencia de petróleo. Ésta fue la razón que también motivó el interés de ciertas compañías petroleras de otros países (como la estadounidense Standard Oil Company, con concesiones en el sur de Bolivia) y que a su vez provocó la estimulación del enfrentamiento. 49 PARAGUAY Confesamos, con rubor, nuestra escasa información sobre el relato paraguayo contemporáneo. Su pensamiento, su poesía, su ensayo, son algo mejor conocidos. Así por ejemplo nombres grandes como el de Manuel Gondra, el crítico agudo y magistral, el internacionalista creador de soluciones y doctrinas por la paz americana, polígrafo de la talla de Rodó; Natalicio González, crítico, ensayista historiador de la literatura, rector de una época espiritual de su país; Julio César Chávez, historiador, autor de una de las mejores biografías escritas en América, El supremo dictador. Sentido regional tienen los Cuentos guaraníes de Eloy Fario Núñez. Durante y después de la guerra del Chaco, acaso no con la misma prodigalidad que en Bolivia, se desarrolló también una literatura de testimonio que asumió, en ocasiones, los caracteres del relato. Así tenemos, por ejemplo, a Justo P. Benítez, en Bajo el signo del mar; José P. Villarejo, en Ocho hombres; Arnaldo Valdovinos, con Cruces de quebracho y Bajo las botas de una bestia rubia; José D. Malas, con Polvareda de bronce; Silvio Macías, con su atormentado relato La selva, La metralla y La sed. Actualmente hemos leído una novela La babosa de Gabriel Casaccia, en la que se advierte un poco la intención, más que la técnica de la Calle Mayor de Sinclair Lewis, pero con arraigo en el ambiente. Nos acogemos, por lo demás, a la interpretación de Luis Alberto Sánchez, respecto de la poesía paraguaya: «Paraguay se halla en la pesquisa de sí mismo». Y a nuestra explicación sobre la ausencia ecuatoriana en la época modernista: «Estábamos haciendo la historia, para después contarla... o cantarla». BRASIL Los precursores como el romántico José de Alencar o el naturalista Manuel Antonio de Almeida, o Alfredo de Taunay, cuya novela Inocencia, es reconocida como «o livro de mais cor local que existe en na nossa lengua», por un crítico tan agudo como Olivio Montenegro, deben ser citados, en el umbral de la literatura novelesca regional brasileña, una de las más ricas del continente. Ya en la plenitud, Aluizio de Azevedo —uno de los grandes novelistas de la América Ibérica— empata felizmente con el realismo francés de la mejor hora y, con un sentido avanzado de justicia, cuenta el dolor del hombre brasileño en la tierra y el ambiente brasileño. Novelas como O cortico, ha merecido ser comparada a Germinal de Emilio Zola; y O mulato, es algo acendradamente regional. ¿Canaan de Graça Aranha, podrá ser considerada una novela regional? Acaso, por el fondo problemático del tema, que es la inmigración y la colonización del Brasil. Rubén Darío aseguraba que Canaan era la mejor novela escrita en América. Inclinándonos ante el gran poeta no nos sometemos muy ciegamente al crítico. El gran novelista del Brasil es, a no dudarlo, ese mulato genial, amargo y pobre, Machado de Assis. Triste y agrio en su vida, pero no en su obra, que es humana y robusta, dura y justiciera, artística y profunda. Es preciso llegar hasta Rómulo Gallegos para encontrarle un par en la novelística latinoamericana. En los momentos en que Eça de Queiroz hacía en Portugal su obra incomparable, en el 50 lejano Brasil colonial se escribían libros tan poderosos de contenido y bellos de expresión como Bráz Cubas, Quincas Borba y Dom Casmurro. Ternura, ironía, generalmente ausentes en la novela americana se encuentran aquí. Otro nombre digno de citarse es Inglez de Souza, donde la influencia de Zola es más marcada. Es en la novela y el cuento brasileño actuales, en donde haremos la mejor cosecha de relato regional. Como en Estados Unidos, en el Ecuador, en Venezuela, las novelas brasileñas contemporáneas serán expresión desgarradora de insatisfacción contra el medio injusto o, como dice Lewison respecto de los Estados Unidos: «Contra la baja calidad moral de la vida norteamericana». Como en el ensayo Gilberto Freile está dando una tónica de investigación profunda a la sociología americana, así también la novelística del Brasil ha hurgado lo esencial de tierra y hombre brasileños. Un arquetipo para novela y ensayo es el genial Os Sertoes de Euclides da Cunha. José Lins Do Rego es quien rompe la marcha de esta pléyade de relatistas brasileños. Menino de engenho, su primera novela, lo mismo que Doidinho y Bangué, son de intenso valor autobiográfico, pero esa infancia sencilla transcurre en la naturaleza brasileña, ante la catástrofe de sus ríos torrentosos y la potencia inmensa de sus selvas. Álvaro Lins lo dice: «Encontramos nos seus romances a historia social e o espírito de toda uma regiao». Completan la obra de do Rego: El Moleque Ricardo, Usina, Pureza, Pedra Bonita, Riacho Doce, Agua Mae —acaso su obra fundamental— Fogo Morto, Euridice y Cangaceiros. Siguiendo en los comienzos a Eça de Queiroz, Graciliano Ramos, hace el encuentro definitivo de su destino de escritor y novelista. Caetés, conserva rasgos de ironía queirociana; pero desde S. Bernardo que algunos juzgan su mejor novela, continúa la trayectoria del escritor brasileño con los pies fijos en su tierra, pero al servicio de la justicia y la piedad humanas. Angustia es un documento formidable de sentido regional y poder introspectivo —generalmente raro en los novelistas de América—, y viene luego Vidas secas, Infancia, Insonia y los cuatro volúmenes de Memorias do Carcere, en los que no sólo el nombre sino el poder de meterse dentro del «subsuelo», nos hacen recordar Dostoievski. Jorge Amado está empeñado en alma y cuerpo, en la lucha por la justicia social. Sus primeros libros Pais do carnaval, Suor y Cacau, levantaron una ola de comentarios por el proselitismo que se les atribuía y la audacia expresiva. Pero son libros intensamente regionales, aunque de una temática denunciadora y trágica. Luego vino Jubiaba como una verdadera obra maestra de poesía bárbara, en la que la vida primitiva desarrolla como categorías cotidianas, los dramas del amor, del adulterio, de la muerte. Finalmente Mar morto, que tiene una tal intensidad lírica que, quienes han querido ver complejidades anormales en el deseo sexual de Guma, un chico de once años, por su madre, una prostituta, acaso están extremando las interpretaciones. Han de citarse los nombres valiosos de Mario de Andrade, Cornelio Pena, José Américo de Almeida, Octavio de Faria, que anunció ambiciosamente una serie novelesca con el nombre de Tragedia burguesa, y hasta hoy sólo ha cumplido con Mundos mortos. Dos mujeres novelistas nos ofrece el Brasil contemporáneo: Rachel de Queiroz, con su notable novela Caminho de pedras y Lucía Miguel Pereira, con Amanhecer. Influenciado por la novelística norteamericana, en parte, y por las tentaciones del cinematógrafo, Erico Verissimo es el autor de una serie de bellas novelas en las que se revela un verdadero maestro: su primer éxito fue obtenido 51 con Caminhos cruzados, original de técnica y caudalosa de expresión, con poder de entrar en las profundidades del hombre. Siguieron Un lugar ao sol, Música ao longe, Mirad los lirios del campo. Y luego O tempo e o vento en el que se halla más maduro, más dueño de sus dones de novelista. Una «brincadeira» suya, Un gato negro en la nieve, le dio mucha entrada en la literatura norteamericana. Ha tenido mucho éxito y algunos creen que al éxito ha sacrificado calidad artística. Yo pienso lo contrario, Verísimo es un grande y bien difundido novelista del Brasil, con miras y ambiciones a lo universal. Monteiro Lobato, relatista de niños y de hombres, nuevo La Fontaine, es un novelista regional. ARGENTINA La menos regional de las novelas latinoamericanas ha sido escrita por un argentino: La gloria de don Ramiro de Rodríguez Larreta, que no pudo ser corregida ni por Zogoibi, ni por Santa María de los Buenos Aires. Pero en la Argentina también se escribe la novela regional por excelencia: Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes. Lo que Martín Fierro es para la lírica argentina, Don Segundo Sombra es para la novela. Güiraldes, hombre de cultura artística refinada, al que en Francia se llamó, por sus primeros versos, discípulo de Rimbaud, pero que «llevaba el gaucho en su corazón como una hostia». Se ha debatido sobre la autenticidad gauchesca de Don Segundo Sombra. Groussac lo dijo: «Al través del chiripá107 se le ve el smoking», sin embargo hay tal amor, tanto asombro encariñado con la tierra y sus hombres, que nos conmueve y convence. Alguna parte narrativa de la obra de Ricardo Rojas, polígrafo, puede entrar en la línea del relato regional, como su defensor y su teórico principalmente, pero también como su realizador en El país de la selva. Roberto J. Payro nos ofrece un tipo de novela regional picaresca en Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira y los cuentos de Pago chico. Regionales sin duda toda la obra de Benito Linch. El campo argentino, de pampas y sierras, el «pago», están ofrecidos con una diafanidad insuperable: Los caranchos de la Florida, El inglés de los guesos, El romance de un gaucho, son evidentemente regionales. La cosecha es inmensa, hemos de citar simplemente unos nombres, seguros de olvidar los más: Martiniano Leguizamón, Eduardo Acevedo Díaz, Justo P. Sáenz, Max Dickman, Pablo Rojas Paz, Fausto Burgos, Juan Carlos Dávalos, Ángel María Vargas, con aquel relato del bello nombre: El hombre que olvidó las estrellas. Aunque se trate de lo regional, no hemos de olvidar los grandes nombres de Martínez Estrada, Eduardo Mallea, Jorge Luis Borges, pilares de la cultura argentina contemporánea. URUGUAY Con las características regionales de lo rioplatense, la narrativa uruguaya se confunde y engloba con la argentina en veces, hasta el punto de que, nativos de la una orilla han escrito y vivido en la otra. Muchos casos, desde Florencio Sánchez, el dramaturgo, hasta Horacio Quiroga, el relatista, que abre la lista de los autores regionales uruguayos con sus Cuentos de la selva, La gallina degollada, Cuentos de 107 Chiripá, prenda exterior de vestir usada por los campesinos de Argentina, Río Grande del Sur (Brasil), Paraguay y Uruguay, y que consistía en un paño rectangular pasado entre las piernas y sujeto con el cinto. 52 amor, de locura y de muerte. Uruguayo por nacimiento e inspiración, aunque haya vivido lejos de la tierra nativa, es Enrique Guillermo Hudson, cuyo libro Tierra purpúrea es de la región uruguaya. Con todo, es Javier de Viana quien mejor representa lo regional uruguayo. Pesimista, amargo, en esos relatos vivientes, Viana cuenta la decadencia del gaucho, su miseria, en narraciones como Guri, Macachines, Leña seca, Yuyos. Otto Miguel Cione, con sus relatos llenos de sabor criollo, como Maula, Chola se casa, Carahuata, se inscribe en la novelística regional con igual derecho que el más popular y conocido Yamandú Rodríguez. Y no hemos de olvidar a Miguel Víctor Martínez, Francisco Espíndola, Valentín García, Juan A. Dosetti. Cerramos la lista con el nombre prestigioso de Zabala Muniz, conductor y director espiritual de la gente libre de su patria, cuyos libros, singularmente La crónica de Muniz, es un cántico a la región y a la tierra. Y finalmente el nombre alto de poeta, novelista, relatista de diferentes rutas, entre las cuales también la regional, cuyos libros La luna se hizo con agua, La carreta, Tangurapa, El caballo y su sombra, y sobre todos, El paisano Aguilar, lo colocan en lugar de preeminencia entre los narradores regionales del Río de la Plata: Enrique Amorin. CHILE Tierra principalmente de poetas, que ha dado a la estirpe algunas de las más altas significaciones líricas, como Gabriela Mistral y Pablo Neruda, no entró muy pronto y significativamente, por los caminos del relato. Hoy mismo, antes que tierra de novelistas, lo es de ensayistas, como Latcham y Subercasseaux, de historiadores, de poetas. Por ellos Chile ocupa un alto lugar entre las grandes potencias espirituales de América. En la última época —a excepción de lo que ocurre en la mayor parte de nuestros países— está iniciándose un valioso florecimiento teatral. Con todo, figuras excepcionales de la novelística chilena hacen su presencia en el panorama continental, pero aún entre ellas, no todas pueden ser inscritas en el casillero de la novela regional. Para no ir muy lejos, es difícil situar en esta línea a novelistas como Eduardo Barrios, de sutil espíritu romántico y gran belleza expresiva: El hermano asno, El niño que enloqueció de amor, en el que se narra un caso de desviación del complejo de Edipo, perturbador y triste. Tal vez en Un perdido y Gran señor y raja diablos haya un poco de sabor de la tierra chilena. Una buena parte de la novelística de Joaquín Edwards Bello, cabe en la parcela regional, aún cuando esté muy emparentado con los realistas europeos, ansiosos de tipificaciones personales permanentes. Fiel a la época, acaso sin propósito expreso se inscribe entre los novelistas de la inconformidad, como casi todos los norteamericanos, especialmente Sinclair Lewis, el de Babbit. El roto es, en nuestro tema, la más característica de las novelas de Edwards Bello, lo mismo que Valparaíso, La ciudad del viento, En el viejo almendral, El inútil, y aún La chica del Crillon, estas últimas con regionalismo urbano inconfundible. No se ha de olvidar a Rafael Maluenda, González Vera, Labarca Ubertson, Salvador Reyes, Sadi Zañartu, y muchos otros. He de citar, especialmente, al autor de una sátira admirable: El Socio de Genaro Prieto. Obra de nobleza inconfundible, de alto significado social, en que hay reclamo de justicia con sólo contar la verdad amarga de lo visto, es la de Alberto Romero, cuyo regionalismo urbano es inconfundible: La viuda del conventillo, La 53 mala estrella de Perucho González, entre otras muchas, consagran la vida de este novelista silencioso y poco espectacular, que vale mucho. Carlos Sepúlveda Leyton, nos cuenta el campo chileno en Hijuna, como Juan Marín nos cuenta tragedias del Sur de Chile en Paralelo 53 Sur; y una extraordinaria escritora de cuentos, Marta Brunet. Dos nombres de auténticos novelistas regionales, recientemente muertos los dos: Mariano Latorre y Luis Durán. El primero, con Zurzulita, On Panta, Maule y muchos libros de relatos campesinos, impregnados de tierra, espíritu y aire chilenos, escritos con amor, por uno de los más completos intelectuales que, en todos los campos haya tenido últimamente Chile; el segundo tan modesto y callado para el triunfo, con Frontera y Mercedes Urizar. Gente joven en Chile hace novela de acusada tendencia social especialmente. Nicomedes Guzmán, dramatiza la vida del proletariado urbano en La sangre y la esperanza y otras; y la tragedia del salitre en La luz viene del mar. Y aquí se acaba este cuento de cuentos. Muy incompleto sin duda. En él se ha procurado permanecer dentro de la parcela señalada: la novela regional. Con algunas escapadas, por la imposibilidad de omitir ciertos nombres. Seguramente son muchos los que faltan. Pecado de ignorancia y nada más. UNA NOVELA GRANDE108 Creo que en América se está haciendo novela grande de verdad en el Brasil, en Venezuela, en Puerto Rico, en Guatemala, en Colombia, principalmente, México está entrando con un buen paso en el concierto. México ha estado haciendo su revolución… Nombres como el de Graciliano Ramos, José Luis de Rega, Miguel Ángel Asturias, Eduardo Caballero Calderón. Y sobre todo el gran nombre de Rómulo Gallegos. En la gente joven, novela y cuento, ya tenemos a Caicedo, José Luis González Beleño, Laguerre, Monteforte Toledo y todos los novelistas colombianos de la violencia. La lista es interesante y larga. La novela hispanoamericana sin hipérbole, puede ya tratarse de tú con la europea, desaparecidos los grandes nombres de Lawrence y Thomas Mann y sin publicar cosas nuevas Martin du Gard o Huxley. Toda la novela norteamericana válida, desde Dreiser hasta hoy, es una protesta contra la calidad social y moral de la vida norteamericana con tajante ironía, como Sinclair Lewis, injustamente relegado, con tremenda objetividad multitudinaria como Dos Passos, con un cierto «existencialismo» rudo y salvaje con un dramatismo denunciador y violento como Steinbeck… En todos ellos, el pueblo, la verdad aflora por los cauces más auténticamente populares. El caso de Hemingway se parece distinto. Son otras las significaciones de la obra del autor de ¿Por quién doblan las campanas? Interpretación de buena voluntad de la Guerra Civil Española y El viejo y el Mar, novela de aventuras, en el buen sentido del término, a lo Conrad. Figura entre todas respetables, por lo entrañada y vital, la de Sherwood Anderson, bastante 108 Mauricio de la Selva, «Benjamín Carrión, entrevista», en México en la Cultura, No. 416, 11 de marzo de 1957. Fragmentos seleccionados. 54 olvidado también. Casi todos ellos tiene un elemento unificador: Una intención de justicia y una inmensa piedad por los hombres. NOVELA Y CONTEXTO HISTÓRICO109 La novela, en especial, ha sido afectada fundamentalmente por los procesos económico-políticos sociales que tiene vigencia en cada zona de América Latina. Ello hace, por ejemplo en México, y desde la aparición del fenómeno conocido como Revolución Mexicana, que la literatura novelesca, principalmente, no haya podido apartarse de la impresión histórica producida por aquel fenómeno. Dos corrientes o dos momentos de la novela mexicana han sido los que corresponden: primero, a la crónica de la misma, hecha primordialmente por personas que convivieron con aquel fenómeno, Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela. El segundo momento es el de la crítica de la Revolución Mexicana, que es el momento actual. A éste pertenecen novelistas de la talla de Agustín Yáñez y los más jóvenes como Juan Rulfo y Carlos Fuentes. En la zona del Caribe y en la América Central la influencia del imperialismo económico se ha producido así mismo en dos aspectos: sobre la protección de las más furiosas dictaduras para que favorezcan dicho imperialismo y cuya representación en la novela podemos concretarla en El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias y algunas otras. La influencia directa sobre la explotación de estos países centroamericanos y del Caribe por grandes compañías principalmente fruteras y las que tienen como representación más clara la novela Mamita Yunai, del costarricense Carlos Luis Fallas. El fenómeno cubano no ofrece la perspectiva necesaria para incluirlo en un género tan complicado como es la novela. Sigue en Cuba, como figura central, la de Alejo Carpentier, que trasciende en lo continental para proyectarse en planos universales. En Colombia, que ha producido la mejor novela romántica María, y la primera y mejor novela de carácter realista La vorágine, se está reproduciendo el fenómeno de la violencia que, por estar en marcha, tampoco ofrece la suficiente perspectiva histórica. Aún cuando haya dado abundante literatura entre la cual podríamos destacar Viento seco, de Eduardo Caicedo. En Venezuela, con su dictadura casi permanente y en el momento actual el impacto del petróleo, se han originado novelas tan valiosas como Casas muertas y Oficina No.1, de Miguel Otero Silva. Ecuador, Perú y Bolivia, están influidos, principalmente por el indigenismo, que se resuelve en la más angustiosa explotación de los grupos aborígenes. Huasipungo, de Jorge Icaza y El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría son sus representantes más destacados. Chile es tierra de poetas, como lo acreditan Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Pero en la novela ha influido aquello que Benjamín Subercaseaux llama su «loca geografía», Manuel Rojas con su gran novela Hijo de ladrón representa a este país. Evidentemente [en Argentina, por sus condiciones especiales el fenómeno es muy complejo]. Pero puede decirse que dos factores fundamentales han dado origen a su novelística: la pampa de Martín Fierro, por un lado, y la innumerable 109 Graciela Mendoza, «Presencia de Benjamín Carrión», en México en la Cultura, 28 de marzo de 1965. Fragmentos seleccionados. 55 inmigración europea que ha creado principalmente la gran ciudad de Buenos Aires. La representación del elemento europeísta tiene a Jorge Luis Borges con su obra total. La del elemento autóctono la representan novelistas jóvenes como Beatriz Guido, David Viñas y otros. Escapa a toda posible ubicación la extraordinaria figura de Julio Cortazar, cuya novela Rayuela, ha sido considerada como la más extraordinaria producción en la América Latina en los últimos años. Lo dicho de Argentina puede hacerse extensivo a Uruguay. De allí sobresale la figura de Enrique Amorín con su hermosa novela La luna se hizo de agua. Paraguay ha dado en estos últimos años y bajo la influencia trágica de la Guerra del Chaco un novelista que, a pesar de su juventud, ya nos ha regalado una obra maestra: Augusto Roa Bastos con su novela Hijo de hombre. COLONIALISMO INTELECTUAL110 El colonialismo intelectual que en el primer instante de la vida de todos nuestros países, podríamos decir que era una expresión normal y lógica del juego de las influencias, se esta convirtiendo, desde algún tiempo, quizá desde 1945 hasta hoy, en un colonialismo verdaderamente dirigido, absolutamente encaminado hacia los fines de las potencias superiores. EL antiguo era un simple colonialismo que nos ligaba, por nuestra ansia de acceso a la cultura universal y que inclusive yo he señalado con ritmos entre distancias variables, entre los veinticinco y los cuarenta años. Por ejemplo, el romanticismo nos llega, punto por punto, casi a todos nuestros países a los cuarenta años de haberse iniciado. Para señalar un hecho notorio, el romanticismo francés, Víctor Hugo, Lamartine, Chateaubriand, empiezan a asomar en nuestros países en la novela, en la poesía, el cuanto, en la obra literaria, tardíamente, y así el realismo y los demás movimientos que iban suprimiendo etapas, hasta el punto que la reinfluencia se hacia casi simultáneamente. Aquí, en América Latina, hubo corrientes de escritores que seguían la corriente de Joyce, uno de los escritores que, digamos, mayor influencia ha tenido a la distancia del correo. Llegaba el Ulises y lo leían los intelectuales y la cabo de un par de años empezaban a asomar novelas con monólogo interior y con toda las formulas que trajera este gran escritor irlandés. Esto lo digo como un ejemplo; pero hoy, el colonialismo es dirigido y es dirigido en casi todos los aspectos del arte, probablemente menos en la música; pero sí en las artes plásticas y en la literatura. Yo creo que la esterilización de ciertas líneas de los trabajadores intelectuales y artísticos, es perseguida en forma perfectamente planificada. Así, pues, se convocan constantemente, en casi todos nuestros países, concursos que casi siempre son financiados por grandes empresas del capitalismo internacional, la Shell, por ejemplo, la United Fruit, o la Esso, y se busca que los premiados sean personas, pintores, escultores, que no manifiesten en ninguna forma la lucha liberadora, la lucha libertadora que persiguen los hombres. De eso al llamado arte abstracto y todas las consecuencias y formas del 110 Edmundo Domínguez Aragonés, «México, para los pueblos de América latina, es una mirada hacia la esperanza», diario El Día, miércoles 13 de marzo, 1968. 56 arte pop, op, el cinético, etcétera, ha habido un paso, que se va acelerando cada día más. El pintor, como toda artista, quiere ocupar un lugar y sabe que ese lugar no lo ocupa si no sigue la tendencia en boga y que esa tendencia en boga exige, para poder triunfar en exposiciones, concursos, que el artista no intervenga en la lucha por el hombre. De otra manera el éxito es muy difícil. Por ello, entonces, son características que se notan desde las altas esferas de los organismos internacionales, a todos nuestros países se les va canalizando, suave y fácilmente. Algo parecido estaba sufriendo, aunque afortunadamente se esta deteniendo, las demás manifestaciones artísticas, sobre todo en las literarias: novela, cuento… La esterilización de la obra que el escritor, ante la posibilidad de publicación, de traducción, pudiera escribir sobre la lucha del hombre por la justicia. Estas directrices nos están llevando, creo que las décadas anteriores son ejemplo de ello, hacia la total esterilización de la posibilidad de lucha que tienen los trabajadores intelectuales en esos aspectos. El ejemplo más claro está en la misma novela norteamericana. En la novela norteamericana de la primera etapa, a partir de Theodoro Dreiser, por ejemplo, y la que corresponde a la Generación Perdida era una novela de descontento, una novela que tuvo una influencia tremenda sobre los escritores de América Latina: Dreiser, Sherwood Anderson, John Dos Passos y las primeras etapas, las grandes etapas de William Faulkner, fueron precisamente en las que el hombre, el escritor descontento con su medio aprovechó su capacidad para luchar por el hombre y por los hombres. Éxitos, por ejemplo, como Babitt, las demás obras de esa época serían, este rato, casi la confesión de inferioridad intelectual. Quien dijera que ama a Sinclair Lewis y a los demás escritores de la época, se declararía totalmente fuera, out, para utilizar la expresión en boga; fuera totalmente, de las posibilidades y de la moda. Esto trajo, hace una, dos o tres décadas, un intento de evasión dentro de la obra, pero trajo, a mi juicio, remediando dentro de este campo, la omisión en busca de caminos para encontrar la verdadera posición. No vamos a utilizar, en este momento, la palabra engage, o comprometido, para señalar las formas de acción del escritor, pero sí el hecho es que el escritor participe con su capacidad en la lucha cada vez más aguda y más perentoria por la justicia humana. Así, por ejemplo, puedo señalar ya, nuevas realizaciones en la novelística contemporánea. Yo diría que una especie de capacitación, de reencuentros de los caminos, los constituyen dos grandes novelas: Gran Serton: Veredas, de Guimarães Rosa y Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, ya como una especie de regreso a la novela, al relato con contenido que es capaz de producir en el ámbito del lector una reacción de incorporación al mundo que nos estaban privando, quizás, una etapa de novelas. Esto fue más chisporroteante: dijéramos así, como un juego de artificios, y, a mi juicio, se está entrando, ya, por los nuevos canales de la literatura en la que el escritor, el productor dramático y el poeta, han ocupado un puesto en esa lucha. Hace unos días se publicó, en uno de los grandes diarios de esta ciudad [de México], una carta de Cortazar que era, hasta cierto punto, la figura más invocada para la deshumanización del relato, en la cual declara en forma definitiva que habiendo acaso olvidado su misión en años de alejamiento de América y de su vida en Europa, el nuevo contacto con América le señaló el verdadero camino. Vamos a 57 esperar lo que pueda darnos, en esta nueva etapa, el talento, extraordinario, la capacidad, casi genial, a ratos le quitan el casi, del gran novelista argentino. ¿MENSAJE O COMPROMISO? NOVELA LATINOAMERICANA111 El escritor, por lo contrario, pacta a vida o muerte con las palabras, con sus palabras, con sus obras. José Revueltas Se ha llegado a decir, con alguna ligereza, y acaso en plan polémico, que la «novísima novela» latinoamericana no tiene «mensaje», dándole a la palabrilla un sentido peyorativo que acaso no tiene. Yo, desde luego, preferiría una expresión más cabal, menos metafísica, de mayor sentido humano: «compromiso». Compromiso, eso sí, que en definitiva significa intención, propósito, sin llegar al cartelismo, a la prédica dogmática, a la obligación previamente contraída, y mucho menos al encargo, a la consigna. Al hacer un recorrido rápido por esto que hemos dado en llamar la «novísima novela latinoamericana», nos encontramos a cada paso con «la intención», «el compromiso» del autor con su conciencia, aun cuando sea para el caso un poco lamentable, por provenir de un escritor excelente, del excesivo ocultamiento de lo que quiere decir, por medio del fácil, procedimiento de «los que no quiere decir». Jorge Luis Borges, cifra muy alta de la literatura continental, «no quería decir» que detestaba todo el plebeyo movimiento por la justicia social en el que, en tal o cual medida, estaban empeñados todos, o casi todos, los novelistas de las generaciones actuales. Jorge Luis Borges, cuyo instrumento expresivo y cuyo talento contribuyen a inscribir a la literatura latinoamericana —en muy pequeña escala todavía— dentro de la literatura universal, se alinea claramente en las direcciones que la plástica abstracta o la música concreta, han adoptado para eludir la problemática del hombre actual, constructiva y tremenda. Hasta que, por fin, no puede contenerse y, seguido por su grupo, aplaude hace un par de años uno de los mayores crímenes que en este continente se hayan cometido: la invasión de la República Dominicana por las fuerzas del imperialismo erigido en gendarme del mundo. ¿No tiene compromiso, por leve que fuere, Al filo del agua112? ¿Y Pedro Páramo, y algunos cuentos de El llano en llamas, «Luvina»113, por ejemplo, no 111 Diario Excelsior, México 22 de abril, s.f. (Texto tomado del Archivo de recortes que se conserva en el CCBC). 112 Novela de Agustín Yáñez (1904-1980), escritor, abogado y político mexicano. 113 Novela y libro de cuentos, respectivamente, de Juan Rulfo (1917-1986). 58 tiene compromisos? ¿El tan discutido —qué bien que sea tan discutido— Carlos Fuentes, no tiene compromiso también desde La región más transparente hasta Cambio de piel? Fuera de México, novelas comprometidas son las de Carpentier, Cabrera Infante, Lezama Lima. La ciudad y los perros, de Vargas Llosa tan comprometida es, que su primera edición, casi toda recogida por los militares, fue incinerada, previo el rociamiento con gasolina, en el patio principal del «Leoncio Prado», en Miraflores. ¿Y quién no halla compromiso, el formidable compromiso de lucha contra todo y todos los enemigos del hombre, que es Cien años de soledad, la gran obra maestra ¡por fin!, de Gabriel García Márquez? Pero se me están yendo las manos del tema principal, en la cita amorosa de la obra novelística actual de América Latina. El problema del mensaje, del compromiso, del escribir por algo y para algo, como lo hicieran Dante, Cervantes, Moliere y Voltaire, el «fáustico» Goethe, el combativo Víctor Hugo. Y en los albores del siglo, los grandes rusos Gogol, Pushkin, Dostoievski, Tolstoi, Eça de Queiroz... Y ya en la edad moderna, los yanquis de «la Generación Perdida», sin excluir a Faulkner y, a pesar de todo, John Dos Passos. Y los grandes como Joyce, como Kafka. Algún día pienso escribir largo y desahogarme cosas que llevo muy adentro: Marcel Proust, el más grande los escritores —para mí— de cualquier idioma y de cualquier país, es un escritor comprometido. ¿Hay algo más cruel —ni en Balzac— contra lo grotesco y falso de las castas ricachas y aristocratizantes que en todo lo largo de A la recherche du temps perdu? Se me objetará acaso su elogio desmedido del Barón de Charlus... Allá él. Como allá Virgilio con su Égloga y Corydon o Shakespeare con sus sonetos... Todo esto, tan tónico, tan reconfortante, que hace olvidar que vivimos una época de hienas ultra civilizadas, que si asoma un Lincoln o un Luther King en el ámbito imperial, lo mandan matar inmediatamente... Todo esto nos ha sido sugerido por la edición, en dos bellos volúmenes, de la obra literaria de José Revueltas que, unidades separadas, había leído en buena parte. Dos bellas cosas he presenciado en estos dos meses de permanencia en México: eso de que en vida, a un compañero y amigo desde hace muchos años, a Salvador Novo, admirado y querido maestro, lo hayan honrado en vida poniéndole su nombre, en letreros grandotes, Salvador Novo, a la calle de Coyoacán —no he de poder decir Coyoyoacán, mi querido Salvador, como usted tampoco, en homenaje a Miller pudo decir Chapultepec— en la que siempre ha vivido; eso, amigo, es una cosa muy bella, que tanto como honrar a Salvador, honra principalmente a México. Y la segunda cosa es esta Obra literaria de José Revueltas —no obras completas, porque para completarlas tiene por delante medio siglo de vida—. De este José Revueltas que, sin asignarle ningún número ordinal, tan autoritario como falso, es para mí, sencillamente, el novelista más serio de su generación en todo el ámbito del idioma. Así. Porque sí. Y esto que hoy digo, al volar de la máquina, pienso decirlo en breve en una apreciación más detenida y larga. No en crítica, porque eso de crítico del idioma y la literatura, me parece un oficio tan pero tan parecido al de los simpáticos «tamarindos» del tránsito, que les dice a coches y peatones: por aquí hay que ir, aquí que estacionar... He de decir, simplemente, mi gusto de lector, como he declarado que me gusta Marcel Proust, como vengo diciendo desde hace tiempo, que me gusta Michel Leiris o Robert Musil, que me gusta un poco Bellow, otro poco Salinger. Que me 59 encanta Rulfo y García Márquez. Que aún no he leído a Lezama Lima, pero que de esta semana no paso. Y que me gustan; con mensaje o sin él, Spota, Vargas Llosa, José Donoso y el gran Leopoldo Marechal... Pero esto de José Revueltas, en un par de semanas —como tengo prometido lo de Guimarães Rosa— lo he decir, y largo, porque ya no me lo puedo guardar por más tiempo. ¿CRISIS DE LA NOVELA?114 Por el ámbito de la novela, tanto en Europa como en América Latina, se han producido, se están produciendo, espectaculares sacudidas. El tiempo nos dirá si son de profundidad y altura o solamente de periferia o superficie. De todos los ángulos de la cosa literaria, se lanzan interrogatorios que llevan en sí algo así como el complejo de Electra: son malagoreros, anunciadores de muerte o, por lo menos, decadencia. Hasta el punto que nos traen a la memoria el famoso telegrama de León Hennique —si no recuerdo mal—, cuando a principios de siglo la crítica francesa rezaba responsos funerarios por el naturalismo, cuyo pontífice máximo era Emilio Zola: «Naturalisme pas mort. Lettre Suit». ¿Asistimos, en verdad, a la edad crítica de la novela? ¿Se trata de una anciana que ha cumplido su ciclo vital y está en los dinteles de la menopausia, de la infertilidad? Estas y otras preguntas de parecida índole se han lanzado a los cuatro vientos, y han servido para encuestas por escrito, mesas redondas, congresos, coloquios o encuentros de escritores, como los de Formentor, por ejemplo. Se ha debatido el tema en Berlín, en Génova, en Buenos Aires... Sin embargo... Sin embargo, el símil histórico más invocado, que es el de la epopeya, parece no jugar a plenitud para justificar la lobreguez de los augurios. En primer lugar, porque la epopeya misma, en su esencia, su consubstancialidad humana y artística, no ha desaparecido, ni mucho menos, de la escena artística. El poema épico en grande, con las características clásicas conocidas, del tipo extraordinario de La Ilíada, La Odisea, La Eneida, en las eras grecolatinas; de La Divina Comedia en plena Edad Media; de Orlando Furioso, Las Lusíadas, en las épocas renacentistas; ese poema épico, en verdad, ya no cuenta entre los géneros literarios en vigencia desde hace más de un siglo. Acaso su funeral se celebró en nuestra América con La Araucana de Ercilla. Pero lo épico, la epicidad, el cántico en tono mayor de hazañas de los hombres, la exaltación de la pasión, del júbilo, del dolor o de la angustia, no han desaparecido en manera alguna; al contrario, se ha acendrado en forma tal, que lo difícil actualmente es discernir, entre lo que hoy se escribe, qué es lo que no ofrece, los caracteres de lo épico: vertido en la prosa o en el verso, y singularmente, en la novela. En las diversas expresiones de la novela, pero singularmente en las llamadas social e histórica. 114 Raíz y camino de nuestra cultura, Edición del Departamento de Extensión Cultural del Consejo de la Municipalidad de Cuenca, Cuenca, 1970. Originalmente se publicó en la Revista Nacional de Cultura, No. 179, Caracas, enero-marzo de 1967, pp. 17-23. 60 Así, en la obra de Malraux, por ejemplo. Desde luego, en casi todas las novelas de Sartre. ¿Qué son sino epopeyas las novelas de Hemingway? Y aún entre nosotros, los latinoamericanos: aliento épico tiene la obra entera del gran maestro de novelistas, que es Rómulo Gallegos. Y las vaharadas de selva cálida y tremenda que exhala La vorágine de José Eustasio Rivera, reúnen las características fundamentales de lo épico, en ambiente y personajes. Las grandes sacudidas a que me referí en las primeras líneas de este ensayo, se han producido en distintos lugares. Pero voy a ocuparme, principalmente, de las producidas en Francia —maestra de la novela moderna a partir de Balzac—; y a las que se han producido en el ámbito de nuestro idioma y en los límites de nuestro propio continente latinoamericano. Veamos lo que está ocurriendo en Francia, y sus repercusiones en el mundo, en nuestro mundo literario. En el periodo entre-deux-guerres, 1919-1939, sigue en vigencia el impacto tremendo producido por los grandes colosos: Marcel Proust, James Joyce, Franz Kafka, que son los verdaderos irruptores en los cotos cerrados de Mr. Balzac. Ya lo dijo, con su suavidad inconvincente André Maurois: Par la faute de Mr. de Balzac. El francés, el irlandés y el checo, introdujeron factores novísimos: la potencia recreadora del recuerdo, la audacia profunda del monólogo interior y la ingravidez inefable del absurdo. Y desde entonces —¿ha disminuido su vigencia?— A la recherche du temps perdu, Ulises, El proceso, se han erigido en nuevas biblias, en códigos universales para los cultivadores de novelas. La Primera Guerra Mundial dio paso a nuevas inquietudes. Y tanto como ella, dos fenómenos extraliterarios: Karl Marx y Sigmund Freud, influyeron profundamente solo en los campos universales de la política, de la economía, de la psicología profunda; sino también, y en muy ancha medida, en los de la literatura, de preferencia en la novela. Muy difícil sería presentar caso válidos de novelistas contemporáneos que hayan podido escapar a esas garras tremendas, prendidas desde entonces sobre la inteligencia universal. Aún antes que en Europa, esas influencias cavaron surcos profundos en la naciente novela norteamericana. Después del patriarca Dreiser, los hombres de la «Generación Perdida» —según la expresión acuñada inmarcesiblemente por Gertrude Stein— dieron el gran grito de rebeldía, cada cual con sus tonos de voz: Hermingway, John Dos Passos, William Faulkner, la propia Gertrude Stein, Thomas Wolfe, Sherwood Anderson, Erskine Caldwell, E. E. Cummings, John Steinbeck y, sobre todo, F. Scott Fitzgerald, el malogrado. El grito de estos escritores, como el aullido, de los pieles rojas en sus reservaciones anunciando peligro, conmovió profundamente los basamentos clásicos de la novela. Y algunos de ellos, Dos Passos y Faulkner, han dejado su marca inconfundible en la novelística universal. Los testigos de la guerra, sobre todo en Francia, se diluyeron acaso en un fraternalismo pacifista, muy conmovedor en el ánimo de las gentes, pero sin posible continuidad en el plano de lo estrictamente literario. Gentes de ingénita misericordia por el hombre, le recordaron la proximidad de la sangre y de los huesos, le contaron la muerte de los clarines y de los penachos, y le hicieron palpar la podredumbre hedionda de la guerra en las trincheras, con cadáveres corruptos, con excrementos y carroña: Barbusse, Georges Duhamel, Jules Romains, con su grupo de los «unanimistas»115 y su novelario Los hombres de buena 115 Grupo de la Abadía, comunidad de escritores y artistas que, a partir de 1906, se instaló en una finca de Créteil, un municipio cercano a París (Francia). El nombre es un homenaje a la sociedad ideal imaginada por 61 voluntad. El austriaco Zweig, biógrafo de héroes y de santos laicos, rubricó con el suicidio la frustración trágica de su ideal, al conocer, en su bello retiro de Petrópolis, el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Vino luego la segunda tormenta. La locura humana no tiene memoria. Y en el tinglado fatídico, al Kaiser lo reemplazó otro alemán, Hitler. ¿Se estará incubando ya el tercero, en este o en el otro lado de los mares? Tras ella, no asomaron, en los predios de la literatura, los profetas misericordiosos que siguieron a la primera matanza. Esta vez, fueron los profetas adustos, sin lágrimas, para conmover, sino con la fuerza de su verdad razonadora y terrible. Augures de la angustia, con su mirada buida clavada en el pasado, el presente y el futuro del hombre. En el hombre total, «condenado a ser libre». Es Jean-Paul Sartre el que, desde su alta barricada intelectual, como filósofo, polemista, dramaturgo y ensayista, de la tónica a la nueva corriente: el existencialismo. Pero mientras en otras partes y otros momentos, se había mantenido en los terrenos de la especulación filosófica, en Francia —y luego después en el mundo entero— asumió las características de una actitud ante la vida, de una toma de conciencia sobre los problemas íntegros de la existencia. Y, desde luego, fijó un poderoso impacto en el teatro y la novela. Junto al pontífice, surgió un grupo de oficiantes. Entre ellos, se destacó la amiga del maestro, Simone de Beauvoir. Como ha sido usual en las últimas décadas francesas, el movimiento se apoyó en una revista de proyecciones universales: Les Temps Modernes, desde la cual se lanzaba al mundo la buena nueva de la nueva posición del hombre. Y, como es usual también en Francia, se erigían o se destruían reputaciones. Desaparecido André Gide, el hacedor de genios y el demoledor de aspiraciones, Sartre asumió esa función, pero con mayor beligerancia polémica: uno de los primeros encuentros lo tuvo con su amigo fraternal, casi su discípulo, el novelista y dramaturgo argelino de lengua francesa, Albert Camus. Pero eso no podía continuar así: Francia no es país para soportar dictaduras, así sean dictaduras, intelectuales. País de moda y plebiscito, que no se pone de acuerdo ni siquiera sobre la jerarquía de sus grandes hombres como lo hacen, casi todos los otros grandes países: el español no vacila, su genio, mayor, Cervantes; el inglés no vacila, su genio mayor, Shakespeare; el italiano no vacila: su genio mayor, el Dante; el alemán no vacila: su genio mayor, Goethe. Solamente el francés no halla un consenso universal ni entre sus gentes de letras ni entre su pueblo todo: ¿Montaigne? ¿Moliére? ¿Rabelais? ¿La Fontaine? ¿Voltaire? ¿Víctor Hugo? Cuando, por dos años veinte, un periódico literario de París hizo una consulta a cuarenta escritores —no precisamente a los Cuarenta inmortales de la Academia Francesa—, sobre el nunca resuelto problema de quién es el más grande escritor francés, nadie obtuvo mayoría. El mayor número de votos, 13, favoreció a Papa La Fontaine. Los demás obtuvieron cuatro o cinco, nada más. Rabelais y que llamó la abadía de Thélème, cuyo lema de convivencia era: «Haz lo que quieras». A este grupo estable, se le unieron ocasionalmente otros autores que quisieron probar esta experiencia de vida comunitaria, como Georges Chenevière, Pierre-Jean Jouve e, incluso, Jules Romains, que en Éditions de l’Abbaye publicó La vida unánime (1908), obra de la que surge el término unanimista que se utiliza para referirse a escritores posteriores que fomentaron las ideas de la fraternidad. 62 Francia, la chose litteraire francesa, no podía tolerar esta dominación. Y, en los precisos momentos en que la Academia Sueca coronaba a Sartre con el más alto —y jugoso— galardón literario del mundo, el Premio Nobel, venía desde hace rato cuajando una ofensiva en todos los frentes, no diré, precisamente contra, pero sí frente al Papa, del existencialismo, y su obra. En los predios de la novela, esta corriente indevota a Sartre, no precisamente enemiga, se capitaliza con el nombre y la obra del nouveau roman116, la «nueva novela» cuyos autores y representantes más conspicuos son Alain Robbe-Grillet, Natalie Sarraute, Michel Butor, Marguerite Duras, Claude Simón y otros, entre los cuales se cuenta, en primera línea, Samuel Beckett, dramaturgo y novelista muy en boga a causa, sobre todo, de su drama Esperando a Godot... Es la lucha contra uno de los dogmas mayores del sartrismo: la literatura comprometida. A la cual se opone una cierta literatura gratuita, en la que el hombre no sea «la medida de todas las cosas». O, como afirma, Robbe-Grillet: «La novela de personajes pertenece al pasado, porque caracteriza una época: la época que señala el apogeo del individuo». Esta «nueva novela» ha sido llamada también «literatura de superficie», porque lucha contra la «literatura de profundidad»; o la «literatura para nada» porque está contra la «literatura por y para algo», o sea, contra la literatura de propaganda a tesis. Algunas obras notables ha producido ya la «nueva novela»; y ha tenido especial fortuna en el cine, pues por lo menos dos grandes películas se reclaman de ella: Hiroshima, mon amour, de Marguerite Duras, y El año pasado en Mariembad del propio jefe de la novísima escuela: Alain Robbe-Grillet. Difícil nos parece que este tipo de novela eche raíces en nuestras tierras lujuriantes, y móviles, apasionadas y violentas; acuciadas por el hambre y la injusticia, por la miseria y la dominación. Pensamos que experimentos como el del nouveau roman son propios de pueblos en angustia de llegada y comienzos de declinio, fatigados de cultura y riqueza, pero no de pueblos en ascenso fatigoso e intrépido, en los que las «voces que aran» tienen mayor vigencia que las «voces que oran». Sin embargo, América Latina está buscando su verdadera expresión, en veces apegada a su vertiente engendradora, la europea; en veces apegada a su vertiente matriz, la americana. Después del período de los grandes, representado por Rómulo Gallegos, José Eustasio Rivera, Mariano Azuela, Ricardo Güiraldes, la «nueva novela» latinoamericana aparece, con características diversas, según el país y la región, y de acuerdo con las «incitaciones» —para usar un término de Toynbee— de carácter económico o político. Miguel Ángel Asturias y Jorge Luis Borges representan los dos polos, geográficos y literarios, de la novela latinoame116 Nouveau roman, también conocido como antinovela, género cultivado por un grupo de escritores franceses tras la II Guerra Mundial que reaccionaron en contra de la novela tradicional y se lanzaron a la búsqueda de nuevos temas y nuevas técnicas literarias. Entre los más destacados autores del nouveau roman figuran Claude Simon, Robert Pinget, Alain Robbe-Grillet y Michel Butor. Su trayectoria literaria estuvo marcada antes de la guerra por escritores como Samuel Beckett y Nathalie Sarraute. 63 ricana de los años treinta. Junto a ellos, Jorge Icaza y Demetrio Aguilera Malta en el Ecuador, Ciro Alegría en el Perú, Eduardo Barrios en Chile, Graciliano Ramos, José Lins do Rego en el Brasil. No es una enumeración: es, simplemente, una ejemplificación deliberadamente incompleta, porque ese no es el tema que estoy tratando. Es a la «novísima» novela a la que quiero referirme. La que, sin desoír el substractum sonoro de la tierra, se vierte en los moldes más nuevos, más audaces, compatibles con el desconcierto atómico de esta era desequilibrada, que busca raíces y superficies, «tropismos» y formulaciones jamás usadas entre nosotros, pero que guardan el recuerdo inconfundible de los procedimientos de los grandes nombres: Joyce, Kafka, Proust, Faulkner, Dos Passos. Y los más recientes de Lawrence Durrel, Henry Miller y una que otra cosa del nouveau roman. Pienso que las primeras tentativas de estos sacudimientos, fueron realizadas en México, por Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, José Revueltas... Libros como Pedro Páramo, La región más transparente, Confabulario y Los Errores, produjeron, cada uno en su momento, una sensación de asombro y de franca admiración. Naturalmente, se abrió la polémica, que aún no se cierra, sobre autores y obras. Pero nuevas novelas, nuevos libros de cuentos, la presencia de estos «nuevos» de treinta a cuarenta años, la vida literaria de vanguardia, ha hecho de ellos autores consagrados. Libros como Pedro Páramo de Rulfo, ha sido traducido a muchos idiomas y va a ser llevado al cine muy próximamente. Y lo mismo ocurre con Aura, La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes. Lo mismo está ocurriendo en Venezuela con las novelas de Miguel Otero Silva, Casas Muertas, Oficina número 1 y La muerte de Honorio, en Paraguay, con Hijo de Hombre de Roa Bastos y así en muchos de nuestros países, pues la «reacción en cadena» se está produciendo en forma fulminante. Pero el verdadero escándalo, como la aparición en Europa del Cuarteto de Alejandría de Durrel o los Trópicos de Miller, se está produciendo en torno a dos novelas: La ciudad y los perros del peruano Mario Vargas Llosa y Rayuela del argentino Julio Cortázar. Los dos casos son totalmente diversos, aunque los une la poderosa voluntad de originalidad de sus autores, que los lleva a hallazgos de una desconcertante audacia en la temática y los modos expresivos. Julio Cortázar se había señalado ya como cuentista en Las armas secretas y Final de juego y en la novela Los Premios. Pero es con Rayuela que produce uno de los escándalos literarios más grandes de las últimas décadas. Rayuela es la expresión más desorbitada del desorbitado mundo que nos ha tocado vivir. El sistema de las asociaciones libres —ya practicado por Joyce y aún por Duhamel— es llevado a sus últimas consecuencias. La superposición de tiempo, tan atrevidamente usada por Sartre, por Durrell y aun por Jean Génet, es llevada hasta el abuso, pues ocurre de línea a línea y sin ser advertido el cambio de personajes. Y, desde luego, el monólogo interior, vigente desde Joyce y la vivencia del recuerdo, no superada desde Proust. Hay, eso si, una constante elusión de la realidad, una fuga de lo emocional, un odio persistente por lo propagandístico y dogmático: es la gratuidad, no siempre alcanzada por los hombres del nouveau roman, conseguida en términos de genialidad por Cortázar. La forma expresiva asume características de delirio, pero de un delirio algebraico, si cabe la brutal paradoja: nada es imprevisto, todo está delineado, solamente que hay que vivirlo a brincos, como en el juego de la rayuela, tan 64 popular e infantil en la América del Sur. Para que el deslumbramiento, sea mayor, Cortázar señala, al principio de Rayuela, la forma criptográfica para su lectura: empezando, dice, por el capítulo 73 y siguiendo el orden que se indica al pie de cada capítulo que es éste: 73–1-2-116–84-4–71-5-81 y así sucesivamente, llenado un cuadrilátero de catorce líneas de números saltados... El capítulo 34, por ejemplo, está escrito en forma de que se lea saltando una línea, así: la primera, la tres, la cinco, la siete, etcétera. Pero, después de Rayuela, Cortázar escribe cuentos tan bellos como «La salud de los enfermos», que hace llorar a las madres pobres, como lo consigna en una carta espontánea la revista Diálogos, órgano de la extrema vanguardia literaria en México... El segundo toque de alarma lo da el peruano Mario Vargas Llosa, con La ciudad y los perros. Vargas Llosa tiene veintiocho años de edad, mientras que Cortázar tiene cincuenta y dos. Es deliberada —o auténticamente— adversario de ostentar cultura, mientras Cortázar deslumbra, cambiando varios idiomas —latín, inglés, francés, alemán, ruso— en el mismo párrafo, procedimiento tan caro a Joyce, y haciendo alusiones reiteradas a músicos, pintores, poetas, filósofos, novelistas, de todos los pueblos y todas las edades. Vargas Llosa es un prototipo de ingenuidad, de espontaneidad, de frescura y, en todos los instantes, de una maravillosa poesía... Las asociaciones libres, la superposición de tiempo, el monólogo interior, son pedidos por la arquitectura de la novela, por su tema. Y tiene una capacidad muy rara, que solamente la han dominado los grandes, como el Grand Meaulnes, Poil de Carotte o Agostino: la de interpretar y transmitir el pensamiento y la sensibilidad de los adolescentes. Jamás una alusión a cosas de cultura almacenada. Menos aún, toques que pueden ser interpretados como propaganda de algo... Del texto surge un doloroso asco por el automatismo, por la imbecilidad castrense, porque así son las cosas. Nos hallamos en presencia de un verdadero, de un gran, de un audaz novelista latinoamericano. La ciudad y los perros es un poema, sin dejar de ser una novela. Y sin omisión pacata de los términos más recios y más duros del idioma. Es humano, porque no evita la dimensión del hombre. LA INTELIGENCIA CUMPLE117 ¿Han leído ustedes la opinión de Julio Cortázar sobre las cosas que están ocurriendo en Francia? Bien conocida ha sido la posición neutralista, europeizante, del gran novelista argentino. La influencia, no negada por Cortázar, que sobre él ha ejercido ese gran escritor en lengua española que es Jorge Luis Borges, nacido en la Argentina. Cuando, de pronto, Cortázar se abre a los vientos del mundo y a la apasionada admiración de los escritores de América Latina con aparición de su genial novela Rayuela, esta convicción del apegamiento de Cortázar a lo europeo, con desdén de lo nuestro, se afianzó y generalizó. Es un escritor europeo, con 117 Diario Excelsior, México, martes 4 de junio de 1968. Publicamos aquí un fragmento de este texto periodístico. 65 miras a lo universal, pensaron todos. Y todos le daban la razón, porque él, al par que Borges, había encontrado los caminos —anchos, abiertos por el monstruo de Dublín, James Joyce— para transitar libremente dentro de los itinerarios universales de idiomas y de antologías. Un día de esos, Cortázar viene a Cuba, Cortázar acepta ser jurado de novela en los concursos que, desde 1960, viene convocando la Casa de las Américas. Y Cortázar, el algebraico autor de Rayuela, se manifiesta apasionado por los latinoamericanos, y acepta, firme y tranquilo, su nueva misión de soldado de lo nuestro, de la justicia y la Revolución. Las respuestas que Cortázar da al interpelador francés sobre los últimos, sobre los actuales sucesos de Francia, en lo relacionado con la insurgencia universitaria, son valientes y lúcidas: él, escritor que ha transpuesto las colinas escarpadas de la gloria y los lánguidos descensos de la pendiente de los cincuenta a los sesenta años, comprende y aplaude la actitud de los universitarios franceses que, como los españoles, los norteamericanos, los ecuatorianos, los bolivianos, los alemanes, los universitarios de todos los países, han resuelto hacer oír su voz, ha resuelto exigir que se cuente con ellos, en el planeamiento de un mundo que a los viejos ya nos servirá muy poco, y que ellos tienen por delante. Sin pensar que llegará la hora en que los hijos y los nietos, que vendrán en breve, engendrados en lucha y desesperación, también les reclamarán lo que ellos, con plena justicia, nos reclaman a nosotros... Cortázar, el campeón de los no comprometidos, se ha comprometido a fondo. El rayo de la verdad le ha abierto los ojos en el camino de Damasco... Gabriel García Márquez es el autor de una literatura reivindicadora. De una literatura que cumple lo que cumpliera el Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, con los libros de caballerías... Gabriel García Márquez había escrito ya El coronel no tiene quien le escriba. Uno de esos relatos que, como El Gran Meaulnes, de Alain Fournier o Pedro Páramo, de Juan Rulfo, ya han dicho en cien páginas lo que otros escritores solamente pueden decir en tres mil páginas o más. Este Gabriel García Márquez — ¿no lo sabían ustedes?— ha escrito la mejor novela, una de las mejores novelas de este siglo en nuestro idioma. Como Gran Sertón: Veredas, de Guimarães Rosas; como Rayuela, como Paradiso, como Cambio de Piel... Solamente que... Solamente que, García Márquez en Cien años de soledad, hace la antinovela modernísima: vuelve a la novela de siempre. Cuenta. Se ríe, apostrofa, llora... Y se manifiesta dueño de la más genial ironía que haya sido empleada en nuestro idioma, desde el ya nombrado Don Quijote... Y a García Márquez también le han preguntado cosas, en Madrid, y ha respondido como debía: con los dos pies muy firmes en la buena orilla. Muy seguro de sus deberes de hombre, que él une con sus deberes de escritor, con sus deberes de gente de estos días... Piedra blanca para estos días en los predios de la inteligencia latinoamericana: se encuentra en el lado bueno, y está resuelta a permanecer en él, y a emplearse a fondo para cumplir el compromiso. ¿QUÉ PIENSA DEL «BOOM»?118 118 Alberto Adrián Manuel, «Literatura ecuatoriana: Benjamín Carrión», Diario La Nación, Buenos Aires, 27 de agosto de 1972. Fragmento de este texto periodístico. 66 En realidad no se trató (ni se trata) de un verdadero grupo literario, en el sentido de un «movimiento»; no es como fue el modernismo, una escuela. En realidad, sólo se unieron después de ser atacados, como Vargas Llosa y García Márquez, tan disímiles. Comparten un trasfondo literario: Joyce, Proust, Faulkner, cual más, cual menos, pero no son un «equipo». Incluso podría hablarse de un «preboom»: Lezama Lima, Carpentier, Borges. Pero, por supuesto, no son homogéneos. Para mis cátedras definí la diferencia entre ellos: los que citan su cultura, «citando todo lo citable» (Cortazar, Carlos Fuentes, en varios idiomas) y los otros, más modernos, donde nos es posible hallar una sola frase ajena (Guimarães Rosa, Juan Rulfo). Estos novelistas intentaron, de algún modo, renovar la novela demasiado seguidora del realismo francés, a la moda de Flaubert, como en Europa, Joyce, Camus, etc. La popularidad de García Márquez se debe en parte a un desconocimiento de la literatura oral que existe en la región de Antioquia, en Colombia, de donde García Márquez toma su estilo. Allí, aislado de la selva, los conquistadores españoles contribuyeron a crear una nueva mitología, dando a los indios las novelas de caballería y vidas de santos, y confundiendo ellos mismos, maravillosamente, esa tradición europea con la exhuberancia de las leyendas indígenas. Así nace un Tomás Carrasquilla, autor de «En la diestra de Dios padre», modelo de cuento antioquiano y ahora olvidado en la voluminosa novela de García Márquez. LA COSA ANDA MAL119 Pero la cosa anda mal. Por ejemplo, el mayor de todos los novelistas mexicanos, Juan Rulfo, no publica nada. Hizo una obra —Pedro Páramo. Otra figura de primerísima fuerza que no participa en el boom ni forma parte de ninguna cofradía, José Revueltas, tampoco es muy prolífico. Y los jóvenes que iniciaron una etapa posterior, digamos cinco o seis años después de Carlos Fuentes como Salvador Elizondo, José Agustín (su novela De perfil es excelente), Gustavo Sainz (Gazapo es buena) y Vicente Leñero no escriben mucho. Leñero, que se anotó un buen triunfo con Los albañiles, se pasó al teatro. En realidad, creo que el único novelista mexicano activo es Carlos Fuentes. Es posible que eso influya [la falta de una renumeración adecuada], porque es evidente que en América Latina solo diez o doce escritores ganan bien: García Márquez, Vargas Llosa, Lezama Lima, Carpentier, Fuentes, Cortázar, los otros no tienen suficiente promoción, cosa que es muy importante en esta sociedad de consumo en que vivimos, dócil ante el aparato montado por el capitalismo. La muerte de la novela, se ha anunciado hace tiempo. Pero no ha ocurrido. Creo que no ocurrirá porque el espíritu humano la pide: es distracción y distensión. Es consuelo y es compañía. Es engaño y es también incitación al suicidio. Y así como los niños necesitan juguetes, y se regocijan con ellos, el juguete del adulto es el libro. 119 Carlos Cantón Zetina, «Benjamín Carrión lamenta que en México cada vez se escriban menos novelas», en el Diario Excelsior, Ciudad de México, martes 5 de noviembre de 1974. Fragmento de este texto. 67 LA NOVÍSIMA NOVELA IBEROAMERICANA Y SUS PROBLEMAS120 En mis cursos de literatura, en Caracas, Buenos Aires y, particularmente en la Universidad Nacional Autónoma de México —UNAM— he expuesto, en mis programas, hasta el año de 1965, una tesis basada en la dicotomía incitaciónrespuesta, planteada por Arnold Toynbee121 en su monumental Estudio de la Historia. La tesis central de mis programas entonces era la siguiente: «A una incitación político-social-económica, de cada región latinoamericana, corresponde una respuesta en la novela». El planteamiento se desarrollaba así: 1.- Zona centroamericana y del Caribe: incitación central políticoeconómica-social: el imperialismo político y financiero, con sus efectos principales: dictaduras militares apoyadas por el neo-colonialismo, caudillismo casi permanente, discriminaciones de todas especie entre los colonizadores y los colonizados. Respuesta: El señor presidente de Asturias y sus otras novelas; Mamita Yunai, de Carlos Luis Fallas; Luna verde, de Joaquín Beleño. La obra de Mario Monteforte Toledo. 2.- Zona colombiana: Incitación actual, la violencia, que dura ya más de treinta años. Respuesta: Viento seco de Caicedo y, extremando un poco la medida, toda la obra de García Márquez. 3.- Zona venezolana: El petróleo y sus consecuencias, como incitación. Respuesta: Miguel Otero Silva, incluyendo Cuando quiero llorar no lloro... Garmendia, González de León... 4.- Zona Andina. Incitación: todos los aspectos y derivaciones del indigenismo. Respuesta: hasta entonces, Icaza, Ciro Alegría, José María Arguedas, en Perú y Ecuador. 5.- Zona paraguaya, incluyendo Bolivia: la Guerra del Chaco. Casaccia 122, Roa Bustos en Paraguay; y en Bolivia Augusto Céspedes, Oscar Cerruto. 6.- Zona de Río de la Plata, Argentina y Uruguay: Incitación doble, primero la pampa, el gaucho; respuesta, lo gauchesco, Martín Fierro, Don Segundo 120 Cuadernos del Guayas, Nº 42, Mayo 1976, pp. 19-29. Arnold Joseph Toynbee (1889-1975), historiador británico, conocido por su visión del pasado como una sucesión de civilizaciones más que de entidades políticas. Estudio de la historia, obra del historiador británico Arnold Joseph Toynbee, publicada en doce volúmenes desde 1934 hasta 1961 con el título de A Study of History. Se trata del principal trabajo del autor, en el cual reside su propia filosofía de la historia, disciplina ésta a la que entiende como el análisis del desarrollo y declive cíclico de las civilizaciones. Mediante el estudio comparativo del nacimiento, desarrollo y desintegración de las 21 civilizaciones consideradas por el autor, éste concluye que todo el proceso obedece a los cambios introducidos por el liderazgo de determinadas minorías especialmente creativas. Cuando, en cada caso, se deteriora la capacidad que tienen estas minorías para modernizar sus sociedades y solucionar los nuevos retos morales y religiosos, la respectiva civilización se hunde a causa del nacionalismo y militarismo ejercido por unas elites ahora corruptas. 121 122 Gabriel Casaccia (1907-1980), escritor paraguayo, nacido en Asunción y fallecido en Buenos Aires, Argentina, cuyo nombre completo era Benigno Gabriel Casaccia Bibolini. 68 Sombra; segunda incitación: Europa, la inmigración. Respuesta: Borges, Mallea, Molinari. 7.- Zona brasileña: Incitaciones varias, principalmente la inmigración, el mestizaje. Respuesta: José Lins don Rego, Graciliano Ramos, Jorge Amado, Erico Verísimo. Finalmente, Joao Guimarães Rosa, que asume ya una propia y auténtica significación. De pronto, ya en la década de los cincuenta, sin cambiar lo sustancial de mi tesis, observo que la solución basada en la tesis toynbiana es algo insuficiente. Que no comprende modalidades que, por haberse producido aisladamente, no dan aún o no han dado todavía, asidero para una interpretación modificatoria de la tesis central. Esas modalidades están representadas por personalidades de excepción, únicas, solitarias en sus medios respectivos. Pero dueñas de un poder extraordinario que traslinda lo latinoamericano, para asumir — ¡ya por fin!— figura universal. Podríamos citar algunas de ellas: Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, Guimarães Rosa. Porque, no nos hagamos ilusiones: ni los grandes poetas del modernismo, ni los novelistas del realismo, creadores de la novelística con tierra y hombre latinoamericanos, como Rómulo Gallegos, Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Ricardo Güiraldes, alcanzaron casillero fijo en la literatura universal. No nos engañemos. Acaso más bien algunos ensayistas. Alfonso Reyes, la parte de ensayista que hay en la estatua inmensa de José Martí, José Carlos Mariátegui y algunos más. Pocos grandes poetas: Gabriela Mistral, César Vallejo, Pablo Neruda... Los novelistas, no. Corresponde a estas cifras solitarias, aisladas, sin ubicación en escuela ni cenáculo —y si los tuvieron, cuando salieron de ellos— Borges, Rulfo, Carpentier, Guimarães Rosa. Los tres primeros, felizmente vivos aún. El brasileño prematuramente muerto. Cuando digo «cuando salieron de ellos», al referirme a los «ismos y capillas», me estoy refiriendo a Borges, que inicialmente formó parte del ultraísmo español, cuando tenía veinte años. Y luego, ya en Buenos Aires, redactó el Manifiesto Ultraísta. Todo a la moda del día entonces. Y es que Borges, en términos actuales, ha sido siempre un hombre in, un hombre en onda. Los demás, son islas. Juan Rulfo, para mí lo más logrado de la novelística latinoamericana de todos los tiempos, con su pequeñísima novela Pedro Páramo y su parvo libro de cuentos El llano en llamas, es una isla. ¿Influencias? Claro está que las tiene y las debe tener. Vive, se mueve, escribe en este mundo. ¿Acaso Faulkner? ¿Acaso Alain Fournier, el de El Gran Meaulnes? ¿Borges, Carpentier, cerca de dos décadas mayores que él? Posible. Muchas más posibilidades. Y la vida, y México, y la Revolución mexicana... Borges, a diferencia de Rulfo, es el hombre de todas las sabidurías, de todos los caminos, de todas las razas y las filosofías. Es, en realidad, con Carpentier, el escritor latinoamericano más culto. Más inmerso dentro de la cultura contemporánea del mundo: viajes, idiomas, voluntad de ser y de saber. Su literatura es una literatura de levitación, de conjuro, de magia. Pero a diferencia de Rulfo, que jamás cita, ni exhibe su cultura, a Borges le fluye, sin pedantería: se halla inmerso en la cultura, es una parte del material de que está hecho todo él. Algebraico y poético a la vez. Pitágoras no comprendía lo uno sin lo otro o lo otro sin lo uno. Jorge Luis Borges es una isla. Eso sí, con muchos discípulos a la 69 distancia. Y sin ningún libro grande en el sentido cuantitativo. Porque ni El Aleph, ni La Historia universal de la infamia son, en volumen de páginas, libros grandes. Pero todos, grandes libros. Carpentier, Alejo Carpentier, comparte con Borges el dominio de la sabiduría, el de saber escribir. El de saber de todo y saberlo bien. Sus libros son, todos, verdaderas obras maestras de casticismo español, de americanismo profundo, hurgador, documentado y fantástico. Sin hipérbole, el novelista que nos representa ante las demás grandes literaturas. Sus obras El siglo de las luces, El reino de este mundo, y, sobre todo, Los pasos perdidos. De esta novela ha dicho Dame Edith Sinwell: «Es uno de los libros capitales de nuestro tiempo en el mundo». Realismo y magia. Ausencia de anécdota y de diálogo. Finalmente, en este cuarteto de Latinoamérica, hemos incluido al gran brasileño recientemente fallecido: Joao Guimarães Rosa. Es una cosa lamentable que se nos vaya, cada vez más lejos a la gran vertiente Ibérica, el hijo de Portugal: el Brasil. Debemos confesar —ojalá con firme propósito de enmienda— que cometemos un crimen contra la cultura y la fraternidad latinoamericana, al no hacer más serios esfuerzos para acercar los dos idiomas, las dos literaturas ibéricas: hispana y lusitana. Más que las elucubraciones sobre nombres (hispanoibero-latinoamericano), lo que debe preocuparnos es la verdad del acercamiento, en una medida capaz de combatir este desconocimiento, del cual las dos ramas son responsables por igual: la hispana de diez y ocho países, y la lusitana de un solo y gran país: el Brasil Debemos comenzar confesando que, acaso, el más grande clásico de la novela latinoamericana es un brasileño: Machado el de Don Casmurro y Quincas Borba. Creo que muchos, pero muchos, estamos de acuerdo en esta afirmación: Gran Sertón: Veredas, es la novela mayor que hemos producido en Latinoamérica hasta hoy. Me he declarado siempre enemigo de las afirmaciones rotundas y excluyentes: casi siempre son magistrales y falsas. Pero he reconocido también que existe en los grandes casos, en que el balanceo y la dubitación no caben: Don Quijote, en la literatura española; el Fausto en la literatura alemana, todo Shakespeare en la literatura inglesa... Solamente en la literatura francesa, cien personas —si son francesas mejor— no se ponen de acuerdo. Cada una de las cien tiene, probablemente, su preferencia. Mi afirmación no es excluyente. Digo: hasta hoy. Puede que —y así lo deseo— después de cinco o diez años ya no diga lo mismo. Hoy sí, me confirmo: hasta hoy. Yo digo «hasta». Otros hay que, más rotundos, precisos y ambiciosos, dicen «desde» el Ulises de James Joyce... Obra parva en corta vida: Guimarães Rosa, nacido en 1908, muerto en 1969, sesenta y un años. Un año mayor que Lezama Lima. Doce años menos que Asturias o Borges. Cuatro años menor que Alejo Carpentier y diez años mayor que Juan Rulfo, nacido en 1918. Esta cronología —casi siempre odiosa para mí en tanto que crítico— la hago para situar a Guimarães, justamente en el término medio de edades de éstos a los que llamo las «islas», que iría de Rulfo, el más joven, a Borges, el mayor. Sagarana, Corpo de baile, Primeras estorias... Con la formidable Gran Sertón: Veredas, este grande de nuestra familia geográfica y cultural merece la opinión de Luis Hars: 70 «Un Joyce y un Proust no hicieron obra como la que él hace a su manera con la lengua portuguesa, que explota a todos sus niveles y en todos sus tiempos; y un Goethe alquimista y un Dostoievski místico compartieron ya antes sus preocupaciones existenciales... Es un novelista filosófico que domina tanto las fuerzas vitales como la reflexión: nuestro único novelista completo.» Estos nombres, estas «islas» —a los que pudieran agregarse algunos otros como Leopoldo Marechal, Lezama Lima, Miguel Ángel Asturias, José Revueltas, Mario Monteforte—; son, al propio tiempo, llamados los «precursores», pero «precursor», al propio tiempo que lleva el estigma de anunciador, parece que ha de colocarse un escalón más bajo que «el que vendrá» o los que vendrán. Y éstos para ser precursores no tienen otro título que le de la anticipación cronológica. Yo sostengo que son ellos —y más que ellos, todavía nadie— los que realizan la gran revolución universal. Ellos, las «islas», que aparecen solitarios, únicos, en su momento y en sus pueblos: Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Joao Guimarães Rosa, Alejo Carpentier. Ellos no son los «anunciadores» de los que vendrán, de los Mesías del futuro. Ellos son ellos: abren las puertas de la universalidad para la literatura narrativa latinoamericana, hacen permeables las otras lenguas sabias de la modernidad literaria, los que abren los caminos a los que nuevamente llegan. Para la realización de este milagro, han debido producirse anteriormente otros, en los ámbitos grandes de la literatura universal que, dada nuestra asombrosa receptividad, han fecundado, han polinizado nuestros vastos campos, ávidos de esa fecundación Par la faute de Monsieur de Balzac... era el lema de orgullosa estabilización que la novela europea, singularmente francesa. La gigantesca aparición del gran turinés, tuvo las características de un cataclismo. Pero de un cataclismo estabilizador y fijador. Balzac inauguró una especie de cesarismo, de napoleonismo literario. No en la entraña de su obra, como en el caso de Stendhal en Francia, en Rojo y negro, o de Dostoievski en Rusia con el Crimen y castigo. No, Balzac inició su «napoleonismo» en su alta pretensión —hasta hoy conseguida— de dominar el mundo. Lo afirma Stefan Zweig, en el conocido prólogo a la edición francesa de La Comedia Humana, cuando dice: «El sueño infantil de Balzac fue de conquistar el mundo, y nada más avasallador que estos sueños tempranos cuando se convierten en realidad». No en vano el novelista había escrito debajo de un retrato del emperador: «Ce qu’il n’a pu achever par l’epée, l’ai l’acomplirei para la plume.» Pocas veces en la historia de las literaturas se ha dado un caso como el balzaciano: todo el siglo XIX y una parte del XX han sido dominados por la receta balzaciana de relatar. Y esa receta, que el formidable turinés, nacido en la misma región que Rabelais, aplica, es la de contar, narrar, relatar. El término es lo de menos. Es la vigencia total del «Diz que había...» de nuestros años infantiles. Pero un «diz que había...» que abarca la historia total del «hombre humano», como dice tan poderosa y fuertemente Joao Guimarães Rosa. Para este grande de nuestra narrativa, el deus ex machinae es «el diablo en la calle, en medio del remolino». Y así con la compañía del diablo, el hombre humano camina y camina... Pero de pronto dice: «Me explicaré: el diablo capea dentro del hombre, en los repliegues del hombre; o es el hombre arruinado, el hombre hecho al revés. Suelto, por sí mismo, ciudadano, no hay diablo ninguno. ¡Ninguno!» 71 Y es entonces, después de quinientas páginas, el que narra —procedimiento lejanamente proustiano— en las últimas líneas de la novela dice: «Amable usted me ha oído, mi idea ha confirmado: que el Diablo no existe. ¿Pues no? Usted es un hombre soberano, circunspecto. Amigos somos. Nonada. ¡El Diablo no hay! Lo que existe es el “hombre humano”, travesía». «Par la faute de Monsieur de Balzac», en realidad la novela occidental de los siglos XIX y pequeña parte del XX, se anquilosó dentro de la receta del genio. Naturalmente, algunas escapadas geniales: en la propia Francia, Flaubert y, sobre todo, Stendhal; en Rusia, Dostoievski, ese sí el gran iniciador de la novela contemporánea, para nuestro sentir, hasta hoy no superada. Pero fue realmente en las primeras décadas del siglo actual cuando se produce —como la revolución industrial en lo económico, como la revolución soviética en lo político— la gran revolución en la novela. Unos cuantos grandes nombres: Marcel Proust, James Joyce, Robert Musil, Franz Kafka. Acaso no se podrían incorporar plenamente a este movimiento cataclísmico los nombres de Hermann Hesse, de Roger Martín du Gard, de Thomas Mann, de Hermann Broch, de los primeros norteamericanos de la «Generación Perdida», porque, a pesar de ser muy grandes todos ellos, en el fondo y acaso más en la forma, conservan su fidelidad a la religión balzaciana. Las teorías científicas sobre psicología profunda de la Escuela de Viena, sobre todo la personalidad avasalladora del profesor Sigmund Freud, se introducen en la nueva narrativa europea. Como Claude Bernard se introdujo en toda la novelística del enorme Emile Zola, un tiempo olvidado, pero cada vez más deslumbrante en su concepción valerosamente humana de la literatura. Las teorías político sociales de Marx-Lenin, operan fundamentalmente en la literatura universal: novela, ensayo, poesía. Y en este caso, la influencia llega directamente a nuestra América Latina. Y halla un caldo de cultivo propicio en las injustas discriminaciones —del negro y del indio—, en los abusos neocolonialistas de los Estados Unidos, primero en las áreas más cercanas y luego a toda la extensión de este «patio de atrás» de la gran potencia imperialista. El ritmo de influencias sobre América Latina, originadas casi siempre en Europa, era muy lento. En la época romántica, por ejemplo, la distancia era aproximadamente de cuarenta años. Ese tiempo transcurre entre Atala de Chateaubriand, Graziella de Lamartine, Werther, Pablo y Virginia, Manfredo, Los novios, y las primeras novelas románticas de América Latina como María, Cumandá, Los Bandidos de Riofrío, Amalia y otras novelas románticas latinoamericanas aparecidas en distintos países y de diversos autores. Las novelas realistas, tuvieron una distancia de influencias semejantes. Y no fue el gran realismo. Ni siquiera el propio Balzac, salvo excepciones. Lo que vino fue principalmente, una especie de naturalismo zolesco, a través de don Benito Pérez Galdós, de la Condesa de Pardo Bazán, de Juan Valera. Un realismo bastante modosito, que apenas había superado la época fatal del costumbrismo. Y así, A la costa de Martínez, en el Ecuador, Santa de Federico Gamboa de México, Peonía de Romero García de Venezuela, dos peruanas, la señora Matto de Turnes con Aves sin nido y la señora Cabello de Carbonera con El conspirador. No es que se rompa la corriente ni el ritmo de las influencias. Pero América Latina quiere dar su grito de independencia en lo novelístico —ya que no pudo ni quiso darlo en lo lírico, por la aparición arrolladora del modernismo rubendariano— . Y es así como aparece una formidable legión de novelistas, que hacen su obra 72 con tierra, aire, sol y hombres americanos. Son ellos Rómulo Gallegos en Venezuela, José Eustasio Rivera en Colombia, Martín Luis Guzmán y Mariano Azuela en México, Ricardo Güiraldes en la Argentina. Y surge, potente, el indigenismo en todas las zonas andinas, con precursores tan valiosos como Alcides Arguedas y Fernando Chaves en Bolivia y el Ecuador respectivamente. Seguidos, luego, por los grandes novelistas del indio: Jorge Icaza, el de Huasipungo, en el Ecuador. Ciro Alegría en el Perú con El mundo es ancho y ajeno; y en el Perú también el grande y malogrado José María Arguedas, el de Los ríos profundos, Todas las sangres; López y Fuentes, el mexicano de El indio... Y el gauchismo o martinfierrismo en la Argentina, la novela de la violencia en Colombia, la anti-imperialista en todas las regiones de América Central, del Caribe, cuyo portaestandarte es Miguel Ángel Asturias, que resulta el segundo latinoamericano que gana el Premio Nóbel, después de Gabriela Mistral... De pronto, un viento fuerte se pasea por casi toda Latinoamérica. Una verdadera nueva novela claramente aparece, con características y con un sentido general de insurgencia contra la fórmula universal de la novela balzaciana, que había sido, en diversas medidas, seguida en nuestras Américas, de polo a polo. Rompe la cárcel, primeramente, la novela norteamericana: hay que confesarlo hidalgamente. Algunos de la «Generación Perdida»: Fitzgerald, Dos Passos y, sobre todos, Faulkner. La influencia, por ejemplo, de Dos Passos, se deja sentir en relatistas latinoamericanos como Jorge Amado, Gil Gilbert, acaso Leopoldo Marechal, cuyo Adán Buenosayres nos recuerda, muy levemente, Manhattan Transfer del luso-americano. Y en cuanto a Faulkner, lo hallamos en el trasfondo de Rulfo, acaso del propio Borges y, luego, naturalmente Fuentes, quien sabe si Lezama Lima y finalmente, como una lejana afinidad entre Jefferson de Faulkner y Macondo de García Márquez. No puede dejarse en el trasfondo de la memoria el recuerdo de los idiotas de Faulkner, como el Benjuí de El ruido y la furia y otros, al leer a Vargas Llosa en La ciudad y los perros, y encontrarse con el duro y tierno episodio de animalidad bestial y del idilio de la Malpapeada y el Boa. Y lo mismo podemos decir de Cien años de soledad, de García Márquez. Una pena muy grande nos ha causado el hecho agrandado y vociferado por la prensa del mundo, relativo a la posible acusación de un posible plagio de García Márquez, uno de los representantes de la novísima novela latinoamericana, en su Cien años de soledad, nada menos que a Baltasaer Claes, ou la recherche de l’absolu, de Honorato de Balzac, el pontífice o profeta mayor de la antigua fórmula de novelar. «Para la faute de Mr. Balzac...» Y esa desazón ha crecido al comprobar que esa acusación, lanzada por un periodista creo que venezolano, la haya acogido, la haya hecho prácticamente suya nada menos que Miguel Ángel Asturias, el gran novelista guatemalteco, segundo latinoamericano, después de Gabriela Mistral, en obtener el Premio Nobel... No, francamente, no. Si hay dos obras lejanas, antitéticas, sin ningún parecido son éstas. Y conste que yo he sido un balzaciano contumaz e incorregible, desde mi adolescencia. Y que me precio de conocer —sin casi— toda la gigantesca obra del turinés cuyo nombre, en significación y magnitud, sólo podía hallar un parigual, por el nombre —solamente por el nombre— en La Divina Comedia del Dante. La Comedia Humana, mural inmenso por el que desfila el hombre. Todo el hombre. ¿Se podría decir que Papá Goriot es un plagio del Rey Lear de 73 Shakespeare? ¿O que Gobsek es un plagio de Arpagón o de Shylock? ¿James Joyce es un plagiador de Homero? ¿Miguel de Cervantes plagió el Amadís de Gaula o el Florismarte de Hircania123? ¿Miguel Ángel Asturias plagio a Tirano Banderas de don Ramón de Valle Inclán, cuando escribió su gran novela El señor presidente? Y yo estaría en posibilidad de hallar más aproximaciones temáticas y de realización entre esas obras y esos autores que estoy recordando, con otras obras de los ciclos básicos, románticos o realistas de la literatura universal. Por ejemplo, en una mesa redonda sostenida en México con María Luisa Mendoza y Domínguez Aragonés lancé aquello — ¿fui el primero?, era a principios de 1968— de que Cien años de soledad, asumía la misma significación del Quijote ante los libros de caballerías, y el libro de Macondo frente a la novela barroca contemporánea... Después lo he visto, por allí, repetido... ¿Coincidencias? No. Baltasar Claes es una novela balzaciana tipo, de las que corresponde a los llamados «estudios filosóficos». Está escrita con toda trascendentalidad, seria y austeramente. Claes, el protagonista, es un hombre que, de acuerdo con el espíritu de su época, basado en sus amplios conocimientos de químico sabio, busca la forma de hacer oro, de enriquecerse y conseguir así un triunfo científico y oro, ¡oro! para los suyos, para su mujer bien amada, que muere de dolor, de abandono, de desesperación, para sus hijos. Todo el poder de fantasía balzaciano —no es ése el fuerte del más grande escritor realista de todos los tiempos— se aleja de esta novela seria, dura, dolorosa, en la que el esfuerzo balzaciano por penetrar las honduras pasionales de lo humano llega a logros psicológicos solamente comparables a otras grandes obras suyas como Papá Goriot, Ursula Miruet, Grandezas y miserias de las cortesanas, Eugenia Grandet y muchas, muchas más. En cambio, hay un cuento de un autor al que no solamente admiro sino que amo: Hans Christian Andersen, el danés supremo: «Valdemar Daa». En francés ha sido traducido así: «Le vent parle de Valdemar Daa et de ses filles». Allí sí se encuentra, no posibilidad de plagio ni de imitación sino esa cosa hondamente humana, que nos llega por entre las nebulosas de la infancia, en forma de cuento de la nana: «Había un rey que tenía tres hijas» y ya de grande, comprende que eso, ese cuento para hacernos dormir, era nada menos, ni nada más que la Historia del Rey Lear, que Shakespeare le plagió a su nana... UN ARTE CUYOS MANDATOS NO PUEDEN SER DESOBEDECIDOS124 Creo que la literatura en general es un arte cuyos mandatos no pueden ser fácilmente desobedecidos, de manera que hay ese peligro de la literatura que aspira a llegar a las masas y que se convierte en cartel de propaganda que inspira desconfianza de los pueblos. Generalmente, ha ocurrido casi siempre que cuando se ha hecho ese tipo de literatura, por caso el realismo socialista de la URSS, el público ha huido de él y no ha tenido los resultados que se esperaba. La literatura 123 Novela de caballería mencionada por Cervantes, en el capítulo VI, de la Primera Parte de El Quijote: «Este que se sigue es Florimorte de Hircania (...) Pues a fé que ha de parar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimento y sonadas aventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo. Al corral con él...» 124 Yolanda Osasuna, «Nosotros también podemos triunfar», en Últimas Noticias, Caracas, domingo 13 de junio de 1976. Fragmentos de esta entrevista. 74 es un arte tan espontáneo y [si] el cultivador es un artista que siente la necesidad de elevar el nivel de las masas, entonces la obra debe ser espontánea. Mucho más resultado ha dado un poeta como Pablo Neruda, sin el verso populachero, que aquellos que hacen poemas demagógicos, de los cuales el público huye porque tienen cartel. Y en eso me baso en el criterio del ensayista más grande que ha producido el continente, Carlos Mariátegui; él detestaba, por ejemplo la literatura indigenista, que era una literatura de los blancos, falsa, sin penetrar la esencia de la vida indígena. Decía que el escritor no se pone dentro, en esa literatura, sino que se pone frente, como el fotógrafo. Es peligroso aconsejar «haga usted literatura popular», porque en esa línea, todas las cosas hechas de encargos son falsas, totalmente falsas. Ahora, cuando el escritor tiene conciencia sincera, popular, conciencia social, su literatura tiene que reflejar esa conciencia, por ejemplo, J. P. Sartre no hace literatura popular y, sin embargo, lo que hace llega más allá de los que hacen literatura populachera para impresionar a las masas. Creo que [la literatura] está contribuyendo [a enriquecer el proceso de lucha de los pueblos de América Latina] en el sentido de que no se ha dejado influir. Fuera del primer momento, en que influyeron dos o tres novelistas norteamericanos, Faulkner, Hemingway, no se puede decir que nuestros escritores han sido influidos por los norteamericanos. Ya es importante que en literatura no sea como en las otras cosas de la vida, en que todo tiene que ser a la moda americana. En literatura han sido francamente influyentes Inglaterra y Francia, no así Rusia. Los Estados Unidos han influido más a través de aquellos escritores que en ensayo han hecho cosas en pro de la causa latinoamericana, como Wright Mills, cuyo libro Escucha yanqui, que no dejó de leer nadie. La élite en el poder también se ha leído mucho; [o] un libro contra USA, [que] es de Philliph Pagge, sobre la CIA. Pero esos grupos de la «Generación Perdida» escribían contra los Estados Unidos, desde Babbitt de Sinclair Lewis (Premio Nobel, 1930), hasta el que considero el mayor escritor vivo de cualquier nacionalidad: Henry Miller, él toma las cosas en contra de los Estados Unidos y, claro, en aquel momento no le publicaban. Henry Miller es el genio mayor de la humanidad en unos doscientos años. Carlos Fuentes y otros del grupo se confiesan ser discípulos de Faulkner; ello se explica por el empequeñecimiento del mundo, que ha traído como consecuencia lo que ha sido inevitable en toda época: el que no pueda existir nada nuevo bajo el sol. Es imposible pensarlo; lo que si cabe es que se pueda enderezar hacia lo que nos convenga más. [¿Y el boom?] Primero, no existe el boom, y segundo, hizo una nueva modalidad de la cultura actual: la promoción editorial. Por eso Venezuela ya está entrando en él. No están todos en el boom; mi respuesta es que no ha variado en quince años, es esta: Juan Rulfo es el mejor de todos, es el maestro; no cita nunca a nadie, pese a ser un hombre sumamente culto. Es imposible cazarle un defecto a Rulfo. Él, junto con el brasileño Joao Güimaraes Rosa son figuras de calidad tan grande, que los demás apenas están luchando; a ellos los considero, los amo, Cortázar y Carpentier, tan franceses pero ya entrando por este camino. Vargas Llosa, en cambio, tiene el aire, los temas, la tierra peruanos presente en sus cuatro libros. Y Roa Bastos, Yo el supremo es el mejor libro en cinco años atrás. Vale la pena leerlo saboreándolo. Yo creo que en general las modas en la literatura como en todas las artes, tienen muy poca posibilidad de perduración, por eso, porque son modas y como en 75 todas las cosas, son y tiene que ser perecederas. Cuando usted se está refiriendo a ese tipo de novelas se está refiriendo a gente blanca, a gente que quisieron dar el golpe, asomar y figurar como redentores de la clase indígena y exagerando demasiado las características de su vida. Es por eso que pasaron de moda. Pero en el momento en que hay una literatura sincera, sin exageraciones, no como arma de combate circunstancial, sino como planteamiento auténtico y sincero de reivindicación del hombre integral, con eliminación de las diferencias étnicas, raciales, entonces viene la segunda parte, aquella de la literatura atareada en el sentido de la defensa de las razas o de las porciones humanas discriminadas por el mundo; ya sean negras, ya sea por yuxtaposición en zonas donde se les considera de inferioridad, por ejemplo, los indios que pasan desde el río Bravo hacia los Estados Unidos, donde son considerados sub-hombres y donde el gringo es el hombre grande. Así también el problema de la negritud que se soluciona no por la literatura, sino por la lucha. TERRA NOSTRA125 ¡Lo Cortez no quita lo Cuauhtémoc! Carlos Fuentes Hace diez años, para conmemorar el fallecimiento del más ilustre de sus novelistas, Rómulo Gallegos, Venezuela resolvió crear un premio quinquenal para la novela que, cada cinco años, a juicio de un Jurado previamente nombrado, pudiese ser considerada la mejor de las publicaciones en idioma castellano en todos los países hispanoparlantes. Se especuló en el sentido de que Venezuela no estaba satisfecha de que a tan gran novelista como el autor de Doña Bárbara, Cantaclaro, Canaima, Pobre negro y muchas más se le hubiese negado, en apariencia sistemáticamente, la atribución del consagrador Premio Nobel, por la Academia Sueca. En efecto, solamente a tres latinoamericanos —todos fallecidos hoy— se les ha concedido el Premio. En orden cronológico: Gabriela Mistral, 1945; Miguel Ángel Asturias, 1967; y Pablo Neruda, 1971. Me tocó intervenir en mi calidad de Presidente de la Casa de la Cultura, que en plenitud de prestigio, fue invitada para sugerir nombres por la Academia Sueca. Y, en uso de ese privilegio, la Casa apoyó —en su oportunidad— los nombres de Alfonso Reyes, Rómulo Gallegos, Ramón Menéndez Pidal, Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias. A la mayor parte de ellos, por lo menos en dos ocasiones. Nada, nada y nada... Y entonces se descubre que la primera condición para presentar un candidato, era presentar la mayor parte de su obra traducida... al sueco. Se creó pues el «Rómulo Gallegos». Otorgable a la mejor novela publicada en los cinco años anteriores. Publicada y presentada por una institución oficial de 125 Benjamín Carrión, «Terra Nostra, Premio Rómulo Gallegos 1977», Revista AFESE, No. 6, octubre, 1977, pp. 24 – 25 76 cultura del país respectivo. Su cuantía inferior al Nobel, es considerable: cien mil bolívares. Fui honrado con la designación de miembro del Jurado en el primer otorgamiento. La organización fue encomendada al INCIBA, Instituto Nacional de Cultura, creado a base de nuestra Casa de la Cultura, como se lo dijo en el senado venezolano cuando su creación, que fue propuesta y mantenida por los ilustres senadores y escritores Miguel Otero Silva, Arturo Uslar Pietri y apoyada por el maestro de ensayistas, Mariano Picón Salas, el del sustancial y maravilloso elogio de las pequeñas naciones, que constituyera una de las mayores inspiraciones — coetánea con mi «Elogio de la pequeña nación», base inspiradora, después de la tragedia de 1941-1942, para concebir —yo solo, eso sí— la fundación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Constituimos el Jurado críticos y ensayistas como Arturo Torres Rioseco, Fermín Estrella Gutiérrez, Juan Oropesa, Andrés Iduarte. Las novelas las recibimos sucesivamente, durante los seis meses anteriores a nuestra reunión en Caracas. Al terminar la lectura, yo me había decidido por La casa verde, de Mario Vargas Llosa, peruano presentado por Venezuela, que quiso tener la elegancia de no presentar candidato propio... El Perú de entonces —cosas de la política literaria— no presentó candidato. Por el mandato del orden alfabético, me tocó hablar primero: presenté la novela de Vargas Llosa y, con expresiones de justo elogio para algunas de las obras presentadas, La casa verde obtuvo la unanimidad de los votos del Jurado. Habían concurrido novelistas de la importancia y valía de Juan Carlos Onetti, Miguel Ángel Asturias que acababa de recibir el Premio Nobel, con Mulata de tal, Droguett el admirable chileno con Patas de perro... En la segunda ocasión, transcurridos los cinco años previstos en la institución del Premio Rómulo Gallegos, Vargas Llosa era miembro principal. Y Gabriel García Márquez el candidato indiscutible con su arrolladora novela Cien años de soledad. El propio Vargas Llosa, miembro del Jurado, había escrito un libro de seiscientas páginas Historia de un deicidio, proclamando las excelencias geniales de la novela de Gabriel. Sin discusión alguna, fue premiado el colombiano, quien obsequió el monto del premio a un partido joven de izquierda... Esta tercera vez, el problema se presentaba difícil, por la cantidad y calidad de contendores: Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, Jorge Enrique Adoum, Luis Goytisolo (español antifranco), Arturo Uslar Pietri, algunos más. Fui interrogado en México y Caracas, entre 1975 y 1976, en mi calidad de Jurado del Primer Concurso. Opiné a favor de Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos, libro extraordinario, de calidades inesperadas por lo originales e imprevisibles; hombre extraordinario por su insobornable calidad humana en una época en que, a partir de Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, Rómulo Gallegos, la calidad humana de los autores —ensayistas, poetas, narradores— comenzó a ser tomada en cuenta en primerísimo lugar, al par que las excelencias intelectuales. Comenzó a no ser mérito —como lo había sido a partir y durante el modernismo— el ser alcohólico, drogadicto, servidor de dictaduras y tiranos. González Martínez había dicho: «Tuércele el cuello al cisne/ de engañoso plumaje», y desde entonces el escritor latinoamericano tenía que ser eso: escritor latinoamericano, con vida 77 limpia y erguida, inmerso en la vida de su pueblo, siempre en la buena orilla de la libertad y la justicia. Pudo haber sido Roa Bastos el ganador del tercer «Rómulo Gallegos». Pero ha sido Carlos Fuentes, con su formidable novela Terra Nostra. Y creo que está bien. Su actitud al renunciar la Embajada de México en París, por haber sido nombrado Embajador en Madrid quien en octubre de 1968, ordenó la matanza estudiantil de «la Plaza de las Tres Culturas», Tlatelolco, le ha deparado un respaldo estudiantil, que no tenía. Terra Nostra, es una novela formidable. No por las novecientas páginas de su extensión un tanto exagerada, sino porque es la exaltación máxima de la mexicanidad, del amor a su gran patria tan golpeada y heroica. Y el honor y la Celestina para el deshonor. 78 Los grandes novelistas modernos: Enrique Rodríguez Larreta126 La novela, a mi sentir, género máximo de la literatura, sólo se ha manifestado en toda su excelsitud de fuerza y de verdad, en las épocas gloriosas de plenitud literaria, en los pueblos de amplia y sólida cultura artística. Estos países niños de la América Latina y aún de la América Sajona, han tenido abundante producción de grandes líricos, épicos de alguna consideración y, sobre todo, oradores; pero novelistas fuertes, de recia contextura, de profunda intensidad vitanda, plasmadores de la realidad a través de un cultivado espíritu de Arte, de Creación, no se han revelado hasta la época actual en la literatura americana. Y, si las Américas pueden gloriarse de líricos como Edgar Allan Poe, Rubén Darío, José Asunción Silva; de épicos como Olmedo, Olegario Andrade, Walt Whitman; de oradores como José Mejía y Belisario Roldán, todos ellos de prestigio universal; en cambio, no ha podido ofrecer al mundo figuras descollantes de novelistas, capaces de hacer pendant a los grandes maestros del género127. Alguno que otro ensayo de novela romántica, sin mayor consecuencia; el magistral idilio eglógico del colombiano Jorge Isaacs; los cuentos formidables, extraños, únicos del extrahumano Poe: he allí toda la producción novelística de las Américas, en épocas anteriores a la actual. Sin embargo, de entre la garrulidad intrascendente o apenas remarcable, de entre la exigua producción de novelas americanas de algún mérito, se anhestan gloriosas, dignas de ser firmadas por cualesquiera de los más egregios noveladores franceses o italianos, tres novelas: La gloria de Don Ramiro del argentino Enrique Rodríguez Larreta128, Canáan del brasilero Graca Aranhna y La risa de Odín, de Carlos Reyles, argentino también. La gloria de Don Ramiro, es una novela de factura cuidadosamente realizada, de gran esfuerzo artístico y de considerable valor como reconstrucción histórica. Todo en ella revela la benedictina paciencia de un viejo monje artista, que cincelara copones y cálices áureos, repujados de preciosa pedrería; con oro y gemas desmontadas de antiquísimas joyas, que anónimos orfebres, en edades remotas trabajaron. Es el siglo de Su Majestad el Rey de las Españas Don Felipe Segundo. En esa época inquisitorial, dogmática, sombría, ha querido Rodríguez Larreta hacer 126 Alba Nueva, No. 3, Loja, 1 diciembre 1921, pp. 8-12. Reproducido en La suave patria, pp. 173-175. Es el momento (1921) que se cumplía con lo que el crítico peruano Luis Alberto Sánchez llamó «América: novela sin novelistas». Una década después aparecería en el Ecuador la Generación del 30 y Pablo Palacio. 128 Enrique Larreta (1875-1961), escritor argentino. Graduado en Derecho, fue profesor de historia y embajador en París y ante la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929. Su obra más significativa es novelística y se inicia en 1896 con un relato situado en la Grecia clásica, Artemis. Su título más conocido es La gloria de don Ramiro (1908), evocación de la España de Felipe II, con personajes inventados e históricos, como santa Rosa de Lima. Es una de las novelas más características del modernismo, por el preciosismo de su prosa, su gusto por las descripciones pictóricas y la recreación de ambientes y escenas de fuerte colorido. Otras obras del mismo género son: La que buscaba Don Juan (1923), Zogoibi (1926), Tenía que suceder (1943), Orillas del Ebro (1949), Tres films (1951), Gerardo o la torre de las damas (1953) y En la pampa (1955). Carrión escribe su nombre completo, es decir, Enrique Rodríguez Larreta, pero a este escritor sólo se le conocería luego como Enrique Larreta. 127 79 actuar y moverse a los personajes de su obra; y, a pesar de los enormes obstáculos que para un hombre del siglo XX se ofrecen en una labor de este género, ellos han sido vencidos con genio y maestría. Y es que el autor, en verdad, es un maestro genial de la novela histórica; a la que sabe comunicarle el arcaico sabor de los tiempos pretéritos, y colocarla con esos tintes desvaídos, con esos tonos desmayados y tímidos de los viejos gobelinos, de los antiguos tapices de Flandes; sabe el recargo de sombras creadoras del misterio, como lo sabia Don Francisco Pantoja de la Cruz; y a sus páginas les da ese color de moho, de herrumbre y de polilla de las oscuras bodegas subterráneas; la pátina verdosa de orín de los flexos aceros toledanos, intocados muchos siglos en las altas panoplias; y un hálito de algidez escalofriante, de féerica y recóndita pavura. La acción de La gloria de Don Ramiro está fijada en Ávila, la vetusta villa castellana de los santos de fe ardorosa y misticismo excelso: la villa donde floreció la virgen amorosa, la poetiza exaltada: Teresa de Jesús. Allí, donde todo respira uncioso misticismo arcaico; allí donde la tradición nobiliaria y dogmática ha encontrado su más seguro y refugiado abrigo; allí, en Ávila de los Santos, vivirá y actuará el hijodalgo Don Ramiro de Alcántara y de la Hoz, gracias al soberano poder de este otro hijodalgo de las letras americanas: Enrique Rodríguez Larreta. Ramiro es un hijo del pecado. Doña Guiomar de la Hoz y del Águila, infanzona de la más alta y blasonada prosapia, tuvo amoríos clandestinos y pecaminosos con un morisco de Segovia. Al conocer su padre, Don lñigo de la Hoz, tamaño baldón para su estirpe, consiguió casar a su hija deshonrada con un noble y abnegado caballero, Don Lope de Alcántara, que se resignó heroicamente a prestar su nombre para salvar de la infamia a su amada Guiomar. Así nació Ramiro. En medio de las sombras tétricas de un hogar empavorecido por su nacimiento, fue cuidado y educado como flor de invernadero entre las lóbregas paredes historiadas de la señorial mansión. Ni un cariño, ni un mimo maternal en su infancia: el rezo a todas horas como agua lustral para lavarlo de una mancha de la que era inculpable y que ni siquiera conocía; y un odio, un odio santo a todas horas inculcado, contra la morisma traidora, enemiga de Dios, de la Patria y de la Raza. Llega la juventud. Ni un solo amigo, que no sea el fiel escudero antañón Medrano y el campanero de la iglesia mayor y su mujer... Y en las azules venas del infanzón, hervía cálida la sangre moza y en su fantasía febril urgían los anhelos imperiosos del amor y la gloria. Beatriz Blázquez Serrano, encantadora infantina de esclarecida alcurnia y blasonado portón, fue el señuelo amoroso de Ramiro desde su adolescencia; combatir a la canalla turquesa, infestadora del solar del Cid Ruy de Vivar, realizar en contra de ella algo heroico, algo muy grande, era el objetivo completo de su anhelo de gloria. Esta es la traza de su juventud; estas las ansias máximas de su espíritu; todo dentro de un ambiente umbroso de misticismo ascético; todo alrededor de la órbita de un fanatismo inquisitorial, hosco, Zahareño. Lanza su juventud a la conquista de su ensueño; el amor le abofetea el rostro con la falacia, con la traición y con el crimen; la gloria macula de infamia su vida, le hunde en la miseria y en el fango... Y tiembla, implora compasión, se compunge y se humilla ante los designios divinos, siempre inescrutables, siempre justos. 80 Huye Ramiro del mundo, madriguera del dolor y del pecado; se acoge al silencio y la paz de una escondida cueva solitaria, y ora. Más aún el mundo le persigue, con sus nefandas contaminaciones, en el retiro agreste. Huye más. Y una tarde, a la mortecina luz de un crepúsculo mediterráneo, Don Ramiro de Alcántara y de la Hoz, zarpa en un galeón velero de Su Majestad, con rumbo a la Canaán milagrosa, a la tierra de América... Y es luego en Lima, la villa de los Reyes. El Caballero Trágico ama en silencio a una doncella bellísima, cuya vida el Señor ha bendecido. Muere perfumando su boca pecaminosa e impura, con el nombre de Dios y con el de la Amada Santa. Y cuando ya su féretro reposa en una de las naves obscuras y pavorosas de la Iglesia del Rosario de Lima, las manos de lirio de la doncella, dejan caer, desprendiéndolas del pecho, una flor, otra flor y otra flor... Cuando el alba empezó a verter, a través de las vidrieras historiadas sus primeras caricias de luz, algo como un batir de alas angélicas se cernía en el espacio. Y allí, arrodillada junto al ataúd, la bellísima doncella, pálida por las maceraciones, los ayunos, la oración y el cilicio, elevaba a Jesús una plegaria férvida por el alma de aquel pobre muerto. De sus ojos, como oblación suprema, resbalaba una lágrima. Y he aquí como, después de una larga vida trágica, Ramiro, tuvo para que le exorne con rosas el cuerpo inanimado, para que eleve plegarias por su alma, a una Esposa de Jesús, a Rosa de Santa María, la que hizo llover rosas... «I esta fue la Gloria de Don Ramiro». He allí, en síntesis ligera y defectuosa129, la gran novela histórica de Rodríguez Larreta; obra que, por sí sola, ha bastado para elevar a su autor el pináculo de los novelistas suramericanos. 129 «ligera y defectuosa», términos que reflejan honestamente el nivel de formación del gran lector que luego sería Carrión. 81 RÓMULO GALLEGOS: El hecho literario y humano, el escritor130 No el itinerario seguido, no el juicio sobre la vasta y poderosa producción: el hecho. El hecho definitivo de la aparición de un escritor total, en el sentido de dación íntegra, de consagración cabal de una personalidad hispanoamericana a la tarea literaria. Y dentro de la tarea literaria, a una línea, a un género: la novela. Sin descuidar por ello su profesión irrenunciable de hombre, y luchar por la libertad y la justicia. Esa es la significación del hecho Rómulo Gallegos131. Ante la acusación reiterada, no por indocumentada y ligera, menos dañosa y malintencionada, de que la América de raíz ibérica no hace aportes fundamentales al pensamiento y la sensibilidad universales, se ha hecho innecesaria la defensa crítica y polémica. Ha sido suficiente la enumeración de cifras humanas esenciales, de obras realizadas. Porque se hace indispensable ahora, muy puestos en firme los pies sobre la verdad actual, abandonar nuestra actitud de modestia, de humildoso acatamiento de lo que se dice en inglés, francés, italiano y alemán sobre nosotros, contra nosotros. Y rechazar al propio tiempo la posición negativa de críticas y enciclopedias, que nos ignoran olímpicamente; como la posición caritativa de quienes nos hacen conmiserativas concesiones y, como si se tratara de adolescentes aplicados, admiten que quizás, acaso, llegaremos un día a ofrecer algo que valga la pena, algo que se pueda decentemente mencionar. No es un anciano hepático como Giovani Papini —el de los juegos de fácil malabarismo con el Diablo— quien tiene autoridad para decretar, sin apelación, nuestra mediocridad irremediable. Rómulo Gallegos constituye una de las más significativas respuestas. Es la gran afirmación, el macizo respaldo a esta verdad: la América Ibérica ha entrado ya, con paso seguro en el panorama universal del pensamiento y la sensibilidad. No desestimo al aporte grande de los hombres que realizaron o asistieron la obra de la aparición de nuestras patrias. Siglos atrás y siglos adelante son necesarios para encontrar par humano a Bolívar. Y luego, dentro de la estatura humana, ya están allí los nombres de Martí y Montalvo, de Andrés Bello y Rubén Darío, de Sarmiento y Alfonso Reyes, de Machado de Assis y Rómulo Gallegos... Rómulo Gallegos representa una expresión paradigmática de lo que ha sido y es todavía el hombre representativo de nuestras patrias nuevas: hombre de cultura y de civilidad; varón de acción humana y de obra científica y artística a la par. Es que, acaso, aún no podemos permitimos, como los pueblos viejos y populosos, el 130 Letras del Ecuador, Nº 93-95, Abril-junio 1954, pp. 12-13. 131 Rómulo Gallegos Freire (1884-1969), novelista y político venezolano, presidente de la República (1948) nacido en Caracas. Autor de Reinaldo Solar (1920); La trepadora (1925) y Doña Bárbara (1929), su primera obra de éxito y considerada en su momento como la mejor novela sudamericana. Otras novelas importantes de Gallegos son Canaima (1935), Pobre negro (1937), o el libro de cuentos, publicado en 1946, La rebelión. 82 lujo de la especialidad. Nos hallamos en los primeros y más fecundos días: aquellos en que —es en Atenas— Esquilo defiende la Patria en Maratón, Salamina y Platea y, entre batalla y batalla, compone La Orestíada; aquellos días en que —es en Atenas también— Tucídides y Sófocles, Jenofonte y Demóstenes —y los mismos grandes del pensamiento— Sócrates, Platón, Aristóteles, se ocupan al par de los problemas de la metafísica y los de la política. Los hombres de Israel también, desde Moisés, el conductor y gran poeta, hasta Pablo de Tarso, el conductor y gran poeta, hicieron letras e ideal político; escribieron las más bellas cosas que pueden escribirse, y fundaron religiones y erigieron y defendieron patrias. Pero no es sólo eso: Rómulo Gallegos representa una altura mayor, en calidad humana, y una más real afinidad con los destinos de nuestras pequeñas y recién nacidas patrias. Mientras en Atenas o Roma, Israel o la Inglaterra isabelina del siglo XVI —con sus escasos cuatro millones de habitantes, como mi Ecuador o la Venezuela de Rómulo Gallegos— los grandes varones lo eran para la República y para la Cultura, sin importarles la posición exacta, a favor del hombre o contra el hombre; en cambio, los grandes representativos de cultura en nuestra América, cuando hacen obra de ideal político y social, están siempre en la buena orilla, en la orilla del hombre y su justicia. Y así Aristóteles, puede haber dejado teoréticas gratas a las dictaduras, o Virgilio haber sido un humilde áulico, o Cicerón el adversario de las revoluciones populares. En nuestra América no. En nuestra América, los verdaderos grandes de la cultura —los grandes de verdad— han sido también los soldados de la libertad. Han estado, en su acción civil, del buen lado, del único lado admisible: el lado de lo humano, de lo justo, de lo libre. Pocas, poquísimas excepciones de hombres de cultura en nuestra América corresponden a personajes que se situaron al pie de los tiranos, que fueron tiranos ellos mismos, que defendieron —así sea teóricamente sólo— los fueros de los opresores del hombre. Casi no puede darse en nuestra historia continental, el ejemplo de los grandes validos, de los supremos lacayos, de los humildes servidores de la opresión o de la explotación del hombre. Nuestros «caudillos bárbaros» —la expresión es de Arguedas132—, han sido verdadera legión: próximos al analfabetismo casi todos, brutos indómitos los más gendarmes desalmados y espadones rapaces todo el resto. Cada cien de ellos, asoma un hombre de estudio, de lectura, de conocimientos: por cada cien como Santa Anna 133 o Rosas134, Melgarejo135 o Monagas136, Victoriano Huerta137 o Jorge Ubico138, Juan Vicente 132 Alcides Arguedas (1879-1946), escritor y político boliviano. Entre sus ensayos destaca Pueblo enfermo (1909), donde pormenoriza los males de Bolivia. Esos mismos planteamientos determinaron su análisis de la historia boliviana en La fundación de la República (1920), Historia general de Bolivia (1922), Los caudillos letrados (1923), La plebe en acción (1924), La Dictadura y la Anarquía (1926) y Los caudillos bárbaros (1929). Su novela más célebre es Raza de bronce (1919), una de las manifestaciones más importantes de la narrativa indigenista hispanoamericana. Pisagua (1903), Wuata Wuara (1904) y Vida criolla (1912) son otras novelas suyas. Tituló La danza de las sombras (1934) a sus memorias. 133 Antonio López de Santa Anna (1794-1876), militar y político mexicano, presidente de la República (18331855, con interrupciones), que dominó la política mexicana durante un cuarto de siglo. 134 Juan Manuel de Rosas (1793-1877), político y militar argentino, gobernador de Buenos Aires (1829-1832; 1835-1852) y principal dirigente de la que habría de ser considerada, de hecho, Confederación Argentina (18351852). 135 Mariano Melgarejo (1818-1871), militar y político boliviano que gobernó dictatorialmente (1864-1871) y que es considerado como uno de los dirigentes más representativos del denominado 'caudillismo bárbaro'. 83 Gómez139 o Trujillo140, Martínez141 o Somoza142, asoma un Gabriel García Moreno, tirano e ilustrado a la vez, un Rodríguez de Francia143, siniestro y cruel, pero leído, un Augusto Leguía144, arbitrario y despótico, pero vivísimo, de real inteligencia. El valido a lo Virgilio, el defensor de opresores a lo Cicerón, el lacayo tortuoso a lo Bacon, el «consejero áulico» a lo Goethe, el teórico de las tiranías a lo Chateaubriand, De Maistre, Gobineau o el joven lacayo de Isabel II, Donoso Cortés, no son como comprensibles en nuestro alto y auténtico ambiente de cultura. Alguna lamentable descaminación, seguramente irreflexiva, como las tan inofensivas de Rubén Darío; las menos perdonables de Chocano y Lugones... Y la que nos duele más en lo vivo: la de quien fuera un día maestro de juventudes libres en América, el anti-Chocano, el educador grande y el filósofo: José Vasconcelos. ¿Los demás? No, realmente. No vale la pena tomarlos en cuenta. «Sombras de hombres», según la expresión consagrada de Ingenieros, el gran argentino. ¿La raíz del fenómeno innegable? Difícil de desentrañar, por lo compleja: factores étnicos, telúricos, históricos. No excluyentes, sino colaborantes. España, lo indígena, la naturaleza bravía, la dominación —en su mayor superficie territorial— del trópico. El hecho de haber nacido, cuando en el mundo todo soplaba la vaharada de la libertad, ha contribuido seguramente también para que en estos pueblos nuestros la realidad o la teoría despóticas sólo hayan prosperado a espaldas de la cultura, contra la cultura. El caudillo hispanoamericano — espadón, leguleyo o mercachifle— ha sido invariablemente, un ente resueltamente reñido con la civilización, con la inquietud espiritual. Las excepciones anotadas — García Moreno, Francia, un poco Leguía— son tan escasas, que se pierden en la legión innumerable de los otros, «los caudillos bárbaros». La prueba nos la está dando la impresionante actualidad: en Venezuela se hecha del poder al más alto representante de cultura venezolana; en el Perú, es un ciudadano de leyes y de letras, Bustamante y Rivero, el que estorba a la ignaridad que se entronizara luego; finalmente, en estos mismos días, un gobierno inspirado por un civilizador, por un Maestro como Juan José Arévalo y realizado 136 José Tadeo Monagas (1784-1868), militar y político venezolano, presidente de la República (1847-1851; 1855-1858; 1868). 137 Victoriano Huerta (1845-1916), militar y político mexicano, presidente de la República (1913-1914). 138 Jorge Ubico Castañeda (1878-1946), militar y político guatemalteco, presidente de la República (19311944). 139 Juan Vicente Gómez (1857-1935), militar y político venezolano, presidente de la República (1908-1913; 1922-1929; 1931-1935) y máximo dirigente del país desde 1908 hasta 1935. 140 Rafael Leónidas Trujillo (1891-1961), militar y político dominicano, presidente de la República (1930-1938; 1942-1952) y verdadero jefe del Estado desde 1930 hasta 1961, aunque a veces la presidencia fuera ocupada por sus colaboradores. 141 Tomás Martínez (1812-1873), militar y político nicaragüense, presidente de la República (1857-1867). 142 Anastasio Somoza (1896-1956), militar y político nicaragüense, presidente de la República (1937-1947; 1950-1956), que formó una dinastía de dictadores, los cuales, con el apoyo de Estados Unidos, gobernaron el país durante 43 años, a veces a través de presidentes propicios designados por ellos. 143 José Gaspar Rodríguez de Francia (1766-1840), político paraguayo, máximo dirigente de la República en tanto que dictador supremo (1814-1840), participante activo en la independencia de Paraguay y creador del original Estado, al que condujo al aislamiento económico e internacional por medio de la aplicación de una rígida dictadura personal. 144 Augusto Bernardino Leguía (1863-1932), político peruano, presidente de la República (1908-1912; 19191930). 84 por lo mejor de la intelectualidad guatemalteca, ha sido echado del poder con ayuda extraña y criminal, para entronizar espadones... Y es que, quizás, el núcleo germinal lo explica todo: Bolívar. Cultura y libertad hermanadas en él, engrandeciéndolo, poniéndolo en un sitio aparte de los puros hombres de armas o de los simples insurrectos. Con su pasión de libertad ardida, Unamuno me decía al hablar de Abdelkrim, el árabe insurrecto contra la dominación francesa y española de su tierra marroquí, que si «este morillo triunfara, ya tendrá estatuas en todas partes y seguramente hasta en Madrid, como vuestro Bolívar». No, Don Miguel. «Nuestro Bolívar», que era tan suyo por vasco, por libre y por culto, se diferenciaba mucho del «morillo», heroico y admirable sin duda, como heroicos y admirables fueron Vercingétorix y Guillermo Tell, Alex Newsky y Don Pelayo, Juana de Arco y Guillermo de Orange... Pero Bolívar, Don Miguel, Bolívar. Rómulo Gallegos reedita, alto y grande, el paradigma: la cultura y la libertad unidas y marchando junto a ellas, la justicia. He de reiterar aquí lo que dijera en mi libro El nuevo relato ecuatoriano, al referirme, someramente, al gran movimiento novelístico hispanoamericano, dentro del cual se inscribe el del Ecuador: «...con más vocación de novelista, más bien plantado en las comarcas del relato, con un poder de expresión más ceñido, más propio y permanente, con fuerzas sólidas para la novela grande, aparece Rómulo Gallegos. Pulso, ese pulso firme de faenador, que nos reclamaba Gabriela Mistral en París en 1930, en nombre de la potencia de trabajo del intelectual europeo; ese pulso un poco a lo Balzac, es la característica que, de primera intención, nos ofrece Gallegos». No el hombre de un solo libro: con anchura balzaciana en verdad, sin los hilos internos que unifican, tema, acción y personajes, nos ha demostrado una potencia productora a la que —cantidad más calidad— no estaba acostumbrado nuestro pulso de escritores esporádicos y circunstanciales. Como nuestra novela —la ecuatoriana— tiene su precursor, su Juan Bautista, en Luis A. Martínez, con su novela A la costa, que acaba de cumplir sus cincuenta años de edad; así la novela venezolana tuvo también su iniciar en Peonía, aquella narración de la época de Guzmán Blanco, en la que Manuel Romero-García, por primera vez quizás en la novelística de su país, hace intervenir paisaje y personajes criollos, dentro de una ambiciosa y, a ratos, bien lograda técnica realista. Y es entonces que —junto al suave y humano interludio señalado por Teresa de la Parra, la admirable— surge con poderes francos de capitanía, ancho, rumoroso, caudaloso, poderoso, el pulso de narrador de Rómulo Gallegos, en una producción sin desmayos, que solamente se desiguala un poco en los momentos en que —El último solar, La trepadora— se aventura en los vericuetos, un poco estrechos, limitados, asfixiadores, de la escena urbana, en los que su mirada se detiene en muros, su resollar de toro no encuentra ámbito en los empedrados y el asfalto de las ciudades venezolanas, y su sentido épico, que maneja con comodidad selvas, llanos, ríos, no halla qué hacerse con el títere urbano, el muñeco político, el susurro del chisme, de la intriga, en la vida artificiosa de nuestras ciudades, no olvidadas aún de falsas aristocracias y casi siempre sometidas a los besamanos y curvaturas de la columna vertebral, impuestos por las tiranías. Sobre todo en su Venezuela natal, patria de los libertadores grandes. 85 Pero allí está, en la tremenda escena de la naturaleza: es el llano y la selva, el río y la montaña, el mar... Allí está, ancho y poderoso el tórax, el aliento duro y másculo: allí esta moviéndose en sus propios elementos, el genio de Rómulo Gallegos. Rómulo Gallegos es el novelista de este hemisferio, en que se halla más cantidad de América. Solamente, en la poesía, puede encontrase su parigual: Walt Whitman, el de la orilla inglesa del continente. Tres nombres, cargados de suelo, transidos de teluria, aparecieron casi simultáneamente: José Eustasio Rivera, el colombiano, Ricardo Güiraldes, el argentino, y Rómulo. Es que, en realidad, el personaje americano corriente —si se salva al español, de la epopeya conquistadora, al americano de la epopeya libertadora y al indio de la inmensa y desolada miseria— el personaje americano corriente todavía no está alto y grande como el escenario de América. Luis Alberto Sánchez lo afirma por allí: «Nosotros, los indoamericanos, los americanos en general, somos todavía un continente o dos continentes, demasiado sometidos al ambiente. Nos subordina el paisaje, nos agobia la riqueza de nuestro territorio, estamos sumergidos en la densidad asfixiante de nuestra atmósfera demasiado rica en aromas naturales». Y así Rómulo: toma al hombre, a la mujer, y los lanza a la bravía lucha con la naturaleza. A pesar de su real poder de tipificación, las gentes, demasiado pequeñas, se le escapan y aceptan el connubio trágico, que es en definitiva, una derrota: se dejan amoldar, moldear, modelar por las fuerzas desatadas del río, de la selva, del llano o del mal. Y es que esa es la verdad esencial de nuestra vida, algo así como la reproducción del Génesis mosaico: Dios —en este caso la naturaleza— tomando barro, tierra de América para hacer al hombre americano. Y el soplo para darle alma, el gran soplo de todos los vientos de la selva, el río, el llano, el mar. Todas las verdades de la realidad, todas las verdades de la teoría, confluyendo en la única, en la grande e inapelable verdad: la maternidad esencial de la tierra, con sus colaboradores como el sol, el clima, la latitud, el paisaje. En el origen de las literaturas, la determinante hombre, imponiéndose sobre la naturaleza o el determinante naturaleza, imponiéndose sobre las potencias de lo humano, físico y espiritual, rehaciéndolo, conformándolo, según la expresión del Génesis, «a su imagen y semejanza». Así, para el primer caso, la literatura griega: en el principio es el verbo, es el hombre que, en el peristilo del templo o en las gradas del mercado —Sócrates y los presocráticos— habla, alecciona, norma y dirige. La naturaleza, dulce y bella naturaleza, a la medida humana, del Ática, obedece al hombre que le pide uvas para los festines, acantos para las coronas, mármoles del Pentélico para los torsos desnudos y las caderas exuberantes de la Venus de Praxiteles. Y hasta cuando los grandes trágicos —Esquilo, Sófocles, Eurípides— utilizan el mito y la divinidad, es construyéndola sobre, la imagen humana, con amores, pasiones y virtudes de hombres. Cuando el Hado ordena que Edipo se ha de casar con su madre, después de asesinar a su padre, es — ¿verdad, Freud?— en obedecimiento a leyes humanas. Ved si no la leyenda de los argonautas en pos del vellocino de oro: hombres como el médico Esculapio, como el poeta Orfeo, como los amigos en la vida y la muerte, Castor y Pólux, realizando el poema, conducidos por Jasón. Y en las homéridas —La Ilíada y La Odisea— el mito es más evidente: el poeta, el aeda, es un ciego: no ha de ver el paisaje, no ha de importarle la naturaleza, es desde la caverna de su ceguera, que ha de mirar al hombre interior, para con sus elementos subjetivos, hacer los personajes, crear los mitos y los hombres. En cambio, para el primer caso, allí están los Vedas, 86 singularmente el Rig Veda, «el libro por excelencia de la adoración de los fenómenos naturales», según Gonblac y, sobre todos, el Ramayana, esa Ilíada indostánica, en que el desbordamiento de la pasión humana está condicionada al desbordamiento de la naturaleza. Rómulo Gallegos está inaugurando en su Venezuela, para nuestra América y el mundo, la gran literatura de predominio de la naturaleza. Es que Rómulo Gallegos está realizando una literatura-verdad. Y la actual certidumbre de América es esa: por mucho que haya dado pasos la «civilización» hacia la rapidez, hacia la muerte, mediante los descubrimientos de la disgregación nuclear, es la lucha por vivir, por comer, amar y morir, en esta escena avasalladora con los ríos y los montes más grandes, la que determina lo esencial de la posibilidad narrativa y de la poética: en general, de toda la obra de ficción, de imaginación. Mi tesis difiere esencialmente de, la [tesis] de Luis Alberto Sánchez, aún cuando acepta el hecho en sí: el predominio de la naturaleza. Sánchez, en el caso de Gallegos, en forma definitoria y simplista, afirma: «La vorágine, comanda a Rivera y Doña Bárbara, el llano, puede más que su relator». Yo creo, en cambio, que la naturaleza puede más que los hombres y que los actores del relato; que ella los conforma, los modela, los hace; pero no a escondidas del autor, no con un sabio escamoteo o con una fuerza superior ajena a las intenciones del novelista. La naturaleza se impone primeramente al autor, como categoría de realidad dominadora, y entonces, dentro de ella, el hombre es el ser dominado, conducido, hecho o rehecho, «a su imagen y semejanza». De allí que Doña Bárbara, se nos esfume entre las serpenteadas del río, casi tragada por él. Y que se salven, casi a nado pudiéramos decir simbólicamente, las figuras de la civilización, Luzardo y Marisela. El llano de Venezuela se completa en Cantaclaro. Anécdota y, por lo mismo, más cantidad de hombre que de paisaje, en comparación con Doña Bárbara. Hombre venezolano, más dueño de su Venezuela, de la que sabe sus cantos, sus «corridos y contrapuntos» y de la que, sonándonos un poco a raro, intuye posibilidades, con la elocuencia, llanera de Juan Parao, figura acusada y fuerte, tratada con cariño por el autor. A Florentino, «Cantaclaro», como a Doña Bárbara el río, «se lo llevó el diablo»... Y, fuerte de su poder frente al llano, Rómulo se lanza a dominar la selva. Antecesores poderosos ya en la novelística iberoamericana: Canaan, del brasilero Graça Aranha y más cerca en el tiempo, La vorágine del colombiano José Eustasio Rivera. El sobrecogimiento de Gallegos es, sin duda, mayor frente a la selva que frente al llano. El ritmo cambia en Canaima, su novela frente al «infierno verde». Pavura, misterio, una solemnidad poética, estupor. Pero el hombre, quién lo creyera, se impone más con sus vicios, sus pasiones, sus virtudes, frente al mal de la selva que frente al bienestar del llano. Es que aquí Gallegos introduce un nuevo personaje, tremendo y familiar: la muerte. Y cuando el hombre llega a la verdad de «vivir con la muerte», de hacer de la muerte una categoría cotidiana, como la procreación, el nacimiento, la comida, entonces es el hombre el triunfador de su nada, de su todo. Porque, ya lo dijo el danés: «La muerte no es enfermedad mortal». Y es que Gallegos, en Canaima, a pesar de la locura y la fiebre, la sabandija y la fiera, la espina y el veneno, siente el mandato que a sí mismo se impusiera en la época, ya lejana —año 1925— de La trepadora, cuando dijo: «Hasta ahora, nuestra literatura ha sido amarga y desesperanzada, pero ya es tiempo de amar y 87 confiar un poco». Un soplo caliente de optimismo, de fe en Venezuela y sus hombres, para la dominación de la naturaleza, para la construcción de una patria. El hombre civil, el varón de edificación, de libertad y de justicia que ha sido y será toda su vida, asoma por entre las bellezas de la descripción narrativa y del relato novelesco. Si se ha puesto frente al llano y a la selva, hoy va a ponerse frente al mar, con Pobre negro. Y frente a un problema humano de ancha significación en Venezuela, el problema de las razas. Ya aquí se divide el interés entre el formidable espectáculo de la costa caribe y las implicaciones de —acaso— una tesis, Una tesis sociológica y una tesis política. Ya es la construcción de Venezuela el deus ex machina de la acción. Su porvenir y su justicia. Es la novela de atisbos y premoniciones. Es ya un poco —y por eso Pobre negro se emparienta más con la novelística ecuatoriana— una novela que, sin dejar su objetividad, es construida «para» sostener algo. Y ese algo es la justicia... Y nuevamente —y siempre— en Rómulo Gallegos el hombre que quiere hacer al hombre un poco de justicia: como escritor, como hombre de lucha, política, como Presidente de su patria. El hombre que había encontrado, para su Venezuela; la ruta de Bolívar, perdida entre los vericuetos de la politiquería, de la ambición y del imperialismo. Este hombre que no debía gobernar Venezuela, que había que echarlo del poder, por un triple crimen irredimible: ser patriota, ser justo y —el peor de todos— tener mucho talento. RÓMULO GALLEGOS Y JOHN DOS PASSOS145 Una verdad reconfortante para quienes manejamos herramientas de la inteligencia y la sensibilidad en América: los maestros de presencia guiadora por el valor de su obra, son casi siempre gentes buenas, sencillas honestas, de bondadoso corazón. Gentes que están siempre de parte del toro en las corridas, del negro en los linchamientos, de los presos y los desterrados en las dictaduras. Capaces de dar la mano a un ciego para que pase una calle, de comprar migas de pan en los parques para darles de comer a las palomas; cristianos generosos y magnánimos que se retiran del banco frente la cual se han sentado dos enamorados y que le hacen conversación al guardia cuando la niña está arrancando una flor en un jardín... Algunos de ellos son heroicos. Su historia es de rebeldía y martirio. Pero esa es cosa de estilo. La bondad es la misma. Los primeros, tienen el estilo de Gabriela Mistral. Los segundos, el de Martí. En veces, los primeros son capaces de la arcangélica acción de los segundos. Y siempre los segundos son capaces de la dulce y tierna bondad de los primeros. ¿Está claro el enredo? Y todos, felizmente, están en los caminos de la vida, con el hombre y el tiempo. Se clausuró la época de los heroísmos comprados en farmacia, de las genialidades hechas a base de estupefacientes, de los prestigios construidos sobre la historia sórdida o siniestra. El intelectual es hoy un hombre entre los demás hombres. No el ingenuo méteque de los paraísos artificiales, seguro de poder, bajo su embrujo, escribir poemas como Baudelaire, Rimbaud o Poe. El gran tabú que enfermó medio siglo a la literatura americana, ha sido abolido. Lo que ha 145 México en la Cultura, No. 402, México, 2 de diciembre de 1956. Reproducido en La patria en tono menor, pp. 2213-216. 88 quedado de ese tiempo lo admiramos: nuestro Rubén Darío, nuestro Julio Herrera y Reissig. Hoy se hace tan buenos poemas como entonces: Vallejo, Guillén, Neruda, Alberti. En todo eso pensaba cuando hace pocos días, en México146, estuve en casa de Rómulo Gallegos, el novelista de pulso grande147, con John Dos Passos148, el ilustre norteamericano, renovador de la novela contemporánea. Uno de los pocos que han buscado otros caminos que no sean los mismos abiertos por el señor de Balzac. Soy muy poco trascendental y heroico: no creí estar asistiendo a una hora histórica, no. Estaba, simplemente, junto y con dos hombres, trabajadores de la inteligencia, manejadores de ficción, novelistas, en suma. El uno, de nuestra América india; el otro, de América rubia. Con un guión integrador. Dos Passos tiene sangre de origen lusitano. Hasta cierto punto las tres Américas —qué bonitas son las generalizaciones imaginativas, aunque puedan ser falsas— se hallaban en la salita de Rómulo Gallegos, en México, calle de Goethe, octubre 1956. De la familia de las gentes buenas y, al propio tiempo, de las gentes heroicas, Rómulo Gallegos. Ancho de corazón para entender sus selvas, sus ríos, sus montes. Más aún, para entender las gentes que habitan su Venezuela total. Con ellas —gentes y paisaje— ha compuesto la Comedia Humana de nuestras tierras americanas. En su primera novela, Reinaldo Solar, se halla planteado el problema político de su generación venezolana, asqueada de Castros y de Gómez, de muerte de la libertad y esclavitud humana. Desde entonces, el destino bueno de Venezuela, lanzó la candidatura de Gallegos a la presidencia... Pero el destino malo... Cuarenta años después, se cumplía el augurio de las líneas de la mano. Pero una verdad objetiva, que Gallegos presidente no pudo ni podrá comprender, lo arrojó al destierro: las gentes demasiado inteligentes no deben gobernar. Era demasiado: un gran novelista, hombre honesto y cabal, vendiendo petróleo de la entraña de su patria, comprando conciencias, cediendo a todo. No, era demasiado. Y en estos destierros en las comarcas más bellas y generosas del mundo, Cuba y México, Gallegos hace las novelas del hombre universal, en ambiente cubano o mexicano. La de Cuba ya está hecha: Una brizna de paja al viento. Hoy está haciendo la otra, de ambiente y clima, hombre y paisaje mexicano. No tiene nombre aún. La hace y la rehace, con escrúpulo de artista verdadero. Sobre eso, estamos conversando Rómulo, Dos Passos y yo. Un gran gringo bueno —como lo llamaban los mexicanos de la Reforma a Lincoln— es John Dos Passos. Bueno, cordial, sencillo. En 1945, nosotros, sus amigos ecuatorianos, asistimos a una ventura admirable, ingenua y generosa, del autor de U.S.A., seguramente la novela-río más importante de los Estados Unidos. Se había entregado, con su ancho corazón, a la causa de todos los hombres buenos 146 En septiembre de 1956, Carrión está en la Ciudad de México para participar en el V Congreso Mundial por la Libertad de la Cultura. 147 En 1945 Rómulo Gallegos participó en el golpe militar que llevó al poder a Rómulo Betancourt como presidente provisional del país, y él mismo fue elegido presidente de Venezuela, cargo que desempeñó durante menos de un año (febrero-noviembre de 1948), ya que no pudo equilibrar las fuerzas políticas contrarias, y se exilió ese mismo año marchándose a vivir a Cuba y luego a México. 148 John Dos Passos (1896-1970), escritor estadounidense representativo de la «generación perdida», cuyas novelas, de fondo amargo y carácter impresionista, atacan la hipocresía y el materialismo de los Estados Unidos entre las dos guerras mundiales. Su obra tuvo, por otra parte, una influencia decisiva en varias generaciones de novelistas europeos y estadounidenses. 89 de la tierra: la de los leales españoles, los rojillos, que hacían los poemas de Antonio Machado, Miguel Hernández y Federico García Lorca... Y esa causa había sido derrotada, al grito de ¡Abajo la inteligencia, viva la muerte!149 Un fuerte grupo de esos españoles derrotados, todos ellos católicos, entre vascos y catalanes en su mayoría, había caído en el lazo de las zalamerías del sátrapa de la República Dominicana150. Dos Passos se propuso rescatarlos. Y para ellos eligió al Ecuador, tierra de campos fértiles e inexplotables, buena para la libertad, las papayas, las piñas, el café, el cacao y el banano... Todo lo que alimenta el cuerpo y el espíritu del hombre. En el Ecuador, él, novelista y hombre de fiction 100% se dedica a palanqueos y papeleos con escribas y burócratas. Halla esta verdad, al fondo: mientras el Ministro de Relaciones Exteriores temía como al Diablo a los rojillos, el de Defensa Nacional, Galo Plaza151, demócrata profundo, creía en ellos y pensaba que eran los mejores inmigrantes posibles para nuestro país. El Presidente de la República152 nadaba entre dos aguas, y no sabía qué responder a este gringo ilustre, al que habíamos rodeado los escritores del país como a maestro grande que es, que pedía tierras baldías para sus protegidos los españoles desterrados. Galo Plaza lo aconseja, con toda picardía: vamos a aprovecharnos de una fiesta a la que asistirá el Presidente, le dijo. Y le aconsejó que se introdujera al jardín de la residencia y estuviera esperando junto a una ventana. Él, Galo, en momentos de euforia del Presidente, entre baile y copa, obtendría la firma del decreto. Y Dos Passos podría salir, en la madrugada, con sus colonos, hacia la selva virgen, a darles posesión de las tierras concedidas. John, alto y gordo, escaló un muro, cayó sobre un rosal, se espinó las manos: y se agazapó en espera del papel que Galo Plaza habría de entregarle, al través de la ventana consabida... Luego, vino la segunda parte: instalación de la colonia, ayuda económica a los exploradores —eran felizmente de la estirpe de Gonzalo Pizarro—, y solamente se marchó cuando, como buen padre de familia, dejó acomodados a sus hijos en desgracia... Estos grandes escritores y hombres buenos, se confiaban esa mañana de México, sus secretos de novelistas. ¿Secretos? Busca de verdad para construir la ficción. Gallegos rompía varias veces los manuscritos de su novela mexicana. Dos Passos escribía historia, para hacerla verdadera como las novelas. Acaso como Stendhal, francés, escribió La cartuja, la mejor novela italiana, él, venezolano, nos ofrezca la mejor novela mexicana: él sabe contar lo esencial del hombre, y eso sí lo sabe Rómulo Gallegos. El novelista de U.S.A. rebusca archivos, datos, investiga, para hacernos, no la historia fría que horrorizaba a Tácito y Michelet, sino la historia con sangre y carne, de su gran patria norteamericana, sin muchos clarines ni batallas. La historia de noble pueblo que vive, su historia viva. Y he ahí cómo ofrecer este chisme a las gentes de América: la próxima novela mexicana de Rómulo Gallegos —que ha hecho historia de América en su vida— y la historia de los Estados Unidos, por John Dos Passos, que ha hecho las mejores novelas con las gentes actuales de su patria. 149 Tristemente célebre frase del general franquista José Millán Astray (1879-1954). Se refiere al dictador Rafael Leónidas Trujillo. (Ver supra.) 151 Galo Plaza Lasso (1906-1987), diplomático y político ecuatoriano, presidente de la República (1948-1952). 152 José María Velasco Ibarra (1893-1979), político ecuatoriano, presidente de la República (1934-1935; 19441947; 1952-1956; 1960-1961; 1968-1972). 150 90 ROMULO GALLEGOS: HOMBRE Y OBRA153 No puede considerarse abolida la vieja polémica —que ha oscilado de la disidencia a la diatriba— entre las opiniones dispares: quienes mantienen que la critica literaria debe limitarse a la obra, olvidándose o dejando en segundo plano al hombre; y quienes piensan que la contemplación del hombre debe tener, si no preferencia, por lo menos igual dedicación que el estudio y juicio de la obra. El problema se agudiza en América —las tres Américas—; pues en las viejas literaturas, el tiempo ha borrado tantas vidas ilustres, desdibujado por lo menos algunas, hasta el punto de que ante nosotros, ante la crítica universal, esas vidas se han convertido en leyendas o, cosa mejor aún, en novelas. Pasando por lo mismo a los dominios de la investigación histórica, y abandonando o apenas soslayando, los predios de la literatura. Desde la Biblia —Antiguo y Nuevo Testamento—; desde Homero, pasando por los trágicos griegos, hasta la cumbre casi contemporánea de Shakespeare... Sin embargo, aún a distancias cronológicas superiores al milenio, la proyección del hombre-autor y su conducta, sigue manteniendo influencia decisiva en el juicio, y más aún, para la atracción mayor o menor actual de la obra. Así, la homosexualidad de Virgilio, exegizada sobre la «Égloga II», que cuenta «amores y desvíos» de Corydon y Alexis — ¿será crimen idiomático decir exegizada, si se permite decir analizada y sintetizada?—. Así la homosexualidad de Shakespeare, cuya certidumbre de existencia se halla en plenitud de duda, basada en los Sonetos... ¿Y qué decir de las leyendas de Françoise Villon, el primer poeta de Francia, en antigüedad y mérito? Poco edificantes también los fragmentos de biografías de don Francisco de Quevedo, del propio inmortal Cervantes. Bocaccio no es tampoco, en lo que de él se sabe, un dechado de virtud... Ya en nuestras tierras americanas, en el norte, las mayores figuras de las letras yanquis tienen una leyenda — ¿historia acaso ya?— muy enrevesada y dura: el genial Edgar Allan Poe, el cantor de «Ligeia», uno de los líricos más puros de todos los tiempos y todos los idiomas, el insuperable creador del misterio y exaltador de la imaginación hasta limites no igualados ni siquiera por Kafka en tiempos posteriores, es la cifra mayor también de la dipsomanía y el alcoholismo... ¿Y Whitman? El gran viejo, realizador de la épica y la lírica más altas y puras en el Nuevo Mundo, está señalado también por el uranismo atribuido a dos de sus antecesores tan grandes como él: Virgilio y Shakespeare. Así las cosas, el problema de hoy, la dicotomía hombre-autor o autorhombre, se plantea principalmente en la época actual y, singularmente, en más larga medida, en nuestra vida literaria, en nuestra vida de la cultura. La impunidad de la inteligencia, tan generosamente concedida con el favor de los milenios y los siglos, es más estrechamente regateada en la época actual. Y más rigurosamente aún en nuestros predios latinoamericanos, con la angustiosa problemática que vivimos, dentro de un régimen neocolonialista que mantiene al hombre duramente enajenado. 153 Raíz y camino de nuestra cultura, Cuenca, Imprenta Municipal, 1970, pp. 55-80. Homenaje del Ecuador al Maestro venezolano con motivo de su muerte en 1968. 91 Por lo mismo, no se tolera entre nosotros al intelectual, al escritor marginal. No se puede concebir siquiera la cultura gratuita. Ni la más ancha de las libertades de nuestras débiles y falsas democracias, autorizará la posibilidad del intelectual «puro», del inconcebible cultivador del «arte por el arte». Tan deber como pagar impuestos, como cumplir las leyes, como no robar ni matar, es para el intelectual el poner sus capacidades, su oficio, al servicio del pueblo en el cual vive, del hombre de cualquier lugar del mundo. Los escritores de este siglo, entre las dos guerras mundiales y, singularmente en las tres últimas décadas, han sufrido la prueba del fuego al tratar de sintonizar su conducta a la problemática humana planteada por la historia, frente a la paz, a la agresión, a la dominación, a la justicia. Frente a la vida de los hombres. El problema de la libertad ha sido un semillero de trampas propuestas al hombre de cultura, cuya capacidad de dudar —la duda es la expresión máxima de la libertad— ha sido en ciertos casos presa de la maraña de los procesos histórico-científicos que han apretado sus hilos para atraparlo. El hombre de cultura ha sido, en verdad, por su posición conspicua, por su espectacular y casi siempre engañosa posición, desmedidamente visible. El hombre de cultura ha sido cargado de responsabilidades y, muy pocas veces, se le han concedido los poderes para hacer frente a ellas. La jerarquía del intelectual contemporáneo, ha sido notablemente descargada de poder y, por lo mismo, de responsabilidad para la acción. Aquello de que un libro como La cabaña del Tío Tom de la señora Harriett Becher Stowe154, haya sido el motor que condujo a la sublevación de los esclavos negros del sur de los Estados Unidos y, por lo mismo, la causa de la tremenda guerra civil —la única guerra que se haya peleado en el territorio mismo de Norteamérica—, es ya un caso de leyenda. Aquí, en el Ecuador, por ejemplo, se ha dicho —y esta frase de sal criolla, es casi un apotegma popular— que al indio, además de sus tradicionales enemigos: el gamonal, el cura y el teniente político, le han salido dos más: eI pintor y el escritor. Pero si el poder atribuido al escritor ya no es el mismo. Si su mito ha disminuido en el sentido de la taumaturgia. En cambio, la obligación de conformar su obra y su conducta es más exigente cada día. Francisco Ayala sostiene que «ser intelectual constituye una manera concreta de realizarse como hombre en la sociedad». Y eso, sin ser el señalamiento de una profesión excepcional, es en cambio una fijación de deberes que, a comienzos de siglo ya, Vaz Ferreira señalaba concretamente, como en un código, en su inolvidable Moral para intelectuales, libro injusta e inconvenientemente olvidado. Jean–Paul Sartre, cuya obra en filosofía, en teatro, en novela y ensayo es sin duda la más sostenida batalla por la paz y la justicia en nuestro tiempo, a la altura de su cincuentena y más aún en el momento actual, llegó a la desoladora comprobación de que toda su obra de escritor no había servido para aliviar el hambre, la miseria, el dolor de un solo niño... Y compara su obra de escritor con la obra filantrópica de su tío materno, Albert Schwitzer, el pastor de almas y de cuerpos que se consagró a los niños y a los hombres con entrega y peligro de su vida en el centro de África. Este hombre dulce y santo, uno de los poquísimos 154 Harriet Beecher Stowe (1811-1896), escritora y abolicionista estadounidense, autora de La cabaña del tío Tom (1850-1852), una severa denuncia de la esclavitud y una de las mejores novelas de la literatura estadounidense en su género. 92 aciertos del Premio Nobel de la Paz. Pues bien, Sartre, después de la inutilidad de escribir para abolir o mitigar el dolor en el mundo, el dolor de los niños sobre todo, dice en uno de sus últimos libros, Las palabras: «Yo escribo siempre. ¿Qué otra cosa puedo hacer?. Nulla dies sine línea. Es mi costumbre y sobre todo, es mi oficio. Largo tiempo yo he tomado mi pluma como una espada: actualmente, yo conozco nuestra impotencia. No importa: yo hago, yo haré libros; es necesario; ello sirve sin embargo...» En la década de los veintes, un ensayista francés de largo itinerario posterior, Julien Benda, escribió su famoso libro: La trahizon des clerqs, la traición de los intelectuales, en suma. Causó revuelo y amplias discusiones. El tema se mantiene en vigencia, y sigue acrecentándose su significación en la medida en que el tema de la enajenación humana cobra mayor importancia y se hace más desquiciador y más trágico. A la gaseosa e inconsistente denominación de «el arte por el arte» y su contrapartida «el arte por la vida», que tanto sedujo a nuestros modernistas de fines del XIX y comienzos del XX, se la ha sustituido, con afán polémico más ardoroso, con las signaciones de «arte gratuito» frente al arte comprometido. Acaso al mismo Sartre se deba la denominación que, definitivamente, se ha establecido en los ámbitos de la apreciación literaria: el arte, la literatura engagée... Los ciclos, no muy definidos, de nuestra historia literaria latinoamericana, tienen oscilaciones entre lo uno y lo otro: entre el arte que hoy se llama comprometido y el arte gratuito que se lo llama también «marginal» o «fugado». Así, para señalar solamente etapas grandes, de amplio desarrollo en el tiempo, podemos afirmar, sin dogmatismos, desde luego, que la etapa romántica de nuestra literatura fue, en lo general, una etapa «comprometida». Fue un período en el que se destacaron principalmente los «panfletarios», los escritores que, ubicados en lo que hoy llamaríamos «derecha» o «izquierda», libraban una lucha violenta, apasionada, en defensa de la posición que habían adoptado. Así los mexicanos Alamano Bulnes, en la derecha intransigente, o Ignacio Ramírez, Altamirano, los hombres de la Reforma en general. Montalvo y Rocafuerte en el Ecuador. González Prada en el Perú. Los extraordinarios polemistas Juan Vicente González y Bolet Peruzi en Venezuela. Juancho Uribe en Colombia, en medio de un panorama de gramáticos. Lastarria en Chile. Alberdi y el propio Sarmiento en la Argentina, además de un novelista y un poeta tan combativo como José Mármol. La época modernista, signada con la obra y la personalidad de Rubén Darío, tiene en casi todos los países de nuestra América una representación de primer orden: Lugones en la Argentina, Herrera y Reissig en el Uruguay, Chocano en el Perú, Blanco Fombona en Venezuela, José Asunción Silva y Guillermo Valencia en Colombia, Julián del Casal en Cuba, Amado Nervo, Urbina, Othon, en México. El modernismo, con muy pocas excepciones, no tuvo novelistas de significación ni ensayistas propiamente dichos. Un prosista extraordinario, que linda con el ensayo y se acerca mucho a la poesía: José Enrique Rodó. Estas «vísperas del hombre», que se llamó el modernismo, ha ofrecido extraordinarios poetas al idioma. Pero su conducta frente a la vida y al hombre fue desaprensiva, disipada, «bohemia», como ellos mismos solían motejarse. El modernismo irradiaba de París, nada más que de París. Su glorioso gonfalonero Rubén Darío, se dolía de su «cara Lutecia» por sobre todas las cosas. Y su trompeta mayor, el guatemalteco Gómez Carrillo, además de ser el 93 propagandista de la belle epoque contribuyó al descarrío de las juventudes de escritores y poetas latinoamericanos, conduciéndolas por las sendas de «los paraísos artificiales». De allí que la característica muy generalizada de los intelectuales, sobre todo los poetas latinoamericanos de esa época, fue el amor por la droga heroica o, por lo menos, la dipsomanía alcohólica... Y si no, cómo acercarse a «ese mago divino», Baudelaire, al «padre y maestro mágico» Verlaine, al gran mixtificador Lorrain... Menos mal que, en general también, no les tentó como a Wilde, a Rimbaud o a Proust, la aventura de «l amour qui ne peut dire son nom». Y fue entonces cuando casi, sin solución de continuidad cronológica, pero con siglos de alejamiento conductual, asoma lo que, a falta de otro nombre — ¿es que hace siempre falta un nombre?— se ha dada en llamar «generación postmodernista». Y dentro de ella, en las primeras décadas del siglo XX, hace su aparición, por los predios del relato y la novela, el más cabal de todos, Rómulo Gallegos. Fue esta —la etapa de los veintes a los sesentas— cuando apareció, en masa, esta generación que, a mi modo de ver, sin ser posterior a nada ni antecedente de nada, es la generación más sólida y cabalmente constituida, con elementos de todas las categorías y géneros literarios: la novela, la poesía, el ensayo. En la poesía, esta etapa constituye con varios nombres definitivos, como nos los ofreciera en la inmediata anterior el modernismo. Singularizándose, además, por una característica de que los poetas modernistas estaban, generalmente, alejados: la regionalidad, la americanidad. La esencia y el acento americanos: Gabriela Mistral abre la lista y con ella —no nos engañemos mucho—, con ella se abre la puerta, la puerta grande a la universalidad de la poesía latinoamericana. La obra y el nombre de César Vallejo me parece que son capaces de llenar, ellos solos, un ciclo poético de cualquier país del mundo. ¿Por qué achicarnos? César Vallejo ocupa un escalón tan alto como el de Rimbaud o Eluard en la literatura francesa, el de Ezra Pound en la norteamericana, el de Antonio Machado o García Lorca en la española, el de Césare Pavese en Italia. Enrique González Martínez, en México, el gran poeta y gran hombre, que dio la clarinada de insurgencia con su inmortal soneto «Tuércele cuello al cisne de engañoso plumaje». El Ecuador, con Miguel Ángel Zambrano, cuyo grito de altura y de profundidad, es trueno y vaticinio, tinieblas y luz... Nicolás Guillén en Cuba, voz de humanidad y poesía tan alta como la del gringo Langston Hughes o el africano Léopold Sédar Senghor... Un poco más joven que ellos, acaba de celebrar sus sesenta y cuatro años gloriosos Pablo Neruda, la voz lírica actual más alta de cualquier país, de cualquier latitud, de cualquier idioma... En el ensayo, esta generación, que en buenos términos es la mía por coincidencia cronológica de años más, años menos, nos ha dado una contribución excepcional que, ya lo he sostenido largamente, es el aporte más original de América Latina a las letras universales: el ensayo. Un ensayo penetrante, buido, de interrogación tremenda y avidez de respuesta. Sin dogmatismo, sin emparentamiento con el «tratado». Ensayo de intuición, pero de investigación a la vez. Polémico, dramático, fundamental. En ese plano, yo considero que un hombre de derecha, ilustre y esencial, José Vasconcelos, es el precursor apasionado y terrible. Dueño de uno de los estilos más impresionantes usados en América Latina. Pero el verdadero fundador, el Pablo [de] Tarso del ensayo latinoamericano contemporáneo, es José Carlos Mariátegui. ¿Hay alguien en la 94 cultura universal capaz de superar este nombre y este hombre? Mucho tengo escrito sobre él. Mucha es la admiración que siento por él. Hombre de siembra y de cosecha. Y luego, para no alargar las citas, Alfonso Reyes, Jesús Silva Herzog, Francisco Romero, Benjamín Subercaseaux, Carlos Quijano, Mariano Picón Salas, Jorge Luis Borges, Pío Jaramillo Alvarado... Para cerrar la lista con un nombre total, definitivo: Ezequiel Martínez Estrada, arquetipo de pensadores pero, principalmente, arquetipo de hombre, vertical y limpio. La novela latinoamericana realista, nativista, latinoamericana esencial, nace con esta promoción de escritores ilustres, altos y preclaros como hombres y cada cual en su caso, cifras definitivas de la novelística independizada ya del canon europeo, del clima, del hombre y del paisaje europeos, que fueron continuados en nuestras tierras por los novelistas románticos. Martín Luis Guzmán, patriarca de las letras latinoamericanas, creador de la novela de acción y de pasión en torno a la Revolución Mexicana, figura venerable y venerada, a la altura de sus ochenta años aún ágiles y fecundos, gran propulsor de cultura en su grande y querida patria azteca. Mariano Azuela, el autor de Los de abajo, novela del desencanto ya naciente de la juventud de su patria, sobre la obra de la Revolución. Alcides Arguedas, ensayista amargo y duro en Pueblo enfermo y despertador del indigenismo andino en Raza de bronce. Eduardo Barrios, apenas separado del modernismo y aún del romanticismo; y sobre todo Manuel Rojas, fuerte, fecundo, a la altura de sus setenta y tres años, con Hijo de ladrón. Esta generación, capitaneada por Rómulo Gallegos, ofrece una especie de categoría a la literatura de América; inaugura la correspondencia limpia del hombre con la obra. Una buena cosecha de «santos del espíritu» podría lograr yo, si aún siguiera con mi oficio de canonizador, que ejerciera respecto de Gabriela y Unamuno, y que pienso algún día continuar con Martí, como lo tengo ofrecido. ¿Duda alguien de la santidad de César Vallejo en la poesía? Toda su obra, blasfema a ratos, infinitamente tierna en otros, justiciera y bondadosa siempre, es la más grande oración lírica que se ha elevado en lengua castellana en este siglo. Hombres todos los de esta promoción, sanos de espíritu, limpios de corazón, siempre colocados en la mejor orilla del hombre. Y en el vértice de la gran pirámide, alto y preclaro en la vida y en la obra, Rómulo Gallegos. Era en la década de los veintes, en Europa. Entonces, como hoy, una pléyade de escritores y políticos latinoamericanos se hallaban en París. El centro lo constituían los maestros: Gabriela Mistral, Vasconcelos, Alfonso Reyes, Alcides Arguedas, los García Calderón, Gonzalo Zaldumbide, Manuel Ugarte, Isidro Fabela. Dos mujeres jóvenes y hermosas animaban las reuniones del grupo: Teresa de la Parra, Margarita Abella Caprile. Los menores, en edad y camino recorrido éramos, generalmente, los mexicanos Carlos Pellicer y Andrés Iduarte, los guatemaltecos Luis Cardoza y Aragón y Miguel Ángel Asturias, Arqueles Vela y el gran caricaturista Toño Salazar y, entre otros más, los ecuatorianos César Arroyo y Benjamín Carrión. Alguna vez, y de otras vertientes, el gran maestro uruguayo actual, Carlos Quijano, mi entrañable amigo Ramón Gómez de la Serna, el poeta panameño Demetrio Korsi, el pintoresco y jovial vizconde de Lazcano Tegui155... 155 Emilio Lascano Tegui (1887-1966), escritor argentino, firmaba sus obras como «Vizconde de Lascano Tegui», título que inventó antes de la publicación de su primer libro, La sombra de las espuma (1910). Poeta 95 Hablábamos de lo divino y de lo humano. Cada quien llevaba la novedad literaria de su país. Y yo, en la primera época, tenía que quedarme callado. Cuando de pronto, me llega, casi como un aluvión, la obra de los novelistas ecuatorianos de los años veintiocho y treinta: el grupo de Guayaquil, «cinco como un puño» y luego Huasipungo de Icaza. Después asomaría, un poco a cuentagotas, la obra de nuestro gran Pablo Palacio. Desde entonces, ya podía «sacar pecho» y no ceder ante nadie. Todo esto lo he contado largamente y en detalle en mi libro El nuevo relato ecuatoriano. Y sobre Palacio, el Vizconde de Lazcano Tegui, Jaime Torres Bodet, Sabat Ercasty, Teresa de la Parra y José Carlos Mariátegui, escribí ensayos detenidos en mi libro, publicado en la «España de antes», Mapa de América, prologado justamente por Ramón Gómez de la Serna. Pero las figuras cumbres que gané en esa época, para mi admiración y mi enseñanza fueron, en la poesía, Federico García Lorca, cuyo Romancero gitano, nos disputábamos para leer y aprendernos de memoria sus principales poemas; en la novela, Rómulo Gallegos, cuyos libros, desde Reinaldo Solar y La trepadora, comenzaron a llegarnos. Pero el deslumbramiento se produjo cuando, hacia 1929, en la propia Barcelona, donde se había editado, pude adquirir Doña Bárbara, que se ofrecía, ostentosamente tras las vitrinas de las librerías en la primavera de 1930, el mismo año en que un librito mío, Mapa de América, se exhibía también con el ostentoso título: «El mejor libro del mes». Doña Bárbara, en realidad, había aparecido en los finales de 1929, y no llegaba aún a la pequeña librería española de la calle Richelieu —la calle donde vivía Gabriela, en el Hotel Montpensier. Con mi Doña Bárbara llegué feliz hasta el grupo de mis amigos en París. Algunos ya la habían leído, y pudimos así entablar diálogos vehementes y entusiastas, pues muchos de nosotros —¿quieren creerlo ustedes?— éramos todavía jóvenes... En América, salvo escasas excepciones —y entre ellas no estuvo Rómulo Gallegos— el escritor interviene en la política y si no, por lo menos en la burocracia. Muchas veces por imperativos de la vida: la literatura, salvo excepciones contadísimas, que se están produciendo recientemente, no «alimenta su hombre», según la insustituible expresión francesa. Entonces, el escritor —poeta, relatista, ensayista— puede apoyarse en una escasa medida en el periodismo. En este periodismo latinoamericano que, con la excepción de Venezuela y acaso la Argentina anterior a Perón, paga tan lamentablemente mal a sus trabajadores. México, colocado en una discreta medianía, paga de doscientos a doscientos cincuenta pesos a sus columnistas. O sea, unos quinientos sucres de los nuestros. Venezuela, sobre todo en las revistas, llega fácilmente a los quinientos bolívares, o sea dos mi quinientos sucres aproximadamente... La política promete más, aunque no siempre cumpla. Y la burocracia rinde un poco más, promete ascensos y mejorías y, cosa curiosa, con frecuencia cumple. Burocracia fiscal, bancaria, municipal, particular. Pero burocracia de todos modos. La rama que atrae más a los escritores, porque deja un poco de tiempo para escribir, pero que paga igualmente muy poco y muy mal, es el magisterio. En él hemos entrado casi todos. Rómulo Gallegos, que pasó fugazmente por otros estadios burocráticos, en Venezuela y en España, se fijó principalmente en la enseñanza, en su amada ciudad de Caracas, teatro de sus juveniles andanzas y sus modernista, provocativo, a veces truculento. Otras obras suyas son: De la elegancia mientras se duerme (1925), Muchacho de San Telmo (1944). Carrión incluyó un ensayo sobre él en el Mapa de América en 1930. 96 sueños, en los buenos tiempos de la Revista La alborada, cuando era jefe de estación del ferrocarril central. Eso de «la alborada» tenía su regusto de ambición política, del deseo de todo joven sudamericano de cambiar a su patria y al mundo. Con un grupo de muchachos briagos de los mismos zumos, Gallegos atravesó la adolescencia y la primera juventud. Y aquí un detalle curioso: la predilección juvenil de Rómulo Gallegos fue por las matemáticas. Lo cual me llenó de júbilo, porque, aunque parezca raro, mi predilección absoluta, aún hasta hoy, es el afán de comprender en la línea de las matemáticas... Solamente que… Cuando publica La trepadora, Rómulo Gallegos hace una afirmación que, puede decirse, ha sido el norte de su vida y de su obra: «Hasta ahora nuestra literatura ha sido amarga y desesperanzada, pero que ya es tiempo de amar y confiar un poco». Este evangelio de optimismo lo lanza Gallegos cuando su patria estaba aún sumida en una de las peores dictaduras latinoamericanas: la de Juan Vicente Gómez, contra el cual, en el exterior, y en esa misma época aproximadamente, abominaban Rufino Blanco Fombona, Rafael Pocaterra y otros. ¿Cuándo conocí a Rómulo Gallegos? Fue en España, sin duda, cuando viajé por primera o segunda vez a la Península desde Francia, donde yo habitaba. Un hombre silencioso, parco en la conversación. Por aquella misma época, y en Madrid, hice amistad con otro venezolano ilustre: Rufino Blanco Fombona, que se había convertido en el símbolo de la protesta contra las dictaduras, y al que los españoles y muchos hispanoamericanos habían candidatizado para el Premio Nobel. Combativo y feroz en la diatriba, Blanco Fombona es un escritor al que no se le ha asignado su merecido lugar en la literatura latinoamericana: para mí, se halla entre los más altos. Diez años exactamente mayor que Rómulo Gallegos, Rufino Blanco Fombona nos representó con hidalguía ante el mundo. Yo le rindo mi admirativo homenaje y declaro mi convicción de que fue en un momento la más alta voz continental ante el mundo. Mi verdadera amistad con Gallegos se estrecha en 1945, en Caracas, cuando el triunfo de Acción Democrática, el partido que bajo la inspiración de Gallegos, fundara y animara Rómulo Betancourt. Entonces hice dos verdaderas ganancias espirituales: la amistad de Rómulo Gallegos y la de ese hombre puro, translúcido y apasionado, Andrés Eloy Blanco. En aquel momento, noviembre de 1945, Rómulo Gallegos era el candidato único e indiscutible, no solamente de Acción Democrática, sino de Venezuela toda para la Presidencia de la República. Tuve oportunidad de hablar largamente con él y conseguí que aceptara mi invitación a venir al Ecuador para conversar con las gentes, para conocer Quito, que deseaba vehementemente. Ya temía que la situación política, su puesto cimero en el momento que vivía Venezuela, fueran un obstáculo para venir. Y se lo dije, pero Rómulo sonrió y me dijo: «Justamente por eso desearía salir un poco del ambiente. Yo voy a ser, seguramente, un mal candidato. No soy orador de multitudes. Y sobre todo, no soy un hombre de prometer sin seguridad de cumplir. Y nuestros pueblos están ávidos de promesas, son como niños...» Quedó pues, pactado el viaje, y así la anuncié aquí. Pero, naturalmente, las circunstancias políticas lo envolvieron y atraparon; tuvo que hacer personalmente su campaña presidencial. Fue una hora tonificante para Latinoamérica: un país, que después de haber dado al continente el más glorioso plantel de libertadores, había caído bajo el dominio de las más abominables dictaduras —Páez, los dos hermanos Monagas, Guzmán Blanco, Cipriano Castro y el peor de todos, Juan Vicente Gómez—. Más de 97 un siglo de dictaduras. Ese país, Venezuela, daba el espectáculo increíble y maravilloso: elegir, por votación popular, al mejor de sus hombres, al ciudadano más limpio y cabal, para la presidencia de la República. No al espadón brutal y traicionero, inventor del «cuartelazo» que uno por uno, o en pandilla, hemos soportado casi todos los otros pueblos del continente. No tampoco el demagogo, el charlatán de las promesas falsas, el importador de fórmulas extrañas de dominación fascistizante. No. El ciudadano probo, enamorado de su patria y de la libertad, civilizado y progresista, el mejor de sus hombres, ese había elegido libremente Venezuela: Rómulo Gallegos. Y sin que eso estorbara para nada — ¿o sí?— era, «además», el primer novelista de Venezuela, el mayor novelista de América Latina... Cuentan que el tirano —Juan Bisonte, como lo llamaban Blanco Fombona y José Rafael Pocaterra— se hizo leer, a la luz de un velón y entre aplausos y carcajadas Doña Bárbara por uno de sus obedientes ministros. El tirano se entusiasma y ordena que Rómulo Gallegos sea designado —en tiempos de dictadura, no se elige, se nombra— Senador por el Estado Apure. Díaz Seijas lo cuenta: «Gallegos tuvo que resolver. O se solidarizaba con un régimen espurio, o se marchaba al exilio. Con el estímulo de su esposa, concluyó en lo segundo. A riesgo de las más graves estrecheces. Con préstamos de amigos, salió el novelista para Nueva York el 4 de abril de 1931. Con fecha 24 de junio del mismo año, aniversario de la Batalla de Carabobo, Gallegos se dirige desde Nueva York al Presidente de la Cámara del Senado de los Estados Unidos de Venezuela, para renunciar formalmente a su viciada, investidura senatorial. «Habéis ofendido —le dice— el decoro de la nación venezolana al prestaros para que se la exhibiera...». Después de este gesto de altivez y de hombría, el ilustre ciudadano va a España como Jefe de Ventas de una empresa comercial norteamericana. Se establece en Madrid. Su casa es el centro donde concurren los hombres libres de Venezuela y de América Latina, a quienes la resaca dictatorial de todos nuestros pueblos arroja de tiempo en tiempo a playas hospitalarias. El gran escritor mexicano Andrés Iduarte, testigo presencial y amigo fiel del gran venezolano exilado, narra la vida de Gallegos en este período fecundo, en el que publicara algunos de sus libros mejores, en la editorial Araluce de Barcelona. Venezolano esencial, Rómulo Gallegos regresa a su tierra cuando ésta queda libre de la férula del tremendo tirano. Gómez muere en la cama, como la mayor parte de estos atormentadores de hombres que huyen para el disfrute de sus rapiñas y, rodeados por las comodidades extranjeras que el dinero procura, mueren en opulencia y paz. ¿Paz? El magnicidio, la muerte del dictador por sus opositores es —a pesar de que tanto se nos calumnia a los latinoamericanos— un caso de excepción. En realidad, por lo menos nosotros no asesinamos de preferencia a los buenos. Acaso nosotros no hubiésemos asesinado al más grande nosotros, a un Lincoln, a un Kennedy. Porque el caso del santo Francisco I. Madero, ya está juzgado por la historia... No fue crimen imputable a latinoamericanos... Cuatro o cinco casos y, además, inútiles para los propósitos de los magnicidas: el de García Moreno, el de Rafael Leonidas Trujillo, el de Castillos Armas, el de Somoza... Los dictadores han muerto, como Porfirio Díaz, como Guzmán Blanco, como Gómez, como el doctor Francia, como la mayor parte, en sabrosos exilios bien provistos o en sus camas de burgueses pacíficos, sin deudas con la historia. Nosotros, en el Ecuador, tenemos, la gran deuda de oprobio, por vil, cobarde, cruel y bárbara, con el General Eloy Alfaro y sus tenientes... 98 Gran recepción Venezuela le tributa a su gran compatriota, que vuelve aureolado con el prestigio de su obra de novelista y con el mayor aún de ciudadano honesto y rebelde, de los que no se pliegan a los halagos de la dictadura. Cosa casi imposible de presenciar: como moscas atraídas por la miel, las gentes caen, aun las que se creía defendidas por su vida anterior. Nos viene el recuerdo de la dictadurilla boba y analfabeta que padecimos aquí desde el año de 1963 156, hasta que cayó envuelta en el desprecio general, en la «heroica» batalla de la Universidad, el 25 de marzo de 1966. ¡Cuántos se arrodillaron! El General López Contreras157 cubría el interinazgo abierto por la muerte del tirano. Con el beneplácito de todos. Después de la tremenda noche de garra y sangre, este interregno era una posibilidad de recuperación. López Contreras le ofrece a Gallegos el Ministerio de Educación, en el que dura pocos meses: su verticalidad lo obligó a separarse de la rectoría de la educación y la cultura de su patria, tan menesterosa de rectores de cultura de su talla, después de varios decenios de dictadura. Pero, a pesar de su separación, y seguramente impulsado por ella, el maestro se entrega de lleno a la política. El Congreso, el Municipio, la primera candidatura presidencial, en la que es derrotado, porque aún no se han disipado los rezagos de la dictadura gomecista. De allí sale un gran reagrupamiento del pueblo. El hombre honesto y grande que «además» es novelista, es la bandera de alianza y congregación de los venezolanos. De allí sale el Partido Acción Democrática que lo llevó luego a la Presidencia de la República. Que capitaneó la gran movilización de la democracia venezolana, que se ha mantenido por varios períodos presidenciales en el Poder, desde la caída de Medina Angarita en 1945, hasta el triunfo de COPEI en las últimas elecciones. El ilustre poeta José Ramón Medina, en su breve y completa biografía de Gallegos, dice: «La curva agitada de la vida del maestro, quien cuenta entonces 63 años, ha llegado a la cumbre de su destino como venezolano de vocación histórica en el proceso contemporáneo de Venezuela. El 15 de febrero de 1948, Gallegos asume la Presidencia de la República». El pueblo de Venezuela había elegido —el pueblo dueño de los destinos de una patria, dueño de la patria—al mejor de sus hijos, al ciudadano de la cumbre. El 24 de noviembre de ese mismo año, los militares, obra del pueblo, propiedad del pueblo, «cosa» del pueblo, lo derrocan en un acto de inconcebible traición. Tres coroneles —otras veces son cuatro— Delgado Chalbaud, Pérez Jiménez y Llovera Páez, se presentan y derrocan al hombre justo, activo, bueno e inteligente —el primer ciudadano de la patria por derecho propio— y se colocan ellos. Delgado Chalbaud, que pronto pagará con su vida el hecho nefando de ser traidor entre 156 El 11 de julio de 1963 se hicieron cargo del poder, en sustitución del presidente Carlos Julio Arosemena Monroy, con el nombre de Junta Militar, los tres jefes de las ramas militares: Ramón Castro Jijón, comandante de la Marina; Luis Cabrera Sevilla, del Ejército, y Guillermo Freile Posso, de la Aviación, junto a Marcos Gándara Enríquez, senador funcional por las Fuerzas Armadas. 157 Eleazar López Contreras (1883-1973), político y militar venezolano, presidente de la República (1935-1941). Tomó posesión del cargo el 18 de diciembre de 1935, al día siguiente de la muerte de Gómez, y fue elegido presidente constitucional por el Congreso el 30 de junio de 1936; terminó su mandato el 5 de mayo de 1941. El mismo día tomó posesión Isaías Medina Angarita y gobernó hasta que fue derrocado el 18 de octubre de 1945, cuando asumió el poder una Junta Revolucionaria de gobierno presidida por Rómulo Betancourt. 99 traidores, era un protegido del Maestro: un día antes del crimen, con lágrimas en los ojos —¡Oh, las lágrimas de los traidores!— aseguró a su protector, casi su padre, Rómulo Gallegos, que «pasarían por sobre su cadáver» quienes quisieran atentar contra el Jefe del Estado… Una vez más aquello: «¿Tú también, Bruto, hijo mío?». O aquello de: «Con un beso entregas al hijo del hombre» (San Lucas XXII, 48). Parece ser un ritual de la traición castrense: nosotros la conocemos: el 9 de julio de 1925 y el 11 de julio de 1963. Gallegos no acusó personalmente. Su grandeza de alma lo llevó a no señalar la infeliz actitud de quien mucho le debía y que, a la hora de la traición, era su Ministro de Defensa, Carlos Delgado Chalbaud, asesinado poco tiempo después, en las siniestras disputas por el mando total. Gallegos lo que sí hace es interpretar el hecho. En el artículo «Caso de conciencia», recogido en su libro fundamental Una posición en la vida, dice: «…ya resulta concederle demasiado al grupo de militares de mi país, que por ejercicio de fuerza bruta se han adueñado de su gobierno. No hay entre ellos tres un solo hombre capaz de pensamientos proyectados hacia ningún plano ideal, y no aspiran a nada que realmente pueda ser conducir, sino a detener. Mi pueblo, que tantos pasos perdió por los atajos de las revueltas armadas, en pos de caudillos que le parecieron Mesías, y con tanta sangre dejó estampadas sus huellas en la persecución de la felicidad y de la dignidad que se le negaban, le había tomado ya gusto al recto camino recién descubierto, y por él venía haciendo sus jornadas cívicas, con buen paso de larga andadura, sosegado y firme, y esto, precisamente, era lo que no podía agradar a quienes por tener las armas de la República, confiadas para la defensa de sus instituciones, se tienen creído desde hace muchos años —casi toda nuestra historia— que son los árbitros únicos, e indiscutibles del destino de Venezuela, a medida de sus apetencias de mando y lucro. Y lo que allí ha ocurrido no ha sido otra cosa sino el vuelco brutal de los cuarteles hacia los campos del civismo, la ocupación a mano armada de las posiciones donde se venía ejercitando el acto de soberanía política que a nuestro pueblo le reconoce el principio básico de nuestro orden institucional. Apetencias, groseras apetencias de predominio en unos cuantos hombres de pistola al cinto — porque no son tampoco todos los militares de mi país autores reales del atentado— han sido móviles de la militarada alevosa; lo demás y que algún aspecto de pensamiento político tenga es la colaboración a buen sueldo, de los intelectuales venezolanos —no todos ellos tampoco— que se han acostumbrado gozosamente a prostituir la inteligencia al servicio de la fuerza». Hasta aquí, las palabras del Maestro. El exilio, para él, desde luego. Primeramente Cuba, donde se le acoge con respeto y cariño. Donde trabaja y adoctrina. Donde recoge material para su novela de ambiente cubano Una brizna de paja en el viento. Cuando la Cuba de entonces reconoce al gobierno de la usurpación, Gallegos va, naturalmente, a México. Fue en México donde estreché la amistad con el gran latinoamericano. Fue allí también donde frecuenté a una de las más puras y lúcidas inteligencias que he tenido alguna vez muy cerca de mi vida: el poeta Andrés Eloy Blanco. Gracias a la fraternal amistad de Ricardo Montilla y su extraordinaria esposa, Gozvinda Rugeles, hermana del poeta recientemente fallecido. En torno del Maestro, los exilados venezolanos de la feroz dictadura castrense: Luis Beltrán Prieto, Pedro Beroes, el pintor Gabriel Bracho, Gonzalo Barrios, y centenares más, fijos o transeúntes, «buscándose la vida». En Ciudad de México llegaban a millares. Montilla los conocía a todos y conocía muchos, pero muchos mexicanos: el «chino» 100 Montilla, verdadero embajador venezolano sin credenciales y sin sueldo, mantuvo por entonces en México, ancha, cordial y acogedora casa de los latinoamericanos, una auténtica «organización —no de los Estados— pero sí de los hombres libres de Latinoamérica». En México también Gallegos recibe el golpe más duro: la muerte de doña Teotiste Arocha, su mujer. Novia de la juventud, esposa y compañera de toda la vida, estímulo y sostén. La grave figura del Maestro se ensombreció definitivamente. La noticia de la caída de la dictadura, levanta su ánimo. Pero su regreso a la patria debe ser en compañía del cadáver de su esposa. Los homenajes de mexicanos y suramericanos fueron como pocas veces se han visto. Todos intervinimos en ellos. A mí se me ofreció hablar en nombre de los suramericanos. En nombre de América Central, ese luchador sin tregua, ese hombre que consagra su vida entera a la lucha por la independencia de Latinoamérica frente al imperialismo: Vicente Sáenz. En nombre de la España en el exilio, don Indalecio Prieto. Un representante del General Lázaro Cárdenas. Y por México, su más alta y gloriosa figura intelectual y cívica: don Jesús Silva Herzog, voz alta y clara no solamente del gran pueblo mexicano sino de toda América Latina. El hombre alertador y vigía, desde su alta torre de Cuadernos Americanos que nos representa con altura, como en el Sur, esa admirable Marcha de Montevideo, sostenida por sobre todo y todos, por otro hombre guía: Carlos Quijano. En aquel homenaje, don Indalecio Prieto propuso que se nominara un Presidium para la defensa de la democracia en América Latina, que debería estar integrado por Rómulo Gallegos, Lázaro Cárdenas, Eduardo Santos y Juan José Arévalo, los gobernantes limpios y altos, que no se doblegaban hasta entonces y que no traicionarían. En avión expreso enviado por el gobierno venezolano, Rómulo Gallegos, acompañado de su esposa muerta, regresa a Caracas. Oigamos a Juan Liscano referir la llegada: «Pañuelos blancos saludaron el aterrizaje del avión. La inhumación de los restos de doña Teotiste Arocha de Gallegos congregó a una multitud emocionada. En el momento de depositar la urna en la fosa, Gallegos tuvo un último y tímido gesto de despedida. Algo de sí mismo quedará allí para siempre. Venezuela preparaba ya su apoteosis en vida. Aquel hombre había sido capaz de cumplir, de vencer, de afirmar. Y allí estaba de pié, anciano recio confundido con su pueblo, para el cual había creado sus grandes metáforas literarias, por el cual se había jugado entero, en la hora crucial de la rebelión militar». Durante su permanencia en México, tuvo dos actuaciones que fijan la robustez humana de este americano total. Fue designado Doctor Honoris Causa de la Universidad de Columbia, cuando visitara los Estados Unidos, en su calidad de Presidente de la República de Venezuela en 1948. En un bello discurso, dirigido al General Eisenhower, entonces Presidente de tan ilustre Universidad, agradeció el homenaje y lo aceptó. Pero, años después, el mismo honor fue concedido, por la misma Universidad, a Castillo Armas, traidor a su patria Guatemala, y como premio por haber derrocado, con ayuda exterior, al Presidente de esa nación legítimamente elegido por el pueblo. Lo cual hirió vivamente la estructura democrática del gran ciudadano, y lo llevó a devolver el doctorado, en frases serenas, pero de gran altivez republicana. La otra actitud de Rómulo Gallegos fue en el año 1956, cuando en México se celebraba un Congreso de Escritores de las tres Américas, al que habían concurrido, entre otros, Alfonso Reyes, el norteamericano John Dos Passos, el 101 cubano Raúl Roa, el español Salvador de Madariaga, el austriaco-norteamericano Frank Tanenbaum, el colombiano Germán Arciniegas, Miguel Ángel Asturias. Habíamos conseguido la concurrencia de Rómulo Gallegos, era yo también miembro del Congreso. Como es de rigor en esta clase de encuentros, en que se enfrentan necesariamente las posiciones de latinos y sajones, en esta reunión la cosa adquirió caracteres de mucha intensidad. Presidía en esa tarde, por turno, don Salvador de Madariaga, moderado y considerado como francamente alineado en el campo de los favorecedores de las tesis norteamericanas. Inició el ataque, frontal, lúcido, elegante, el poeta uruguayo Roberto Ibáñez; arreció la cosa, con su agilidad mental incomparable, Raúl Roa, colaboramos con nuestros atados de leña varios más. Madariaga sufría. Arciniegas y Sánchez querían serenar los ánimos. Pero la tormenta se desencadena cuando el Profesor Tanenbaun —que tiene el secreto de la inconveniencia en estas reuniones, como ocurriera años después en el encuentro de Concepción, Chile— lanzó este exabrupto, ya que las acusaciones se referían casi todos al favorecimiento de Wall Street a las dictaduras latinoamericanas: —Pero, señor Presidente, los dictadores latinoamericanos no han nacido en Wall Street. De pronto, desde su retiro silencioso y respetable, se escucha la voz grave, sentenciadora y definitiva de Rómulo Gallegos, que no había intervenido en los debates: —Pero Wall Street los amamanta. La cátedra de ciudadanía, de dignidad, la continuó Rómulo Gallegos hasta el fin de sus días. «No prostituyáis la dignidad intelectual», fue la lección suprema. Seguirlo paso a paso en esta cátedra edificante, sobrepasa los límites de este ensayo. Pero el ejemplo que ha recogido América es posible que dé frutos un día. Que su lucha contra la «mandonería» y la «militarada» —como él, sin dañar su alto estilo, llama a esas enfermedades del pretorianismo— sea continuada por las juventudes de todos nuestros pueblos, a fin de que, como dijera Raúl Roa, sigamos escuchando lo que él llamara «la voz de una conciencia erguida sobre un coro de voces arrodilladas». He intentado, a lo largo de estas páginas, y basándome en la gran vida ejemplar de Rómulo Gallegos, fortalecer mi convicción de que hoy, en los tiempos modernos —y acaso en todos los tiempos hasta donde llega la historia— y singularmente en nuestra América joven, el escritor, el hombre que tiene el oficio de hablar con el mundo y para el mundo, no pueda divorciar su vida de su obra. Y si lo hace, la excelsitud de la obra padece una mengua que no se puede soslayar. La novísima novela latinoamericana, el famoso boom de novelistas actuales, que acaso olvidó eso en los primeros momentos, ha adoptado resueltamente, en la vida, el mejor de los caminos. El más espectacular de entre ellos —no quiero decir necesariamente el más valioso—, Julio Cortázar, ha declarado, calurosamente, su deber de compromiso con la causa del hombre. Y la misma posición están afirmando, de día en día más, Fuentes y García Márquez, Salvador Garmendia como Vargas Llosa, cuyo discurso de agradecimiento por el Premio Rómulo Gallegos —que tuve el honor de contribuir a discernírselo como miembro del 102 jurado nombrado por sugerencia del propio Maestro Gallegos—. Ya la evasión no es concebible. El, por lo menos para mí, más grande escritor universal en lo que va de siglo, Marcel Proust, nos dejó como herencia afirmaciones como estas: «Un ecrivain, s’il n'est pas bon, ne peut avoir du talent». Y en una carta a una amiga, le dice: «Le coeur est la dimension supreme de l’intelligence». Y eso es lo que ocurre con la obra de Gallegos. En él, «el corazón es la dimensión suprema de la inteligencia». Desde Reinaldo Solar, novela principalmente urbana, hasta Una brizna de paja en el viento y la inédita Una braza en el pico del cuervo, Gallegos se entrega todo, con bondad de ánima y de corazón, a su tierra, paisaje, gentes, aire, cielo. Sin mixtificaciones, sin escuela ni deseo de fundarla. La sombra de Honoré de Balzac, flotando ya sobre el cielo de la novela universal, hasta que vinieran Proust, Joyce, Robert Musil, Franz Kafka. Es una geografía de Venezuela. Un mapa de Venezuela lo que nos hace Gallegos a través de su obra novelística. Geografía física, geografía política, geografía económica y geografía humana. A la manera de Josué de Castro, con su geografía del hambre. Y allí, un poco, nos reconocemos los demás pueblos latinoamericanos. Por lo que nos parecemos y acaso más por lo que nos diferenciamos. No hay alarde innovador en esta novela entrañable. La novedad no reside en la técnica, sino en el escenario, la tierra y el hombre. Del uno al otro confín de Venezuela: la ciudad y los llanos. La política bárbara y los hombres y las mujeres bárbaras. Por ello, Doña Bárbara es una novela arquetípica. El personaje central y los que le hacen cuadro son realmente tipos puestos de pie y andando por el novelista. Gallegos, en una interesante revelación titulada «Como conocí a Doña Bárbara», que aparece como prólogo de la edición conmemorativa que le hiciera el Fondo de Cultura Económica de México dice: «¿Ha oído usted hablar de Doña...? Una mujer que era todo un hombre para jinetear caballos y enlazar cimarrones. Codiciosa, supersticiosa, sin grimas para quitarse de por delante a quien le estorbase y… —¿Y , devoradora de hombres, no es cierto? Pregunté…» Y así, Gallegos, como todo gran creador, halla sus personajes en la realidad, como encontrara Dante a los suyos. Y Goethe, y Tirso de Molina, y el mismo Shakespeare... En una biografía poco menos que genial de Marcel Proust, el inglés George D. Painter nos enseña, con una documentación abrumadora y hasta hoy irrefutable, como Marcel componía sus personajes con fragmentos de vidas y de gentes. Como componía sus lugares con fragmentos de paisajes, de aldeas y ciudades… «Yo escribí mis libros con el oído puesto en las palpitaciones de la angustia venezolana y uno de ellos fue leído dentro de las cárceles donde se castigaba con grilletes y vejámenes la justa rebeldía de los jóvenes». Esta declaración lo explica todo. Basta ella para esclarecer un nombre e iluminar una obra. Por eso, no pretendo fatigar a oyentes o lectores, con una crítica al por mayor o al por menor de toda la obra galleguiana. Eso ya se ha hecho y se hará: José Ramón Medina, Pedro Díaz Seijas, Andrés Iduarte, Juan Liscano, Raúl Roa, Mariano Picón Salas. Lo que he pretendido es hacer un esbozo somero y tosco, de la estatua cabal: hombre y obra. El novelista sin par, faenador incansable a lo Balzac, y el hombre claro, vertical, entregado al amor constructivo del alma y el cuerpo de su Venezuela y nuestra América. El maestro de todos los hombres honestos y libres, que de él hemos aprendido que la patria, el hombre, la libertad, la justicia, son materias amargas de un aprendizaje difícil y sagrado a la vez. Alegre, optimista, 103 torturante, sacrificado, altivo, desgarrado, constructor, severo y sonriente: el maestro grave que se enfrenta con la tragedia en la vida y en la obra. Y el maestro grácil, sencillo y epigramático, que hace cantar a Cantaclaro: Ahí te mando tus sortijas, tus cartas y tus pañuelos. Espérame en los chaparros pa devolverte tus besos. 104 MARTÍN LUIS Y ABREU GÓMEZ158 La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, [es] la más fuerte, la mejor novela mexicana. José Vasconcelos. Era una vez. Era una vez, en verdad, como en los cuentos. Un viejo mayordomo de la hacienda de mi abuela, don Belisario, que en las tardes nos contaba el cuento de «Las tres libras de carne», que al andar de los años supe que era nada menos que El Mercader de Venecia, de Shakespeare. Y en otra noche nos contaba el cuento de «Aguasán el Simple», que luego, en la escuela secundaria ya, me enteré que era uno de los más bellos cuentos de Las mil y una noche... Ese buen viejo mayordomo, que nos reunía a los cien nietos de mi abuela para contarnos cuentos; una tarde, en torno de la fogata en que asábamos plátanos maduros —antes de que se llamen Banana Groos Michell, o el plátano grandote Banana Cavendisch, el plátano chiquito— nos asombró con una historia, «ésta sí que era cierta», de un bandido mejicano, con j, porque el maestro se indignaba y nos ponía mala nota a los que osábamos ponerlo con x; que un bandido mejicano, llamado Pancho Villa, había salido por allí, por Chihuahua —¡chihuagua! es una fuerte interjección de cólera en las tierras del sur—, que dizque robaba a los ricos para dar lo robado a los pobres, que les ayudaba a los jóvenes enamorados a raptarse a las novias, para entregarlas enteritas y sanas a sus novios. Y que le había dado por querer con mucha fuerza a un presidente chiquito —allá no decimos chaparrito, sino los que nos damos de pochos-mexicanos—. Y que de pronto, ayudado por los gringos, un generalote había asesinado al presidente chiquito, que se llamaba don Pancho, y al vicepresidente que quién sabe cómo se llamaba, pero que era muy bueno también, como su jefe, don Panchito... Y que, luego, entonces, este bandido bueno no se aguantó semejante crimen, y se levantó en armas para acabar con el usurpador y «sentar» de nuevo en la silla al «chaparrito santo» que había sido arrojado de ella por el tirano malo… Pero, donde nos poníamos a llorar —y era la hora en que nos llamaban para el chocolate— era cuando el buen mayordomo nos contaba que este bandido bueno, que se llamaba Pancho Villa, se había tenido que ir a las sierras porque un viejo rico abusador había violado a una de las hermanitas de Pancho... Y Pancho, ¡qué diablos!, tuvo que meterle tres tiros al viejo sátiro que había deshonrado a la pequeña hermana. Entró, definitivamente, Pancho Villa en la línea heroica de Robin Hood, del Conde del Montecristi, de Falstaff, y de un bandidito doméstico, «el Pajarito», que robaba igualmente a los ricos para darlo a los pobres… Crecimos. Nos hastiamos un poco del lloriqueo romántico de María, la vallecaucana, y de las pornografías de Vargas Vila. (Sobre el cual alguna vez he de escribir alguna cosa seria). Y empezamos a preguntar, ya en las décadas de los veintes, por algún 158 Excelsior, México, 15 de abril, 1968. 105 narrador mexicano que contara en novela —para mí superior a la historia— la Revolución Mexicana, que ya en Europa donde residíamos era el acontecimiento fundamental de América Latina. El que nos redimía un poco de la eterna historia de cuartelazos, aquí, allá y acullá, para botar a un tirano rapaz, ladrón, asesino, y colocar a otro que, al poco tiempo era nuevamente acusado de rapaz, ladrón, asesino. La Revolución Mexicana, y cuarenta años exactos después, la Revolución Cubana, están diciéndole a Europa y al mundo —que nos ha considerado «el patio de servicio» de los Estados Unidos— que aquí en este continente «subdesarrollado», sí se piensa, sí se proyecta, y que acaso de él va a salir, ha salido ya la idea-fuerza que va a encontrar los mejores caminos para el hombre... Las respuestas, unánimes eran: Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela... Y debemos ser honrados: en las pláticas frecuentes que en el Hotel Montpensier, rue de Richeliu —donde residía Gabriela Mistral—, eran mexicanos «al nivel de maestros», como Vasconcelos, Reyes, alguna vez González Martínez, y mexicanos «al nivel de alumnos» como Carlos Pellicer José D. Frias, Andrés Iduarte, quienes nos proporcionaban cosas de Azuela y, sobre todo, de Martín Luis Guzmán 159... Y entonces descubrí que el viejo mayordomo no nos había cambiado mucho las cosas: ni las de Shakespeare, ni las de Las mil y una noche, ni las de Martín Luis Guzmán. Y Pancho Villa, gracias a la consagración de Martín Luis —y también a la de José Vasconcelos— se instaló definitivamente en nuestro altar laico sin destronamiento posible. Mucho seguí la vida de Martín Luis Guzmán desde lejos, en el contacto personal, pero desde muy cerca en mi franca admiración. Y creía saber algo. Aunque metido a fondo, por razones de cátedra principalmente, en «la novísima novela latinoamericaza», sobre la que hice cursos de seminario en los años 1964 y 65, nunca dejé de releer la obra de este maestro insigne de las letras castellanas. Para mí el valor más hecho y positivo en el haber continental. Sin cortes nuevaoleros en la chaqueta made in Mexico, pero siempre, inexorablemente, irrecusablemente justa, realizando aquello que sólo algunos grandes de todas las literaturas han sabido conseguir: la correspondencia exacta entre el cuento y la manera de contarse, entre «el fondo y la forma». Mi sabiduría, bien escasa en éste como en todos los dominios, se ha enriquecido en estos días de Semana Santa, que los he dedicado a la lectura detenida, con cien marginaciones, con mil subrayas, que vuelven ilegible para otro que no sea yo mismo de un libro extraordinario: Un mexicano y su obra. Martín Luis Guzmán. Su autor, Ermilo Abreu Gómez160, hombre que, por su pensamiento, por su arte, por su material humano de oro puro, vengo admirando y queriendo desde hace mucho pero mucho tiempo. No diré la frase banal: «Nadie como Ermilo para escribir la biografía interpretativa de Martín Luis Guzmán». No. Pero el haberlo elegido, revela en los 159 Martín Luis Guzmán (1887-1976), novelista y político. Participó en la Revolución Mexicana, muy cerca de Francisco Villa. Entre sus obras histórico-políticas destacan La guerrilla de México (1915) y A orillas del Hudson (1920). En El águila y la serpiente (1928) retrata impresionantes figuras y acciones de la vida revolucionaria, y en La sombra del caudillo (1929) recrea con precisión un acontecimiento histórico, la revolución hecha gobierno, los usos y abusos del poder. 160 Ermilo Abreu Gómez (1894-1971), novelista, ensayista y dramaturgo mexicano. Escribió también: El Corcovado (1924), Juan Pirulero (1939), Canek (1940), Héroes mayas (1942), Quetzalcóatl: sueño y vigilia (1947) y Naufragio de indios (1951), además de tres tomos de memorias, todo ello como parte de una copiosa obra literaria. 106 editores una capacidad de entender «lo de adentro» de los escritores, conocer su obra anterior, su derechura, sin posibles mixtificaciones, sin ditirambos empobrecedores: el hecho exacto, narrado con la palabra exacta. Y el plan… Pero bueno: eso me llevaría una plana del gran diario que me acoge generosamente. Y eso no. Ya está hecha la estatua. Con los mejores bronces. Esa estatua que se multiplicará por todas las plazas de México. Pero que no quiero verla, porque quiero seguir viendo aunque sea desde lejos, la robusta estatua de carne y hueso que por muchos años presida la inteligencia mexicana. Y releer, cuando nos hagan falta tónicos, este libro de Ermilo Abreu Gómez. 107 TERESA DE LA PARRA161 ¡Qué triste es llegar para siempre a cualquier sitio! Ifigenia ... la igualdad es absurda, porque es contraria a las leyes de la naturaleza, que detesta la democracia y abomina la justicia. Fíjate. Mira a nuestro alrededor. Todo está hecho de jerarquías y de aristocracias; los seres más fuertes viven a expensas de los más débiles, y en toda la naturaleza impera una gran armonía basada en la opresión, el crimen y el robo. La resignación completa de las víctimas es la piedra fundamental sobre la que se edifica esa inmensa paz y armonía. Tío Pancho, Ifigenia Yo creo que, en general, nuestras convicciones están hechas más bien para aplicadas a la conducta de los demás, porque es entonces cuando aparecen con todo el esplendor de su honradez: sólidas, arraigadas e inquebrantables. Diario de María Eugenia, Ifigenia ¡Ah!, la lástima, la compasión, la caridad, ¡cómo nos traban la propia vida y cómo nos la quitan poco a poco, para repartirla entre todos los que vamos encontrando por el camino! La propia vida no la viven completa sino los egoístas y los que tienen muy duro el corazón... Mercedes Galindo, Ifigenia ¿Y qué me importas tú Shakespeare! Todas tus obras juntas, toda tu gloria y toda tu inmortalidad las cambiaría yo mil y mil veces por una sola de aquellas patas de mosca que escribe Gabriel. Diario de María Eugenia, Ifigenia No, Teresa de la Parra162 no es la primera novelista de América. Se ha abusado tanto del sistema de clasificaciones ordinales, es tan escolar y tan falso, que la honradez, la elegancia intelectual impiden, tratándose del espíritu elegante de Teresa de la Parra, el que se le aplique una etiqueta, un número de orden, aunque éste sea para muchos el primero. En estos días mismos, en los escaparates de las librerías parisienses, presididos por el autor, fotografiado en traje de golf, se exhiben los ejemplares de un libro de gran éxito: New-York, de Paul Morand. Todas las etiquetas vistosas que recubren el volumen dicen: «la primera ciudad del mundo vista por el primero de los escritores franceses». Morand al ver la cosa —lo cuentan Les Nouvelles Litteraires— declaró desolado: «Voy a tener que escribir cerca de cien cartas de excusas: a los cuarenta de la Academia Francesa, a los 161 Mapa de América, Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1930, pp. 27-59. Reproducido en La patria en tono menor, pp. 100-111 162 Teresa de la Parra (1889-1936), novelista y ensayista venezolana, nacida ocasionalmente en París. Fue autora de las novelas Ifigenia (1924) y Memorias de Mamá Blanca (1929); del libro de ensayos Influencia de las mujeres en la formación del alma americana (obra póstuma, 1963) y de un amplio epistolario. 108 diez de la Goncourt, a André Gide, a Mauriac, a Claudel... y me quedarán aún muchos resentidos». Dentro de la vida literaria, en el orden de las consagraciones existen dos grupos: el de los que triunfan lenta y pacientemente, acumulando materiales, y en los que se advierte, de la primera a la última de sus obras, una trayectoria irregular de ascensos y descensos, como esas líneas que trazan los médicos para señalar las curvas de un estado febril; nombres que se imponen a fuerza de oírlos pronunciar, y que se citan aun sin conocer su obra. El otro grupo es el de los que han dado el salto espasmódico, que fueron fulminados por el coup de foudre de la gloria, de los que pasan, sin periodo previsto, del estado del conocimiento, a la plena luz de la notoriedad. Al primer grupo pertenecen casi todos los escritores de éxito; al segundo más raro, el de algunos privilegiados que con su primera producción se encumbran a una situación muy difícil de ser superada por obras posteriores. Francia ofrece en los últimos tiempos muy pocos ejemplos de este segundo género. En este pueblo que respira inteligencia, donde todos escriben bien, es la perseverancia la que consagra, y la ancianidad sólo tiene entrada en la Academia Francesa. Muchas veces ha ocurrido que espíritus magníficos han pasado rumiando un prestigio de mediocridad toda su vida. Y tal vez —hay quien lo afirma—, sin el oportuno premio de la Academia Goncourt, habría pasado largo tiempo desapercibido el escritor más grande de la Francia contemporánea, acaso el Único verdaderamente genial: Marcel Proust. El segundo caso es bastante frecuente en nuestra América hispana, en donde no existe el ambiente literario, la chose lítteraire, que diría Bernard Grasset y es por lo mismo menos propicia a las consagraciones lentas que pasen las fronteras de los distintos países del continente. Es, pues, entre nosotros muy posible la consagración fulminante, en oposición a la simulación de talento, ésta sí frecuentísima y que se propaga como hierba mala. Recordemos tres ejemplos de encumbramiento vertical: Jorge Isaacs, con su María; Rodríguez Larreta, con La gloria de Don Ramiro; Teresa de la Parra, con Ifigenia. Tres grandes casos significativos, colocados de cuarto en cuarto de siglo, en la literatura hispanoamericana, como jalones que señalan derroteros: el uno, el romanticismo de Atala y de Pablo y Virginia; el segundo el flaubertismo, no el naturalismo. El tercero... Ninguno de los tres necesitó una línea más para agrandar o confirmar su prestigio. El colombiano calló después de su idilio autobiográfico, que ha hecho llorar a todos los adolescentes de América; el argentino, tras un largo silencio, que parecía definitivo, tuvo la humildad admirable de entregar su prestigio, que se estaba petrificando en mito, a los mastines de la discusión, que le han mordido en la carne, un poco flácida en verdad, de Zogoibi. Teresa de la Parra, que escribe porque se aburre, como lo hizo su deliciosa María Eugenia Alonso, que se ha aburrido otra vez, en medio de su vida elegante e intelectualizada de París, y, porque sí, nos ha hecho el presente de su Mamá Blanca, que, enseguida, para evitarme remordimientos de conciencia en el caso de este ensayo, declaro que a mí, Benjamín Carrión, me gusta más que lfigenia, porque sí, también. ¿Teresa de la Parra es una novelista? Si creyéramos a Brunnetiére, cuando afirma que un escritor de relatos es más o menos novelista según se acerca más o menos a Balzac, claro está que Teresa de la Parra, con su María Eugenia Alonso, su Abuelita, su tío Pancho, su primo Juancho, su Vicente Cochocho, no nos hace 109 pensar en Rastignac, ni en Grandet, en Vautrin, ni en el padre Goriot. Y, aunque la afirmación es profunda, no debemos felizmente seguir con los ojos cerrados al hombre de la Revue des deux mondes. Pero, ¿y si, guiados por François Mauriac, aceptamos que, para ser novelista, no es posible separarse de los caminos señalados por el eslavo sombrío de las barbas ralas, Fedor Dostoievski? Sonia, Raskolnikov, Stavroguine, los hermanos Karamasov, toda esa tremenda oscuridad de adentro y oscuridad de afuera, fría, desolada, asiática, cómo están lejos de la clara elegancia, de la amable ironía, de la sensibilidad fresca, casi vegetal, de Teresa de la Parra. Pero tampoco —aunque Mauriac nos inspire profunda simpatía, entre los más hondos escritores franceses, con Duhamel y Valéry Larbaud, y aunque creemos al ruso una de las figuras cumbres de la literatura de todos los tiempos—, tampoco nos rendimos al postulado absolutista del necesario depender de Dostoievski. Fuera de esos gigantes, Balzac y Dostoievski, queda aún felizmente la posibilidad de la novela. ¿Cómo explicar si no entre los modernos a Conrad? Y un poco más atrás, ¿cómo explicar esa figura enorme de arte, de claridad, de hondura y gracia que es el lusitano Eça de Queiroz? En su agilidad, en su ironía, en su sentido maravilloso del paisaje, no alcanzo a vislumbrar la fuerza talladora de hombres, la garra del francés. Y con el ruso sólo tienen de común el sentido humano y doloroso de la vida. Pues bien, Teresa de la Parra hace pensar en el creador de La ciudad y las sierras. Por el sentido primordial de la elegancia. La vida y la obra del portugués — sin la arrogancia teatral del byronismo— son un himno a la pulcritud del espíritu y del cuerpo, como son la vida y la obra de Teresa de la Parra. Y no es la feminidad la que servirá para explicarnos esta característica de Teresa: la literatura femenina no abunda en casos como el suyo. El tío Pancho de lfigenia es un Fradique Méndez envejecido y criollo. Por el tema constante, tangible, del contraste entre lo ultra civilizado y lo ultra sencillo, por la busca del hombre eterno, que une a Queiroz, con su capitalidad lisbonense, y a Teresa de la Parra con su capitalidad caraqueña, en un mismo sentido de provincialidad. Por la ironía, tan sabiamente agazapada entre una ingenuidad traviesa, en la venezolana; y tan honda, tan humana, tan ágil, quizá no igualada por ningún otro escritor de ninguna otra literatura moderna —sin excluir a France y Bernard Shaw— en el autor de La ilustre casa de Ramírez, que es para mí, un arquetipo de novela. Finalmente, y olvidando otras similitudes, como la del galicismo espiritual y literario, y dejando a un lado las grandes disimilitudes. Advertimos un parentesco más visible y fácil de comprobar: el del estilo. Nada más típicamente queirociano que la agrupación —de gran efecto irónico que puede, a veces, degenerar en calembour— de ideas de orden moral o abstracto a cosas o ideas de un orden material y concreto. Abro unas páginas de La reliquia: «Aquel hombre que dijo que era de Troncoso y desgraciado». «Ese pañuelo perfumado de violetas y de un antiguo amor». Abro Ifigenia, en la primera página: «… te abraza llena de tristeza, de suspiros y de paquetes». Abro Memorias de Mamá Blanca, las primeras páginas: 110 «Candelaria continuaba impertérrita, con su saco y su latón, transportando de la piedra de moler al colador de café, entre violencias y cacerolas, aquella alma suya eternamente furibunda». La gracilidad, lo ingrávido y como luminoso de la siembra de imágenes, no a la manera de una pirotecnia constante como en el caso del maravilloso estilista Giradoux, sino más extendida en el curso de la obra, la tuvo el lusitano genial. Pero como para excusarse de ello, como diciendo no me tomen en serio cuando bordo el estilo, siembra también, con una naturalidad extraordinaria, la frase irónica fina, la deliciosa brincadeira. En Teresa de la Parra hay como una preocupación negativa: la de no hacer estilo, la de limpiar a la frase de la roña de la declamación o del acaramelamiento. Pero cuando alguna vez, emportée por el entusiasmo tropical, le sale un párrafo un poquitín oratorio, sonoro, con finales eufóricos, no tiene el valor de matarlo, suprimiéndolo, y allí se ve su sensitiva maternalidad. Mas enseguida, como para hacerse perdonar la falta, nos ofrece la recompensa de unas frases irónicas que le toman el pelo al párrafo anterior. Lo mismo ocurre cuando no es la apariencia elocuente de un periodo la que le da pudor, sino el brote espontáneo, incontenible de un sentimiento íntimo, un entregarse a un arrebato confidencial. No lo desconoce tampoco, ni reniega de él. Nació y que viva. Pero lo condena al suplicio de vivir al lado de una frase con alzada de hombros, de una frase que se ríe para adentro. Dejemos, no sin pensar, la amable y elegante compañía del lusitano vestido por sastre inglés y portador del monóculo. Y quedémonos con María Eugenia Alonso y su gente, con Mamá Blanca y los suyos. Dice Dostoievski, con su penetración profunda, casi humana: «Escribir, es destruir nuestros fantasmas». Si esta cosa tremenda y verdadera es aplicable a la mayoría de los escritores de obra encarnada y trascendente, lo es, y mucho a Teresa de la Parra, en cuya páginas se siente —ved el subtítulo de Ifigenia: diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba— una sensación de descargo, casi diría de liberación, y la fuerza de un imperativo interior, al que no pudo resistir... Los fantasmas que Teresa de la Parra destruye al escribir, con una apariencia elegante de frivolidad, con ironía compasiva y, a veces, con dureza casi masculina, son las vidas humanas anteriores a ella, las vidas contemporáneas también, que giran perennemente en torno suyo, que constituyen la fuerza intangible del medio, que nos liga y nos aprisiona con los lazos de la sangre y del espíritu, de las palabras dichas, de las ideas pensadas, de los amores y los dolores; esa fuerza que flota en el ambiente, ordenando nuestra vida, canalizándola por derroteros que tenemos que seguir, si no se quiere merecer los horribles castigos establecidos para la rebeldía, inútil casi siempre, puesto que todo —¿verdad Marcel Arland?— debe entrar nuevamente en el Orden... Ved Ifigenia, símbolo del sacrificio de sí misma, al que se ven condenadas inexorablemente tantas mujeres de las nuestras. A lo largo de esas páginas maravillosas, es el medio caraqueño al que se crucifica. Es el medio de Teresa de la Parra, tan extrañadamente suyo, que nos lo ofrece, no ya con las perspectivas planas del fresco, sino con las tres dimensiones de la escultura y con el soplo animador de una verdad que, de tan verdad, casi nos hace mal. En su hora de fastidio, no podía Teresa de la Parra guardarse para sí sola su María Eugenia, su Abuelita, su tío Pancho, su Mercedes Galindo, su Gabriel Olmedo... Esos fantasmas, mezcla de elementos de experiencia y observación 111 personales, de leyenda familiar y mundana, de viejos cuentos de domésticos, de aire y sol caraqueños, que ella aleó y agitó alquímicamente en su imaginación, hasta sacar de la retorta misteriosa seres más vivos que los de carne y huevo, esos fantasmas habrían destruido su vida. Por eso, a los primeros signos de hostilidad —que asomaba con los síntomas estranguladores de fastidio— Teresa de la Parra los lanzó a la luz, los escribió y, estoy seguro, dio después de ello un largo respiro de liberación. Para sostener el interés narrativo indudable de Ifigenia (Mamá Blanca no tiene estructuración novelesca, y sin embargo, no se puede dejar el libro sin terminar su lectura: he allí una de sus superioridades), Teresa de la Parra no tiene necesidad de extremar —en blanco y negro o rojo y azul— el colorido de sus personajes. No los pinta unos malos y otros buenos, para que del choque y el contraste resulte el triunfo de los unos o de los otros. Es que sus personajes no son de ella: sus antepasados y sus contemporáneos. Ella no ha hecho sino reunirlos y vestirlos con sus propias ropas, modernizadas por costurero hábil. Y ellos obran y se mueven. La autora los ve obrar; no puede ocultar sus preferencias. Pero no nos impone su simpatía ni su antipatía a fuerza de adjetivos. Pérez de Ayala, en una de sus novelas, nos hace asistir a la siguiente escena: una muchacha perdida, completamente ignorante y llena de ingenuidad, enamorada de un bohemio inteligente y bueno. Para engañar al hambre, él hace la lectura de Otelo de Shakespeare. A las primeras escenas de la obra maestra, la chica se va metiendo, una tras otra, en la vida de todos los personajes, y va sintiendo la emoción y la verdad de cada uno de ellos. Y nada más patético que verla a ratos indignada contra Otelo, al que llama negrazo sinvergüenza, a ratos hecha un mar de lágrimas por él. En el espíritu blanco de la prostituta, todas las verdades personales hallan para su defensa la razón pascaliana del corazón, y todas tienen su explicación y su justicia. Así los personajes de Teresa de la Parra. Aun a los más malos en apariencia, se los explica y comprende. Y es que, además de ser verdaderos, no se encuentran aislados. Porque el hilo que los mueve está enredado con los hilos de las otras marionetas. Ved si no el personaje quizá más odioso: María Antonia, la tía política de María Eugenia Alonso. Su maldad consiste en que sus acciones están normadas, sumisamente, por la sociedad en que vive. Su maldad no es de ella: es la regularidad, la corrección, la bondad social de todos los que la rodean. Se ha insistido un poco sobre la ingenuidad de la obra de Teresa de la Parra. Y bien, si por ingenuidad se entiende el brote espontáneo, casi silvestre de los pensamiento —ingenuo—, yo niego un poco a Teresa de la Parra este don; y creo que antes de ingenua, la obra de Teresa de la Parra, su manera de destruir sus fantasmas, es sabia, inteligente. Probándolo está su bien medida ironía, que no se excede jamás. Probándolo está su elegancia, que si bien tiene un fondo de raza como toda elegancia verdadera, es al mismo tiempo cultivada y querida. Monsieur Francis de Miomandre dice: «Pues bien he aquí la obra de esta novelista: es una confesión para sociedad escogida. Teresa de la Parra dice todo cuanto le pasa por la cabeza, esa bonita cabeza tan bien hecha por fuera como por dentro, y nunca nos sentimos chocados porque aun en los momentos mismos en que más se deja llevar por la fantasía o por las conclusiones 112 lógicas de sus libres convicciones, sigue siempre sometida a una especie de regla interior que le impide, por decirlo así, el ir más lejos de lo que se debe». Y en otro lado: «Lo que sorprende más en la autora de Ifigenia es ese tino exquisito para expresar los sentimientos, esa moderación, ese equilibrio...» Sin suscribir lo de que Ifigenia sea una confesión para sociedad escogida, que tanto disminuye la obra, estamos de acuerdo con el autor de Baroque en lo demás. Recordemos la larga escena de la comida en casa de Mercedes Galindo; ella sola un gran cuadro mural, digna de cualquier novelista de primer orden. No, no es sólo confesión de salón. Esa larga escena con su dolor inicial apagado en lágrimas y en polvos de arroz, vestida de ironía elegante —preciso es no olvidar el delicioso bilingüismo de Mercedes—, tiene cosas tremendas, de crueldad casi masculina, en frases como golpes de fusta. Inteligente en todos los momentos. Hasta en esa página del beso sensual junto al lecho del agonizante, en la cámara dormida en penumbras pavorosas, y en las escenas que se siguen, que habrían dado a cualquier otro —a Valle-Inclán por ejemplo— para urdir capítulos cargados de pavura, Teresa de la Parra no grita ni gesticula: cuenta. Y lo cuenta con tanta fuerza recogida, con un sentido trágico tan armoniosamente mesurado, que consigue darnos la misma sensación física que nos hubiese dado la presencia real de la escena vivida: un estupor casi indolente. No, no es simplemente ingenua, es inteligente, esa graduación, esa dosificación sabia, escala por escala, que hace María Eugenia Alonso en el proceso de anulación de todas sus rebeldías, frente al novio, a abuelita, a tía Clara… Esa graduada sumisión es un acierto de análisis psicosociológico, hecho con arte esmerado, inteligentemente sencillo. Y es inteligente, preconcebido, el plan mismo de las dos obras, especialmente de Ifigenia, en el que todo está calculado, sin que se deje nada al azar, para la realización simbólica buscada. El camino o derrotero central de la obra se lo ve, por entre el ritmo tardío y caliente, como de siesta de trópico, siempre rectilíneo, como que sabe de dónde parte y a dónde debe llegar. Preguntaron una vez, en Les Nouvelles Literaires, a Julien Green —uno de los novelistas franceses jóvenes más fuertes— en momentos del triunfo rotundo obtenido con la publicación de Adrienne Messurat, novela de choques pasionales dolorosos: preguntaron a Green cuál era su manera de concebir y de escribir sus obras. Y él respondió que todos los días llenaba, como en medida, dos cuartillas corrientes de su escritura fina, sin trazarse jamás un plan de desarrollo; y que, muchas veces, cuando para lograr un desenlace le era necesario suprimir páginas ya escritas, o quizá hasta un personaje ya creado, lo hacía sin pena ni vacilación. En cambio, por fragmentos de obras no terminadas y por manuscritos conservados, se ha llegado a comprobar que Dostoievski —fatalmente recordamos al formidable ruso— se trazaba un plan esquemático de sus novelas, con líneas, con dibujos, una especie de molde, que después llenaba con toda la profunda oscuridad de su genio. Yo no sé qué sistema ha seguido Teresa de la Parra para escribir sus libros. Pero me atrevería a afirmar que Ifigenia, con su símbolo mitológico, que es en sí mismo un programa, con su arquitectura lógicamente levantada, obedeció a un trazo previo en su totalidad esencial, si no por medio del esquema escrito — recuerdo El señor diablo, de Eça de Queiroz—, sí por lo menos en esquema mental, 113 rigurosamente seguido al escribir el libro. En cambio, no solamente ingenuo, sino espontáneo, naturalísimo, fresco, es el arte de relatar de Teresa de la Parra. Y eso de dejar libre el espíritu por entre las mallas de la traza preconcebida, para que retoce y juguetee, ya en la observación personalísima, como en la confidencia sentimental, en la expresión de una idea reveladora de fuertes convicciones, como en las deliciosas confesiones de frivolidad. Fluye como un chorro de agua la prosa clara y limpia en el recordar, en el nombrar y en el decir. Recuerdo haber dicho, al comenzar este ensayo, que las Memorias de Mamá Blanca, la obra no ya de consagración del nombre de Teresa de la Parra, sino la confirmadora del prestigio, me gustaba más que Ifigenia. Y es que las cualidades de narradora, que le admiro más que las de urdidora de argumentos y creadora de tipos, llegan en Mamá Blanca a un grado más alto de excelencia. La potencia de evocación, la plasticidad del relato, acaso por nadie superada en nuestras tierras, es sorprendente. No sólo nos hace ver lo que cuenta, sino que nos lo hace tocar. Hay como un gozo del tacto en la lectura de estos libros. Así, para crear el ambiente físico social en que se mueven sus fantasmas, no se retarda en descripciones expresas de sitios o costumbres. Pero yo sé exactamente el clima de Caracas —lo he sentido mientras leía a Teresa—, a pesar del olvido completo en que tengo a mi manual de geografía. Y en «Piedra azul», la hacienda de Mamá Blanca, ¡vaya que hace calor!... Nuestra literatura —y no excluyo a los mejores, a Larreta, a Reyles, a Blanco-Fombona, al mismo malogrado Eustasio Rivera— es principalmente auditiva. No es visual, ni menos táctil. Estamos en el periodo de la lírica, de la oratoria y del panfleto, y nos gusta oírnos a nosotros mismos. Teresa de la Parra, que no se independiza completamente del peso de la raza y del idioma, en este aspecto, da un paso serio hacia la multisensorialidad de las evocaciones. Flexibiliza al idioma, pidiéndole al francés ese maravilloso don, tan suyo, de ceñir ajustadamente, como una túnica, las ideas y —sentimientos que viste, y pidiéndole también— esa ligera y espumosa elegancia que ya, para la lírica, le había tomado a la lengua de Moliere el gran Rubén Darío. Y es así como logra en sus libros —sobre todo en el segundo, más sobrio y mesurado, más ágil a la vez— la rara cualidad, que ya anotamos, de ponernos en contacto íntimo con realidades de paisaje y de espíritu, sin necesidad de recurrir a la descripción prolija de sitios y personas. Recordemos, por ejemplo, la escena del barco, de una poderosa plasticidad, cuando el poeta colombiano, cincuentón y romántico, intenta besar a María Eugenia, y se le caen las gafas en el vaivén del mar, y queda, ante la angustia entre burlesca y desilusionada de la muchacha, desplanchado del almidón de los versos, desprestigiado, ridículo. Y aquella otras en Mamá Blanca —para mí quizá la mejor página de la obra de Teresa de la Parra— cuando el castigo de Violeta, la muchachita procaz, ante el estupor, el dolor y todos los sentimientos juntos, de hermanas y sirvientes. Aquello está tomado en las cinco dimensiones de la sensibilidad, se lo ve, se lo oye, se lo huele, se lo gusta, se lo toca... Para el crítico o simplemente para el lector europeo, que están familiarizados con esa fuerza viva de la especie que es Colette, o con el realismo un tanto desorbitado de Rachilde, el caso de sensibilidad, y de feminidad, y de libertad espiritual de Teresa de la Parra —entrando en la fila de los grandes casos— , parecerá admirable y adorable, más ciertamente, quizá un poco ingenuo. Pero en nuestra literatura femenina de la América española, en la que la 114 bendición de Dios, como lluvia sobre campiñas vírgenes, nos estaba ya acostumbrando a alimentarnos del milagro cotidiano de nuestras madrugadas, que nos ofrecen esas dos cumbres: nevada, que se diluye en torrentera cuando se acerca al llano, la una; Sinaí que enseña y que fulmina, Montaña de las Bienaventuranzas, la otra; simiente, planta, tierra, agua, sol, aire, flor y fruta: Juana de Ibarbourou; profecía y arrullo, mandamiento y ruego: Gabriela Mistral. En nuestra literatura femenina, digo, al llegarnos ahora Teresa de la Parra, si asombrados un poco, estamos agradecidos, sobre todo: es el arte que entra en sazón y que madura, es la novela que adviene para nuestras tierras, junto con el ensayo. Pensaron muchos, después del triunfo de Ifigenia, que Teresa de la Parra no seguiría escribiendo. Los unos porque, creyendo la novela una autobiografía disfrazada, o por lo menos, llena de contenido íntimo, aunque con un desarrollo de variaciones simbólicas, esperaban que la autora, liberada de su carga confidencial, no sentiría nuevamente el imperativo de escribir: caso Jorge Isaacs, caso muy sostenible del alemán Remarque. Otros, en vista del éxito fulminante —como es en nuestros trópicos, caliente la diatriba y caliente el elogio— temieron que la consagración detendría el vuelo y que el temor de no hacer mejor o siquiera igual, descorazonaría a Teresa de la Parra. Y nada de eso hubo, a pesar del ejemplo bastante desconsolador del Zogoibi de Rodríguez Larreta, la novela argentina que tuvo la malaventura de aparecer coetáneamente a Don Segundo Sombra —ese admirable Don Segundo Sombra del malogrado Güiraldes—, que los nuevos intelectuales argentinos levantaron como estandarte de combate frente al encumbramiento, cuya revisión se pide, del autor de La gloria de Don Ramiro. Teresa de la Parra a los cinco años de Ifigenia —cinco años con sus horas cotidianas de recuerdo, de fastidio y de ensueño, en medio del tumulto cordial de París—, nos regala sus Memorias de Mamá Blanca. Y es que para ella, escritora de verdad, por más que se la quiera presentar —por adularla— como una niña bien, que tiene la gracia de escribir; para ella, que posee una imaginación vasta y los dones profundos de una sensibilidad extraordinaria; para ella que sabe de la ironía, de la piedad, del amor, la condenación de Dostoievski conserva su valor implacable: Teresa de la Parra escribirá para destruir sus fantasmas, y sus fantasmas se reproducirán. 115 EL REALISMO MÁGICO Leyendo Los ojos de los enterrados de Miguel Ángel Asturias163 Alguna vez, en conversación polémica, escuchamos a Miguel Ángel Asturias164 exponer, sencilla pero afincadamente, su concepción de la novela. Entendámonos bien: de su novela, de su «quehacer novelístico». No era alegato, pues nada tiene que alegar quien ha escrito ya las cosas que lleva publicadas Asturias. Era, bueno, quizás mejor una respuesta a las muchas interrogaciones propias y de los demás. La «teoría» de la novelística de Asturias, según él mismo, es el «realismo mágico»165. ¿Paradoja? ¿Deseo de sorprender? Asturias viene de la época en que — años veintes en Francia— el encuentro de la frase según la receta de Oscar Wilde, era el quebradero de cabeza de los jóvenes latinoamericanos en trance de escritores. Muy cerca le quedaba al propio Asturias la fascinación triunfante de su deslumbrador compatriota, el histrión verbal y vital más increíble de su época: Gómez Carrillo166. Pero ya Miguel Ángel Asturias paseaba su barba pre-fidelista167 por los cafés de Montparnasse. Ya llevaba —su obra no lo acreditaría entonces— el pecado original de la revolución. Paseaba por Europa allá dentro de sí, toda la brujería del Popol Vuh168. Brujo Nocturno, Brujo Lunar; Principal-Guacamayo que fuera derrotado por Maestro Mago y por Brujito y perdió sus dientes de pedrería, que fueron reemplazados por dientes de maíz blanco… El claro, el geométrico cartesianismo francés no barnizó siquiera la entraña profunda, la raíz mágica de Miguel Ángel Asturias quien, a pesar de su ascendencia española, justifica plenamente el decir inteligente y buido de la señora esposa de 163 Letras del Ecuador, Año XVI, enero-febrero de 1961, Nº 120. Miguel Ángel Asturias (1899-1974), autor, diplomático y premio Nobel guatemalteco, nacido en Ciudad de Guatemala. Sus poemas y novelas, de contenido fuertemente antiimperialista, le valieron el Premio Lenin de la Paz en 1966. Su primera obra Leyendas de Guatemala (1930) es una colección de cuentos y leyendas mayas. La novela que le ha dio fama internacional fue El señor presidente (1946). Le siguió la trilogía formada por Viento fuerte (1950), El Papa verde (1954) y Los ojos de los enterrados (1960). Otras novelas suyas son Mulata de tal (1963), Malandrón (1969) y Viernes de Dolores (1972). 165 En la literatura latinoamericana, el primero en incorporar el término a la crítica fue el venezolano Arturo Uslar Pietro en Letras y hombres de Venezuela (1948). 164 166 Enrique Gómez Carrillo (1873-1927), escritor y periodista guatemalteco, discípulo de Rubén Darío. Fue autodidacta y, desde muy joven, en 1888, se dedicó al periodismo. En 1891 comenzó una serie de viajes por distintos países de Europa, Asia y América, casi siempre en calidad de corresponsal. La mayor parte de su obra se encuentra bajo la influencia del modernismo, por su gusto de viajero y cronista de lugares exóticos y sus narraciones de amores aventureros, de ambiente bohemio y erotismo enfermizo. Entre sus novelas y cuentos destacan Tres novelas inmorales (1919) y El evangelio del amor (1922), su texto más elogiado. 167 Alude al líder cubano Fidel Castro. Popol Vuh, texto escrito en lengua quiché (grupo étnico de la familia maya) a mediados del siglo XVI por algún miembro de la citada etnia que ya había sido instruido por los españoles, en tanto que compuso la obra con caracteres del alfabeto latino. El Popol Vuh (cuya traducción aproximada sería Libro del Consejo o Libro de la Comunidad) supone un auténtico compendio de la cosmogonía y pensamiento quichés (y, por extensión, de la mitología maya) que posiblemente sólo habían perdurado por tradición oral. 168 116 Roger Callois, cuando al verlo decía con cierta misteriosa admiración, una tarde en La Habana: «Es un ídolo maya…»169 ¿Realismo mágico? La novelística de Asturias, en verdad, no acepta otra definición cuando bien se lo piensa. Hombre de la hora del mundo, comprometido con el dolor y el júbilo de su pueblo guatemalteco traicionado y con la esperanza del hombre de todos los lugares, Asturias hace realismo, literatura realista, con materiales de vida, de paisaje, de gentes que están allí, que andan por allí; pero flotando, sobrevolando siempre encima, junto, bajo todo eso, el misterio, la magia y, digámoslo de una vez, la poesía. Hoy hemos cerrado el libro, tras la última página: Los ojos de los enterrados. Nadie mejor que el mismo Asturias para definir los personajes de su acción: «gentes de sueño», dice por allí en su novela, reiterativamente. Y eso ¿qué es? Pues el «realismo mágico». Gentes de pan y sueño. «No solo de pan vive el hombre», como dijera el Otro, al señalar el Camino. Chos, chos, movon, con... Nos queda eso sonando, cosa de agorería, de sentencia, de maldición. La explotación brutal del trust bananero se abate sobre este pueblo guatemalteco de entraña quiché, como sobre toda la zona del Caribe, como sobre toda la América Central y ahora, pasando el itsmo de Panamá, llega hasta mi tierra de trópico absoluto, donde el oro verde se ha extendido sobre sus planicies maravillosas y cálidas, antes solamente envenenadas de mosquitos y de sabandijas, de tranquilos lagartos y tranquilas culebras; y hoy, el Ecuador soporta ya la plaga mayor, como si fuera tierra pecadora que debe ser maldita: el dolar con sus gringos y su dominación inhumana hecha de pura aritmética en escritorios lejanos, y de dolor y sangre en las plantaciones donde están, enfermos, doloridos, agónicos, los hombres… Nuestros hombres. Eso es lo que Miguel Ángel Asturias viene denunciando en sus célebres novelas Viento fuerte y El Papa verde, y que hoy completa con Los ojos de los enterrados. Dura y sangrienta cosa: brazos que trabajan, lomos de hombres que sudan, inclinados sobre la tierra «todoparidora», dolor de fiebre palúdica, de casucha insalubre, de hambre en medio de la abundancia que se va, en ferrocarriles y barcos, llevada por gentes que hablan palabras extrañas, hacia los mercados grandes de las ciudades grandes y hacia las mesas en que se vende en un dólar lo que se ha comprado en una décima de centavo y en un millón de golpes de látigo sobre las espaldas sudorosas y morenas. Es el contubernio de la traición, de la entrega de lo propio, de la maldita esclavitud consentida por gobiernos rapaces y vendidos, con las ambiciones sin término y sin tasa de sistemas que ignoran al hombre y adoran sólo la moneda. Eso, puesto en carne de hombres, mujeres y niños. Eso, hecho magia de impotente y, en veces heroica insurgencia de gentes que traen dentro de sí milenios de leyendas telúricas, cósmicas, sobre todo, de leyendas humanas y divinas, de una tan poderosa inspiración vital, que estremecen y agobian. Caen los hombres heridos por el fusil o la metralla de los dominadores. Caen. Cuando han tenido la osadía de reclamar sus derechos. Cuando el dolor ha sido tan grande, tan grande, que lo mismo daba morir, que acaso era mejor morir… Caen con los ojos abiertos hacia los cielos grandes donde las estrellas parpadean, donde ya Dios se ha ido... 169 Carrión asistió como jurado al Primer Concurso Literario de la Casa de las Américas en 1960. También fueron jurados, entre otros, Miguel Ángel Asturias y Roger Callois. 117 «¡Padre enterrado vivo con los ojos abiertos! Hermana enterrada viva con los ojos abiertos!» «En el fondo de la noche sin párpados oscurece, pero la noche siempre ve. No ven las estrellas ni la luna. La noche es la que ve.» El hijo grita su protesta contra esa gente extraña, que se adueña de la tierra, de la madre tierra que fue siempre de ellos; y que hoy está dominada, con fuerza de oro —de oro extraído, de ella misma—, con fuerza de látigo, con fuerza de bala: «¡Chos, chos, madres, nos están pegando, manos extrañas nos están pegando y padre aquí enterrado con los ojos abiertos sin poder hacer nada! «No los cerrará. Sólo él no los cerrará. Los ojos de los enterrados se cerrarán todos el día de la justicia, o no los cerrará…» Pero los ojos abiertos de los enterrados, son los hijos que quedan en la vida. No con los ojos abiertos y sin vida de los padres enterrados después del asesinato por los explotadores de la tierra; sino con los ojos claros de juventud, muy abiertos y lúcidos para el castigo, para la justicia, para la libertad. Asturias ha escrito un libro grande, bello y fuerte que completa, con dolor, protesta, magia y poesía, el ciclo de las novelas que se desarrollan dentro del ambiente de injusticia de la explotación de la Compañía Bananera sobre su patria maya-quiché: Guatemala. Libro que, no solamente complementa los anteriores, Viento fuerte y El Papa verde, sino que enaltece al autor de El señor presidente, una de las grandes novelas escritas en español en los últimos años. Libro que, en grande, confirma la tesis de «el realismo mágico», animadora de la obra novelística de Miguel Ángel Asturias. MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS Premio Nobel latinoamericano170 Miguel Ángel Asturias ha recibido en este año de 1967 el Premio Nobel. Por no haber tenido una obra dentro de los plazos prefijados por el Instituto de Literatura de Venezuela, no pudo ser tomado en cuenta para la concesión del Premio Rómulo Gallegos, el galardón más lato para novelistas hispanoamericanos. Por fin. Sus admiradores desde hace años veníamos prendidos a la esperanza de este acto de simple y estricta justicia, que por fin se ha cumplido. En momentos en que el hombre Miguel Ángel Asturias, cumplía, en plena y vigorosa madurez, sus sesenta y ocho años de vida. Día por día. Este gran triunfo, triunfo universal de Miguel Ángel Asturias, despierta en mí recuerdos imperecederos. Cuando en las gloriosas décadas de fines de los veinte y comienzo de los treinta, nos veíamos cotidianamente en París, en la colina de Montparnasse. En sus cafés bulliciosos de La Rotonde, Le Dôme y La Coupole, nos 170 Letras del Ecuador, No. 134, Quito, CCE, noviembre de 1967, pp. 10-11 y 18. Reproducido en La patria en tono menor, pp. 234-240 118 encontramos los amigos latinoamericanos de Norte y Suramérica. Los amigos latinoamericanos de España, la España de las dictablandas de Primo de Rivera y de Berenguer. Allí, muchas veces, gozamos de la presencia del gran Unamuno, de Alfonso Reyes, de Gabriela Mistral, de Alcides Arguedas, de Ramón Gómez de la Serna, por temporadas cortas, la iluminadora presencia de José Vasconcelos, antes de que se nos fuera, no de la vida, sino de la verdad y la justicia… Pero los más cercanos frecuentadores éramos los que pertenecíamos, sin saberlo, a la generación posmodernista171. La que escuchó el grito inmortal de González Martínez: «Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje». Y entonces, por allí asomábamos, con bohemia y barbas algunos —como ahora—. Miguel Ángel Asturias, con su barba en punta, su corpachón en gonces muy delgado; Toño Salazar, el caricaturista; Carlos Pellicer, el poeta mexicano; Andrés Íduarte, al que llamábamos el tabasqueño. Y alguna vez, la iluminación de Teresa de la Parra, la venezolana impar. Con su arrogancia de guardarropía, el vizconde de Lascano Tegui. 0tro guatemalteco como Miguel Ángel, Luis Cardoza y Aragón, sabio ya, desde entonces, en cosas de arte. Cada uno de nosotros tenía algún fenómeno que presentar: alguna vez era Picasso, otras Gómez de la Serna o Manuel de Falla. [...]. Hablábamos de García Lorca, de los nuevos novelistas, de los nuevos poetas. Conocíamos, aunque no personalmente, la obra del joven chileno Pablo Neruda, que andaba por allí, con un consulado en el Extremo Oriente... Todos ellos eran gigantes platicadores. Pero Miguel Ángel, por su talento, su bondad y sus barbas, se destacaba desde entonces. «El ídolo maya» como le llamábamos, por iniciativa creo [que] de Toño Salazar, sentía un asombro grande por Lenin y su obra, y se declaraba católico. Luis Cardoza, su compatriota abundaba: «Vestido de cucurucho en las procesiones de Semana Santa en Guatemala, Miguel Ángel, este admirador de Lenin, era un modelo de devoción y piedad, que nuestras madres nos presentaban para que siguiéramos sus pasos edificantes…». La verdad es que Miguel Ángel no ha negado jamás lo uno ni lo otro. Su profundo misticismo, consustancial y auténtico, trasciende a su obra literaria y a su vida. Vida fuerte, de amor, de dolor, de rebeldía. Siempre situado en la buena orilla de la justicia y del amor humanos. Empeñado y comprometido en las mejores causas. Y, como en el Evangelio, sufriendo persecuciones por la justicia. Casi siempre lejos de su patria, a causa de esa plaga pestífera de las dictaduras militares que han asolado su admirable país —como esporádicamente ocurre con las demás patrias latinoamericanas—, víctimas algunas de ellas casi permanentes del imperialismo, que mueve todos los hilos de nuestra vida política, con la conveniencia criminal de la ambición y la rapacidad internas. La obra entera de Miguel Ángel Asturias es una entrega integral al barro de que está hecha su humanidad robusta. Sabe a tierra, tiene color de tierra. Fueron primero, en París y en los años veinte, al parque los poemas con un regusto de modernismo y un gusto de posmodernismo, las Leyendas de Guatemala, a las que Paul Valéry, el pontífice máximo de la poesía francesa de esos tiempos, calificó récits-songes–poèmes. En aquella época ya —casi con una técnica 171 Generación que siguió a la modernista, cuya literatura tomó auge a fines del siglo XIX y principios del XX. No se trata de una propuesta definida sino una actitud general, bastante extendida entre 1905 y 1925, aproximadamente. Los posmodernistas tendieron a la sencillez expresiva y prestaron atención al entorno, a la época y a las situaciones concretas. 119 poemática más que de contador— Miguel Ángel comienza a escribir El alhajadito, que publica muy recientemente. La iniciación de este libro tiene fecha de 1926 — ¡cuarenta y un años!— y solamente lo publica en julio de 1961, cuando ya era el célebre autor de casi todas sus obras, desde El señor presidente. El alhajadito es una transposición de infancia, y de primera adolescencia, a [la] que han llegado con éxito solamente escritores como Jules Renard, con Poil de carotte. En este libro Asturias —y acaso por ello ha resuelto publicarlo en su madurez de escritor— hace como la prefiguración de toda su obra de novelista: realismo mágico, poesía, entrañado apego a su tierra y hasta su sentido de inconformidad, con proximidad a la blasfemia, que no niega sino que acendra su cristianismo místico, que nunca le impidió llegar a otras místicas, siempre en todo caso, hacia la justicia, el sueño y el amor. Aunque aparecida después, El señor presidente es la novela en que Asturias ha trabajado años de años, desde 1922. Su temática está dada por la dictadura de Estrada Cabrera172. Pero en realidad, hasta el momento de su aparición, otras dictaduras habían ensuciado su patria. Completándose el cuadro con la del General Ubico, que agregó ingredientes de Don Juan o Casanova, al tiranuelo sórdido y rapaz, para prestarle mayores estimulantes a la brutalidad de sus procedimientos. No solamente el personaje, el señor presidente que va enriqueciéndose con el paso del tiempo. Es también el autor. Porque a la hora de su aparición, la novela que comenzó acaso con la intención de un panfleto latigueante y castigador, se fue haciendo un relato al cual se había incorporado la manera y la sensibilidad que, por todos los poros, Asturias absorbía en París en esos años de destierro. Era, para el mundo, para Europa, para París, uno de los periodos más desconcertantes y desconcertados: acababa el mundo de salir de la catástrofe de todos los valores, que trajo consigo la Primera Guerra Mundial. Dueños del terreno se hallaban los escritores que se llamaban a sí mismos les-moins-de-trente-ans, que han pasado todos el cabo de la mala esperanza de los setenta años. Y que todos estaban resueltos a contar, en una forma u otra, el cuento de la guerra. Y había surgido la gran corriente del surrealismo, del superrealismo, que entronca con lo mágico, lo psicoanalítico de la Escuela de Viena, los manifiestos de Bretón, que son el primero, de 1924 y el segundo, de 1929; las renuncias, las expulsiones, las protestas, las polémicas encarnizadas, cubren el ámbito literario de París, de Europa, del mundo. Jamás —¿acaso el romanticismo de 1830?— un movimiento en torno al arte, al pensamiento, a la sensibilidad, había alcanzado una tan cabal universalidad. Ni siquiera el existencialismo sartreano ha provocado, ni provoca, un tan grande dominio de la vida y el arte como el superrealismo. Esa época vivíamos en la Europa de los veinte y los treinta, ese periodo de entre-deux-guerres, que optimistamente era llamado de post–guerre. Esa la época que vivió Miguel Ángel Asturias, con los manuscritos de las Leyendas de 172 Manuel Estrada Cabrera (1857-1924), político guatemalteco, presidente de la República (1898-1920). Estableció un auténtico régimen dictatorial cuyos principales valedores eran el Ejército y la policía secreta. en 1920 su gobierno fue derrocado por un movimiento revolucionario que llevó a la presidencia provisional de la República a Carlos Herrera y Luna. Falleció en una cárcel de la ciudad de Guatemala el 24 de septiembre de 1924, tras haber sido obligado a reintegrar al Erario Público el dinero que había malversado durante su gestión. 120 Guatemala, de El alhajadito y de El señor presidente en los bolsillos. Alaíde Foppa, fina y penetrante crítica, singularmente de la obra de Asturias, además de poeta y relatista excelente, informa que también llevaba Miguel Ángel en sus bolsillos, una pequeña novela que debió llamarse Los mendigos políticos. He de confesar que, a pesar de mi estrecha amistad con Asturias, desde hace más de cuarenta años, no he conocido ni el manuscrito ni la noticia de esta obra. El señor presidente es pues un libro en marcha, que va desde 1922 hasta 1946, en que aparece primeramente en editorial B. Costa Amic, y luego en editorial Losada en 1946. El señor presidente comenzó siendo Estrada Cabrera. Se complicó y amplió con el General Ubico —el apuesto y donjuanesco General Ubico— y luego fue recibiendo ingredientes del dictador cubano Machado173, de Rafael Leonidas Trujillo, el Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva, de los venezolanos, los colombianos y desde luego de las centroamericanos… El señor presidente es el dictador latinoamericano esencial, el paradigma y el modelo… El gorilismo — dentro de cuya era vivimos— está también retratado, antes de nacer, en El señor presidente de Miguel Ángel Asturias. Poesía, trasfondo telúrico, magia, tremendo vigor expresivo que no se detiene ante purismos ni pudibunderías: la palabra necesaria, la santa palabra popular, que puede o no escandalizar oídos hipócritas. Y sueño, ensueño. El sedimento onírico dejado en Asturias por sus contactos —inevitables— con el surrealismo. Y también, por esa misma razón, los caminos de la libertad, según la expresión adoptada después para una serie de novelas, que no ha completado, por Jean Paul Sartre. El binomio de Toynbee: incitación—respuesta, se cumple como en pocos escritores latinoamericanos, en Asturias. La incitación de Centroamérica, de la cuenca del Caribe, es y ha sido el imperialismo económico ejercido por el todopoderoso vecino sajón, mediante sus trusts, maquinarias de estrangulación, que tienen aplicada a toda la América Latina, pero muy particularmente a la zona que estamos señalando: las banana republics. El trust de la electricidad, el del petróleo, el de las minerales. Pero sobre todos, el más sórdido y brutal, el de la aplicación más inmediata al hombre despreciado, al latino, es el inmisericorde trust de las fruteras, la United Fruit Company, que ha regado sangre, miseria y dictaduras castrenses por toda la cuenca de nuestro mar, el mar de las hazañas y los descubrimientos: el Caribe. El señor presidente reúne in ovo, todos los elementos. Pero se dedica más al caso, siniestro de las dictaduras. Luego vendrá, sin interrupción, la batalla en novelas contra el imperialismo ensangrentador de la tierra, y que asume de día en día, más y más en la miseria, el atraso, el subdesarrollo, a todos nuestros países. Actualmente, aún a los más alejados geográficamente, del imperio, como Brasil, Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Nosotros, los del trópico hemos llegado a la anemia previa al coma, aún, cuando haya el engaño taimado del petróleo. La batalla contra el imperio bananero está contenida en la trilogía de novelas integrada por Viento fuerte, El Papa verde y Los ojos de los enterrados. En las tres novelas, acaso con más continuidad que en las grandes series de Balzac 173 Gerardo Machado y Morales (1871-1939), político cubano, presidente de la República (1925-1933). 121 y de Zola. Asturias sigue el hilo de su gran tema: la denuncia del imperialismo bananero, ejercido con rapacidad inhumana por el consorcio extranjero que ha empobrecido y humillado a nuestros pueblos. Magia poética expresada en situaciones y, sobre todo, en palabras populares, que hacen de Asturias el verdadero irruptor en los campos de lo americano, de lo terrígena. Con una fuerza todopoderosa, incontenible, de viento fuerte. Asturias no se dejó realmente pulir por la cultísima etapa surrealista que vivió en Europa. El surrealismo le comunicó su poder de penetración en el túnel humano, que ya lo traía desde sus abuelos mayas: la liberación por los caminos oníricos, de todas las ataduras convencionales que podía imponerle un realismo excesivo, del que no se desprende, del que no reniega. Sino que lo hace trascender hacia todas las posibilidades de un arte al que no estábamos acostumbrados. Tiene Asturias esa maestría de quien aporta, de quien trae algo a las posibilidades de la literatura. La receta balzaciana, suficiente hasta entonces, para contar y referir, no le fue bastante a Asturias. El surrealismo ayudó a Asturias a encontrar el camino de la revolución: eso explica cómo todos los pontífices de esa escuela han desembocado en la más ardiente y pura entrega a la causa, del hombre: desde el pontífice Bretón, [...] hasta las bellas cosas de libertad, y de justicia que, como nadie, han cantado Paul Eluard. Miguel Ángel Asturias, no desentona, no se queda retrasado, como algunos han dicho, ante la novísima novela latinoamericana que, viniendo de dos vertientes progenitoras, Carpentier y Borges, ha ofrecido ya a la literatura universal aportaciones fundamentales como Pedro Páramo de Rulfo, Rayuela de Cortázar, Gran Sertón: Veredas de Guimarães Rosa, La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, La ciudad y los perros y La casa verde, de Mario Vargas Llosa, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Paradiso de Lezama Lima, Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, José Trigo de Fernando del Paso, De perfil, de José Agustín, Coronación de José Donoso, y muchas más… Asturias es, él sólo, un ciclo completo de la novela latinoamericana. Lo abre, lo completa y ojalá no lo cierre… Con una virtud: no ha tenido desmadejamientos, no ha cedido, no ha tratado de convertirse en discípulo de sus discípulos… Él ha marchado en compañía de su realidad, su sueño, su magia y sus palabras, arrolladoramente. Sus pasos no han sido detenidos por lo transitorio, no ha sido juguete de la moda. Y a pesar de que le tocaron de cerca los gigantes del relato universal: James Joyce y Marcel Proust, Asturias es el novelista latinoamericano menos influido por ellos. Tiene, desde muy lejos, el mandato maya, el chos, chos moyón con, de su inmemoralidad; que el único acicate que yo le reconozco, no como mandato ni menos como escuela, es el del surrealismo, que dio a todas las artes un sacudón sin paralelo: echó a andar al inconsciente y despertó a los sueños... Eso justifica esa unidad por ningún otro novelista nuestro conseguida y que, sin embargo, no significa ni revela plan polémico ni menos aún determinismo político: sus novelas, unidas todas por un hilo conductor que no se rompe, no dan la impresión de una consigna ni de la realización de un plan previamente trazado. El es nogal de sus selvas y ha producido, produce y producirá nueces. 122 JOSÉ DIEZ CANSECO174 I CLIMA, LUZ Y PAISAJE Lima. Se viene por el litoral, desde el norte. Arena, arena, arena. Un río, un pueblo; estrecho valle enverdecido por el río. Arena, arena. Se viene por el litoral desde el sur: arena, arena. Un río, un pueblo, el valle verde para el pueblo, para el río. Litoral así, inmenso, desde Piura hasta Tacna. Y en medio, olvidada del campo —que no conoce, que no puede ni quiere conocer—, Lima, que se sirve del cercano Callao, como quien no lo quiere, en su elegancia sin gesticulación, para su anhelo de mar y de ancho mundo. Con mayor precisión que las otras capitales de América que conozco, esta ciudad mayor del Perú tiene vocación y fuerza de capitalidad. Capital por excelencia —caput: cabeza— es París. Seguridad y plenitud de su dominio. Creyendo merecerlo todo, sin que haya disputa posible sobre su rol central, de irradiación y atracción. Centrífuga y centrípeta a la vez. Y al mismo tiempo una cierta medida —mesure—, no insultante, no agresiva, desde su clara posición de señorío. Así París; así —toutes proportions gardées— Lima. Abraham Valdelomar, el malogrado poeta centro de los colónidas175, arriesgó con su wildeana suficiencia criolla este decir: «El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el Jirón de la Unión es el Palais Concert: el Palais Concert es el Perú». Expresión capitalina por excelencia y bien limeña por lo mismo. Es así como cuentan que Ernesto La Jeunesse, boulevardero al máximo, definía el campo, que nunca conociera: «un endroit ou il parait que on trouve les poulets rotis vivants... et avec des plumes!...» Esta vocación de capitalidad es, en el Perú, uno de los capítulos más graves de la tragedia nacional. Contra ella Mariátegui, limeño de Lima, socio en sus días del Palais Concert, insurgió con su dramatismo y su poder señalador insuperados. Contra ella, Luis Alberto Sánchez, limeño también, con su voluntad poderosa de clarificaciones. Esa tragedia político-económica, se transmuta en amable comedia dentro de los límites de la literatura. Es Palma, en las tradiciones pintureras, galanas y castizas, Cisneros en los versos de madrigal. Chocano en sus clarinadas épicas de escenografía, Riva-Agüero 174 San Miguel de Unamuno, Quito, CCE, 1954, pp. 191-218. Reproducido en La patria en tono menor, pp. 150159. 175 Abraham Valdelomar (1888-1919), escritor peruano nacido en Ica. Está considerado una figura muy influyente en el medio intelectual y artístico del siglo XIX. Aunque adoptó la pose de dandy y snob, supo reflejar también el entorno de la aldea pobre y sus callados ritos de una manera que anuncia las búsquedas del criollismo. Como activo periodista, retrató con finura la vida literaria y social de Lima en revistas y periódicos como Los Balnearios, El Comercio, La Prensa, La Crónica y Variedades, entre otros. En 1916 fundó la revista Colónida, considerada la mejor de su época en Lima, pese a durar sólo cuatro números 123 en sus pasos histórico-literarios de pavana y José María Eguren en sus divinos juegos infantiles. En cambio, para los gritos de fe o de angustia, llegan voces del sur: González Prada; llegan voces del norte: Haya de la Torre. No se puede, con ambiciones de certeza, generalizar demasiado respecto de las producciones humanas de selección y acendramiento, singularmente en la literatura. Lima, ambiente tibio —no lo suficiente para que le marchiten sus rosas a la Santa— es buen clima para la sonrisa y mal clima para la actitud radical. Pero en Lima —fracasaría el generalizador— se produjo la insurgencia atormentada y fecunda de Mariátegui. Y junto a la bondad ilímite, viril y fuerte eso sí, casi increíble, de Jorge Guillermo Leguía, se produce la voz entre todas clara y rebelde, orientadora y lúcida, de Luis Alberto Sánchez, y la inquietud fina y múltiple de Martín Adán, hombre de preguntas profundas, que viste de imágenes su pensamiento urgido de verdad estética y humana. No, no se puede dogmatizar sobre la verdad de una geografía de la estética. Pero sí se puede señalar características de ubicación, que ayuden al descubrimiento de planos y de perspectivas. Por eso, si es posible un Mariátegui en Lima, en cambio casi no se puede comprender, en otro sitio que en Lima, a un Palma, a un Riva-Agüero... Lima sale a su kilómetro 1 en todas direcciones. Y cuando no se encuentra con el mar, se encuentra con la arena. ¿El campo? ¿Por dónde está el campo? Un limeño, por allí, avanza en busca del campo y del sol, hasta Chosica. Sesenta kilómetros. ¿Campo? No. Arena que se ha cansado de estar acostada, y juega, como los niños en la playa, a los montecitos de arena. ¿Campo? En el jardín de la Reserva, con su cortijo incaico de cartón-piedra. ¿Campo? ¡Ah!, en la geografía, que el limeño de Lima aprendió cuando cursó primaria, supo de los Andes y de los Apeninos, de Arequipa y el Tirol, de Río Blanco, Puno y los Lagos Italianos. Vamos al campo: ¿a Tarma, al lago Titicaca? Trayectos largos. ¿Por dónde? Días de viaje, caminos largos, pascanas... Vamos al campo. Diez minutos de la mejor carretera del mundo hasta el Callao. Un gran barco espera allí. Unos días alegres y cómodos y ya: en la campiña vasca de San Sebastián, en la Riviera, en el campo de postal de la Costa Azul. ¿Y en avión?... Para el limeño de fortuna, el campo es una categoría en el correr cotidiano. Un viaje al campo —al que siempre rodea de un prestigio de aventura o de romance— tiene dentro de sus programas igual posición —acaso más complicada y seguramente apetecible— que el viaje a Europa. Para el limeño mediano o pobre — obrero urbano de fábrica, artesanía bajopontina o malambina— el campo, el de verdad, no tiene representación vital. Para él, el campo es Santoyo o los balnearios en los que, en general, nadie se baña. Campo, en el sentido urbano universal, de lugar de reposo, esparcimiento, distracción dominguera, es para el limeño mediano o pobre, la cantina porteña, la chingana con chicha, con pisco y butifarras. El Callao, puerto libre a todas las perspectivas del mundo, es un barrio grande de Lima, gran señora que se arremanga un poco los vestidos para no tener mayor intimidad con él. Hace lo mismo con los barrios —lo más fuerte y auténtico de humanidad que tiene— de Malambo y de Abajo el Puente. La capitalidad indiscutible de Lima, su personalidad bien acusada, se señala especialmente por esta característica muy suya, y que lo es de las ciudades con historia: tener barrios con fisonomía inconfundible, lugares de determinación tan fuerte que, con sólo nombrados ya se hace definición de caracteres, de vida, de emoción. Lima tiene su calle, de ella sola, arquetipo de limeñidad, que para 124 hallarle parecido, hay que referirse a las Ramblas, a la de Alcalá, a las Sierpes, a los Boulevars: su Jirón de la Unión. Capitales indohispánicas, más grandes o más chicas, no pueden gloriarse de una calle así. Nada con más personalidad marcadora de carácter que los barrios de Lima. Allá se dice: es un bajopontino, y todo el mundo tiene la perfecta ubicación física, moral, económica del personaje. Y otro tanto si se refiere a uno de Malambo o La Colmena... Lima sabe todo esto. Tiene la amable conciencia de su posición, sin fanfarronería. Y se conserva ella misma, en los nombres de sus calles. Y aun cuando tenga mil héroes de nuestra pobre vida republicana, llena de pretensiones —igual más o menos en todos los países de América— Lima no pondrá el nombre de Manuel Pardo a «Comesebo», el de Sánchez Cerro a «Gallinazos», el de Castilla a «Matajudíos» o el de Leguía a «Ya parió»… Lima —y su barrio con mar, el Callao— darán una literatura americana, pero sin campo. Parece extraño. Y más lo parecerá a quienes creen que necesariamente, para hacer literatura americana —especialmente cuento o novela—, hay que meterse en la jungla de La vorágine, jungla igualmente africana o asiática, o en el campo de Mariano Azuela o de Güiraldes, campos, eso sí, rigurosamente mexicanos y argentinos. En el tremendo páramo ecuatoriano de Jorge Icaza. . Lima liquidará —está liquidando, ha liquidado en parte— su literatura cortesana, muy limeña también. Por eso José Gálvez, con pena de generación y época superadas, se lamenta, en prosa y en verso, de «la Lima que se va». En cambio, ya empiezan a vislumbrarse atisbos de limeñismo americano. Ya la arena inhóspita del litoral circundante comienza a ser personaje literario. Y los dramas de la nueva literatura limeña ya no son solamente los que tienen precisión de portales herrados y balconajes de talla barroca; ni los que exigen los banales escenarios del Jockey o del Country Club. Reclama potentemente su fuero vital la humanidad de Malambo y Abajo el Puente. Y sobre todo, la invitación al mar de los muelles del Callao. Se abre, con eso, un capítulo de la novela y el cuento americanos. Tan importante capítulo como el que, intentado por muchos, tuvo logro de crítica en La vorágine, de José Eustasio Rivera: la selva, la jungla envenenada de malaria, asesina con los billones de armas de sus mosquitos y de sus serpientes, con la inmunización que produce el caucho caliente, el aire y el dolor calientes. Tan importante capítulo como el que, intentado y realizado por muchos, ha tenido logro de actualidad dramática en las novelas de Martín Luis Guzmán, de Jorge Icaza, de Azuela, de Robleto, de César Falcón. Y como el que, en el litoral cercano, al que caprichos de la geografía — corrientes marinas— han diferenciado con la gloria brutal de una vegetación loca de verde y de bejuco, han realizado los ecuatorianos José de la Cuadra, Aguilera Malta, Enrique Gil, Gallegos Lara, y, en lo tropical mestizo, lo montuvio, Pareja Diezcanseco, en sus grandes novelas El muelle, La Beldaca y Baldomera. Como el que el boliviano Costa du Rels hace, en francés, con los buscadores de oro, de petróleo, de estaño, en su altiplanicie cuajada de tragedias. Como el capítulo que, con el gaucho, hizo el malogrado y gran Ricardo Güiraldes, en la pampa poblada de consejas y heroísmos. Como el que, en Chile — campo y ciudad— hacen Marta Brunett y Romero, el de esa admirable relación urbana, tan realista y tan cruel, que es La mala estrella de Perucho González. Como el que, en este mismo Perú, ha realizado y realiza Enrique López Albújar, 125 abriendo el campo a los que llegan. En el liminar de este capítulo grande: la novela americana de Lima y del Callao, de la costa reseca que se extiende desde Túmbez a MolIendo, tiene la nueva generación un nombre cierto, respaldado de dones y de obra: José Diez Canseco176, autor de El Gaviota, Kilómetro 83, Jijuna, Duque. Nombre borrado por la muerte en madurez de vida y obra. II FIGURA, GENIO Y RELATO Español por los setenta lados de sangre y apellidos, por la fanfarrona apariencia, la desenfrenada audacia aventurera, y un cierto señorío de ademán y actitud —que él quisiera hacer pasar por inglés—, José Diez Canseco tuvo toda la jaranera vocación del mulato y el zambo de su litoral, su ciudad y su puerto. Pocas veces he visto un caso así, de tan acendrado, de tan gozoso cariño por su documento humano y su paisaje, como el de José Diez Canseco. José Diez Canseco no ha ido a la chingana chalaca para estudiar, para ver un tipo de novela o de cuento. A la cantina chalaca, como al merendero de Santoyo, a la chichería de Piura o de Chiclayo, él ha ido tras el meneo de caderas de una zamba garbosa, al olor de unos anticuchos. Le sirvieron anticuchos no eran tales anticuchos sino !as jetas del negro. de una causa, enrojecida de ají, de un cebiche, buenos como pretexto muy de hombre, para una copa de pisco —del auténtico y peruanísimo pisco de Pisco—, una caliente marinera zapateada o un tondero. Su sabiduría de vihuela y cajón, de sanmigueles piuranos y «huachafería» truculenta, no ha sido adquirida para escribirla después en los papeles. José goza en el canto peruano como en la jarana de su tierra, en entregamiento espontáneo, en buena y sabrosa realidad cotidiana, sin fin y sin propósitos ulteriores de aprovechamiento literario o documentación. El abrazo de esa mulata de Piura o del Callao, obtenido tras obstinada faena de canto, pisco y zapateo, no lo contamina él jamás con la química cerebral de una preparación para escribir. Y entre sacrificar el logro de una aventura de ésas de especie y vals huachafo, y el éxito literario de El Gaviota, José no habría vacilado jamás… Nos habríamos quedado sin leer El Gaviota. Esto no quiere decir que yo niegue a José Diez Canseco un gran cariño por su obra literaria. Remero del periodismo nuestro —donde hay siempre el peligro del embrutecimiento por hambre espiritual y física—, cuando José se liberta para hacer «lo suyo», lo hace en plena euforia de ancha y liberada creación. Y así, ancha, como resoplar de atleta al llegar, se siente la respiración de Diez Canseco 176 José Díez Canseco (1904-1949), narrador y periodista peruano, a quien se considera un precursor del realismo urbano de la década de 1950. Desde temprano estuvo vinculado a varias revistas (Amauta entre ellas) y periódicos limeños, y más tarde de Madrid y París, donde vivió un tiempo. De su obra narrativa cabe mencionar las novelas El Gaviota. Kilómetro 83 (1930), Duque (1934) y sus cuentos Estampas mulatas (1938). 126 en sus relatos. No hay minucia de realizador, preocupación preciosista ni medida. Siente sus argumentos, los encuentra, los ubica, se mete muy adentro de sus gentes y, con ellas, camina. Sabe construir, eso sí. Su mayor devoción literaria en el plano de la novela —concordando mucho conmigo en esa devoción— va hacia el gran lusitano Eça de Queiroz. Y Eça de Queiroz, como Dostoievski, daba importancia fundamental a la arquitectura —a la planificación, sería más justo decir— de las novelas. Como Goya hacía sus cartones de tapicería, como todo gran compositor mural concibe y esboza primero las líneas grandes de su realización, para luego animarlas de color. José Diez Canseco construye sus novelas. Se ve, de lejos, la unidad y cuidadosa selección del material empleado. Claramente denunciada vemos allí su preferencia —más arriba anotada— por Queiroz, que como el gran ruso de El idiota, elaboraba pacientemente el plan de sus grandes frescos literarios. Porque este José Diez Canseco, exuberante y truculento, orgulloso de ser «zambo y nada más que zambo», siente inconfesada vocación por la mesure gala, y, probablemente, entre las salvajes tristezas del paisaje andino —que José confiesa no poder sentir— y la gracia peinada de un jardín de Le Notre, prefiere, acaso muy secretamente, este último. ¿Contradicción? ¿Paradoja? No. Armonía. Armonía limeña, de esa Lima capaz de ponerle sordina al grito y velo al color, para que no detonen. Diez Canseco, ante todo y por sobre todo, es de Lima. ¿Preferencias por Malambo o La Colmena? ¿Por el Country Club o por Santoyo? Preferencias por Lima. José va al Callao para sentirse zambo. En carta de París, cordial y abierta de sinceridades, me dice: «Yo pienso y siento en zambo. Se me perdió el anillo de armas en una jarana del Callao, porque tuve que empeñarlo para tentar, con pisco, a una prieta zamarra que retozaba en el vuelo de un tondero. Y allá me quedé, aún cuando esté en París, en ese galpón de mulatas, en el solar preclaro de los criollos, abrazado a la vihuela para enamorar chinitas». José va al Callao. Pero les atribuye tanta heroicidad, casi tartarinesca, a sus escapadas al puerto, que nos aparecen con el valor de aventuras arrojadas y auténticas. Un viaje de Diez Canseco a su Callao, distante doce kilómetros de Lima, a su Malambo, apenas suburbano, nos da la impresión un tanto romántica, de los viajes extraordinarios de Mirebau a la China, de Loti al Japón… Aventura esencial. José Diez Canseco es un novelista de aventuras. No sé por qué —acaso la culpa es de Ponson du Terrail177 o del truculento Fernández y González178— se ha rebajado, en la apreciación general, la categoría literaria de la novela de aventuras. Hasta el punto de atribuirle una posición inferior, bastarda, de infraliteratura. Sin embargo, pocas líneas de producción artística más ricas de valores trascendentales en la historia literaria de todos los tiempos, que la línea grande, viril, recia, del relato de aventuras. El Éxodo, La Odisea, en los liminares supremos de la Historia. Milton, Cervantes, Poe, Dickens, luego. Y hoy, Joseph Conrad, Blaise Cendrars, Stefan Zweig, Mac-Orlan179 —más cerca aún: Güiraldes—, 177 Pierre Alexis Ponson du Terrail (1829-1871), novelista francés. Célebre por ser el creador del personaje Rocambole 178 Manuel Fernández y González (1821-1888), escritor español. Prolífico autor de novelas por entregas, con temas históricos y costumbristas. Obras suyas son: Los desheredados (1865), Diego Corrientes (1866) 179 Pierre MacOrlan (1883-1970), seudónimo del escritor francés Pierre Dumarchey. Figura de la bohemia de Montmatre, entre sus libros están: Le quai des brumes (1927), Poésies documentaires completes (1954) 127 son novelistas de aventuras. Posee Diez Canseco, como novelista argumental y de aventuras, una potencia objetivadora, de visión externa, verdaderamente acusada. Pero ese don, tan peligroso, porque puede conducir, exagerándolo, a posiciones realmente infraliterarias, el novelista de Kilómetro 83 lo contrapesa y castiga con una considerable fuerza de penetración psicológica, y, sobre todo, con un pronunciado auditivismo. José Diez Canseco, fanfarrón, rumboso, decidor, en la vida, es elocuente en su literatura. Yo quisiera que lo fuera menos, mucho menos. Nada más engañoso, en la técnica del relato, que la sonoridad. Además de engañoso, generador de faltas de honradez artística. El escritor, por oírse a sí mismo, se olvida de ver. Se olvida de intuir. De penetrar, por entre aparienciales superficies, lo medular de la vida y la acción contadas. Entre los grandes enemigos de la novela —de la novela hispanoamericana en especial— seguramente ninguno merecedor de mayor cuidado y defensa que la elocuencia. Ninguno que tantos daños haya hecho a nuestra producción novelística. Quitémosle la elocuencia —la sostenida elocuencia de la primera a la última página— a La vorágine de Rivera, y tendríamos ya una obra maestra. Que no la tenemos todavía, a causa de los estragos sonoros que estropean la mayor parte de nuestras novelas. En cambio, con sólo relatar, sin ínfulas introspectivas y, más que todo, sin elocuencia, Azuela el mexicano hizo, en Los de abajo, lo que más se acerca a una realización cabal de novela de guerra civil y, por lo mismo, de aventuras. El Gaviota es la novela del palomilla limeño. Del golfillo urbano y suburbano, que escucha la canción de cuna de la mala palabra y se desteta con miseria en el tugurio sórdido, donde se desarrolla, en su cruda desnudez, el proceso vital íntegro de las familias pobres. Donde los primeros atisbos del sexo se han despertado aguaitando a hurtadillas, la inevitable y fatigosa cohabitación de los padres y el mal esperado nacimiento de los hermanitos, que constituye una nueva desgracia, una agravación de la miseria, insostenible ya. El tugurio donde, entre tufaradas alcohólicas, riñen cotidianamente los padres, a golpes y procacidades. Y donde, día tras día, se plantea el duro problema del plato de comida. El Gaviota, a diferencia del Perucho González de Romero, que fatalmente desemboca en la cárcel, desemboca en el mar. Es que, junto a Lima, la ciudad de vértigos metropolitanos, con picardía esencial, que tiene para los niños la ilusión pronto muerta de la venta de diarios, de billetes de lotería y del pordioseo obligado e ingenioso; junto a Lima está el Callao, con sus burdeles infectos de todos los males venéreos internacionales, con sus reyertas de marinos por la posesión de la hembra —zamba jacarandosa, de caderas poderosas y calientes—, con sus muelles propicios a la fácil ganancia de unas pesetillas, echando al hombro un fardo o cambiando unos centavos peruanos desvalorizados, por unos fuertes centavos americanos, ingleses, holandeses; propicios a la ganancia más fácil y más precaria aún, de la ratería que, temprano o tarde, lleva ante la hosca presencia del gendarme. Junto a Lima está el Callao. El Callao de los muelles y, en la rada magnífica, que al fondo limita y defiende el siniestro peñón de San Lorenzo —picota donde se amarran las rebeldías, las ideas y los hombres libres del Perú—; en la rada están los barcos, que ofrecen a los náufragos de tierra, a los hombres que no saben estar 128 quietos en un solo sitio, la invitación salvadora del viaje. José Diez Canseco se ha dejado llevar, de la mano, por el Gaviota de su cuento, a través de toda la pintoresca, ingeniosa y trágica peripecia limeña y chalaca. Pero al llegar frente al mar, ante la tentación irresistible del viaje, es José Diez Canseco quien asume la dirección de la aventura y, conocedor de los picos de la rosa de los vientos, dominador de los itinerarios, nauta experimentado y arribador exacto, conduce al golfillo limeño hacia los puertos y le hace hincharse los pulmones con las brisas de las ciudades pecadoras. Después, es el retorno, la venganza, el drama argumental y novedoso. Kilómetro 83 es también la novela del desventurado trotador urbano, del paria pintoresco de la calle limeña. Pero a éste no le atrae la incitación del mar, sino la promesa, un poco misteriosa, del campo y la montaña. Es un ferrocarril de los nuestros, tragador de caudales públicos y fomentador de ingenuos anhelos de progreso regional, el que se está trabajando lejos de la costa tibia y arenosa, en la sierra de naturaleza brutal. Allá, a la recia batalla con la jungla, van los residuos de la ciudad aniquiladora, hoguera de pobres y desmedradas energías humanas. Los guiñapos de hombres, que rebasan la cárcel, donde son demasiado caros para el Fisco, y a los que es preciso hacer devengar, en trabajo forzado, el escaso alimento. Después de la grotesca tragedia suburbana; después del dolor sucio de letrinas y vicios del presidio, es la Sierra, la montaña tropical, enferma de paludismo, de mosquitos, de víboras. Las páginas de este relato, en las que se dice el horror del trabajo en la selva caliente, son, yo lo creo, de lo mejor que se ha escrito en nuestras tierras. Anécdota viva, paisaje exacto, fuerte poder comunicativo emocional. Crimen humano y crimen de la naturaleza, contados con la palabra mejor decidora, con el acento de más crudo y real patetismo. Acaso se pueda, en esta «estampa mulata», acusar el melodrama. Melodrama del clima emocional y desconcertante del Amok, de Stefan Zweig. Pero la nota melodramática, que quizá no se ha evitado en la escena —muy bella y fuerte por otros conceptos— de la picadura mortal de la serpiente, se la encuentra más bien en la elocuencia de los modos expresivos usados, en el auditivismo de que hemos hablado antes. Diez Canseco olvida a Queiroz, su maestro de situación y diálogo, y se acerca a la truculencia verbal de los relatistas de Hispanoamérica. Kilómetro 83, para mis preferencias temperamentales —se lo dije en Lima a José— es lo mejor que, hasta entonces, había hecho el autor de Estampas mulatas. Lo mejor concebido en líneas argumentales, lo mejor realizado en fluidez de coloquio, en uso de la palabra fiel, en ubicación exacta de cuadro y de paisaje. Es un relato fuerte y de honda sensibilidad; tan comunicativo, que el lector acompaña al autor por todos los repliegues y veredas de su viaje, en vibración unánime, sin poder ni querer separarse hasta el final. José Diez Canseco —mi crítica jamás puede aislar al hombre de la obra— ha tenido momentos de simpatizante de la justicia social, anárquico y sin ubicación, emocional y confuso. El momento limeño en que lo conocí —años de 1931 y 32— fue uno de esos. Lo he visto y sentido vibrar al unísono de los hombres jóvenes del nuevo Perú, que hacían entonces —como hoy— un épico reclamo de verdad social y democracia económica, siguiendo la gran lección de José Carlos Mariátegui. Kilómetro 83 corresponde a ese tono de sensibilidad. No es que sea una obra de propaganda. Perdería en sus esenciales calidades artísticas, para convertirse en cartel. Pero sí vale anotar que Diez Canseco, hombre de su tiempo, no ha podido 129 sustraer su sensibilidad creadora a la profunda emoción contemporánea. Habíamos dicho que la limeñidad de José Diez Canseco, si era de Malambo, Abajo el Puente y Callao, también era de La Colmena, el Hipódromo y el Country Club. Leguía, el gran autócrata-agente viajero, se preocupó primordialmente de dotar a Lima de sitios donde lucir su pequeñina y remilgada humanidad, agrandada por el sombrero de copa; y sus finas manos de firmador de cheques, enguantadas de suecia y de previl. De esa aguda y enérgica voluntad calculadora, maridada a la frivolidad consustancial de las gentes bien de Lima, nacieron la calle rastacuera de La Colmena, el Hipódromo de Santa Beatriz, y sobre todo el Country Club. Con material humano de La Colmena, el Hipódromo y el Country, Diez Canseco construye el argumento de Duque, novela de clave, en la cual los personajes del «todo Lima» del golf, las carreras, los salones, se hallan apenas disfrazados con la careta poco encubridora de un nombre que no es el suyo propio. Con Luis Alberto Sánchez —prologuista de la edición de Duque hecha en Chile— se han cruzado artículos rectificatorios sobre la época justa en que fue realizada la novela. Diez Canseco sostiene que en 1928 —acaso para hacerse perdonar ciertas fallas de expresión y acento, que no convencen a su posterior, más refinado, sentido del arte—, en tanto que Sánchez, implacable, mantiene la inconmovible argumentación lógica de que una novela cuyo escenario y paisaje central es el famoso Country Club limeño, no pudo haber sido escrita en 1928, año en el cual aún no se había construido siquiera el edificio de ese centro social y deportivo. Este al parecer chico pleito de los dos intelectuales peruanos, está repleto de significados. En el orden artístico porque, en efecto, la calidad novelística en general —argumento, expresión, arquitectura, probidad y verismo emocional— es más discutible en Duque que en las Estampas mulatas, publicadas algunos años antes y escritas antes también. ¿Podrá inferirse de esto que el valor técnico de Diez Canseco ha disminuido, o que ha perdido su inicial respeto por las categorías artísticas? De ningún modo; y la explicación que podría darse más bien se fincaría en el hecho de que la familiaridad cotidiana de tema y personajes ha hecho que el relato fluyera sin atajos, y que lo que puede perderse en técnica novelística se gane en sabrosa facilidad de lectura. En el orden ideológico y moral, en cambio, cabe marcarse puntos a favor de Diez Canseco. Porque esta diatriba —acta de acusación formidable contra la frivolidad y el vicio de una sociedad a la que el autor pertenece, por ineludibles leyes de ubicación social, de hábitos, de educación— acaso exigía una posibilidad de adquirir perspectiva, en el tiempo, que permita la visión panorámica de situaciones y de personajes. Honra mucho a Diez Canseco el pensar que, en plena juventud fuerte y rijosa, audaz, llena de dones para el triunfo de salón y de alcoba, haya tenido el poder de sentir asco, y el valor casi heroico de gritar ese asco en la cara de una sociedad dorada por la aristocracia criolla, el dinero, el snobismo y el vicio, que lo aprisionaba en sus redes tentadoras y que lo mimaba. Duque, novela de ambiente y personajes frívolos, es una novela de rabia y repugnancia profundas, a la vez. Rabia de hombría y de peruanidad, que muy hombre y muy peruano es ese José Diez Canseco, cuando escarnece, flagela, lapida, escupe a una gente que, por ser muy suya, quisiera que fuera de otro modo; más sana, más natural, más limpia, más «ella misma». De allí que el panfleto que, paralela e inseparablemente, acompaña en compañía invisible al 130 plan novelístico, esté de modo primordial enderezado contra el trasplantismo, contra esa grotesca y despersonalizadora manía de imitación de lo europeo, que pone en vergonzoso ridículo a las llamadas «clases altas» de nuestros países. Diez Canseco ama a su Perú americano, a su Lima peruana. Por eso afila su ironía y la hinca sin misericordia en la carne de los descastados que hacen de eso, que es tan puro, fuerte y diáfano, un remedo burlesco de Londres o París. Ningún relato de Diez Canseco tan fácil y fluido, tan delgado y sabroso a la lectura como éste de Duque. Al correr del cuento, que el autor se lo sabe de memoria, se deslizan acaso fallas de técnica, de estructura artística, de expresión literaria. Pero es delicioso, con delicia perversa, a la lectura. Con la malsana e incitante delicia de un buen chisme de corrillo, para contarse entre hombres. Por entre la picardía de la anécdota, por entre el cuadro picante y el enredo de alcoba, la seguridad de escritor que hay en Diez Canseco se expresa en rica plenitud. Y a pesar de no ser este relato lo mejor logrado —en perfección y altura— de su obra, es quizá el que más fe inspira en el poder de realización y creación, en los dones de novelista de su autor. Al comentar Duque, la novela que se desenvuelve en el ambiente social propio de Diez Canseco, nos provoca buscar hasta dónde llega su fuerza de penetración psicológica, su vocación y su poder de «pesador de almas», según la frase acuñada por André Maurois. En las Estampas mulatas hemos hallado, singularmente, al relatista objetivo, que se coloca frente al paisaje o a la persona novelados, y nos los cuenta. Salvo en ciertos momentos de El Gaviota, en el resto se mantiene el autor en libre calidad de espectador sensible, que luego narra el caso visto, el diálogo escuchado. ¿Ocurre lo mismo en Duque, la novela de las gentes que tienen la misma educación, los mismos hábitos, que actúan en los mismos escenarios en los que ha actuado el autor? A primera vista se advierte que, en esta novela, se conserva, del principio al fin, el procedimiento externo del relato objetivo. No hallamos un solo instante en el que asome, ni veladamente, la intención introspectiva, ni menos aún la versión autobiográfica. Pero en cambio, la presencia cómoda, gustosa, del autor entre sus personajes, nos comunica la certidumbre de su intervención vigilante a lo largo del cuento. No es que se le identifique, ni lejanamente, con ninguno de los personajes. Al contrario: a todos ellos los desnuda cruelmente, los aniquila. Pero tiene tan aguda penetración para entender actitudes, para hacer hablar a cada cual el lenguaje exacto, para interpretar fielmente las reacciones de sus personajes ante la realidad, que no puede dejar de pensarse que eso que entrega el novelista es «lo suyo». Su ambiente, contra el que ha reaccionado; sus costumbres, a las que ha superado; gran parte de su propia vida, en fin, de la que su voluntad ha podido liberarse. No toda confesión ha de adoptar —necesariamente— la primera persona, como San Agustín, Rousseau o Amiel. No toda confesión ha de hacerse siempre en plano de expresa subjetividad, de entregamiento directo de una vida interior a las miradas extrañas. Introspectivos, de autopsicoanálisis deliberado, profundo, son algunos relatos de Gide —L'Inmoraliste, Si le grain ne meurt, en general sus recits y soties—, todo Proust, todo Joyce, mucho de Duhamel o de Huxley, de Lawrence o Moravia. Pero también nos dan sus honduras internas, en diálogo y coloquio al parecer extraños y objetivos, novelistas de relato argumental como Cendrars, como el católico Mauriac, como el hondo Camus. Y es que el señalamiento, así sea episódico, circunstancial, de «simpatías y diferencias» —título en tono menor de 131 Alfonso Reyes— nos da, apenas encubierto por velos de técnica, el clima interior, la revelación psicológica, la verdad espiritual del autor. Aún en la biografía —género al parecer estrictamente delimitado por el dato y la realidad históricos— se distingue la sensibilidad, la actitud moral, la ubicación espiritual del autor frente al arte, al pensamiento, a la vida. Maurois no es igual en acercamiento al personaje, en agudeza de comprensión, frente al Voltaire escéptico, demoledor, distante, que frente al Disraeli hábil, judío, sentimental. Stefan Zweig, al lapidar a Fouché, como al deificar a Dostoievski, nos está descubriendo, sin reservas, sus profundidades interiores. José Diez Canseco en su obra total, parva, truncada por la muerte, nos ofrece la revelación de sus externos como de sus interiores valores humanos. El balance final es favorable. Rotundamente favorable, como para la obra, para el hombre. 132 LA LECCIÓN DE MIGUEL180 Reedita Miguel Otero Silva181 la configuración del polígrafo: hombre que, en letras y artes, domina todos los géneros: desde el lector y admirador apasionado y estimulante de las obras ajenas, hasta el cultivador de las formas de expresión. Poeta —acaso poeta como denominador común—, novelista, crítico, polemista, periodista, ensayista. Y en todas esas líneas, con obra bastante, en cantidad y calidad, para que se le aplique, en cada caso, el titulo que corresponda: el novelista Miguel Otero Silva, el poeta Miguel Otero Silva… y así, en todo lo demás. Me llega, en razón de mi apego a la crítica del género, más cerca por el camino de la novela: desde esa lejana y juvenil Fiebre, en la que asoma también el panfletario hasta las novísimas Casas muertas, Oficina No.1, La muerte de Honorio, Miguel se incorpora al movimiento más reciente de la novela latinoamericana, en la que son figuras mayores Guimarães Rosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, José Lezama Lima, Leopoldo Marechal, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, y, naturalmente, Miguel Ángel Asturias. El hombre Miguel Otero Silva vale tanto como el escritor: lealtad de amigo, generosidad de compañero. Y ese colocarse siempre, con los pies muy firmes, en la buena orilla de las causas del hombre. PRÓLOGO A CASAS MUERTAS182 Miguel Otero Silva ostenta la significación más alta de la literatura y el pensamiento en Venezuela. Rectoría indiscutible ganada a fuerza de obra, de sensibilidad y — ¿por qué no decirlo?— de generosidad. Él es el que tiene y dispensa la buena palabra alentadora a las gentes jóvenes de su país. Y a contrapelo de los años, que socavan y debilitan, realiza en el campo de la inteligencia una vida a contrapelo, con naturalidad, como si su trayectoria, contraria a la de todos los humanos, fuera un camino inacabable hacia la juventud, hacia la frescura, hacia siempre in, estar siempre en onda. Viniendo desde lejos. Hoy, perteneciendo —con sus más o sus menos— a la promoción de Mariano Picón Salas, de Arturo Uslar Pietri, se encuentra en plenitud del boom, un boom que jamás ha existido realmente, como no sea la deslumbrante irrupción de una 180 Efraín Subero, «La Lección de Miguel», en Cercanía de Miguel Otero Silva, Ed. Arte, Caracas, 1978, p. 285. 181 Miguel Otero Silva (1908-1985), escritor venezolano. Casas muertas, en 1954, lo lanza a la notoriedad, inscribiéndolo en el realismo social, que aborda la descripción de ambientes aldeanos, pobres, desamparados y sumidos en el abandono. En 1961 publica Oficina número 1, que continúa la saga anunciada en la anterior. La dictadura de Marcos Pérez Jiménez aparece en La muerte de Honorio (1963) y la guerrilla urbana de la década de 1960, en Cuando quiero llorar no lloro (1970). Sus últimos libros se ocupan de personajes históricos, como Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979) y La piedra que era Cristo (1984). 182 Benjamín Carrión, «Prólogo» a Casas muertas, de Miguel Otero Silva, Guayaquil, Colección Ariel, Cromograf, 1974, pp. 5-9. Reproducido en El libro de los prólogos. Edición de Andrés Carrión. Quito, Imagso, 1979, pp. 331-336. 133 novela y unos novelistas a los que no estábamos acostumbrados, par la faute de Monsieur de Balzac; de un boom, que no es sino la perentoria coincidencia de unas gentes con inquietud, con talento que, conocedoras de las irrupciones triunfales de Proust, de Joyce, de Lawrence o de Kafka, crearon dentro de nuestro ámbito idiomático y hemisferial, una novela de estallante originalidad. Como ocurrió cincuenta años antes con los poetas modernistas de la cohorte de Rubén Darío: sin conversación previa, sin manifiesto, surgió una promoción de poetas que renovó todo: el idioma, la temática y realizó la reconquista de España con su capitán, Darío, a la cabeza. Miguel Otero Silva en su avance-retroceso ha consumado el reencuentro con la juventud. Con su juventud, primeramente, y luego con la juventud de las letras de América Latina. Su última novela, Cuando quiero llorar no lloro da la nota más alta del diapasón, sin dejar de ser «novela muy novela». Como es natural pensar, Miguel fue un combatiente tenaz contra la dictadura feroz de Juan Vicente Gómez —«Juan Bisonte», según el decir de Rufino Blanco Fombona o Rafael Pocaterra, no estoy muy seguro—; en la adolescencia, casi al despuntar la primera juventud, sufrió persecución, cárcel, torturas. Fue huésped de la Rotonda. Su juventud, como la de muchos de sus contemporáneos, fue marcada por la ennoblecedora prueba de la rebeldía ante una tiranía implacable e ignara, dirigida por un criollo tramposo —se la jugó a su compadre Cipriano Castro—, que a las dictaduras latinoamericanas anteriores, fanáticas, monacales casi, el doctor Francia, García Moreno —sanguinarias y crueles—, agregó un ingrediente: la salacidad de macho cabrío, tumbador de mujeres de ministros, de amigos y enemigos y la rapacidad, acaso no tanto para el atesoramiento, sino para la juerga, el dispendio, la buena y regalada vida. En esta lucha despertó el poeta. Y luego, muy pronto, el novelista: Fiebre, novela de primera juventud, que más que propósito literario llevaba consigo rabia y bofetadas al tirano, es una novela bien construida, que vive hoy una vida por sí misma y que cuenta mucho en la novelística venezolana, que solamente podía ostentar hasta entonces, en el plano estrictamente novelístico, con Peonía, la novela angular de Romero García. La reedición que se acaba de hacer nos muestra un relato apasionado, juvenil, enrabiado, duro, pero de carpintería novelesca bien ensamblada y de relato viviente. Miguel siente sobre sí la carga de una gran responsabilidad. Su patria, que tiene libertadores para dar, prestar y regalar —a nosotros nos regaló uno, acaso el mejor, Antonio José de Sucre—, se ha quedado seca de libertad. Tiranos de todas las especies. Desde el heroico Páez —del héroe al tirano hay sólo un paso, como lo demostró Julio César— pasando por los hermanos Monagas, por el fastuoso Guzmán Blanco, que gobernaba a Venezuela desde París, se llega al inesperado petit caporal Cipriano Castro, que colocó tres burros en las alturas de la Guaira, para que contesten los cañonazos de las grandes potencias coaligadas. ¡Cómo nos lo quisiéramos hoy —excepto la dictadura— para que responda de igual manera los cañonazos de explotación y estupidez que nos lanzan a todos! Miguel siente su responsabilidad de hombre entre los hombres. De ciudadano entre los ciudadanos. Y, después de satisfacer su empeño de escritor principalmente con La muerte de Honorio, novela de restallante originalidad 134 temática y expresiva, entra en la brega dura de su país, de los hombres de su país: el petróleo, la sangre del Diablo ha entrado en Venezuela con su potencia enriquecedora y empobrecedora. Creadora y fomentadora de espejismos, de encandilamientos colectivos, como los que en estos días está sufriendo mi país, el Ecuador: con una brasa de candela entre las manos, que se le queman, sin saber que hacer con ella y deslumbrado con la expresión robada a Venezuela: «sembrar el petróleo»…, sin entenderla bien y, en último análisis, sembrándolo en las arcas insaciables e inagotables de las compañías transnacionales… Esas que se ríen de Nixon y de Ford y que son el más poderoso de los imperialismos… Solamente que, ahora… Bueno. Miguel escribe sobre ese tema Casas muertas. El abandono del campo por el señuelo del petróleo: cigarrillos y tragos gringos para los hombres, el cabaret de lujo y la coronación de Hollywood para las aldeanitas… Final: la charneca caraqueña, la prostitución, el malevaje, la ratería callejera. Y lo que es peor aún, el abandono del campo venezolano, el del café, el banano, el cacao, las hortalizas, que ahora se importan… En el campo, solamente los abuelos y los nietos… A Casas muertas la sigue su lógica continuación: Oficina No.1. Con ella culmina el periplo de la tragedia popular engendrada por el espejismo del petróleo que, como todas las grandes explotaciones supranacionales, trae consigo trastornos y tragedias. La ciudad, la gran ciudad improvisada, que se despierta un buen día millonaria de vecinos y, de la buena aldea aseñorada, romanticona y prejuiciada, se halla convertida en la ciudad llena de rascacielos, «un pequeño Nueva York», apresurada y febril, cercada por la charneca policroma de trapos y de un cuando en cuando, el «superbloque» gigantesco, al que no se habitúa el pueblo, anheloso de campo libre y sucio para sus gallinas, sus riñas y sus puercos… Como todos nuestros pueblos, que se vengan de esas pretensiones urbanísticas con la favela carioca, la villa miseria argentina, la callampa chilena, el jacal mexicano… Con esa ciudad, enriquecida al máximo, empobrecida al máximo, se mete Miguel Otero Silva en su extraordinaria novela Cuando quiero llorar no lloro, que apenas puede encontrar parigual en La región más transparente de Carlos Fuentes o La ciudad y los perros de Vargas Llosa. Esta última novela de Miguel, entrañable, caliente, juvenil, sitúa al venezolano en esa sede vacante que nos dejara el gran guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el de El señor presidente, en especial, al entregamos una fauna urbana maleada por la proximidad del gran dinero, que dijera Dreiser, y proclive al asesinato, al hurto, a la drogadicción en todos los estratos sociales en que actúan sus personajes. Ataca la realidad ambiente, desacreditándola, y haciendo servir a la literatura para algo, como la hizo servir Cervantes, El Dante, Voltaire —el propio Rabelais— y en los últimos tiempos, los más literarios de los literatos como Flaubert. ¡Y qué decir de Zola! En la última promoción, el viraje es muy claro: Cortázar en su Libro de Manuel, abomina de la realidad política latinoamericana. García Márquez, más que en su obra, en su actuación y su vida, está todos los días, desde el Comité Russell o desde su casa, rompiendo lanzas contra las tiranías y las infamias políticas latinoamericanas. Su posición frente al crimen de Chile es de lo 135 más activa y efectiva, fustigadora y denunciadora. Vargas Llosa, en verdad, siempre fue, aun en sus momentos más barrocos, un combatiente dentro de la historia contemporánea de su país y de Latinoamérica. Testigos: La ciudad y los perros. Testigo: Pantaleón y las visitadoras… Miguel está en la gran línea de la novela latinoamericana: fresca, nueva, innovadora pero al propio tiempo latigueante de tiranías y tiranos, fustigadora de crímenes y criminales. Y sin dejar un momento el gran oficio de gran novelista, que ha ocupado la sede vacante de Miguel Ángel Asturias. 136 JOAO GUIMARÃES ROSA183 El Diablo en la calle en medio del remolino Gran Serton: Veredas Una de las peores cosas que nos ocurre a los latinoamericanos, es el haber dejado prosperar tanto, tan acentuadamente, las dos vertientes de las lenguas ibéricas: el español y el portugués. Y no precisamente porque eso pueda ser abolido, pues es un mandato de la vida, de la historia, de la geografía. Sino porque, en el caso nuestro, en vez de atenuarlo, lo agravamos con la indiferencia, casi me atrevería a decir que con el desdén. Y en este caso, seamos justos, la culpa mayor, sin duda, la tenemos los países y gentes de habla castellana. Tenemos avidez, muy justa, de los que nos viene de los demás idiomas: francés, inglés, alemán, en cierta época, del ruso. (No solamente de ese Siglo de Oro eslavo, que lo marcaron Gogol, Pushkin, Tolstoi, Dostoievski, Turgéniev, Chejov) sino también —y esto duró muy poco— de los escritores de la Revolución, de los cuales solamente están sobreviviendo los poetas: Maiakovski, Esenin, Pasternak. Una persona de mediana cultura, conoce por lo menos diez novelistas franceses, desde Balzac hasta hoy: Stedhal, Flaubert, Zola y hasta Proust. Unos cuantos ingleses, desde Dickens y hasta Joyce, pasando por D. H. Lawrence, Durrell, Otros tantos alemanes: Broch, Mann, el extraordinario Musil. Y nombres centroeuropeos, como los del checo genial, Franz Kafka y Rilke, Kazantzakis y otros. Mientras tanto, cosa ignominiosa, muy pocas gentes conocen un novelista portugués, parigual de Flaubert y Stendhal, superior a muchos españoles —que se me perdone la audacia— como el gran Galdós. Ese portugués que anula los calificativo es Eça de Queiroz, autor entre otras muchas, de esa pequeña obra maestra universal, La reliquia, y de esa recreación histórica, creadora de una técnica a la que no había llegado Salambó o San Julián el Hospitalario: me estoy refiriendo a La ilustre casa de Ramírez que, para su momento, tuvo audacias como las mayores de la época contemporánea. Igual cosa, pero, peor aún ocurre con la rica novela brasileña. Los Sertones, de Euclides de Cunha —antecedente inmediato e indispensable de Gran Sertón: Veredas de Guimarães Rosa184, es una obra colosal, así, colosal, que no hemos producido los de la vertiente española del idioma. Y apenas, hace mucho tiempo, fue traducida. Un poco mejor suerte tuvieron los novelistas de las décadas del 183 El Gallo Ilustrado, Suplemento Dominical de El Día, Nº 348, México D. F., 23 de febrero de 1968. João Guimarães Rosa (1908-1967), escritor modernista brasileño, nacido en Cordisburgo (Minas Gerais). Publicó Sagarana (1946), Cuerpo de baile (1956) y Gran Sertón: Veredas (1956, traducida al español por Ángel Crespo), entre otras obras. Experimentó con el lenguaje, incorporando a su vocabulario gran cantidad de expresiones peculiares y creando neologismos, a veces mediante la yuxtaposición de palabras existentes, sobre todo en Gran Sertón: Veredas, novela que constituye un hito en la ficción brasileña En 1981, se publicó en España, su obra, de 1967, Miguelón y Miguelín. 184 137 treinta y del cuarenta: como Graciliano Ramos, José Lins do Rego, Erico Verísimo, Jorge Amado —este último, por su atractivo militante—; varias editoriales argentinas los difundieron en el ámbito español. Poco, muy poco, se conoce al patriarca de las letras brasileras de siempre: Machado de Asis. Este mulato casi genial que, hasta la aparición de las nuevas corrientes, podía decirse era la más alta significación novelística aparecida en América Latina. Novelista creador de caracteres, el autor de Bráz Cubas o de Dom Casmurro, no tenía par en la novelística española. Pero, de pronto, como un estallido arrasador de lo existente, una figura surge, a la misma hora que en otras naciones de habla castellana: Joao Guimarães Rosa. Su ingreso súbito en las cumbres de la literatura brasileña, no fue ni muy fácil ni muy halagüeño. Parece ser que la parición de sus primeros libros Saragana entre otros, tuvo una acogida de estupor, casi de miedo. El gran editor brasileño José Olimpo en cuya casa se hacía todas las obras de alta calidad consagradas, tuvo una sorpresa enorme de conocedor y hombre advertido: en 1946, antes que la mayoría de los nuevos novelistas latinoamericanos de la hora —excepto acaso Asturias y Carpentier— lanza la ya nombrada Saragana. Son pequeñas historias, novelitas cortas, cuentos. Pero esa aparición fue suficiente para producir la gran revolución: América Latina tienen —sin exageraciones apasionadas— un nuevo James Joyce. Publica luego Corpo de Baile, y el golpe maestro Gran Sertón: Veredas. Esta última, reputada como la mejor novela publicada en el ámbito universal, después de Ulises, de Joyce. Oigamos lo que la penetración buída de Luis Hars, dice de Guimarães: «Un Joyce y un Proust no hicieron otra cosa que la que él hace a su manera con la lengua portuguesa, que explota a todos sus niveles y en todos sus tiempos. Y un Goethe alquimista y un Dostoievski místico compartieron ya sus preocupaciones existenciales. No es que imite a nadie. Es el mesmeiro original, para usar uno de sus términos: el hombre que es siempre él mismo, completamente sui generis. Lo que lo distingue de otros escritores del continente, no es una tendencia literaria, sino un marco de referencias. Es un novelista filosófico que domina tanto las fuerzas vitales como la reflexión: nuestro único novelista completo». Una de las características de la novísima novela latinoamericana es su exhibicionismo erudito. Su demostración de cultura. Su empeño de demostrar que se conocen países idiomas, libros. Parecen decir, con euforia triunfante, lo que Mallarmé dijera en lánguida expresión desanimada: «Je suis triste, helas! Et j’al lu tous les livres». Los novelistas modernos de América Latina han visitado los continentes, leído todos los libros en su lengua original y han amado en todos los idiomas. Guimarães no. Su señorío intelectual lo conduce a ocultar toda su sabiduría. Y sin embargo, su sabiduría surge a través de todas las páginas de su obra. Sabiduría de adentro, para la interpretación, para la invención, para la creación. Y sabiduría de afuera, objetiva, táctil, visual, olfativa y auditiva. Hasta el punto que todo en «los campos generales» camina junto con él, habla por dentro de él, y el sertón es un universo plurisabedor, que habla y dice, se mueve y canta. 138 Lo más admirable, y difícil, de Guimarães, es su neolalia. Sólo comparable a la de Joyce. Las palabras deben obedecerle, siempre desde luego, con un mandato anterior de trasfondos populares, históricos y un mandato presente de urgencias expresivas. A él no le importan los verbos: los hace sustantivos o adjetivos. A los nombres los adjetiviza. Y los pronombres bailan por el curso de la obra, sin nombre a quien arrimarse ni punto de sustentación: vocé, es usted, es el auditor cercano a quien Riobaldo cuenta su historia en seiscientas páginas —no muchas menos que la edición original de Ulises—. Vocé es el compadre Quelemen, personaje invisible que circula por todas las páginas del libro. Vocé son los jefes jagunzos. Vocé es el diablo. El diablo es algo muy importante en al obra de Guimarães Rosa. Lo necesita, como el deus ex machinae de las epopeyas. Pero al final de Gran Sertón, lo despide. «O Diablo na rua, un meio do redemoinh«. Guimarães necesita, encuentra a cada instante, «el diablo en la calle en medio del remolino». Y es que el hombre, los hombres, así lo encontramos también siempre: en forma de misterio, de mala suerte, de buena suerte, de maldita sea, de amor, de desgracia, de mujer fatal, de hombre infiel, de terremoto, de ciclones y rayos. Guimarães, que tanto se ha servido del Diablo. Que organiza un formal pacto entre el Diablo y Riobaldo, termina por despedirlo, como hiciera Lawrence con el Altísimo porque de estar tan alto, se ha cansado y se ha ido. La conducta de Guimarães con el Diablo es, como todo lo suyo, muy cortés: «Amable o Señor me ouvio, minha ideia confirmou: que o Diablo no existe. Pois ñao? O señor é un homem soberano, circunspecto. Amigos somos. Nonate e homem humano. Travesía. «Amable usted me ha oído, mi idea ha confirmado: que el Diablo no existe. ¿Pues no? Usted es un hombre humano circunspecto. Amigo somos. Nonada. ¡El Diablo no hay! Es lo que digo yo, si lo hubiese... Lo que existe es el hombre humano. Travesía.» Así, con esta cortés abolición del Diablo, se termina Gran Serton: Veredas, obra cumbre de la novelística latinoamericana. La novela nuestra que entrará al lugar al que, desde hace mucho tiempo veníamos aspirando en América Latina. En 1946, con Saragana y Gran Serton. Poco antes con Cuerpo de baile y Viejas historias, se abría la puerta a la novela latinoamericana universal, hoy transitado, con obras admirables, en varios países de nuestro continente. 139 DONDE ACABAN LOS CAMINOS, según Mario Monteforte Toledo185 Al recibo, siempre esperanzado y jubiloso de los libros nuevos de la producción literaria continental, nos afirmamos cada vez más hondamente en una opinión frecuentemente expresada por nosotros: el producto natural, obvio y de más elevada calidad en las tres Américas — Norte, Centro y Sur — es la novela. No hemos de negar, aún más, lo que afirmamos nuevamente ahora: hasta hace algunos años la calidad del relatista europeo era, por lo general, abrumadoramente superior a la del americano: mientras escribían en Inglaterra Joyce y Lawrence, unidades de primera línea en la literatura de todos los tiempos, en Francia Marcel Proust, la expresión novelística más importante después de Balzac, Stendhal y Flaubert y, para mí, la potencia de relato más honda, completa y total de las literaturas. Mientras se escribía en Europa El arco iris o En busca del tiempo perdido, El proceso o Ulises, El caso Maurizius o Los Thibault, El gran Meaulnes o Los sonámbulos, en verdad la novelística americana del norte y del sur, nos parecía aún inmadura, bella promesa, posibilidad alentadora. Nada más. En cambio, hoy la paridad, por lo menos, se halla establecida. Mano a mano. Por un Moravia o un Huxley, un Camus o un Hesse, un Silone o un Sartre, América — las tres Américas — ofrecen un Rómulo Gallegos o un John Dos Pasos. Y en las llegadas de librerías, se disputan nuestra atención libros de Faulkner, de Jorge Icaza o Pareja Diezcanseco, de Ciro Alegría, de Hemingway o Romero, igualmente que los de los novelistas europeos de mayor atracción y validez. Y en estos días, con avidez igual, hemos visto cosas de Georghiu como de Mallea, como novelas y cuentos de los nuevos de este lado del mundo. Y entre otras, las de Beleño, Uslar Pietri y, Donde acaban los caminos, la última novela de Mario Monteforte Toledo186, de la cual vamos a decir un poco de cosas hoy. A pesar de las afirmaciones de Mariátegui, tan respetables y tan respetadas por mí, de cuando en cuando aparecen libros que llegan a la médula de lo indio. Novelistas, poetas, relatistas, que nos dan parcelas muy importantes de la verdad del indio de cada región americana. Recordemos lo afirmado por Mariátegui: 185 Letras del Ecuador, Nº 86-89, pp. 11,30, septiembre-diciembre, 1953. 186 Mario Monteforte Toledo (1911-2003), escritor, político y sociólogo guatemalteco. Nació el 15 de septiembre de 1911 en la ciudad de Guatemala. En 1946 acudió como representante de su país ante la ONU y, dos años después, accedió a la vicepresidencia de la República durante el gobierno de Juan José Arévalo. De su producción novelística destacan Entre la piedra y la cruz (1948), Donde acaban los caminos (1952), Una manera de morir (1958), la novela histórica Llegaron del mar (1966), y Los desencontrados (1976). Por lo que respecta a sus cuentos, cabe mencionar La cueva sin quietud (1950), Cuentos de derrota y esperanza (1962), la antología Casi todos los cuentos (1982), el relato infantil Pascualito (1991) y La isla de las navajas (1992). Por último, También fue autor de numerosos ensayos de carácter sociológico o político, tales como Guatemala. Monografía sociológica (1959-1965), Centroamérica, subdesarrollo y dependencia (1973), Mirada sobre Latinoamérica (1975), Las piedras vivas (1965), Palabras del retorno (1992) o Las cosas y el olvido (2003). 140 «La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por esos se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla». Mi insurgencia contra el indigenismo del francés de Atala o del ecuatoriano de Cumandá, no es de ahora. Reiteradamente he clamado contra esas falsedades temáticas, que transliteran —acaso mejor transubstancian— el romanticismo occidental con cisnes y con luna, con celos calderonianos y pudibundeces virginales a lo románticos ingleses. Pero, debo confesar que, mientras llegue esa literatura indígena, producida por los propios indios, según el pensamiento de Mariátegui, ya los blancos, criollos o mestizos de diversos lugares de América, se han apuntado buenos tantos de triunfo, con obras esforzadas de interpretación, de «ganas de entender» lo indígena. La literatura de ficción del Ecuador, desde Planta y bronce de Fernando Chaves, hasta Huasipungo y demás novelas de Jorge Icaza, nos han dado la certidumbre innegable de las posibilidades que puede tener un autor no indio, para darnos una cercana interpretación de lo exterior y, aún, de lo interior del indio. Porque, si en casi toda obra de arte verdadero —en lo literal y literario— ha de haber un poco de autobiografía, también es verdad que el modo de producir lo autobiográfico no ha de hallarse precisamente en lo narrativo o figurativo de la obra, sino acaso en su intención y en sus recónditas modulaciones expresivas. No fue preciso a Cervantes ser loco para escribir el Quijote ni a La Fontaine ser bestezuela o niño para escribir, el uno, la biografía de la más noble y grandísima locura y el otro, las interpretaciones más puras del interior de animalitos y muchachitos de Dios. No se mete por dentro, acaso, el blanco o el criollo, en la verdad del indio. Pero «se asoma». Así lo mantiene el propio José Carlos Mariátegui, al referirse a uno de los primeros relatistas peruanos de tema y personaje indios: «López Albújar187 se asoma con penetrante mirada al hondo y mudo abismo del alma del quechua». Y más lejos, refiriéndose concretamente a un libro del propio escritor, dice: «Los Cuentos andinos aprehenden, en sus secos y duros dibujos, emociones sustantivas de la vida de la sierra, y nos presentan algunos escorzos del alma del indio». Este poder de «asomarse», esta capacidad de «presentar algunos escorzos», ya nos parece bastante —por ser sostenido por Mariátegui—, si es que, en verdad, la obra que vino después de la muerte del gran exégeta, no nos haya demostrado, abundantemente, que así se ha podido ir un poco más allá de su esperanza: una gran realidad, la gran realidad de la novela americana actual, con unidades tan serias como las de Chaves e Icaza, López y Fuentes en México, las figuraciones de Andrés Henestrosa, en aquel bello libro Los hombres que dispersó la danza, los peruanos Ciro Alegría y José María Arguedas. Y en Guatemala, estas bellas cosas de Mario Monteforte Toledo. 187 Otros críticos también advierten que Cuentos andinos de Enrique López Albújar (1872-1965) anticipan el auge del indigenismo literario. 141 Después de La cueva sin quietud, colección de cuentos, y de su novela grande Entre la piedra y la cruz, nos llega este libro desconcertante y atenaceador a la vez, duro y másculo: Donde acaban los caminos. La obra positiva de construir una patria buena en su Guatemala, su serio compromiso con la historia y la vida de su pueblo, no han sido óbice para que Mario Monteforte Toledo utilice su extraordinaria capacidad de novelista, de hombre de potencias literarias tan anchas como para rebasar la anécdota —estilo Churchill, Premio Nobel de Literatura— del político que hace versos, ensayos o novelas, como un pasatiempo, un «violon d’Ingres», entre una Secretaría de Estado o una actuación parlamentaria, una lucha en las calles o una campaña política de prensa. Mario Monteforte Toledo, en la gran línea de hombres de nuestra América que han hecho la historia de sus pueblos y han contado también la vida de sus pueblos —contado o cantado —, forma en las filas de nuestro Olmedo, del argentino mayor, Sarmiento, de José Martí y, en estos propios días, de Rómulo Gallegos y de Juan José Arévalo. En Monteforte no es anécdota la política ni es anécdota la literatura: a las dos les hace dación entera de sus capacidades, de su fervor y de su vocación. Como en Olmedo no fue anécdota el «Canto a Bolívar», ni sus actuaciones para la independencia en el 9 de Octubre y para la revolución nacionalista del 5 de Marzo. Como no fue anécdota para Martí su gran obra literaria ni su epopeya histórica de libertador de Cuba. Parece ser que en la primera hora de las patrias, cuando realizan su enraizamiento histórico y necesitan expresar el punto esencial de su trayectoria en la vida, exigen de sus forjadores una tarea total, sin linderos precisos, una consagración de todas las facultades, en la acción, en la elucubración, en el conocimiento. Bolívar ganaba batallas y redactaba constituciones, ejercía la crítica literaria, señalando excelencias y defectos en el poema de Olmedo; Sarmiento gobernaba y escribía; Rocafuerte libraba las más rudas batallas por la libertad, en México y el Ecuador, y gobernaba, conspiraba, construía. Guatemala se encuentra en su hora cenital de edificación de una patria con libertad y con justicia188. Duro acantilado batido por los vientos enemigos de fuera y dentro sus fronteras, el nobilísimo país que inició su buena era con su actual revolución política y social —después de la trágica y devastadora tiranía de Ubico, 188 En noviembre de 1950 se celebraron elecciones generales en Guatemala y triunfó una coalición de partidos de izquierda, con Jacobo Arbenz Guzmán a la cabeza. Jacobo Arbenz fue ministro de Defensa en el gabinete de Arévalo. Asumió el poder en marzo de 1951 y en ese año Arbenz continuó de manera general con la moderada política social de su predecesor. El gobierno de Arbenz comenzó a aplicar de forma decisiva políticas más progresistas. En febrero de 1953 se inició el programa de reforma agraria, tras aprobarse la expropiación de 91.000 ha de la United Fruit Company, situadas en la costa occidental. A mediados de junio, se expropiaron otras 121.460 ha de titularidad privada, a cuyos propietarios se indemnizó con bonos del Estado no negociables. Además, se distribuyeron más de 162.000 ha de terreno propiedad del gobierno entre los campesinos sin tierra. El 18 de junio de 1954, un denominado «Ejército de liberación», formado por Estados Unidos y dirigido por el coronel Carlos Castillo Armas, invadió Guatemala desde Honduras. Arbenz renunció el 27 de junio y dos días más tarde se disolvió el Congreso, se arrestó a los principales dirigentes que le habían apoyado y se liberó a cerca de 600 presos políticos de otros partidos. La reforma agraria y otros proyectos del gobierno anterior se paralizaron de forma inmediata. 142 con su grotesco apéndice Ponce— necesita de sus hombres, guías en los distintos frentes de su posibilidad. En el político y social, en el científico, en el literario. Monteforte Toledo sabe que, al escribir sus novelas no está hurtando horas a su compromiso con la patria que, unido a su promoción, se encuentra edificando. Rectificando y afirmando. Al contrario: sabe que las revoluciones profundas, necesitan del obrero político como del obrero escritor. Y que el poeta que exalta, el novelista que desentraña la verdad escondida entre los hermetismos del habitante silencioso, el sociólogo que investiga relaciones de tierra, hombre y paisaje, son indispensables, cada uno en su campo, para llegar a la médula desnuda del pueblo y de la tierra, con los que se ha de construir la patria. Lo que ha de exigirse al poeta o al novelista que trabajan con el cuerpo y el alma de la patria, es que sean ante todo poetas y novelistas. Y ese es, justamente, el caso de Mario Monteforte. Sus novelas y cuentos anteriores y hoy, Donde acaban los caminos, nos dan esa certidumbre de oficio, de artesanía lograda, de saber hacer, que deben reclamarse. En un lugar de sierra «donde hay que barrer debajo de la cama para sacar las nubes», sitúa Monteforte las gentes de su cuento. El joven médico de la ciudad, recién graduado, llega a ejercer, no muy crecida la esperanza. Y su encuentro con el poblado triste y con la gente triste del poblado es inicialmente descorazonador. Pueblo chico de aquí o de allá, con las mismas cosas de la pobre bestia humana: pobreza, enfermedad, muerte; y las complicaciones que se inventa; la moral social, la pacatería truhana de las gentes, el chismorreo y la calumnia. Eso de todos los pueblos chicos. Del pueblucho de Doña Perfecta de Galdós, como de Yonville, el de Madame Bovary. Con boticario y beatas, con autoridad y cura. Pero América hace su acto de presencia, como en México, en Guatemala, en Ecuador o Perú, con la aparición de su nuevo personaje: el indio. El indio con su secreto irrevelado, con su escondida sensibilidad, con su mito y su tradición herméticos, ariscos. Pero no el indio indistinto, igual en todas las comarcas. Esta novela de Monteforte nos documenta mucho sobre las reales diferencias entre los aborígenes de América. Acaso más que los cronistas de Indias, que no intentaron mucho meterse por dentro de esos animalillos que encontraron en las tierras descubiertas y conquistadas por los españoles. El indio, los indios de Donde acaban los caminos, no son idénticos a los de Huasipungo. ¿Diferencias de sensibilidad, de postura, de técnica de los autores? Seguramente. Pero también —se lo ve claramente— diferencia del material humano. Y al fin, la verdad de la especie; un hombre y una mujer. El blanco y la india. La cópula engendradora. Y el diferente amor. El que se ayuda con palabras, el que viste de palabras la desnudez suprema, el que hace pecado del connubio, para mejor gozarlo. Y ella, la mujer, india, «de una ignorancia avorazada», porque «su gente no tenía tiempo para amar así», porque los de su raza «copulaban como los pájaros, sin sabiduría». Y es en la hora desnuda y tremenda, gozosa y dolorosa del orgasmo sensual, en la que los refinamientos y las sofisticaciones de la civilización marcaban mayores diferencias entre el blanco y el indio. Y mientras él, el hombre urbano le dice un momento: «No te rías. El amor es triste», ella, la india, a las urgidas preguntas del varón, termina por responder, «en voz baja»: «—Es bonito». 143 Cuando el hombre blanco, que ha engendrado un hijo a la india cree — de acuerdo con su prejuicio acumulado en siglos— que realiza el heroísmo supremo, la dación sobrehumana casi al decirle: «—María, quiero casarme contigo», a ella no le hace ninguna impresión porque «tampoco eso significaba nada para ella. Era sencillamente otro montoncito de palabras vacías…» Y el niño nace. Y nace «demasiado blanco; ella le veía blancos hasta los ojos». Y cuando la culminación ritual del mestizaje va a realizarse mediante la ceremonia del bautismo, los indios se rebelan en masa para oponerse: «—Este niño es de nosotros, dice Ixpen —Todos somos hijos de Dios, contesta el cura. —Aparte son los indios, aparte las gentes de razón». Y cuando el conflicto iba a producirse, en torno a la pila bautismal acaso en forma trágica, aparece María, la madre del niño mestizo, y lo entrega, rogando a los de su casa y de su tribu, que abandonen la lucha, que se marchen. El hijo del blanco será blanco. El mestizaje ha de hacerse bajo el signo de la nueva fe…189 Después del amor y del fruto, cópula y nacimiento, es la muerte. Muerte quizás de siembra más que de aniquilamiento. Muerte como la del grano de trigo de la Biblia: «Si el grano no muere, no renace la mies». El gran mestizaje de las liturgias, de los ritos, aunque no el de las creencias, se produce cuando «el gran brujo de la serranía, se enderezó, trazó en el aire la señal de la cruz imperfecta, dirigiéndose respetuosamente hacia el templo católico y habló a continuación a los puntos cardinales. «—Que llueva, que llueva... Cuatro lados tiene la tierra, tres lados tiene la llama, dos lados tiene la gente, un lado tienen los cielos y mi palabra, ahora para que llegue hasta los oídos de los Dueños del mundo». Acaso, como en ese gran libro de técnica exhaustiva de la entrega del ser interior, Ulises, de Joyce, Monteforte Toledo utiliza diferentes formas de entrega de la mayor cantidad posible de alma de sus personajes. No se coloca frente a ellos, y, como el fotógrafo, les pide una pose que él necesita para su retrato. Hace el máximo esfuerzo de interiorización. Utiliza el «monólogo interior», la confesión del tipo genialmente enseñada a los hombres por Dostoievski, la actualización de la memora, el sueño, el disparate onírico, con una relativa liberación del inconsciente. Pero, eso sí, como un acto de grande y humilde sinceridad artística, deja a los indios marcharse con su secreto, hasta la cumbre más alta, hasta «donde acaban los caminos». Y no se empeña en dar más, por temor a los naturales, inevitables falseamientos. Superior a la anécdota, a la región, a la raza, Monteforte sitúa al hombre. Al hombre universal. Al pobre animalito perecedero, ilusionado, y ha de morir. Cumpliendo, al paso, la parte de criatura y la parte de creador, siendo y queriendo 189 Años después de la publicación de este texto de Carrión, el crítico norteamericano Seymour Menton escribió: «Donde acaban los caminos (1953) es un intento experimental de crear un nuevo tipo de novela en Hispanoamérica. Su aspecto experimental se destaca por […] la fusión de los indios y los ladinos para crear la nación guatemalteca». (Caminata por la narrativa latinoamericana, México, Universidad Veracruzana/ Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 240.). 144 ser. Por eso, los personajes de Monteforte no son unos buenos y otros malos, blanco y negro, ángeles y bestias. Son. 145 CASI EL PARAÍSO190 Ciudad de México se ha convertido en uno de los sitios del mundo. Orgullosa de haber rebasado, de largo, los cuatro millones de habitantes. Convertida en la capital indiscutible del mundo de habla española, por sus antecedentes, por su capacidad atractiva de gentes e ideas. Segura de su belleza, es hoy, —de lo que yo conozca, que no es poco— la ciudad más florida del mundo. Y en fuentes ornamentales y saltos artísticos de agua, la segunda después de Roma. Una proporción discreta —o indiscreta, según unos— de rascacielos, para no estar fuera de curso. Y unas estadísticas de todas las cosas que revelan civilización, verdaderamente abrumadoras: la Ciudad Universitaria más gigantesca y hermosa del mundo; los mercados más confortables, grandes, artísticos, floridos. El mayor número de canales de televisión —todo sea por Dios— que cualquier capital latinoamericana... Detenida por el aplastante peso de la más repugnante tiranía de la historia, Madrid, cuyos títulos de capitalidad del mundo hispánico eran firmes, sin relación a cosas de demografía. Paralizada en su colosal víada hacia el futuro por otra dictadura repulsiva de la que acaba de sacudirse, Buenos Aires, la inmensa y gloriosa Buenos Aires. Es la hora de México. Y, como jamás, debidamente aprovechada. En lo urbanístico, se siente aquí, como en 1855 en París, el soplo creador de un Barón de Haussman criollo, el señor Uruchurtu, el hombre más popular de México, con María Félix en declinio y Ratón Macías en derrota. Y Diego, el gran Diego Rivera, muerto recientemente. El señor Licenciado Uruchurtu —que acaso no fue Presidente de la República esta vez por haber sido demasiado buen Regente de la Ciudad es realmente un hombre, un realizador fuera de lo común. En seis años, ha cambiado la faz de la metrópoli. Y lo ha hecho con sentido de lo bello, de lo útil, de lo cómodo. Un detalle de buen gusto en todas las cosas gigantescas: los puestos floridos en los mercados, dan a estos una apariencia permanente de sala de fiestas. Estos días navideños ha superado a todo lo imaginable el adorno de la ciudad, con luces, con muñecos de petate, con piñatas... Y, admirémonos todos: nadie ha tocado, nadie ha dañado, nadie se ha robado las cosas. Los muñecos, los adornos, al alcance de la mano de los niños. Y todos han respetado todo: ni un bombillo eléctrico roto, ni una piñata estrellada, ni un muñeco de petate —que lindos estaban esos muñecos de petate— arrancados de su sitio. Y un invierno — tened envidia gentes de Nueva York, de París y Londres—, con una temperatura deliciosa y los pájaros cantando. «¿Dónde cantan los pájaros que cantan?». Y esa es la civilización. Agregándole una cosa: la cortesía exquisita, la amabilidad fuera de lo común de todas las gentes encargadas de tratar con el hombre de la calle: el guardia de tránsito, que camina con el preguntador dos y tres cuadras, para darle una indicación precisa sobre lo preguntado; las gentes de las oficinas, que le cuentan, además de satisfacerle en lo solicitado, sus pequeñas 190 Letras del Ecuador, Año XIV, enero-marzo 1959. Nº 114, p. 14. 146 dificultades, y lo caros que están los jitomates... Sin pensar que los jitomates, y todo, están en México más baratos que en parte alguna de América. Y los niños que han aprendido a dar de comer en la mano a los gorriones, y a no tirarles piedras, y a no ensuciar los parques, que están así de limpios, y a hacer barquitos de papel, en buena compañía los niños pobres y los niños ricos. Y a vivir casi todo el domingo en el bello Bosque de Chapultepec, llevando la mesa para la comida, y el tapiz para la siesta y las cartas para el juego y las cunas para los niños… Y al día siguiente, muy por la mañana, el bosque no conserva la huella de un papel… Una ciudad así, necesitaba ya la crónica de la desvergüenza internacional que se cierne sobre todas las cosmópolis. Una gran ciudad como México, ya merecía que alguien cuente que, por debajo de esa dulce corteza popular y democrática, rascando un poquito la epidermis pura, se encuentra toda la mugre internacional de los estafadores, las grandes damas de la «media vida» o de la vida entera, las condesas falsas o, —lo que es peor— verdaderas. Toda la internacional amarilla del vicio, las drogas heroicas — ¿qué tienen de heroicas, si son tan agradables, la marihuana, la coca y otras yerbas?— las enfermedades bíblicas y las tramas siniestras en que unos hombres, cazadores, quieren hacer caer a otros hombres, palomas. México tenía urgencia de quien cuente esto: que nuestras ciudades, cuando se crecen demasiado, adquieren todas las enfermedades de infancia. Que ya no solamente Nueva York hace posibles a los Príncipes de Hoenloe o a los Porfirio Rubirosa. Sino que México ya puede ser víctima de una gigantesca tornadura del pelo como la del Príncipe Ugo Conti, de la más rancia nobleza italiana, anterior a las Cruzadas, anterior a los Orsini, los Colonna, los Borgia... ¿México he dicho? Pues no. México es eso que he dicho al principio: mujeres y hombres; júbilo y dolor; partos y entierros. Muchos niños para hacer la patria rectificada que les dejaron sus mayores. Mucha luz, mucha esperanza. Con los méritos del sol y del aire, y los defectos de los hombres que, a pesar de todo, son una buena cosa, la mejor cosa que se ha hecho, junto con la fruta y el mar. No es México, sino «el todo México» que —como el tout Paris balzaciano—, es mucho menos, muchísimo que todas las gentes «la hermosa gente», que anda por allí con toda su carga de esperanza a cuestas. El «todo México» que como el «todo Nueva York» compuesto de las élites formidablemente descritas por Wright Mills, en su libro capital, La elite del poder, se entusiasma como con juguetes costosos, con los títulos europeos de las casas destronadas, con la rancia nobleza venida a menos… Y es en torno a eso que Luis Spota191 ha escrito su novela Casi el paraíso, editada por la más formal y seria de las editoriales mexicanas, Fondo de Cultura 191 Luis Spota (1925-1985), narrador, periodista y dramaturgo mexicano que como literato destacó por sus novelas de corte best seller. Su novela mejor recibida por lectores exigentes fue Casi el paraíso (1956), donde critica, ironiza y caricaturiza la alta burguesía mexicana. Otros libros suyos son: la colección de cuentos De la noche al día (1944); las obras de teatro: Ellos pueden esperar y dos veces la lluvia (1949), El aria de los sometidos (1962). Entre sus muchísimas novelas se incluyen: El coronel fue echado al mar (1947), Murieron a mitad del río (1948), Más cornadas da el hambre (1950), Vagabunda (1950), La estrella vacía (1950), Las grandes aguas (1954), La sangre enemiga (1959), Las horas violentas (1960), El tiempo de la ira (1960), Las vísperas del trueno (1980). 147 Económica, en cuya Junta de Gobierno se hallan los ases del pensamiento, con Alfonso Reyes, Silva Herzog, Villaseñor, Castro Leal a la cabeza. Casi el paraíso es la novela más «interesante» de toda la literatura escrita en español, durante los últimos años. Todos los extremos de venta han sido batidos por ella. Es un verdadero best seller, el único best seller publicado en México en muy largo tiempo. ¿Por qué? Porque es una novela «sin vergüenza», separadas las palabras, y en su estricto y literal sentido. En ella se pinta un mal de las grandes ciudades: la superposición de una capa social putrefacta, entre perfumes de Guerlain y trajes de Cristian Dior, entre salones esplendorosos, yates para largas travesías, automóviles de grandes marcas y cuentas bancarias que oscilan entre las nueve cifras y las cero cifras, según la moderna forma de contar. Tiene un poder de interesar tan fabuloso, que viejos maestros de economía, Silva Herzog, por ejemplo, me han dicho: no se cae de las manos… Y ese es el gran elogio. Porque casi todas las cosas que se publican, en la «literatura intelectual», se caen lamentablemente de las manos. Además, pensamos que a nuestras democracias postizas les hace un bien increíble esta clase de documentos. Como itontes proportions gardées, hace bien la novela balzaciana a la sociedad de su tiempo; como, en último término —y siendo una quintaesencia del arte de todos los tiempos— hace bien la lectura de Marcel Proust, la más formidable suma de la chismografía humana. Casi el paraíso cuenta todo el espectáculo tragicómico del nuevo-riquismo de nuestras tierras, sobre todo cuando se encuentran prósperas. Complicado aquí el problema, con que intervienen las gentes del México heroico de la primera etapa de la Revolución, hoy enriquecidas, deseosos de condados y de marquesados, baronías y principados, verdaderos o falsos. La técnica de la novela es singular: una especie de marcha confluente de las cosas de allá y las cosas de aquí; una especie como de resaca, en que la basura del un continente, va a juntarse con la basura del otro continente, a través de las olas… y el hijo de… convertido en el aristócrata sumo, se encuentra con otras gentes, de imbécil ingenuidad, que se le entregan, morosamente, ante el solo atractivo del título nobiliario codiciado. Y no crean que voy a contarles nada más. Nunca se hace obra de maldad mayor, que cuando se cuenta una novela policial o una película. Pero —mi palabra— no se trata de algo a lo Mike Spillane, o de cualquiera de esos vulgares explotadores del escándalo y de las bajas pasiones de las gentes. No es una novela cruda —no hay palabra del diccionario que no la utilice Spota cuando la necesita. ¡Esas palabras que adquirieron título de nobleza en La Celestina, el Quijote y Quevedo! Y las nuevas palabras, requeridas por el avance internacional de la cultura, en burdeles, mancebías y lugares donde se practica «el amor que no quiere dar su nombre». Todo. Y es, a pesar de ello, un libro sano. Un libro útil. Un libro que se hacía esperar. Y si el autor no se disgustara por ello, hasta diría que es un libro moral. 148 MARIO VARGAS LLOSA192 Heureusement pour l’humanité l’armée a généralment été le refuge des esprits de troisième ordre. Lewis Munford, Technique et civilization (Versión francesa del inglés) Este hombre, Mario Vargas Llosa193, nos sirve para el planteamiento y la posibilidad de interpretación —de ensayo de interpretación— de muchos de los problemas que el crítico —¿por qué no el lector, simplemente?— contempla frente a esta madurez casi explosiva de la narrativa latinoamericana de hoy. Es el más joven de edad entre los primeramente aparecidos —una década, aproximadamente—. Su primera novela consagradora, La ciudad y los perros, tiene ya sus buenos ocho años de andar por allí, por todas partes, en todos los idiomas. Y, como el muchacho —el hoy joven maestro— es nacido en Arequipa en 1936, esa novela nació cuando el autor tenía veintiséis años. Y hoy, después de La casa verde —1965— nos ofrece, en dos volúmenes Conversación en La Catedral, cuya partida de nacimiento es de 1969. Son siete años de faena. Tres novelas. Novelas grandes las tres y —aunque me repugnen los fáciles juegos de palabras— grandes novelas las tres. Me tocó formar parte del jurado que debía atribuir el Premio Rómulo Gallegos, en 1967, en Caracas. Y entre algo así como veinte novelas de casi todos los países latinoamericanos, me correspondió proponer —simplemente por el mandato inexorable del orden alfabético de apellidos entre los miembros del jurado— La casa verde, obra de un autor para mí personalmente desconocido; y del cual había leído, con singular delectación La ciudad y los perros, en México. Porque esta novela no es, como se ha querido decir en elogio de las demás que han aparecido, una novela gratuita, una novela que solamente cumpla el designio de hacer una buena novela. Designio, desde luego, primordial e indispensable. Y 192 Tomado de Imagen, núm. 89, Caracas, 15-31 de enero de 1971, pp. 6-9. Reproducido también en La suave patria y otros textos, pp. 33-43; y, en La Patria en tono menor:ensayos escogidos, pp.255-267. 193 Mario Vargas Llosa (1936), escritor peruano, considerado uno de los más grandes novelistas hispanoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, al lado de Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez. Ha sido traducido a numerosísimas lenguas y ha obtenido los mayores reconocimientos literarios, entre ellos el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, el Premio Planeta , el Premio Cervantes y el Premio Casa de América. En Madrid publicó su primer libro, Los jefes, una colección de cuentos. Ganó Premio Biblioteca Breve con su novela La ciudad y los perros. Luego aparecieron La casa verde (1966) y Conversación en la Catedral (1969). En 1967 publicó su notable relato Los cachorros. En la segunda etapa de su producción novelística, que se distingue por toques de humor grotesco, como en Pantaleón y las visitadoras (1973), o por retratarse a sí mismo en su relato, como en La tía Julia y el escribidor (1977). La guerra del fin del mundo (1981) es una vuelta al estilo de composición épica de su primera etapa. 149 que, justamente, está dando frutos sensacionales. Por eso: por querer hacer buenas novelas, con originalidad, con poder, con fuerza y con oficio. No tuve un solo momento de duda: este Premio, que significa, y sigue significando, una réplica un poco airada de Latinoamérica contra la vergonzosa politización del Premio Nobel de literatura, que ha omitido, salvo en dos ocasiones, a la literatura latinoamericana, debía concederse a una buena novela, que pueda tratarse de tú con las mejores de los Estados Unidos y de Europa, y que sea al propio tiempo, en la más amplia medida, esencialmente nuestra, sin evasiones ni mixtificaciones. Sin tenerle temor al sobrenombre nativo: mexicano, peruano, ecuatoriano, colombiano, venezolano, argentino, brasileño… Con ese orgullo grande con que proclama su brasileñidad Saragana, Corpo de baile o Gran Serton: Veredas, del admirable y querido Joao Guimarães Rosa o Pedro Páramo o El llano en llamas, del admirado Juan Rulfo, el Alain Fournier de la narrativa en español, narraciones geniales que llevan la X en la frente. Soy un admirador apasionado, y como lector no encuentro nada que les pueda igualar, a Marcel Proust, a D. H. Lawrence, a James Joyce, a Robert Musil. Pero no quisiera que mis gentes, mis hombres latinoamericanos —aceptando el beneficio milagroso de la influencia engendradora y estimulante— quisieran escribir como ellos. Por eso, lo primero que le pido a un escritor es que sea de su tierra, de su aire, de su comida, de su sol. Y felizmente, hasta hoy, salvo el caso de mediocridades detonantes, no he hallado, en ninguna literatura, cosas grandes sino cuando son nacidas de la entraña viva de sus pueblos. Amo, por eso, a Rabelais, y a Shakespeare, a Cervantes y Bocaccio, al autor o autores de Las mil noches y una noche, a Dostoievski y Eça de Queiroz. Ya ese tremendo dublinés, el inspirador raigal de las nuevas corrientes, que con odio o con amor, con amargura o con ternura, grita a todas horas, en todas sus obras, en todas sus páginas: soy dublinés, de Dublín… Y eso es lo que he encontrado en Mario Vargas Llosa. Puede a momentos aparentar un pensamiento diverso. Pero él, lleno el espíritu de los libros de caballerías, nunca ha permitido que Amadís de Gaula, Tirante el Blanco, Palmerín de Oliva o Los doce Pares de Francia, salgan mucho de su Perú esencial: de su Chorrillos o Miraflores, de su Santa María de Nieva o de su Piura. Y sobre todo de su Lima, con las calles de Polvos azules o de Comecebo, sus barrios de Malambo o Abajo-el-puente. La obra de Vargas Llosa como la de Joyce, necesita ámbito temporal o intemporal para poder vivir. Necesita tierra, barro de algún lado del Perú para poner a vivir a sus gentes. La Mangachería Peruana o la catedral limeña. El Leoncio Prado de La Perla o el cerro de las maniobras para matar al Esclavo. Vargas Llosa no describe. No incurre en esa como presentación romántica del paisaje, como si se tratara de una tarjeta postal. De eso no se salva ni el mismo James Joyce. ¿Recuerdan ustedes el comienzo del capítulo o párrafo 13 de Ulises? Es tan poético y evocador como Byron o Lamartine. ¿Y Proust? Nada más descriptivo que esos paseos du côté de Mességlisse, en los que se dicen todos los nombres de las flores del mundo. No. Vargas Llosa no describe. Pero al entregar la vida en movimiento de sus gentes, de sus criaturas, nos entrega al propio tiempo la circunstancia física en que se desenvuelven. Yo, por ejemplo, conozco Piura. Y al leer las secuencias de La casa verde entre la Plaza de Armas y la Mangachería, 150 cierro los ojos y veo ese lugar cálido y seco, con arena, arena, arena. Y comprendo muy bien a don Anselmo, el arpista y al cura García, fanático, incendiario de la Casa Verde y contrito ante la muerte, el claro y el pisco. Y veo caminar por allí a los inconquistables y reconstruyo mentalmente a las habitantas del bulín, que fueron al principio seis: media docena de camas, seis lavadores, seis espejos, seis bacinicas era lo indispensable, al principio, para La casa verde. Lo de por allá lejos, en los ríos orientales, en Santa María de Nieva, sin conocerlo exactamente, lo comprendo. Porque conozco las selvas amazónicas en la entrada por el Ecuador, mi tierra, el país descubridor del Amazonas… Las gentes que allí se mueven, el formidable brasileño-japonés Fushía, el cacique arrollador, Reátegui. La feroz lujuria de los hombres y las mujeres, entre esas vaharadas de lodo caliente, de maleza, de ríos mansotes, de lagartos y de contrabando. Y frente a Fushía, ese vejestorio malero de don Aquilino. Y los hombres de la guarnición que persiguen a las indias guaraunas o huambisas, para satisfacerse en ellas, como lo hicieran seguramente los heroicos conquistadores españoles, como lo hiciera — ¿piensan que no?— Gonzalo Pizarro, de entre los españoles rapaces, valientes y cachondos, el único héroe a la altura del arte. ¿Verdad, López Velarde? Héroe al revés, antihéroe, pero héroe al fin... Allí están las monjitas, bondadosas, sacrificadas, haciendo cristianas a las paganas y, en último término, haciendo provisión de habitantas para la Casa Verde… Se trenzan, se revuelcan los hombres y las cosas, entre los de aquí y los de allá. Entre Santa María de Nieva, en la orilla de los ríos orientales y en medio de la selva, y la Plaza de Armas, la Mangachería y la Gallinacera en los desiertos occidentales, cerca ya del mar por el puerto de Paita. De allá y de acá. Y entonces, de pronto, se nos pierde Bonifacia, la india de las confianzas de las monjitas de Santa María de Nieva —que seduce al sargento Lituma— y de pronto: «Se ha hecho puta, hermano —dijo Josefino—. Está en la Casa Verde». Y entonces, en La casa verde, es una nueva habitanta: es la Selvática. Si en La ciudad y los perros, Vargas Llosa nos diera ya muestra de sus audacias en la utilización del tiempo y del espacio; en La casa verde, llega a una exaltación de este procedimiento, usado hasta la sublimación por Joyce, por Faulkner y, en La náusea, especialmente, por Sartre. Luego se ha convertido en la esencia de la nueva relatística latinoamericana, dos maestros definitivos de la nueva novela, Juan Rulfo y Joao Guimarães Rosa: el tiempo, el espacio, la vida, la muerte, el bien y el mal, se hallan conjugados hasta lo imposible quizá de superar en Pedro Páramo, esa novela de levitaciones y de magias que, en ciento veinte páginas, nos ha dejado la suma de la posibilidad novelesca. Como les dejó Alain Fournier a los franceses con Le grand Meaulnes o Robert Musil a los alemanes con Las angustias del alumno Törles. Y qué decir de esa sublimación de la novela, de esa superación nunca esperada en nuestras tierras que es Gran Serton: Veredas de Guimarães Rosa… El terceto de novelas de Vargas Llosa: La ciudad y los perros, La casa verde y esta última Conversación en La Catedral, no señala, necesariamente, un ritmo de ascenso. Y en eso, quizás, marca una diferencia en su favor, respecto de los otros novelistas barrocos del momento actual de América Latina. Los demás, casi todos, tienen dos, tres o cuatro pruebas y, de pronto, un estallido deslumbrante. 151 Cortázar, por ejemplo, tiene varios escalones hasta llegar a su culminación, aún no igualada, menos superada: Rayuela. Cosa parecida puede decirse de García Márquez, aunque personalmente yo, antes del fogonazo encandilador de Cien años de soledad, me había enamorado de esa linda cosa, pequeñita en volumen, El coronel no tiene quien le escriba que, más bien, parece alinearse dentro de la ruta de Pedro Páramo. Que es mucho, muchísimo decir. En esa forma, Mario Vargas Llosa rompe una constante casi matemática de la relatística latinoamericana: los hombres de un solo libro, tal vez obedeciendo el mandato de don Miguel de Cervantes Saavedra. Así tenemos: Güiraldes es el autor de Don Segundo Sombra. Antes que él José Hernández —en verso desde luego— es el autor de Martín Fierro. José Eustasio Rivera —que se pensaba principalmente poeta lírico— es el autor de La vorágine. Mucho antes que él, Jorge Isaacs —que también se consideraba buen poeta lírico— es el autor de María. Romero García — ha escrito alguna otra cosa Romero García— es exclusivamente el autor de Peonía. Y el Rómulo Gallegos autor de novelas magistrales todas ellas, pasará a la historia como el autor de Doña Bárbara. Y yo, personalmente, le escuché varias veces, del abandono de sus otras obras, por contraste con el éxito incontenible de Doña Bárbara. ¿Rómulo Gallegos? —Ah, sí, el autor de Doña Bárbara. La tónica y la medida en las vertientes francesa, inglesa, rusa, es la contraria. Ya hemos citado el caso de Shakespeare: cada obra del gran inglés puede tener una línea de admiradores diferentes. Y en lo francés, el caso fenomenal de Balzac es definitivamente ilustrativo. ¿Usted dice el autor de Eugenia Grandet, yo digo el autor de Padre Goriot? Y así hasta el infinito. Y aun entre los escritores de obra más corta en extensión. Veámoslo: Stendhal, puede ser el autor de Rojo y negro, pero puede ser igualmente el autor de La cartuja de Parma. Flaubert, puede llamársele el autor de Madame Bovary o el de La educación sentimental. Y en cuanto al más grande de todos, Dostoievski puede ser, por antonomasia, el autor de Los hermanos Karamazov, de El idiota, de Crimen y castigo, de veinte más y, muy singularmente de esa maravilla de ternura y dolor, Nietochka Nezvanova. Pienso que, en el actual movimiento de la novela latinoamericana, está primando lo que llamaríamos la ley Cervantes. Es así como, hasta aquí, Cortázar es el autor de Rayuela, García Márquez, el autor de Cien años de soledad, Lezama Lima, el autor de Paradis, Marechal, el autor de Adán Buenosayres… El caso de Vargas Llosa —también hasta aquí— es muy otro. Se halla en la vertiente francesa, inglesa o rusa. O también en la norteamericana, pues ni a Faulkner, Hemingway o Dos Passos, ni al canadiense Bellow, puede llamársele el autor de tal obra. Vargas Llosa es el autor de todas sus obras o de cualquiera de sus textos. Yo, por ejemplo, podría llamarle «el autor de La ciudad y los perros», usted, el autor de La casa verde, usted el autor de Conversación en La Catedral… ¿Podría acusársele de paralización, de falta de poder de ascenso, de inmovilidad cualitativa? Maravillosa acusación. Es la que puedo hacerle a Shakespeare, a Balzac y, sobre todo, al para mí mejor narrador de todas las literaturas: Marcel Proust. ¿Es mejor/o peor, Du côté de chez Swan que Sodome et Gomorre? ¿Es mejor/o peor, Du côté de Guermantes que À l’ombre des jeunes filles en fleur? Y 152 así indefinidamente, en ese camino de sueños o de ensueños, en ese camino sin respiro del recuerdo… Pero con todo, esta comprobación no es en sí misma un mérito de Vargas Llosa. No lo alego como tal. Pero sí es una comprobación de que Vargas Llosa es un escritor llegado. Un escritor grande que está allí, que ya está. Y que no necesita — ni el lector le requiere o le exige— nuevos malabarismos, angustiosas rebuscas de originalidad, que más bien perjudican —no siempre— a la calidad definida, hecha, de un novelista. Quedan para el lector, el editor, el crítico, las preferencias, las proximidades. Queda un margen, según el decir de Alfonso Reyes, para las simpatías y las diferencias. Y queda, no ya la esperanza, sino la certidumbre, de las novelas de Vargas Llosa, [y de que] los nuevos textos no nos defraudarán. Y aquí viene la cosa: yo he dicho alguna vez por allí, que prefiero La ciudad y los perros, a las otras dos novelas de Vargas Llosa. Prefiero. No la encuentro mejor. Y la prueba me la hago a mí mismo con la difícil vara de medir que es la relectura. Pues bien: para escribir este ensayo he debido, honestamente, retomar la obra íntegra de Vargas Llosa. Hace tres años, por obligación de juez, leí y releí —lectura con lápiz en mano— La casa verde. Hoy, lo he hecho nuevamente, con agrado, pero en mi apuesta interior del ¿cuál me gusta más?, me he quedado más interesado, más apasionado, con la relación del Jaguar y del Cava, del Esclavo y del Poeta, de la Malpapeada y del Boa… ¿Razones? Las busco en mí mismo, y hallo varias: mi amor por las novelas policiales, por los problemas casi ajedrecísticos que me gusta plantearme siempre en lo que leo. Vargas Llosa afirma —y lo demuestra poco— su fervor por los libros de caballerías. Yo —y no me aparto casi nada de eso— me apasiono por los problemas del crimen, del suspense. Por eso me gusta la Biblia, desde el Génesis: ese problema de Caín y Abel, necesita de urgencia un detective para que lo resuelva. Y antes de ello, la criminalidad de la serpiente, se presume, pero no está comprobada. El lío ese de Moisés y del Nilo, me apasiona. Y hasta la calidad criminal de Judas, ya en el Nuevo Testamento, puede abrirse a debate… En los tiempos actuales, el más grande novelista policial es, sin duda, Fedor Dostoievski. Con todas las características indispensables: causa, error judicial, autor intelectual: nada mejor que hablar con un hombre inteligente, el criminal insospechado, Smerdiakov… Todo eso en Los hermanos Karamasov. Y luego, Crimen y castigo, Demonios… ¿Y que decir de Poe?... En estos días, en estos precisos días, los best-sellers mayores han recaído en novelas policiales: Papillón, Los hijos de Sánchez y, finalmente, esa averiguación policiva, que pudiera figurar en los archivos del FBI. Pero en La ciudad y los perros, además de las características generales que cubren la narrativa de Vargas Llosa, encuentro una, que no es esa cosa esotérica y sibilina que han dado en llamar mensaje, que es un poco admonitiva, advertencial, estimulante y moralista, ideológica y promocional, en suma, cartelista. No. Es simple y groseramente iracunda, colérica, casi vengativa. Está hecha de rabia de hombre, hombre joven, contra la porquería circundante, falseadora de realidades, engañadora de hombres y de pueblos. No es —ni faltara más— el indigenismo que solamente en contadísimos casos ha sido y es —¿o ya no es?— de protesta contra la injusticia discriminatoria contra los indios —ecuatorianos, peruanos, bolivianos—. Es la protesta que necesita de malas palabras —aunque tanto le fastidien a Luis Alberto 153 Sánchez— contra la mentira virtuosa de los fabricantes de matadores de hombres en grande: los colegios o escuelas militares. De fabricantes de dictadores y gorilas, la roña mayor de la historia latinoamericana. Es la rabia de primera mano contra esas escuelas de onanismo, delación, animalismo, brutalidad, borrachera, asesinato. El homosexualismo —llamado también mariconería— el comercio sexual con perras y gallinas… El idilio tierno y bestial al mismo tiempo del Boa con la Malpapeada. No, hombre. ¿Cómo va a ser moralista Mario Vargas Llosa? Es un muchacho enfurecido, con la rabia sólida, asesina, hecha de una adolescencia que se salva, por la madera humana recia de que está hecho el narrador, hombre rebelde contra la mala conducta de los países nuestros, de su Perú nativo, por el adueñamiento, hasta aquí invencible del pretorianismo heredado de la independencia. Pretorianismo con galones y botas o con saco: da lo mismo. ¿Estaré afirmando con esto que Vargas Llosa haya hecho en La ciudad y los perros una novela cartelista? Horror de horrores. Pero en el discurso de Caracas, al agradecer el premio Rómulo Gallegos —que yo no escuché y solamente leí— se descubre, bizarramente, a lo Tirante el Blanco, la posición exacta del escritor. La misma que se ha ido afirmando, frente a la Revolución cubana ya los movimientos estudiantiles de Francia, en 1968. He allí los motivos de mi preferencia, más bien emocional que estética, frente a la que yo considero, de verdad, la primera novela de Vargas Llosa: La ciudad y los perros. La casa verde es donde se acusa hasta sus últimas consecuencias la técnica novelística de Vargas Llosa: distonía de espacio y de tiempo, presencias múltiples que parecen superfluas, pero que allí están, porque la vida es así, objetivismo total, que no mata sino que sirve de campo de exaltación de los personajes principales que actúan centralmente. La casa verde, pienso —como dice frecuentísimamente el narrador en Conversación en La Catedral—, tiene personajes centrales, de acentuado dibujo, en los dos escenarios en que sucesiva o simultáneamente transcurre la acción: Fushía, en los ríos orientales y Santa María de Nieva, don Anselmo en los arenales occidentales, en Piura, la Mangachería y la Gallinacera… Personificaciones desconcertantes, con un poco de milagrería y de diablo. Y en donde la humanidad, el hombre humano que diría Guimarães Rosa, se disgrega, se pudre, se hace polvo. Las personificaciones de los perros y los cadetes, en la primera novela, son hechas con trazos violentos, acusados, certeros: el Jaguar y Alberto el poeta; el Esclavo y Cava; esa pobre cosa de porquería y de ternura que es el Boa. El malpalabrerío de los huéspedes del Leoncio Prado es, en realidad, cosa necesaria, casi inocente. Pero el odio a la delación, una especie de culto a la lealtad, que salva y defiende de la perversión a la juventud que se toca con la podredumbre. La casa verde es una novela en tono mayor. Asume características de epopeya. Y por eso, como héroe, como deus ex machinae, hace acto de presencia avasalladora el paisaje: arena, selva, ríos. Se acerca —gran acercamiento— a Gran Serton: Veredas, de Guimarães Rosa. Es una epopeya de infortunio, no de la exaltación: Fushía y don Anselmo, ya quedan. Las calles de Lima, empedradas de politiquería, de las que se adueña un Cayo Mierda cualquiera: es muy ambicioso el plan de Vargas Llosa en esta novela: Conversación en La Catedral. En ella se propone poner a caminar y discurrir a toda 154 una ciudad, a todo un país. Aquí está el anhelo del novelista peruano: crear el personaje múltiple, el personaje-todos. Porque todos intervienen en la vida. Porque todo es todo. No solamente unos amantes diciéndose lindezas o haciendo porquerías con la mayor modernidad posible. No. Aquí no hay gentes in ni gentes out. Aquí todos están invitados al baile. Pero dos de entre esas gentes: Zavalita y Ambrosio; el jovenzuelo rebelde sin causa o con muchísimas causas, y el negro semiesclavo, pederasta, matón, alcahuete y guardaespaldas de un político de porquería. Esos dos, conversan en La Catedral, que es una chichería de varios usos: bulín disimulado, emborrachadero cierto, pisco, claro y butifarras indispensables. Pero La Catedral es solamente un punto de referencias: los actores de la novela, entre ellos el perro Batuque, andan por todas partes. Y en todas partes, en diversos planos, en múltiples niveles: los periodistas venales o simplemente sinvergüenzas; las putitas de pago por sesión o las que cobran por mensualidades de casa, pieles, perlas y comida. O el viceversa de este oficio, con tragedia y con penas: pobreza, abandono, males venéreos y vejez… Anda por allí la dictadura cierta, histórica de mi general Odría, con todos sus entornos celestinescos, rufianescos, de rapiña y ratería, de coimas y volteretas. Todos. Todos. He allí el milagro de esta tercera novela. En la misma línea itineraria seguida hasta hoy por Vargas Llosa, yo encuentro que esta tercera se emparienta más con la primera: tiene protesta, que surge, normalmente, del correr no solo verosímil sino verdadero de los hechos. Al leerla, se comprende la predilección de Vargas Llosa por Flaubert, pero el de La educación sentimental. Más audaz, el peruano usa en su ajedrez las fichas vivas, las que anduvieron, las que andan por allí. Norman Mailer, el gringo desaforado y estupendo, usa esa fórmula. En esa cosa —no la llamo novela— que se llama Los ejércitos de la noche, Mailer echa a caminar, desde el Lincoln Memorial hasta el Pentágono, a ochenta mil gentes, entre las cuales van el propio Mailer, intelectuales como McDonald y Robert Lowell, políticos como Carmichael y muchos más. Pero, en realidad, las fichas de Mailer están a un lado de la narración. No inmersas en ella. Las de Vargas Llosa desempeñan papel —algunos roles muy pequeñitos y circunstanciales— y solamente se destacan los que van siendo necesarios para cada paso de la narración. En La Catedral conversan Zavalita y Ambrosio. Pero en las calles de Lima, en las antesalas de los ministerios, en los burdeles o bulines, en las alcobas de las queridas ministeriales, en la redacción del diario La Crónica: «¿En qué momento se había jodido el Perú? Los canillitas merodean entre los vehículos detenidos por el semáforo de Wilson voceando los diarios de la tarde y él echa a andar, despacio hacia la Colmena. Las manos en los bolsillos, cabizbajo, va escoltado por transeúntes que avanzan, también hacia la Plaza San Martín. Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Piensa: ¿en cuál? Frente al Hotel Crillón, un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución». Salvo en La ciudad y los perros, el narrador Vargas Llosa, no se mete entre la chismografía de sus novelas. Novelas casi tan chismosas como las de Stendhal o 155 de Proust. En la primera novela, acaso se lo adivina en el personaje de Alberto, el poeta. Pero no como retrato de cuerpo entero, sino como aquellas personificaciones de Proust, explicadas por George D. Painter: cada personaje, por ejemplo Swann o el barón de Charolus, están integrados por cinco o más personajes vivientes. Y hasta el mismo sabio Bergotte, es un compuesto de Anatole France y Bergson. En las otras dos novelas, la autobiografía está eludida. No se encuentra al narrador ni en Santa María de Nieva ni en Piura. Tampoco en las calles de Lima. Ni siquiera Zavalita… ¿Detesta el humor, Mario Vargas Llosa? Así lo dice el propio autor y, lo que es más grave, apoya con teoría su afirmación. En primer lugar, si así fuera, yo no estaría de acuerdo, el humor, el auténtico es, en primer lugar, una parte ineludible de la realidad. Hasta de la realidad trágica: esa escena del epílogo, en que son protagonistas el médico y sobre todo el cura, está llena de un humor macabro, en que se conjugan lo grotesco y lo trágico: el muerto está muerto, el fraile come glotonamente el piqueo y toma cerveza. Y el muerto está muerto. Yo creo —y eso se ha comprobado ampliamente con las actitudes de Mario Vargas Llosa, que se inician con el discurso de Caracas al agradecer el Premio— que el novelista peruano es un combatiente. Con sus propias armas, que han resultado formidables. Me parece, al recordar su primera novela, que el espíritu casi universal que cubrió medio siglo de vida literaria europea, el affaire Dreyfus, está redivivo en La ciudad y los perros. Ese affaire del que no pudo librarse ni Marcel Proust, encerrado en su cámara acolchada del Boulevard Haussman. Ese affaire que puso a los unos de este lado y a los otros al frente. Del que no pudo escabullirse Valéry el matemático, ni Péguy el místico. Y en el que estuvieron inmersos hasta la coronilla desde el Patriarca de Médan hasta Jean-Paul Sastre… Luis Harss, buido exégeta de la novísima novela latinoamericana, ha comprendido e interpretado, como él sabe hacerlo, el mandato novelístico de Vargas Llosa. Pero en su estudio no pudo referirse a la última novela, Conversación en La Catedral, en donde se acentúa su necesidad de inmersión en la sociedad, en la vida de los hombres. Su necesidad de ser testigo. Y testigo inconforme. Ya lo dijo Lewisohn, al referirse a la literatura norteamericana que, luego de la «Generación Perdida», desemboca en ese lago de azufre bíblico que es William Faulkner, toda la literatura americana de ficción es una protesta contra la mala calidad moral de la vida norteamericana. Esa protesta se extiende a la poesía lírica, con Langston Hugues y hasta Sandburg y Lowell, Ezra Pound y Ginsberg; al teatro, con Eugenio O‘Neill, Tennesee Williams, Arthur Miller y Saroyan… La novela moderna es eso: Norman Mailer, Bellow y hasta el mismo Truman Capote, con su bestsellerismo incorregible. Mario Vargas Llosa le ha hecho a la novela nueva latinoamericana, ese servicio invalorable: a la necesaria inconformidad, a la indispensable protesta, las ha vestido con ropas modernas, a go-go, y por eso han servido de platos fuertes a las gentes jóvenes… y han producido el descontento en Luis Alberto Sánchez. De intento, he dejado para el final la fórmula expresiva usada por Vargas Llosa. Su excesiva libertad en el uso de la mala palabra. En mi pequeño país, desde el año treinta, he sido el defensor sin limitaciones de la mala palabra. La mala palabra heroica como yo llamé a la usada por la generación ecuatoriana del treinta, único aporte, hasta hoy, de la narrativa ecuatoriana. Pero aporte 156 fundamental en la historia relatística de este continente. A la pacatería santurrona, a los puntos suspensivos que siguen al beso del hombre y mujer… Y luego está llorando el niño… Mucho carajo, mucho hijo de puta, mucho jodido, le reclaman a Vargas Llosa. Yo, lector de Pantagruel y de la Biblia, de El Quijote y Bocaccio, de la Celestina y el Ulises, de Louis Ferdinand Céline y D. H. Lawrence, no puedo escandalizarme por nada… Ante la inagotable y deliciosa procacidad de García Márquez, de Cortázar, últimamente de Miguel Otero Silva, me parecen muy limitadas en malpalabrerío las novelas de Vargas Llosa. Y sobre todo, dados los temas, solamente emplea las indispensables, la justa mala palabra. Y no con la delectación sostenida de García Márquez, por ejemplo. Y más con el hallazgo de piedra preciosa de Joyce, que mira y remira, achica, agranda y voltea, como si fuera una piedra preciosa… Henry Miller, el campeón aún no derrotado de la mala palabra, ha conseguido darle la dignidad que Lawrence quería para todas, absolutamente todas las partes del cuerpo humano, hechuras de Dios, de un Dios en el cual el formidable gringo no cree ni ha creído jamás. Vargas Llosa, haciendo hablar a las habitantas de La casa verde como piadosas alumnas del Buen Pastor, o a los perros del Leoncio Prado como seminaristas —oh, no, como a seminaristas no— y a los clientes de La Catedral como a señoritingos del Entre nous de Lima… Absurdo. El tema manda. Y entonces… Bueno: la obra mayor de Vargas Llosa en este sentido, lo repito, es haber vestido la inconformidad juvenil, con el traje que le va. Finalmente, la falta de presencia de la intimidad, es propia del tipo de novela que Vargas Llosa escribe. Y aun siendo ese tipo de su narrativa, todos los personajes están trabajados por dentro. Todos, los principales, sobre todo: el Esclavo, el Boa, Alberto, el Jaguar; Fushía y don Anselmo; Ambrosio y Zavalita… están desnudos, para quien es capaz de ver tras de las palabras… No. Tampoco eso. Vargas Llosa, por nouveau roman — ¡cómo está por encima de eso!— que sea; por muy estructuralista o muy barroco… Sus mandatos lejanos: Tirante el Blanco; sus mandatos posteriores, La educación sentimental. Y su mandato actual y permanente: Mario Vargas Llosa… 157 II Narrativa ecuatoriana: Suma de acercamientos Esta «suma de acercamientos» es, sin duda, la base del libro que sobre la narrativa del continente que el crítico ecuatoriano alguna vez quiso escribir. Más de una de las observaciones, precisiones y revelaciones críticas que aquí presentamos conservan una envidiable vigencia. Y para la crítica actual, algunos de los conceptos y señalamientos de Carrión en su época, resultarán sorprendentes. Hemos tomado como base para la estructuración de este panorama de la narrativa ecuatoriana fragmentos del estudio crítico de El nuevo relato ecuatoriano. Hemos ensamblado en ellos textos publicados por Benjamín Carrión en libros y revistas a lo largo de más de medio siglo. Hemos tratado de ceñirnos un ordenamiento cronológico de los documentos, según su aparición .He creído conveniente comenzar esta «Suma» con el «Prólogo» que Benjamín Carrión escribiera para la segunda edición de El nuevo relato ecuatoriano, pues constituye un documento invaluable para asomarse a las críticas que recibieron este libro y su autor en su época, tanto dentro como fuera del Ecuador. Y, además, conocer de primera mano, las motivaciones esenciales del esfuerzo exegético de Carrión. 158 EL NUEVO RELATO ECUATORIANO194 Los dos gruesos volúmenes de la primera edición se hallaban agotados. La benevolencia de la Sección de Literatura y Bellas Artes de la Casa de la Cultura, ha querido hacer esta segunda edición, hallándome en México195, al terminar la voluminosa biografía de García Moreno, que vengo preparando desde hace algunos años. A la distancia, sin libros de consulta, poco he podido anotar y mucho menos «corregir y aumentar», según la fórmula sacramental de las reediciones. Este viaje sabroso por las veredas de nuestra relatística, es simplemente una expresión de mis gustos, sin pretensión de señalamientos ni definiciones. Esto, lo que yo pienso. Lo que yo he ido pensando a la lectura de novelas y cuentos de gentes de mi tierra, dentro de estos años. No se me exija completamientos, ni investigaciones. Allí está: eso leí. Eso pienso de lo leído. ¿La suerte de este libro? Tremendamente feliz e inmerecida. Unos pocos reclamos indignados, a causa de omisiones, que soy el primero en lamentar. Pero que no quiero ni puedo corregir. Y esa defensa gratísima: de que soy demasiado bueno. De que soy fervoroso. De que sólo encuentro méritos en las cosas de mis compatriotas. Bellas acusaciones. Tengo bueno el hígado. Unas entendederas acaso romas, pero bien dispuestas para gozar en la lectura. Hablo bien de ellos porque me han gustado los libros que he leído. Hasta cierto punto. Los que no me han gustado, desde las primeras páginas, pues los he tirado por allí... Este libro no ha pretendido nunca ser exhaustivo ni cabal. Porque no se lo ha propuesto el autor. Y si se lo hubiera propuesto, habría resultado igual, de incompleto y falloso. Personalmente, he recibido muchas reconvenciones sobre «mi bondad». Del gran crítico argentino Enrique Anderson Imbert196, en amables conversaciones en San Juan, en México; de poetas colombianos. Pero quien la ha tomado conmigo, tan cordialmente, es Luis Alberto Sánchez197. En su libro sobre la novela hispanoamericana editado por Gredos de España, me lo dice, entre frases de una increíble benevolencia, que nada observable encuentro nunca en los escritores de mi tierra. Últimamente, Papel Literario (Caracas, 7 de noviembre de 1957) me dedica este bonito párrafo, que mucho le agradezco al comentar el libro de Alberto Escobar La narración en el Perú: 194 Prólogo a El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 7-9. Carrión se halla en México dicatando ciclos de conferencias sobre narrativa latinoamericana, y preparando su libro sobre García Moreno. 196 Enrique Anderson Imbert (1910-2000), escritor argentino. Su Historia de la literatura hispanoamericana (1961, con reediciones constantes) es uno de los textos de más obligada referencia en la materia. También publicó La crítica literaria contemporánea (1957), La originalidad de Rubén Darío (1967), Genio y figura de Sarmiento (1967) y Teoría y técnica del cuento (1979); sus novelas Fuga (1953) y Evocación de sombras en la ciudad geométrica (1989), y las colecciones de cuentos El gato de Cheshire (1965) y El leve Pedro (1976). 197 Luis Alberto Sánchez (1900-1994), polígrafo, político y educador peruano, uno de los más prolíficos, influyentes y discutidos intelectuales de nuestro siglo. Nos dejó en un artículo publicado en el diario El Tiempo de Bogotá, en 1952, una interesante caracterización ideológica de Carrión, quien fuera su amigo: «Se juntan en el escritor quiteño dos tonos rara vez coincidentes: es un idealista del tipo Rodó, y es un socialista devoto de Marx». 195 159 «Los ecuatorianos, con Benjamín Carrión a la cabeza, solucionaron esta duda, utilizando el vocablo ―relato‖, y así nacieron los dos gruesos y jugosos tomos de El nuevo relato ecuatoriano, donde entre valiosísimos apuntes e informes, aparece, predominando sobre el resto del material, la actitud optimista, gozosa de Carrión que no advierte defectos en sus compatriotas relatistas». Igual cosa me han dicho, en plano fraternal, las gentes de mi tierra que me merecen no sólo aprecio intelectual, sino ético. El propio Joaquín Gallegos Lara, hombre santo y gran estimulador de vocaciones, me pedía que no alabe a mediocres, porque —su benevolencia era tanta para así juzgarlo— «su gran autoridad crítica, Benjamín, viene a menos». Y yo, bravamente, me defiendo. No soy tan bueno como parezco. No. Recomiendo que se lea con alguna detención la parte de este libro llamada «Ensayo de interpretación», en la que hago una compilación de todos los reparos, serios reparos que yo admito en buena parte, sobre la relatística del Ecuador. Con todo, críticos y amigos: voy a procurar enmendarme. Un poco. Porque mi apreciación «optimista y gozosa», como la llama Sánchez, es nacida de una convicción mía: hay que estimular nuestra obra de cultura, sobre todo la obra de cultura de las «pequeñas patrias», como la nuestra. Y eso, solamente puede hacerse, si no existe por allí el dómine magistralizante, que pone un agrio y dispéptico «no pasarán» a todos los intentos jóvenes de hacer letras, plástica, ciencia. Además, francamente, no veo muy claro a quien pudo haberle correspondido, de entre las generaciones anteriores a la que hoy trabaja en la «cosa literaria», con algún derecho de talento y obra, ese papel absurdo y malvado: impedir el paso de la gente joven, poner piedrecillas en el camino, usar el cuentagotas para el elogio, y regatearlo todo… ¡Quién? Luego, prefiero «el desenfreno santo de admirar», que ya me atribuyera Gabriela Mistral, allá por los lejanos —¡ay!— años de 1928…198 Y el resultado está allí: por unas cuantas equivocaciones, señalables con los dedos de una sola mano, el resto, está muy bien. Y seguirá para mí siendo un motivo de orgullo, el haber elogiado a Los que se van que merecieron el anatema indignado de los «bien pensantes»; y haber tomado sobre mis hombros la causa del gran Guayasamín, cuando muchos de los que lo adulan hoy, se horrorizaban ante su pintura... Y bendigo, de entre todas las cosas que la vida me ha dado, ésta de no haber llegado a la vejez agrio de estómago, de corazón y mente. Y seguir con mi incorregible «gana» de comprender las cosas y poder admirarlas. México, enero de 1958. MEDIA HORA DE RETRASO199 198 En el «Prólogo» a Los creadores de la nueva América, Madrid, Sociedad General de Librería, 1928. El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 13-14. La primera edición de este libro se publicó en 1951, en dos tomos, por la propia CCE. 199 160 La novela ecuatoriana es, en el panorama de las provincias espirituales de América, una de las que más ha tardado en aparecer. Nuestros grandes nombres no son, en la primera época, de novelistas ni de relatores: Espejo, Olmedo, Montalvo. Quizás sí existió una excepción: la del Padre Juan de Velasco, autor de la Historia del Reino de Quito200, cuya potencia de inventiva, de narración y cuento —de mitificación y mentira afirman los sabios— es realmente asombrosa. Pero, aun cuando al fantástico cronista de los shyris201 de Quito lo quisiéramos traer hacia los dominios de la novela, y abrir con su gran nombre el capítulo literario mejor y más logrado, ya ese nombre está definitivamente ganado por los historiadores, e inscrito a la cabeza de su lista. Eso mismo le pasó a Heródoto, el primer novelista de Grecia202. Bien andado el Siglo XIX, cuando mandaba y desmandaba en mi tierra ese gran personaje de novela —y esa novela trato de escribirla un día— que fue don Gabriel García Moreno, asoma la primera novela ecuatoriana. A tono con su época: un romanticismo un poco caduco y valetudinario, pero airoso y empelucado aún, que había llegado a las alturas andinas a lomo de mula. Esa primera novela es Cumandá, del ambateño Juan León Mera, paisano y detestador sincero de don Juan Montalvo. Paisaje, selvas, ríos. Paisaje: indios. Paisaje. Porque los indios de Mera están vistos desde el exterior, colocado el autor frente a ellos y fuera de ellos, como están vivos sus árboles, sus cielos y sus prados. Al propio tiempo que Mera nos daba Cumandá, en muchos países americanos se hacía la misma experiencia: el trasplante romántico a nuestras tierras, con transfusión de sensibilidad: romanticismo 1830 y ultraromanticismo 1848. Chateaubriand, Lamartine, Byron, Víctor Hugo. ¡Pero nada gustó a nuestros abuelos tanto como ese ingenuo esperpento literario que es Pablo y Virginia, del buen burgués normando Bernardino de Saint Pierre!203 Luego, la facilidad del viaje para el hombre y para el libro, hizo los contactos más anchos y más estrechos a la vez, entre el pensamiento y las corrientes espirituales y políticas europeas, y la avidez receptiva de América. El clarinante ciclo revolucionario francés, seguido inmediatamente de las empenachadas guerras napoleónicas, tuvo su correspondencia en América con las luchas de independencia y su cohorte heroica. Alrededor de eso se ha agotado el tema: la influencia de Voltaire, Rousseau y los enciclopedistas sobre Miranda, 200 Juan de Velasco (1727-1792). Escritor e historiador de la colonia. Se lo considera el primer historiador del país, a pesar de la controversias que por años lo han seguido. Su Historia del Reino de Quito, publicada recién y casi completas, desde 1841 a 1844, influyó en el pensamiento histórico todo el siglo XIX, y gran parte del XX, el mismo González Suárez, incorpora muchas de la tesis de Velasco. Muchos han visto a su Historia más como un texto narrativo antes que un tratado científico. 201 Según González Suárez, los Shyris, eran una de las cuatro principales naciones que ocupaban el territorio del actual Ecuador, y su influencia se extendían desde Otavalo, Caranqui y otros puntos al Norte hasta el valle del Cayambi, llegando a ocupar toda la provincia de Pichincha, donde antes habitaba la nación de los Quitus. 202 En el segundo volumen del Informe del Presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, titulado Trece años de cultura nacional, sección Ensayos, Alejandro Carrión me atribuye haber afirmado que el Padre Velasco es el primer novelista ecuatoriano; y me explica que el benemérito jesuita no es novelista sino historiador. Lo que yo he dicho, desde hace cerca de veinte años en Cartas al Ecuador y luego en este libro, es lo que se lee en esta página, cuya clara intención es exaltar la imaginación maravillosa de Velasco, en la forma en que Michelet lo hace con Heródoto, al que llama el gran novelista de Grecia. (Nota de Carrión a segunda edición). 203 Jacques Henri Bernardin de Saint-Pierre (1737-1814), escritor francés y precursor del movimiento romántico. Las obras de Saint-Pierre aúnan imaginación, sentimiento y amor por la naturaleza, en oposición al humor y el formalismo que caracterizaban la mayor parte de la literatura francesa de su época. Escribió Viaje a L'Île de France (1773) y Pablo y Virginia (1788), considerada su obra maestra. 161 Mina, Nariño, Espejo y los demás precursores. Singularmente sobre Bolívar. CUMANDA204 El primer novelista ecuatoriano de intención propiamente novelística, según la fórmula o receta de la época, es el autor de Cumandá, Juan León Mera205. Hombre ideológicamente clausurado, cerrado, limitado por todos los tradicionalismos, no sólo conservadores sino regresivos; se expresa en cambio con gran lucidez literaria, e intuye la belleza del paisaje y del personaje americano; pues Mera se hallaba dominado —en razón de afinidades políticas singularmente— por el gran romántico de anteayer: Chateaubriand. Siempre ha sido motivo de meditación para mí, el contraste entre la gran reputación literaria de Mera dentro del Ecuador, y su universal desconocimiento, en lectura corriente, fuera de las fronteras patrias. En el sentido de popularidad, quiero decir, en el acercamiento a los grandes públicos continentales, por lo menos. Porque entre los eruditos, como Menéndez Pelayo, Juan Valera, el prestigio de nuestra novelista ha encontrado honorable valoración. El autor de Pepita Jiménez llegó a compararlo con el Vizconde de Atala y con Fenimore Cooper206. No hay que olvidar que, como escritor de tipo academizado —ese tipo de hombres que cultivan la literatura con los ojos puestos en las consagraciones oficiales, como el Consejero Acacio de Eça de Queiroz— Juan León Mera fue un acucioso, un prolífico corresponsal. Cambió cartas con la mayor parte de los cultivadores de la literatura, españoles e hispanoamericanos, de su época. Buscó singularmente, y cultivó con cariño, en América, la correspondencia con don Ricardo Palma, el insuperable tradicionista peruano; y en España, con don Juan Valera, ese gran señor de las letras del siglo XIX español, a la manera de los cronistas franceses como Fontenelle y Rivarol; dispensador de espaldarazos consagradores entre los jóvenes hispanoamericanos aspirantes a la gloria literaria. Valera, que no regateaba sus elogios a nuestro discreto, disciplinado y modoso escritor y poeta, al mismo tiempo exaltaba a Montalvo y ponía un liminar de anunciaciones prometedoras, al que fuera luego el revolucionario máximo de la lírica española y uno de los más altos poetas de la raza: Rubén Darío. 204 El nuevo relato ecuatoriano, 2da. Edición, pp. 47-50 y 54-58. 205 Juan León Mera (1832-1894), escritor, novelista y crítico ecuatoriano que se esforzó por crear una literatura nacional. Fundó la Academia Ecuatoriana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española, en 1874. El movimiento literario del romanticismo influyó en su escritura y le llevó a afirmar que había llegado la hora de crear una literatura propia, de buscar el genio nacional que acompañara la independencia de las jóvenes naciones. Se sintió influido por Chateaubriand y el pensamiento católico. Su novela Cumandá o un drama entre salvajes (1879), cuenta los amores, de final trágico, de la india Cumandá con el hijo de un rico hacendado, Carlos Orozco, y cuya descripción de la selva amazónica ecuatoriana cautivó en su época por su lírica y su realismo. En 1865 escribió la letra del Himno nacional del Ecuador. Otras obras suyas son: Ojeada históricocrítica sobre la poesía ecuatoriana (1868), sobre el modo de organizar el mundo de las letras en Ecuador; La virgen del sol (1861) y Antología ecuatoriana: cantares del pueblo (1892). 206 James Fenimore Cooper (1789-1851), novelista, autor de libros de viajes y crítico social estadounidense, considerado como el primer gran autor de la narrativa de su país. Es famoso por sus historias muy ricas en acción y por su vívida e idealizada descripción de la vida en los bosques y montañas de Estados Unidos. 162 Cumandá y María Sin entrar en comparaciones de mérito, siempre difíciles y odiosas, podemos acercar en nuestra memoria estas dos novelas americanas, puede decirse que contemporáneas: María, del valle caucano Jorge Isaacs207 y Cumandá del ambateño Juan León Mera; solamente con el objeto de resaltar su diversísima suerte ante los públicos, los grandes públicos lectores americanos. Mientras María ha llegado a un número de ediciones astronómico; mientras es la presa preferida de la piratería editorial en todas las vitrinas del continente; mientras no hay adolescente americano que no haya llorado sobre las páginas del inocente, triste y dulce libro colombiano; en cambio, Cumandá es una novela doméstica, por todos nombrada en el Ecuador mismo, pero por muy pocos leída; irremediablemente ignorada por los grandes públicos extranacionales. Sin temor de perder, apostaría que en nuestra tierra misma más, muchos más, son los lectores de la novela forastera que de la propia. ¿Diferencia de mérito? Demasiado sabemos que el mérito literario, en sí mismo, no constituye un factor apreciable para determinar la popularidad de una obra; produciéndose más bien, frecuentemente, el caso inverso; o sea, el que la calidad demasiado alta, aleja muchas obras literarias de los grandes públicos: Góngora, Mallarmé, Joyce. Entre nosotros, en América, tenemos el caso de Julio Herrera Reissig. Me atrevo a sostener que, primordialmente para la obra imaginativa, para el relato novelado —acaso, en mayor o menor grado de intensidad para toda obra de arte— la gran difusión se consigue mediante la interpretación artística de estas dos actitudes humanas, populares, al parecer contradictorias: La insurgencia contra el ambiente, La conformidad con el ambiente. Toda la literatura universal ilustrará de ejemplos válidos esta afirmación. Militan con la primera actitud: Aristófanes, Job y Jeremías, La Divina Comedia, Los miserables y en general toda la literatura de protesta o de censura, ya sea por el sistema de la lucha trascendental o por el del humorismo. Con la segunda actitud están: Virgilio, adulando a lo que hoy llamaríamos la romanidad208; Dickens, lisonjeando al imperialismo británico; en general los conformistas, los halagadores de ideales en vigencia, intérpretes de ciertos sentimientos generalizados. Dentro de nuestra órbita continental, tenemos ejemplos de ambas posiciones: El caso de Cumandá escapa a los dos aspectos anotados. No acusa insurgencia o inconformidad; no expresa acuerdo ni es intérprete de ambiente. Es simplemente, lo que ahora se dijera un relato evasivo, de intención apologética. 207 Jorge Isaacs (1837-1895), escritor colombiano cuya fama se debe a un pequeño volumen de poemas, Poesías (1864), y a una sola novela, María (1867), que obtuvo un éxito inmediato y se convirtió en la novela más popular, imitada y leída de Latinoamérica sólo superada, según la crítica, por Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. 208 Carrión se refería seguramente, a la romanización, que fue el proceso por el que los pueblos conquistados por Roma adquirieron la cultura y la organización política, administrativa y social de ésta. 163 Un notable intento de trasplante de sensibilidad en el espacio y en el tiempo. Mera, sin embargo, sintió y comprendió la necesidad de llegar hasta una literatura de raíz, tema y paisaje americano. Tiene fe en que eso vendrá algún día. Su obra es una honrada contribución a ello: «el pensamiento de establecer una literatura nacional en América está sembrado en nuestra sociedad y tendremos esa literatura», afirma en su Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana209. Otro de los factores de popularización de un relato —novela, cuento, drama— es la fuerza de tipificación de los personajes, el poder de expresión de caracteres. Es muy difícil que la obra que contenga una fiel y poderosa personificación humana, como vicio, virtud, simple hábito vital, no logre difundirse, llegan al mayor número posible de hombres. Allí está el milagro supremo de Shakespeare, no igualado siquiera en las letras universales: Othelo, el celoso, Hamlet, el inquieto, introspectivo, vacilante; Shylock, el avaro; Julieta y Romeo, la pasión amorosa; Macbeth, la ambición; Lear, «el padre que tenía tres hijas»… Allí esta Cervantes, con su caracterización eterna, la más completa y total que hayan logrado nunca las letras humanas. No se halla en la obra de Mera intento alguno de tipificación. O es acaso poder de la niña que, a la vista del amado, se deja ahogar por no aligerarse de ropas en el naufragio, está ya definitivamente lograda por Pablo y Virginia210, uno de los mejores éxitos de la tontería humana. NUEVO EPISODIO DE EL GENIO DEL CRISTIANISMO Aceptamos, por justa, la observación de Isaac J. Barrera 211, cuando afirma en su Historia de la literatura hispano–americana, que la novela de Mera es «un nuevo episodio de El genio del cristianismo212, compuesto por escritor netamente americano». Ese es, realmente, el sentido y la intención del Cumandá: propaganda ideológica que utiliza el arte, que hace del arte un vehículo para llegar más pronto, mejor, más ampliamente, a las conciencias. Propaganda católica; exaltación de las virtualidades del dogma o de la ética cristiana; arte al servicio de una doctrina, como siempre. Acaso la clave de esta posición nos la aclare la sutil y delgada expresión del gran escritor católico francés Georges Bernanos: «J’ai déje 209 Ojeada histórica-crìtica sobre la poesía ecuatoriana, libro publicado por Mera en 1868, es uno de los primeros ensayos críticos sobre producción poética nacional. 210 Pablo y Virginia (1788), novela de Henri Bernardin de Saint Pierre, cuya anécdota cuenta los amores de los protagonistas homónimos, quienes viven en una isla, mas Virginia, se va de ella tras una herencia, dejando a su amado, Pablo; tras arrepentirse decide volver, pero su barco naufraga, ella se niega a salvarse y muere, luego, muere Pablo. Novela de escasa trama, pero de hábil composición y poder evocador, su éxito fue inmenso, hoy casi olvidada. 211 Isaac J. Barrera (1894-1970) historiador y crítico literario ecuatoriano. Director de la revista Letras, miembro de las Academias de Historia, Lengua, Sociedad Jurídico Literaria, entre otras. Su principal obra es la Historia de la Literatura Ecuatoriana (1944 y 1950), que es un estudio minucioso y completo de la trayectoria literaria del país, libro clave en la historia cultural del Ecuador 212 Chateaubriand es el autor de El genio del cristianismo (1802), donde sostuvo que el cristianismo era moral y estéticamente superior a las demás religiones. Esta afirmación influyó profundamente en la vida religiosa y literaria de su tiempo 164 écrit, en ce sens, que je refusais le nom de romancier catholique; que j’étais un catholique qui écrit des romans, rien de plus, rien de moins213». Estos son, en verdad, Mauriac y el propio Bernanos: católicos que escriben novelas. Pero nuestro Mera... UNA ISLA ROMÁNTICA Juan León Mera, en plena delicuescencia romántica, nos ha hecho la novela «clásica» del Ecuador, con su cristalina e ingenua Cumandá. Pero él no es el precursor ni el tronco de la novela ecuatoriana214. No ha tenido continuadores, no ha hecho escuela. Es una isla dentro de nuestra literatura. Porque aquella Amar con desobediencia de don Quintiliano Sánchez215, bueno… Muy al contrario: el novelista ecuatoriano posterior —desde los autores de A la costa, Pacho Villamar, Para matar al gusano y hasta los de La Beldaca, Huasipungo, Don Goyo, Banca, Nuestro pan, Trabajadores, Juyungo—, el novelista ecuatoriano posterior, digo, ha sido y es el anti-Mera. Cumandá hace entonces, dentro del panorama novelístico del Ecuador, el papel de un paradigma al revés: para hacer novela ecuatoriana, hay que alejarse cada vez más de Cumandá... Y no se diga que, desde la época de Mera, los temas novelables se han acercado al realismo o han buscado otras rutas, y que el romanticismo ha pasado definitivamente de moda. No. En Francia, Marie Chapdelaine; en Austria, Les histories du bon Dieu; en América, Don Segundo Sombra, las Memorias de Mamá Blanca, La Comedia Humana de Saroyan, son relatos diáfanos, enternecedores, románticos. La obra toda de Charles-Louis Philippe, Poil de carotte, las novelas de Francis James, y las de Ramuz...216 Y esa maravilla de ternura y de sueño, de verdad y poesía que es La historia de Saint Michelle, de Alex Munthe, nuevo Francisco de Asís, fundador de Hospital de Pájaros… Pero ninguna de esas obras se parece, tampoco, a Cumandá. La mejor novela de nuestro primer novelista, no es una novela ecuatoriana. Como sí es colombiana, muy colombiana, María. Esa María que puede ser ya citada sin apellido, sin referencia de autor, que son los signos mayores de la consagración… Cumandá es, pues, «un nuevo episodio de El genio del cristianismo». En su haber, que es caudaloso, he de anotar este valor, para mí primordial: la utilización rica, colorida, del paisaje americano. Aun cuando Julio 213 «Yo ya he escrito, en este sentido, que rechazaba el nombre de novelista católico; que yo era un católico que escribía novelas, nada más ni nada menos» (Traducción de los editores) 214 Nuevamente debo referirme a Alejandro Carrión y al ensayo ya citado: afirma que yo, a la zaga de otros escritores, he repetido el lugar común de que Juan León Mera es el primer novelista ecuatoriano. ¿Dónde queda entonces el Padre Velasco? Mientras, creo haber sido de los primeros, cronológicamente, que insurgieran contra los criterios tradicionales sobre el escritor ambateño. Se me ha censurado, más bien, por mi excesiva acritud. Respecto del señor Herrera* —al que se dice que seguimos todos— yo he dicho siempre cosas muy duras, considerándolo una sombra que se pasea por nuestra política, nuestra literatura. (Nota de Carrión en la segunda edición). (*Pablo Herrera (1820-1896), político e intelectual ecuatoriano. Secretario particular de García Moreno. Su Ensayo sobre la Historia de la Literatura Ecuatoriana (1860), influyó mucho en la historiografía literaria ecuatoriana futura, por lo que se entiende la postura de Carrión. Nota de los editores). 215 Quintiliano Sánchez (1848.1925), escritor ecuatoriano. Su novela Amar con desobediencia, es un conjunto de cuadros costumbristas con afán moralizante. 216 Charles Ferdinand Ramuz (1878-1945), escritor suizo en lengua francesa, retirado en Vaud, escribió novelas con trasfondos románticos, entre ellas; Les signes parmi nous (1919), La grande peur dans la montagne (1926), y Si le soleil ne revenait pas (1937). 165 A. Leguizamon, en su magistral Historia de la literatura hispano americana217, diga: «Mera quiso ser honradamente verídico, pero su órgano de visión estaba sentimentalmente falseado»; a pesar de eso me quiero atener a lo expresado por Barrera: «[…] cuando se lee esta novela, eglógica y bastante artificial en la pintura de caracteres, lo que admira y se seguirá admirando, es la descripción del paisaje, las páginas magníficas que se refiere al caudaloso Chambo, al pintoresco pueblecillo de Baños, a la catarata de Agoyán, a la línea enormemente azul que se pierde en el horizonte». UN CLISSÉ LITERARIO Así como nos interesa destruir el tendencioso y falso clissé218 literario que hace de Goethe un poeta marmóreo, cultivador de esa tremenda majadería que es «el arte por el arte»; que pretende, del gran apasionado de la vida, hacer una especie de profesor de serenidad inútil e infecunda, para servicio de frailecillos latinizantes o escritorzuelos de segunda mano; convertirlo a él, a Goethe, en un aficionado de ciencias y de artes, cuando fue, sencillamente, un genio de la cultura humana por los caminos —siempre y por siempre— de la poesía. Así también me interesa el descrédito de otro clissé, igualmente falso y, por falso, nocivo: el de descubrirnos en el Vizconde de Chateaubriand, poeta y diplomático francés de los más distinguidos, un genio para los falangistas 219 criollos y ad usum de jovencillos en trance de sabiduría de la Universidad Católica. «El Chateaubriand ecuatoriano», suele llamar a nuestro buen don Juan León Mera, magnífica persona, estimable poeta, que moría de cólera ante la grandeza indudable del «zambo» de Las Catilinarias y El antropófago, Montalvo; que con esa formidable capacidad de insultador, su máxima excelencia, según Unamuno, le dice al buen señor: «El vampiro no es poeta, el verdugo no es poeta, la hiena no es poeta, el cerdo no es poeta: tú no eres poeta, León Mera».— El antropófago220. Pues bien: con cierto retintín nos repite la frasecilla aquella: el «Chateaubriand ecuatoriano». Dirigida contra quienes, demostrando mucho respeto por el señor Mera, acucioso y activo cultivador de las letras, hemos tenido la irreverencia de decir alguna vez que no nos gusta del todo Cumandá, que no nos entusiasma La virgen del Sol, que para nosotros, existen cosas mejores en la literatura que las Novelitas ecuatorianas…. Por algo, nos decíamos, Lamartine, ese sí alto, ese sí puro como poeta y hombre, habíase indignado cuando alguien, en las mocedades del lírico de las 217 El crítico argentino Julio A. Leguizamón publicó muy interesante libro Historia de la literatura hispano americana, en Buenos Aires, Ediciones Reunidas, 1945, en 2 volúmenes. 218 Cliché, lugar común. 219 Miembro de la Falange, agrupación fundada por el político conservador José Antonio Primo de Rivera con un ideario basado en el del fascismo italiano., que tuvo su reflejo en Ecuador en el partido Acción Revolucionaria Nacionalista Ecuatoriana (ARNE), que se extinguió el 5 de enero de 1979.. 220 El antropófago, obra de Juan Montalvo, conjunto de ensayos, el último de los cuales estaba dedicado a Juan León Mera. El libro se editó en Tipográficas de Nicolás Pontón, en Bogotá en 1872, mas, la edición original no circuló, pues fue destruida por orden del autor. Se salvaron 2 o 3 ejemplares, de uno de los cuales se lo reprodujo en Páginas desconocidas, La Habana, Imprenta Municipal, pp. 101-201 166 Meditaciones, le había llamado «un nuevo Chateaubriand». Claro que, desde el punto humano, las diferencias son evidentes: mientras el uno, el Vizconde bretón, fue un parásito de todos los gobiernos, y hasta su fe monárquica —y hasta su fe católica— la subordinó a las vicisitudes de sus prebendas cortesanas y diplomáticas; el otro, en cambio, Lamartine, fue un puro iluso de la democracia, el revolucionario romántico de 1848...221 Para destruir un poco el mito, el clissé de la genialidad de Chateaubriand, nos acogemos a la autoridad menos heterodoxa en materia de conservadorismo religioso y estético. Nada menos que don Marcelino Menéndez y Pelayo 222 quien, en su enciclopedia crítica Historia de las ideas estéticas en España, después de hacer un minucioso y naturalmente benévolo análisis de la obra del autor de Los mártires, se ve forzado, honradamente, a declarar: «Si se nos pregunta, en vista de todo lo expuesto, nuestra opinión definitiva acerca de Chateaubriand, dudaremos antes de responder, y haremos varias distinciones, en que por nada entra la simpatía o antipatía que sus obras y sus influencias nos inspire. Es, sin duda, gran poeta, pero poeta incompleto. Y no lo decimos sólo por la falta del ritmo, aunque sea deficiencia bastante grave que trae consigo otras muchas. Por culta suya o por culpa de la lengua en que escribía, se vio obligado a cultivar una forma esencialmente contradictoria, que oscila entre la novela y la epopeya, sin ser ni la una ni la otra. La musa de Chateaubriand parece que danza con un pie calzado y otro desnudo. Cuando creemos que va a subir a los cielos, una construcción prosaica, un giro discursivo, nos advierten que estamos en tierra. Cuando pensamos seguir la fácil narración de una novela o el encadenamiento de un discurso histórico, una expresión enfática y altisonante, una comparación homérica armada de todas armas, una frase recargada de accesorios pintorescos, nos vuelve a acercar a los labios la copa de la poesía, para retirárnosla inmediatamente. A la larga, esta prosa llega a impacientar, porque produce cierto hormigueo en los oídos y en el espíritu. Parece que el autor quiere y no puede, parece que la estrofa impaciente va a resquebrajar por alguna parte la dura corteza de la prosa, y como esto no sucede y continúa el desfile de imágenes concebidas de un modo poético y ejecutadas de un modo prosaico, esta transposición de un molde a otro acaba por hacernos creer que el autor se va traduciendo mentalmente a sí mismo, cosa de todo punto contraria a la unidad 221 Movimientos revolucionarios desencadenados en Europa desde febrero de 1948 a mediados de 1950 que representaron la irrupción de las fuerzas populares en la vida pública. La revuelta triunfó en Francia (febrero 1848), donde la monarquía de julio fue sustituida por un gobierno provisional, formado por republicanos y socialistas, que emprendieron un ambicioso plan de reformas políticas y económicas. 222 Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912), filólogo y crítico literario español, considerado el erudito y sabio por excelencia del siglo XIX. Entre sus obras más importantes hay que recordar la Historia de las ideas estéticas (5 volúmenes), Orígenes de la novela (4 volúmenes), Antología de poetas líricos españoles (10 volúmenes), Estudios sobre el teatro de Lope (6 volúmenes), Historia de la poesía hispanoamericana (2 volúmenes) o Historia de los heterodoxos españoles (8 volúmenes). 167 del efecto estético. Pero no sólo resulta incompleta la poesía de Chateaubriand por no estar en verso, sino porque, siendo riquísima en todo lo exterior, es sumamente reducida y limitada en la región de las ideas y de los afectos. Y no nos fiemos de apariencias: Chateaubriand no describió en su vida más que un solo estado moral, un solo estado psicológico. Werther no es más que un momento fugaz en la vida artística de Goethe, un momento corregido y anulado por otra serie de momentos y de posiciones de alma que se prolonga casi hasta agotar el riquísimo contenido de la conciencia. René es todo Chateaubriand, moralmente considerado: no hay psicología menos complexa. Como artista, Chateaubriand carece de invención de conjunto, y, por el contrario, tiene en altísimo grado la invención de los detalles. Más que libros, dejó magníficos almacenes de frases. De todos sus escritos pueden sacarse páginas maravillosas; pero ninguno de ellos está compuesto, salvo las tres novelas cortas. La unidad enteramente artificial de Los mártires, prueba hasta qué punto estaba reñido su espíritu con la unidad orgánica.» «No alcanza, por consiguiente, Chateaubriand en la historia del arte moderno la importancia que tienen los dos poetas alemanes contemporáneos suyos, ni tampoco la de Byron, ni la de Manzoni y Lepardi. Mientras todos ellos permanecen vivos, las obra de Chateaubriand han envejecido extraordinariamente». Algunas de las expresiones del ilustre académico español, le convienen como túnica hecha a medida, a nuestro don Juan León. Pero, si el modelo mismo... Bueno. EL RELATO CON PAISAJE Y HOMBRE ECUATORIANOS223 En los primeros años del siglo recién nacido [siglo XX], cuando los grandes maestros europeos de la novela estaban en su clímax, y algunos se habían marchado ya del mundo; cuando el imperio total del nuevo género se extendía por todas partes, impuesto por la presencia y la obra geniales de Balzac, Stendhal, Flaubert, Dostoievski, Queiroz, Dickens, Tolstoi, Zola; entonces, de ese clima y ambiente aparece la primera novela realista ecuatoriana —la primer novela ecuatoriana, deberíamos afirmar valiente y verazmente—: A la costa de Luis A. Martínez, ambateño también como Mera, el autor de Cumandá. Y como Montalvo. A la costa inaugura en nuestra historia literaria, la época del gran relato humano, con paisaje y hombre nacionales. Su significación singular como fenómeno social y artístico, es haber hecho su aparición solitaria, rompiendo perjuicios hondamente arraigados y una tradición impregnada de cierto romanticismo retrasado y chirle. Fue la piedra en el lago... 223 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito 2da. Edición, 1958, pp. 63- 67 168 La literatura ecuatoriana de ese tiempo, a fines del siglo XIX y principios del XX, está constituida por un género chico del relato que se llamara costumbrista. Ese malhadado costumbrismo, mezcla de malos chistes y de soserías que hizo bajar, en forma verdaderamente increíble la calidad de nuestra literatura hasta hacer de ella seguramente, la más insignificante, anodina, inocua, de todo el continente. Pensar que en ese mismo tiempo escribía en el Perú sus Tradiciones don Ricardo Palma224… El propio autor de Cumandá, Juan León Mera, inauguró con talento, pero como pasatiempo literario —como brincadeira, que decía Queiroz— el fatídico costumbrismo, el «cuadrito de costumbres». En efecto, con el nombre de Novelitas ecuatorianas225, publicó una colección de estampas costumbristas, bastante bien realizadas: Entre dos tías y un tío, Un matrimonio inconveniente, son interesantes jugueteos de Mera, en los que hay francas concesiones a las modas realistas —tan odiosas a don Marcelino Menéndez y Pelayo— pero de un realismo captado a través del Padre Coloma y doña María del Pilar... La pacatería literaria de esa época, nos estaba llevando al ridículo más lamentable. A esa literatura, se podría aplicar lo que Aldous Huxley dice un poeta y una suerte de poesía inglesas: «Exquisito, sin duda, a todo lo que queráis… ¡Pero lleno de una especie de baba exangüe! ¡No tiene sangre, no tiene verdaderos huesos, no tienen entrañas ni intestinos! nada más que la pulpa y un jugo blanquizcos... Y esos de hablar del mundo, no como si fuera el mundo, sino el cielo y el infierno. Y esa manera pudibunda de no confesar que alguien se acuesta con una mujer, sino hacer aéreas alusiones a dos ángeles que se dan las manos. Y luego, después de unos suspensivos, nace un niño…» LOS PRIMEROS ANUNCIOS226 Volvamos a la tierra nuestra, año 1930. La gran noticia: nace la novela nacional ecuatoriana. Yo me hallaba entonces en Europa. En ese París maternal y confiado de entre-deux-guerres al que, optimistamente, se llamaba el París de la post-guerra. Y, cuando en charlas amistosas sobre la «patria grande», entre escritores iberoamericanos, día tras día se comentaban nuevos aparecimientos de novela, de obra literaria valiosa, yo, de mi Ecuador nada nuevo tenía que contar. Nada. Nada. Nada. No interesaba ya nuestro modernismo retrasado, y cuyos gonfaloneros y líridas, se habían hundido en el misterio de los estupefacientes. No, no interesaba, muchísimo menos, nuestro «marianismo» arcádico227... Se comentaba, con admiración, con orgullo, con cariño, la obra de Teresa de la Parra. Esa fina honda Efigenia. Esas deliciosas, frescas y añorantes [páginas 224 Ver nota 90 Novelitas ecuatorianas, de Juan León Mera, fueron publicadas en Madrid (1909), la recopilación original fue de tres novelas cortas, a las que en las ediciones posteriores se agregaron otras tres, todas de carácter costumbrista. 226 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp.85-88. 227 Carrión se refiere a la tendencia poética de hacer versos a María y rodear al poema de atmósferas idílicas. 225 169 de] Memoria de Mama Blanca. El amigo mexicano podía hablarnos de Azuela, de Martín Luis Guzmán. El chileno, cuando consentía olvidarse momentáneamente de sus rencillas líricas, comentaba los últimos libros de Pedro Prado, de Augusto d‘ Halmar, de Joaquín Edwards, de Eduardo Barrios de Mariano Latorre, y ese magnífico libro, El socio, de Genaro Prieto. El argentino, además de Guiraldes nos hablaba de Martínez Estrada y de Eduardo Mallea, cuya gran obra posterior, ya se prefiguraba entonces, de Jorge Luis Borges y de Rojas Paz; flotando siempre la presencia ilustradora y animadora de Victoria Ocampo. El colombiano — naturalmente— nos deslumbraba justicieramente con La vorágine de Rivera. [Los] brasileños nos contaban maravillas del pensamiento lúcido de Gilberto Freire y era un motivo de entusiasta plática Os Sertoes de Euclides da Cunha. La joven maestría de Rómulo Gallegos, el gran venezolano, nos llegaba desde Barcelona en libros caudalosos y potentes. Cuba estaba presente, en forma noble y alta, con las figuras de Mañach, Lizaso, Ichazo y Marinello. Con el ilustre boliviano Alcides Arguedas conversábamos: fue él quien nos hizo conocer, la presencia y la obra, de ese valioso escritor en francés de raíz y médula bolivianas, Adolfo Costa du Reis, que tenía a sus órdenes los mejores vehículos editoriales. El peruano podía entretenernos con la modestia ingénita del gran relatador Enrique López Albújar, y era una iluminación entre todos el nombre definitivo de José Carlos Mariátegui. LOS QUE SE VAN Yo no podía decir nada de mi tierra. Montalvo, naturalmente, Montalvo… ¿Es que nos habíamos agotado definitivamente? Pero un día, en 1930, me llega desde Guayaquil un librito, bastante mal presentado, en papel ordinario, con un título que lo mismo podía servir para un tomo de poesías románticas, como para un volumen de canciones saudosas; Los que se van… Y como autores, tres nombres desconocidos totalmente para mí, que me preciaba de estar bastante informado de la vida literaria ecuatoriana. Tres nombres con el típico doble apellido de las gentes que se respetan y de buen ver en Guayaquil: Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta, Enrique Gil Gilbert. Esto del inexorable apellido doble es principalmente la especialidad de dos ciudades del Ecuador: Guayaquil, en la costa y Cuenca, en la sierra. En Quito está cundiendo muy recientemente. Aun para las dos grandes ciudades nombradas también es relativamente reciente: en la primera época de la República, los grandes nombres de Guayaquil fueron Vicente Rocafuerte, José Joaquín Olmedo, Pedro Carbo, Clemente Ballén, a secas. Y los nombres grandes de Cuenca fueron hasta hace muy poco: Solano, Malo, Cueva, Luis Cordero, Honorato Vásquez, José Peralta, Gonzalo Córdova, Manuel J. Calle… Sólo con la aparición de los Remigios228, se impuso en Cuenca el doble apellido. Bueno. El libro tenía, como decíamos, un nombre de título cursilón y sentimental. Lo habían escrito en colaboración tres personas. Estas personas tenían doble apellido. La presentación era horrorosa… Y al pasar vertiginosamente las hojas, vi las páginas medio vacías, con mucho diálogo y fasecillas cortas… Mala pata: para quien estaba, como yo, familiarizado con el párrafo denso de Balzac y 228 Seguramente, Carrión se refiere a los poetas cuencanos Remigio Crespo Toral, Remigio Tamaríz Crespo y Remigio Romero y Cordero. 170 Dostoievski. Con el párrafo casi interminable de Marcel Proust, y admiraba el capítulo final del Ulises de James Joyce; la frase cortita y continuamente parrafeada del libro que tenía en mis manos, traía un inconsciente recuerdo de ese implacable —y poético— corruptor de menores, seminaristas y criadas de mano que fue José María Vargas Vila229. La dedicatoria era… bueno. De esas que, de puro elogiosas, ni a nuestra voluntad parecen justicieras. Y, a pesar de todo, con mal gana acaso, nos entramos por las primeras páginas, pues… ¡Qué delicia! ¡Qué satisfacción difícil de narrar! El primer cuento que comencé a leer era de Gallegos Lara, me parece. A las primeras líneas el encuentro triunfal con la mala palabra, con el crudo decir popular, sin eufemismos, ni iniciales pudibundas, ni puntos suspensivos después de las famosas iniciales. Todo eso salpimentadas —como si fueran comas— de una cantidad apreciable de carajos y pendejos, orondos, impávidos, desvergonzados que, de inmediato, como los desnudos de museo o los Ángelitos fálicos de los púlpitos barrocos, nos gritaban su inocencia. Luego, pasé a un cuento de Aguilera Malta: con un poco de lirismo escondido, y una más aventurada y diáfana intención de poesía, pero también real, objetivo, másculo. Finalmente, me metí con Gil Gilbert: poderosa intensidad emocional, expresión directa, libre, con rudeza sana y viril. Sin ese miedo de monaguillo en misa a la mala palabra, que acogota a escritores hipócritas que, en cambio, no se detienen ante la realización de lo que esa mala palabra representa. Por fin, me dije, entusiasmado. Por fin podré también yo, en las reuniones con los amigos hispano-americanos, hablar de la nueva literatura de mi Ecuador: como el argentino, el colombiano, el uruguayo. Como todos, ¡en fin!, hablar de esta renacida esperanza sobre el mensaje espiritual, hablar de la vocación de cultura de mi pequeña tierra. Procuré también que este milagro lo conocieran los amigos franceses: entusiasmó a Cassou, a Valery-Larbaud. Y Georges Pillement llevó su entusiasmo a traducir al francés algunos de los cuentos. Y a mí, que no tenía más parte que la del entusiasmo en el suceso, me llamó ¡le theoricien de la nueva tendencia! ENSAYO DE INTERPRETACIÓN230 EXPRESIÓN DE DISCONFORMIDAD La tónica dominante en la novelística ecuatoriana contemporánea, es la de ser —desde A la costa, novela precursora— un sostenido reclamo de justicia, «una denuncia y una protesta» permanentes. Puede, y felicitémonos por ellos, no tener 229 José María Vargas Vila (1860-1933), escritor colombiano. Entre sus innumerables obras se destacan: Aura o las violetas, Flor de Fango, Ibis, Lirio Rojo, sobre temas de gran aceptación popular, como el incesto, la misoginia, el suicidio, la pasión desbordada. Entre los ensayos de tipo panfletario hay que mencionar: Los Parias, Los divinos y los humanos, Los Césares de la decadencia, y Ante los bárbaros, entre otros. Toda la obra del autor generó prohibiciones por su desconocimiento de la moral tradicional, persecución por su pensamiento liberal radical y crítica por la falta de cuidado y de sólida cultura humanística. 230 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 229-235. Publicado también en Cuadernos Americanos, Año 9, vol. 50, No. 2, México, marzo-abril de 1950, pp. 261-274. 171 un sentido cabal y exclusivo de ortodoxia revolucionaria. Puede no ser «dialéctica». Puede no guardar la monótona unidad que imprime el preconcepto a la literatura de encargo. Pero —y este es el fenómeno que reclama una interpretación, así sea provisional—, toda la obra ecuatoriana de narración, es una expresión de disconformidad con el medio humano y social de que se nutre. Es una significación, más o menos severa, violenta, corrosiva e irónica de la vida que vive y de que vive. Así el «Grupo de Guayaquil», con su realismo verista, fuerte de su dura realidad, sin recurrir necesariamente al caso de excepción o al acentuamiento exagerado de dolores e injusticias. La ironía de los lojanos, seca, esterilizada, ecuacional en veces; transida de bondad recóndita en otras, pero siempre propia y bella de expresión. Los novelistas de Quito —de la serranía en general— si bien más dispares entre sí por el tema, tienen la coincidencia principal de su «excepcionalismo», su exaltación del «caso», su gran sentido de la impresión comunicativa y del efectismo: Jorge Icaza, con la tragedia de sus indios y sus cholos, sangrante y clamorosa de justicia; Humberto Salvador, con la quejosa y doliente desgracia de sus personajes urbanos. La protesta llena de amargura y rebeldía y la inferior situación del negro y del mulato, en Adalberto Ortiz. La injusticia social atormentando al niño: esa cosa tremenda que hace rebelarse contra Dios a Iván Karamazov y a los personajes de La peste de Albert Camus, en los finos y tiernos relatos de Rojas, de Alejandro Carrión y de Cuesta. Y así en todos: los que llegan a la novela o al cuento desde la poesía, el ensayo, el periodismo, y sobre todo los que están, desde siempre, fijos los pies en el relato. Puede afirmarse que no presenta casos válidos de evasión la novelística ecuatoriana. Hasta esa tremenda fuga de la razón y de la vida de Pablo Palacio, fue precedida de su gran obra de inconforme y de rebelde. Quedan fuera de la línea de disconformidad con el ambiente sólo unas cuantas significaciones inferiores dentro de la moderna literatura ecuatoriana. Es verdad: la nota acusatoria, lo admito, está, en general, en la relatística ecuatoriana, cargada de negrura. No de la «nausea» que la vida ofrece a los existencialistas de la escuela de Sartre231; sino de la rabia que provoca la injusticia. Para la fotografía de nuestras lacras sociales, ciertamente se ha elegido con frecuencia los ángulos de deformación más eficaces y, por qué no decirlo, más exagerados. Se han recargado los colores como en un cartel. La hipocresía clerical, la criminalidad encubierta con capas pluviales, púlpitos y confesonarios, está descrita en A la costa de Luis A. Martínez, con tan acusados matices, con tan siniestros resplandores que, en realidad, esas páginas pungentes ponen las armas defensivas en las manos de las gentes honradas, que sienten su debe, su ineludible deber de reventar esas llagas purulentas, que el fanatismo socapa con los oros de una religión que debió ser de virtud, de renunciamiento y de pobreza. A la costa es una tremenda acusación, una severa y patética denuncia. Un círculo infernal de injusticia, de crueldad, de mentira está trazado en esas páginas bienhechoras. La verdad de la novela de Martínez ha hecho su camino. La luz ha ido, lentamente, penetrando en el ambiente social. NO ES PLANTEAMIENTO DOCENTE 231 Los existencialistas Søren Kierkegaard, Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre consideraban que cierto grado de autoextrañamiento e impotencia ante el propio destino era algo consustancial a la condición humana. 172 No creo que a la novela —creación de arte, producto de la sensibilidad al par que de la inteligencia— pueda exigírsele que ofrezca soluciones ni remedios para nada. Yo que he bregado por la función social del arte, insurgiría, con la misma fe, contra la pragmasis de la literatura. Contra esa especie de didascálica que se quiere hacer de la novela, del relato en general. Quitarle la frescura vegetal a la obra de ficción, para marchitarla, hacerla odiosa, convertirla en pedagógica, maestrescolar. No acepto el que se confunda el papel del ensayo, del tratado, del libro de texto, con el de la obra de imaginación. El intento de Fénelon, con su Telémaco no ha prosperado. Igual cosa ha ocurrido, en cuanto a lo literario con el Emilio o El vicario saboyano de Rousseau, dentro de la literatura preparadora de la Revolución Francesa. Nadie se atrevería hoy a sostener que esas obras de pedagogía o propaganda sean novelas. Casi todas las novelas rusas del primer momento de la literatura revolucionaria, nos dan la medida de lo aburridoras, mortal e implacablemente aburridoras, convencionales, faltas de espontaneidad, que son las obras de pragmatismo político, de encargo, que se presentan con la pretensión de obras de arte. Lo poco bien que cumplen su propio cometido. Si al relato ecuatoriano, de espíritu y sensibilidad revolucionarios, se le exigiera —como en alguna ocasión se le ha exigido— que proponga soluciones como resultado de su inconformidad con el medio, se incurriría en confusión lamentable o en mala fe notoria. La novela es significación creadora, imaginativa, artística: no es sistematización filosófica, económica, política. No es planteamiento docente. Jorge Icaza, por ejemplo, cuenta con la explotación del indio por el terrateniente, por el cura o por el cholo «huairapamushca232». Lo cuenta con «su» verdad, acentuando en demasía los colores del cuadro, por razón de darte o por razón de cólera. ¿Será honrado, ni artística ni humanamente, exigir que Icaza novelista, al final de Huasipungo, ofrezca un planteamiento social positivo, articulado, esquemático para acabar con la explotación del indio? Al cuadro clínico, según quienes así piensan, deben seguir la investigación etiológica, luego el diagnóstico y pronóstico y, finalmente, la receta, las píldoras… CARTELISMO Y CONVECIONALISMO La mirada panorámica que, en el capítulo anterior, hemos dirigido al momento actual de la novela —en algunos casos hemos generalizado un poco hacia otras empresas literarias— nos esclarece un tanto el campo crítico, para estar en capacidad de decir algo sobre la novela ecuatoriana del momento. 232 Cholo huairapamushca. Referencia al mestizo recién llegado a la ciudad. Cholo es una palabra difícil de precisar etimológicamente, pero que se refiere al mestizo. Huairapamuscha, palabra quichua, cuya «traducción literal sería: traído por el viento. Persona que llega a cualquier lugar sin que nadie sepa su procedencia, especie de apartida...» (Piedad y Alfredo Costales, El chagra, Quito, Instituto Ecuatoriano de Antropología y Geografía, 1961, p. 111). Palabra reconocida hoy, especialmente, porque lleva el nombre de una novela de Jorge Icaza, publicada en 1948. 173 Atacarla como expresión de inconformidad con el ambiente es posición muy débil. La hora de su aparición y surgimiento fue, precisamente una hora de angustia económica nacional exacerbada y de lastimosa corrupción política. Después de un análisis riguroso y preciso de todas las características de la época en la que apareció la nueva literatura ecuatoriana, y en especial la novela, Ángel F. Rojas presenta esta síntesis verdaderamente completa: «El feudalismo, el gamonalismo, el problema del indio en la sierra y el montuvio en la costa; la lucha entre la ciudad y el campo, la tragedia del cholo; el mundo explotado en el suelo y el subsuelo; el imperialismo, el mitin político y la huelga; el cuartelazo y la especulación; la miseria del suburbio y los intereses en juego en la apuesta de suburbio y los intereses del juego en la apuesta política de las oligarquías; el panorama de un país semicolonial productor de materias primas y dependiente en forma casi exclusiva del sistema solar norteamericano; he aquí los temas que abordan de preferencia nuestros pensadores, nuestros artistas y nuestros escritores». En el primer tiempo del fervor literario y la euforia constructiva, fue la expresión épico-lírica: Olmedo, con su «Canto a Bolívar». Vino luego la era franca del panfleto político: se luchaba con las armas en el combate por la conquista del mando, el gobierno, de la logrería en estas heredades mostrencas, pero también se luchaba con la palabra impresa: nuestra excelencia en ese género, llegó a la culminación magnífica de Montalvo, a quien se quiere enterrar en el fárrago de su prosa erudita y caudalosa, cuando su esencia —ya lo dijo Unamuno— es ser el gran insultador. Después de Montalvo, el género no se extinguió. Se mantuvo ampliamente en calidad y cantidad, cuajando figuras que van desde el gran fraile morlaco Vicente Solano, hasta el gran relapso morlaco, Manuel J. Calle. El cartelismo —otra acusación a la novela ecuatoriana contemporánea— es ya un reparo más fuerte, válido e insistente. Y quizás el más rápidamente comprendido y enmendado por la mayoría de nuestros novelistas. En esto están de acuerdo los radicales ortodoxos más empecinados, cuando no son infantiles. Es del caso invocar aquí —nunca más pertinente— la pura autoridad del gran poeta César Vallejo233, para mí la más profunda certidumbre lírica de habla castellana en tierras de América, con estos tiempos. Dice Vallejo: «Amigo Alfonso Reyes 234, Sr. Ministro plenipotenciario: tengo el gusto de afirmar a Ud. que, hoy y siempre, toda obra de tesis, en arte como en vida, me mortifica». En este punto, vale nuevamente la pena invocar la opinión de Waliszewski cuando, al referirse a las nuevas épocas de la literatura revolucionaria rusa afirma: 233 César Vallejo (1892-1938), sin discusión, el poeta peruano más grande de todos los tiempos, una figura capital de la poesía hispanoamericana del siglo XX —al lado de Neruda y Huidobro— y una de las voces más originales de la lengua española. 234 Alfonso Reyes (1889-1959), escritor mexicano, uno de los grandes humanistas de América, figura excepcional, que trabajó muy diversas disciplinas y ocupó un lugar singular en la cultura de México, con radiaciones hacia todo el mundo hispánico y, también, cosa poco frecuente, hacia el Brasil. Desde sus años en París, Carrión forjó una amistad con Reyes que se prolongó durante toda su vida. 174 «También entonces, hubo muchos extravíos extremistas. Ya dijimos que Maiakovski creyó que la revolución había creado una barrera infranqueable entre el pasado y el futuro, y que esta barrera era no sólo imprescindible, sino deseable. Al pregonar que el arte debía ponerse al servicio del progreso y de la vida y que no tenían ningún objeto fuera de esto, se adjudicó, por propia voluntad, el papel de cupletista político, siendo seguido su ejemplo por un sinnúmero de poetas menores que lo imitaban. Se creía completa y cabalmente nuevo; y, sin embargo, sus raíces literarias se remontaban a Nekrásov y a toa la orientación artístico-social de los años sesenta del siglo anterior, que profesaban ese mismo credo netamente utilitario de Maiakovski». En el Ecuador, sobre todo en lo que se refiere a la novela indigenista, las transposiciones de sensibilidad han dado muchas veces lugar a falseamientos sustanciales, en los que ha asomado, con la excepcionalidad, el cartel y el alegato. Ya esta interpretación la encontramos, con un sentido de anticipación casi profética, como la mayor parte de sus afirmaciones, en José Carlos Mariátegui235: «La literatura indigenista, no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla». Como una consecuencia de la acusación de cartelismo, o sea, de literatura de propaganda, viene el reparo, muy serio, de la convencionalidad de nuestra relatística. Es obvio, es natural: en el cartel, los colores, el dibujo, deben ser fuertemente exagerados, para que cumpla su finalidad llamativa a atraer hacia sí las miradas. Ángel F. Rojas, en su por muchos títulos admirable obra La novela ecuatoriana, hace una anotación verdaderamente valiosa, en sus «conclusiones y confirmaciones», expresión condensada de la parte expositiva del texto. Por su valor, por su agudeza crítica por su profundidad de síntesis y, porque nos ceba la pereza, ya que coincide íntegramente con nuestra opinión, no nos resistimos al deseo de transcribirla íntegramente: «Como consecuencia de lo anterior, hay mucho de convencional en la presentación del personaje tipo y en la pintura de los caracteres y situaciones, de acuerdo más bien con la convicción política de los autores. Sus figuras nos recuerdan el modo de ser pueril del melodrama o de la película de vaqueros: hay el bueno, el malo, el 235 José Carlos Mariátegui (1895-1930), político y pensador peruano, uno de los ideólogos marxistas latinoamericanos más influyentes del siglo XX. Carrión publicó en México su muy conocida Antología de José Carlos Mariátegui (B. Costa-Amic, 1966). 175 forzudo, la doncella, el traidor. El malo lo es a carta cabal. Está diseñado con un odio que deja traslucir al propagandista político que lo presenta deshumanizándolo. El bueno es tal porque pertenece a la clase de los explotados. La doncella, india por lo general, mestiza a veces, de clase media en otras, es seducida siempre por el malo, siéndole birlada al bueno, porque el primero tenía los recursos capitalistas. Nunca deja a éste con un palmo de narices. Tampoco consigue redimirse después: cae indefectiblemente más abajo. El traidor está representado por el mayordomo que ataca a los de su clase —―la cuña para que sea buena tiene que ser del mismo palo‖— el Teniente Político, autoridad venal siempre, el policía, capaz de todos los atropellos. Atravesamos todavía, en muchos aspectos, la etapa infantil de la narración. Y eso que nuestro relato es el resultado de un proceso literario no bien cimentado todavía». TRASCENDENTALISMO Y AUSENCIA DE HUMOR El reparo de «adustez», de inclemencia siniestra, de falta de concesión al humorismo, es de innegable evidencia. Ya lo observé yo en mi Mapa de América236, al referirme al caso de Pablo Palacio, único exponente de lo que entonces llamara «el humorismo puro», en paralelismo con aquello de la «poesía pura». Lo demás — salvo los aciertos de caricatura y sátira de Alfredo Pareja, al cual Ángel F. Rojas también le reclama humorismo; la sutil y fina ironía de Raúl Andrade, filuda y tajante—, lo demás, en la moderna literatura ecuatoriana, es tremendo. Acumulación implacable de crueldades, dolores, miserias. Cuando un niño enferma, se muere; cuando hay que pasar un río crecido, todas las gentes se ahogan; cuando asoma una peste, la población íntegra fallece. Típico es el caso del pantano rellenado por indios en Huasipungo de Icaza, uno de los episodios más falsos de la novela. En ese libro tenebroso de Albert Camus, La peste, que ya hemos citado, hallamos una extorsión de angustia parecida, un fraude de desesperanza semejante. Pero sirviendo otro propósito: la tesis existencialista llevada a la categoría de determinante estético. Y aquí, al admitir el reparo, hemos de insistir —poniéndonos en el caso de la literatura para algo, cartelista o de tesis, que no es de nuestra predilección— en la ineficacia del procedimiento, porque se ahuyenta empavorecida a la gente a la que se quiere convencer. En este aspecto, respecto del cual nos hemos ocupado con abusiva insistencia, encontramos nuevamente una coincidencia con la opinión esclarecedora de Rojas: «La acción es una cadena ininterrumpida de sucesos pavorosos. En las variaciones que conducen el tema a su clímax nadie es capaz de interrumpir, con una salida festiva, la tensión espantosa del relato». Sí, en panorama rápido, recorremos en la memoria las obras maestras de más real y efectivo valor polémico en la literatura universal, las que en realidad han torcido el curso de los hechos, frente a un aburrido Telémaco, Emilio o Vicario saboyano, frente a una lastimera y melodramática La cabaña del Tío Tom, tenemos esos formidables documentos polémicos que son el Quijote, Gargantúa, 236 Mapa de América, Prólogo de Ramón Gómez de la Serna, Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1930. 176 Cándido, Gulliver, La reliquia, Babbit... Y pensar que hasta Dostoievski —a quien las gentes se han acostumbrado a representárselo sombrío, oscuro, adusto— es capaz de sonrisa, de burla, de expresión de humor como en la vida. Es uno de los más grandes caricaturistas de todas las literaturas. Sus personificaciones grotescas no tienen rival: Lebedev y el General Ivolguine, la Generala Muishkine, en esa maravilla de idealidad y poesía que es El idiota; Fedor Pavlovich, en Los hermanos Karamazov, además de ese abominable y lúcido Iván, que cuenta sus entrevistas con el diablo—; Foma Fomich, en Stepanchikovo, que es una joya de humor del principio al fin; Stefan Trofimovich y Bárbara Petrovna en Demonios; Versilov de El adolescente; el Príncipe Valkovski, de Humillados y ofendidos y setecientos más… Junto a la irrealidad azul, sin límites de bondad y humanidad, sin linderos de ternura y amor, de un Muishkine; junto al mesianismo dulce, infantil, ingenuo de Alioska Karamazov, y al diabolismo patológico de Strauroguine —ese extraño y desconcertante personaje que representa por instantes el sentido de maldad y el sentido de extravío— y a la iluminada bondad de Sonia y al horror doloroso, «humillado y ofendido», de Smerdiakov, y a la sin par figura infantil de Kolia Krasotkin… Y esa niña pálida, enamorada, dulce y triste, que pasa como una sombra que ilumina, que es la misma siempre y diferente siempre y que se llama con distintos nombres, en distintas novelas: Nelly, en Humillados y ofendidos, Nietochka Nezvanova, Olia en El adolescente Matrioscha en Demonios, Viera Lebedev, en El idiota, Lizaveta, en Los hermanos Karamazov; y finalmente Katia, para cuya descripción se hace de hilos de luz la palabra del gran ruso: «Era una carita ideal, una belleza verdaderamente cautivadora, radiante, una de esas bellezas que nos hace detenernos de pronto, como transidos de dulce turbación, como asustados ante el hechizo, y a las que nos sentimos agradecidos por el solo hecho de que existan y se dejen ver de nosotros». La ausencia del humor en la novelística ecuatoriana, no la discute nadie. Rojas insiste: «La novela ecuatoriana contemporánea es de una adustez que asusta, nadie sonríe en ella ni se permite contar un chiste. Acaso no hay otro intento que el de Alfredo Pareja en la novela Don Balón de Baba, héroe un tanto tartarinesco, víctima de original locura». AUSENCIA DE TERNURA Y PIEDAD Pero la ausencia que yo lamento más en la novela ecuatoriana contemporánea, y que acaso le hace más daño —producto del lamentable confucionismo artístico doctrinario de sus horas de iniciación— es la ausencia de ternura. La falta de presencia de la ternura, diríamos mejor en forma afirmativa. El menosprecio de la poesía, considerada acaso, como «elemento burgués», impropio de luchadores y dialécticos. Pura infantilidad, desde luego, que muy serio mal le hizo a la etapa inicial, poderosa y máscula, de nuestra relatística. Ternura, esencia de la vida, encuentro doloroso o gozoso, de lo más bueno y puro de la naturaleza humana, lágrimas de madre, llanto o risa de niño… ¡No, señores, no son sentimientos «burgueses»! Esta desviación, más lamentable que 177 ninguna, ya que eliminando los factores emocionales puros, elimina toda posibilidad de realización artística, está ya desapareciendo, o alejándose por lo menos, en algunas producciones capitales de nuestra novela y de nuestro relato. Todo un capítulo, ese bello capítulo de la gran novela de Joaquín Gallegos Lara, Las cruces sobre el agua, que se titula «Intermedio de amor y de recuerdos», es un poema de ternura esencial y de luminosa y estremecida poesía: «Por el claustro, más allá de la escalera se divisaba un trozo macizo de cielo nocturno. ¡A decirle hasta mañana, ella se arrimó al corredor, tan blanca, tan fina! En sus pestañas se dormía todo el hechizo de la noche de la tierra. Tendió la mano. — Las estrellas están despiertas. — ¿Recuerda la otra noche, al volver del teatro? También sentimos las estrellas, las hicimos algo nuestras, Violeta. — Los que se aman, se vuelven hacia ellas. — Son un espejo demasiado grande para el amor. Supieron que ambos las amaban y a Alfonso le evocaron su niñez, cuando el abuelo le enseñaba a conocer la Osa y el Carro. Acostumbraban entonces tenderse cada al cielo, frente a las noches encendidas. Sentía, no un tumbado claveteado de plata, sino la vastedad abisal, en que palpitan, más cerca o más lejos, más mundos y más mundos. Con el rumor de las olas de sus propias sangres, bajaba a ellos un rumor infinito. El se detuvo y se atrevió a cogerle la mano que ella le tendía. Sus caras se hallaron muy próximas. Al mirarse, creyeron en el éxtasis. Se dijeron lo que siempre se ha dicho, lo que siempre se dirá». ¿Es una página arrancada de Graciela de Lamartine237? Me diréis. No. es una página de Joaquín Gallegos Lara. Y acaso ni de uno ni de otro: la vida. «Lo que siempre se ha dicho, lo que siempre se dirá»... Y más luego, este otro diálogo: «—Presta la mano. Se la tendió y él pudo ver la semejanza también de la trama de rayitas entrecruzadas en las palmas sonrosadas. — ¿Para qué? —Acaso de fijarme en que tus manos se parecen a las de mi vieja. — ¿Cierto? —En todo, sólo que las de ella están ajadas por el tiempo y el trabajo. ¡Pero son lo mismo de suaves y de frágiles y de poderosas! No sé dónde he leído algo acerca de la fuerza sin esfuerzo de los ángeles.» 237 Alphonse Lamartine (1790-1869). Escritor romántico francés. Graziella, novela publicada en 1852, de ciertos rasgos autobiográficos, contiene todos los elementos clásicos del romanticismo: pasión inocente, amor prohibido, y muerte de la protagonista que no puede consumar su sentimiento. 178 También Enrique Gil, que marcó su punto más alejado de la ternura y de la poesía, él, poeta por sobre todo, en su dura y acedo libro de relatos Yunga; tuvo ese logro de amarga ternura, de desolada poesía, al par que de mucho cauce humano, de larga y universal trayectoria temática que es, par mí, y desde el punto de vista artístico —que acaso esté ya confundiendo con mi gusto personal—lo mejor de su obra: Relatos de Emmanuel; sin olvidar que las dos terceras partes —en extensión— de Nuestro pan, tienen intención emocional constante y un puro y castigado aliento de poesía. ¿Y Pedro Vera? Releed algunos capítulos de esa novela fuerte, Los animales puros, y encontraréis entregamientos a la ternura y a la poesía, en este poeta que proclamó que sus poemas eran un fusil. FALTA DE HONDURA PSICOLÓGICA238 La crítica venezolana que anteriormente […], atisba ya el problema y hace el correspondiente reclamo: falta de hondura psicológica, falta de incursión hacia adentro. La coincidencia de opiniones es, en este aspecto más generalizada. En una hora de la novela en que su alimento esencial ha sido y sigue siendo el aporte de psicología profunda, la falta de incursiones hacia el hombre interior de parte de nuestros novelistas, ha sido más fácilmente observada. Porque el, otro capítulo de acusación más frecuente, el de la mala palabra — que alguna vez aplaudí yo, cuando la aparición de Los que se van, y lo proclamé «el grito de independencia de nuestra literatura»—, es una peripecia técnica que cumple su finalidad objetivadora y realista; y lo que es aún más extraordinario y aparentemente inexplicable: en ese libro puro, idealizador y ennoblecedor de la vida —de la vida integral del hombre— que es El amante de Lady Chatterley de Lawrence, la diáfana transparencia inocente de la mala palabra es un factor más de purificación, como los angelotes desnudos en las madonas de Rafael y de Murillo, son acaso más puros que las nubes… Pero, en los casos corrientes, en que la mala palabra es elemento de paisaje y ambiente, real necesidad de las personificaciones o tipificaciones humanas, ella no se justifica únicamente por ser tal, sino porque junto al episodio adjetivo de su empleo, está la penetración psicológica, la vertebración interna de los personajes: Louis-Ferdinand Céline, en su Viaje al fin de la noche, hoy silenciado, después de su extraordinario y a mi juicio merecido éxito; el mismo Henri Barbusse, en El fuego, nos había ya curado de espanto en materia de malas palabras. Y eso que no queremos recurrir a las autoridades máximas de la Biblia y el Quijote… En el momento actual, el pontífice del existencialismo, Jean-Paul-Sartre, sobrepasa a todos sus antecesores en el uso de lo coprolálico y sicalíptico que puede hallarse en los diccionarios de cualquier idioma… Al afirmar que, en este punto de la falla psicológica, existe una coincidencia mayor de opiniones, y una menor posibilidad de defensa de la nueva novelística ecuatoriana, me estaba mentalmente refiriendo a que es precisamente en ese aspecto en el cual los mismos escritores han iniciado resueltamente el camino —no de rectificación— sino de completamiento, de integración de su obra. Ejemplos: Hombres sin tiempo, de Alfredo Pareja, donde se pueden leer capítulos como 238 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 271-279. 179 «Viruta de sueños»; y La fuente clara de Humberto Salvador, en que la capacidad de relato dinamizado y rápido del autor de Trabajadores, está hasta cierto punto contenida por los conocimientos del profesor de psiquiatría, el psicoanalista, de Esquema sexual. La fuente clara, novela de ritmo lento, en la que se practica al propio tiempo la técnica de los valorizadores del recuerdo y la de los que intentan —¡qué difícil cosa, no lograda en plenitud ni siquiera por Joyce!— expresar en letras el monólogo interior. Y el Juyungo de Adalberto Ortiz, la novela del negro esmeraldeño, cómo difiere de lo reporteril y fotográfico —en general— de la novela del indio, en su incursión profunda por los meandros del inconsciente humano: el delirio febril de Antonio en el capítulo «Pepepán» y el Tente en el aire, es un ensayo afortunado de transliteración da un monólogo interior. Y en Las cruces sobre el agua, de Gallegos Lara, hay un logro mayor de interiorización en el trasfondo humano, que en los libros de la primera época del realismo ecuatoriano. En el cuento, la novela corta, la cosecha es más abundante aún. Ángel F. Rojas, que ya había dado ese libro tan diáfano y profundo a la vez que es Banca, nos ofrece una historia de almas, en Un idilio bobo, precisamente el cuento que da nombre al libro en que se publica: ese cuento que, según la opinión de un escritor norteamericano, ha de tener resonancia y difusión universales. Igual cosa podemos decir de Alfonso Cuesta, que no ha rectificado, sino que ha insistido. Y de los relatos de Alejandro Carrión, contenidos en La manzana dañada, que nos recuerda a Poil de carotte, de Jules Renard239, el doloroso e idílico cuento infantil más bello de las letras contemporáneas. LA MALACRIANZA HEROICA En su voluminosa —y al mismo tiempo ligera— Nueva historia de la literatura americana, Luis Alberto Sánchez, penetrante y certero casi siempre, anota que la novela ecuatoriana contemporánea está obsedida por el tema sexual. Es verdad. Larga y ancha verdad. Pero no verdad profunda, en la mayor parte de los casos y, seguramente en los más significativos. Para ser exactos, Sánchez hace, en este aspecto, la exclusión de Icaza. Su párrafo es así: «El acento patético de la novela social venezolana discrepa del que ostenta la ecuatoriana. En ésta hay menos intimismo, más exterioridad. Además, la mujer juega un papel, sin duda, principal. La mujer y la lujuria, que en la venezolana se agazapan y ceden el paso a la preocupación ideológica y política. Salvo en Jorge Icaza, cuyos cuentos de Barro de la sierra (1933) me parecen lo más cimero de su obra ya popularizada a través del potente y fuerte Huasipungo y de sus dos novelas subsiguientes (En las calles, Cholos), los demás escritores ecuatorianos viven obsedidos por el sexo». El sexo en superficie, en peripecia, en circunstancia, en anécdota, no realmente en hondura. No el sexo en el «amplio sentido creador, considerado como fuerza y energía primordial», que es el motor de las novelas de Theodore Dreiser240, según la opinión de Lewisohn, quien luego sostiene: 239 240 Ver nota 101. Ver nota 75 180 «La eminencia de Dreiser dentro de la trama de la literatura y la civilización de su país, se debe a su manera de tratar el sexo, a su constante afirmación de la importancia y, en verdad, el carácter sagrado de ese proceso y función generadores que están en el centro mismo de la vida». En la novela ecuatoriana de iniciación, la audacia frente a las cuestiones del sexo era más bien una forma de insurgencia, con un valor parecido al del empleo truculento de la mala palabra. Una cierta juvenil y desafiante fanfarronería, frente a la pudibundez de los angelitos que vuelan cuando se encuentran solos los enamorados a la orilla del lago con cisnes — ¿cisnes?—; y a la pacatería babosa de los puntos suspensivos, hoja de parra para cubrir «las vergüenzas». O sea nada menos que la obra capital de la naturaleza que, en la Biblia, tiene su terrible e implacable mandamiento: «creced y multiplicaos». La irreverencia sexual, la desnudez sexual, la no elusión sexual de los novelistas ecuatorianos contemporáneos, en su período inicial, es uno de los aspectos más interesantes de su rebeldía, de su espíritu revolucionario en su etapa infantil; un aspecto del extremismo propio de los neófitos de toda nueva religión. Pero aspecto adjetivo, en suma, como el de la mala palabra. Continúa Luis Alberto Sánchez: «Más que ninguno, Humberto Salvador, que entremezcla lo freudiano, la líbido y la proclama, en sus libros». El caso de Salvador es, en realidad, muy notable. Una curiosidad intelectual poderosa, al servicio de una personalidad ávida de modelarse y remodelarse, a tono con la verdad científica de la hora universal. Y un deseo de justicia, una «pasión de piedad por sus semejantes», lo lanzaron sin reservas, sin regateos, tras las grandes antorchas prendidas —cada una en su horizonte— por los dos grandes judíos: Marx y Freud. Y entonces, el ensayista de Esquema sexual, aprovecha su propio material, para hacer el relatista de En la ciudad he perdido una novela, Trabajadores, Camarada, Prometeo, La fuente clara. ¿Obsedidos por el sexo? No, precisamente. Poseídos más bien de una especie de infantil matonería, de cercana —y desorientada— influencia revolucionaria, que se resuelve en afrontar la expresión de lo sexual; la morosa —y superficial— descripción de lo sexual. ¡Qué lejos de la profundidad esencial y plena de poesía de D. H. Lawrence, por ejemplo, en su calumniado y no siempre comprendido El amante de Lady Chatterley! Lawrence lleva a la excelsitud, casi diviniza al cuerpo humano, expresión de belleza, florecimiento del proceso de la naturaleza, como pudiera hacerlo con una rosa, con un crepúsculo, con la visión del mar. Los novelistas ecuatorianos de la primera época sabían demasiado que estaban cometiendo una malacrianza heroica. ¡Que era necesario cometer! DUREZA EXPRESIVA […] En la novela ecuatoriana del primer momento, la mala palabra fue una expresión de rebeldía, un acto heroico de liberación, un grito de independencia. Así lo interpreté desde el instante inicial, y lo he contado largamente en este libro. Era tal la mojigatería ambiente que, con la excepción casi solitaria y silenciada de A la costa y la polémica política en forma de novela que practicaron Roberto Andrade y otros pocos espíritus liberales, el resto, en materia de relato, 181 era misérrimo por la cantidad y por la calidad. Pero, singularmente, por la pequeña hipocresía, disfrazada de lirismo declamatorio, de falsa arcadia pastoril o eglógica, y, lo que es peor, de costumbrismo chirle provisto, como las fábulas, de moraleja final. Los modelos españoles como el Padre Coloma, Doña María del Pilar, casi resultaban, junto a sus discípulos ecuatorianos, libres, mal hablados, díscolos. Pero, justo es decirlo, además del grito de rebeldía y de liberación, estaba también la honesta busca de la fórmula expresiva que sirva al nuevo contenido — tema, paisaje, personajes— de la novela que nacía. El ajuste de los nuevos motivos novelados con el instrumento formal que los sirva y exprese, es uno de los problemas capitales del arte. Y lo primero que, por intuición o reflexión, tenían que afirmar los nuevos novelistas, es que la presencia del Ecuador, del hombre ecuatoriano de la ciudad o del campo, la presencia del pueblo, sus luchas, sus problemas, no podían ser dichos sino en su propio idioma muchas veces rudo, de apariencia grosera, pero verdadero y real. EL PAISAJE241 En nuestra novela realista —algún nombre hemos de darle a éste le conviene bien— ya sea de Guayaquil, como de Quito, Cuenca, Loja y toda la República, en mayor o menor proporción, el paisaje está incorporado, hasta tal punto que nos da la impresión de dominarlo todo: autor, tema, personajes. Luis Alberto Sánchez, fundándose en ello, ha podido decir, refiriéndose a toda la nueva novelística americana: «Nosotros, los indoamericanos, los americanos en general, somos todavía un continente o dos continentes, demasiado sometidos al ambiente. Nos subordina el paisaje, nos agobia la riqueza de nuestro territorio, estamos sumergidos en la densidad asfixiante de nuestra atmósfera demasiado rica en aromas naturales...» Y más adelante precisa: «Veamos a un Rivera ante la selva amazónica, y ella es quien le dicta los románticos párrafos de su relato. Un Güiraldes ante la pampa, se deja someter a su influjo. Un Da Cunha ante la manigua, un Icaza ante la soledad de la puna, todos ruedan avasallados, sin conseguir que la materia les obedezca». Alfredo Pareja, el novelista ecuatoriano más anchuroso de temas, nos va a dar la primera comprobación, en la inicial de La Beldaca. Hubiésemos podido elegir páginas cuajadas de paisaje, en cualquiera otra de sus novelas, pero hemos preferido ésta, por la resonancia internacional que va ganando con sus 241 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 283-299. 182 traducciones a idiomas extranjeros, y porque, dada su lucidez y su abundancia descriptivas, nos sirve de argumento irrebatible: «El mar no tiene aún coloración celeste. Parece, a veces, tenuemente dorado, tenuemente gris, tenuemente negro. Arriba, en el cielo, se ha abierto una hendidura. Poco a poco, se alarga. Luego, se redondea a los lados. Es ya ovalada. Es un plato de luz esa hendidura. No hay más ruidos que el de agua, sin colores precisos, que chocan impaciente contra algo, algo que puede ser una piedra sobre la arena es leve el mar, tan leve que apenas se siente un susurrar de bronce, un largo chasquido de lengua. Pero ya no se ven las lucecitas tal que estrellas al reventar las olas, ni el reguero de plata que deja un pez al saltar. Ya no se ve ese negro apretado del mar en las noches obscuras. Por el plano de luz se van filtrando rayos dorados. En un instante, parece una porcelana mirada al trasluz. Después, es más claro. Se rompen las líneas de la figura ovalada: el plato se ha hecho astillas. Afuera, no muy lejos de la arena, se mece la silueta de una barca. Tiene dos palos. La cadena del ancla está templada. Un farol amarrado a la jarcia derecha del trinquete es la única luz de la balandra. Allá, como si fuera en pleno mar, se enciende y se apaga, una y otra vez, el faro de La Punta. La bahía se redondea y va a salir después — muy afuera— la punta de Santa Elena. Es una sombra apenas toda esa costa que deja contemplar el amanecer. Por el faro hay rocas. Grandes piedras que resisten al mar. Si uno se acerca por allí, percibe el estruendo de las aguas agitadas. Parece que el mar habla y que las piedras, en un mutismo absoluto, rechazan las palabras como si fuera insultos. Son peligrosos esos sitios: hay corrientes tan fuertes; hay tantos remolinos; tanta espuma; tanto bramido; tanta roca, que se ha incrustado en el vientre de los barcos. Caminando por tierra, se atraviesa la angosta faja de la península, ya va uno a salir al otro lado. Es mar bravo. Así lo llaman todos. Primero, un cerro: allí está el faro que guía y que salva. Y bruscamente, casi sin faldas, viene la planicie árida, seca, amarilla. Por un lado del cerro, piedras y piedras, hasta muy lejos. Por el otro, arenas, con piedras también. En el sitio de las rocas hay mucho ruido. Debe tener milenios ese ruido. Tambo como las piedras, como la arena, como las aguas. Pero el tiempo no le importa al mar. El ha hecho su obra en un instante e ignora lo que vale un siglo. Como si emergiera de entre el fragor de las aguas, se ve la ―Chocolatera‖. Es un enorme hueco rodeado de rocas y de gritos: de unas rocas pardas, blancas, negras, llenas de agujeros por los que penetran las espumas furiosas, y de unos gritos como compases al espasmo de las aguas que se estremecen allí dentro. Si uno está de pie contemplando la ―Chocolatera‖, la espuma, bramando, da saltos gigantes y moja los pies. Y si uno se halla solo, 183 da un poco de temor esa especie de insulto que lanza el mar desde aquel hueco tan profundo. A la derecha, un arco elevado es la obra perfecta del mar; obra acabada. Y lejos, hacia la inmensidad, hay una mano de piedra que apuntando al horizonte. Se ha caminado casi dos horas adentro. Ahora se presenta la pampa. La pampa fría, donde el viento se divierte. Cubriendo la lejanía, los cactus sin flores son siniestros. Y en la noche parecen manos desgarradas o cuellos largos de enfermos. En medio de esa sabana pelada, sobre la sombra redonda que hace el sembrío de la sandía, se levanta una casucha de caña. Son cuatro palos flacos, unos travesaños que los aseguran y, encima, el piso hecho de tablas viejas. En las paredes —construidas de caña picada— sólo hay una ventana siempre abierta y una puerta sin hojas, que da acceso al único cuarto de la casa. Cuando más, en las noches de mucho viento, se cuelga allí un trapo. El techo tiene paja y bijao. Un bijao que trajo la balandra de algún viaje de Esmeraldas. Dentro del cuarto, en el ángulo derecho, hay una mesa sucia...» En estas páginas iniciales se encuentran todos los elementos que necesitaría un pintor para pintar un cuadro. Sólo al final de ellas asoma el anuncio de la presencia humana que, como dijera el filósofo pesimista, sólo sirve «para ensuciar el paisaje». Jorge Icaza —ya citado como un esclavo del paisaje por Luis Alberto Sánchez, concepto que no suscribimos, porque la temática argumental de Icaza domina campos esencialmente humanos— mantiene vivo y constante al paisaje por entre la acción, el tema y los personajes. No se separa de ellos. Se filtra en todos los instantes, como aquella neblina de las sierras que le es tan necesaria para ubicar sus indios. Acaso no nos ofrece, como el caso ya citado de Alfredo Pareja, la morosa y colorística pintura mural que sirve de telón para su acción. «El invierno, la montaña y la miseria han hecho de Tomachi un pueblo de lodo, de basura y de acurrucamiento; se acurrucan las chozas a lo largo de la única calle lodosa y adornada de basureros, se acurrucan los guaguas a las puertas de las viviendas a jugar con el barro o a marcar el calofrío del paludismo; se acurrucan las mujeres junto al fogón, tarde y mañana, a preparar las mazamorra de masca o el locro de cuchipapa, se acurrucan los hombres, de seis a seis, junto al trabajo de la chacra, de la montaña, o se pierden por los caminos con sus mulas llevando carga a los pueblos vecinos. La callejuela está tatuada por una pequeña acequia de agua turbia, donde abreva el ganado de los huasipungos, donde los cerdos hacen sus camas de lodo para saciar sus ardores, donde los niños, poniéndose en cuatro, sacian la sed. Hacia el fin de la calle, en una plaza enorme y deshabitada, se alza la iglesia del pueblucho apoyando la vejez de sus paredones en largos puntales —es un cojo que ha salido del hospital del tiempo andando con muletos—. Todo lo vetusto de la fachada contrasta, con el oro del altar mayor y las joyas de la Virgen de la Cuchara, patrona del pueblo 184 a los pies de la cual, un centenar de indios y de chagras hambrientos, van depositando sus ahorros para que la Santísima Virgen se compre sus alhajas». El paisaje en Icaza, dotado de un poder extraordinario de suscitación, tiene un factor que lo hace más vivo y humano: tiene incorporado el tiempo. Es una especie de «espacio-tiempo» literario, porque a la fijeza inmutable de la naturaleza, Icaza le agrega la móvil inmovilidad del personaje humano; las mujeres, junto al fogón, tarde y mañana. «Los hombres de seis a seis...» Y así, en todas las páginas, el paisaje se filtra, está siempre presente, como un protagonista cuyo testimonio es indispensable a cada paso. No deja que se aleje ni la lluvia, ni el lodo, ni el frío ni la ventisca entumecedora de los páramos. Le son indispensables para la acción. Si se quitara el paisaje de una novelística de Icaza, se haría algo casi incomprensible, de forzada emoción. Y él lo comprende así, cuando hace la nivelación de planos de importancia entre el paisaje y el hombre, como elementos de su técnica de novelar: «Del paisaje aterido de frío se levanta con la misma pereza dolorosa de los mingueros242 un vaho blanquizco que voluptuosamente se va diluyendo en la primera luz mañanera». ¿Y Humberto Salvador? Novelista principalmente urbano, en su primera época. De fuerte tendencia social. Franco y recio propagador de la justicia. Uno de los más acusados —en su primera época también— por su expresa inclinación al cartel de propaganda. Luego, hombre de introspección, ambicioso buceador de la psiquis humana, lento descriptor de paisajes y de almas. A su etapa de novelista social, pertenece este paisaje urbano: «El Tejar es un barrio lleno de piedras. Cada piedra guarda una leyenda. Humilde, fría, podrida de tristeza acaso, es como una vieja que se escurre tímida bajo la penumbra de los zaguanes, llevando ocultos debajo del pañolón los recuerdos de los amores que tuvo cuando fue bella. Las piedras de El Tejar vieron pasar otro tiempo a las brujas. En sus rincones más ocultos conservan el secreto de algún misterioso embrujamiento. Calladas, han ahorcado con sus duras manos al silencio. Piadosas, su ternura acarició a la carne adolorida del indio. Sobre ellas, el poncho fue más galano que la galante capa. El rebozo asesinó con su coquetería al mantón de Manila. Como cristales rotos que vuelven transparente el recuerdo de las espaldas desnudas que se apoyaron sobre ellos, al despeñarse los rayos del sol en la mañana, las piedras los despedazan para robarles sus joyas. El iris degolló para ellas su sinfonía. Cada una siente estremecerse en su seno un color. Un diminuto sol, rojo o anaranjado palpita en su carne como protoplasma de emoción. 242 Mingueros. Participantes de la mingas. Minga, es una invitación a un gran número de personas de un mismo lugar, de quienes se solicita ayuda física para terminar rápidamente un trabajo, sin recurrir a los profesionales. 185 Son humanas, profundamente humanas. Más humanas que muchos hombres. Los siglos, que pasaron revolcándose viciosos sobre ellas como ―cholos‖ borrachos, crearon en sus entrañas el dolor de comprender que nacieron para el trabajo, el dolor y el hambre. Que son obreros de una enorme fábrica de vida emocional, donde los patrones pisotean siempre con el casco de su bota: por eso ellas lloran su miseria en la noche. El antiguo puente de El Tejar, ciego y tembloroso como un abuelo de los siglos, era para ellas un amante, que deshojaba sobre su frío el jazmín de la tibieza galana. Fue ahorcado el abuelo: ellas, huérfanas, lloran su muerte en el ángelus de la tarde y rezan una avemaría por su espíritu que vaga por el barrio. La quebrada alucinante, tremenda, encerraba todas las leyendas. A la luz agonizante de las velas, ella refería historias de duendes y fantasmas a las viejas devotas. ―El Farolito‖ era suyo. Farol, luz vagabunda que aparecía todas las noches. Era el alma de un antiguo sacerdote apasionado, que murió sin confesión. Los cielos le condenaron a llorar su dolor en la quebrada a la hora de las brujas. Descendía en el silencio, rojo como un corazón. Caminaba en el aire. Era la luna sangrienta del cielo negro de la quebrada. Al verlo, las piedras se estremecían». Descripciones así, inauguran un sistema nuevo de paisaje, que la hacer las traslación a términos de orden plástico, pudiéramos asegurar que suministran elementos para un cuadro «expresionista». Entre los novelistas de Guayaquil, el paisaje es un personaje humano permanente, duro en veces, grato en otras, pero siempre presente, explicador de la trama —no dominador, como diría Sánchez—, y señalador de itinerarios para los actores humanos. Compañero de los personajes, inseparable de ellos en José de la Cuadra, de un lirismo casi huguesco en Aguilera Malta, sobre todo en La isla virgen; actuante y necesario en Gallegos Lara y Enrique Gil Gilbert; presente y persistente, como trasfondo vivo, en Jugungo, la gran novela negra de Adalberto Ortiz. Hablando de La isla virgen de Aguilera Malta —en bello prólogo que la precediera— Ángel F. Rojas afirma que «hay obras de nuestra literatura que sólo pueden ser comprendidas en función de la selva y de su fuerza de destino». Y, como quien inicia un ritmo de epopeya, solemne, majestuoso, pero lleno de color y de calor, Aguilera Malta comienza, en la primera página de La isla virgen, con esta soberbia presencia de paisaje: «La tierra se estremece. Sobre los cerros y sobre las planadas, hormiguean los hombres, despeinando la selva. El rumor continuado de los hachazos se torna, cada vez, más denso, más fuerte. Los árboles caen y caen. Se les ve dar saltos inverosímiles, agitando sus ramas flexibles, sus abanicos de hojas innumerables. Por la intensidad de su gesto de arranque, se puede adivinar su familia: recios ceibos milenarios, cascoles pétreos, algarrobos elásticos, cabo de hachas nervudos, colorados quebradizos. 186 La maniobra de los hombres ha sido la señal de la dispersión. El cielo se mancha de aves veloces, que tejen a manera de una gigantesca telaraña de plumas. Griterío de temor resuena entre los picos temblorosos. Los loros, patillos, colembas, pavas del monte, cagonas, etc., parecen disparadas desde tierra. Breves instantes, vacilan. Después, emprenden una huída disonante, en mezcla absurda de tamaños y colores. La red tupida de la selva parece romperse. Como mar que se desborda, surge la falange amorfa de los cuadrúpedos y los reptiles. Y, (cosa inaudita) se ve zigzaguear a la equis rabo de hueso junto al venado saltón, al trigrillo hambriento y traidor al lado de las ardillas y de las iguanas, de los gatos de monte y de los borriquillos. Es un constante remecerse de los palos delgados, de las hierbas menudas y de los bejucales. Se espolvorean los brusqueros intrincados. Se estría en mil partes el laberinto gris de la hojarasca, el piso se llena de huellas multiformes. La naturaleza toda tiembla y brama. Los hombres, asustados, contemplan silenciosamente el desfile. Quisieran decir algo, hacer algo, pero los tiene presos el hacha que danza vertiginosamente entre sus manos». Y, al azar, en obras de la Cuadra, Gallegos Lara, Gil Gilbert, Adalberto Ortiz, Pedro Jorge Vera, encontramos, al voltear cualquier página, la presencia del paisaje cálido de su zona litoral, haciendo, junto al hombre, de protagonista en el drama. El móvil de este capítulo sobre el paisaje, ha sido la confirmación de Ángel F. Rojas respecto de que una de las características del relato lojano es «su moroso enamoramiento del escenario familiar». Afirmación que es, sin duda, verdadera. No acaso con la terrible, y a veces dominante, prevalencia que en el resto de la novelística ecuatoriana. La cual se acerca mucho a dar la razón a las enfáticas e hiperbólicas afirmaciones de Luis Alberto Sánchez; pero sí con una censurada y serena contención, propia de casi todas las expresiones literarias de esa zona de la geografía espiritual del país. En Pablo Palacio, el más esterilizado, casi algebraico pudiéramos decir, de nuestros escritores, el encuentro de paisaje es muy difícil. Ese desacomodo permanente del hombre con la realidad, se expresa en una ironía sin ternura, que alcanza con extraordinaria exactitud, y desolada crueldad hasta al paisaje: «Aquí estoy colgado en el bosque, en uno de esos hermosos bosques de la ciudad, cercados, amurallado y enrejados como las cárceles. Mano geométrica del hombre, que tantas cosas buenas hace, con líneas tan bonitas y tan bien meditadas. Hemos dicho aquí: hágase el verde, y el verde ha sido hecho y hemos trazado una línea para el verde; entonces hemos puesto el dedo en medio de lo creado y levantándolo bruscamente hemos dejado allí un árbol barbudo, lleno de hombros y de parásitos blanquecinos con escaras lavadas. Y más allá hemos hecho otro garabato, y más allá hemos puesto otro garabato. Hombre, amor, geometría, árbol, garabato». 187 Y en otro sitio: «Ahora la ciudad, después del campo, parece una cosa decente, limpia y clara. El campo era tierra grande, con viento. Primero, tierra pelada y amarilla y pequeños arbustos tristes; segundo, tierra alfombrada y verde; verde y sólo verde; tercero, montañas azules y viento desatado». Y agrega: «Ana, no te ilusiones. El campo sólo era tierra grande con viento. Nosotros, americanos, no hemos podido conocerlo ni amarlo. Tengo miedo del campo: el límite, el límite es lo mío». Rojas, el mismo Ángel F. Rojas, es un sobrio, preciso pintor del panorama. Solamente que, con su extraordinaria fuerza temperamental y su iluminado don de poesía, tiene la capacidad admirable de, en ciertos casos ofrecer, con la sola pintura del paisaje , una emoción dramática que nos sobrecoge y nos domina: «Por manera, que saltamos unas páginas de sucesos no de colores. Y nos engolfamos de nuevo en la pintura que, si he de ser franco, me está cansando hasta a mí. ¡Pero me he propuesto pintar, y qué le vamos a hacer! Estamos de nuevo en el friso del abismo, y también en el friso del amanecer. La noche —de la que nada digo— helada y sin nubes, nos prometió un día despejado: el día que empieza a hacer. Una mañana limpia de nubes como oveja recién trasquilada. Como duerme todavía las inmensas soledades telúricas, hay que despertarlas. Suena un disparo, y otro. Entonces fue de oír los alaridos de alarma de las moles oscuras: parecía una tribu salvaje consternada ante lo inaudito. El eco, sobresaltado, reforzábase en las concavidades y remedaba el estampido con guturales y roncos aullidos. Con lo cual una flotilla de cóndores —auténticos hijos de la roca— empezó a vigilar nuestro avance. Evolucionó, majestuosamente, en espirar, hasta ganar altura. Luego que nos hubo observado, se incrustó, en lento remacharse, en el cielo del noreste. Otra vez el silencio absoluto, que es el primer ministro en el reinado de la roca. No se divisa un solo árbol ni hay la menor señal de vida: aquí la naturaleza tiene un aspecto de superficie lunar. Es un panorama áspero, inerte, desolado, que fatiga la vista y pone en la garganta impulsos de aullar, lúgubremente, a la soledad. El propio sol ha amanecido completamente solo. Levanta la cabeza tras los pedruscos desgarrados del oriente y, de un salto queda prendido, balanceándose, en el cielo. La sombra desmesurada vuelva más morena la roca en que se alojan las lagunas, que advertimos ya bien cerca. Y, en efecto una vez que hemos conseguido rodear una excelencia repugnante de la roca, una boca granujienta de pústula con legañas blancuzcas, tirando el 188 resuello, descolgamos de los hombros nuestra carga, y miramos con ojos ávidos. En este punto prefiero recordar los hitos más vigorosos: trato de reproducir la impresión más fuerte. ¿Cuándo tuve, de las lagunas, la impresión más honda? ¡Cuando las dejaba! Cuando volvíamos las espaldas para despedirnos, para grabar, en el fondo de las retinas, la danza de los moldes reflejadas en sus linfas, por última vez. Cuando nos invadía una tristeza imponderable como el adormecimiento, que no siquiera sabíamos si estaba en nosotros o en el paisaje. Algo como el adiós de una mujer nos hacía detenernos por instantes a paladear, silenciosamente, el gusto salvaje de este mundo de otra edad geológica, tan remota ella, que todavía era incapaz de crear el misterio de la vida. Tras largos esfuerzos, habíamos llegado al fondo de la aventura. Por eso teníamos una pesa sutil a volvernos, abandonando la ganancia que semejante esfuerzo nos produjo». Veamos, en Rojas, un tipo de paisaje diferente del de los costeños: aquí es un telón de fondo para una aventura del alma; es el marco en que se desenvuelve una peripecia del espíritu. Mientras los narradores citados anteriormente hacen un paisaje para la acción, Rojas nos pinta un paisaje para la contemplación. Eduardo Mora Moreno, cuentista vernáculo, de acendrado apego a la tierra y a la luz de su Loja nativa, es un fijador de iluminaciones permanentes o efímeras, en párrafos que dan la sensación de películas ultrasensibles para la aprehensión de lo instantáneo: «Hacia una mañana espléndida. De las hondonadas ascendían lentas, blancas brumas carmenadas; en el corral cercano mugía el ganado, impaciente por salir al pasto; un vaho de frescura exhalaba la tierra, húmeda de rocío y la brisa llegaba cariciosa, perfumada de un suave olor de guangalos florecidos». Es característica, en materia de paisaje, la inicial de su cuento «Lo han chucado243»: «Todas las mañanas la zhulla244 madrugadora le lava la camisa al campo. Cada hoja es un estuche. Sobre el prado brilla infinidad de aristas argentadas, como si en el mortero de la noche hubiesen triturado las estrellas. Lo diamantes son gotas endurecidas, petrificadas. Las gotas sobre la hierba, ríen con los ojos niños de las esmeraldas. El campo se despereza: bostezan los oteros su vaho de neblina; los saucedales despeinan cabelleras de trinos; en los corrales atruenan 243 Eduardo Mora Moreno, libro Humo en la era, Loja, Ediciones Surco, 1939, en la que consta el cuento «Lo han chucado». 244 Shulla, rocío; también escarcha, relente (Manuel Moreno Mora, Diccionario Etimológico y comparado de Kichua del Ecuador, CCE, Núcleo del Cuenca, Cuenca, 1967, p. 188). 189 los mugidos; una tempestad de vellones se arremolina en los apriscos». Amor, grande amor al paisaje de su tierra hay en las narraciones de Alejandro Carrión, poeta que hace escalas en la novela y el cuento. Considero su obra relatística el más serio y logrado intento —con las de Alfonso Cuesta y Dávila Andrade— de meterse por dentro de sus personajes; obra que me recuerda —lo he dicho antes— un poco la de ese gran precursor de la novela introspectiva, dotado de la inigualada capacidad de re-sentir y re-crear en la edad adulta, con un poder maravilloso de recuerdo sensible el interior de las vidas infantiles: Jules Renard. Carrión ha lavado bien sus ojos para ver el paisaje245. Conclusión: la novela moderna ecuatoriana, ha dado al paisaje categoría y lugar permanentes. No se ha dejado ahogar por él —montaña, jungla— según el temor de Luis Alberto Sánchez. Ni lo ha mixtificado para el deliquio romántico, con luna y cisnes de guardarropía. Allí está, presente, actuante, con calor y color, explicando y dando marco a la aventura humana. Como en el elemento indispensable, en la medida necesaria de la acción y la pasión del hombre. IMPOPULARIDAD Parece este reproche una paradoja, tratándose del tipo y caracteres de la novela ecuatoriana actual. Pero la verdad es esa; en la primera época son, principalmente, novelas y relatos para la superficie intelectual, para discusión en capillas y cenáculos literarios. A pesar de su escasísima difusión, apostaría a que la misma Cumandá de Mera, es más conocidas y leída que la mayor parte de las novelas de la primera etapa, con la excepción, acaso, de las de Humberto Salvador. El caso de la impopularidad de la llamada literatura social, es más evidente y manifiesta en la poesía lírica, como alguna vez ya lo expresara. Pero con respecto a la novela, la afirmación es también valedera; y es que, a pesar de su realismo indudable, ha carecido de entraña, de aproximamiento a la verdad popular, de profundidad. Y entonces, este reclamo, en último término se resuelve en el primero y el segundo: superficialidad y ausencia de ternura. A PESAR DE TODO... A pesar de las fallas de sustancia y técnica de la novela ecuatoriana actual —algunas de las cuales hemos reconocido, y han sido reconocidas por alguno de sus realizadores, como Alfredo Pareja— el hecho en sí de la aparición, en forma coincidente y masiva, de una novela ecuatoriana de las características de la que apareciera en los alrededores de 1930, algunos años hacia delante o hacia atrás, es un fenómeno extraordinario en las letras continentales, por su valor de americanía, y en las letras castellanas, como significación estrictamente literaria. Guardadas todas las proporciones, no conocemos un caso parecido en las literaturas contemporáneas, como no sea quizás el de la literatura 245 Por hacer periodismo de combate —eso está muy bien— donde hace encuentros con los yangüeses de nuestra política bárbara, Carrión ha olvidado la novela y el cuento —y eso está muy mal. (Nota de Carrión a la 2ª edición de El nuevo relato ecuatoriano). 190 norteamericana, a partir de Theodore Dreiser. Pero mientras en la gran nación yanqui, todas las justificaciones son posibles —a pesar de Will Durant— en esta tierra pequeñita de territorio y gentes, el enigma se hace al parecer indescifrable. No existe la justificación que radica en los antecedentes, porque salvo el caso ya a medias incorporado y de precursión tan cercana de A la costa, en realidad en el Ecuador no se había cultivado la novela hasta entonces. A lo largo de este estudio hemos podido comprobarlo: panfletarios, historiadores, poetas, ensayistas, sí habíamos tenido, y en proporción muy honorable entre los demás pueblos del continente: Espejo, Olmedo, Montalvo, González Suárez… Bastante para ilustrar nuestro período clásico, con nombres de cultura y varonía; porque en ellos, como una señal de líneas vocacionales, son esas las categorías profundas: cultura y libertad. Porque, es innegable, el panorama de la novela ecuatoriana contemporánea enmarcada dentro de los límites cronológicos de su aparición hasta hoy, ofrece alrededor de una decena de nombres de consideración, y una producción que sobrepasa, seguramente, en número, unidad y tipo cualitativo general, a la de cualquier otro país hispánico del continente, dentro del mismo período de tiempo. LA LITERATURA: OFICIO HEROICO Esta bella cosecha se produjo en los momentos precisos en que el cultivo de la literatura se situó entre los oficios heroicos en el Ecuador. Justamente por distonía franca y leal con el ambiente. Singularmente con el clima político un poco bárbaro en que ha vivido el Ecuador durante el último cuarto de siglo. Oficio heroico, en verdad: sin empresas editoriales que faciliten la llegada al público de los productos nacionales de la inteligencia. Con una protección oficial caso siempre acordada a las mediocridades sumisas a los múltiples regímenes que han asolado el país. Sin crítica literaria alentadora, porque «el hecho literario» no ha sido todavía, por la mayoría de nuestra prensa llamada grande, considerado a la misma altura que «el hecho policial» o el dato de incidencia deportiva: más que la diatriba —algunas veces administrada cobarde e hipócritamente— lo que ha merecido la nueva literatura relatística ecuatoriana, dentro de casa, ha sido el silencio. El silencio implacable de los dispensadores de prestigio, de los repartidores de gloria, de los graves y dogmáticos dómines, que se creen asistidos del derecho de espaldarazo dentro de las orden de caballería —¿de caballería?— literaria que ellos creen de su exclusiva propiedad. NADIE ES PROFETA EN SU TIERRA Ya lo dijo el Evangelio: «Non est propheta sine honore, nisi in patria sua et in domo sua». (Matheo, XIII, 57). Pocas veces como ésta, se cumplió la Escritura: no hay profeta sin hora sino en su patria y en su casa. Porque, en efecto, la crítica extranjera se encargó de hacer la justicia que negó la crítica doméstica. A pesar de que muchas de las ediciones de esos libros fueron gráficamente deficientes y pobres, y no invitaban a la lectura, como Los que se van y el mismo Huasipungo, en su primera edición; el experto lector y el avisado crítico extranjeros, advierten la nueva excelencia que asomaba en el panorama continental, y la proclamaron sin la envidia pequeñita que silencia, que hace el elogio de limosna y con un 191 cuentagotas; sin la escorpionería emponzoñada que se lanza a picotones de honras, a mordeduras sobre la persona del escritor y no sobre su obra. Oficio heroico decíamos, en verdad: pago de la edición, reparte de la misma en forma gratuita y, aún más, con dedicatoria elogiosa para que le reciban el regalo del libro, y el resto de los volúmenes, ocupando lugar, como material de construcción, con ladrillos, en una bodega o en un sótano. Y como en el libro —dentro del libro— había materiales explosivos contra los convencionalismos y las prácticas de explotación; porque allí se soliviantaba al indio o al montuvio; se propagaban «ideas exóticas y disolventes»; se hacía prédica de bolchevismo246 para desquitar «el oro de Moscú»; se atentaba contra la moral y la decencia, usando palabrotas que no dicen «ni las verduleras o los sargentos de la Guardia Civil» —gentes que tienen estanco, el monopolio y el derecho adquirido a la mala palabra—; como en aquellos libros perversos se trata de desacreditar a las personas honorables, «que tienen cuatro reales»; se habla mal de «la gente bien»; resulta pues, que sus autores son gente corrompida y corruptora, a la que hay que hacerle el vacío, a la que no se deben confiar funciones ni puestos del Estado; gente a la que no hay que darle la posibilidad de que, viajando, saliendo al exterior, venga con más autoridad y petulancia a embaucar a los incautos y hacerlos comulgar con sus peligrosas teorías… Así pues los hombres de las promociones literarias realistas en contra de lo que ocurriera con las promociones literarias anteriores que, por lo general, fueron protegidas por el Estado paternal; han sido postergados, subestimados, desterrados casi de posibilidades burocráticas de significación, camino hasta entonces, y hasta hoy, practicado por los hombres de clase media urbana en el Ecuador. Acaso en ciertas líneas, como la cátedra de colegios secundarios, pudieron encontrar refugio. Demetrio Aguilera Malta, en su drama Lázaro narra esta tragedia. Pero cuando los espasmos dictatoriales arreciaban —caso Arroyo del Río o Velasco Ibarra en los últimos tiempos—, las barridas de intelectuales de ideas disolventes, asumían caracteres de catástrofe… El «Grupo de Guayaquil» —¿fui acaso yo quien por primera vez empleara esta expresión, en mis comentarios elogiosos a Los que se van en 1930?— por ser originario en un medio menos burocratizado, más abierto a otras posibilidades de «buscarse la vida», ha sufrido relativamente menos en los avatares políticos. Con la expresión martirizada y valerosa de Joaquín Gallegos Lara, verdadero héroe civil de las letras y de las ideas, signado por los dioses para el dolor permanente y la muerte prematura. Los caminos del comercio, de la industria, pudieron ser utilizados por esta muchachada valiente. Y es Demetrio Aguilera, haciendo fideos; Demetrio, el menor urgido económicamente, acaso, por la holgada situación económica de sus familiares. Es Alfredo Pareja, luchando bravamente, con singular acierto y visión de los negocios, hasta encontrar su camino ancho para defenderse en la vida, y poder realizar excursiones esporádicas por la política y el parlamento, como en 1938. Es Pedro Vera, con su pequeño negocio de librería… Enrique Gil, que entrega a su militancia política lo mejor de su vigor mental y físico, ha tenido su asiento en el parlamento… José de la Cuadra sí fue el alto burócrata del Grupo. Quizás esta 246 Bolchevismo, doctrina política basada en la interpretación y puesta en práctica del socialismo científico (comunismo) de Karl Marx por Lenin (Vladímir Ilich Uliánov). 192 misma tranquilidad relativa le permitió acercarse tanto a la perfección técnica de contenido y expresión, que hacen de él un maestro del cuento. Todos los del Grupo —siempre con la excepción trágica de Joaquín Gallegos Lara— han viajado, se han incorporado in person a las nuevas promociones intelectuales del continente. Y mucha parte de su producción ha sido editada por las más prestigiosas editoriales de habla española, después que hubieron conocido las primicias de su obra modestamente publicadas en el Ecuador. Algo que es preciso destacar, para destruir definitivamente una parte de la leyenda negra de los escritores jóvenes del Ecuador, es que casi todos ellos, y acaso la totalidad de los de Guayaquil, son gente hogareña, de tranquila y virtuosa vida familiar, alejados de todos los snobismos de juerga y estupefacientes, que malograron a valiosas generaciones anteriores. Casa, mujer y niños. Ordenada vida de trabajo para ganarse el pan. Sin cuchillo en los dientes y sin hoz ni martillo en las manos. Con cuello y con corbata. «Aunque Ud. no lo crea».. Para los escritores de la sierra, los caminos para ganarse la vida son más restringidos y difíciles. Puede decirse que, a menos de tener una holgura familiar suficiente, no queda sino uno: el servicio del Estado, la burocracia. Y en los ratos perdidos —o robados—, hacer la obra para la cual sienten vocación. En esta circunstancia, los escritores de verdad, de las nuevas generaciones, debido al contenido mismo de su obra «de denuncia y protesta», y también a su verticalidad, a su no entregamiento a todos los advenedizos del poder, han sufrido muy rudamente frente al espasmo político. Y, a pesar de que su trabajo remunerativo se ha hecho en modestas colocaciones dentro del magisterio secundario principalmente; pues de allí han sido también barridos en las horas —tan frecuentes— en que la mandonería entronizada, ha tenido toda clase de rapiñas, atracos, traiciones y fechorías en nombre de «la honradez y del orden». En cambio, ¡qué estabilidad y qué ascensos han tenido los escritorzuelos de rodilla plegable y dúctil columna vertebral! La literatura —por allí debíamos haber comenzado— no mantiene a «sus hombres», con raras excepciones, casi en ningún país de la América Latina. Ni aun cuando han llegado a la cima del prestigio. De tal manera que, por lo que se refiere al Ecuador, tiene que ser, y acaso por mucho tiempo, un hobby, una ocupación de segunda mano, a la que no se puede dar la totalidad, ni acaso la mejor parte, del tiempo disponible. LAS LETRAS DEL ECUADOR ACTUAL247 La contribución mayor del Ecuador a la literatura latinoamericana, está constituida principalmente por polemistas, panfletarios, ensayistas 248 La novela llegó relativamente tarde, ya muy entrada la época republicana. Y la poesía — salvo la épica representada por Olmedo— puede decirse que apareció desde la segunda década del presente siglo. 247 Tomado de Comentaro, n. 49., Buenos Aires, Publicación del Instituto Judío Argentino de Cultura e Información, 1966. pp. 20-23. Hemos utilizado para esta edición el texto y las notas incluidos por Gustavo Salazar en La suave Patria y otros textos, Quito, Banco Central del Ecuador, 1998, pp. 107-111. 248 Este planteamiento Carrión lo esgrimió en varios ensayos. 193 Así como no tuvimos grandes generales, ni ejemplares soberbios de matadores de hombres en la época de la independencia; así, en cambio, en los predios de la palabra escrita ofrecimos los más auténticos ejemplares del Peleador — insultador, diría Unamuno— como pocos países de nuestra América han podido ofrecer. El nombre inicial de nuestra cultura, colocado a caballo entre la Colonia y la Independencia, es el indio Francisco Chushig, que él pomposamente trocó por el sonoro y nobiliario de Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo249, para la posteridad Espejo, el indio Espejo. Panfletario feroz, insultador incontenible: peleaba por cosas de la Iglesia, por cosas de la gramática, por cosas de la libertad. El es el gran precursor de Bolívar y los capitanes de la guerra de la independencia. El consiguió una América libre de acuerdo con las concepciones jacobinas y con las ideas de la Enciclopedia; todo eso injertado en una especia de monarquía incaica, en la que, con funciones inspiradas en Montesquieu, se constituía la pirámide de los Hijos del Sol, con las instituciones que iban desde el ayllu incásico hasta las cumbres del Imperio. Concepción parecida a la que preconizara el Precursor de Venezuela, Francisco de Miranda250. En los aprendizajes de la República —aprendizajes en los que poco o nada hemos avanzado hasta hoy día— se encuentra otra figura grande de nuestra cultura: Vicente Rocafuerte251. Este costeño extraordinario, entra en la línea de aquellos hombres de toda América que inaugurara Andrés Bello y que tenía como su dios mayor al ya nombrado Francisco de Miranda: Rocafuerte caminó todos los caminos del Mundo; aprendió democracia liberal en Inglaterra, en Francia, en la Rusia de Catalina la Grande. Sirvió por igual a Colombia y a México. Tanto que, como Encargado de Negocios de México en Londres, prestó a Colombia una suma considerable de libras esterlinas, de las cuales el Ecuador actual aún no paga su parte. En México, considerándose tan mexicano como el que más, polemizó y atacó con dureza a la política y los políticos de ese país, singularmente al pintoresco Emperador Agustín Iturbide —Agustín I— el creador de la trigarante faja, que pagó con la vida el haberse metido a redentor y a emperador, en un pueblo que si apenas tolera a sus redentores, no soporta un minuto a sus emperadores. Este Rocafuerte vino a pelear con el fundador de la República el filático venezolano general Juan José Flores. Le dijo todos los improperios que se pueden decir en castellano, y terminó pactando con su enemigo, con el fin de llegar a ser presidente de la República. Y fue un gran presidente, un gran educador, sin abandonar un solo día su tarea principal: panfletario, polemista, insultador. La figura más importante, no superada hasta hoy, y por todos considerada 249 Ver nota 95. Francisco Miranda (1750-1816), precursor y patriota venezolano. Luchó en la batallas de independencia de los Estados Unidos, en la consolidación de la Revolución Francesa, y en la guerra de independencia americana, participó junto con Bolívar en la declaración de Independencia de Venezuela(1811). Estuvo al frente del ejército independista, derrotado, capituló, fue enviado a España, donde murió en prisión . (Nota de los editores) 251 Vicente Rocafuerte, (1783-1847), presidente del Ecuador, llamado «el civilizador». Su acción política se centró en la organización del Estado ecuatoriano. Esta es una figura fundamental en la noción de historia y patria que Carrión desplegó a lo largo de su discurso ideológico y ensayístico. (Nota de los esditores) 250 194 en el Ecuador como la primera: don Juan Montalvo252. Este gran escritor, este gran humanista, está dominado fundamentalmente por el hombre de batallas, por el panfletario. Oigamos a Unamuno: «Cojí las Catilinarias de Montalvo, pasé por lo excesivamente literario del título ciceroniano, ya que el término se ha hecho vulgar desprendiéndose de su etimología, y empecé a devorarlas. Iba saltando líneas; iba desechando literatura erudita; iba esquivando artificio retórico. Iba buscando los insultos tajantes y sangrantes. Los insultos ¡sí! los insultos; los que llevan el alma ardorosa y generosa de Montalvo». Se pasó toda la vida insultando al tirano García Moreno —otro gran insultador—; y cuando murió éste y le tocó combatir e insultar a un tiranuelo, le llamó Montalvo excremento de García Moreno... Las influencias europeas nos han llegado siempre con años de retraso. Así el romanticismo hizo su aparición en las serranías andinas cuando ya las grandes sombras de los semidioses románticos europeos estaban dando paso al realismo inaugurado por Balzac. El realismo, principalmente francés, el de Flaubert, Stendhal, y aún el naturalismo de Zola, no produjo un impacto apreciable en nuestra literatura. Porque en novela por ejemplo, tras una valiosa imitación de Chateaubriand, Cumandá, hubimos de pasar al primer ensayo de novela realista, publicada en la primera década de este siglo: A la costa, de Luis A. Martínez en la que, más que a través de los realistas franceses, se observa la más cercana influencia de los realistas españoles, Pérez Galdós y la Pardo Bazán. Esta novela tiene en la literatura ecuatoriana un significado parecido al que tiene Peonía, en la literatura venezolana, Luis A. Martínez, el ecuatoriano, acaso se aleja más del tono romántico que Romero García el venezolano. Las dos son novelas-signos, novelas precursoras de lo que vendría después. El modernismo que es, hasta hoy, la expresión importante de la literatura hispanoamericana emancipada de España, llegó tarde al Ecuador 253. Esa cabalgata de la reconquista que emprendieran Rubén Darío y sus huestes sobre la Península, no tuvo en sus efectivos hombres del Ecuador. Puede afirmarse que casi todos los países latinoamericanos, grandes o pequeños, tuvieron su representante capital en la ofensiva modernista: Rubén Darío, de Nicaragua, una de las más pequeñas fracciones del todo hispanoamericano; Julio Herrera y Reissig, nativo de otro país pequeño y culto, el Uruguay; Amado Nervo en México; Guillermo Valencia en Colombia; Santos Chocano en el Perú; Rufino Blanco Fombona en Venezuela; Leopoldo Lugones en la Argentina... Solamente en la segunda década de este siglo, cuando casi todos los dioses mayores del Olimpo modernista estaban muertos o muy viejos, apareció en Quito la llamada «generación decapitada» integrada por Arturo Borja, Ernesto Noboa Caamaño, Humberto Fierro, y secundada en Guayaquil por un muchachito montuvio, que en sus versos amenazaba siempre con el suicidio, y que al fin cumplió su promesa: Medardo Ángel Silva. Fue un grupo de muchachos inconformes que creyeron que los compañeros inseparables de la 252 Juan Montalvo (1833-1889), escritor ecuatoriano. Sus posiciones políticas liberales le enfrentaron a las sucesivas dictaduras de García Moreno e Ignacio de Veintimilla. Gran cultor de la prosa fina y polémica, considerados por muchos el mejor escritor del Ecuador. Entre sus obras están: Las Catilinarias (1880), Siete tratados (1882), Mercurial Eclesiástica (1884). (Nota de los editores). 253 Hoy la obra de los modernistas ecuatorianos está siendo revalorizada. Cf. Poesía Modernista del Ecuador, Colección Antares, n. 56. Quito: Libresa, 1991, estudio introductorio de Mario Campaña. 195 poesía eran las drogas heroicas y el alcohol. Su inspiración máxima era Charles Baudelaire, sin duda alguna uno de los grandes poetas de todos los tiempos. Pero de él, antes que al poeta de las Flores del mal, tomaron al cronista siniestro de los Paraísos artificiales. Este grupo de poetas se hundió pronto lenta o violentamente en la muerte. Medardo Ángel Silva se suicidó a los veinte años254. Es en la década del año treinta, cuando hace su aparición la novela realista ecuatoriana, con dos ramas muy sensiblemente apreciables: la de la Sierra, principalmente indigenista; la de la Costa, en veces montuvia y en veces urbana. La aparición fue como jamás antes se hubiera presentado: masiva, de conjunto. Manteniendo una calidad de altura parecida, los novelistas de la Costa y los novelistas de la Sierra totalizaban aproximadamente una decena. La explosión indigenista tiene como su capitán indiscutible a Jorge Icaza. Su primero y mejor novela, Huasipungo, marcó una era en el indígenismo literario ecuatoriano, En adelante se dirá antes de Huasipungo o después de Huasipungo. Icaza sin ser pródigo es un novelista fecundo a la manera latinoamericana. A su primer libro siguieron seis más, textos sin variación temática ostensible: a veces el indio o el mestizo actúan y viven en el campo, otras en la ciudad, su último libro publicado, el Chulla Romero y Flores255, es una novela urbana que huele a indio por todas sus partes, Signado con la maldición de la raza, desde Cervantes hasta hoy, Icaza seguirá siendo para todos el autor de Huasipungo. El «Grupo de Guayaquil», integrado por cinco hombres —cinco como un puño, diría uno de ellos cuando la muerte de un camarada—, está integrado por José de la Cuadra —fundamentalmente cuentista y autor de novelas cortas— Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta, Alfredo Pareja Diezcanseco y Enrique Gil Gilbert. Como hemos dicho, los de este grupo hicieron novela campesina —que ellos llaman montuvia— y novela urbana, Estaban fuertemente influenciados por las nuevas concepciones de la vida del hombre surgidas después de la primera guerra mundial y de la Revolución Soviética. Cual más cual menos, todos ellos se presentaron —según expresión actualizada por Sartre— como escritores comprometidos. De la primera época del grupo, nos quedan algunas obras perdurables, y, en general, un aliento de cosa propia tanto en el paisaje como en el hombre. Muchos de ellos han callado: dos, Gallegos Lara y de la Cuadra por la muerte prematura cuando apenas pasaban de los veinte años y se rozaban con los treinta. Los otros por diversificaciones y reclamos urgentes de la vida. Aguilera Malta está creando un género de novela histórica que toma los acontecimientos fundamentales de la colonia, la conquista y la independencia, un poco a la manera de Pérez Galdós y con un título que lo recuerda: Episodios americanos. Alfredo Pareja ha continuado su serie Los nuevos años, que tiene en el procedimiento una visible influencia de la Novela-río, que pusieron en boga los franceses entre-las-dos-guerras, El primer volumen se llamó La advertencia, el segundo El aire y los recuerdos, y el último, que acaba de aparecer en librería, Los poderes omnímodos. Quienes han marcado la calidad más alta en la novela ecuatoriana contemporánea son dos novelistas lojanos, procedentes de una ciudad perdida en la 254 Medardo Ángel Silva (1898-1919), poeta ecuatoriano, representante del modernismo en el Ecuador. El árbol del bien y del mal, es uno de sus libros más conocidos. Cf. Medardo Ángel Silva. Vida, poesía y muerte. Guayaquil: Banco Central del Ecuador, 1983. 255 Publicada en 1958, considerada como su obra más lograda. 196 frontera con el Perú: Pablo Palacio y Ángel Fe!icísimo Rojas, Sin hipérbole alguna, considero a Palacio el más importante y el más original de los escritores contemporáneos del Ecuador. Se ha tratado de emparentarlo con Proust, con Joyce y aún con Kafka. Lo cierto es que, en medio de una literatura acentuadamente regional, Palacio asume características inconfundiblemente universales. Rojas tiene una obra muy parva; pero su novela El éxodo de Yangana , inaugura la técnica del personaje múltiple, y en una forma que recuerda los versículos del Antiguo Testamento, narra el éxodo de un pueblo entero que abandona su comarca esterilizada por la maldición de la sequía y marcha en busca de un valle con río en donde establecerse. Un relato de juventud, Banca nos recuerda un poco a Cabeza de zanahoria de Jules Renard. La novela negra tiene su representante en Adalberto Ortiz. Juyungo ha tenido un éxito pocas veces igualado, ha sido traducida a muchos idiomas y la última versión al francés hecha por Gallimard, la ha incorporado a la más avanzada novelística contemporánea. Ortiz es también poeta de inspiración negrista. Su poesía se encuentra recogida en su libro Tierra, son y tambor. Muchos nombres jóvenes podrían aún ser citados: en poesía Jorge Enrique Adoum256, César Dávila Andrade257, gentes que han pasado apenas los treinta años. y otros que no se alejan todavía mucho de los veinte, Pero es preciso declarar que después de la gran etapa iniciada en el año treinta, nos hallamos en un periodo de remanso. Muchas inteligencias jóvenes hacen prometedores anuncios en revistas o poemarios breves; muchos narradores, que no se atreven todavía con la novela grande, nos están dando valiosas colecciones de cuentos. Pero la presencia ecuatoriana en las letras continentales, y en ciertos casos aún en las letras universales se ha hecho ya sentir y ha logrado un bien ganado puesto. EL ECUADOR LITERARIO, HOY258 Un receso. Un receso acaso largo. Hasta el punto de producir angustia en los apresurados. ¿Se agotó la vena narrativa de las gentes del Ecuador, después de la arrolladora promoción de los años 30259? Aquella promoción, la de los 30, constituyó un caso único en la historia de la novelística latinoamericana. No se producía, no podía producirse el despegue de la novelística en las tierras de habla hispana en América. Tres o cuatro solitarios golpes de timón, que se contaban con los dedos de la mano: en México, con El aguila y la serpiente y más obras de Martín Luis Guzmán, Los de abajo de Mariano 256 Jorge Enrique Adoum, Ambato (1926). poeta gravitante a partir de los 60. Autor de las novelas Entre Marx y una mujer desnuda (llevada al cine por Camilo Luzuriaga en 1996), Ciudad sin ángel, 1996. EI tiempo y las palabras, antología poética, 1992; Poesía viva del Ecuador: siglo veinte, 1990. 257 César Dávila Andrade, Cuenca (1918-1967), llamado por sus contemporáneos Fakir. Renovador de la poesía ecuatoriana, Boletín y elegía de las mitas es uno de sus textos mayores. Cultivó el cuento con maestría (Cabeza de Gallo; Trece relatos) y el ensayo breve. La biblioteca Ayacucho de Caracas publicó una selección de su obra preparada v prologada por Jorge Dávila Vásquez. 258 Tomado de Revista de la Comunidad Latinoamericana de Escritores. n. 5. México. 1974. pp.10-15. En el caso de este artículo, como en el anterior, se han utilizado el texto y las notas incluidos por Gustavo Salazar en La suave Patria y otros textos, Quito, Banco Central del Ecuador, 1998, pp. 113-120. 259 Alude a la crisis de la narrativa nacional evidenciada entre la década del cincuenta y sesenta. 197 Azuela, La vorágine de José Eustasio Rivera, en Colombia; Doña Bárbara, Cantaclaro, Canaima, de Rómulo Gallegos, en Venezuela; y Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes, en Argentina, No se había cortado el cordón umbilical con el romanticismo —no con el español, desde luego, sino con el francés, el inglés, el alemán—. Y los nexos con el modernismo, ese alud incontenible, no se rompía, porque el modernismo, fue solamente cosa de poetas. Ese ciclón arrollador, único movimiento de univocidad innegable e implacable, con su Jefe Supremo, Rubén Darío, y sus grandes tenientes, Lugones, Herrera y Reissig, Nervo, Valencia, Chocano, Julián del Casal, Blanco Fombona, Jaimes Freire... El Club de Rubén Darío, no tuvo socios de importancia en Chile— Gabriela Mistral es posterior— ni en Ecuador, ni Guatemala o Costa Rica... El modernismo no tuvo narradores, ni menos novelistas de novela grande. Acaso los cuentos —poemas de Darío en Azul. Tuvo un ensayista en grande: José Enrique Rodó. Esta explosión narrativa ecuatoriana de los años 30 no tuvo antecedentes. Y, ni siquiera, seguidores válidos. Fue resultante de conmociones internas de orden económico, que culminaron, principalmente, en la gran tragedia obrera del 15 de noviembre de 1922, que arrojó dos mil cadáveres sobre el asfalto caliente de las calles de Guayaquil. Y al propio tiempo, de la llegada del aluvión irresistible del triunfo, que se extendió como aceite inflamado por la vasta extensión de la tierra. Esa generación —he de repetirlo, única en América Latina en forma de promoción cerrada y numerosa— tuvo ramificaciones: «Grupo de Guayaquil» José de la Cuadra, Demetrio Aguilera-Malta, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert. Completada luego —cinco años de distancia— por Pedro Jorge Vera y los novelistas esmeraldeños de lo negro: Adalberto Ortiz y Nelson Estupiñán Bass. «Grupo de Quito», principalmente indigenista, con Fernando Cháves, Jorge Icaza. «Grupo de Loja», de mayor apertura hacia lo universal, con Pablo Palacio, Ángel F. Rojas... Escritores sueltos de Cuenca y otras regiones del país. El pelotón qué duda cabe, estaba comandado por el «Grupo de Guayaquil», denominación que utilicé yo, acaso por primera vez, al dar cuenta en Europa — donde yo residía entonces— de su aparición inesperada, sorprendente260. Porque la narrativa ecuatoriana tardó mucho en iniciar el despegue, desde sus somnolencias románticas: esa inevitable Cumandá del patriarca Juan León Mera, autor del Himno Nacional, que no era otra cosa —ha sido dicho y repetido— que un nuevo episodio del Genio del Cristianismo, de Chateaubriand. A la altura de Peonía de Romero García en Venezuela, de Santa de Federico Gamboa y un poco antes de Gallegos, Martín Luis Guzmán, José Eustasio Rivera, Güiraldes, aparecen dos novelas realistas, inspiradas ya en Galdós y, acaso, en Zola: A la Costa de Luis A. Martínez y Para matar el gusano de José Rafael Bustamante. Égloga trágica de Gonzalo Zaldumbide se queda en la tónica del modernismo. Y entonces fue el receso de que hablamos al principio. Un descanso poblado de propósitos y de intenciones. Que comienzan a frutecer recién. Y se expresan en la formación de grupos con nombres sucesivos y dispersos, que tienen un poco el 260 Carrión fue si no el primero uno de los críticos que auspició a esta generación, que surgió con Los que se van. 198 aspecto externos de hermandades y que, al autonombrarse, acaso, están planteando sus designios: El grupo Madrugada. El grupo Caminos... Y en las vanguardias, los Tzántzicos y finalmente, con mucha seriedad, este último grupo, de nombre tan pintoresco, se transforma en El Frente Cultural, que edita la mejor revista de su género que se haya publicado en el Ecuador: La bufanda del sol. En sus páginas se está haciendo la entrega de todo lo que hay en las nuevas corrientes ideológicas y allí también se encuentran muestras de lo mejor de la narrativa novísima. Que no se lanza aún —aunque lo anuncia reiteradamente— por los caminos de la novela grande. Y se detiene, por lo pronto, en los límites del cuento y la novela corta. De la promoción de los años 30, cabe destacar un fenómeno trascendental. de supervivencia, de reactualización: Alfredo Pareja Diezcanseco que, tras anunciar un roman-fleuve, un poco a la Jules Romains o, acaso mejor, a la Roger Martín du Gard —según André Gide el más grande novelista de Francia— y de realizarlo en un tríptico de novelas bajo el cognomento general de Los nuevos años, después de un silencio prolongado, publica Las pequeñas estaturas, de acusada alusión política pero con una técnica simbólica, en la que se sirve de representaciones. Demetrio Aguilera Malta, cifra fundamental del «Grupo de Guayaquil», parecía vacada fundamentalmente para el teatro en esta su madurez robusta y colmada de dones. Algunas piezas puestas en escena. Pero, de pronto, ante la sorpresa general, una novela agresiva, juvenil, de temática potente, dentro de un bien manejado realismo mágico, y —pásmense ustedes— urgida de hondas, telúricas vinculaciones a la tierra propia: la tribu indígena de los colorados, indígena de tierra cálida, dueños de todas las hechicerías, los milagros, los ensalmos, los conocimientos alucinógenos y medicinales, los sapos, las culebras: Siete lunas y siete serpientes. Y como si esto no fuera bastante —con ser mucho— Demetrio nos sorprende aún más con una novela totalmente en onda: El secuestro del General. En ella se cumplen todos los requerimientos más exigentes de la novela de hoy: forma expresiva, espacio-tiempo vario, alucinación y magia y, sobre todo, algo que ya se apuntaba un poco desde los primeros cuentos de Demetrio en Los que se van: obvio manejo del absurdo, dentro de una capacidad de grotesco sin recursos que nos conduzcan a lo repulsivo. Por entre todo eso, como una serpiente sabia, se desliza, culebrea una intención político-social rigurosamente envuelta en diversos ropajes: carcajada, dolor, angustia, humorismo negro y blanco. Nada de cartel, pero tampoco nada de timidez ni argumental ni menos expresiva. La promoción intermedia ha dado algo en este período: Pedro Vera, un buen libro de cuentos Los diez mandamientos y una novela, sin nombre todavía, pero que es casi la biografía de un personaje mareante de la política ecuatoriana de los últimos tiempos: tendrá éxito261. Adalberto Ortiz trabaja: poesía, cuento. Además de Juyungo. traducida a numerosos idiomas, ha publicado El espejo y la ventana, novela de varias dimensiones. Y tiene en telares —sin nombre seguro todavía— una novela que nos revelará nuevas modalidades de este seguro y afortunado novelista. Icaza, el autor de Huasipungo, novela mayor del ciclo indigenista, ha edita261 Se trata de El pueblo soy yo, Buenos Aires: Ediciones La Flor, 1976. El «personaje marcante» es José María Velasco Ibarra, cinco veces presidente del Ecuador. 199 do un tríptico ambicioso, que es como una Summa, un compendio de toda su obra bajo la designación de Atrapados. Allí está el teatro, el relato corto, la novela: todo lcaza. Lo mucho que en elogio de la obra total de Jorge Icaza hemos escrito, puede ser repetido hoy. Y ahora sí, la novísima cosecha. La que se halla hasta cierto punto insatisfecha de sí misma, Y mas aún, insatisfecha del lugar que ha logrado conseguir en el panorama general del relato, de la narrativa latinoamericana. Lo hemos dicho ya: se ha presentado por oleadas, por grupos, hermandades, mafias, un poco en el sentido cordial que los escritores mexicanos de Carlos Fuentes en adelante, adoptaron o les aplicaron por las décadas del final del cincuenta al sesenta, íntegro. Dos grandes nombres: Jorge Enrique Adoum, poeta por todo lo alto y que, sotto voce, nos promete narrativa y teatro, César Dávila Andrade, el Faquir, poeta hasta la médula, toda la vida y toda la muerte, pero que de vez en vez nos daba magnifica cosecha de narraciones breves. No llegó nunca a la novela grande. Sus Trece relatos, su Cabeza de gallo, nos muestran todo lo que pudo esperarse del Faquir, si la dipsomanía y el suicidio no hubieran terminado con una vida tan extraordinaria. Años más, años menos: Alejandro Carrión con buenos cuentos y una novela, La espina. Alfonso Cuesta y Cuesta, para mí, lo mejor de su grupo, nos ha dado cuentos de ternura infantil insuperables y una novela, Los hijos, que va ya por la cuarta edición, con éxito creciente. Cuencano como el, Muñoz Cueva, el de los Cuentos morlacos y Arturo Montesinos Malo que en Arcilla indócil nos ofrece una buena colección de cuentos y en Segunda vida, una novela larga de consideración. Alfredo Llerena, consagrado íntegramente al periodismo diario, se ha dado tiempo para ofrecernos buenos relatos de antología. Nelson Estupiñán, hombre de múltiple dación literaria: novela, cuento, teatro, poema. Su novela Cuando los guayacanes florecían, de tan bello nombre, entre otras, le señala un lugar de distinción entre los narradores contemporáneos. Alicia Yánez, se consagra, en plenitud de modernidad, con su novela Bruna, soroche y los tíos, que triunfara en importante concurso nacional, dotado de una bolsa de significación. Mucho se espera de esta joven novelista que rompe valientemente los moldes arcaicos de la novela, que cuenta una historia, para irrumpir por los caminos de la mayor libertad de construcción, imaginación y expresión. Y ahora sí, vamos a lo actual, a lo vigente y actuante: Lupe Rumazo, no por edad ni por sexo, sino por significación, pienso yo, abre las puertas de la modernidad literaria ecuatoriana, y su validez se señala por la variación temática de sus textos, por los diferentes géneros que aborda con igual fortuna: ensayo, crítica, manejo de ideaciones estéticas, del infrarrealismo al estructuralismo. ¡Cómo es de buida y penetrante cuando se interna por entre los meandros nebulosos de ese espíritu en plena levitación: Franz Kafka, o en las lucubraciones en torno del absurdo de Camus! Pero Lupe incursiona valientemente por las comarcas del relato: novela corta, cuento. En su libro del bello nombre — ¿verdad, Pablo Neruda?- Sílabas de la tierra, nos da textos reveladores de una capacidad narrativa fluida, a la vez que densa, poderosa de imaginación y al propio tiempo de agilidad y levedad. Lupe es la figura más alta de la novísima narrativa ecuatoriana. Teodoro Vanegas Andrade, se inició en la poesía, como muchos. Pero al pa200 sar a los dominios de la novela y el cuento, nos ha dado logros valiosos, como La noche estevada, novela de concepción y estructura muy modernas y de expresión valiente, sin timideces eufemistas, sin alardes procaces tampoco. Se acerca a la pornografía pero no cae en la obscenidad, dije alguna vez, como miembro del jurado que la mencionara honrosamente en un concurso nacional. Augusto Mario Ayora, cronológicamente anterior que muchos de los narradores en activo, pero que se ha dejado sobrepasar, en cantidad de obra, por varios de los más jóvenes. Escamas de culebra y otros cuentos, publicada en Guayaquil hace veinte años, nos reveló una tan sabrosa fluidez, anunciadora de una obra que estamos esperando. Las malditas exigencias de su profesión de abogado, su actuación pública, lo han llevado por otros caminos. Pero volverá, seguro, volverá. Miguel Donoso Pareja, expresión de una fase a la que parecía querer evitar la nueva narrativa: la rebeldía política, la rebeldía ética, la rebeldía social. L' homme revolté, en suma, que dijera Camus. Ese hombre rebelde, producto de la hora del mundo, y al que, por su proliferación, han querido eludir intentos fallidos: un nouveau roman, como el de Robbe-Grillet, cuyo pensamiento central es combatir el compromiso, afirmado: «Le seul engagement possible, pour l' écrivan, ¡c'est la littérature!». Donoso Pareja, como Jean Génet, como Sartre, como García Márquez o Vargas Llosa, es un escritor engagé. Su largo destierro —felizmente en tierra tan ancha y generosa como México—-lo está probando. Las obras hasta aquí publicadas: Krelko, 1962. —Guayaquil.—- El Hombre que mataba a sus hijos, Quito, 1968.— Henri Black, México. Teníamos aún en las manos el último libro de Walter Bellolio 262 El largo camino de la playa, cuando nos llega la noticia de su muerte trágica, grotesca, en Madrid: atropellado por un automóvil. Era un remordimiento que me acosaba: no había escrito aún un comentario sobre la obra, ya significativa de este hombre que, robado por las urgencias de la profesión de abogado, apenas dedicaba muy poco de su tiempo al ejercicio de su verdadera vocación: escritor de ficción. BelIolio263 abre la década de escritores guayaquileños que, comenzando con él y Alsino Ramírez Estrada, comprende que hay que abrir nuevas ventanas a la narrativa de los años treinta. Que hay que avanzar, que el camino puede tener bifurcaciones. Que hay que intentar búsquedas nuevas y emprender nuevas realizaciones. El caso de Bellolio es entrañable: hunde el estilete finísimo de su ironía en la carne viva de personajes y temas, y allí se encuentra con lo que él quisiera ocultar y no puede: la ternura. Alsino Ramírez Estrada es, como Bellolio, nacido en el famoso año 1930, en que la gran promoción anterior —hasta hoy no superada— había dado ya lo mejor de sí misma. Estos niños, nacían. Nacían al mismo tiempo que Don Goyo, Los Sangurimas, Emmanuel, el Guaraguao, Baldomera... Y, cuando los personajes de ficción no habían aún envejecido, ellos, los nuevos, comenzaban a realizar su 262 También publicó La sonrisa y la ira; y Crónica del hombre que aprendió a llorar, póstumo. Walter Rellolio (1930-1974), narrador ecuatoriano. Fue uno de los autores de Diez cuentos universitarios, antología con la cual irrumpió la generación de cuentistas del año 50. Como anota Gustavo Salazar a más de libro que menciona Carrión El largo camino de la playa , de 1972, Bellolio tenía ya un libro La sonrisa y la ira, de 1968, y en 1975 el libro se publicó Crónica del hombre que aprendió a llorar, póstumo, como lo anota Salazar (Nota de los editores). 263 201 obra, y entre ellos, Alsino Ramírez y las gentes de su grupo... Eugenia Viteri, después de El anillo, su libro de cuentos bien logrados, se dejó tentar por el teatro. Se ha entregado al magisterio luego, y nos ha dejado con el regusto de lo que pudimos leer hace una decena de años... Por este abandono momentáneo, obligado por la necesidad de entregarse a trabajos rentables, Nicolás Kingman nos había hecho olvidar que, en un momento, apareció en la escena como un narrador con dones: fluidez, construcción, carpintería del relato, y eso que no me canso de reclamar a nuestros escritores: una poquita de sentido del humor264. Kingman lo tiene: un cuento suyo, París chiquito, a la vez que señala los peligros del descastamiento, sabe reír y sonreír con finura, raras en la lobreguez del relato icasiano por ejemplo. A saltos y a brincos, llegamos, a Carlos Béjar Portilla, narrador ambateño incorporado al novísimo «Grupo de Guayaquil». Su esfuerzo de modernidad se emparenta a la distancia, con el ya tan logrado de Lupe Rumazo. Lo que lleva publicado, —tres libros y otro inédito— dan base para asignarle un lugar excepcional entre nuestros narradores novísimos. Tema grande, desarrollo grande acaso le han faltado: la novela. Pienso que Béjar ha demostrado tener sus navajas afiladas en el cultivo del cuento. Me gustaría verlo, muy él mismo, en una obra de su talla. Saldrá avante de la prueba. Castigarse y hacer. En el grupo Caminos, integrado por muchachos del interior, residentes en Quito, hay cultivadores de varias disciplinas del arte. Plástica, música, literatura. Y dentro de las letras, narradores, poetas, ensayistas. Algunos de ellos, varios, nos han entregado su cosecha en volúmenes generalmente parvos, de poesía y de relato. Me parece que los cubre un denominador común: la pausa, la censura, la euritmia temática y formal: allí no se grita ni se exclama. A pesar de que su inspiración, su numen, su Virgilio ha sido el poeta nuestro de más amplio registro verbal. Casi pudiéramos llamarle nuestro gran épico: Miguel Angel Zambrano265. El de Diálogo de los seres profundos, que es una especie de Une saison en enfer, del arcángel maldito Arthur Rimbaud y del grito a somatén más sonoro y vibrante de nuestra literatura: Mensaje. Entre los ensayistas del grupo, ejerce bien ganada capitanía Daría Moreira, de buída, incisiva al par que documentada capacidad crítica, dentro de los cánones de la más exigente modernidad. Lectura amplia, información bien dirigida: Darío Moreira es un orientador fraternal de su grupo, con bastante autoridad para ser oído y comprendido. En la narrativa, Marco Antonio Rodríguez tiene Cuentos del rincón, entrega de una decena de cuentos que no son, modestamente, una promesa. Son una realidad juvenil, fresca, auguradora, eso sí, de mayores cosechas. En el prólogo de ese libro, le reclamé aquello para lo que pienso está vocado: la novela grande. Rafael Díaz Icaza es ya un joven maestro de la poesía y de la narrativa. Anterior a muchos de los ya nombrados, merece un párrafo especial porque, pensamos, Díaz Icaza es de aquellos que, a pesar de sus demás haceres, ha tomado la literatura en serio. Es, en la primera línea de sus actividades, un escritor. Más de 264 Cf. «La novela ecuatoriana contemporánea; ensayo de interpretación», recogido en esta selección. Miguel Ángel Zambrano, Riobamba (1899-1969},poeta, catedrático Universitario y militante socialista. Autor, también, del poemario Biografía inconclusa. El breve apunte de Camón, homenaje a la vez, se perfila como parte de la revalorización que la obra de este poeta exige. 265 202 media docena de libros lo acreditan ampliamente. Como la mayor parte de los hombres de su época —anda próximo a rebasar la quinta década de su tránsitocomienza con la poesía. Luego, como en casa propia, se establece en el dominio de la narrativa corta: el cuento. Primero son Las fieras seguido, en cinco años, por Los ángeles errantes y coronado por su volumen de relatos: Tierna y violentamente. Como entrada a los dominios de la novela grande, en la cual esperamos que se establecerá, ha publicado dos libros: Los rostros del miedo y finalmente, Los prisioneros de la noche. Esperamos nuevos logros. Antes de entrar en la línea clara de los novísimos, he de referirme a cierto tipo de escritores de ancha trayectoria que no se han fijado en ningún género y que han abarcado muchos. Su trayectoria es un tanto inasible y de complicada ubicación: ensayo, poesía, teatro, tratado docente, relato. Entre ellos, tiene un alto puesto de maestría, Juan Viteri Durand, cuya tónica principal es el alto y agudo pensamiento, servido por una gran capacidad de expresión y una laboriosidad admirable; Álvaro San Félix, a quien, cuando ya lo teníamos ubicado dentro del histrionismo nos ofrece un libro de bella calidad ensayística: En lo alto, grande laguna. Merece lugar destacado y alto, Gustavo Alfredo Jácome, acaso la personalidad más cabal dentro de la línea del pensamiento y el cultivo de la literatura: poesía, ensayo, biografía y en la narrativa, una serie de cuentos tan bellos como los contenidos en su libro Barro dolorido. Su estudio sobre la obra de nuestro gran poeta César Dávila Andrade —con el que se incorporó a la Academia— es lo mejor que se ha escrito en los últimos tiempos sobre el tema. La promoción novísima, pienso que es la que se agrupa en torno a la Revista La bufanda del sol. Se denomina Frente Cultural, y cubre todas las vanguardias del pensamiento y la sensibilidad del momento. Viene desde el irruptor y audaz grupo Los tzántzicos, que editó durante algún tiempo la Revista Pucuna, desbrozadora de malezas y abridora de trochas. Hoy, habiendo todos pasado al Cabo de la Buena Esperanza de los treinta años, han constituido algo serio, que hace, piensa, escribe: ensayistas y sociólogos, Agustín Cueva, Fernando Tinajero, Alejandro Moreano, Esteban del Campo; poetas y narradores, Ulises Estrella, el capitán y animador; Iván Carvajal, Raúl Arias. Narradores: Abdón Ubidia, Pablo Barriga, Raúl Pérez Torres, Francisco Proaño. La fijación anterior puede ser arbitraria: todos hacen todo, pero la obra entregada nos autoriza para hacerla. Sin que pertenezca integralmente al grupo, pero incorporado a él, conservando su individualidad, Vladimiro Rivas, que ya nos ha dado buenas cosas en su colección de cuentos El demiurgo, y que seleccionado por mí para la Beca de la Comunidad de Escritores, se halla en México, escribiendo la novela que le correspondía escribir y otra u otras. Esperamos mucho de él. Finalmente, el grupo Galaxia, de Latacunga: los hermanos Franklin y Leonardo Barriga López, con obra apreciable; y Carlos Villacís, poeta, narrador, crítico. 203 JOSÉ ANTONIO CAMPOS: EL MARK TWAIN266 DE HIPANOAMÉRICA267 ¿Hipérbole? Es posible. Pero en una colección o antología del cuento hispanoamericano, Sanz y Días lo afirman así, al incluir junto a un bello cuento de José de la Cuadra, la narración criolla «Los tres cuervos de Campos»: «Este ilustre narrador y fino humorista ecuatoriano, que firmaba sus obras con el pseudónimo de ―Jack The Ripper‖ es considerado como el Mark Twain de América del Sur». En realidad, Campos no es un costumbrista, de la especie y tipo que se produjera en Quito especialmente, en torno a Mera, a José Modesto Espinosa268, con reminiscencias de Pereda269, doña María del Pilar, el Padre Coloma, y con una cursilería imponderable casi siempre. A ese «costumbrismo» nos hemos referido ya en estas mismas páginas, y nuestro balance, muy personal, no le ha sido favorable. Porque lo de Campos es másculo, alegre y ágil, mientras que aquello era mohoso, como charla de beatas, con inevitable presencia e inspiración santera, confinado a carloterías de salilla de confianza y, como dijera Jorge Diez con su fuerza expresiva, «con olor a cuarto de monturas...». Un poco trasunto de esa organizada canalización del chisme y de la intriga que se llama el confesionario. Campos no es, tampoco, únicamente el «folklorista». Ese sitio lo ha tomado, y muy bien, don Modesto Chaves Franco270, el «cronista vitalicio» de Guayaquil, con sus ágiles y coloridas láminas de viejas y nuevas costumbres de la ciudad y, muy pocas veces, el campo. El género cultivado por José Antonio Campos271 es una mezcla de periodismo, de panfleto político y social —en ese terreno le tenía puesta «tienda en frente» al formidable libelista Manuel J. Calle272— de relato humorístico y de 266 Mark Twain, seudónimo de Samuel Langhorne Clemens (1835-1910), escritor y humorista estadounidense. El Nuevo Relato Ecuatoriano, CCE, Quito, da. Edición, 1958, pp. 67-69. 268 José Modesto Espinosa (1833-1916). Político y escritor costumbrista. Mantuvo fuertes polémicas con Juan Montalvo y Pedro Moncayo.. Su artículos fueron publicados en diarios y revistas de la época, se recogieron en varios libros como Artículos de costumbres (1899) y Misceláneas (1901). 269 José María de Pereda (1833-1906). Novelista español. De inicios costumbristas, sus novelas van desde la defensa a su filiación liberal hasta el amor por el campo, sin dejar nunca de lado los cuadros de costumbres. Entre sus obras están: Escenas montañesas (1864), La Fontana de Oro (1870), Esbozos y rasguños (1881), y su novela más famosa Peñas arriba (1895), novela regionalista santanderina. 270 Modesto Chávez Franco (18721952), escritor ecuatoriano. Gran cronista de la ciudad, que recogió sus artñiculos en varios libros entre ellos: Crónicas del Guayaquil antiguo (193131), Átomos negros(1938). 271 José Antonio Campos (1868-1939), cuentista y novelista. Entre sus novelas figuran Dos amores (1899) y Crónicas del gran incendio de Guayaquil de 1896 (1904). Y entre los de cuentos Proyecciones cómicas de la vida culta y rústica (1919) y Cosas de mi tierra (1929). 272 Manuel J. Calle (1866-1918). Escritor y periodista ecuatoriano. Desplegó su talento a través de varios diarios del país como El Telégrafo, el Guante, con columnas mordaces, controvertidas y polémicas. En su época fue 267 204 crónica de antiguas y presentes costumbres. Y mucho, pero mucho, entraba el ambiente de la fábula con personaje humano. De la fábula estilo Samaniego, en especial. (Todas las fábulas provienen del jorobado Esopo y del bonhome La Fontaine) de ella tienen la moraleja final, la satirilla o conclusión, siempre aplicable a situaciones políticas o sociales del momento. Y allí está el periodismo, adoptando un forma especial, singularmente efectiva y actuante; periodismo en parábola, que da una vuelta, para dar en el blanco, por comparación humorística siempre caricaturada. No he de olvidarlo nunca: un periódico guayaquileño de gran circulación —El Grito del Pueblo— fue el primer vehículo en que me llegaron de niño las narraciones de Campos. Nos las disputábamos y, luego de leídas, eran comentadas por chicos y grandes, con igual fervor. Los unos, por el cuento, por impacto directo de la narración siempre amina, leve, ligera; los otros, los grandes, para desentrañar el meollo, el condumio de sátira política o social que llevaba dentro cada narración, cuento o fábula en prosa. Usaba el lenguaje del campo, casi siempre. Pero no en sus aspectos crudos y de «mala palabra». Porque Campos era un escritor discreto, que sabía a donde quería llegar: a todas partes. Y a todas partes llegaba, porque apenas puede darse otro caso de popularidad igual en nuestra vida literaria. Y allí, una diferencia fundamental con la novela o relato realista de los últimos tiempos: estos son manifiesta, definitivamente impopulares. Obras de cenáculo —sin paradoja— estas obras en que se habla el lenguaje del pueblo, con todas sus crudezas y que tienen sentido e intención social... Campos solamente ha tenido, en el terreno de la popularidad, un heredero o beneficiario, treinta años después, aunque les pese a los «intelectuales»: García Muñoz y sus leidísimas Estampas de mi ciudad, que fue la literatura que más complaciera a Thorton Wilder 273, en su visita al Ecuador. «Cuando el periódico no trae una ―estampa de mi ciudad‖ —nos contaba Wilder—, el mozo del hotel no me pasa el diario en las mañanas, asegurando que ―no hay nada que leer...‖». La obra de Campos llegaba a las aldeas del país, pero principalmente de la costa, en las hojas periódicas, rodeada de esa misma ansiosa espera que nos cuentan las crónicas victorianas ocurría con los folletines y los cuentos de Dickens… Y luego, las ediciones de sus libros: Rayos catódicos y Fuegos fatuos — ¡qué nombre para feo!— que yo alcancé a poseer, y Cosas de mi tierra, que jamás tuve en mis manos, se han agotado al momento de su aparición. Una reedición sería la prueba decisiva sobre el otro aspecto de la obra de Campos, su durabilidad. A mí, por lo menos —la vejez se defiende— me gustan todavía. conocido como «el tuerto Calle». Entre sus publicaciones están Ojo por ojo, diente por diente (1888), Carlota (1900), Leyendas del tiempo histórico (1905), Biografías y semblanzas (1920, póstumo). 273 Thornton Niven Wilder (1897-1975), escritor estadounidense, cuyas obras de teatro y novelas, por lo general basadas en mitos y alegorías, han llegado a un público muy amplio a través de distintas versiones. 205 LUIS A. MARTINEZ: A LA COSTA274 A la costa [de Luis A. Martínez]275 es algo tan inusitado en el ambiente literario de la época, en su ambiente social que, inevitablemente, nos trae el recuerdo de la inesperada, casi diríamos inexplicable, aparición de Goya en la escena plástica española, en pleno siglo XIX, después de una centuria de aridez reseca y llena de mediocridad. Como antecedente inmediato, el costumbrismo, cuyo representante más significativo es José Modesto Espinosa. Como coetáneos, de A la costa, en primer lugar los relatos y novelas de Alfredo Baquerizo Moreno276, ese gran orador, espíritu de altura y hombre nobilísimo: Tierra adentro, El Señor Penco, Evangelina. La figura política de Baquerizo Moreno ha llevado a segundo término, inmerecidamente, su valiosa obra literaria. Luego tenemos las incursiones por el relato y hasta por el intento de novela grande realizados por Manuel J. Calle, el príncipe de nuestros panfletarios, periodista extraordinario, dueño de la opinión pública nacional durante un cuarto de siglo. Como un rezago romántico, esa época ofrece una novela de aventuras, con desierto y bandidos: Luzmila, de Manuel E. Rengel277. Las novelas de Miguel Ángel Corral278: Voluptuosidad y Las cosechas, que tuvieron algún éxito de crítica en Europa. Las bellas narraciones de humorismo y color local de José Antonio Campos. Y, más cerca de A la costa en el espíritu y la tendencia, Pacho Villamar, de Roberto Andrade279, novela en que el gran panfletario oculta, hasta cierto punto al narrador; y en la que los personajes, con ligeras variaciones, son actores efectivos en el drama nacional. A la costa, es una novela realista en su contenido, en su factura, en su potencia expresiva. En ella los hombres hablan el lenguaje de los hombres. La fuerza revolucionaria de esta novela, que la convierte en punto de partida y signo, se manifiesta principalmente en el modo de expresión: del angelicalismo modosito y falso, del tono rimbombante y vacío de la prosa relatística anterior, A la costa da un salto inesperado hacia una prosa llana, natural, que dice lo que quiere decir, sin truculencias ni morosas deleitaciones en el heroico esfuerzo de la mala palabra, que en veces tiene el tono de reto de valentón a la pudibundez hipócrita 274 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 64-67. Luis A. Martínez (1869-1909). Combinó la pintura, el periodismo y la ciencia con la narrativa. Se lo considera el primer novelista moderno ecuatoriano. Otras de sus obras son Agricultura ecuatoriana (1899), Ascensión al Tungurahua (1900), Disparates y caricaturas (1903). 276 Alfredo Baquerizo Moreno (1859-1951). Escritor y político ecuatoriano. Presidente de la República (19161920). Como novelista era ―un prosista atildado y brillante‖, según Ángel Rojas, y su poesía denotaba Shelley. Entre sus obras están: Titania (1892), El señor Penco (1895), Tierra adentro (1898). 277 Manuel E. Rengel (1875-1944). Escritor y político ecuatoriano. Luchó en la revolución alfarista, bajo el mando de Vargas Torres, fue miembro de la Asamblea Constituyente de 1906, donde se consolidó el proyecto liberal. Escribió un única novela Luzmila (1902), obra aún romántica con ciertos elementos que la vinculan al realismo. 278 Miguel Ángel Corral . Diplomático y escritor ecuatoriano. Escribió dos novelas Voluptuosidad (1907), y Las Cosechas, que recibió el primer premio en un concurso organizado en París en 1914, cuyo jurado lo conformaban entre otros Rubén Darío y Amado Nervo, pero que recién se publicó en 1960, en donde se reproducen los ambientes campesinos. 279 Roberto Andrade (1850-1938). Escritor, historiador y político ecuatoriano. Integró el grupo que asesinó a García Moreno, por lo que pasó muchos años en el destierro. Desde 1882 se unió al movimiento de Alfaro, y luego de su muerte tuvo que salir del país por muchos años, regresó en 1930. Prolífico escritor entre sus obras están: Pacho Villamar (1900), Vida y muerte de Eloy Alfaro (1916), Historia del Ecuador (1930). 275 206 de la llamada gente bien. Martínez es capaz de usar, si es preciso, todas las palabras del diccionario castellano. Pero no cree que, para tener matrícula de escritor realista, es indispensable usarlas siempre todas. Para fijar bien el sentido y la significación que A la costa asume dentro de nuestra historia literaria, vale bien la pena releerla juntamente con la novela de Mera, Un matrimonio inconveniente, por ejemplo. Así se palpará el abismo que fue salvado por Martínez. Entonces acaso sabremos agradecerle debidamente todo lo que hizo por nuestra literatura, toda la vergüenza que nos ahorró ante el mundo. A la costa, representa lo que Peonía, la novela angular de Romero-García, representa para la novelística venezolana: una afirmación de lo nacional, sin brusquedades ni exacerbaciones criollistas; una contrapartida a la gazmoñería ambiente. A nuestra novela-signo puede aplicarse las palabras de Menéndez y Pelayo sobre Pereda, que Angarita Arvelo aplica a Romero-García: «Su realismo es vigoroso y crudo; aborrece de muerte a los idealismos falsos y optimistas, y, no obstante, hay en sus cuadros idealidad y poesía...». Está bien construida la novela, en general. Rinde, eso sí, un poco de tributo a los cánones truculentos de la época: Dumas, Fernández y González280, desde luego grandes narradores, argumentistas sin par. Por ejemplo, aquel detalle de que el desflorador de la beata haya sido, precisamente, el padre de Luciano. Pero la característica fundamental, de esencia y de sustancia, reside en que, sin perder su calidad y fuerza novelística, es un grande, veraz, terrible panfleto contra la sordidez siniestra de una vida social gobernada, no por rezagos de la Colonia —que fue brillante y galante en sus momentos, en las esferas altas—, sino por el tenebroso maleficio garciano281. De aquel terrible don Gabriel que, si por un lado se desfogaba caballunamente con la cajonera Dorotea, por el otro perseguía el pecado y las pecadoras, con una saña implacable, más negra de puritanismo hipócrita, que la de la Santa Inquisición. Viejo pleito, ya juzgado y ganado por el genio, es el de si se puede hacer del arte vehículo y arma de nuestra posición real ante la vida y sus luchas. De si podemos hacer de la obra de arte escena o palenque de nuestra pelea ideológica, política: de la batalla de los hombres por la libertad, la tierra, el pan. Y, ya lo hemos recordado: las dos obras mayores de la estirpe latina, Don Quijote y La Divina Comedia, son confesadamente polémicas. La una contra los libros de caballerías. La otra contra los güelfos florentinos, con los que puebla los nueve círculos del infierno. Solamente que la excelsitud artística y humana de esas obras geniales, las hizo sobrepasar su misión inicial, y convertirlas en categorías supremas de la inteligencia y la sensibilidad de los hombres. A la costa, es la novela que sirvió de vehículo literario y de expresión artística al liberalismo político que se había implantado a partir de 1895 282. 280 Manuel Fernández y González (Ver supra). Se refiere a la influencia de Gabriel García Moreno (1821-1875), presidente de la República (1861-1865; 1869-1875), desde 1859 hasta su fallecimiento ejerció el verdadero poder en Ecuador por medio de lo que algunos llegaron a calificar de dictadura o autoritarismo teocrático, caracterizado por una aplicación inflexible de valores morales y religiosos a las decisiones políticas. 282 Según Fernando Tinajero, «en 1895 comienza el Ecuador contemporáneo aunque no concluye el siglo ni acaba una época. La revolución de [Eloy] Alfaro tiene como mérito haber logrado, fragmentaria e incompletamente, un ajuste de cuentas con un pasado de matriz colonial. La Iglesia [católica] se verá atacada al tratar la burguesía comercial de arrebatar la hegemonía a la aristocracia latifundista, de la cual era soporte 281 207 Parafraseando al católico Bernanos: Luis Martínez no es un novelista liberal; es un liberal que escribe una novela. A LA COSTA DE LUIS A. MARTÍNEZ283 LA ERA ROMÁNTICA América Latina y, dentro de ella, el Ecuador, se había sumergido en el piélago romántico. A cuarenta años casi exactos de la aparición «oficial» del romanticismo en Francia: ese 31 de diciembre de 1830 —los franceses, en literatura, tienen la exactitud de los notarios— en que fue leído, según se afirma por Théophile Gautier284, el prefacio del Cronwell de Víctor Hugo. A cuarenta años, digo, el aluvión de la moda romántica, dominó nuestras comarcas, desde México a la Argentina. La expresión épico-lírica dominó todas las formas del hacer literario: ensayo, poesía, oratoria, polémica política, narrativa. Acaso el despertar libertario dentro de la vida política y social, antes, en y después de las gestas independizadoras —que ellas mismas tuvieron mucho de romántico— ejercieron influencia determinante y dominadora en la naciente vida literaria de todos nuestros países. Las revoluciones políticas europeas y norteamericana, habían contagiado definitivamente nuestra «manera» de actuar y convivir, en todos los dominios. Singularmente la Revolución Francesa —en todos sus aspectos y direcciones— había impreso marcas profundas en nuestra conducta. Nos hicimos imitativos, copiadores. ¿Qué más nos quedaba? España, en los finales de su dominación colonial, había caído muy bajo en los finales del siglo XVIII y muy entrado el siglo XIX. Con la efímera excepción del reinado de Carlos III, que fue un conato lúcido de acercamiento a Europa; esos tiempos vergonzosos —Revolución Francesa y Bonaparte— España, la excelsa descubridora, conquistadora y colonizadora —se había convertido en un país avergonzador en los altos dominios de la Corona y mediocre— de implacable mediocridad; en los campos de la cultura, de la literatura en especial. Mientras al otro lado de los Pirineos y del Canal de la Mancha, campeaban excelsamente figuras como Goethe, Víctor Hugo, Byron. Keats, Lamartine, Chateaubriand —que no es santo de mi devoción, pero es grande tout de méme—, Shiller, Manzoni, Alfred de Musset, Shelley… en el campo estrictamente romántico; y apuntaban las grandes figuras del realismo: Balzac, Flaubert, Dickens, Stendhal, Heine, Leopardo… En España, mientras tanto —felizmente, casi no nos llegaban ni a nosotros ni a Europa— se contentaban con Bretón de los Herreros, Pedro Antonio de Alarcón, Fernán Caballero… Eso sí, con la gran excepción, maravillosa excepción, en lírica, de Gustavo Adolfo Bécquer, imitado, aprendido de memoria, ideológico». Ver: «Descubrimientos y evasiones. Cultura, arte e ideología (1895-1925)» en Nueva historia del Ecuador, Quito, corporación Editora Nacional/ Grijalbo, 1990, pp. 237. 283 Cuadernos Americanos, año 37, vol. 220, nº 5, México, sep-oct. 1978, pp. 201-209. Fue el último texto publicado por Benjamín Carrión en esta revista mexicana. Moriría un año después. Jesús Silva Herzog, director de la revista, le escribe a Carrión en una carta del 2 de junio de 1978: «Este ensayo es una preciosa conferencia de literatura de un profesor excelente». 284 Théophile Gautier (1811-1872) escritor francés. Esteticista, defensor del «arte por el arte», escribió poesía, novelas, teatro y ensayo, entre estas están: Mademoiselle de Maupin (1835), La comedia de la muerte (1838), Esmaltes y camafeos (1852). 208 plagiado… ¿Qué les quedaba a nuestros antecesores, a nosotros mismos? Pues, pasarnos por sobre los Pirineos, atravesar el Canal de la Mancha, cruzar el Rin y, en veces, alargarnos hacia Italia… ATALA EN AMÉRICA LATINA Nos lanzamos, literalmente, de cabeza en el romanticismo europeo. Y, dentro de ese romanticismo, preferentemente lo francés, y dentro de lo francés, comenzamos, casi al unísono, con Françoise-René vizconde de Chateaubriand, que hizo llorar a las Américas con su Atala, principalmente y luego, Los mártires, René, El último abencerraje y, finalmente, como coronación y cima, El genio del Cristianismo. ¿Chateaubriand? Con su padrinazgo nacimos al romanticismo, casi vale decir, a la vida literaria en América Latina. Acaso en América sajona también… Y así nace María, la más dulce expresión romántica, no superada hasta hoy, del colombiano Jorge Isaacs. Y luego —con indios para mayor acercamiento— nuestra Cumandá, del ambateño Juan León Mera, enemigo irreconciliable de su comprovinciano, el mayor escritor ecuatoriano hasta hoy, don Juan Montalvo. En Cuba, Miguel de Carrión, con su chatoaubriandescas [novelas] Las honradas y Las impuras. En México, Santa de Federico Gamboa. En Argentina, Amalia de José Mármol, que empieza a incorporar en la narrativa el elemento político que poco tiempo después —antes y después del realismo propiamente dicho— fuera tema insoslayable de la narrativa de comienzos de siglo. Y así se inicia el tránsito del romanticismo propiamente dicho, hacia el «realismo» o más propiamente —si es que adoptamos terminologías puestas en boga en aquel tiempo— hacia el «naturalismo». LA INICIACIÓN DEL REALISMO España, que nada nos dejara de sus últimas épocas de dominación, como acabamos de insinuarlo, había iniciado su acercamiento a Europa. Con claras influencias de los franceses: Balzac, Flaubert, Maupasant y, acaso con mayor fuerza y precisión, Emile Zola. Aparece así, un poco engominado todavía, Valera. Más recia y decidida, Emilia Pardo Bazán, José María de Pereda y, la coronación más alta, representada por don Benito Pérez Galdós, cuya proximidad a Zola es evidente: no por el intento de comprobaciones genético-científicas del francés, sino principalmente por la incorporación de la lucha por la liberación espiritual y política del hombre. Más cercano del hombre del J'acusse que del novelista de Nana o L' ansommoir. Con estos nombres —y con los de la llamada «Generación del 98», que vendría inmediatamente—, España se incorpora a la vida universal de la cultura en un nivel alto y decoroso. América Latina es sensible a esta auténtica «revolución cultural» que se ha iniciado en el mundo. Siempre —somos aún muy niños— como seguidores o, por lo menos, poderosamente influenciados por el «occidente», europeo y norteamericano. Leemos menos —aunque los sigamos admirando— a los grandes románticos. Intentamos menos asemejarnos a Víctor Hugo, Byron o Heine. Nos entusiasman más Balzac, Flaubert, Edgar Allan Poe, Stendhal, Charles Dickens. 209 Todavía no hacían acto de presencia las más poderosas influencias que, poco tiempo después, habrían de informar y dominar las vías culturales y, singularmente, literarias de Europa y la Américas: en primer lugar, la influencia política, determinada por la aparición del socialismo «en una sola nación». A partir de 1917, o sea, a partir de la revolución soviética triunfante, el hacer literario se tiñó de un espíritu polémico en todos los niveles. Llegando a informar, decisivamente, en la narrativa, el ensayo y, lo inesperado: en la propia poesía lírica. El primer cuarto de siglo, hasta 1920, más o menos, el realismo, principalmente trasplantado de Europa y Estados [Unidos], dominó el ámbito literario de América Latina. Los «cuatro grandes»: Rómulo Gallegos, José Eustasio Rivera, Ricardo Güiraldes, y Mariano Azuela irrumpieron caudalosamente y frenaron «el aluvión romántico». Y el realismo fue. Más influido por los franceses, singularmente Zola. No tanto el Zola que tratara con su obra de probar teorías genético-sociales, que inspira y compromete toda la fabulosa serie de veinte volúmenes, con más de diez mil páginas y más de mil doscientos personajes, que integran el río inmenso de los Rougon-Macquart, especie de Comedia Humana a lo Balzac, pero con un hilo conductor de valoración pseudo-científica que, con pasión literaria —en veces lírica— pretende comprobar una teoría de génesis social que él mismo se ha inventado. . Ese Zola —fundador y padre del «naturalismo»— no influye solamente desde los dominios cientificistas y genéticos, sino también, y muy intensamente, desde los dominios de la lucha política, de la intervención del literato y la literatura, en las candentes luchas de los hombres: el affaire Dreyfus, que dividió a Francia, luego a Europa y finalmente al mundo en campos beligerantes, tuvo su expresión en Zola, cuando lanzó el tremendo J'accuse, contra el gobierno vacilante y contra el ejército enfermo de nacionalismo y de enemistad a los judíos... Y así, Emile Zola, el novelista por todos leído a causa de su pasión humana, lindante en momentos —para aquella época— con la pornografía en novelas como Naná, La bestia humana, La taberna, Germinal… Les Rougont-Macquart, Histoire naturelle et sociale d'une famille sous le Second Empire, es más que la Comedia Humana de Balzac, la obra inspiradora del naciente realismo hispano-americano, su punto de partida, su acicate. Porque Zola y su formidable secuencia novelística —que puede no gustar plenamente a las gentes literariamente refinadas— tiene un poder de suscitación invencible, precisamente en los campos en los cuales el romanticismo heroico nos había dominado y sumergido: el dominio del hombre humanizado en la narrativa; no el ideal soñado de lo que debe ser el héroe —bueno o malo— de la acción novelesca, sino el del hombre como es, asimismo bueno o malo, pero fundamentalmente hombre. Y el paisaje, ya no tenía que ser necesariamente con lagos, con luna, con cisnes y ruiseñores —Lamartine, Musset, Heine, Byron— sino el bravío paisaje de montes y desiertos, de ríos torrenciales y caminos selváticos. Y de hombres nuestros, de tierra, sol y aire nuestros, hechos con el barro de la Sierra Madre, de la Sierra Maestra, de los Andes. . . Y EL REALISMO VINO 210 Ese realismo todavía con alma romántica, que hemos aludido: Doña Bárbara y Cantaclaro, Los de abajo, Don Segundo Sombra, Las honradas y Las impuras, Peonía, Ifigenia, Generales y doctores285…. Y se va precisando. A las influencias señaladas, hay que agregar una fundamental, que determina una buena parte de la relatística del primer realismo, y que es lo esencial y determinativo en la producción que, por darle algún nombre, podríamos llamarla del segundo realismo. Esa influencia fundamental que, en parte sigue ejerciendo sus determinantes —aunque un poco disimuladas actualmente y en parte negadas— es la de lo que pudiéramos llamar el auge de la psicología profunda, con sus consecuencias legítimas que nos lleva a la introspección y el psicoanálisis. Al par que en Europa, donde el gran foetazo dado primordialmente por James Joyce y en forma señalada por Ulises… En escala menos amplia, pero también considerable, podemos apuntar la influencia esotérica de Franz Kafka. (En este preciso momento, se suele citar, parejamente, la influencia de Marcel Proust. Pero yo, francamente, me permito negarla. Acaso ciertas expresiones fundamentales del proustismo se han incorporado al hacer literario de las generaciones latinoamericanas —y mundiales. Pero, la aparición del genio, del genio sin calificativos, que es el caso de Proust, no puede tener seguidores, menos imitadores, quienes hayan pretendido hacerlo, se habrán, necesariamente, denunciado como copistas mediocres: al genio —y es el caso de Cervantes, Shakespeare, Proust— no se puede tener la irreverencia irresponsable, de tratar de imitarlo…) En realidad, lo que el neo-realismo latinoamericano incorporó definitivamente a su contenido, a su expresión, es lo político, lo humano. Se le dio —y aún se le conserva— el nombre leguleyo de compromiso y, en forma peyorativa, literatura comprometida. Y yo me he preguntado, ¿qué buena literatura y, en veces, aun la mediocre y la mala, no tienen compromiso? Entendiendo por compromiso la entrega, la dación de lo que se hace en artes, en literatura a la lucha integral por el hombre, por el pueblo dentro del cual se vive, víctima de la dominación, la injusticia, el reparto desigual de la riqueza, el dolor, la tortura. Aun las obras más lejanas —aparentemente— a la militancia por el hombre y sus justicias, son empleando la palabrilla actual, comprometidas. ¿No son comprometidas La Divina Comedia, el Quijote, todo Shakespeare. Y yendo más lejos aún, ¿no son comprometidas la Biblia, la Ilíada y la Odisea, el Ramayana, la Canción de Rolando, el Poema del Cid, la Historia de Juan de Velasco, toda la obra de Walt Whitmant? ¿Hay algo, por ventura, más comprometido que la obra genial de nuestro máximo Poeta, Pablo Neruda? ¿Y Gabriela Mistral?... Nuestro segundo realismo, nació pues, comprometido. Cada vez que se relee la obra de Rómulo Gallegos, por ejemplo, salta en cada página, la defensa de la justicia, la defensa del hombre venezolano y, a su través, del hombre universal. Esa «esterilización» que predican los pacatos es, cuando no imposible, mediocrizadora. Porque el lector, todo lector, pide al libro que tiene entre sus 285 Novela de Carlos Loveira (1881-1928), escritor cubano de tendencia criollista, tendencia literaria, heredera directa del realismo y del naturalismo. 211 manos que diga algo en favor de lo que él —el lector— piensa y sostiene. A menos que, como cuando se escucha a Mozart, no se busque sino una inmersión en el aire de los ángeles… A LA COSTA, POR LUIS A. MARTÍNEZ En el Ecuador, se había retrasado la aparición del neorrealismo que, en varios países latinoamericanos, había hecho su significativa aparición. La narrativa, en general, vivía una época de silencioso receso. O con raras apariciones de un romanticismo retrasado. En política, a fines de siglo —exactamente el 5 de junio de 1895— el conservadorismo político, herencia negra de los negros períodos garcianos, había sido derrotado por las avanzadas del liberalismo capitaneado por Eloy Alfaro, el mayor signo político de nuestra historia. El antecedente en letras, lo había representado un ensayista, un gran ensayista; seguramente la mayor figura de nuestras letras hasta hoy: don Juan Montalvo286. Panfletario duro y admirable. Se trata de achicarlo presentándolo como un lingüista, un cervantino. Y lo es, en efecto. Pero en Montalvo el cervantismo es un adorno, una virtud del escritor enamorado del purismo lingüístico; pero no como un fin en sí, sino como una demostración de que —como lo dijera años más tarde el gran uruguayo Rodó— «decir las cosas bien es una forma de ser bueno». Montalvo, espíritu romántico de peleador por la justicia y la verdad, es el iniciador del nuevo realismo en el Ecuador. Un realismo que busca las formas perfectas. ¿Quién buscó más ahincadamente la perfección de la forma que Gustavo Flaubert? Y sin embargo, es uno de los pilares inconmovibles del realismo francés, vale decir del realismo universal. Montalvo, […] siendo un hablista y un panfletario es, al propio tiempo, el iniciador del «realismo». En el sentido de huir de las fórmulas hasta entonces llamadas románticas: el lloriqueo, el canto de la muerte, del suicidio, y de las cosas aéreas, lejanas de nuestra vida: las princesas, los cisnes y… la luna. Aun cuando nada más real y cierto que la luna, cuando la luna aparece e ilumina las noches, pero no cuando exigimos su presencia, inexorablemente, para nuestras falsas penas y nuestros acaramelados amores… Nuestro realismo fue iniciado por Montalvo y los panfletarios políticos que acompañaron y siguieron a la obra libertadora de conciencias que nos vino a comienzos de siglo con el liberalismo alfarista. Justamente, dentro del movimiento liberal, iniciado e impuesto por las luchas de Alfaro. Que fueron precedidas de la obra panfletaria de Montalvo —no propiamente de su obra ideológica— y de episodios tan oprobiosos como aquel conocido por «la venta de la bandera»287, que pusieron al rojo vivo la sensibilidad nacional, que anhelaba libertarse de aquella era nefasta. 286 En 1961 Carrión publicó su El pensamiento vivo de Montalvo (Buenos Aires, Losada) y un año antes de aparecer este artículo en Cuadernos Americanos compiló para la Biblioteca Ayacucho, de Caracas, un tomo con otras de Montalvo. 287 Venta de la bandera. Incidente por el cual el Gobernador del Guayas Plácido Caamaño, consintió en prestar la bandera ecuatoriana para que Chile pudiera vender el buque Esmeralda al Japón, país que se hallaba en guerra con China, ya que Chile se había declarado neutral en este conflicto. Ante el descubrimiento del hecho, en enero de 1895, el Presidente José Cordero, se vio obligado a renunciar, creando el clima de inestabilidad que, finalmente, conducirá al triunfo de la revuelta liberal encabezada por Alfaro. 212 EL TIEMPO DE A LA COSTA En la plenitud liberal, cuando por primera vez eran llamados a la obra de gobierno los hombres jóvenes que, con las armas o las letras habían secundado la gran lucha de Alfaro, aparece, en Ambato, la tierra de Juan León Mera, el autor de la ultrarromántica Cumandá y de Juan Montalvo, el gran panfletario denostador de García Moreno y Veintimilla. En esa plenitud liberal y en Ambato, surge Luis. A. Martínez. Y no precisamente —y primordialmente— como escritor, sino como combatiente y, pronto muy pronto, como constructor de la patria. En el parlamento, en la administración pública. Asciende hasta la jerarquía mayor en la cultura: Ministro de Instrucción Pública. Al propio tiempo —autodidacta esencial— el paisaje de su comarca nativa, con montañas nevadas y ríos profundos. Con cascadas y selva: la puerta de las jibarías orientales, donde la vida salvaje domina y el hombre primitivo vive su vida primitiva. Todo eso lo lleva a la pintura. A la pintura grande, de cuadros inmensos, donde cabe toda esa grandeza. El país se está encontrando a sí mismo: la negrura del tiempo de García Moreno —más lóbrega que la del doctor Francia en el Paraguay y sin esa grandeza anecdótica y grotesca que nos pinta Roa Bastos en Yo el supremo— esa negrura sometida al Syllabus288, a la lejana y poco informada dirección de la Curia Romana. El país está dirigiendo, poco a poco, sus miradas a la civilización occidental, nutrida de fuerzas libertarias, a la Enciclopedia, a la Ilustración, a las revoluciones inglesa, francesa, norteamericana… Y fue entonces A la costa. Lo he dicho en mi reciente libro, Plan del Ecuador289: «No es la literatura un hobby para Luis A. Martínez. Pero como ―está haciendo la historia‖ —viejo lugar común no tan común— no tiene tiempo para escribirlo. Pero tiene tiempo para pintar, entre discurso y discurso, cuando es Diputado o Senador, entre Decreto y Decreto, cuando es Ministro de Instrucción Pública. Luis A. Martínez es un hombre dentro de la lucha de los hombres. Su empeño, sacar del fanatismo un país embrutecido por la clerecía dominante. Sacar de la bestialidad, a un campesinado indígena embrutecido por el alcohol, el priostazgo290, la mita291 y la encomienda. Hombre fuerte, luchador y doloroso. Con biografía en la que alternan el amor, el dolor y la furia. Porque es un rebelde de todos los días. 288 Alude al sumario, en 80 proposiciones, publicado por Pío IX, de los principales «errores» contemporáneos (liberalismo, socialismo, naturalismo, etc.). 289 Plan del Ecuador, Guayaquil Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1977. 290 Priotazgo. Era una de las instituciones que integraban el conjunto de factores de explotación y sujeción del indio, ya que el prioste era la persona que auspiciaba las fiestas patronales, pagando los diezmos al cura, comprando la comida y la bebida para todos los invitados, quedando así endeudado casi de por vida. Hasta mediados del siglo XX, el peso recaía en los indígenas, actualmente sigue existiendo esta institución, aunque con diversas variantes, en especial en poblaciones indígenas de la sierra ecuatoriana. 291 Mita. Institución originalmente inca, que luego fue asumida por los españoles en la Colonia, que consistía en el reclutamiento de indios para trabajo obligatorio, durante un periodo de terminado, para cualquier actividad productiva. 213 No porque la injusticia social le haya clavado sus garras. No porque la pobreza lo haya acogotado y doblegado. No por su dolor, por su injusticia, por su descolocación. Es hombre de provincia, de poderosas raíces clavadas en la tierra de sus gentes. Sus nombres, paterno y materno, han hecho y están haciendo hoy la historia de su solar y de la patria: Martínez, Mera, Iturralde, todos los nombres de su pueblo le andan por el cuerpo y por el alma.» Y más lejos: «Basta ya de costumbrismo hipócrita. Hagamos una novela, una novela de verdad. Una novela- puente como hay las novelas-ríos. Y esto es A la costa. Por ella hay que pasar para llegar, años después, a la novela-protesta de la década de los treinta.» ¿QUÉ ES A LA COSTA? Es, sin duda, la primera expresión realista, de índole, sino revolucionaria, por lo menos renovadora. Renovadora en la temática: un gran atrevimiento, dentro de la época que, si bien en camino de liberación en lo político, aún no halla —no ha encontrado el camino de una emancipación literaria, que tardará en llegar. Renovadora en la forma expresiva: nos hallábamos atados a lo más enmohecido y tímido de la herramienta expresiva. Ni aún en los medrosos alardes de independencia literario-ideológica que habían dado frutos apreciables en el ensayo, por ejemplo: el propio precursor de la independencia, Eugenio Espejo, ciertos clérigos mentalmente emancipados —en ciertos aspectos— como el Padre Solano y, como coronación máxima en el panfleto, don Juan Montalvo, comprovinciano ilustre de Martínez. Los mismos colaboradores políticos de Don Eloy Alfaro, en el plano del panfleto periodístico, del escrito polémico: Don Pedro y don Abelardo Moncayo, Miguel Valverde292, varios más. Todos lectores de Plutarco —como Montalvo y Martínez— y convencidos [de] que la intervención literaria en la obra política libertadora, tenía que valerse de otros vehículos literarios que los usados por los lamentables costumbristas que huelen a sacristía, al Padre Coloma, a Pedro Antonio de Alarcón293, a Fernán Caballero... Y entre los compatriotas de Martínez y Montalvo, el señor don Juan León Mera, autor de Cumandá, novelita romántica imitada de Atala de Chateaubriand y de otras novelitas… A la costa es, principalmente —por cronología y por calidad— la más importante novela ecuatoriana de la iniciación del realismo. Y, sobre todo, es la novela iniciadora, la novela precursora. Significa, dentro de la novelística ecuatoriana, lo que Peonía de Romero García para la literatura venezolana: la que rompe los viejos moldes e inaugura una nueva manera de novelar. 292 Miguel Valverde (1918-1951). Abogado y escritor ecuatoriano, publicó el libro Historia de mi pueblo. Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891). Novelista español. Inició su carrera con novelas donde la influencia de Balzac era predominante, luego de pasar por el costumbrismo, logró dar una profundidad artística y psicológica a sus personajes. Entre sus obras tenemos: El final de Norma (1855), El sombreo de tres picos (1874), El niño de la bola (1880). 293 214 Veinte años después de A la costa aparece el, hasta hoy, mayor movimiento relatístico del Ecuador: la generación de 1930, que realmente comenzó algunos años antes con la obra de Pablo Palacio, José de la Cuadra y los famosos grupos de Guayaquil, de Loja, de Quito, del resto del país que aportaron a nuestra historia literaria contemporánea, una buena docena de buenos escritores, algunos realmente excelentes y que no han sido superados hasta hoy. Constituye A la costa la inicial del deshielo literario en el Ecuador. Que afectó principalmente a la relatística: novela y cuento, pero que se extendió al ensayo y a la poesía. Su ambiente, su paisaje su hombre son ambiente, paisaje y hombre ecuatorianos. Su creación de caracteres humanos puede estar situada en un plano en momentos exaltado, apasionado. Pero ya lo he dicho hasta el cansancio: sin pasión, no se concibe la creación literaria y artística. Es preferible pecar por apasionamiento que por frialdad. Pero con A la costa se escribió la letra inicial de la novela ecuatoriana. 215 ENRIQUE TERÁN294 Un hombre de múltiples capacidades: músico, pintor, caricaturista, periodista, recio polemista político, uno de los fundadores y militante sin tregua del Partido Socialista, Enrique Terán295, hace su aparición en los campos del relato, con su fuerte y bien estructurada novela de fondo histórico y de expresión realista: El cojo Navarrete. Al leerla, se advierte que Terán, hombre volcado sobre las realidades ecuatorianas, con apasionado espíritu de justicia social, intenta presentar, en diversos cuadros y a través del personaje central, Juan Navarrete, una especie de síntesis atormentada del hombre del pueblo del Ecuador, del bravío cholo de las sierras, batallador y bueno, llevado por el bien, pero a quien las distorsiones de nuestra historia espasmódica, las injusticias ambientes, las desorientaciones, llevan por el camino vengador del hombre que se coloca voluntariamente fuera de la ley, y que se hace como él entiende, su propia justicia. Como realización y traza, El cojo Navarrete es una novela romántica: exaltación, afán descriptivo de paisajes humanos y de naturaleza, fuerza emocional contagiosa, pasión de odio y amor, de justicia y venganza. Como técnica, es principalmente el anhelo de caracterización lo que sobresale en la novela. Caracterización lograda. Y una agilidad narrativa, unida a un interés argumental sostenido, a pesar de cierto desvío anecdótico, muy propio de la novela romántica. Su paradigma máximo, Los miserables de Víctor Hugo, ha señalado esta pauta al narrador romántico: allí están episodios como Waterloo, por ejemplo, que si bien se apartan de lo estrictamente narrativo del tema principal, hace un gran telón de fondo a personajes y época. El cojo Navarrete es, sin duda, una de las buenas novelas ecuatorianas de su género. 294 295 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp 211– 212. Enrique Terán (1887-1943), es autor de El Cojo Navarrete (1940) y Huacayñan (Camino del llanto) (1944). 216 NACIMIENTO DE LA NOVELA INDIGENISTA296 Una vez, con motivo de celebrarse una fecha imbabureña, fui designado para formar parte del Tribunal que debía atribuir los premios en un concurso de novela de tema regional. No era muy satisfactorio, como ocurre en estos certámenes frecuentemente, el material enviado. De pronto, entre muchos manuscritos, uno: La embrujada. Novela corta, intensa e intencionada, llena de emoción, de cólera, de color a la vez. Ingredientes para mí muy dignos de considerar. Desde luego se impone al primer premio. Se busca al nombre del autor: Fernando Chaves297. Primera vez que me llega ese nombre a mí, que tenía la pretensión de conocer las gentes literarias de mi tierra. Preguntas, indagaciones. Era un joven normalista otavaleño recién egresado y ya director de una escuelita campesina en su valle con lagos. Fernando Chaves, a quien conociera algún tiempo después, ha hecho largos itinerarios por los países del pensamiento y por las comarcas geográficas del mundo. La filosofía, las ciencias de la educación, la crítica literaria. Todo hecho a conciencia, con una honestidad de espíritu inquebrantable. Y en lo que nos interesa hoy, en el relato, además de La embrujada, [es] la novela grande Plata y bronce. En las dos Fernando Chaves hace arte, realiza literatura de elevación, nos descubre el paisaje brillante, recién lavado de sus valles y serranías imbayas298. Pero por sobre todo, nos descubre la injusticia que pesa sobre la raza indígena del Ecuador. Surge el dolor y la protesta, en forma obvia, espontánea, de la lectura de esos libros. No existe la predicación expresa, el ensayo sociológico hipócritamente disfrazado con el ropaje tentador de la novela: es, en realidad, obra de arte, novela bien hecha, cumpliendo su función social. Se le ha querido atribuir a Fernando Chaves el papel de precursor, de Juan el Bautista de la novela del indio ecuatoriano. Eso de precursor, dicho con la mejor intención del mundo, me suena un poco a senectud, a patriarcalidad. Y protesto contra ello: Chaves, hombre que ha pasado no hace mucho el cabo de las tormentas de los cuarenta años —y cuando escribió Plata y bronce no tenía aún treinta— está en la plenitud de su potencia creadora. La obra de Chaves constituye la inicial de la inquietud, que después tanto se generalizara, por los temas indígenas, con sentido de denuncia y de protesta. Ella vale en sí misma, porque está muy bien hecha, en todos los aspectos de la realización artística. Con el sólido respaldo de su gran cultura —una de las más completas inquietudes de conocimiento y de belleza en nuestro medio— la obra que nos debe Chaves, se la hemos de cobrar: su capacidad demostrada en lo que ha hecho, nos da pie para ser exigentes. Pocos como él en aptitud de ofrecernos obra madura, cada vez más rica. 296 El nuevo relato ecuatoriano, Quito, CCE, 2da. Edición, 1958, pp. 113-114. Fernando Chaves (1902-1999), escritor y educador ecuatoriano. Su obra Plata y bronce (1927), abre las puertas de la novela indigenista, y con ello al realismo, corriente literaria que adquiriría preponderancia en la literatura ecuatoriana y latinoamericana. Luego de casi treinta años, 1958, publicó su siguiente novela Escombros, distinta en la forma y en la temática, un intento de novela filosófica. Escribió también ensayo en Obscuridad y extrañeza (1956), un acercamiento a la vida y obra de Franz Kafka; y, El hombre ecuatoriano y su cultura (1990). 298 Carrión se refiere a la provincia de Imbabura. 297 217 Ojos lavados en la laguna299 Iniciador —no precursor— de la novela indigenista. Con clara visión y ojos lavados en las lagunas de su Otavalo natal, su contemplación de lo indígena es, con placidez pictórica y enamoramiento de su paisaje lindo, muerta de rabia al propio tiempo contra la explotación del campesino, por el trato brutal, por el abuso de la hembra india, por el embrutecimiento con la brujería y el alcohol. Chaves posee una de las más serias y más bien dirigidas culturas espirituales del país. Su profesión de maestro de escuela, de normalista, no lo ha unilateralizado: anchamente abiertas las puertas del espíritu a la lectura de lo nuevo, para la pasión del comentario. Porque, eso sí, Chaves es hombre peligroso: fuerte de razonar y apasionado en el darse y expresarse, es un temible polemista verbal y un dialogador fecundo al mismo tiempo. ¿Por qué, Fernando Chaves, no siguió usted escribiendo novelas, escribiendo algo, hombre? Nos hace falta la guiadora y buena enseñanza de las cosas que usted sabe, nunca dichas en plano magisterial y dogmático. Nos hace falta que nos cuente la crónica de su viaje interminable, por las zonas en donde se está elaborando el trágico futuro. Nos hacen falta sus novelas, indigenistas, o no. A LOS 25 AÑOS DE PLATA Y BRONCE300 ¿Novela indigenista? Quizás. No me interesan, por no creerlos sustanciales, los problemas denominativos. Preferiría decir: novela del hombre americano. Del hombre, de la mujer, del niño americanos. De la tierra, el sol, el aire americanos. De nuestro paisaje y nuestra vida. Ya José Carlos Mariátegui, con su poderosa capacidad crítica, anticipó: «La literatura indigenista no puede darnos una interpretación rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla». Realizador de novela ecuatoriana es fundamentalmente, Fernando Chaves. Este Fernando Chaves que, un día y otro día nos comprueba que sabe hacer novelas, y luego, ni más. Nos deja con las ganas. He contado ya, repetidas veces, mi encuentro con este novelista: un concurso literario, para celebrar un aniversario de su provincia nativa, la Imbabura de los lagos, comarca que, entre otras se hace querer hasta la tristeza y hasta el yaraví301: «Imbabura de mi vida 299 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, p. 385. Letras del Ecuador, Nº 28, Año VIII, ene-feb de 1953, p.1. 301 Yaraví, tonada tradicional ecuatoriana. Se pueden reconocer dos tipos, el indígena que es pentafónico menor; y, el criollo que introduce el segundo y sexto grados de la escala melódica menor. 300 218 de mi tierra querida» Tierra que se hace querer hasta la exaltación, hasta la afirmación y el optimismo: Enrique Garcés302, por ejemplo, con su gran estatua de piedra a Rumiñahui. La embrujada, se llama esa novela corta, triunfadora en el concurso. Se abren los sobres que contienen los nombres verdaderos de los concursantes. Fernando Chaves, dice la tarjeta. Y Barrera303, uno de los miembros del tribunal crítico, nos informa: se trata de un joven normalista otavaleño, de rica trayectoria familiar, en la que se encuentran músicos, educadores. Se nos queda el nombre — era esto en 1925—y sólo después conocemos al hombre. Fernando Chaves, silencioso y modesto, sigue trabajando en ese tiempo. Y en 1927, otro concurso literario nos da una gran revelación: la novela Plata y bronce. Relato grande, novela propiamente, las trescientas páginas de una edición bastante mala gráficamente, nos ofrecen ya una estructura y una realización de novelista. La obra de Chaves es, efectivamente, un hito inicial. De allí arranca la novela contemporánea ecuatoriana con personajes indios. Y es justo, por lo mismo, que las nuevas promociones, las que llegaron a los logros magníficos del año treinta y siguientes, fijen la fecha de aparición de los relatos de Chaves, como un punto de partida para recordaciones jubilares. Como los románticos franceses fijaron la lectura del prólogo de Hernani304, como punto de partida de la gran generación romántica, del gran equipo romántico posterior a la guerra napoleónica. Como nosotros mismos hemos fijado la época de aparición de A la costa, como inicio de la novela ecuatoriana. Buena siembra fue, sin duda alguna. Al poco tiempo, el relato montubio hizo su entrada estallante con aquel famoso Los que se van de Gallegos Lara, Aguilera Malta y Gil Gilbert. Inicial también de una línea caudalosa de realizaciones novelísticas, que conformaría definitivamente «el Grupo de Guayaquil», completado con de la Cuadra y Pareja Diezcanseco, los «cinco como un puño». Y golpeaba las puertas del recinto Jorge Icaza, con sus relatos cortos Barro de la sierra, que le sirvió de diapasón para afinar el rondador indígena que había de usar para lanzarse al tremendo y definitivo Huasipungo. Hora noble de esta atardecida literaria, en la que hemos sentado a la orilla de la vida a rememorar y hacer examen de conciencia. Fallas grandes, deficiencias indudables, titubeos de técnica, euforia joven conductora hasta el exceso. Sí, no hay duda. El balance es favorable, porque hay obra, ardiente y máscula, pero al mismo tiempo buscadora —y halladora— de caminos. Porque significó un despertar y una liberación. Porque, unas veces en forma de cartel, otras en ejercicio principalmente literario, los nuevos escritores sirvieron un deber de justicia, 302 Enrique Garcés (1906-1976) médico y escritor ecuatoriano. Redactor de El Día, El Sol, Diario del Ecuador. Fue Secretario de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Escribió la biografía de Espejo Médico y duende (1944), la de Marieta de Veintimilla, del mismo nombre (1949), otras obras son: Boca trágica (1942), Alondra (1950). 303 Carrión se refiere a Isaac Barrera (Ver nota 211). 304 Victor Hugo, que, en Hernani (1830) utilizó el escenario de tribuna para exponer sus ideas románticas. 219 sirven aún obligaciones de justicia, de las que no puede evadirse el escritor a pretexto de arte puro, inhumano o deshumanizado. El balance, a pesar de todo —y a causa de ello mismo— es favorable: una suscitación polémica que, a la postre, ha sido muy fecunda. Las viejas fórmulas no se entregaron fácilmente. Presentaron la batalla de la pudibundez, de la moral, del buen sentido. La batalla del purismo idiomático, del «casticismo», sin recordar que ese vocablo lleno de antipatía por venir de quienes ordinariamente viene, es derivado de casta, de progenie, de estirpe. Y lo «castizo» nuestro, es justamente lo autóctono, lo criollo, lo que da la tierra. Escritor castizo ecuatoriano, no será el que use giros arcaizantes, resabios sabihondos del parlar castellano, sino el que, valientemente, haga hablar a las gentes el lenguaje que en realidad hablan. Saludamos en Plata y bronce, de Fernando Chaves, la presencia del relato ecuatoriano. Su asomo en la vida literaria nacional, con caracteres de solvencia artística, alta calidad y permanencia. Con La embrujada, constituyen la piedra esquinera del gran de edificio que, en más de veinticinco años, ha resistido el combate de los «bien pensantes», de los «bien hablantes». El combate corvo y malévolo de los que siempre miran hacia atrás, por no tener fortaleza ni poder de visión hacia delante. 220 JOSÉ DE LA CUADRA, LA FINA TESITURA DE SU ARTE305 José de la Cuadra ha muerto de la manera más sencilla. Un minuto le ha fallado el corazón, que parecía hecho a todas las cosas. Hombre de múltiples actividades, [De la] Cuadra se distingue, sin embargo, como el mejor relatista nacional. Él vivió para el relato. Su inquietud de hombre de esta época hubo de llevarle al conocimiento de las vidas humildes, del montuvio de su tierra, de ese ser medio desnudo que nace y crece a la interperie, y vive mordido por la doble tragedia de la enfermedad y el hambre. Ensayó por eso una sociología del montuvo, como un apéndice a su obra de cuentista insuperado. Y aprendió a cantar el amorfino y a rasgar la guitarra, con el mismo acento de las gentes que vivían en sus relatos. Conocimos a Pepe de la Cuadra en 1932, y sellamos entonces una amistad imborrable, que el tiempo y todas las cosas que él trae y complica no consiguieron desvanecer. Recordamos una noche de despedida en Guayaquil, cuando le oímos por primera ocasión cantar sus canciones montuvias al son de la guitarra. Algunos amigos habían querido estar con nosotros unas horas. Era en El Búho, junto al edificio de El Telégrafo. Habíamos salido de la redacción del diario con algunos compañeros. Esa noche, Gilberto Owen, el gran poeta mexicano a quien encontramos más tarde, dedicado a faenas periodísticas en El Tiempo de Bogotá, se entretenía con las canciones de su tierra. Había que verlo en el reducido marco de una sala de restaurante reencarnando a los personajes de las danzas de su México. Y Pepe de la Cuadra y Humberto Mata Martínez cantaban canciones montuvias. Y Adolfo Simmonds hilaba su conversación lenta y aristada de imperceptibles ironías. Es una ocasión que no hemos olvidado. Después estuvimos con [De la] Cuadra muchas veces, en diversas ocasiones, recibimos cumplidamente sus obras, conversamos con él en minuciosa correspondencia, acaso debatimos alguna vez nuestras ideas, pero siempre en un tono amistoso y cordial. La muerte de Pepe de la Cuadra es un rudo golpe contra la más joven literatura nacional. Fue el mejor cuentista y, acaso, seguirá siéndolo306. PRIMERA APARICION DE JOSÉ DE LA CUADRA307 305 De esta forma se tituló el conjunto de textos de José de la Cuadra recogidos en el anuario Re/ Incidencias, Año II, No. 2, mayo del 2004, pp. 173-179. 306 Texto tomado del diario quiteño El Día 1 de marzo de 1941, p. 3, en donde aparece sin firma. Por su estilo, corte testimonial, personajes que se nombran y elementos biográficos verificables, así como por el lugar en donde apareció en esta edición del diario quiteño, es posible atribuir con certeza este pequeño texto a Benjamín Carrión. No hay que olvidar que Cartas al Ecuador (Quito, Gutenberg, 1943) es una recopilación de los artículos y crónicas de Carrión publicados precisamente en El Día. 307 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 88. 221 En justicia, aclaremos: José de la Cuadra308, sí. En realidad, José de la Cuadra hizo algunas apariciones anteriores a Los que se van309, en revistas y periódicos ecuatorianos, que reunió posteriormente —justamente en 1930 y 1931— en dos folletos que llevan los nombres de El amor que dormía310 y Repisas311. Pero, el gran cuentista, el relatador hasta hoy no superado en su generación ni en las posteriores, se había escondido quizás, y acaso por aparecer aislado, y poco fecundo y hasta algo desigual en sus comienzos, no hizo resaltar su personalidad soberana en las nuevas letras del Ecuador. Pensar que un cuento de ese período casi ignorado, de inedítisimo impreso, tan frecuente en nuestros ambientes — cuento igualado pero no mejorado en su producción cenital— ese «Chumbote», casi genial, se había publicado en uno de los folletos mencionados, Repisas, y dedicado a mí... Y yo ni siquiera lo supe, hasta muchos años después. «Chumbote», el gran «Chumbote» se publicaba en una colección en la que aparecían cuentos con estos títulos: «Loto-en-flor», «Maruja: rosa, fruta, canción…» LA NOVELA MONTUVIA312 Con esa leve ironía, cazurra y picarona, que fue una de sus características en vida y obra, José de la Cuadra refiere en su libro El montuvio ecuatoriano, la siguiente anécdota: «Saúl T. Mora, un joven y agrio escritor del Azuay despertado, cuando advirtió que los escritores de esa provincia interandina empezaban a trabajar sobre el indio, dijo que a nuestro sufrido aborigen ecuatoriano le había surgido un nuevo explotador. Ya cargaba sobre sus lomos afligidos al gamonal, al cura, al teniente político, al abogado; ahora debía el indio soportar también al literato». Esta verdad estampada por la fustigadora reciedumbre de Saúl T. Mora con respecto al indio, el gran escritor guayaquileño la hace extensiva al montuvio cuando agrega, con su suave y terrible maldad: «Algo de la laya acaece con el montuvio. Cualquier escritorzuelo refugia su ignorancia de gramática, haciendo hablar a nuestro campesino en la manera como el propio mojaplumas no sabe hablar 308 José de la Cuadra (1903-1941), en 1931 publica Repisas (narraciones breves), una colección de cuentos; siguió Horno (cuentos, 1932, 1940), sobre la situación de los montuvios, los campesinos de la costa. En Los Sangurimas, novela montuvia ecuatoriana (1934, 1939) vuelve a tocar la misma situación; está considerada su mejor obra. En El montuvio ecuatoriano (ensayo de presentación), de 1938, desarrolla otra vez el tema, desde un punto de vista sociológico. Además publicó las colecciones de cuentos Guasintón: relatos y crónicas (1938) y Los monos enloquecidos (1951). 309 Un edición reciente de este libro clásico de la narrativa ecuatoriana es: E. Gil Gilbert, D. Aguilera Mata y J. Gallegos Lara, Los que se van, Barcelona, Biblioteca de la Literatura Universal-El Universo, 2002. La edición príncipe data de 1930. 310 José de la Cuadra, El amor que dormía, Guayaquil, Artes Gráficas Senefelder, 1930. 311 José de la Cuadra, Repisas, Guayaquil, Artes Gráficas Senefelder, 1931. 312 El nuevo relato ecuatoriano, pp. 123 – 133. 222 el castellano. Construye y conjuga como lo hace los niños de cuatro años, sustituye eres por eles, o viceversa; mienta las vacas, los caballos, la ―jembra‖ y, sobre todo, el matapalo, insigne árbol montuvio; —y ya está—. Si tal literatura se quedara en solitaria distracción, sería inofensiva; pero lo dañoso consiste en que se publica. Las artes, cual más cual menos, explotan al montuvio. Para esto puede ampliarse la frase de Mora sobre el indio ecuatoriano». Y acaso esa explotación —la literaria— más grave que las otras, que mueve a José de la Cuadra a escribir, en el punto más alto de su carrera literaria, un verdadero ensayo sobre el montuvio-hombre, que explique al montuvio-personaje de la novela litoral cultivada su generación literaria. Muévelo seguramente también el desarrollo, la amplitud, el prestigio que, dentro y fuera del Ecuador, iba ganando la obra suya y la de sus pares en promoción. Había que explicar al lector extranjero, ávido por entender un poco más la dramática novela tropical ecuatoriana, con qué material de hombres, con qué arcilla humana trabajaban nuestros novelistas y nuestros relatistas. Con qué materia humana trabajaba este constructor de ficciones que es José de la Cuadra. En el prólogo de este pequeño libro El montuvio ecuatoriano, se lee esta exégesis explicativa: «El personaje tipo de todos sus relatos es el montuvio. Así como Alfredo Pareja con El muelle, nos ha hecho vivir momentos de trágica emoción en el ―Trópico mestizo‖, en el ―asfalto de la ciudad caliente‖, como dice Carrión, de la Cuadra lo hace en el trópico montuvio, donde ubica preferentemente a sus personajes. Y no por mera elección circunstancial, sino porque de ello tiene un profundo conocimiento, resultado de muchos días de convivencia con los hombres del manglar y del río, donde nace y se desarrolla el matapalo, árbol montuvio que de la Cuadra compara con el toro padre, por la reciedumbre de su envergadura». MONTUVIO ÉL MISMO POR DENTRO313 José de la Cuadra era hombre de disciplina universitaria. Estudiante y estudioso de ciencias sociales, Abogado titular y con buen bufete profesional. Montuvio él mismo por dentro. Y por eso, quizás, esa contenida y siempre maliciosa forma de expresión diagonal que no siempre empataba con la plática cálida, llena de énfasis, de Joaquín Gallegos, de Pareja Diezcanseco; con la un poco dogmática de Enrique Gil; menos aún con la múltiple, infijable, variadísima, pero siempre calurosa y fiel, de Demetrio Aguilera. Voz baja, untuosa, distónica de la voz casi siempre rápida, con elusión de letras, de la mayor parte de los costeños tropicales de América: cubanos, venezolanos, panameños, ecuatorianos... Y así, suavecito, calmado en apariencia, soltaba las más grandes barbaridades de comentario o de agresión... Y así, destruía ilusiones y esperanzas 313 Benjamín Carrión, «José de la Cuadra», en La patria en tono menor, México, Fondo de Cultura Económica/ Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2001, pp. 166-170. Fragmento de El nuevo relato ecuatoriano, t.1, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1950, pp. 157-163. 223 de gentes, de muy amigos suyos, que hasta él se acercaban. Y así suave, gratísimo al diálogo, despacito y circunspecto, desparramaba su agudeza crítica, honda en comprensión y, casi siempre, implacable de severidad. Para ser literariamente severo con los demás, de la Cuadra era especialmente severo consigo mismo. Su estructura de relatista, su carpintería de armador de temas, nos hace pensar en las exigencias métricas y tónicas del soneto par los líricos. Y su sabiduría iba aún más allá: sobre la estructura del tema, cuidadosamente elaborada, extendida la fina tesitura de su arte expresivo, en forma tal que la fluencia, la naturalidad, la sencillez sorprenden al lector. De esa manera, y no de otra. Nos decimos, ha debido ser contado este argumento. Acaso la hiperbólica afirmación de quienes han llegado a decir que de la Cuadra es un formidable prosista, el primero y más perfecto de su promoción, un estilista cabal, no se dan cuenta de que la cosa es otra: adecuación sorprendente de la expresión al tema, logrado realismo en las palabras usadas por los personajes de sus cuentos, observación minuciosa y transliteración fiel del idioma hablado al idioma escrito. Sin el rebuscamiento de quien tiene en sus manos algo ajeno, y que le da las vueltas, hasta encontrarle excelencias o defectos. Con la sencillez de quien maneja lo suyo: del montuvio que habla en montuvio. De allí la no contenida indignación manifestada contra los explotadores del montuvio, al referirse a la cruda y exacta afirmación de Saúl T. Mora: él, de la Cuadra, un auténtico, un «castizo», se subleva contra las sofisticaciones, contra las contrahechuras del vivir y del hablar montuvios. Por eso —y ya lo observó uno de sus comentadores— «le bastan a de la Cuadra unos pocos modismos para sugerir las comarcas de sus cuentos: nunca nos impone, como condición previa a la lectura, el súbito dominio de los dialectos montaraces». Al referirse al castellano usado por Unamuno, Ortega decía —esta vez con razón— que lo utilizaba como un idioma extraño. Que no tenía la familiaridad hasta un poco abusiva de los castellanos, alimentados en más de mil años por la sangre del idioma, por la raíz de la lengua. Que por eso, repite, reitera, voltea de todos los lados la palabra sorprendente y que, naturalmente, abusa de ella, aunque le descubra no se qué recónditos secretos... Algo de eso ocurre con algunos de nuestros realistas dialectales, sobre todo al abarcar, desde su respetable distancia urbana, la expresividad de los idiomas nativos, en su totalidad dominados, conformados, reconstruidos por el quechua, idioma oficial de la dominación incaica en nuestras serranías: se adueñan de la palabra que les llega, detonante, comprensiva, llena de color y de ambiente, y la usan y en veces abusan de ella. El caso de de la Cuadra, pudiera acercarse al ideal añorado por Mariátegui respecto de la literatura «indígena», no «indigenista» de la que podrá hablarse, existirá, cuando los indios estén en capacidad de producirla. Hasta tanto, piensa el gran exégeta de la realidad peruana, será una literatura cuya realidad temática será tomada desde afuera y desde enfrente. De la Cuadra sí. El hace literatura montuvia, de hueso y carne montuvios, metido dentro, conviviendo con sus personajes, con obvia y sencilla naturalidad. No hay en él, propiamente, riqueza verbal. Esa capacidad de orquestación de la palabra, tan fina, sutil y numerosa, como en la mayor parte de los escritores franceses: Proust, Martin du Gard, Duhamel, Mauriac. O en varios de los escritores españoles e hispanoamericanos cultivadores principalmente del ensayo, como Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, Germán Arciniegas, Picón Salas. El milagro de José 224 de la Cuadra es el del ajuste perfecto, insuperable podríamos decir, del instrumento expresivo al tema, al motivo expresado. Sin vacilaciones: ni exceso ni defecto. Y una agilidad de lectura que procede, acaso, de la docilidad con que acuden a su llamada las palabras propias, las deseadas, las indispensables. NADA MÁS, CUENTO José de la Cuadra en sus relatos, no se propuso probar nada. Por eso, muchos de los reparos hechos a su promoción, no le tocan a él. Y sin embargo, su obra rezuma una gran simpatía por la clase campesina a la que pertenecen los héroes de sus cuentos. Es una revelación del abandono en que viven, de la explotación que los agobia, de la desnutrición que los consume, haciendo de ellos víctimas fáciles de la tuberculosis, del paludismo, de las enfermedades parasitarias. En la relatística de José de la Cuadra, no hay dentro de lo contado, acusadores y acusados. No hay la relación de un juicio que parece esperar el final de una sentencia. Hay, nada más, cuento. La escenificación en blanco y negro: blanco los explotados, negro los explotadores; y en la cual los primeros tienen a su favor todas las inocencias y bondades y los segundos son unos monstruos de maldad increíble, no aparece en los cuentos de José de la Cuadra. Hay, tomado al azar, en Horno, un cuento de constructora crueldad en lo esencial narrado: «Honorarios». Es la cobranza en la virginidad de la hermana del violador, del honorario para sacar libre al acusado. Allí está una denuncia implícita de la corrupción judicial y curial, cebándose en gentes humildes y pobrísimas. Pero tratada sin exageración dramática que se resuelva en exclamaciones ni condenaciones: surge de lo relatado, en forma tan impresionante que, una anécdota que casi podría haber sido narrada a la manera libertina del Bocaccio, deja un pungente sabor de indignación; una gana tremenda de revolverlo todo, para que no exista una sociedad tan mal conformada donde puedan ocurrir esas cosas detestables... Y es por eso que la narrativa de José de la Cuadra es capaz de llegar más lejos y más hondo en su papel de influenciadora en lo social: no descubre el juego propagandístico —si es que lo hay—; solamente cuenta, con tanto verismo, con tanta «documentación humana», que las escenas narradas van apareciendo con facilidad extraordinaria ante el lector, en lo visual, en lo auditivo, en lo olfativo y en lo táctil... No es, además «literatura de túnel sin salida», en que no se deja el más estrecho lugar a la esperanza: sus señalamientos sociales están llevando, implícitamente, la traza de un camino hacia la solución. No en forma docente, no en forma de receta: como una cosa que surge obviamente de lo narrado. Yo estoy seguro que un legislador inteligente, podría remediar innumerables vicios curiales, proclives al crimen, con leer detenidamente muchos de los cuentos de José de la Cuadra. Y aún su admirable relato largo Los Sangurimas. En el ambiente literario nuestro —y al decir así estoy extendiendo mi pensamiento, con pocas excepciones, a todo lo iberoamericano— el caso de José de la Cuadra, es un caso de franca honradez literario-profesional: la mayor parte de los temas tratados, se refieren, tocan la llaga de la explotación abogadesca, curial, notarial, en los campos montuvios. Icaza, en la serranía, coloca al indio explotado y bueno, frente a la terrible trilogía explotadora: gamonal, autoridad 225 civil y cura, gentes crueles, inhumanas o, por lo menos, mañosas, Perversas siempre. De la Cuadra, cazurramente, introduce en sus narraciones un agente de excepción, tipificado hasta lo perfecto: el «tinterillo», con título o sin él, que retuerce la ley —en connivencia con la banda curialesca— en favor de sus intereses o —lo que es lo mismo— de quien mejor le paga. La explotación legal, con sentencias y autos y pruebas y papel sellado, es el campo temático de José de la Cuadra: cuentos como el ya citado, «Honorarios»; casi todos los de su bella colección Horno. Hasta en los momentos de mayor expansión lírica, muy frecuentes en el gran cuentista, la metáfora curial le asoma, naturalísima e invencible: «Fue un viejo pleito que ha durado siglos y que el Guayas perdió», dice en su bello cuento «Se ha perdido una niña», cuando hace líricos comentarios a los amores y a los desamores entre Samborondón y el Guayas... COMO LOS GALLOS José de la Cuadra es, definitiva y exclusivamente, un narrador de cuentos, de historias cortas, de nouvelles. Y, aún en los casos en que parece intentar el cuadro grande de la novela, como en Los Sangurimas, no hace sino un rosario, una hilvanación de narraciones cortas que, basadas en un párrafo lírico y veraz, que hace como exergo o de epígrafe de la narración: Teoría de Matapalo, se divide en tres partes: El Tronco Añoso, Las Ramas Robustas, Torbellino en las Hojas... Con un símil duro y rotundo, propio de él, dicho en esa voz suave y como dadora de excusas, una vez me dijo, a los requerimientos —tontísimos— que yo le hiciera de escribir una novela grande: «Mire, Benjamín: yo tengo la eyaculación rápida, como los gallos; los novelistas tienen la morosa y lenta delectación de los perros...». ELCUENTO ENTRE NOSOTROS314 En nuestra América, la aparición del cuento y del cuentista es más tardía [que en Norteamérica y Europa]. Un género aparece, dentro de la extensión y la técnica del relato corto: la tradición. Y su iniciador, realizador insuperable y, valga la verdad, casi exclusivo, es don Ricardo Palma, el de las Tradiciones peruanas. En el Ecuador, poco, muy poco. Lo hemos visto a través de estas páginas. La malaventurada etapa costumbrista del señor José Modesto Espinosa, los trapicheos de relatador corto de don Juan León Mera. Y la obra de José Antonio Campos, Jack the Ripper. En el momento modernista, los cuentos y novelitas cortas de Eduardo Mera. Los contenidos en La alcoba de los extasis de Carlos H. Endara; y uno o dos de la mayor parte de los escritores de prosa de esa época. Hasta la aparición de las nuevas promociones, puede afirmarse que se ha cultivado muy poco el cuento en el Ecuador. ¿Es acaso la facilidad del vehículo de publicidad que ofrecen el diario y la revista, lo que ha determinado el auge del cuento en todas partes? Porque en Francia, por ejemplo, reputaciones serias, definitivas, de esas que llevan a todos los honores y reciben esa como canonización laica que es la Academia, se han hecho a base de cuentos, de nouvelles. Henry Duvernois, «el Maupassant contemporáneo», sobre el cual André Gide —el lanzador de reputaciones más 314 Intertítulo de los editores del presente volumen. 226 formidable e indiscutibles de las últimas décadas literarias francesas— hizo afirmaciones consagradoras; y a cuyo acaso, escribió, su libro Faits Divers, con un prólogo en el que exalta el valor de la noticia corta, del «hecho diverso» o gacetilla de periódico. Pero singularmente, Pierre Mille, que nos ha contado, ese sí, para tres veces siete las «mil noches y una noche» de una vida. Y que, con ese al parecer ligero bagaje de escritor, entró triunfante, y con él el minúsculo y admirable género, a la Academia Francesa. Como un dato interesante y revelador para nosotros, es de marcarse que la aparición del nuevo relato ecuatoriano, se hizo también por los caminos del cuento. Ya sabemos la historia de Los que se van..., de Barro de la sierra de lcaza, de Ajedrez y Taza de té de Salvador, aparecidos antes que sus novelas; de los que se iniciaron en el cuento y en él se han quedado, como Muñoz Cueva, Eduardo Mora Moreno, Andrade y Cordero, Descalzi, y varios más de obra parva aún. De aquellos que, en pleno golpear del mazo sobre el yunque, realizadores ya de obra admirable y que, por eso mismo —lo bueno de la obra en la novela y en el cuento— no nos atrevemos a fijar en el uno ni en el otro género de la relatística, ni aún como significación de preferencia: Ángel F. Rojas con Banca que es una mullapa315 —él me entiende bien— de pequeños cuentos poemáticos admirables, con Un idilio Bobo, colección de cuentos bellísimos, y sus novelas Curipamba y EL exodo de Yangana, en las cuales, sobre todo en la última, también encuentro, como ruido de piedra que trae el río, un cierto andar de cuentos engarzados que, juntos, forman la novela... Van a creer ustedes que, con respecto de Rojas, se me viene insistentemente a la memoria, la autodefinición malcriada de José de la Cuadra... Tampoco podemos asentar definitivamente en la una o en la otra comarca, a Alfonso Cuesta, aunque él, cómodamente, se ha inventado una cosa, un nombre omnicomprensivo: «novelinas». En las promociones últimas, dos nombres de poetas se han inscrito, sin vacilaciones y con maestría en la obra del cuento: Alejandro Carrión, con su colección La manzana dañada, y César Dávila Andrade, que no hace todavía un libro con sus narraciones. Sorprendentes de intención y técnica son los cuentos de Gonzalo Almeida Urrutia que he leído últimamente. Pero los dominadores del género, maestros de verdad en su línea, fieles y bien plantados: Pablo Palacio y José de la Cuadra. OBLIGACIÓN DE «OBRAS COMPLETAS» Estos dos nombres nuestros son ya la estatua de su obra. La cinceló la muerte. Allí están. Dieron todo, y se fueron. De la Cuadra es ya una realidad y una teoría. Excelencia aceptada de una intención, de un género, de una manera expresiva que se impusieron con lucha, frente al medio pacato, a la dulzonería ambiente, al derrotismo evasivo de las torres de marfil. José de la Cuadra es ya la rúbrica de un triunfo. Joven maestro. Clásico consagrado de una promoción que aún tiene que batallar. Ante él, ante su obra y su nombre, se han abatido respetuosas ya todas las banderas de los antiguos adversarios. Nombre de antología y obligación de «obras completas». Es que fue, ante todo, sincero. Y siendo audaz, muy respetuoso ante la obra de arte. No utilizó la crudeza expresiva como un cohete restallante para deslumbrar o atemorizar incautos, sino como necesidad artística. No gritó audacias ideológicas, 315 Mullapa. Nudo muy complicado y difícil de abrir. 227 no hizo docencia expresa, pero cuánto enseñó y enseñará aún, para la justicia y el arte, este maestro permanente. 228 UN GRAN LIBRO CONTINENTAL316 Hemos creído pertinente reproducir en este libro sobre la relación del Benjamín Carrión con la narrativa latinoamericana (y ecuatoriana, por supuesto) este texto que aborda una reconstrucción histórica, en virtud de lo que él denomina «la fuerza patética de Benites como narrador», que en él es posible constatar. Un vigor narrativo que, aparte del dato y los personajes reales, ubican al texto de Leopoldo Benites Vinueza como antecesor afortunado de la novela de reconstrucción histórica que abundó en Latinoamérica en décadas posteriores a su aparición. En una edición reciente (Los Argonautas de la Selva, Quito, Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2003) se dice que en su momento «constituyó un hito dentro de la novela histórica». Demetrio Aguilera Malta también haría el intento de novelar la historia latinoamericana con sus Episodios Americanos, lo que sería objeto de un comentario crítico de Carrión, «Itinerario de una hazaña», que se incluye en este libro. (AQB) La grande aventura de América, que no tiene aún su poeta nativo para la peripecia sonora de la epopeya; tiene ya, en cambio, su línea de historiadores que, descendiendo de la progenie gloriosa de Bernal Díaz del Castillo 317, Cieza de León318, Garcilaso de la Vega319, se ha ilustrado con los nombres luminosos de los cronistas de Indias. Al afirmar que no tiene aún su poeta la aventura del descubrimiento, lo hago a sabiendas de mi aparente error, y pido que se me comprenda: lo que no aparece aún es el gran cantor que, dentro de los cánones de la preceptiva haya hecho —a la medida sobrehurnana de la hazaña— el poema épico que supo inspirar la guerra de Troya al Ciego inmortal o, más cercanamente, los descubrimientos y 316 Revista de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Año 1, No.2, Quito, abril-diciembre de 1945, pp. 320-325. Bernal Díaz del Castillo (1495-1584), conquistador español y cronista de Indias, participó y narró la conquista de México. 318 Pedro Cieza de León (c. 1518-1554), cronista e historiador español, autor de un ambicioso proyecto de historia de Perú. 319 Garcilaso de la Vega (el Inca) (1539-1616), escritor y cronista peruano, uno de los mejores prosistas del renacimiento hispánico. 317 229 empresas lusitanas, que hicieron llamear el genio de Camões320. Sólo la conquista de Arauco tuvo su capitán ibero que la hiciera y la cantara a la vez. En cambio, la epopeya sin cántico metrado, continuación documentada —y poética — de la obra de los cronistas, altos poetas muchos de ellos, se está haciendo hoy, por hombres nuevos y fuertes que, comprendiendo la necesidad de exaltación de los orígenes, de historia y de leyenda, que tienen los pueblos de este continente, se han dedicado a la obra constructiva y dinámica a la vez, de resucitar el pasado. A esta frase: «resucitar el pasado», con su prosapia evidente del lugar común, quiero yo darle su verdadero, literal, nobilísimo sentido: Resurrección. No se resucita una época, un personaje, un capítulo de la vida de un pueblo o de un hombre, con la sabia, paciente y artesana momificación del archivista, rata de biblioteca que, enamorado de lo externo, esclavo del detalle, no le pide al documento sino esto: que asome, que se deje catalogar, numerar y guardar en un anaquel o un cofre. Cuando estos artesanos utilísimos se arrogan atribuciones definidoras y fijadoras, que corresponden a la categoría más alta del historiador, entonces realizan labor de sepultureros reflexivos y premeditados que, con misa cantada, flores y coronas, entierran en el panteón nacional al personaje, la hazaña o la época. Entre esos hombres que, con el criterio de la historia apasionada, mantenida en la antigüedad por Tácito y la concepción moderna de Mommsen321 y Michelet322, entienden la historia como algo viviente y manejan el pasado como materia viva, articulada, por la que circula sangre de hombres, y está animada por la mente y la voluntad activa de seres humanos, transidos de dolor, de entusiasmos, de miserias y júbilos. Entre esos hombres se coloca, de lleno, por derecho de elevación y de talento, el gran escritor ecuatoriano Leopoldo Benites323, con su obra Los argonautas de la selva324. Es la hazaña magna del descubrimiento: el encuentro del hombre, del hombre de Occidente, con el río más grande de la tierra: el Amazonas. Tema de anchura y vastedad magníficas, de rigurosa exigencia en la planificación, en la investigación histórica, en la selección de fuentes y de datos. Y dominado por el imperativo implacable de encontrarle un estilo que empate con la grandiosidad temática. Leopoldo Benites, lúcido siempre en su obra anterior y actual de ensayista y de crítico, al abordar la hazaña, la verdadera hazaña de resucitar —de re-crear [como] dijera don Miguel de Unamuno— la formidable empresa quiteña del descubrimiento, se transfigura él mismo, se le acelera y fortalece la pulsación y, como en trance de fiebre, sin perder lucidez crítica, crea dominado de avasallante inspiración. 320 Luís Vaz de Camões (c. 1524-1580), uno de los más grandes poetas portugueses, cuya obra principal, Os Lusiadas (Los Lusiadas, 1572), se considera el poema épico nacional portugués. 321 Theodor Mommsen (1817-1903), historiador alemán, uno de los más influyentes del siglo XIX, especialista en historia de Roma, premio Nobel de Literatura en 1902. 322 Jules Michelet (1798-1874), escritor e historiador francés especialista en la Revolución Francesa. 323 Leopoldo Benítes Vinueza (1905-1995) escritor, periodista y diplomático ecuatoriano. Fue embajador en varios países latinoamericanos. Llegó a ser Presidente de las Naciones Unidas. Una de las personalidades más importantes del país. Entre sus obras están los cuentos de Mala hora (1927) que se inscribió dentro del naciente realismo social, Argonautas de la selva (1945), sobre la aventura de Orellana y el descubrimiento del Amazonas, y Ecuador drama y paradoja (1950). 324 Los Argonautas de la Selva, México, Fondo de Cultura Económica, 1945. 230 Por todo el relato de la hazaña circula un viento sinfónico, poderosamente orquestado; se escucha el diálogo sobrehumano entre la selva, la naturaleza toda inviolada, y los hombres que pretenden dominarla. Vidas, claras vidas humanas sin la clásica maquinaria de dioses que las muevan, accionan dentro, frente y contra la naturaleza. Que unas veces es río, fruta u hombres favorables. Y otras veces, las más, es serpiente, mosquito, «vida peligrosa y confusa», enemigas voraces y traidoras. Vidas humanas que accionan dentro, frente y contra el hombre: rey, fraile, aventurero. Y el propio yo individual, temerario o cobarde, ambicioso o heroico de cada unidad humana, en el seno de la tremenda aventura. Al hablar del libro de Benites, antes que expresiones de índole literaria, se asoman al canto del espíritu términos musicales y por ello que, por poco, hemos dicho que el libro está dividido en dos movimientos, y no en dos partes, como manda el autor. Es en Guayaquil —«puerta mayor de América al Pacífico»—donde se medita la hazaña. Ritmo lento de abrasadora calidez. El hombre que ha fundado, a orillas de un río de maravilla, desmelenado de palmeras, una villa al pie de un cerro al que ha dado el nombre —Santa Ana— de la mujer de su vida, Francisco de Orellana, quiere él también, por su cuenta, cumplir el destino ibérico de agrandar el mundo. Y se inicia el primer movimiento de la magna epopeya. El relato aprisiona al lector dentro de su apretada y tensa urdimbre. Hay un poco del gran cuento de aventuras. Se piensa en el Zweig325 de Amok, con su borrachera de ginebra y de trópico. Y también en el Joseph Conrad326 de Almayer, que sabe en sus páginas reproducir la locura causada por la selva, la fiebre salvaje de lo cálido, en engendrador fecundo de todo el frenesí de la naturaleza. Es preciso —y alguna vez lo hemos intentado— insistir sobre la falsedad, tan generalizada, de tratar en forma peyorativa a la «novela de aventuras». Incluyendo en esa denominación, y más despectivamente aún, a la «novela policial». Novelas de aventuras son algunas de las obras cumbres de la literatura universal: el Éxodo, el libro de Esther, La Ilíada y La Odisea, La Eneida, para no citar, en la edad antigua, sino los más egregios monumentos. ¿Qué son sino novelas de aventuras? ¿Y no es novela de aventuras, la novela de aventuras por antonomasia, El Quijote, expresión máxima de la raza y el idioma? Leopoldo Benites, polemista buido, de la gran línea nacional de Solano327 y 328 Calle ; cuyos artículos de combate —definición política o ataque tremebundo — son esperados día tras día por la opinión nacional. Leopoldo Benites, ensayista y conferencista certeramente informado de sus temas; clarificador preciso de los problemas que ataca, y dueño de una prosa límpida, elegante y dinámica a la vez, para exponerlos. Leopoldo Benites, que ha hecho y hace eso, en un plano muy alto, hoy nos ofrece sus calidades de relatista de aventuras; y entre esas calidades 325 Stefan Zweig (1881-1942), escritor y pacifista austriaco, famoso sobre todo por sus biografías. Fue capaz de hacer sus biografías tan entretenidas como una novela. Sus novelas también se sumergen en las profundidades de las aberraciones emocionales, como ocurre en Amok (1922). 326 Joseph Conrad (1857-1924), novelista británico de origen polaco, considerado como uno de los grandes escritores modernos en lengua inglesa, cuya obra explora la vulnerabilidad y la inestabilidad moral del ser humano. Su primera obra publicada fue La locura de Almayer (1895). 327 Vicente Solano (1791-1865) sacerdote, periodista y polemista ecuatoriano. Sus numerosos artículos se recogieron en Colección de artículos (1861), Obras de Fray Vicente Solano (1892-1895). 328 Ver nota 174. 231 advertimos, singularmente, éstas: la visión del paisaje, el clima y el poder de adentrarse, reconstruyéndolas, en las actitudes humanas. Se inicia la aventura con un ritmo grave y poderoso: es la atracción implacable de lo desconocido, operando sobre el conquistador español, Francisco de Orellana329 que, si bien ha participado en muchas de las peripecias heroicas del descubrimiento y la conquista, aún no ha conseguido destacar, en todo su potente relieve, su propia personalidad, dentro de la cual, él siente hervir posibilidades aún inexpresadas. Luego es la preparación de la empresa. Y después, el diálogo formidable, el contrapunto tremendo entre el hombre y la naturaleza. Es allí donde se manifiesta el poder pictórico y las facultades de colorista de Leopoldo Benites; su capacidad para llevar al lector frente al paisaje y comunicarle toda la emoción, veraz y exaltada a la vez, que una visión directa del escenario inmenso pudiera producir. El clima. Acaso sea éste el obstáculo más difícil de superar en la novela de aventuras, en todo relato de acción humana en el espacio. Solamente los grandes maestros, y ni siquiera todos ellos, han conseguido comunicar a los lectores la sensación exacta del clima en que se desarrollan los acontecimientos relatados. Y sin esa sensación de clima, la acción de lo contado pierde su más firme y necesaria base; y los móviles, la agitación pasional, los reflejos anímicos, no tienen explicación válida si no tenemos ese telón de fondo de paisaje y, sobre todo, de clima. Dostoievski, el gran maestro eslavo que casi nunca nos comunica clara y distintamente el paisaje; en cambio llega a excelencias insospechadas con su poder de dar la sensación del clima, con tal fuerza operante que la acción del relato obedece, está casi determinada por el aspecto térmico del clima. Recordemos, por ejemplo, esa novelita corta, perfecta en su género: Una enojosa historia, en la que el frío invernal de Petersburgo es el actor principal; o aquella otra: El jugador, en que las delicias estivales de Rulettemburgo, dan las posibilidades máximas a la verdad de la acción. Y sin embargo es muy difícil, para mí por lo menos, reconstruir el paisaje visual, plástico, en que se desarrolla esa creación suprema de la novelística universal que es El Idiota. Acaso ocurre en las comarcas del alma, desconocidas y distintas. Pero el paradigma diáfano de estas excelencias nos lo ofrece un novelista más cercano a nosotros por idioma y raza, el ibero Eca de Queiroz330. Releamos esa obra maestra de técnica y realismo que es La ilustre casa de Ramírez. Y veremos que, a cada momento de lectura, un pintor pudiera ir esbozando el decorado de la naturaleza en que vive la acción; y al mismo tiempo el lector puede a cada página, calcular los grados de temperatura del instante. La novelística americana ha comprendido toda la trascendencia de estos factores, y por ello, sus representativos, Rómulo Gallegos, José Eustasio Rivera, han realizado en sus obras, la expresión más cabal de clima y de paisaje. En Los argonautas de la selva, de Benites, hay presencia de clima a lo largo de todas las páginas. Quizás es el personaje de mayor y más terrible poder. El adversario formidable, vencedor en veces, vencido en otras, de Orellana, de sus hombres; orientador de la aventura, deus ex machina de la epopeya. Sin embargo, 329 Francisco de Orellana (c. 1511-1546), navegante y descubridor español, protagonista de la primera navegación completa del río Amazonas. 330 José María Eça de Queiros (1845-1900), escritor portugués, considerado el mayor novelista del país. 232 de esta presencia constante, e indispensable, de la expresión del clima no hay insistencia fatigosa, no hay reiteramiento que perjudique la calidad artística, que dañe al ritmo, lento o acelerado, según conviene, del relato. Siguiendo con fidelidad constante al argumento, a la aventura en acción, Benites va planteando el contrapunto interpretativo, con hondura y originalidad a la vez. Es aquí donde la estatura de sociólogo y ensayista de Leopoldo Benites se manifiesta de muy alta talla. Páginas de indudable maestría hermenéutica, son las de ese hondo capítulo de crítica histórica: La paradoja hispana. Reconstrucción de época, sin arbitrariedades, pero de valiente y muy personal expresión. Acaso los puntos de vista de Benites, sus rutas interpretativas, con su valor polémico, esclarezcan ciertos claroscuros de la historia, o prorroguen su esclarecimiento. Deliberadamente había dejado para el final mis observaciones sobre la fuerza patética de Benites como narrador. Que no excluye, sino más bien tonifica el sistema y el plan a que obedece la obra. Ya algo anticipamos sobre la impresión que, en cuanto a emoción del autor, ofrece el libro de Benites: nos parece que se halla en trance, ganado por la dominadora fuerza dramática del tema. Leopoldo Benites no se ha dejado llevar por diletantismo, hacia la moda de las biografías noveladas. Que, por lo demás han existido siempre: Plutarco 331 entonces, ¿qué es, sino un biógrafo novelista? Benites, por temperamento, por signo vital, no puede ir a la historia, a la polémica, al ensayo, sino con su atributo fundamental: pasión. Lejos de él la finalidad contemplativa y algebraica de los archivistas de anaquel y vitrina332. Él, como Pitágoras333, que le pusiera música al álgebra y a la astronomía, le pondrá su esencia vital de pasión creadora, a todo tema. Sobre la base austera de su gran amor-pasión también por la verdad, y su escrupulosa honestidad informativa. Por ello, ese capítulo definitivo: «El combate final», es un paradigma de todas las calidades narrativas de Benites. Es la muerte del héroe, la lucha final en que triunfa la vida por medio de su «ejecutor de altas obras»: la muerte. Arte y tragedia real, conjugados, para producir emoción constructiva y forzar el humedecimiento de los ojos. Y sólo entonces puede dejarse el libro. Puerta espiritual334 331 Plutarco (c. 46-125), biógrafo y ensayista griego, nacido en Queronea, Beocia. « […] este Guayaquil me llevó a mi primera obra: Los Argonautas de la Selva, porque había leído en Pino Roca, había leído en los propios cronistas de la ciudad, tildarlo a Orellana de ―Tuerto Traidor‖; lo de tuerto es verdad, lo de traidor no, y cayó en mis manos, entre la enorme cantidad de libros que he leído en mi vida, el de José Toribio Medina, que trae toda la documentación; déjeme decirle que yo no soy hombre de archivo y además toda la vida de Orellana esté en archivos españoles, pero José Toribio Medina, ese gran erudito chileno, nos hizo el beneficios de darnos en un libros casi toda la bibliografía esencial sacada de los Archivos de Indias». «Leopoldo Benites» en Tres maestros, de Carlos Calderón Chico, Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, Núcleo del Guayas, 1991, pp. 151-152. 333 Pitágoras (c. 582-c. 500 a.C.), filósofo y matemático griego, cuyas doctrinas influyeron mucho en Platón. 334 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 88-89. 332 233 […] A la puerta espiritual de este hombre, en el que estaba bullente y por estallar, el combatiente formidable que llegó a ser después, había tocado la inquietud del relato vernáculo, con amor y sabor de tierra caliente, con emoción y pasión de hombre de tierra caliente. Y, por lo menos, dos expresiones de esa inquietud nos dicen que, cuando quiera tomar un descanso frente a los muros de Troya —ha transitado también por los caminos líricos, en sonetos perfectos— allí está el oasis fresco del relato, ofreciéndole campo seguro para realizaciones cabales: son «La mala hora» y «El enemigo», novelitas cortas (sic.) de gran reciedumbre, de audaz fuerza expresiva que, publicadas en 1927335, escritas seguramente en el año anterior, colocan a Benites como a un verdadero precursor del «Grupo de Guayaquil», hermano mayor de muy pocos años, camarada y amigo de sus integrantes. Valiente zapador de una trocha que necesitaba, indispensablemente, el tránsito espiritual del Ecuador. No hace mucho, al referirme a Los argonautas de la selva, franco éxito continental de Leopoldo Benites, al biografiar al Amazonas niño y a su acunador, Francisco de Orellana, señalé las calidades excelsas de narrador y relatista que acusaba esa obra. Al momento de escribir ese juicio, no conocía, es la verdad, sus relatos de juventud. Leídos hoy, frente a la madurez del escritor múltiple, confirman mi certidumbre: en la tarde serena del gladiador de ahora —o en los descansos obligados de la lucha— Leopoldo Benites acaso nos sorprende con su vuelta al relato: el que cuenta cuentos una vez los cuenta siempre. Fue Benites quien, con estas narraciones cortas, dio hasta cierto punto la tónica de la novela que, a partir de Los que se van había de construir en su torno al «Grupo de Guayaquil». No persistió en el empeño: es la réplica del caso de Fernando Chaves con respecto a la novela indigenista, o de tema indígena. Otras actividades de la cultura lo absorbieron: el periodismo de combate en especial, como dejamos dicho. Pero la facilidad narrativa que se descubre en esos relatos del año 1927, la fluencia del diálogo, la propiedad de la expresión y la calidad literaria, nos dan para que exijamos a Benites no alejarse del género, para el que tiene don excepcional. Sutil capacidad lírica336 Su gran literatura intelectual, no ha sido construida principalmente con materiales de relatador, cuentista o novelista. Está hecha por un poder de polemista férreo, de la gran línea de Montalvo, de Solano o Calle. Esa zona literaria, el panfleto, en que podemos ocupar el más alto sitio en las tierras de América. Está hecha por su gran capacidad crítica que, servida por una información sólida y al mismo tiempo inquieta, arranca de lo clásico y domina lo más valioso de lo contemporáneo. Singularmente en interpretación artística, retrospectiva o moderna, en donde ha ensayado un serio sistema que, al propio tiempo que hace descubrimientos, señala deficiencias pero, sobre todo, procura ir a la esencia de inspiración y expresión, para poder así comprender e interpretar. 335 336 La mala hora, Guayaquil, Editorial Mundo Moderno, 1927. El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, p. 375. 234 En el ensayo de tipo biográfico, ha dado un libro definitivo: Los argonautas de la selva. En las disciplinas sociológicas ha señalado un tipo con su gran libro, Ecuador, drama y paradoja337. Finalmente, ha hecho una incursión ambiciosa y feliz por el teatro de hazaña americana, con Aguas turbias338. Sus primeros pasos de relatista, han sido detenidos por el combate, el estudio, la vocación de constructor y mostrador de caminos. Acaso también, por su sutil, delgada capacidad lírica. Pero lo poco que nos ha dado, entre lo que está el cuento «La mala hora», […] ofrece suficiente razón para pensar que, si Benites hace un retorno hacia el relato, tendremos muy bellas y buenas cosas. 337 Ecuador: drama y paradoja, ensayo sociológico publicado en México, en el Fondo de Cultura Económica, en 1950, que intentó ser un estudio sobre la realidad ecuatoriana desde una perspectiva histórica y social. Libro clave en la interpretación de la identidad ecuatoriana. 338 Aguas turbias, comedia escrita por Benítes, estrenada en Montevideo bajo la dirección de Margarita Xirgú. 235 PABLO PALACIO339 Sucede que se tomaron las realidades grandes, voluminosas, y se callaron las pequeñas realidades, por inútiles. Pero las realidades pequeñas son las que, acumulándose, constituyen una vida. Toda esa vaciedad golpea la frente del hombre. ¿Quién me dice que toda esa bruma, como manos, no le hizo la cara que tiene hoy? Perdía el control ante ese caprichoso órgano (el corazón), cuyo sentido espiritual perdió terreno en el avance del tiempo: cincuenta años antes presidió las actitudes amorosas, los altos grados anímicos de emoción; ahora, hondamente incomprendidos se animan ante bajos cambios de la normalidad. Sólo los locos exprimen hasta las glándulas de lo absurdo y están en el plano más alto de las categorías intelectuales. Pablo Palacio Los pobladores de la ciudad de Loja, en la República del Ecuador, han llegado, por leyenda que es ya casi un blasón nobiliario, al convencimiento de que viven en el último rincón del mundo. Hay toda una literatura, oral y escrita, [dedicada] a este aspecto. Realmente, diez días a lomo de mula, por entre inverosímiles senderuelos bordeados de precipicios, separan este pueblo de las más próximas vías del mar o del ferrocarril. Peor que en el centro de África. Enemigos del nocivo patrioterismo abultador, ya alguna vez declaramos que, hace cincuenta años, el Ecuador ha perdido el sitio que le parecía reservado en la jerarquía intelectual del continente. Y en la jerarquía de valores políticos también. Montalvo y García Moreno son las dos últimas grandes figuras de valor supranacional, después de las cuales nos hundimos plácidamente en la tarea familiar de coronar —casi anualmente— a poetas domésticos. La generación americana del novecientos —hasta aquí la mejor cosecha espiritual de las Indias españolas: poetas presididos por Rubén, prosistas presididos por Rodó— no tuvo ningún representante ecuatoriano: la política interna, el panfleto, habían acaparado las mejores inteligencias. Y en la lírica, un retrasado romanticismo eglógico y mariano —que después ha invocado el patrocinio de Mistral— había cerrado el camino de las nuevas tendencias. Sólo diez años después, y cuando ya el modernismo, como escuela, estaba pasado de moda, y sólo quedaban en pie las consagraciones sobresalientes de los 339 Tomado de Mapa de América, Madrid, Sociedad General Española de Librería, 1930, pp. 63-98. Con motivo de la muerte de Pablo Palacio se reprodujeron fragmentos de este ensayo en Letras del Ecuador Nº 1920, Quito, dic., 1946-feb., 1947, p. 4. Reproducido también en La patria en tono menor, pp. 67-78 236 jefes de fila —Rubén, Herrera y Reissig, Rodó, Blanco-Fombona, los García Calderón, Arguedas, Nervo, Ugarte, etc.—, cuando ya las miradas juveniles se volvían hacia nuevos caminos, entonces asomó una generación ecuatoriana modernista, particularmente atacada de dos excesos de aquella modalidad: el saturnianismo340 —poetas marcados del estigma sagrado, abuso de estupefacientes— y la desgraciada, falsa, hueca imitación de Samain341. Bastante bien dotados muchos de estos poetas, ninguno —excepción hecha de Medardo Ángel Silva342, el suicida— configuró integralmente su personalidad ni consiguió que su reputación atravesara las fronteras del país. —Acaso esto se debe también a la solución de continuidad tan larga entre Montalvo y ellos: interrumpida la cadena, era precisa la aparición de una personalidad original y fuerte para romper el maleficio—. Arturo Borja343, Ernesto Noboa344, pudieron ser quizá grandes poetas. El que más cerca llegó —el Perú había ya producido en la misma tendencia al estupendo José María Eguren, la voz más pura de la lírica hispanoamericana— fue Humberto Fierro345. En el último rincón del mundo, mientras tanto, en Loja, coetáneamente a la aparición de la falange modernista, Héctor Manuel Carrión, que el Ecuador acaso por exceso de grandes figuras desconoce, había escrito estudios sobre Baudelaire, sobre Anatole France, sobre Edgar Poe, y sus poemas emparentaban con el simbolismo más alto —no con Samain— de Mallarmé y de Rimbaud. Durante el cielo de nuestra política trágica —1911 y cinco años después—346, cuando culminaba en el panfleto ese gran insultador y escritor admirable que fue Calle, en el último rincón del mundo Pío Jaramillo Alvarado347 atalayaba todos los caminos, y con una curiosidad inagotable de pensamiento y de acción, ensayaba la 340 Saturnianismo. Carrión se refiere a saturnino, es decir la persona triste y taciturna, quienes, se decía, influenciados por el planeta Saturno, tornaban a un carácter melancólico, y eran aficionados a los estupefacientes. 341 Albert Samain (1858-1900), poeta francés. Famoso en su época por la publicación de En el jardín de la infanta (1893), hoy casi olvidado. La melancolía y la languidez caracterizan su obra, otros libros son: En los flancos del jarrón (1898), y La carreta de oro (1901, póstumo). 342 Medardo Ángel Silva (1898-1919), poeta ecuatoriano. Destacado exponente del modernismo en Ecuador. Formó parte de la llamada "Generación Decapitada" debido a que sus principales miembros murieron jóvenes. Silva, en la más genuina tradición del romanticismo, se suicidó. Junto a él figuran, en la citada tendencia, Ernesto Noboa y Caamaño, Arturo Borja y Humberto Fierro. 343 Arturo Borja (1892-1912), poeta ecuatoriano. Representante del modernismo en el Ecuador, constituyó junto a Ernesto Noboa y Humberto Fierro, lo que Raúl Andrade denominó la «generación decapitada», debido a la muerte temprana de sus miembros. Su libro La flauta de Ónix, se publicó, póstumamente en 1920. 344 Ernesto Noboa Caamaño (1891-1927). Poeta ecuatoriano. Junto con Arturo Borja fueron las principales figuras del modernismo en el Ecuador, en ese momento. Publicó un único libro Romanza de la horas, en 1922. 345 Humberto Fierro (1888-1929), poeta ecuatoriano. Representante de la poesía modernista. Publicó su libro El laúd en el valle, en 1919, y se publicó un segundo libro, póstumamente, en 1940, Velada palatina. 346 «Los gobiernos siguientes a la muerte [28 de enero de 1912] de [Eloy] Alfaro son conocidos como «gobiernos plutocráticos», es decir, gobiernos manejados directamente por la oligarquía banquera y agroexportadora». Lola Vázquez y Napoleón Saltos G. , Ecuador: su realidad, Quito, Fundación Peralta, 2002. p. 102. 347 Pío Jaramillo Alvarado (1889-1968) historiador, sociólogo y ensayista ecuatoriano. Fue Presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Su libro El indio ecuatoriano (1922), fue una de las mayores influencias dentro del campo social, debido a su análisis y denuncia de la realidad del pueblo indígena. Otras obras suyas son: Estudios históricos (1934), La Presidencia de Quito (1938), La nación quiteña (1947), Historia de Loja y su provincia (1954). 237 novela indígena El último yaguarshungo; presidía cenáculos de avanzada literaria: el grupo Vida nueva, en el que, aún dentro de la corriente modernista, se bebía la parte más pura: Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Herrera y Reissig; y en escaramuzas provinciales, descubría en sí mismo la capacidad periodística más auténtica de la historia ecuatoriana. Pablo Palacio348 salió también del último rincón del mundo. ¿Salió a cantar la hierbabuena y el tomillo, la égloga monótona que nos dura ya un siglo, sin variar la cuerda? ¿Salió a dolerse, en malas novelas y peores versos, de la suerte del indio, no penetrando en su profundidad, sino prestando al aborigen la sensiblería de criollos debilitados por la holganza?... Pablo Palacio del último rincón del mundo, salió a hacer la literatura más atrevida —de contenido artístico y temático— que se haya hecho en el Ecuador. Sin duda alguna. Literatura audaz de asunto, audaz de ironía; una ironía seca, filuda, inaudita en nuestro medio. Hace años, en un concurso literario infantil, de cuyo jurado formé parte, se recibió, entre muchas ingenuidades, una especie de cuento, vargasvilesco 349 en la forma recortada y asintáxica, pero que acusaba cierta facilidad de disparate expreso, intencional. Entre descalificar al audaz que tomaba el pelo al jurado o premiarlo por curiosidad, optamos por lo último. El autor resultó ser Pablo Palacio. En ese tiempo se llamaba Pablo Arturo. Yo le insinué —y estoy orgulloso de ello— que se cortara ese Arturo burlesco que habría comprometido su carrera literaria. Un muchacho magro, con una cara alargada, de esas a las que el expresivismo popular aplica la fórmula: de frente, filo; de filo, nada. El pelo rojizo, cortado a lo cepillo de vestidos. La cara blanca, constelada de pecas. Y allí, unos ojitos pequeñines, que, de cuando en cuando, se iluminan de pasajero fulgor. La cara inclinada y un cierto balanceo perezoso en el andar. Cuentan de este muchacho que a los tres años de edad no daba señales de gran inteligencia, ni mucho menos. Un buen día, la niñera lo llevó consigo a lavar ropa blanca en el arroyo. Un arroyo que, haciendo un pequeño remanso en lo alto de la colina de la Virgen, se precipita luego por entre cavidades rocosas, hacia el valle y hacia el río. La niñera lavaba y el niño, mientras tanto, se entretenía andando a gatas por los bordes del agua. Sin duda, ella cantaba y ensoñaba. ¿Por qué esto de cantar, trabajar y ensoñar está sólo reservado a las bordadoras? Volviendo de su canto y de su ensueño, mira hacia el sitio donde estuvo el niño. A los gritos de espanto de la mujer horripilada, los puebleros de la loma hicieron multitud para seguir en la corriente loca las posibilidades de encontrar al desaparecido. Y de cascada en cascada, la espuma nada devolvía. Sólo medio kilómetro más lejos, ya en la llanura, al confluir del torrente con el río, deshecho, amoratado, informe, el cuerpo del muchacho. Días entre la vida y la muerte. Pero cuando comenzó a sanar de sus setenta y siete cicatrices, las palabras, que antes del accidente eran difíciles, babosas, surtieron llenas de inteligencia. Y en la 348 Pablo Palacio (1906-1947), narrador y ensayista ecuatoriano. Autor de los relatos de Un hombre muerto a puntapiés (1927) y las novelas Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932). Las novelas de Palacio ofrecen la irónica y desconcertante experiencia de un relato sin personajes ni argumento propiamente dichos, que algunos críticos engloban en la llamada «antinovela». 349 Alude a José María Vargas Vila (1860-1933), escritor colombiano, muy leído en su época y que ejerció gran influencia entre los jóvenes de entonces. 238 curiosidad infantil que iban descubriendo las cosas, como alguien que despierta de una larga letargia350 cataléptica, había siempre el acierto de las relaciones y las comparaciones: parecía una persona mayor. No balbuceó nunca, no dijo medias palabras. La familia quiso aprovechar esta inteligencia sorprendente en el oficio de la platería propio de gentes finas. Y a platero —en el taller de Cuadrado— se dedicó el muchacho, en las horas libres que le dejara la escuela. En la escuela ganó premios de aprovechamiento, de aplicación y de piedad. Los hermanos cristianos, para descargar su conciencia, declararon al tío de Pablo Palacio que era un deber hacer un esfuerzo para continuar los estudios del chico, en el que acaso había madera de prior o de arzobispo. El virtuoso tío apoyó la secundaria de Pablo. Siguieron los premios de virtud escolar y las distinciones en álgebra y química. Sobre todo en lenguas vivas. El cuento vargasvilesco del concurso que hemos recordado, nos hizo la revelación del escritor, que Pablo había tenido hasta entonces escondido, como un pecado mortal. Ya escritor —en el Ecuador se es escritor después del primer artículo acogido por un periódico—, el rincón provinciano, el último rincón del mundo, resultó estrecho para Pablo Palacio. Hubo que mandarlo a Quito, a la capital. Y la Providencia, en forma de tío, asomó nuevamente. A Quito, pues, a estudiar medicina por cuenta del tío. ¿Medicina? Al llegar a Quito, Pablo vacilaba entre la pintura y la jurisprudencia. Optó momentáneamente por la jurisprudencia, más explicable y aceptable a los ojos del tío. Y a los dos años de estudiar —siempre con distinción— las asignaturas jurídicas, publicó Un hombre muerto a puntapiés… Escándalo. La prensa seria se indigna del desacato social. Los ojillos de Pablo Palacio iluminan su fulgor. Y los grupos intelectuales de vanguardia, con Gonzalo Escudero351 —el poeta de Parábolas olímpicas, un Sabat Ercasty ecuatoriano— a la cabeza, acogen al recién llegado, lo sostienen, orgullosos del inesperado reclutamiento: el humorista que les hacía falta. Quiso leer a D‘Annunzio, en Loja, a los quince años. Le presté El fuego; me lo devolvió sin haber podido pasar de las primeras páginas. Insistí con dos o tres libros más: inútil. En cambio, devoraba los libros de Eça de Queiroz, los de Pirandello, entonces recién revelados a los públicos hispanoamericanos, y los novelistas franceses desde Flaubert. Un hombre muerto a puntapiés, libro de cuentos con que se reveló Pablo Palacio, tiene de Poe y de Maupassant —dos grandes desequilibrados—, de Pirandello el cuentista. Pero sobre todo, tiene de Pablo Palacio. Es un libro esencialmente antirromántico. Pero no de un antirromanticismo combativo, de escuela y de prédica. Su sentido interior recuerda un poco el de Une vie, de Maupassant, por aquello de mantener lo que yo alguna vez he llamado el descrédito de la realidad. Pero lo que en el francés resume —por entre una elegante ironía— desesperanza, espíritu de rebelión, en el cuentista ecuatoriano es algo espontáneo, corriente, natural. Todo dramatismo, toda sensiblería le son consustancialmente ajenos. Si a Pablo Palacio se le viniera —por transigir con un público habituado al lagrimón— la idea de escribir literatura sentimental, le 350 Letargo, estado de somnolencia profunda prolongada, que acompaña a algunas enfermedades nerviosas, infecciosas o tóxicas. 351 Gonzalo Escudero (1903-1971), poeta ecuatoriano, autor de Los poemas del arte (1919), Las parábolas olímpicas (1922), Hélices de huracán y de sol (1933), Altanoche (1947) y Estatua de aire (1951), entre otros. 239 resultaría tan falsa como falsa es la literatura indigenista 352 nuestra, que presta a los indios los modos de ver y de sentir de mestizos holgazanes y criollos reblandecidos por la imitación de vicios literarios. El humorismo, propiamente tal, cuenta pocos representantes en la literatura hispanoamericana. Existen, sí, abundante y con cultivadores de primer plano, lo que pudiéramos llamar el costumbrismo satírico, el panfleto a base de ironía y hasta el insulto —sobre todo el insulto—; la literatura chascarrillera353. El humorismo es más raro. Y es que nada más trascendental que el verdadero humorismo; nada que llegue más hondo al tuétano de la verdad y de la vida. Humorista así, en el alto sentido, conservándose artista, sin caer jamás en la anécdota pueril ni en la alusión ordinaria y barata, en el juego de palabras, ni en la sicalipsis babosa; humorista trascendente es Pablo Palacio354. Pero no es el suyo una aproximación del humorismo inglés, nacido del aburrimiento, y que deja asomar las orejas a la sensiblería. Ni del francés, discutidor, cargado de argumentos en pro de una tesis, clarificador y a veces corrosivo. El de Pablo Palacio es humorismo puro, como la poesía, como la música pura. Casi todas las grandes obras del humor, de Las nubes a El Quijote, de Cándido a La isla de los pingüinos, envuelven una enseñanza, una tesis o una prédica; van tras una finalidad de moral o de estética, envuelven dentro de sí un cierto pragmatismo: son obras satíricas. Este humorismo puro: Cami, Ramón Gómez de la Serna, Máximo Bontempelli355 —en cuya línea hallamos a Pablo Palacio, a Lascano Tegui356—, vive por sí mismo, sin trastienda moral ni política; tiene su contenido artístico propio, su materia en sí. Recurriendo a una imagen cinematográfica, y considerando a Charles Chaplin como el representante del humor humano, humanizado, que dice algo, que algo prueba, puedo decir que Pablo Palacio es un Buster Keaton —el cómico que nunca ríe—357 del humorismo. Un humorismo deshumanizado, con la expresión cara al señor Ortega y Gasset. Considero a Ramón Gómez de la Serna como el maestro de humoristas en lengua española. A Fernández Flores en España, a Jenaro Prieto 358 en Chile, los considero autores satíricos. Julio Camba359, dueño de mi admiración, es un autor festivo. Y veo en él al tipo de humorista puro que va directamente a la realidad — hombre, paisaje—, y de su encuentro con ella surge, como el chispazo eléctrico, 352 Literatura indigenista, corriente literaria que aborda los problemas de los indígenas americanos. La denominación suele reservarse para la literatura del siglo XX —cuentos y novelas sobre todo— que han denunciado las condiciones infrahumanas de vida de los indios. 353 Narraciones que contienen chistes, chascarrillos. «Fue ante todo un desprestigiador de la realidad, esto es, un humorista —rara especia en una época de combativos y severos constructores de una literatura realista y de un país. El humor requiere de víctimas para existir, y Palacio eligió sacrificar a sus criaturas: las disminuyó, las enanizó en el altar de su discurso». Vladimiro Rivas, Cuento ecuatoriano contemporáneo, Quito, Paradiso Editores, 2002, p. 30. 355 Massimo Bontempelli (1878-1960), escritor italiano. Fundador de la revista «Novecento» (1926). Escribió poesía futurista en El purasangre (1919), escribió teatro y novela, como en Nuestra diosa (1925), y Gente en el tiempo (1937), respectivamente. 356 Ver nota 155. 357 Buster Keaton (1895-1966), actor y director de cine estadounidense, cuyo semblante inexpresivo, pajarita siempre caída y notable sentido del ritmo, le hicieron uno de los cómicos más populares y creativos del periodo mudo. 358 Jenaro Prieto (1889-1946), periodista, político y escritor chileno. 359 Julio Camba (1862-1962), escritor y periodista español, de un fino estilo humorístico. 354 240 la... pues, la greguería; ¡y yo que pretendo definirla! es la imagen, o un conjunto de imágenes estilizadas. No es preciso ni siquiera la estilización en el sentido caricatural; basta que proponga, al realizar la imagen, una solución inesperada, original. Se ha sostenido que el alargamiento espiritualizador, superhumano, de las figuras del Greco es un producto, antes que del genio, de un defecto de la vista de Doménikos Theotokópoulos. Esto que no ha resistido el análisis felizmente, al tratarse del iluminado de Toledo, es quizá lo que ocurre con las antenas atrapadoras de la realidad que poseen humoristas como Ramón, como Pitigrilli. Los ojos, los oídos, el tacto de estos hombres tienen un poder deformador, o mejor, reformador sobre las cosas, y éstas, al pasar por sobre los alambiques del espíritu, para ofrecérsenos en forma de novela, cuento, greguería, han adquirido una individualidad, apariencias distintas, son las plasmación de Ramón o de Pitigrilli sobre el barro primario de la realidad. Hay más: los humoristas de la línea de Gómez de la Serna poseen una especie de mediumnidad360, de don de milagrería más pronunciado que el que siempre se ha atribuido a los poetas: ven, oyen más allá de la realidad. En una greguería361 típica de Ramón —cuya relación literal no recuerdo— hay un hombre con el ojo derecho en el sitio del izquierdo y el ojo izquierdo en el sitio del derecho; tiene toda la realidad atravesada, en forma de X. Quizá ese hombre sea la mejor representación del humorismo verdadero, del humorismo puro. Pablo Palacio tiene también esos dones de atravesamiento. Pero lo que predomina en él, algo que le es peculiar, es una especie de fuerza de inercia ante la emoción, una resistencia pasiva, pero invencible, ante la emoción que, junto con su inercia ante la moral, lo deshumanizan fundamentalmente. Creo yo que ese desbordar lloriqueante, quejoso, que por momentos han dejado trasparentar aun los más grandes burlones de la literatura; ese espíritu de confidencia reclamadora de socorro, al que casi nunca han escapado cronistas y satíricos, es una especie de movimiento reminiscente, una reproducción del llanto infantil que pide el seno de la madre, que pide amparo al padre. La infancia de Pablo Palacio da acaso la clave de su actitud literaria, que muchos consideran artificiosa, de originalidad rebuscada. No es que haya sido una infancia desgraciada, de abandono o de miseria; ha sido una infancia sin padre y sin madre, atendida por parientes petits-bourgeois, sin canciones de cuna, sin cuentos de hadas y sin mimos. Así, Pablo Palacio no ha aprendido a ver las cosas a través de lentes sentimentales, que cultivan el sentido de la hipérbole. Ni se ha desarrollado en él el espíritu de queja. Sus relaciones con la realidad han sido siempre directas y secas. Su posición queda así radicada más acá de la emocional y es, por lo mismo, la posición ideal para el humorista puro. Además, Pablo Palacio es un determinista esencial. Sus personajes evolucionan, viven lejos de toda volición de toda voluntariedad. Andan sueltos. Sueltos de la mano de Dios y —lo que en este caso es más grave— sueltos de la mano del autor mismo. Y no se crea por ello que Palacio —como Duhamel con su 360 Persona a la que se considera dotada de facultades paranormales que le permiten actuar de mediadora en la consecución de fenómenos parapsicológicos o de hipotéticas comunicaciones con los espíritus. 361 Agudeza, imagen en prosa que presenta una visión personal, sorprendente y a veces humorística, de algún aspecto de la realidad, y que fue lanzada y así denominada por el escritor Ramón Gómez de la Serna. 241 Salavín362, por ejemplo— nos dé patrones corrientes, tipos de a ciento en calle, encarnados de la generalidad, de la serie humana. Al contrario, sus casos son casos clínicos: el pederasta, el antropófago, el sifilítico. Y bien: lo admirable en Palacio es que estos personajes, dentro de su arbitrariedad, son perfectamente lógicos en el desenvolvimiento de su conducta, y no se nota el esfuerzo constante del autor por mantenerlos en un plano de anormalidad. Nos da una sensación de anormalidad normal: «Eso de ser antropófago es como ser fumador, o pederasta o sabio». Y más allá: «Me refiero a la irresponsabilidad que existe, de parte de un ciudadano cualquiera, al dar satisfacción a un deseo que desequilibra atormentadoramente su organismo». Y aún: «Estar de loco, como estar de teniente político, de maestro de escuela, de cura de parroquia…» Insisto en mi comparación de Pablo Palacio con Buster Keaton, el cómico cinematográfico que nunca ríe. Su posición de hombre sin ligámenes cordiales le da la posibilidad de decir todo lo que se le viene a la cabeza. No espera que se produzca todo el proceso de elaboración de la idea, tan caro al pensamiento francés, clarificador y mesurado. Él nos deja ver ese proceso, como los vendedores de automóviles dejan ver el esqueleto del motor, el complicado funcionamiento de la máquina. Y entonces, el entrechocar de paradojas, de paralogismos 363, de disparates, que precede a la ordenación del pensamiento y a la emisión de la idea, nos la ofrece Pablo Palacio con orgulloso impudor. Piensa en voz alta, se dice, con esa fuerza de expresión que muchas veces escapa a las literaturas. En el caso de Pablo Palacio la expresión adquiere verdad. Su pluma es más bien una aguja registradora del pensamiento a medida que se produce. Mientras ese trabajo mecánico se realiza, él, como Buster Keaton, permanece serio, indiferente, Pablo Palacio, aún físicamente, se parece a Buster Keaton; más estilizado, con la cara más larga. Un Buster Keaton que se viera en un espejo convexo, en el reverso de una cuchara nueva. Con un poquito de Poil de carotte. Lo hemos dicho ya alguna vez: Pablo Palacio fundamentalmente tiene al Descrédito de la realidad. Sin apoyarse expresamente en ninguna teorización científica, cree que las desigualdades a que la humanidad se ha habituado, un poco trágicamente, en lo económico y en lo social, no deben ser trasladadas a la literatura, a los temas, al contenido literario. Que dentro de la material total no hay cosas más nobles y cosas menos nobles. Y con un sentido goyesco, del Goya de los Caprichos —que es acaso el más grande—, ataca, por reacción contra la melcocha romántica, los asuntos más triviales y bajos. Encuentra que, por lo general, la literatura sólo se limita a reproducir lo apariencial de la vida, cayendo necesariamente en el lugar común. Y que, de lo apariencial, una especie de gazmoñería de las convenciones y los usos sociales, sólo elige lo que se cree más noble, más decente. «Dado un boticario, verbigracia, se le hace vender drogas y presidir las reuniones cuchicheantes del pueblo; sólo esto. Nos olvidamos que le tortura el ojo de pollo metido entre los dedos de los pies, y el mal olor de las arcas del chico, y el peso exacto de las cebollas 362 Georges Duhamel (1884-1966), escritor francés, nacido en París. Lo más destacado de su producción son dos ciclos de novelas, Vida y aventuras de Salavin (5 volúmenes, 1920-1932) que narra las vicisitudes de un hombre decidido a alcanzar la santidad. 363 De paralogizar, intentar persuadir con discursos falaces y razones aparentes. 242 compradas por la señora.» Y en otro sitio, más explícitamente, abomina la novela realista: «¿A quién le va a interesar que las medias del Teniente están rotas, y que esto constituye una de sus más fuertes tragedias, el desequilibrio esencial de su espíritu? ¿A quién le interesa la relación de que, en la mañana, al levantarse, se quedo veinte minutos sobre la cama contándose tres callos y acomodándose las uñas? ¿Cuál es el valor de conocer que la uña del dedo gordo del pie derecho del Teniente es torcida hacia la derecha y gruesa y rugosa como un cacho? Sucede que se tomaron las realidades, grandes, voluminosas; y que se callaron las pequeñas realidades, por inútiles. Pero las realidades pequeñas son las que, acumulándose, constituyen una vida. Las otras son únicamente suposiciones: puede darse el caso, es muy posible. La verdad, casi nunca se da el caso, aunque sea muy posible. Mentiras, mentiras y mentiras.» Por reacción, Pablo Palacio insiste —como un romántico puede insistir en el lago y en la luna— en lo de los callos y la digestión: «Todo hombre de estado, denme el más grande, se sorprende cotidianamente con esto: ya es tarde y no he ido una sola vez al water». ¿Olvida Pablo Palacio que la acepción de la realidad integral como tema artístico —sin excluir lo que, siendo natural y real, no se cree decente— ha sido practicada, con deliciosa mesura, por los grandes clásicos? ¿Olvida Pablo Palacio la escena de los batanes, en El Quijote: «porque ahora más que nunca, Sancho, hueles y no a ámbar»? Viejo empeño éste, que condujo a J. K. Huysmans a excesos lamentables, que con tanta gracia realizó Jules Renard y que, actualmente, tiene un representante discreto y amable en Duhamel. Pero Duhamel no tiene esa insistencia de prédica, que tanto perjudica al cuentista ecuatoriano; nada más natural, más encantador que las escenas menores, sobre todo en Confesión de minuit: cuando Salavín sintió la tentación irresistible de rascarle la oreja a su jefe, origen de todas sus desgracias; cuando —a pesar de su gran cariño para ella— se le vino a pensamiento, como una mosca negra, la idea de la muerte de su madre, e inconscientemente comenzó a hacer planes con la posible herencia. Y es que Duhamel nos demuestra la integridad verdadera, y Pablo, cayendo en el exceso contrario al vicio que critica, se preocupa en presentar, de preferencia, los aspectos vulgares o que en el estado de la verdad actual son considerados como tales. Esto que Pablo Palacio reclama ahora para los detalles de la digestión para el proceso integral del pensamiento en todas las horas, lo han reclamado ya — frente al romanticismo del beso y de los puntos suspensivos que hacen nacer los hijos— quienes hacen literatura sicalíptica, para los detalles de la generación. No es nuevo el pleito. Pablo Palacio predica esta teoría del descrédito de la realidad, o del igualamiento de todas las realidades en literatura, casi a todo lo largo de su obra. Especialmente en su novela Débora, que es a ratos un verdadero alegato en pro de la tendencia. Es en este aspecto en el que corre el riesgo de anular sus dones de humorista puro. La imagen es algo que entra en el proceso mecánico del pensamiento. Ya Marcel Proust afirmó que a la imagen no se la busca, se la encuentra. Pablo 243 Palacio, hombre que esconde su literatura, es un encontrador de imágenes. En uno de sus cuentos pretende hallar una comparación para el sonido que produce un puntapié en la nariz. Y después de ensayar dos o tres símiles, concluye: «como el encuentro de otra recia suela de zapato con otra nariz». A pesar de esta ingeniosa diatriba contra el afán de hacer literatura, la obra de Pablo Palacio está nutrida de imágenes, pero con el mismo sentido irónico y despoetizador: «el lugar común de una velada familiar»; una revelación de intimidad es «un pedazo de alma tendido a secar»; y abunda en esta imagen de lavanderías: «De puntillas sobre la ciudad, su plano sería un cuero tendido a secar». En su odio por el lugar común, Pablo Palacio acaba por atribuirle poderes verdaderamente taumatúrgicos. Para él, la literatura, aun la más ramplona — precisamente ésa—, a fuerza de ser repetida, ha llegado a tomar una consistencia real, a cuajar en fuerza operante de la naturaleza. El recuerdo de una página libresca es capaz de suscitar, de resucitar la emoción que ella pinta. Esto, que lo ha sostenido líricamente el romanticismo, que en sus esfuerzos de originalidad lo expresa Pirandello, lo afirma también Pablo Palacio con su humorismo corrosivo: «sucede que muchas veces nos emocionamos porque llega el caso de atender a la emoción adquirida de una página y que la tenemos guardada hasta que circunstancias análogas la revelen como si fuera muy nuestra». Se le pasó, en efecto, por la memoria al teniente —en Débora— el lugar común: «respirar a plenos pulmones». Y Pablo afirma: «Y respiró a plenos pulmones, debido a esta sugestión del recuerdo. También él. Claro, se nos clava la vieja frase del libro y el aire nos produce un beneficio hasta literario». Un aspecto esencial de la obra de Pablo Palacio, que quizá ha escapado a lectores y críticos —un poco desconcertados por la originalidad de la obra y su contradicción con el medio—, es el de su carácter introspectivo, psicoanalítico, sobre una base velada de autobiografía. Desde luego, me refiero principalmente a su novela Débora. Sin embargo, a diferencia de las obras modernas de carácter introspectivo, que emplean siempre el yo, tomando un airecito confidencial en primera persona, para contarnos casi siempre historias de inversiones, y más vicios secretos, Pablo Palacio ensaya un procedimiento cuya realización es, por lo menos, de una poderosa originalidad: como en el cinematógrafo, proyecta el negativo de sí mismo sobre la pantalla —no sin antes estilizarlo con su humorismo implacable—, y él se constituye en operador y espectador de la película. Oigámosle a él mismo exponer su manera, en estas palabras dirigidas al Teniente, en Débora: «Quiero verte salido de mí. Sin la ilusión visual de la niñez, no pasarás la mano ante tus ojos, creyendo encontrar a diez centímetros de la pupila todo el mundo real atemorizador. Ir, cogidos de los brazos, atento al desarrollo de lo casual. Hacer el ridículo, que hacer sonreír al dómine, y que congestionado dirá: ¿pero qué es esto? Este hombre está loco. Ve —alargando mi brazo y con el indicador estirado. Y mientras ves, alejarme de puntillas, haciendo genuflexiones, horizontalizando los brazos para guardar el equilibrio.» 244 Hallamos aquí un poco de Unamuno, del Unamuno de Niebla, interpelado por su personaje. Y también de Pirandello. Pero, preciso es decirlo, principalmente hallamos de Pablo Palacio. Y a todo esto, ¿qué edad creen ustedes que tiene Pablo Palacio? ¿Setenta y cinco años? ¿Ciento cincuenta años? Pues bien, este hombre que se ríe de lo sentimental, del amor, de la emoción; que persigue lo romántico, lo novelesco, como un agente de aseo persigue las cosas infectas y sucias; que hace experiencias burlescas consigo mismo; que cuando la imaginación se le quiere echar a volar por la primera ventana, la amarra inflexible con el recuerdo de los callos o del WC, tiene veinte y cuatro años. Salió del último rincón del mundo. Tal vez, si pronto le toca la gracia de una gran pasión —que sí le tocara—, perdamos a Pablo Palacio, el humorista puro. Pero cómo ganaremos cuando sus poderosas facultades de análisis psicológicos —no superadas por nadie en la literatura joven hispanoamericana— se apliquen al ejercicio disectivo de un gran amor a un gran dolor o un gran júbilo, que no excluirán —porque no son incompatibles— los pequeños dolores del ojo de pollo, de la media rota; las pequeñas alegrías de encontrarse en la calle una moneda. Entonces tendremos en Pablo Palacio el novelista, el cuentista que ataca la realidad total, que igualmente acoge la posibilidad del acto heroico o de la escena idílica, produciéndose simultáneamente con la picadura de un piojo en el pescuezo... EDIFICIO INMENSO DEL RECUERDO 364 Por ser éste, más que un estudio crítico, un itinerario de emociones que no se ciñe a la cronología, he de seguir recordando aquella época en que, estando ausente, esperaba el eco de mi pueblo lejano, desde el propio corazón de Occidente. Llegó una voz que, acaso entre todas, esperaba: la de Pablo Palacio. Muy, pero muy cerca, me queda este nombre de hombre. Este nombre de escritor. En mi libro Mapa de América, conté largamente mi cuento sobre Pablo Palacio. Faltaba entonces algo a su obra: su tremenda evasión que se llama Vida del ahorcado, confirmación exacerbada y trágica de lo ofrecido en sus libros anteriores. Un Hombre muerto a puntapiés y Débora. Y faltaba también su evasión definitiva. La de su espíritu, la de su poderosa, clara, algebraica inteligencia. […] No. yo creo poder afirmar que Pablo Palacio al escribir Débora o La Vida del ahorcado, no había leído a James Joyce. No lo había leído tampoco yo cuando escribiera en 1929, el estudio que apareció en mi Mapa de América. Es decir que el gran humorista nuestro no entra dentro de la línea de seguidores innumerables del «monstruo de Dublín». Y sin embargo, atisbos geniales de «monólogo interior», encontramos en los dos libros mencionados. La relectura de la obra de Palacio, a la luz de las nuevas corrientes literarias, nos traerá las sorpresas más desconcertantes. Otra cosa: Pablo Palacio, en realidad, nunca se repite. Cuando apareció Vida del ahorcado, aquellas características tan suyas de humorismo implacable, tocaron límites difíciles de superar y que, acaso, solamente su doloroso final nos pudiera dar una explicación humana comprensible. Pero como su temática no 364 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 101 – 112. El título de esta sección es de los editores. 245 tenía fijación alguna, es la expresión variada de un variado «monólogo interior», Palacio se renueva, cambia, varía, conservando su unidad interior permanente. COMPRENSIÓN Y ESCEPTICISMO «Todos en este país —me dice en una carta— se quejan: los pobres ricos y los pobres pobres». Su posición conceptualista, aún en política, lo llevaba a buscar, por las vías del análisis más ceñido, más riguroso —análisis espectral y químico—, una posibilidad de explicación y comprensión para todo. La actitud de Palacio ante la vida, hace aplicables para él estas palabras de Iduarte365 sobre César Vallejo: «Sólo conocieron su dolor sus amigos íntimos. Oyéndolo se me han venido a las mientes, continuamente, estas dos palabras: ―los inermes‖. A la selecta raza de los inermes pertenecía Vallejo. Inermes —es claro— desde un punto de vista material y cotidiano. Inermes porque carecen de la malicia necesaria para engañar, de crueldad para herir, de servilismo para adular, la vanidad para exhibirse, de codicia para llegar a tener, para exhibirse, se codicia para llegar a tener, de estupidez para corear... No tuvo ni el apetito de ser admirado. No quiso, tampoco, administrar su propaganda de escritor y poeta. Le faltaba toda condición para eso que llaman ―el éxito‖. No admitió ser bufón de poderosos, ni secretario de imbéciles, ni traspunte de badulaques, ni aprovechador de demagogias. Por eso sólo conocieron su talento y su corazón los que por azar, por amor o amistad coincidieron con él en la vida. Pero, a pesar de todo ello, su obra —escrita en el escondite de su pobreza y su amargura— lo salva de toda frívola acusación de negación o egoísmo. «Vivió en el amargura y en la pobreza, pero sin rencor sin resentimiento. Eludió la caravana y la maniobra, el servilismo y el embuste, pero sin caer en el escepticismo ni en la cólera. Supo, incluso, ver las humanas bajezas con más lástima y pena que desprecio. No cayó nunca en el estridente de protesta. Muerto ya, sin que su pureza pueda herir a los que no la tienen, su obra alcanzará mayor espacio y será escuchada. La aclamarán, quizás, hasta sus odiadotes». Su socialismo no era de alarido ni de exclamación desentonada. No era tampoco la palabrota rimbombante con que nuestros tribunillos —de izquierda o de derecha— creen que fulminan y destruyen al mundo. No creía —ni empleó nunca como político, menos aún como escritor— en el clissé izquierdizante, que de tan repetido, ha llegado a perder significación literal y emocional alguna. Esta enfermedad de ineficacia, vulgaridad, brutalidad, que ha mediocrizado tanto nuestra lucha política, la ha inferiorizado hasta límites vergonzosos e increíbles. Y es así cómo se piensa que no se puede hacer oratoria política ni periodismo 365 Andrés Iduarte (1907-1984), escritor mexicano. 246 político, sin descender al insulto soez, a la grosería vulgar y, lo que es peor, a la sosería más insoportable… LA OBJETIVIDAD ABSTRACTA Cuando, en carta amistosa, Palacio me anunció la aparición de Débora, me decía: «le envío este libro, sentimental, casi romántico… Y, a pesar de que yo conocí la madera desde cuando era arbusto —yo lo conocí naranjo...», me dejé llevar un poco por su afirmación, por lo menos en el sentido de que, acaso la militancia política y social a la que se había entregado, pudiera haber puesto rabia, protesta en su literatura. Sin embargo, si hay un libro descarnado, esquemático, esterilizado, ese es Débora. Pudiéramos aplicarle las palabras de Jung366 respecto del Ulises de James Joyce: «cuya nota tónica es la melancolía de la objetividad abstracta». LA REALIDAD PEQUEÑA Se reía del realismo que cree ver y decir la realidad. Pero se reía con una risa colérica, porque creía que allí se hallaba una muy grande y maléfica mixtificación: tomar por real, lo externo, lo mostrable, lo «decente», según las conveniencias, y ocultar todo aquello que —en lo material o en lo puramente espiritual— se lo considera impresentable. Palacio coincide —nunca podría afirmar si lo había leído— con Lawrence en este aspecto. Aunque no, naturalmente, en aquel otro de la pasión vital, alma y llama de la obra del británico. Clamaba por «las pequeñas realidades que forman una vida». Porque, sostenía con razón, la vida no es sólo lo que se ha convenido en considerar como realidad grande: la muerte de la madre o la novia; el suicidio; la pobreza infinita; el hambre y la desnudez extremas… No. Junto a esas realidades grandes están las otras, las que en verdad, constituyen la vida cotidiana, hecha de instantes, como pensaban los hedonistas y mantuviera Goethe después. Confina, en ciertos aspectos, con el superrealismo. Pero no exclusivamente con la necesidad de la intervención del inconsciente: se trata aquí de algo así como de un manifiesto democrático en pro de la igualdad de realidades en el trato de escritores. Que no se dé preferencia sólo a lo externamente voluminoso, desdeñando lo pequeño: «Sucede que se tomaron las realidades grandes, voluminosas; y se callaron las pequeñas son las que, acumulándose, constituyen una vida». Y en otro lugar: « […] La novela realista engaña lastimosamente. Abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da una continuidad imposible, porque lo verídico, lo que se callan, no interesaría a nadie. ¿A quién le va interesar el que las medias del Teniente estén rotas, y que esto constituye una de sus más fuertes tragedias, el desequilibrio esencial de su espíritu? ¿A quién le interesa la relación de que, en la mañana, al levantarse, se quedó veinte minutos sobre la cama, cortándose tres callos y acomodándose las uñas?» 366 Carl Gustav Jung (1875-1961), psiquiatra y psicoanalista suizo, fundador de la escuela analítica de la psicología. 247 PRESENCIA DE LA ANGUSTIA Pero, al fin aparece, nebulosamente, la angustia. En forma constrictiva, estranguladora, envuelta en letras de la más aguda, fina, pero helada ironía. Vida del ahorcado, el último libro de Palacio, antes de ser hundido en la tiniebla. Cuando Palacio ríe en este libro, hace sonar el esqueleto. Es un Eclesiastés en que se masca la ceniza, pero que no ha sido precedido de un Cantar de los Cantares… Sostienen los críticos —singularmente los modernos— que la biografía del autor es necesaria para la comprensión de la obra. Como todas las afirmaciones exclusivas, ésta me parece sólo a medias exacta. Creo entender y, por lo mismo, amar entre todos los genios de las letras humanas, a Shakespeare, y nada o casi nada, sabemos de su biografía; y cosa muy semejante nos ocurre, aún a las gentes de habla hispana, con el genio mayor de la estirpe, Cervantes… En el caso de Palacio, la cosa es terrible. Sobre todo, al tener entre las manos este libro desconcertante, lleno de carcajadas, de gesticulaciones, de penetración agua, de niebla, sobre todo de niebla. Y saber que su autor, a los pocos, muy pocos años, naufragó, en la sombra de la locura. Este terrible, desconcertante y a ratos genial libro: Vida del ahorcado. Porque Palacio, el de Un hombre muerto a puntapiés, su primer libro — cronológicamente, acaso el primer gran libro de la nueva generación ecuatoriana— era un hombre ordenado, terriblemente ordenado, con la obsesión de las buenas calificaciones escolares y el aseo de su persona y de su habitación. Se indignaba cuando un cuadro en la pared se inclinaba más a un lado que al otro, y aún en casas ajenas, pedía permiso para enderezarlo… Hacía cuentas rigurosas de sus modestas posibilidades, y su presupuesto era un ejemplo de equilibrio fiscal. Bien vestido, gustador del buen corte y de la línea del pantalón perfecta. Enamorado de los buenos libros, pero también de los libros bien tenidos y bien encuadernados. En sus disposiciones personales de dinero, dejaba siempre un margen —lo más ancho posible— para cuadros y para libros… Y ese Pablo Palacio —humorista que nunca se ríe, de pudor de su «risa de potrillo tierno»— escribió en aquella época, un cuento como «Luz lateral» —un poco pirandelliano— en que se dibujan precisas las líneas de la esquizofrenia y se hace un anticipo tremendo de la sífilis… «¡Treponema367 pálido! ¡Treponema pálido!» ¿OTRA ANTICIPACIÓN? La presencia, la acción de la memoria, en la obra de Palacio, nos ofrece otro problema literario interesante: la posible influencia de Marcel Proust. Pero, francamente, quienes estuvimos cerca de Palacio, tenemos la posibilidad de afirmar que a Proust, en esa época, solamente lo conocíamos a través de comentario y crítica. Que la obra —a la altura de 1927, en que se publicó también Débora, donde hallamos más frecuentes muestras de vigencia del recuerdo—, la 367 Género de bacterias del grupo de las espiroquetas, casi siempre parásitas y a veces patógenas para el hombre, como el treponema pálido, agente productor de la sífilis. 248 verdadera y completa obra de Proust, ni siquiera en traducciones, había llegado hasta nosotros. Al español ha sido vertida muy posteriormente, en estos mismos días. Veamos este pasaje: «El Teniente, olvidado de la novela hasta perecer insensible, es una tabla rasa en la que nada escribió la emoción. Se sentía algo satisfecho, nada más. Y gozaba de la frescura. Recordó: la mañana era tan clara que daban ganas de correr, saltar y aún de sentirse feliz. Abrió la ventana y el aire le produjo un alivio. Respiró a plenos pulmones... Y respiró a plenos pulmones debido a esta sugestión del recuerdo. También él. Claro, se nos clava la vieja frase y el aire nos produce un beneficio hasta literario. Sucede que muchas veces nos emocionamos porque llega el caso de atender a la emoción adquirida en una página y que la tenemos guardada hasta que circunstancias análogas la revelen como si fuera muy nuestra.» ¿Quién no recuerda, en Du coté de chez Swann —la inicial soberana de la obra genial de Marcel Proust— el episodio aquel de «la petite madelaine», el bocadillo, masita o pasta que, ofrecida en un momento dado, con una tasa de té, sirve para reconstruir toda una vida lenta y sensitiva, emocional como vida alguna llevada a las letras? Un bocado que se gustara antiguamente —como un perfume aspirado o un paisaje visto— sirve para reconstruir una vida, cuando se vuelve a gustar ese mismo bocado muchos años después… En este punto capital —piedra angular de la obra genial— no me atrevo a traducir, temo la profanación de un cambio sutil de palabra, que acaso destruiría la magia excelsa del pasaje: «Et tout d‘un coup le souvenir m‘est apparu. Ce gout c‘etait celui du petit morceau de madelaine que le dimanche matin á Combray (parce que ce jour-la je ne sortais pas avant l‘heure de la messe) quand j‘allais lui dire bonjour dans sa chamber, ma tante Léonie m‘offrait après l‘avoir trempé dans son infusion de thé ou de tilleul. La vue de la petite madelaine ne m‘avait rien rápele avant que n‘y eusse gauté; peut-etre parce que, en ayant souvent apercu depuis, sans en manger, sur les tabletees des patissiers, leur image abatí quitté ces jours de Combray pour se lier á d‘autres plus récentes; peut-etre parce que de ses sourvenirs abandones si longtemps hors de la mémorie, rien ne survivait, tout s‘ était désagregé; les formes —et celle aussi du petit coquillage de patisserie, si grassement sensuel, sous son plisage sevére et dévot— s‘etaient abolies, ou, ensommeillés, avaient perdu la force d‘ expansion qui leur eut permis de rejoinder la conscience. Mais, quand d‘un passé rien ne subsiste, après la mort des etres, aprés la destruction des coses, seules, plus fréles mais plus vivaces, plus immaterielles, plus persistantes, plus fidéles, l‘odeur et la saveur restent encore longtemps, comme des amos, á se repeler, á attendre, á espérer, sur la ruine de tout le reste, á porter sans fléchir, sur leur gouttelette presque impalpable, 249 l‘edifice inmense du souvenir368.» Para mí acaso es este el párrafo capital en la obra del «buscador del tiempo perdido». Allí está toda su filosofía, toda su estética, la razón de su obra, su verdad y su esencia. Allí encontramos también, la defensa de «las realidades pequeñas», que forman las vidas según Pablo Palacio. Y allí está en el más poderoso entregador del interior del alma, de todos los tiempos y todas las literaturas, el gran milagro de construir, sobre «una gotita casi impalpable, el edificio inmenso del recuerdo». Habría mucho que decir, muchas páginas para dilucidar estos parentescos casi inexplicables de Palacio, estos acercamientos no atribuibles a influencias, con tres de los más originales edificadores de belleza en letras de los tiempos modernos: Lawrence, Joyce, Proust. Y quien sabe sí, cuando entraba en la tiniebla mortal —«la muerte no es enfermedad mortal», ¿verdad Søren Kierkegaard 369?— podemos hallarle otro nebuloso parentesco con aquel que vivió su vida y escribió su obra en pesadilla, el extraordinario Franz Kafka... Yo propongo el problema. LA LLAMADA DEL ABISMO En toda obra de ficción —de talla literaria, he de decir, ya que no en la pura novelería de aventuras, que es distinto, también, de novela de aventuras— se encuentran las marcas de la intimidad, de lo autobiográfico. Escondido, agazapado en distintas situaciones, en distintos personajes. Pero presente, al fin. Goethe, en sus diálogos con Eckermann370 y refiriéndose a Las afinidades electivas hace esta afirmación que, como muchas suyas, define y fija problemas estéticos: «Esta novela no encierra una línea que no sea un recuerdo de mi propia vida; pero no hay allí una línea que sea una reproducción exacta». En realidad, no puede concebirse de otro modo la ficción artística, sino como una entrega de algo de nuestro propio yo, en forma más o menos franca, más o menos encubierta. 368 «Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de la misa) cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria, no sobrevive nada y todo se va disgregando!; las formas externas –también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos-, adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarsse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo» (Tradución de Pedro Salinas, para En busca del tiempo peridido I: Por el Camino de Swann, Madrid, Alianza, 1966, p. 63. 369 Søren Kierkegaard (1813-1855), filósofo y teólogo danés, cuyo interés por la existencia, la elección y el compromiso individuales tuvo gran influencia en la teología y en la filosofía occidental modernas, sobre todo en el ámbito del existencialismo. 370 Johann Peter Eckermann (1792-1854), escritor alemán. De 1823 a 1832 fue secretario personal y amigo del gran poeta y dramaturgo J. W. von Goethe. Escribió Conversaciones con Goethe (3 volúmenes, 1836-1848), que recoge los años de vejez del gran poeta alemán. 250 Pablo Palacio, en este orden de cosas, es dilascerante (sic.), nos lleva hasta la angustia física, como el sujeto de aquella pesadilla que él mismo narra en su cuento «Luz lateral»: «¿Socorro! Un hombre me rompe la cabeza con una maza de 53 kilos y después se mete alfileres de 5 decímetros en el corazón...» Y ya en sus primeros libros: el que sirvió para romper los cristales —como él mismo decía—, Un hombre muerto a puntapiés; y luego Débora, donde se encuentra, in ovo, toda la obra, la significación y la posibilidad de Pablo Palacio: «Yo tuve una vez un perro de aguas... En esta oscuridad no se puede ver la hora que es... Ayer de mañana un hombre se ha hecho loco... ¡Si yo me hiciera loco! Hay aquí una descarga hormigueante que se prolonga desde la cabeza hasta los pies». En su cuento, de un poco de sabor pirandeliano —del Pirandello de los Tercetos cómicos— llamado «Las mujeres miran las estrellas», como un nuevo Erasmo del desequilibrio desconcertante, hace el elogio: «Sólo los locos exprimen las glándulas de lo absurdo y están en el plano más alto de las categorías intelectuales». Y la obsesión persiste, en todas las páginas. Unas veces con un sentido de amenaza, de la que hay que cubrirse, que huir. En otras, como aprovechando la presencia inevitable, riéndose de ella, como para ahuyentarla, arremetiendo al fantasma, pero a golpes de escoba: «Esto también, pero lo pongo: —Ah, me encontré pues con el Antonio. Adivina onde. ¡Pobrecito! —¿Onde? —En el manicomio. —¿Qué está de loco?! Estar de loco, como estar de Teniente Político, de Maestro de Escuela, de Cura de la Parroquia. Se puede también estar de bruto sin mayor sorpresa de la concurrencia. ¿Ah! Ahora que hablamos de locos, nuestro Teniente recibió una carta significativa; honda, que puede desquiciar a cualquiera. La recibió hace unos ocho días. Estaba escrito: Mi querido señor Teniente: En la ciudad. Esta tiene por objeto saludarte y saber de tu familia. Te contaré que los sirvientes del Sol son para nada y nada más. ―Te contaré que los sirvientes del Sol son para nada‖. ―Te contaré que los sirvientes del Sol...‖ ¿Qué me han querido decir con esto? Por qué han puesto ―sirvientes‖...? es el manicomio o mis amigos están de canallas. Ja, ja. No hace ninguna falta el menú». 251 Ya hemos visto esas reminiscencias nebulosas, dentro de las cuales, entre negros y grises, para la sombra de la madre: «yo cierta vez tuve una madre...» Y esa es la verdad tremenda de la biografía de Pablo Palacio: tuvo una vez una madre, pero la sociedad se la escamoteó, se la robó, y le puso en su lugar una tía: «Salió mi tía Entró mi tía…» He allí una tragedia íntima, tragedia verdad, hasta cuya comprensión nos es difícil llegar a casi todos los hombres. El niño a quien le escamotean la madre, por perjuicios sociales, por hornilla a la española… Y le completan el drama, poniendo en su lugar a una tía. Y entonces, es preciso ceder a Palacio el derecho de expresar su angustia superior a lo humano. Así, se comprenderá mejor su obra, se comprenderá su vida. Todo eso, y su autobiografía entera está en este párrafo de Vida del ahorcado, después del cual no se puede, no se debe agregar una palabra más: «Tengo miedo de las tinieblas. ¿Cómo puede uno dejarse engullir y cegar por las tinieblas? Mira: yo cierta vez tuve una madre; pero esta madre se me perdió de vista sin anunciármelo. Entonces he tenido esta sensación: que en el lugar se había hecho las tinieblas y que mi madre estaba allí, en lo negro, buscándome a tientas; pero no estaba, calla! Se va el tiempo sin que vuelva a iluminarse esa ventana. Luego camino lentamente en busca de mi cubo. Lo encuentro hosco y solo. No estoy aquí; he caído de nuevo en este hueco de la ausencia. ¡Cada vez la sensación de ausencia! Estoy como desintegrado: me parece que partes de mí mismo, residen lejos de los míos, en algún sitio desconocido y helado. Quedo mucho tiempo en tinieblas y empiezo a andar a tientas por todos los límites del cubo, dominado por dos impulsos contradictorios: la esperanza y el terror de encontrar a alguien que también me busca. Ana, te odio.» LA INTELIGENCIA MÁS LÚCIDA371 Un caso sorprendente de capacidad y sensibilidad. Un debatirse en el abismo, un asomarse permanente a los umbrales de la angustia. Haciendo sonar los huesos de su verdad, con el acompañamiento siniestro de su risa de «potrillo tierno». Y allá dentro, bueno, ordenado, meticuloso. Respeto a la gramática y a la urbanidad. Irrespeto a los convencionalismos y a las injusticias. Pensando que esta majadería de la corbata, no es problema. Que a pesar de ella, se puede luchar por 371 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, p. 313. El título de esta sección es de los editores. 252 la justicia. Y que son bonitas las cosas bonitas, y no hay que destruirlas. Y que, están tranquilos, señores burgueses, no hay que romper focos de la luz eléctrica... Universitario. Línea sólida de cultura, por los caminos de la filosofía, de la literatura, el arte. Y poder de originalidad. De alguna originalidad, en este planeta en que ya se han dicho todas las palabras y se les ha puesto nombre a la mayor parte de las cosas. Grandes sombras que apenas, muy apenas pudieron llegar hasta él: Proust, y en el otro lado del camino, Joyce. Y una permanencia amistosa con alguien, que seguramente, conoció Palacio: Kafka. La locura lo obsedía. Murió en un manicomio. Y fue, amigos, para mí, la inteligencia ecuatoriana más lúcida, de lucidez casi algebraica, que haya tenido cerca. Su obra, parva, es sin duda uno de los documentos más serios que su generación puede dejar al futuro. 253 PLENITUD DE LA NOVELA INDIGENISTA: JORGE ICAZA372 Abundante, inquieta y audaz obra de teatro —no hay que olvidar que se inició como actor, director y animador de grupos teatrales— había escrito Jorge Icaza373. El intruso, La comedia sin nombre, Por el viejo, ¿Cuál es?, «Como ellas quieren», Sin sentido. Como siempre se habló de la cuestión de las influencias: Andréiev374, Pirandello, Lenormand375 y hasta O‘Neil. La escena y sus deslumbramientos. La cartelería, la emoción compartida. El diálogo con el hombre, con el hombre generalmente bien dispuesto que concurre a los espectáculos teatrales. El hombre dócil a convencerse —a persuadirse— medio convencido ya. En Jorge Icaza perdurará siempre, por sobre todas las cosas, el hombre de teatro; con entregamiento integral: autor y actor como en los buenos tiempos de Shakespeare y Moliere. Su amor, por lo menos, a ese maravilloso diálogo perennizado de un autor, por medio de los actores, con los hombres, será lo último que pierda Jorge Icaza. Fueron luego unos cuentos: «Barro de la Sierra», de pungente dramatismo. Enraizados a la tierra nuestra de las alturas, al paisaje ecuatoriano: ariscos, bravíos, sangrantes de dolor físico, principalmente objetivo. A Luis Alberto Sánchez le parecen estos cuentos «lo más cimero» de la obra de Icaza. Pero la verdad literaria actual es la de que las pequeñas piezas de teatro —a las que hay que añadir una relativamente reciente: «Flagelo»— y los relatos cortos de Icaza, han sido escarceos, tanteos inteligentes, hasta encontrar la verdadera ruta. Capacidad de emoción concentrada y comunicativa a la vez, que restalla y relampaguea como golpe de látigo. Pero el camino verdadero —vía ancha para grandes desarrollos, espacio amplio para la pintura mural— lo encontró Jorge Icaza en la novela. Y es así como de pronto, sin previo aviso, nos dio ese largo, persistente alarido de dolor indígena que es Huasipungo. Halló el tema y lo atacó de frente. Con agudo y brutal patetismo. Aprovechando su temperamento y conocimientos de autor y actor teatral aplicados al relato, supo hacerlo impresionante, efectista, sin abandonar los pies de la realidad, sin enturbiar los ojos ni mistificar la observación directa por el preconcepto o la finalidad previamente buscada. 372 El nuevo relato ecuatoriano, Quito, CCE, 2da. Edición, 1958. pp. 114-122. Jorge Icaza Coronel (1906-1978), su primera novela fue Huasipungo (1934), luego de escribir su obra teatral El dictador (1933). Tras esa novela, Icaza continuó escribiendo relatos breves y otras novelas, y retomó el teatro. Entre sus novelas destacan En las calles (1935) y El chulla Romero y Flores (1958). 374 Leonid Nikoláievich Andréiev (1871-1919), escritor ruso. Obras narrativas suyas traducidas al castellano incluyen La risa roja (1905), Los siete ahorcados (1905), Las tinieblas y otros cuentos (1916) y Diario de Satanás (1921). Entre sus obras de teatro destacan El pensamiento (1902), La vida del hombre (1906), Anfisa (1910), y Océano (1911). 375 Henri René Lenormand (1882-1951), dramaturgo francés. Muy influenciado por las teoría freudianas. Entre sus obras están: Les possédés (19189, Les ratés (1920), Terre de Satám (1942). 373 254 El encuentro de un actor con su tema, me parece uno de los momentos más deslumbrantes, casi milagrosos diría, de una obra literaria. Los dos casos más claros y evidentes, en nuestro hemisferio por lo menos, son los de Harriet Beecher Stowe376, la autora de La Cabaña del Tío Tom, y Jorge Icaza con su Huasipungo. El caso de la novelista norteamericana al encontrarse con el tema del dolor de los negros en los Estados esclavistas del Sur de los Estados Unidos se encuentra, como todos sabemos, entre los motivos psicológicos que determinaron la guerra separatista en los Estados Unidos de Norteamérica. Las crónicas de la época cuentan como hasta en los hogares aristocráticos de la Nueva Inglaterra los adolescentes y las doncellas se bañaban de lágrimas leyendo las desgracias de los pobres negros. Provocó pues un vasto movimiento de sensibilidad infantil en el pueblo más niño, y más grande, de la época contemporánea. Jorge Icaza no ha hecho llorar a nadie. Pero ha hecho tener rabia a mucha gente. Su denuncia ante el mundo no sabemos si conduzca a la liberación del indio por los medios heroicos. Pero sí nos consta que su cartel lleno de violencias verbales y plásticas está caminando por entre las mentes tranquilas de legisladores y sociólogos. El hallazgo del tema es el máximo acierto en la obra de Jorge Icaza. Acuerdo cabal entre el tema y la forma de tratarlo: tema duro, agrio, de constrictiva angustia física, recorrido de dolor e injusticia bestiales, carne viva de explotación imbécil, desolladura sangrante y purulenta de una llaga repugnante; tratado con estilo y forma rudos, directos, sin contorneo literario ni eufemismo que alquitare, destile, disminuya la virilidad de la expresión. Nos parece por ello, que Jorge Icaza no sólo quiere hacer la defensa del indio, sino acaso primordialmente, la defensa de la palabra popular, del modo de hablar de su pueblo, que es su propia alma. La mixtificación a que nos estaba llevando una falsa y convencional literatura eglógica y purista estaba produciendo el divorcio definitivo entre la palabra escrita y la palabra hablada, entre lo literario y lo humano. Determinando el absurdo de que todo el colorido, plástico y expresivo lenguaje de que nos valemos en la vida común, no tenga cabida en la literatura. Y bien sabido es, con la demostración suprema del Quijote, que sólo la sintonía del habla popular y el habla escrita puede dar perennidad a una obra literaria. El propósito de Icaza en este sentido —que es también el mismo del «Grupo de Guayaquil»— me recuerda la defensa del cuerpo humano y sus funciones hecha a todo lo largo de la obra extraordinaria de D. H. Lawrence, especialmente en su tan discutido El amante de Lady Chatterley. La hipocresía, la falsa pudibundez de origen religioso, muchas causas más han llegado a entronizar el absurdo de que en el cuerpo humano, obra de Dios, hay partes nobles y partes vergonzosas, partes que se pueden nombrar y partes que se deben silenciar como un pecado. El pleito de Lawrence por la pureza y la dignidad del cuerpo humano integral y sus funciones, se asemeja un tanto al pleito de los nuevos novelistas del Ecuador, al pleito de Jorge Icaza por el derecho al uso de todas las palabras del idioma. LA BATALLA Es frente a Jorge Icaza, a su obra, que se acumular y, al propio tiempo, se resumen, elogios y reparos hechos a la novelística ecuatoriana actual. Expresión 376 Ver nota 154. 255 evidente, patética, de inconformidad con el medio, tiene a su ventaja, para haberse producido en esa forma, el hecho de que lo denunciado, aquello por lo cual se protesta y se clama, ocurre un poco en «El barrio de enfrente», algo así como el incendio que ocurre en la casa del vecino: que es un mal y al mismo tiempo una amenaza. En la dedicatoria con que me ofreciera su bello y terrible libro de relatos, Barro de la sierra, Jorge Icaza dice: «Con el cariño de un hombre que ha visto la esclavitud de un millón y medio de indios». Es verdad. Jorge Icaza ha visto esa esclavitud. Como la mayor parte de nosotros, de la misma distancia que la mayor parte de nosotros. Pero su «placa» ha sido, sin duda, más sensible a esa «exposición», y por lo mismo se ha «impresionado» mejor, más luminosamente 377. Y ha sabido encontrar mejor juego de sombras, más dramática manipulación de luces. Es un documento estilizado que exagera, pero que parte de la verdad. Es un fotógrafo —concedámoslo— pero un artista de excepcional poder y, ha de decírselo, un hombre. Un hombre de poderosa sensibilidad que quiere dedicar su capacidad de trabajador intelectual, al señalamiento de una gran injusticia. Estoy dispuesto a admitir que Jorge Icaza es esencialmente urbano, «hombre de la calle», para quien el campo es una maravillosa caja de sorpresas; y el empedrado de su infancia y el asfalto de su juventud y de su madurez, son la más muelle alfombra para su pies inquietos y preguntadores. Que es el barrio, el suburbio, el «paraíso» de los teatros, la casa de vecindad quienes formaron y fijaron la visión de Icaza del hacer cotidiano engendrador de su rabia y su protesta. Como en el caso de Pareja y de Gallegos Lara en Guayaquil, el de Humberto Salvador en Quito. Jorge Icaza tenía, y tiene, más documento de novelista urbano, mayor poder de tomar, para sus personajes, cantidad de hombre de ciudad que de hombre de campo. Esto no lo podría negar ni el mismo Jorge Icaza. Pero, es acaso allí, justamente, que se encuentra una poderosa razón de excelencia, del autor de Huasipungo: conociendo, por experiencia propia, el dolor de lo suyo, de lo más cerca le queda, prefiere adentrarse en el dolor ajeno, para hacer, según la frase de Mariátegui, novela «indigenista»378, hasta que los propios indios hagan, con capacidad integral, novela «indígena». Una novela de indios, que sea el gran grito de alarma a la conciencia de los hombres del mundo, sobre una injusticia oscura, sobre una imbecilidad siniestra: la explotación de una máquina humana, el indio, con el mínimum de gasto... Con hambre, con frío, con desnudez... No importa que esa máquina humana produzca poco y mal, no importa que se destruya: el negocio cicateril y tonto —más que cruel, más que malvado, Jorge Icaza—, consiste en que ese rudimentario implemento de labranza, el indio, no cueste absolutamente nada... Y al final de la faena diaria, la yunta de bueyes 377 Alude a la fotografía, procedimiento por el que se consiguen imágenes permanentes sobre superficies sensibilizadas por medio de la acción fotoquímica de la luz o de otras formas de energía radiante. 378 Literatura indigenista, corriente literaria que aborda los problemas de los indígenas americanos. Sus orígenes pueden remontarse a Bartolomé de Las Casas (1484-1566), quien condenó los desmanes de los conquistadores en Brevísima relación de la destrucción de las Indias, aunque la denominación suele reservarse para la literatura del siglo XX —cuentos y novelas sobre todo— que han denunciado las condiciones infrahumanas de vida de los indios. La influencia del pensador marxista peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930), permitió que el problema se relacionara más tarde con la posesión de la tierra. 256 que ha trabajado con el indio, que se la lleve al buen potrero para «que siga aguantando», y el indio que se vaya a la sordidez de huasipungo, a engañar sus dientes masticando tostado hasta morirse... Y allí, realmente, donde hallamos una fácil explicación a lo exagerativo, a lo hiperbólico de lo contado por Icaza: la humana necesidad de producir emoción, de indignar al lector, de promover un movimiento a favor de los indios, que se traduzca en reforma legal, en protección comprensiva, en revolución... No es la novelística de Icaza un arte de gratuidad: es una forma de colaboración intelectual a la obra de implantar la justicia en el mundo. Es esencialmente pragmática por lo mismo. Icaza es, en esta línea, el escritor ecuatoriano que mejor y más eficazmente ha cumplido su propósito, que ha dado su batalla y la ha ganado... literalmente también. Y, contra lo que era de esperarse, no ha hecho escuela. No ha producido imitadores ni satélites de alguna consideración. Coto cercado es, pues, para Icaza, la novela indigenista, después de Fernando Chaves silenciara. Silencio que no podemos consentir que sea definitivo, ni mucho menos. Allí se está, pues, solo. Y quizás comprendiéndolo así, después de haberse dado unas pequeñas vueltas sobre el mismo tema, con En las calles y Cholos, ha regresado resueltamente a su obra, a su tema, a sus indios, con Huairapamushcas. ESCRIBE COMO HABLA Huasipungo es la novela de Jorge Icaza. La novela del indio ecuatoriano y su injusticia. Una de las grandes novelas de América. Planificada en cuanto al desarrollo del tema, en cuanto a la osatura 379 argumental. Muy premeditada en cuanto a sus finalidades de operancia social. Pero al mismo tiempo, fresca, espontánea en la expresión viviente. Y es allí donde encontramos la confluencia perfecta de autor y obra, que es la mejor exaltación, la máxima defensa de Icaza: cumple con rara literalidad, el dicho popular: «habla como escribe». No se engola ni almidona para expresión escrita. Si se registrara, al descuido, una colorida, pintoresca, vivaz conversación de Jorge Icaza, esa versión podría ser, sin desmedro, un capítulo de su obra literaria. Y allá ha de ir la literatura realista, si no quiere fallar por falta de naturalidad o, lo que es peor, por ficticia, estudiada naturalidad. La técnica flaubertiana nos da un ejemplo vivo: paisano normando, Gustave Flaubert llega a las sublimaciones más altas de la prosa francesa contemporánea, cuando se pasea por los campos ampulosos y ornamentados de la hagiografía en Salambó, en San Julián el Hospitalario. Pero cuando se lee Madame Bovary, y se cierran los ojos, se escucha, en verdad, hablar al hombre que habla. No podía expresarse de otro modo Monsieur Homais, ni todos los personajes corrientes de esa novela extraordinaria. Los reparos sobre exageración, en veces llevada hasta lo inverosímil pueden, en gran parte, admitirse. Huasipungo, En las calles, Cholos, Media vida deslumbrados, Huairapamushcas, son sin duda novelas-cartel. Pero son reparos débiles, que cobrarían consistencia si las novelas fueran malas, sin fuerza y sin estudio. Pero que no pueden ser sostenidos si se recuerda —como muchas, muchas veces lo hemos hecho y lo haremos en el curso de este libro— que la mayor parte de las obras maestras del espíritu y del arte, han tenido una finalidad, confesada expresamente en veces, como en el caso inmortal del Quijote, escrito contra los 379 De osamenta, conjunto de huesos de que se compone el esqueleto de un animal. 257 libros de caballerías; o que se desprende del texto y el espíritu de la obra, como la Divina Comedia, el gran panfleto épico, de beligerancia manifiesta, durante la lucha doméstica civil entre los gibelinos y los güelfos380 de Florencia. ¿Y qué es La Eneida? Hoy, la podríamos llamar «obra de encargo», para glorificar los orígenes épicos de Roma. Pero, lo principal, en el caso que estudiamos es que las novelas tienen estilo. DESCRIPCIÓN Y ESTILO No se lo ha destacado demasiado. Es más aún: apriorísticamente, se ha negado el estilo de la novelística de Jorge Icaza. No sé. Francamente, habría que ponerse previamente de acuerdo sobre lo que entendemos por estilo. Fijar las condiciones y los límites de las obras bien o mal escritas. ¿La gramática? Claro: si por ellos entendemos la policía del idioma, su propiedad, su regulación esencial, es indudable que un libro antigramatical no puede ser, en rigor, un libro bien escrito. Pero si miramos un poquito más alto, un poquito más lejos, un poquito más hondo, y convenimos en que un libro bien escrito, «con estilo», es aquel en el que existe un ajuste cabal entre su contenido y la forma de expresarlo, entonces tendremos que aceptar que Huasipungo y las demás novelas de Icaza sí tienen estilo. El paisaje en la técnica de Icaza, no es un telón previamente dispuesto para que ante él se desarrolle posteriormente la acción y la pasión de los hombres. No. el paisaje de Icaza se entreteje con la acción, es personaje él mismo. Personaje de realidad y personaje de sueño: en la novelística ecuatoriana —tan realista, tan apegada a la tierra— las fugas hacia el misterio o las evasiones hacia el sueño, son más frecuentes de lo que a primera vista pudiéramos pensar; los casos en que esto se presenta con mayor frecuencia son Jorge Icaza y Alfredo Pareja. Desde su bello libro de cuentos Barro de la sierra, hasta Huairapamushcas, las escapadas oníricas de Icaza son frecuentes. Y su sueño es un sueño con paisaje. Y su paisaje en el sueño, cosa extraña, es un paisaje con color. En cuentos como «Mala pata», ensaya —influencia de O‘Neil, de Lenormand acaso— el desdoblamiento de la personalidad en la semivigilia anterior al sueño. Escapada hacia las regiones oníricas, es también su cuento escénico «Flagelo». Y el paisaje, para la realidad o para el sueño, para el hecho brutal o el vuelo de la imaginación, se desliza constantemente, en pinceladas rápidas que, además del dibujo, además del color, tienen el poder admirable de comunicarnos sensaciones de calor o de frío, sensaciones táctiles. Yo no comparto el concepto tan generalizado, de que la insistencia temática de Icaza lo ha conducido a la repetición o la monotonía. Que las novelas posteriores a Huasipungo son, en lenguaje musical, «variaciones sobre el mismo 380 Güelfos y gibelinos, nombre de dos facciones políticas del norte y centro de Italia desde el siglo XII hasta el siglo XV. Surgieron a principios del siglo XII en Germania y apoyaron a los pretendientes al trono del Sacro Imperio Romano Germánico correspondientes a dos casas nobiliarias: los Welf, duques de Sajonia y Baviera, y los Hohenstaufen, duques de Suabia. A principios del siglo XIII, cuando Otón de Brunswick, miembro de los Welf, estuvo involucrado en una contienda por la corona imperial con Federico II de Hohenstaufen, el conflicto entre los bandos germanos se trasladó a Italia. El vocablo güelfo es una deformación de la palabra Welf; gibelino es la corrupción de Waiblingen, un señorío perteneciente a los emperadores Hohenstaufen. 258 tema», un gran contrapunto fugado en que son diversas voces las que dicen la misma queja indígena. Cuando un asunto, una dirección de temas se impone con fuerza definitiva sobre un autor, los intentos de escaparse pueden conducirlo a lo artificial, a lo forzado. Y digo pueden, porque creo yo que este punto debe ser comprendido a la luz del temperamento del autor: un Balzac, un Flaubert, un Zola, arquitectos de gran sabiduría, emplean distintos materiales y diversos obreros para sus construcciones. Kipling381, Conrad y —en la orilla opuesta— Proust, no cambian el cauce de sus ríos. Y hacen su obra permanente y admirable con una línea de temas y de personajes. Lo que sí admitiría es que toda la serie de novelas de Icaza, fuese incorporada dentro de una denominación común, que no haga de cada obra un episodio, una parte, sino que, conservando su individualidad argumental, su totalidad novelística, formen el amplio y voluminoso caudal de una novela-río. Y para la obra de este intérprete, en letras y ficción, del indio, el campesino, el hombre de la calle, reclamaría una denominación genérica como La Comedia Humana de Balzac o Los hombres de buena voluntad, de Julies Romains382. Entre el dramaturgo y el relatista 383 La personalidad más difundida —y la más discutida— de la novelística actual del Ecuador. Lucha inicial entre el teatro y el relato. Paridad de las primeras horas en cantidad y calidad: mientras lleva a escena unas cuantas comedias, publica también un buen libro de cuentos: Barro de la sierra. Mano a mano entre el dramaturgo y el relatista. Hasta que se produce el desequilibrio definitivo, con la publicación de Huasipungo, la gran novela del indio y la serranía ecuatoriana, que elevó rápida y justicieramente a Icaza a la primera línea de novelistas continentales. Pocas veces puede señalarse una mayor sintonía del tema con la técnica empleada. Las novelas de Icaza son novelas de enfoque frontal de problemas humanos. La manera de tratar esos temas había de ser directa, objetiva, alejada de eufemismos. Todo el material de reciedumbre que tiene el idioma ha sido empleado por Icaza. Sin excluir una gran capacidad de sueño. Y un poder descriptivo de paisaje vital, pocas veces superado. Acaso puede admitirse aquello de que Jorge Icaza —como muchos de nuestros novelistas— no tiene el secreto de la creación de caracteres humanos, de tipos. Constataría yo: es que quizás no le interese usarlo. El prefiere ser el creador de «problemas humanos», como personajes de novela. Y esto, me parece que nadie puede regateárselo al autor de Huasipungo. 381 Rudyard Kipling (1865-1936), novelista inglés laureado con el Premio Nobel. Escribió novelas, poemas y relatos ambientados principalmente en la India y Birmania durante la época de gobierno británico. 382 Icaza ha terminado —me dicen— una novela que, por el título, parece ser de tema urbano: El Chulla Romero y Flores, o algo así. Anhelamos que con un tema de ambiente más conocido y permeable, Icaza logre romper el límite de Huasipungo. — (Nota de Carrión a la edición de El nuevo relato ecuatoriano de de 1958). 383 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, p. 597. 259 LA NOVELA DEL TRÓPICO MESTIZO384 Se ha hecho ya la novela del trópico enloquecedor y asesino. Novela monstruosa, envenenada de paludismo y mordeduras de víboras, donde le homicidio está situado como una obvia categoría cotidiana, y el dolor de la carne, en bestias y hombres, duele a lo largo de todas las páginas, emborrachando de doler y heder. En grande, José Eustasio Rivera, con su Vorágine deslumbradora y brutal. En el cuento, quienes son dueños de trópico más trópico de América, los del rudo y veraz «Grupo de Guayaquil»: José de la Cuadra, Gallegos Lara, Enrique Gil, Aguilera Malta. En la reseca costa peruana, las Estampas mulatas, de José Díez Canseco. Su «Kilómetro 83», en especial. Alfredo Pareja Diezcanseco385, con El muelle, nos hace hoy la novela del trópico mestizo, del trópico litoral, aspirante a mala vida urbana, con luz eléctrica, burdeles y periódicos. He dicho el trópico mestizo y no del trópico montuvio, —como pudiera reclamármelo José de la Cuadra, con buen derecho— porque esta novela de Pareja, aunque de clima igual al clima de las obras de Gil, de Cuadra, de Gallegos Lara y Aguilera Malta, no es, por el olor y el color, los hombres y la vida, una novela montuvia. El montuvio de la costa ecuatoriana, entendámonos, no es el mulato del litoral peruano, ni el cholo de las serranías, que son tropicales con igual derecho. El montuvio es el hombre del manglar y del río, de la lucha tremenda con el sol enemigo y amigo, con el mosquito exterminador; el hombre oliente a cacao, a germinaciones brutales, a semen vegetal y animal; sabio de amorfinos 386 y «jalarse al machete»; explotado por el latifundista en complicidad sucia con la autoridad, asesinado por la revuelta política de pañuelo rojo o azul al cuello; por el amor que los marineros envenenaron en el puerto; por el alcohol y el paludismo. Pareja encuentra sus gentes en el asfalto de la ciudad caliente. Tirados en los portales del Malecón porteño, esperanzando un poco de pan y, acaso, enrabiados ya de justicia y de odio. Gentes que caminan sus pasos de siempre, que trabajan, que comen mal y aman. Del monte, seguramente, han venido a la ciudad Juan Hidrovo y María del Socorro Ibáñez. Pero ya están Guayaquil, sin romanticismos de río ni de embarcación, en la vida dura de la ciudad comerciante, antes rica y próspera hasta para los pobres; hoy, para los pobres, golpeada por la crisis del mundo y la «escoba de la bruja». Es la novela de Pareja —anunciada por Luis Alberto Sánchez como una de las mejores novelas que se han escrito en esta «América, novela sin novelistas»— la 384 Prólogo al libro El muelle de Alfredo Pareja, Quito, Ed. Bolívar, 1933. Reproducido en El libro de los prólogos, pp. 15-25. 385 Alfredo Pareja Diezcanseco (1908 – 1993) Entre sus obras se cuentan: La casa de los locos (1929), Señorita Ecuador (1930), Río arriba (1931), La Beldaca (1935), Baldomera (1938), Don Balón de Baba (1939), Hombre sin tiempo (1941), Las tres ratas (1944), Breve historia del Ecuador (1946), Vida y leyenda de San Miguel de Santiago (1952), La lucha por la democracia (1956). Entre las novelas de ―los nuevos años‖ aparecen: La advertencia (1956), El aire y los recuerdos (1959), Los poderes omnímodos (1964), Las pequeñas estaturas (1970), La manticora (1974). 386 Música y baile de aire muy vivo, particular de la Costa ecuatoriana. 260 novela del trópico mestizo. Pareja no ha querido en El muelle —por afán de sinceridad, por honradez de artista— meterse a interpretar la vida de gentes que no son sus gentes, con las cuales apenas ha vivido; no ha querido traducir mensajes humanos que a él, hombre de ciudad, se le presentaban con voz no conocida. Alfredo Pareja y Diezcanseco —nos obliga todavía a seguirle a lo largo de este larguísimo nombre— viene de la gran burguesía criolla, golpeada hoy por la crisis y la catástrofe agrícola de su región, pero encopetada y orgullosa, sin embargo. Ha podido ver su ciudad en el salón pretencioso, en la oficina comercial explotadora y tragantona, en la politiquería turbia de chanchullos; pero la vio también en la cocina sonora de decires de criadas, en el profesorado elemental de amor de las domésticas; en el portal regado de cargadores durmientes, en el malecón cuajado de jadeos y de palabrotas. Vio y sintió a su ciudad arriba, en la explotación y el perjuicio social; la vio y la sintió abajo, en el hambrear y el hartarse callejeros, en el amor de covacha, idilio con lámpara de kerosene y Virgen de las Mercedes; en el amor de burdel; en el trabajo del cacao y el muelle, y en la gran injusticia de todo, del clima y de los hombres. Alfredo Pareja no cree que la militancia social, que la prédica partidaria, deben hacer del arte un instrumento de propaganda. Pero envuelve tan densamente el libro con su gran sensibilidad social que, sin parcializarse en actitud y en gesto confesados, nos entrega una realidad palpitante de injusticia, que reclama rectificaciones urgentes y profundas. Y así, sin ponerse a sí mismo etiqueta ni rótulo, Alfredo Pareja ha escrito la única novela ecuatoriana de izquierda. Indiscutiblemente. Yo no creo que la novela americana auténtica sea la que los blancos o mestizos haya hecho o hagan sobre los aborígenes. Muchos ensayos fracasados, muchos honestos intentos de realización —honestos en la intención, pero no en la técnica ni en la posibilidad— hemos visto frustrarse, por falta simpatía, de comprensión vital. En el Ecuador, cuando se ha hecho novela indigenista, se ha llegado a esto: buena interpretación ornamental, visual, externa; adjetiva, en suma. Pésima transmisión de mensaje humano, porque el autor se ha extravertido necesariamente —con su mentalidad y su sensibilidad pseudo-occidental—, dentro de la piel morena de sus personajes indígenas. Es así como hemos visto indios nuestros en lírica plática lamartiniana, a la luz de la luna, junto al lago; o gritando rebeldías de 1830 en apóstrofes huguescos; o, lo que es igualmente falso, más falso quizás, haciendo personajes de Fedin387, o de Pilniak388, o de Gladkov389, sedientos de justicia social, y reclamándola de acuerdo con la fraseología marxista-leninista... Pienso más bien que la novela americana es la novela del mestizaje, antes cultural y climático que étnico. Porque ya esta América de los nombres múltiples —y todos de sentido polémico— no es únicamente española ni solamente indígena. En complicidad con las nuevas dosificaciones inmigratorias, grandes en Brasil, Argentina, Uruguay, menos en los demás países, el sol, el clima, la alimentación, nos están haciendo un tipo humano distinto. Y a ese tipo humano, en plena actividad de realizarse, hay que verlo en la novela americana, porque a él 387 Ver nota 66. Ver nota 67. 389 Ver nota 68. 388 261 pertenecen cronológicamente, los que pueden y deben hacerla. Ese tipo humano tiene también su mensaje, su voz que hacer oír en este instante de su proceso formativo, predecesor del clímax. Posiblemente, sea más difícil hallar material para la caracterización, para la tipificación. Pero no sólo la caracterización, la tipificación constituyen la novela. Acaso son los elementos mejores para la expresión del genio individual: el Quijote, para Cervantes, Mr. Pickwick para Dickens. Pero no son precisos para la novela. Si a pesar de ellos se los quiere hallar, este ciclo puede ofrecerlos generosamente: el terrateniente explotador; el aventurero farsante, el inmigrante buscador de fortuna, el gaucho, el montuvio, el cholo, el roto… Sostengo que sólo la novela del mestizaje puede ser vista y hecha con honradez y sinceridad en América actualmente, pues entre los mestizos, los blancos criollos o los aborígenes amestizados por la educación, se halla la semilla del novelista, del cuentista, del relatador. Porque es la única novela que puede ofrecer la correspondencia vital entre el autor y los elementos humanos que vivan en ella. Como ya se ha insurgido contra la novela copista, de trasplante técnico ambiental y emotivo; yo insurjo contra la novela de la interpretación indigenista. A las dos las encuentro falsas igualmente. Quizás la indigenista nos engañe con un atenuante de carácter ético, porque siempre —o casi siempre— busca despertar emoción compasiva hacia las razas aborígenes. Pero ni siquiera esa atenuante — que yo discutiría largamente en su propio terreno de moralidad lacrimosa— puede excusar el delito artístico que entraña. Esta novela de Alfredo Pareja, El muelle es, además de ser sustantiva y adjetivamente mestiza, una gran novela de ambiente y caracterización. Y como toda novela de esta clase, en que hay mensaje vital al mismo tiempo que técnica del relato, la de Pareja es ágil al par que minuciosa y, siendo fundamentalmente objetiva, cinematográfica casi, no descuida el ahondamiento psicológico, el ahondamiento subjetivo, agudo, urgador, insistente. Ágil, sobre todas las cosas. Y teniendo por entre la letra y la palabra, una fuerza evidente de humanidad, la novela de Pareja nos conquista especialmente con su virtud asombrosa de dialogación y de plática. Joaquín Gallegos Lara —el gran comprendedor, realizador y guía de la nueva generación ecuatoriana— sorprendido ante esta facilidad, ante este declive para el diálogo, me sugería el augurio de que Pareja —ya novelista con Rio arriba y hoy con El muelle— nos reservara una posibilidad de dramaturgo. Pero quiero creer que Gallegos a la lectura rápida hecha por el mismo autor, se haya deslumbrado momentáneamente por la poderosa fuerza dialogadora de Pareja y no haya insistido suficientemente en la contemplación de lo que quizás sea lo esencial en El muelle, y en la sustancia artística y espiritual de Pareja: su dinámica visualidad, su facultad de perspectivas amplias, su expansionismo crono-topográfico. Claro que todo esto, sin ofrecer un declive natural hacia el teatro, tampoco lo obstaría; pero en cambio, nos está diciendo a gritos que allí está el novelista, que es algo así como el decorador mural, el fresquista de la literatura. No me resigno a ver El muelle entre los bastidores y las bambalinas, con su nervioso dinamismo, con su insistencia minuciosa junto a la escena cotidiana y, singularmente, con es fuerza de ambiente que precisa el traslado constante de personajes en el espacio y en el tiempo, para hallarlos siempre en su hora de amor o de dolor, de júbilo o de rabia, situados en el lugar correspondiente: la calle para 262 el mitin, el río para el contrabando, en Nueva York, que exigirían para verse, las posibilidades en blanco y negro del cinematógrafo; y luego, ya en Guayaquil, el malecón embrutecido de sol y de angustia para los sin trabajo; la babosa lujuria del magnate corruptor de domésticas en la covacha de cañas; y el andar, andar, andar doloroso de María del Socorro en busca de trabajo, frente a las puertas reacias para abrirse. [En] El muelle, Joaquín Gallegos, puede prometernos un dramaturgo. Quizás valga verse en él un abocetarse de posibilidades de escenificación del género de las últimas cosas de Romains390 —Donogo Tonka por ejemplo— de la de Charles Vildrac391, como el Paquebot Tenacity; de las de Eugenio O‘Neil392… Pero, yo no sé a causa de qué preferencia casi instintiva, quizás por lo que ya Pareja nos ha comprobado como novelista en El muelle, yo le pediría quedarse arraigadamente en la novela que, además, me parece la máxima posibilidad artística de este tiempo. Tengamos ya, Joaquín Gallegos, nuestra novela y nuestros novelistas. Quedémonos con Pareja, que es ya una verdad que no necesita adjetivos. José de la Cuadra tiene el deber de ampliar y afirmar para la novela, las cosas que ya en el cuento ha hecho: después de «Chumbote» y de «Banda de Pueblo», tiene que darnos la novela grande. Enrique Gil, a quien creí tan bien establecido en el cuento, cuando leí «El Malo» y otras páginas dignas de la antología, nos revela hoy sus poderes de novelista crudo, violento, brutal, con El Negro Santander, que no debe retardarse en editar. Aguilera Malta, con Don Goyo se afirma el poeta del grupo, a pesar de su ruda literalidad de expresión, y es tan fuertemente comunicativo de emociones, y tan fiel entregador de ambiente. Y usted, Joaquín Gallegos, usted mismo tiene un compromiso que llenar con el espíritu. Para servir [a] su admirable militancia, para servir a la Revolución, para servir [a] lo que usted más ama en el fondo, el arte, usted nos debe su obra en la novela. No se escriben impunemente cuentos como los suyos. No se revelan impunemente dones como los suyos. Conocí escenas y páginas de su novela La bruja, que no se sentirían disminuidas ante cualquier parangón. Yo lo emplazo para cerrar, este año mismo, el ciclo de novelas guayaquileñas que hoy abre Pareja con El muelle. Seguirá Gil, Aguilera, de la Cuadra y usted. Entre las excelencias de la novela de Pareja —novela del trópico mestizo, litoral y urbano— debe singularmente ser señalada esta, tan pura de valor artístico, tan rara entre nosotros: su no ser predicadora, en nombre de Jesús, de Franklin, de Buda o de Lenin. Su no ser alusiva ni elusiva, para usar términos gratos a Luis Alberto Sánchez, sino real, encarnadamente real, no solamente por el ornamento y la técnica, sino por la entraña vital. Real, sin ser por eso fotográfica. Naturalmente, Pareja no es, no puede ser frente a la vida, imparcial ni desapasionado. Esa sucia posición de eunucos que es la imparcialidad ni el desapasionamiento, está muy lejos de la clara vehemencia espiritual, de la 390 Jules Romains, seudónimo de Louis Farigoule (1885-1972), escritor francés, líder del movimiento unanimista. 391 Miembro del Grupo de la Abadía, comunidad de escritores y artistas que, a partir de 1906, se instaló en una finca de Créteil, un municipio cercano a París (Francia). 392 Eugene Gladstone O'Neill (1888-1953), dramaturgo estadounidense galardonado con el Premio Nobel y ganador en cuatro ocasiones del Premio Pulitzer. Intentó definir en su obra los problemas fundamentales del ser humano y está considerado como el principal autor de teatro estadounidense. 263 hombridad indudable de Pareja. Pero tampoco es hombre que postula previamente un apotegma de moral, de arte, de política, y busca enseguida los medios de probarlo en la obra. El ve la vida en sus hombres, de sus hombres. La sigue, se deja en veces arrastrar por ella y, en el camino de la acción, simpatiza y prefiere, se burla o se enrabia, ironiza o mata. Sus gentes se desprenden de él, pero él no deja de estar presente en sus vidas. La presencia del autor nos sigue, pero no en literalidad, sino un poco como en la explicación que dan a los niños sobre la presencia de Dios o del Ángel de la Guarda: invisible, pero fiel, segura, infaltable. No se oye su voz para la moraleja, ni es su presencia la insoportable presencia de ese señor que, en el cine, nos traduce en alta voz los textos en inglés… La compañía del autor a través de todo el proceso vital de la novela, es una «compañía sensible». Es una compañía de sensibilidad. Por lo mismo, es apasionada, preferidora, justiciera. La vida, el paso por la novela de Pedro, el amigo de Hidrovo, que se deja sorprender robando, que cae en presidio y es víctima de todas las inconscientes brutalidades de la Ley y sus agentes; esa vida incidental, tiene al autor como a un compañero fiel, de sensibilidad distante pero señaladora. De entre el grupo guayaquileño —iba a decir estúpidamente, por cliché fonético, la escuela guayaquileña—, Enrique Gil y Alfredo Pareja no se asoman al plano de militancia y propaganda, a pesar de que, sobre todo en Gil, la posición marxista es evidente. Sin embargo, El muelle hará tanto por la justicia social, como lo que escriban Gallegos o de la Cuadra, cuando Gallegos —y aún de la Cuadra— se dejan llevar por el tono de la propaganda. El muelle, ya lo hemos dicho, es una novela de la realidad mestiza de la costa ecuatoriana. La técnica de El muelle es la técnica del relato real, con un dominio seguro del diálogo. Flaquea un tanto en el soliloquio mental y, especialmente, en los instantes de recuerdo. Acierta rotundamente una vez: cuando se vale de este recurso, tan cinematográfico, para volver hacia atrás en la vida de Juan Hidrovo, y entregarnos así integralmente silueteada, en blanco y negro como siempre, la figura del hombre. Colma sus logros técnicos en dos aspectos sustantivos: expresión de ambiente y entregamiento bastante profundizado de la vida interior de sus personajes. Preciso es confesar que eso de situar en Nueva York el primer capítulo de la novela, despista un poco y hasta puede derrotar comentarios. Pero yo hallo en eso un acierto revelador de maestría. Gracias a eso, la novela afirma sus características mestizas; sirve para contrastar e integrar caracteres; para humanizar y vitalizar el relato, ofreciéndonos varias ediciones de injusticia dentro de la actual estructura del mundo: en la gran ciudad supercivilizada y superindustrializada en [la] que se han cumplido todas las etapas del desarrollo económico, y en la pequeña ciudad comerciante y agrícola, vendedora y productora de materias primas; y da a la humanidad de Juan y de María del Socorro un valor ecuménico, sin dejar de ser enraizadamente provincial. Los capítulos en Nueva York sirven también para demostramos los poderes de Pareja para el relato de aventura —convertidos hoy en alta categoría artística, por la fuerza de Conrad, de Mac Orlan, de Blaise Cendrars393—, y especialmente 393 Blaise Cendrars (1887-1961), seudónimo de Sauser-Hallpoeta, novelista y ensayista francés, autor de Oro y cuya obra poética pretende la conquista simbólica del mundo. 264 para la contemplación y manejo de masas en movimiento y en acción. La página del contrabando de licores, después de la brutal tragedia de la calle, en la que es asesinado por la policía el venezolano Claudio Barrera, me parece una de las más logradas artísticamente. Hay en ella tal penetración sobria y precisa, tal poder de expresividad en los diálogos y en los silencios; tal verdad en las situaciones, tal avaricia dramática de adjetivación que, francamente, veo yo esa página como una de las más fuertes, más de hombre, que haya producido la novela hispanoamericana. Fuerte de musculación y vértebra, sin cameloteria394 sensiblera ni tragedizante. Desarrollada toda en blanco y negro, sin el deslumbramiento de color que en las novelas tropicales sirve a veces para jugarnos el hábil escamoteo de emociones con trucaje, con mise en scéne de sol, de jungla y de serpientes. Trasladada la acción a Guayaquil —en donde, realmente, está toda la acción— Pareja se arrellana cómodamente en el acolchamiento de lo propio, siempre visto, familiar y sin secretos. Con sus elementos propios realiza idilio, tragedia, ironía. Caracteriza sus hallazgos humanos. Se apiada sin lloriqueo. Se indigna, sin gesticular ni patalear. No predica nunca, al menos deliberadamente. Y apenas, apenas, tiene sus salidas líricas, sus desahogos subjetivos, para confesar el propósito ilusionado, desde la hora de miseria, o para arrimarse al recuerdo. Para probarnos sus dones de caracterizador, Pareja nos entrega, construido y flamante, a su don Ángel Mariño, el «contratista». ¿Reminiscencia de Sinclair Lewis395? Ni la más remota. La caracterización del yanqui, es la de todos los yanquis. La de Pareja es la de una clase excepcional —aunque ofrezca múltiples ejemplares—. Y Pareja, comprendedor, se da cuenta de que Mariño, el hombre que representa una clase: la que está frente a los trabajadores, la clase explotadora, no es malo en sí, individualizado específicamente; no es «malo», en contraposición a «el bueno» de los novelones. Por eso, a pesar de que temperamentalmente es un trascendentalista, Pareja no trata con indignación dramática a este su don Ángel Mariño, sino que lo foetea de ironías, nos lo voltea por todos los cuatro costados del ridículo, y no le esconde, con falsas pudibundeces, la fea realidad de su actitud. Nos lo muestra grotesco, como una adiposidad inútil, malsana, que es preciso extirpar con urgencia y seguridad quirúrgicas. Don Ángel Mariño es una gran figura de novela. El muelle de Alfredo Pareja es una novela de valor humano total. Es esencialmente traducible. Sus vidas, tan arraigadas a la tierra y al ambiente propios, son vidas de hombres de todos los lugares. Y con su fuerza de ecumenismo tiene el poder de trasladarnos a su ambiente local, hasta el punto que por esas páginas calientes se siente el calor del trópico, acelerador de la vida y de la muerte. LA NUEVA VERDAD396 Ante todo, una constancia, que comprende a todo el «Grupo de Guayaquil»: Alfredo Pareja entró a la literatura por los caudalosos y anchos caminos de la 394 Camelar, seducir con engaño o adulación. Sinclair Lewis (1885-1951), novelista estadounidense muy imitado por escritores posteriores, tanto en su estilo naturalista como en su temática. Lewis cambió la tradicional visión romántica y complaciente de la vida estadounidense por otra mucho más realista, e incluso amarga. 396 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 138-154. 395 265 prosa. Y no se cumplió en él aquello que remarcara Gabriela Mistral en el prólogo a mi primer libro de ensayos: «antes que el libro de poemas a que todos los sudamericanos nos sentimos obligados». En efecto, es de 1929 La casa de los locos, novela en que salta ya, en forma de brincadeira o juguete infantil, el sentido pragmático general de la obra de Pareja: demasiado descubierto aquí, como pedrada en vitrina, y que ocupa el lugar del libro de poemas de todo joven letrado suramericano. Ni suspiro a la novia, ni rosas ni violetas: pedrada limpia, en forma de unos párrafos cortitos y nerviosos, lanzados a golpear como pedruscos, a las gentes que caen dentro del campo de diatriba del joven inquieto y, para usar una palabra criolla irreemplazable, «bien fregado». En la antedefensa que en el prólogo hace de los previsibles ataques que había de sufrir por el libro —creo que hasta se puso en los linderos del Código de Cabriñana—, se acoge, gallardamente, a la figura mayor de nuestras letras, en juvenil arranque: «¡Insulto! Bendito sea el insulto, cuando es justo y sereno. Montalvo supo insultar en toda su vida de gigante». Y en otro sitio: «¿Política? Hay crítica de ella, de nuestra política, pero hay novela». Refresca y esclarece esta exhumación de propósitos juveniles, hechos por los escritores en la inicial ilusionada de su obra. En esa inicial necesaria, fatalmente dominada por cierto petulante, jactancioso, simpático egocentrismo, que nos lleva a los desplantes más conmovedores, es preferible la declaración de aquel que, como Pareja, siente en sí las fuerzas de rectificar el mundo; y su error posible lo coteja con el posible error de Dios; al que, modosito y bien educado, disimula su real y pesada jactancia, en palabrillas modestas, aprendidas en escuela de frailes... «¿Que estoy equivocado? Es posible. ¿Quién no puede estarlo? El más equivocado, el más ingenuo de los divinos, fue Dios al hacer este mundo y estos hombres de carne». Joven, casi un adolescente, Pareja hizo la obra de su edad cronológica, y la obra de su tiempo social. Sus primeros escarceos: La casa de los locos, Río arriba, son eso. Son una significación evidente de los nuevos años como titulará la novela río que está realizando actualmente, con el criterio de su madurez: la urgencia de expresarse en el escritor ecuatoriano de las nuevas promociones, no es subjetivo, egocentrista, lírica en suma. Ya no lanza su primer vagido literario para llamar a la novia, al amor, a la muerte. A lo individual y atañadero a su yo diferenciado y, casi siempre, sublimado hasta la exacerbación. Con la agravante de que ese subjetivismo de las promociones inmediatamente anteriores —en el Ecuador— había asumido caracteres singularmente peligrosos, porque había derivado hacia la queja por la incomprensión del medio, la evasión amargada hacia la soledad, para huir de lo «municipal y espeso» de la vida cotidiana. Se cantaba la «torre de marfil», en son tan amargo y despectivo; y la mayor parte de los escritores —los poetas 266 principalmente— se declaraban a sí mismos unos incomprendidos. Y la única salida posible para ellos —algunos acudieron a ella— era el suicidio... He desaconsejado yo a Pareja —como lo he hecho en todo caso— esa especie de subestimación de su obra de iniciación. La falta del artista —es casi una artesanía con aprendizaje indispensable, como los oficios, la técnica de la novela— puede ser muy sensible y, por sensible, reparable con el curso del tiempo y el hacer de la experiencia. Pero la «continuidad vital», la viada, el elan intencional o vocacional, se expresan casi siempre con mayor frescura, sin mixtificaciones, como chorro de fuente montañera, en las primeras obras. Y, lo que es más interesante aún, retornan con intención hasta con manera —más perfeccionadas, más sabias— en las obras de madurez, las características ingenuamente, límpidamente expresadas en las obras de juventud. Claro: existe también el otro caso: el de la juventud mixtificada. Más frecuente de lo que uno se imagina. Vocaciones nacientes, inseguras, que se dejan atrapar, arrebatar por la vorágine de una «capilla», de un «momento», de un ismo en boga, impositivo y tiránico, como que es una manifestación de una de las cosas más —al mismo tiempo— pasajeras y permanentes de la naturaleza humana: la moda. Un caso realmente edificante es el de José Carlos Mariátegui397, el más tarde fundador del socialismo peruano, uno de los exégetas más hondos y realistas de la esencia americana, el creador de Amauta, el autor de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Con el pseudónimo de Juan Croniqueur —se siente la fascinación del boulevard no conocido a la distancia— escribía las prosas más dulzonas y frívolas que se hayan escrito entonces en la cortesana Ciudad de los Reyes. Y su poesía era, por lo general, como el soneto que a continuación copiamos, enviado original a la inolvidable revista Renacimiento, de Guayaquil, torre almenada del modernismo ecuatoriano allá por el año de 1916... PLEGARIA NOSTÁLGICA Padre nuestro que estás en los cielos, Padre nuestro que estás en la harina de la hostia candeal y divina que es el pan de los santos anhelos. Soy enfermo de locos desvelos y en mi espíritu vago declina el amor de tu dulce doctrina, Padre nuestro que estás en los cielos. Está lejos de mí la fragancia. de la mística fe de mi infancia que guardaba con blanco cariño. 397 José Carlos Mariátegui (1895-1930), político y pensador peruano, uno de los ideólogos marxistas latinoamericanos más influyentes del siglo XX. Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana se publicó en 1928. 267 Siento el hondo dolor de la duda y solloza mi cántiga muda por el don de volver a ser niño... José Carlos Mariátegui (Juan Croniqueur) Lima (Perú) MCMXVI. NOTA.— Estos y otros versos los escribió Juan Croniqueur en el Convento de los Descalzos, donde hizo durante tres días vida mística; y formarán parte de su libro Tristeza. Revista Renacimiento — Año 1 — Nº VI. Este sería luego el poderoso espíritu que sentaría las bases de una interpretación marxista de la historia y de la realidad americana. El crítico literario de comprensión amplísima que, en su capítulo «El Proceso de la Literatura», en Siete ensayos, confiesa: «Me parece que en este proceso se ha oído hasta ahora, casi exclusivamente, testimonios de defensa, y es tiempo también de que se oiga testimonios de acusación. Mi testimonio es convicta y confesadamente un testimonio de parte. Todo crítico, todo testigo, cumple consciente o inconscientemente, una misión. Contra lo que baratamente pueda sospecharse, mi voluntad es afirmativa, mi temperamento es de constructor, y nada me es más antitético que el bohemio puramente iconoclasta y disolvente; pero mi misión ante el pasado, parece ser la de votar en contra». Pareja es, como la mayor parte de los escritores de su promoción ecuatoriana, de aquellos que sustancial, medularmente, no necesitan renunciar a parte alguna en la línea de su producción: desde el juvenil pinino, lleno de vacilaciones técnicas, hasta la obra de remanso, madura de contenido y exacta de realización. Ni las conversiones a lo Huysmans398 o Cocteau399, ni las rectificaciones esenciales a lo Gide400: desarrollo lógico de una vocación, con síntoma persistente de intención y manera, de «fondo y forma», a todo lo largo de su producción. EL BUSCADOR INCANSABLE DE CAMINOS Pero, es al mismo tiempo, emocionante, la expresión pulcra de una nobilísima inconformidad con los caminos seguidos y a seguirse —por sí mismo y por su generación— que lleva a Alfredo Pareja a mantenerse en un plano constante de revisión y análisis de la obra realizada por sí mismo y por sus cofrades de 398 Joris Karl Huysmans, seudónimo de Charles Marie Georges Huysmans (1848-1907), novelista francés, nacido en París. 399 Jean Cocteau (1889-1963), poeta, novelista, dramaturgo, diseñador, autor de libretos y director de cine francés. 400 Ver nota 78. 268 promoción literaria. En otro capítulo de este libro, examinamos esta posición de Pareja, y hacemos la confrontación de dos momentos de su obra crítica: el primero, cuando sostenía su concepción artística juvenil, en clímax de fervor: año de 1933, en que escribe su ensayo La dialéctica en el arte; y año de 1948, a los quince años justos, en que escribe su otro ensayo Consideraciones sobre el hecho literario ecuatoriano, en que expone su criterio de madurez y hace un examen de conciencia que culmina con un acto de fe. Esta actitud de Pareja, el buscador incansable de caminos, para transitar por ellos con su mismo cuerpo y con su misma alma, explica que nos haya dado al par que obras de una entrega tan directa de lo objetivo y lo subjetivo, de una tan franca dación sin regateos ni secretos, como El muelle, Baldomera, La Beldaca; y al mismo tiempo haya hecho ese audaz ensayo de tipificación tropical, Don Balón de Baba, no lo suficientemente apreciado por la crítica; y que si no logró su significado de moneda literaria para circular en todas las manos, valor de medida y de cambio de lo ecuatorial, como Tartarín de Tarascón401, para lo marsellés; en cambio hizo una buena novela de expresión de unidades humanas excepcionales y típicas, que mucho sirve para entender el medio y la tierra, y que muestra un aspecto de Pareja, nunca ausente del todo en muchas de sus novelas anteriores, pero que se precisa y prevalece en ésta: su amor por lo extraordinario, su afición por el viaje hacia las tierras de íncubos402 y súcubos, por la asistencia a las noches de Walpurgis403 y, a ratos, su amor por viajar hacia el País de las Treinta y Seis Mil Voluntades... Ya lo veremos luego, y con insistencia, en otras obras. NOVELISTA DEL TROPICO MESTIZO En el prólogo que la benevolencia de Pareja hizo que acompañara a su gran novela El muelle, llamé a este tipo de narrativa «novela del trópico mestizo» [ver supra]… para diferenciarla de la novela indigenista que se estaba haciendo en la serranía ecuatoriana del norte y del centro del país. Ese relato indigenista cuyo iniciador de grandes dones es Fernando Chaves, uno de los espíritus de cultura más amplia y esclarecida de la actual literatura ecuatoriana y que tiene cultivadores de la fuerza de G. Humberto Mata y sobre todo en la novela corta y el cuento de Alfonso Cuesta, César Andrade y Cordero, Eduardo Mora Moreno. Novela litoral y urbana: El muelle, Baldomera, Las tres ratas. Y, como un telón de fondo para el desarrollo de todas las escenas, como decorado preciso, próximo o lejano —de «exterior» o de close up—, el recuerdo, la evocación, en veces apenas la reminiscencia, de esa fecha terrible, que calentó la sangre para siempre de toda la generación de escritores guayaquileños contemporáneos: el 15 de noviembre de 1922. Habrá que intentar, alguna vez, un ensayo interpretativo sobre la influencia de esta fecha excepcional —por lo trágica, por lo malvada, por lo inútilmente 401 De Alphonse Daudet (1840-1897), escritor francés, conocido por sus relatos sobre su Provenza natal. Íncubo, en el folclore europeo medieval, demonio masculino que buscaba el trato carnal con las mujeres mientras éstas dormían. Según la leyenda, el íncubo y su contrapartida femenina, el súcubo, eran ángeles caídos. Se creía entonces que la unión con un íncubo producía demonios, brujas y niños deformes. 403 En la antigüedad, la fiesta pagana que señala el comienzo del verano. Se celebraba la noche anterior al 1 de mayo. Durante la denominada ‗noche de Walpurgis‘, según la creencia popular, las brujas se reunían con el diablo en ciertos lugares. 402 269 inhumana— de nuestra historia nacional: el asesinato en masa de un pueblo que reclamaba sus derechos y al cual se había alentado primero, exacerbado luego con encendida oratoria, y luego ordenadamente, técnicamente, se había matado sin misericordia, con la horrenda cobardía de quien dispone de elementos, y hace una especie de gran ejercicio de tiro sobre blancos humanos, reunidos en masa compacta, acorralados, cortada la retirada en todas las bocacalles… Y arrogante y valiente, el fusil de la salud, matando ecuatorianos. Matando mujeres, asesinando heroicamente niños, abatiendo con arrojo inaudito, obreros indefensos… Inspirado todo por los mismos intereses y los mismos hombres, que impidieron que se defendiera la patria en 1941404… Alfredo Pareja tenía entonces catorce años, como Gallegos Lara y Demetrio. José de la Cuadra dieciocho. Enrique Gil aproximadamente diez… Eran la calle, eran la palomilla escolar —cada uno en su zona familiar y topográfica—; y la primera gran lección que tuvieron fue de la injusticia en grande, cometida con el pueblo de su gran ciudad alegre y cálida. Esa fue la primera noticia del hombre, que les llegó a estos muchachos en viaje hacia la pubertad. Y el grito que no pudieron dar entonces, porque les agonizó en las gargantas niñas, lo cuajaron en la novela y en el cuento, que nos dieron después. Allí, en la ciudad que tiñeron de sangre y mancharon de sesos destrozados e intestinos abiertos, están las novelas de Pareja que hemos acabado de citar. Es allí, en esas calles todavía asustadas por la fusilada y el grito de agonía o de rabia, por donde caminan María del Socorro Ibáñez, la chola amorosa y sumisa; Baldomera, una especie de ben plantá guayaquileña, expresión de su clase y de su pueblo; Las tres ratas.. Y es aquí donde hemos de hacer la remarca central sobre esta línea novelística de Alfredo Pareja: su reclamo sobre la injusticia social frente al amor. Frente al amor de hombre y mujer, estímulo supremo de la especie. Otros dirán la voz que reclama la injusticia frente al pan, sustancia y esencia de la injusticia humana. Pareja dirá la voz contra la injusticia y la desigualdad social ante el amor, ante la unión electiva de hombre y mujer. Tema este, al parecer, agotado por los románticos, desde su ángulo de exaltación espiritualista: el pobre poeta, trovador, pajecillo; el pobre pastor, estudiante, artista, que son derrotados en las lides del amor por el aristócrata viejo y rico, por el «buen partido», que los padres destinan a sus hijas… Algo así como la epidemia de los libros de caballerías, a cuyo combate salió, «espada en ramo y lanza en ristre», un tal Cervantes... En torno al romanticismo alto: Hugo, Lamartine, el propio Byron 405, surge la hierba loca del romanticismo de aventuras. Lo inaugura esa potente fuerza de contador de cuentos que es Alejandro Dumas padre, señor del género que más ha entretenido a las gentes; y como por generación espontánea, proliferan y crecen 404 En 1941se inició la invasión peruana, con la ocupación de la provincia de El Oro y a ataques que se prolongan de julio a septiembre. Argentina, Brasil y Estados Unidos se ofrecen como mediadores en el diferendo territorial. Se suscribe el Convenio de Talara que fija una zona desmilitarizada. Este conflicto llevará a la firma de Protocolo de Río de Janeiro, en enero de 1942. 405 Lord Byron (1788-1824), poeta inglés, uno de los escritores más versátiles e importantes del Romanticismo. 270 sus seguidores, en Francia, en España, en Italia: Ponson du Terrail, Eugenio Sué406, Zévaco, Fernández y González407, Sabatini.... Y esa expresión burguesa del amor —cuya culminación es el Werther408— halla generalmente dos soluciones al conflicto de la desigualdad —de dinero, de cuna, como entonces se decía—, que son, a saber: el suicidio del desgraciado, del inferior, del bastardo, del nacido en cuna humilde… O, lo que es más pintoresco aún, el encuentro de una señal, de una marca, de una carta, que demuestran que el desdeñado por «pobre, triste, vil y bajo», es hijo de una duquesa en aventurilla galante con el rey... Alfredo Pareja enfrenta la realidad en términos dramáticos y encara el conflicto a la luz de la más clara dialéctica: el sistema social viciado en sus estructuras económicas, afecta a la esencia misma de lo humano: la atracción de los sexos para la propagación de la especie. En esta expresión de la injusticia humana, la que contempla objetivamente, dentro del marco indudable del arte del relato, sin recurrir a la prédica ni a la moraleja, enemigas mortales tanto de la novela como de la poesía. Alfredo Pareja ha denunciado esa parcela de la realidad, y la ha cultivado con amor: María del Socorro Ibáñez, repetimos, víctima de la lascivia caliente y baboseante del viejo Mariño, mientras en las noches reza a la virgen por el marido ausente, al que quiere de verdad, pero al que no puede — allí las complejas circunstancias sociales— serie fiel, en El muelle; la ingenua Celia María de Baldomera y esa pobre Juanita Reyes de La Beldaca, víctima de una brutal desfloración, mientras soñaba en el amor y el matrimonio con Jesús; y luego, Las tres ratas... EL MAR En La Beldaca, Alfredo Pareja, el hombre litoral que movía sus figuras «en el asfalto de la ciudad caliente», hace su declaración de amor al mar. Su idilio ancestral y presente. Una especie de homenaje filial, cálido, lleno de ternura. Sensual, casi sexual. Y por eso a la forma curva —geometría fundamental de todas las erogénesis— la cree Alfredo Pareja hija del mar: «El paisaje comienza a redondearse. Se diría que es la cercanía del mar que lo hace así». Manos dulces las del mar, llenas de amor y de sabiduría, que redondean las cosas, que las acarician como a nalga de niño. Pero a veces, como una de las mil expresiones del amor, lo ve iracundo. Mas la ira del mar es causada por el viento que lo fustiga, que lo azota: «Es porque al viento lo parió la pampa y se va corriendo a morir en el mar». 406 Eugène Sue (1804-1857), novelista francés. Famoso por su novela de folletín, Los misterios de París (184243), en donde hacía una hábil dosificación del melodrama romántico, la crítica social de los bajos fondos y el suspense. 407 Ver nota 178. 408 Goethe escribió la romántica y trágica historia de Die Leiden des jungen Werthers (Las desventuras del joven Werther, 1774). 271 La Beldaca, era de esperarse, ha sido grata al fino gusto francés y, por lo mismo, es la primera novela de Pareja que ha sido vertida a ese idioma recientemente, por la lúcida inteligencia de Georges Pillement. CARACTERIZACIÓN, MISTERIO, DIABLO Alguna referencia hicimos, dentro del estrecho marco de este estudio, a una novela de intención y trayectoria características y diferentes al resto de la obra de Pareja: Don Balón de Baba. En ella, en dosis variadas, colaboran algunas de las categorías técnicas y de fondo más peculiares y propias de la novelística de Alfredo Pareja. Su atracción por lo misterioso, no sólo como deus ex machina para conducir y desarrollar la acción, sino como expresión fundamental de lo humano, nutrido esencialmente de misterio, más allá, temores místicos, Diablo. Son las brujas de Macbeth, la sombra del Rey de Dinamarca, Titania y Oberón409… Son el Diablo de Iván Karamazov… Tenemos luego su capacidad para la expresión de lo grotesco. Lo grotesco en el sentido de truculencia, de desproporción volumétrica aparente entre lo contado y la forma de contarse. Y luego entre los ingredientes mismos —de acción sobre todo— de lo relatado. Ya en sus obras de juventud, Río arriba, La casa de los locos, nos ofrece muestras de su capacidad para tratar lo grotesco, una de las cosas más difíciles en literatura porque, perteneciendo a la realidad, siendo como lo misterioso una parte de ella, tiene su acusado valor de excepcionalidad, de rareza, que lo distancian, lo alejan de la rápida comprensión del lector. Pablo Palacio ha sido, en las generaciones nuevas del Ecuador, quien con más amorosa dilección ha tratado lo grotesco. Un grotesco conceptual y de expresión, más que de acción. Pareja, en cambio, maneja lo grotesco en acción y caracterización. Dentro de esa línea excelsa que viene desde : «Les Grandes et inestimables Cronicques du grant et enorme geant Gargantua, contenant su genealogie, la grandeur et la force de son corps, aussi les merveilleux faicts d'armes qu‘il firt pour le Roy Artus, comme verrez ci apres410». Línea de lo grotesco profundamente humano, que ha producido, en nuestra lengua, la genial caricatura cervantina; que en Inglaterra, nos da los maravillosos cuentos de Swift411 y en Francia, además de los Cuentos droláticos y La piel de Zapa de Balzac, el Tartarín de Daudet. Finalmente, el tercer don característico de la obra de Alfredo Pareja, que se nos ofrece pródigamente en Don Balón de Baba, es su capacidad de tipificación. Ángel F. Rojas afirma, lleno de razón: «Ningún escritor ecuatoriano ha animado igual número de mujeres en sus obras de ficción», lo cual, en realidad, 409 La sociedad total de las hadas está regida por la reina suprema, Titania, estricta, justa y bellísima, y el príncipe Oberón, compasivo, pendenciero y muy enamoradizo. 410 Párrafo inicial del primer capítulo de Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais. 411 Jonathan Swift (1667-1745) escritor político y satírico anglo-irlandés, considerado uno de los maestros de la prosa en inglés y de los más apasionados denostadores, a través del humor, de la locura y la arrogancia humanas. 272 corroboraría nuestra tesis sobre la posición de Pareja ante el amor. Pero yo me avanzo a mantener que, igualmente, es un caracterizador notable de personajes masculinos. Alguna vez proclamé mi admiración por su Don Ángel Mariño, de El muelle. ¿Y qué decir de Don Jesús Parrales, el gran cholo de La Beldaca? «No seas bruto, vos. Don Jesús Parrales sí que era un hombre». Esa capacidad de creador de tipos, de penetrante y agudo constructor de caracteres humanos, nos la demuestra Pareja en grado sumo en Don Balón de Baba. Acaso no sea, en verdad, el «Tartarín del trópico», como se le ha querido atribuir en intención. Pero es una reciamente dibujada figura de «la ciudad caliente». NI ÁNGEL, NI DEMONIO Novelistas fotógrafos, colocados con su lente frente a los hombres —a su angustia, a su gozo, a su amor y a su miseria— se ha dicho con frecuencia de los escritores de la nueva generación del Ecuador que hacen novelas. […] De entre ellos, los que han hecho mayor esfuerzo de adentramiento en lo interior del hombre son Palacio, Rojas, Humberto Salvador. Y, a partir de Hombres sin tiempo, Alfredo Pareja. Del hombre integral. No del hombre razonador, del hombreespíritu solamente; ni tampoco con exclusividad del hombre-cuerpo, del hombre instintivo. Pareja, en esa novela intensa, ha intentado con éxito la fórmula contenida en Contrapunto, de Aldous Huxley412: la armonía entre la verdad del cuerpo y sus caminos instintivos, y la verdad del espíritu y sus caminos racionales. Pasión y razón, según el lema de la propia novela. O mejor aún, de acuerdo con las palabras de uno de sus personajes: Mark Rampión que, según las indicaciones de la crítica y de la biografía, parece ser la configuración de la personalidad humana y literaria de D. H. Lawrence413: «Ser un hombre completo, equilibrado, es una empresa difícil, pero la única que nos ha sido propuesta. Nadie os pide otra cosa que un hombre. Un hombre, entendedlo bien. No un ángel ni un demonio, Un hombre es una criatura que camina delicadamente sobre una cuerda floja, con la inteligencia, la conciencia y todo lo que es espiritual a un lado del balancín; y con el cuerpo y el instinto, y todo lo que es inconsciente, terrestre y misterioso al otro extremo. En equilibrio. Lo que es brutalmente difícil. El solo absoluto que el hombre puede en realidad conocer, es el absoluto del perfecto equilibrio. El absoluto de la perfecta relatividad». Es en Hombres sin tiempo donde Pareja hace un feliz intento de realizar este «absoluto de la perfecta relatividad», dando cabida al espíritu, en un tipo de novela —como la ecuatoriana contemporánea— donde se había inclinado el balancín demasiado sólo hacia el lado del cuerpo. Pero, mientras Humberto Sal412 Aldous Leonard Huxley (1894-1963), novelista, ensayista, crítico y poeta inglés. David Herbert Lawrence (1885-1930), novelista y poeta inglés, una de las figuras literarias más influyentes y controvertidas del siglo XX. 413 273 vador, por ejemplo, al iniciar su nuevo itinerario hacia el interior del hombre en su novela La fuente clara, «se le va la mano» un poco, y de la exageración del objetivismo, pasa a una cierta exageración del ángel; Pareja, en lo posible, mantiene ese equilibrio en su novela, a la que el propio autor la califica así: «Es pura cosa humana y alta cosa sincera». Es la novela de los penados en el sombrío panóptico ecuatoriano, obra de ese personaje capital y siniestro de nuestra historia nacional: García Moreno. Los «puros hombres», como luego los llamara en título de fuerte novela Antonio Arráiz414. Estrecho, pino y arduo sendero este escogido por Pareja. Tema duro, pero de ilimitadas posibilidades. Linderado quizás en las comarcas de la anécdota, pero sin fronteras en las del espíritu y el cuerpo doloridos. Terrible antecedente, ardiendo como una braza de candela en las manos, el dado por Dostoievski en su Casa de los muertos. Pero Pareja no enlaza su novela, en línea de influencias, con el relato terrible del Maestro. Este se queda allí —acaso nunca entró ni salió de la «casa de los muertos» que fue para él el mundo: Pareja se sale hacia la vida, es un poco con luz solar, que mira el dolor quo lo soslaya, lo rodea, da las vueltas y marcha por su mismo camino circunstancial y transitorio. La una, es un capítulo de autobiografía. La otra es, en verdad, una novela. NOVELA-SUMA Al referirse a la última gran novela de Henry Troyat415, Tant que la Terre Durera… la crítica francesa ha propuesto un nuevo calificativo para las novelas grandes, que son a la vez grandes novelas: la novela-suma (le roman-somme) en sustitución de aquel, ya aceptado en el idioma literario corriente: Ia novelarío (le roman-fleuve). Alfredo Pareja, en la plena madurez de sus posibilidades, ha emprendido, ambiciosa y valerosamente, en una aventura espiritual semejante: que más que un río, sea en verdad una suma. No en el sentido aritmético, sino en el más profundo que utilizara Tomás de Aquino416 para nombrar su monumento teológico. Una novela-suma es, por la exposición de su plan y la parte que, debido a la benevolencia del autor conozco, El Don errante —nombre acaso no definitivo—, en que trabaja actualmente el infatigable obrero de ficción que es Pareja. El caminar de un pueblo dentro del ámbito histórico, el hacer de un pueblo durante una etapa importante y reciente, en la que el autor ha vivido, como espectador adolescente en los comienzos y luego, como actor en espíritu y verdad. El caminar y el hacer de su pueblo ecuatoriano total, visto por dentro y por fuera, en la anécdota que halla su lugar en la historia; y en el sueño, el episodio, el sentimiento o la acción, que se quedan fuera, en la penumbra histórica, y que son casi siempre los motores fundamentales del hacer y el vivir de los pueblos. Veinticinco años de vida ecuatoriana, (1925-1950) serán recorridos por Pareja junto a la vida de su pueblo, dentro de la vida de su pueblo, enmarcada y 414 Antonio Arráiz (1903-1962), escritor venezolano. Seguidor de la vanguardia poética y autor de novelas de contenido social, entre sus obras están: Áspero (1925), El mar es como un potro (1950). 415 Henry Troyat (1911), escritor francés de origen ruso. Alcanzó la fama por dos novelas L`araigne (1938) y Tant que la terre durera (1947-1950). Notables son sus biografías a Dostoievski, Tolstoi, entre otras. 416 Santo Tomás de Aquino (1225-1274), filósofo y teólogo italiano, en ocasiones llamado Doctor Angélico y El Príncipe de los Escolásticos, cuyas obras le han convertido en la figura más importante de la filosofía escolástica y uno de los teólogos más sobresalientes del catolicismo. 274 tratada con el procedimiento y la técnica de la obra de ficción, de la novela: hechos, reacciones, hombres que no han existido o no se ha producido, pero que pudieron producirse y existir, dentro de la hora y el medio en que el artista los coloca y contempla. Muy lejos de la «novela histórica», en la que con uno o dos personajes de ficción, se construye un relato en el que aparecen figuras históricas: la literatura en torno a Enrique IV de Francia, a Isabel de Inglaterra, a la Revolución Francesa, a Napoleón. Acaso entre nosotros, y en esta misma época, El cojo Navarrete de Enrique Terán sigue una receta semejante. Si algún punto de referencia precisara darse en la literatura actual — procedimiento no muy grato ni honrado, pero que en este caso admito por tratarse de una obra inédita— sería Los sonámbulos, ese genial tríptico novelesco de Hermann Broch417, cuya ambición inmensa consiste en hacer una interpretación activa —valga la expresión— de la historia del hombre contemporáneo, haciendo actuar a ese mismo hombre, en línea de generaciones, a través de etapas precisadas pero no discontinuas. Quien sabe, me he dicho yo, si estos intentos extraordinarios de realización literaria que caracterizan nuestra época: desde La Comedia Humana, Los RougonMacquart, hasta La montaña mágica, Los hombres de buena voluntad, Los sonámbulos; no sean una transposición en el tiempo de esos formidables esfuerzos que realizaron los épicos y, sobre todo, los trágicos de la Grecia clásica. En el primer caso, los poemas homéricos, en el segundo, La Orestíada de Esquilo, por ejemplo. De ellos se ha nutrido la historia, más que de los relatos de los historiadores propiamente tales. Y si alguna interpretación del hombre griego podemos hacer a distancia de más de tres mil años, es basándonos en esos documentos de la epopeya y de la dramática. Uno de los historiadores más honrados de estos tiempos, Víctor Duruy, se remite expresamente a las epopeyas, a las tragedias y a las comedias griegas, como las fuentes mejores de información histórica de que podemos servirnos hoy. Conozco la primera parte, que se intitula La advertencia418 Y por ella y por el diálogo emocionado de Pareja, puedo afirmar, desde hoy, que tenemos en camino uno de los esfuerzos espirituales más serios, una de las aventuras del pensamiento y la ficción, más audaces y bien concebidas de nuestra historia literaria. Se inicia la acción en torno a eso que se ha llamado, en nuestros anales, «revolución o movimiento del 9 de julio» de 1925. Hace un cuarto de siglo. Y desde entonces, ya se perfila la caracterización de tipos y momentos, de flujo y reflujo de sentimientos, ideales y, sobre todo, de la nueva edición de hombre que nos ha traído la luz de interpretaciones económicas y políticas más certeras y cercanas a la verdad verdadera de la historia humana. « . . . AL NORTE CON LA VERDAD, AL SUR CON LA FICCIÓN» Al haber de ficción —realizado y proyectado— Alfredo Pareja suma una apreciable contribución al ansia de conocer y analizar la imagen del hombre, 417 Hermann Broch (1886-1951), novelista, dramaturgo y filósofo austriaco . En el momento en que aparece esta segunda edición de El Nuevo Relato Ecuatoriano, ha entrado en circulación, editada por Losada, La Advertencia. (Nota de Benjamín Carrión a la segunda edición de El nuevo relato ecuatoriano). 418 275 basándose en la persona histórica: su biografía La hoguera bárbara, (Vida de Eloy Alfaro) y la Vida y leyenda de Miguel de Santiago, el excelso pintor quiteño del Siglo XVII. En ellas, Pareja huye de lo que uno de los maestros contemporáneos del género, ha llamado la verdad de museo y, dentro de la línea de Tácito, Plutarco, Momsem, Michelet y, singularmente, Lyton Strachey entre los modernos, ha tratado de reconstruir vidas ilustres de su patria. Cercana la una —la del Viejo Luchador— lejana la otra —Miguel de Santiago— Pareja ha encontrado campos opuestos para desarrollar sus capacidades narrativas siguiendo la línea de posibilidad que cada una de esas vidas ofrecía. El caudillo liberal nos queda aún muy cerca: documentos escritos y documentos vivos. Las fuentes ofreciéndose al paso del biógrafo en una de las personalidades más vivas, y vivientes, de nuestra historia: el viejo compañero de armas, la familia íntima del héroe, para contar el cuento de esa vida doméstica inmaculada, casi santa. La obra realizada, hablando, defendiéndose, perfeccionándose: escuelas de música, de artes, plásticas, militar. Caminos y ferrocarriles. Enseñanza y amor, regados por las calles y los campos. ¡Viva Alfaro! aún en los muros enjalbegados, y en el grito de algún entusiasta paseante nocturno... El pintor, tan lejano. Cubierto casi siempre por la leyenda desnaturalizadora de frailecía y conventos, apenas si ofrece posibilidades de documentación, de ese tipo que exigen los bodegueros de la historia: acarreo y almacenamiento de hechos, que tienen el dudoso respaldo del «sello oficial». Pero Alfredo Pareja, con sus dones de crítico y de novelista, se aprovecha de la nota rápida, del billete familiar, del apunte y, hasta de lo que, en su tiempo, andaba en la boca de todos, para reconstruir una vida de artista, florecida a la sombra de San Agustín, principalmente, en estas breñas andinas, pobladas de escándalo eclesiástico y de pudibundería encubridora de vida orgiástica y viciosa. Que nos lo diga el virtuoso y heroico sabio colombiano Caldas... Según Guedalla, la biografía estilo antiguo «es una región que limita al norte con la verdad, al sur con la ficción, al este con el elogio póstumo y al oeste con el aburrimiento». Las dos muestras del género que nos ha dado Pareja, son una rectificación, cada una en su caso, de esa ingeniosa definición del más ilustre de los biógrafos ingleses vivos: síntesis interpretativa de figuras disímiles, en las dos ha sabido sortear las grandes dificultades que los personajes retratados y su época ofrecían: el uno por muy lejano en la historia y cercano en la sensibilidad. El otro por muy cercano en el tiempo y acaso lejano en la «historia de su alma». TESTIMONIO, EXAMEN DE CONCIENCIA, ACTO DE FE419 Alfredo Pareja Diezcanseco, tiene una significación de testimonio vivo entre todas singular y valiosa. Porque, al par que uno de los realizadores más fecundos y certeros, uno de los relatistas de más real valor en el «Grupo de Guayaquil», es junto con Gallegos Lara, el teórico severo, el analizador penetrante y valiente del caso literario ecuatoriano. Su criterio dinámico, poderoso pero al mismo tiempo 419 El nuevo relato ecuatoriano, Quito, CCE, 2da. Edición, 1958, pp. 263-270. 276 ágil y permeable puede ser seguido tanto a través de su obra de novelista, como en su elucubración polémica, en su labor de ensayo. Estamos en 1933, a los tres años de Los que se van, en el mismo año de El muelle, su gran novela inicial —su inicial de gran novela— acaso igualada pero no superada definitivamente en su vasta obra posterior y que, según Rojas, es «acaso su mejor novela». Cuando Alfredo Pareja llevaba ya cuatro años de novelista —era ya un viejo, un clásico entre el Grupo, en razón de su obra anterior, no por sus años— pues su primera novela, La casa de los locos, había asomado el año 1929; cuando el movimiento se hallaba en plena marcha, Alfredo Pareja hace, no un manifiesto a la moda de los istas parisienses, sino una especie de expresión de fe literaria, su memorial de convicciones estéticas. Y pronuncia su conferencia La dialéctica en el arte: corto, pero enjundioso ensayo, con el que Pareja trató de cohonestar su propia obra, la obra de su grupo. La intención y la dirección de esa obra. Oigamos primero la explicación del tema: «Forzosamente la creación es un resultado de contrates. En el creador, los contrates radican primero en las oposiciones ideológicas que son anteriores al acto mismo de la producción y que contienen en sí la solución sintética en la finalidad de la obra situada más allá de ella misma». Luego de fijar el sitio fundamental del contenido —de lo ideológico— Pareja hace la ubicación importante, pero adjetiva de la técnica: «Se deslinda, en la polémica y en la teoría, lo técnico de lo creador de una manera precisa, aunque se sabe que no pueden vivir separados lo uno de lo otro, que la negación de uno implica la negación de lo otro, como el día y la noche, contradictorios y necesarios para afirmarse». Y al analizar la hora del mundo, en que «la humanidad se hace más animal y más grande, más humana por tanto», mantiene la posición vital del artista, del hombre de letras: «El ambiente es de lucha, de graves antagonismos y hay que tomar partido. Quien desee el término medio, su cobardía lo llevará a ser un artista puro, un melenudo incomprendido, una caricatura de Gautier, de Musset420, de Vigny421». El mordaz sentido peyorativo de la expresión «artista puro», está diciéndonos todo el horror con que el pensamiento y la sensibilidad de la promoción literaria a que pertenece Pareja —que es la que ha hecho la novela 420 Alfred de Musset (1810-1857), escritor francés. Uno de los principales representantes del Romanticismo francés. En su poesía predomina el tono lírico y melancólico, entre su variada obra están: Rolla (1833), Las noches (1833-35), Lorenzaccio (1834). 421 Alfred de Vigny (1797-1863), escritor francés. Produjo una literatura marcada por el pesimismo lo que lo volvió una de las figuras del romanticismo. Entre sus obras están: Poemas antiguos y modernos (1822) Chatterton (1835), Daphné (1837). 277 ecuatoriana— miraba la deshumanización artística coetáneamente remozada ad usum Delphinem, por el ameno esclarecedor de ideas ajenas, José Ortega y Gasset. Pero lo que quiero destacar, como expresión de la época, es lo que en el pensamiento de Pareja hay ya, in ovo, contra la ironía y contra la ternura. Esta ironía este humorismo que hoy Rojas, especialmente la reclama a la novela ecuatoriana; y esta ternura, que le reclamo, especialmente yo. Dice, sobre el primer aspecto: «Por lo demás, hagamos obra seria. Olvidemos un tanto la ironía. Es buena la broma, pero la vida no es una broma. La sonrisa oculta». Y sobre el segundo aspecto, tiene frases despectivas como ésta: «capacidad emotiva limitada a una sensación dulzona de ternura», cosa abominable que les atribuye a quienes llama «románticos de sedimento, hiperománticos» con inmenso desdén. Lo que no excluye que para desquite mío, haya encontrado sugerencias así: «Busquemos el ritmo adecuado, menor, pequeño, íntimo, cotidiano, pero siempre veraz». […] «Lo menudo, lo menudamente trágico y cotidiano, la nota menor». Ya en 1929, en su juvenil, valiente y desafiante prólogo de su primera novela, La casa de los locos, dice: «Pero hay sueños de poeta y sangre generosa en un corazón de veintiún años. Eso es todo». AUTOCRÍTICA Quince años después, estamos en 1948. Cifra garantizadora de maduración de criterio. De madurez humana. Pausa y censura de los años, que no son bastantes para enfriar el fervor, pero sí para dar más ritmo al paso, pero sí para dar mayor seguridad al juicio. En 1948, Alfredo Pareja hace —en conferencia leída en Guayaquil y Quito con el título de Consideraciones sobre el hecho literario— el examen de conciencia de su promoción de su grupo de novelistas y relatistas. Y para ubicarse en el puesto preciso de autocrítico, declara: «Me pertenezco a esta generación, soy parte de sus faltas y no me arrepiento de las improvisaciones que de buena intención se hicieron». Ardida y vehemente es la evocación de la primera hora del relato ecuatoriano, a la que Pareja asistió como actor, y yo en calidad de espectador desde Europa, como lo cuento en este mismo libro. Y al paso de la evocación — evocación crítica, podríamos decir, a pesar de la antinomia irreverente— Pareja señala excelencias y defectos, aciertos y fallas. Lo efímero y lo durable de la obra realizada, y al final la expresión del deseo, de la gana, de que esa obra, suya de él y de todos los de la promoción fraterna, «consiga la maestría». 278 Pareja, decimos, señala aciertos y fallas, excelencias y defectos, verdad y falsedad, logro y fracaso. En este instante, nos interesa especialmente la parte negativa del balance, el pasivo del mismo: fallas, defectos. Sobre lo que ya se ha dicho, y que hemos venido examinándolo a lo largo de estos capítulos, tratando de explicarlo con interpretaciones objetivas, Pareja se detiene especialmente en ciertos aspectos, unos de forma o técnica, otros de fondo mismo, de la esencia misma de la «cosa» novelística. EL PROBLEMA TÉCNICO Sobre la manera de hacer, sobre el modo, la técnica de hacer novela, Pareja afirma: «[…] la prisa, que fue su característica parcial, contribuyó de manera decisiva a descuidar el instrumento, disimulado en la fuerza del motivo. A más, la tradición literaria no ponía a disposición ninguna forma aprovechable para semejante contenido. Y aquí sí que había una primicia creadora y, por tanto, endeble en la articulación. Tratábase también de gente joven, inexperta en el manejo de la lengua y en la arquitectura del relato. Libros de esta época hay cuyos motivos extraordinarios se escapan por inmatura condición del creador. Y después, cuando la manera se ejercitó en penosísimo trabajo, hubo formas arquitecturales bastante bien compuestas, con ausencia de motivos esenciales. Natural desequilibrio de un momento de lucha y de iniciación. Generalmente, una novela se componía después de escrito, a vuela-máquina, el primer capítulo. Aún no se sabía nada del destino del personaje: vagas consideraciones y una idea central, constituían la argumentación. Momento a momento el andamiaje crujía, y había que colocarle soportes de última hora: nunca el movimiento continuaba sosegadamente hasta el fin: para completarlo, en páginas últimas, era menester crear nuevos e imprevistos conflictos. Salvaba las obras —no nos engañemos— el aliento inflamado, la pasión y esa sabiduría intuitiva, que más pertenece al dominio de la poesía (subraya el autor de este libro) y que en tantos libros de entonces aún de hoy, resulta conmovedora. Había, pues, que aprender a escribir y a componer, no con el arrebato, sino con el cuidado de un artista que ama su obra sobre todas las cosas, con la penosa humildad que califica y enciende los misterios íntimos, desligados ya de la administración de la fama». Resulta en verdad conmovedora esta lealtad descarnada hacia la verdad del arte —hacia su verdad actual del arte— hecha por hombre de tan larga trayectoria por los caminos de la obra de ficción. Sincero, Pareja lo fue siempre: ya en el prólogo de su primera novela, tantas veces citada, cuando Pareja caminaba por el valle de los veintiún años, grita esta invocación: «Sinceridad; he aquí la palabra divina, concentradora de todas las virtudes». Este grito-promesa ha sido cumplida a todo lo largo de la vida de Pareja. La muestra más convincente es el párrafo que acabamos de transcribir. 279 La prisa, mal de juventud, que se cura con el tiempo, y acaso mal de trópico. La falta de tradición para el acoplamiento de los nuevos temas —de la nueva intención temática quizás mejor—; y como consecuencia, falta de instrumento expresivo, fallas en el darse exterior, vacilaciones en la entrega del contenido, bullente de emoción y, hay que decirlo, de tendencia. Finalmente, Pareja nos ofrece un apunte de intimidad de aquella hora juvenil e impetuosa: un poco de vanidad, producida por el éxito; éxito interior todavía—de casa adentro— hecho de ataques, diatribas y silencios; éxito exterior luego, que llegaba en forma de elogios fervorosos y al mismo tiempo, sorprendidos… Demetrio Aguilera Malta, ese otro gran sincero, me decía: me envanecí terriblemente, llegué a creerme el centro del universo, todo elogio me lo merecía y me parecía regateado menor; toda observación me desagradaba profundamente: tú, Benjamín Carrión, me hiciste una vez alguna observación… ¡Así éramos en aquellos tiempos! EL PROBLEMA DE FONDO Alfredo Pareja se detiene un tanto en lo que él llama originalidad creadora, y justicieramente ensaya la interpretación explicativa de esto, que él considera en principio, una falla excusable de la nueva literatura —principalmente novelística— ecuatoriana, y como colofón inteligente a este aspecto, afirma: «Lo original consistió en dar ubicación nativa a una orientación universal, en ese trasiego de virtudes que es la transfiguración de los motivos». No lo sigo a Pareja de buena voluntad por este camino en que él se empeña con afán, porque poca importancia concedo, en arte, al empeño de originalidad a toda costa, que ha llevado a cometer muchas barbaridades precisamente contra el arte: un tema eterno, la Venus, ha dado para que es expresaran los más variados temperamentos de las más variadas épocas, desde los griegos innominados hasta Velásquez o Canova422. Un tema eterno, el Cristo, ha dado para que se expresaran razas, mentes y sensibilidades distintas: Rembrandt o el Greco, Leonardo de Vinci o el moderno Rouault, el padre de los «expresionistas». Un tema eterno, Ifigenia, ha dado para que se nos hiciera dación de las más alejadas y dispares significaciones humanas, desde Sófocles hasta Alfonso Reyes 423. Electra ha sido tratada por Esquilo y por Eugenio O‘Neil. Pensar que casi todos los temas de Shakespeare: Hamlet, Otelo, el Mercader de Venecia, el Rey Lear, habían sido tocados por otros, contados por otros, interpretados por otros. En la esencia y médula del problema, el hombre como actor de la obra novelesca, es donde he hallado yo las deficiencias más acusadas de nuestra novelística, sobre todo la de los tiempos iniciales. Alfredo Pareja nos ofrece un 422 Antonio Canova (/1757-1822), escultor italiano. Destacado representante de la escultura neoclásica. Construyó el Mausoleo del Papa Clemente XIII, en la Basílica de San Pedro, en Roma. 423 Amigo entrañable de Benjamín Carrión, Alfonso Reyes (1889-1959), escritor mexicano, uno de los grandes humanistas de América, figura excepcional, que trabajó muy diversas disciplinas y ocupó un lugar singular en la cultura de México, con radiaciones hacia todo el mundo hispánico y, también, cosa poco frecuente, hacia el Brasil. 280 aporte de extraordinaria valía para el análisis de la cuestión, al mostrarnos el mecanismo interno de la novela ecuatoriana de los primeros tiempos, en los que se refiere a este problema sustancial. Decimos que Pareja es un testigo de excepción porque ya lo hemos dicho, él es entre los autores de ficción entre sus pares, el que más caracteres humanos ha creado. Oigámosle: «Allí estaba el hombre, desnudo, indolente, trabando sus afanes en el misterio de no entender para qué le había sido dada la presencia del cuerpo, en su comer y en su ayuntar primitivos. Sí hombre libro de la costa marina, envejecido de siglo junto al agua, parco de palabra y con mirada de acierto penetrante, su ansia la de correr por la inmensidad y la de echarse, cuando mueren las luces, para el descanso o para la procreación. Sí ―montubio‖, convertido por la naturaleza en héroe anónimo de la enfermedad, de la víbora y de la altanería, sin que la tierra le proveyese del deseo de vencer para otros fines, la tremenda violencia de la selva compensada en el entregamiento de la copla, del amorfino desafiante y dulce. Sí indio de las altas latitudes, el silencio mantiénele trunco, atado en sí mismo, en rechazo de sus propias facultades de conciencia, así de largo y tenebroso el dolor que le circunda hasta invalidar su memoria... «Así presentábase el hombre para los escritores de mi generación. Fue éste el retrato ensayado, con materiales de rabia, pero al fin y al cabo, realización pictórica, tal vez excesivamente pictórica. Porque ese hombre era más que una criatura expoliada: era complejo y no simple, era dueño y creador de sueños y no grotesca entelequia de látigo y sexo». Eso es. Allí está, primordialmente el problema: el hombre. Alguna vez he insistido en esto: nuestra novelística inicial, miró al hombre desde afuera, de frente, para hacerlo personaje. Lo «enfocó» —horrible palabrita tan en boga en la literatura periodística— es decir, en último término, que literalmente lo fotografió. Se enfoca para fotografiar. Poniéndole en pose, con ceño adusto, actitud dolorida y misérrima, pero desde la otra orilla, sin intento de meterse por dentro del personaje, sin llegar nunca a esa especia de etat second, que cree Mauriac424 indispensable para entender al hombre; él estado de trance o —siempre Dostoievski— los demonios... «Era dueño y creador de sueños», dice con expresión insuperable Alfredo Pareja. Y entonces, la novela ecuatoriana tuvo sin quererlo, el carácter de reportaje novelado, tan en boga entonces y aún hoy: información dramática y sensacional sobre el hombre que trabaja rudamente en beneficio de otros, mal pagado, mal nutrido, expuesto a la enfermedad, a la muerte. Cuyo amor es una cuotidiana función animal, a veces perturbada por la riqueza o el poder de los explotadores, que arrebatan y prostituyen a la mujer de los trabajadores, destruyendo la familia biológica formada al azar de la faena común; o que prostituyen a la hija de los trabajadores, para lanzarla luego como alimento de burdel y lenocinio. La muerte, el odio, la tristeza, la miseria, en los unos; la 424 François Mauriac (1885-1970), novelista francés galardonado con el Premio Nobel. 281 riqueza, el logro, la maldad, la lujuria inútil y ofensiva, en los otros. Negro y blanco. Malo y bueno. Como en el antiguo cinematógrafo, como en la antigua novela de aventuras... HOMBRE DE REALIZACIÓN425 [Alfredo Pareja Diezcanseco] Integra el grupo de Guayaquil, por promoción y por líneas generales de coincidencia en materia de temas y sensibilidad. Sin embargo, Pareja es un poco isla. No aparece en el libro anunciador. Los que se van... Su combate lo inicia solo, desde una barricada un tanto anárquica, en la que dice todo, de la política, del amor, de la filosofía, sin sujeción a cánones ni a preestablecimientos políticos o literarios. No es hombre de capilla. Ni casi hombre de diálogo, como lo era Joaquín Gallegos o Demetrio. Es hombre de realización, de percepción rápida y ágil de planes, para lanzarse a la inmediata ejecución de ellos. Su obra de novelista tiene, más que la de los otros de su grupo, una curva desigual. El lo confiesa, y hasta quiere desconocer sus primeros libros. Yo creo que hay —en lo general— ascenso en materia de expresión y de técnica. Pero que el arranque, la viada de novelista, están dados desde los primeros libros. Hombre de muchos libros, le hemos nombrado en el primer tomo de esta obra. Con potente pulso de trabajador, fantasía, incursiones a los temas absurdos, como aprovechamiento para hacer hablar al inconsciente. Y gran ambición de hacer mucho y grande. 425 El nuevo relato ecuatoriano, Quito, CCE, 2da. Edición, 1958, p. 517. 282 DEMETRIO AGUILERA MALTA426 Hombre de aventuras en apariencia tranquilo, judío errante con libreta de direcciones, hombre que sabe de la hora del mundo, Demetrio Aguilera Malta 427 es un varón de sueño. El poeta lírico del grupo428, en la vida y en la obra. El más tropical también: con tropicalidad calma y sonriente, como los grandes y, al parecer, casi inmóviles ríos de su tierra baja. Demetrio. Sangre liviana de hombre entrañadamente bueno y generoso. Inteligencia y fantasía poderosa, lanzadas siempre a las regiones altas, donde se hace la cosecha de estrellas. Además de sus bellos cuentos de Los que se van429, la obra literaria de Aguilera Malta es abundante y nutrida: teatro, poema, reportaje, novelado. Su carrera de novelista, en verdad, se inicia con Don Goyo, mar, río y campo de su zona caliente; cholerío y montuviada vecinos del manglar y la montaña grande, convivientes de la garza, el lagarto y el mosquito. Cuya herramienta, para abatir árboles y hombres, es el machete; y cuyo pan es la «bola de verde» y el arroz. Luego, en su andanza por tierras más afuera, nos da dos bellas crónicas noveladas, una sobre el Madrid de los hombres libres, apasionante y apasionada; y la otra Canal Zone, relato fuerte, borracho de ginebra y de ron, de pleitos de gringos y de negros, que nos recuerda a MacOrlan430. Se reintegra a su tierra; hace incursiones felices por el teatro, con Lázaro y Carbón. Nuestro gran actor cómico Ernesto Albán431, se puso serio para encarnar el personaje doloroso del pobre maestro de Colegio Secundario que tenía que vivir y beber y soñar con trescientos cincuenta sucres de sueldo mensual. Y llegamos a La Isla Virgen, acaso su obra mayor y más cabal, en cuanto a la dación de lo más saliente de las calidades características de Aguilera. Epopeya del trópico, un poco dentro de los cánones del romanticismo hugesco: maleficio, agorería, abusión, fatalismo. Y un conjunto enloquecedor que, dentro de la novelística de aventuras, nos recuerda algo de excepcionalismo se Somerset Maugham432. Y acaso, acaso Conrad. 426 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, p. 94 - 98. Reproducido en La patria en tono menor, pp. 161-163 427 Demetrio Aguilera Malta (1909-1981), escritor, dramaturgo y pintor ecuatoriano, de estilo realista y miembro del grupo de Guayaquil. Entre sus obras se cuentan Canal Zone (1935), Don Goyo (1933), ¡Madrid! (1936), La isla virgen (1943), Siete lunas y siete serpientes (1970). Hizo incursiones en la novela histórica: La caballeresa del sol (1964), El Quijote de El Dorado (1964), Un nuevo mar para el rey (1965). Escribió una novela sobre la Revolución Cubana, Una cruz en Sierra Maestra (1960), y contra las dictaduras, El secuestro del general (1973). 428 Grupo de Guayaquil, grupo de escritores ecuatorianos que cultivaron una literatura social de corte realista en la década de 1930. 429 Los que se van, cuentos del cholo y del montuvio (1930), colección de cuentos (24), de los que Aguilera Malta escribió ocho textos y otros tantos lo hicieron Joaquín Gallegos Lara y Enrique Gil Gilbert. 430 Ver nota 179. 431 Ernesto Albán (1912-1984) actor y comediante ecuatoriano. Encarnó al personaje Evaristo Corral y Chancleta, típico chulla quiteño, que a través de estampas costumbristas, realizaba una crítica social y política. 432 William Somerset Maugham (1874-1965), escritor inglés cuyas novelas y relatos se caracterizan por su gran facilidad narrativa, su sencillez estilística y una visión del mundo irónica y desencantada. 283 En el prólogo que para una próxima novela me pidió Demetrio que escribiera, digo lo siguiente433: «[…] Lo que no quiere decir que Demetrio no sea, al propio tiempo, un apasionado de la expresión clásica. Y se ha de enfurecer conmigo cuando repita que su violín de Ingres— su hobby— es ser dibujante y pintor… […] ¡Ah, sí el teatro es una cosa seria! Y así cómo se dirige al arte dramático implacablemente dominado por la atracción amedrentadora, de los abismos, que no es posible resistir. Sus primeros ensayos, Lázaro, Carbón y últimamente en los Estados Unidos, Sangre azul, nos muestran su evolución en el conocimiento de la técnica. Hoy, con una unciosa dedicación, trabaja en una obra de acción, representación y símbolo. Quede allí el anuncio impreciso y vago. Y todos esperando el santo advenimiento. Mientras eso ocurra, esta novela La cadena infinita, inaugura una nueva línea de realizaciones de Aguilera, en cuanto al tema, al ambiente, a los personajes y al proceso mismo narrativo. Conservando eso sí, la rotunda unida interna de inquietud y personalidad, y ese nexo indestructible que ata toda la obra de este novelista: el don de poesía. Y hasta para aquellos que le reclamen un desarraigo de la propia tierra, el haber situado la acción en la movilidad simbólica del mar, la respuesta está allí: el camino del mar ha sido y será la inspiración de la obra y la vida de este trotamundos de apacible apariencia., de bondad esencial, que es Demetrio Aguilera. Mar desde la playa o playa desde el mar, ha sido la obsesión perenne de este hombre litoral, de espíritu y cuerpo borrachos de horizonte, cuya aspiración extrañada es poseer un helicóptero para el dominio del aire a voluntad, después de haber poseído la canoa remera para su maraña de ríos y el barquillo de motor para cabalgar los lomos bondadosos y mansos de su Guayas. La cadena infinita ha sido precedida, en este nuevo viaje de Simbad hacia el País de la Aventura, por un bello cuento de misterio y de bruma, salido del tiempo y apenas ubicado en el espacio: ―El pirata fantasma‖, del cual, al propio tiempo que la versión novelesca, ha realizado la escenificación, el libreto teatral. Es un ancho estirarse de brazo de Demetrio, un respirar a pulmón lleno, algo así como el encuentro de un camino de reposo y de liberación a la exigencia problemática de su generación y de su grupo. Bello y emocionante relato, acción y cuento, realidad y leyenda. Y siempre, al fondo, su Guayaquil nativo, codicia de bucaneros antaño, tierra de promisión ahora. Me gusta mucho esta aventura de Demetrio hacia la ―pura novela‖. Es el ejercicio real de sus dones de relatista, sin las posibles desviaciones de la tesis o la introspección. Quiere ser narrador como lo han sido y lo serán todos los grandes novelistas, contadores del 433 Hemos tomado fragmentos del texto al que se refiere Carrión, por cuanto lo sustancial de él aparece más adelante en «Hacia la pura novela», publicado originalmente en Santa Gabriela Mistra (1956). 284 cuento eterno y móvil de la vida. Y me atrevo a afirmar que lo ha conseguido plenamente». LA VUELTA DE DEMETRIO434 No propiamente descendiendo de un helicóptero —el vehículo que realmente ama y encuentra a tono con su ansiedad de vuelo—, pero sí de un avión de la carrera, nos llega, después de largos años de ausencia, Demetrio. ¿Es preciso agregar sus apellidos, Demetrio Aguilera Malta, para que sepan ustedes a quien me refiero? ¿O que le llame, mejor, «Don Goyo», como le dicen en la intimidad sus amigos, en recuerdo del más famoso de sus personajes de ficción? Gozo cálido del diálogo, —habla, habla y habla— con fervor y planes. Castillos en el aire. Castillos en España. Eso que no está bien decido ante las gentes prácticas y «bienpensantes»: sueño. Sueño hacia afuera, proyectos, vida entera por delante. Libros que escribir, películas, piezas de teatro, viajes en helicóptero. Y todo eso, de cuando en cuando, adornado —¿adornado?— con un tarareo de canción en boga: samba, tango, pasillo o amorfino. —Benjamín el teatro es una cosa seria. Y como a cosa seria, Demetrio dedica al teatro horas enteras, días enteros de su faenar literario. Y al cinematógrafo, cosa igualmente muy seria, Y a la novela, en la cual es un verdadero maestro con la obra hasta aquí realizada. Pero para todo esto hace falta dinero. Demetrio ha descubierto, él solito, esta verdad. Pero no le sirve para nada su descubrimiento. Como para nada le sirvió esta América al pobre Cristóbal Colón. Porque Demetrio, que sabe que para todo es preciso el dinero —esto como acto de reflexión— siente también en las manos una comezón terrible para dilapidado en la acción generosa, en la obra en proyecto, en la vida. Y vive, proyecta, sueña, canta, este hombre de calidad humana extraordinaria, afirmativo, cordial, trabajador. Y muy leal en la amistad, esa cosa que está desapareciendo del mundo, sin necesidad de la bomba atómica para destruirla. Contar el cuento de su obra para el lector ecuatoriano, me parece innecesario. Demetrio, el de Don Goyo, el de La Isla Virgen, es uno de los novelistas fundamentales del Ecuador contemporáneo. Y sus obras de teatro: Lázaro, Sangre azul; sus maravillosas crónicas noveladas, Canal Zone, Madrid; sus relatos de aventuras, El pirata fantasma, La cadena infinita. Y al final lo que debió recordarse al principio: su colaboración fraterna con Joaquín Gallegos Lara y Enrique Gil Gilbert en el libro guía de la relatística montuvia: Los que se van. Vuelve a su tierra Demetrio. Con su anchura cordial, seguramente comunicará fervor a sus cofrades, los de la gran generación novelística del año 30, que han silenciado un poco, que han detenido el ritmo inicial de su producción artística que conquistó para el Ecuador situación de primer plano entre los países americanos. Y vuelve, yo lo espero, basado en nuestras largas conversaciones en 434 Letras del Ecuador, Año IX, julio-agosto de 1953, p. 1 285 Santiago de Chile, año 1948, a intervenir en la vida ciudadana, a participar, con sus grandes capacidades, en la historia y en la vida de su pueblo. A propósito, yo que creía conocer muchas cosas de Demetrio, había ignorado sus reales capacidades de orador. Fue en Chile 435, donde colaboró eficientemente conmigo, enalteciendo la obra común, que lo escuché como conferenciante y hombre de elocuencia oral. Formidable, sencillamente: fuerza emocional, contenido de ideas, sobriedad elocutiva y acción. A Demetrio fue también dirigida mi «tercera llamada». A pesar de que él ha trabajado, ha realizado; sin embargo, es necesario que vuelva al contacto de la tierra, «su» tierra. Y que la diga nuevamente en letras, como supo, en forma insuperable, decirla en Don Goyo y La isla virgen. Ese acezar de la tierra en parto de animal o de planta, ese cantar sinfónico de la montaña, ese grito de bestia en celo, ese asomarse del infierno por las ventanas aterrorizantes del maleficio o de la brujería. Y el saber del amor y del dolor humanos, confundidos, amasados con el gran amor y el gran dolor universales, que aseguran la eternidad de las especies animales, vegetales, minerales, en la corteza y en las honduras de la tierra. Todo eso lo sabe aprisionar Demetrio en su numerosa palabra literaria, todo eso es personaje de su novelística. Demetrio es dueño de un precioso don de poesía. La poesía épica de la tierra y el hombre, viviendo y muriendo, procreando y sembrando. La lucha de este pobre animal pensante, engañado por su terrible sambenito de «rey de la creación», contra la naturaleza casi siempre avara, para tener la recompensa —eso sí, bella— de un pedazo de verde en los campos, de un pedazo de azul en los cielos, de un poco de amor amoroso en la tan corta juventud, y de un poco de amor con viada hacia la muerte, cuando balbucean los hijos y —más cerca aún del viaje— cuando balbucean los nietos… Todo eso sabe expresarlo Demetrio con su numeroso don de poesía, en una prosa recia, máscula, con suaves declives hacia la dulzura, que es el valle de paz en que anhela vivir. Demetrio ha regresado. Gran noticia para los hombres de sensibilidad en nuestra tierra. Él ha sabido llevar, alta y dignamente, el nombre espiritual del Ecuador por tierras fraternales. A más de su obra, poderosa y valiosa, ha paseado su palabra y su optimismo, llevando a todas partes la buena nueva de juventud verdadera de un pueblo atormentado, pero no desesperado. De un pueblo bueno que nadie ha de convencerlo de que es malo. Él va a quedarse en su amado Guayaquil nativo. Pero debemos desearle buena suerte y la suficiente plata para comprar un helicóptero, que nos lo traiga semana tras semana, para conversar, para dialogar: esas cosas maravillosas que ya estamos olvidando. HACIA LA PURA NOVELA436 Amo el diálogo por sobre todas las cosas. Acaso demasiado. Ante una presencia humana lúcida e inquieta —par o dispar, acaso de preferencia lo segundo— me siento más ágil, más permeable al mensaje o la lección ajenas, más en capacidad de dación también, que frente a estas mudas e intimidantes hojas de 435 En 1948 Carrión se desempeña como embajador del gobierno ecuatoriano ante Chile, y Demetrio Aguilera Malta estuvo en esa misión en calidad de consejero. 436 Santa Gabriela Mistral, CCE, Quito, 1956. pp. 289-302. 286 papel en blanco, que exigen, pero no suscitan, que imponen sin estimular. Y dentro del diálogo, escuchar o decir me gustan igualmente. Me interesa la voz humana que niega menos que la afirmativa, pero siempre despertadora de reflexión o de emoción, con sólo ser eso: voz humana. No, desde luego, la magistralizante dogmatización, la cátedra cotidiana, la agresión verbal, ni menos aún la corrosiva malhabladuría de corrillo o cenáculo, que se nutre de reputaciones y tiene, casi siempre, un estimulante común y destructor: la envidia. Detesto las capillas con pontífices, lo mismo que los atrios exteriores, en los que a cada canto de gallo se niega una vez. Es el diálogo, la plática, el coloquio. Tiene una estirpe ilustre y fecunda esta manera de darse la inteligencia humana: Sócrates437 en los mercados, el Jardín de Academos438, los caminos de Galilea, el pórtico de Marta y de María. El Evangelio me dice más y me persuade, porque es obra de coloquio: en aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos… ¿No ven? La hoja blanca es funesta, y al hombre más simple lo pone en el declive de la prédica. Y como estaba amenazando discurso —tan peligroso y fatal como cuando amenaza tormenta— debo cortar estas palabras iniciales, para decirlo de una vez: es de un diálogo de años con Aguilera Malta —reanudado en una tarde de Santiago— que surgió en él la intención y la sugerencia de estas líneas. Este Demetrio Aguilera Malta para quien la palabra entrecruzada, cambiada o simplemente escuchada, es una necesidad esencial, una nourriture terrestre439. Con sólo una condición; que sea la buena palabra humana, que interroga o contesta, pero con amor, con capacidad fecundante: la buena palabra. Este Demetrio que en veces habla solo, pero no en monólogo, sino en coloquio; y para quien eso de «monodiálogo» inventado por Unamuno, le viene justo. Y que cuando no habla, canta, tararea. Para estar de buenas con Demetrio hay que hablar, proponer, sugerir. Una empresa del espíritu o una aventura; una conquista de amor o un negocio fantástico, en cuya punta se ve centellear el millón inicial… Con Demetrio, en suma, hay que hacer rendir beneficio o maleficio a la máquina de la inteligencia. Era una tarde —si se libraron del discurso no se libran del cuento— pero así era, una tarde. Hablábamos con esa diversidad temática que comunica Demetrio a toda conversación con él. Cortándolo todo con exclamaciones nostálgicas, en blanco sus ojos verdiazules: «¡Ah, el teatro!, ¡el teatro es una cosa seria!» Y en seguida: «¡Ah, México! ¡México no es un país, es una pasión, una enfermedad!» y luego, a continuación, sin que la cosa tenga remedio, con ancha voz de barítono — de no muy buen timbre, desgraciadamente— los compases de alguna canción mexicana: «Y si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar…» En aquella charla de esta tarde chilena la cuestión literaria se impuso: hombres, nombres, libros, direcciones actuales de la sensibilidad y de la 437 Sócrates (c. 470-c. 399 a.C.), filósofo griego, considerado el fundador de la filosofía moral o axiología, que ha tenido gran peso en la posterior historia de la filosofía occidental por su influencia sobre Platón. 438 Originaria de la antigua Grecia, la academia era un jardín público a las afueras de Atenas, cuyo propietario era Academo, habitante del Ática, que donó estos jardines al pueblo ateniense. 439 Alimento terrestre, seguramente Carrión lo relaciona al libro de André Gide, que lleva ese título. 287 inteligencia. Y todos esos afluentes a desembocar en el tema literario máximo, en el mar océano: la novela. Vasto tema que comprende todas las posibilidades de coloquio. Un nombre de libro, la declaración de preferencias y, naturalmente, el planteamiento del problema de la novela contemporánea, singularmente en América. Entonces Demetrio, con esa capacidad propia de los descubridores y de los poetas —es una redundancia intencional, porque el segundo de los valores humanos nombrados ya comprende al primero— me pidió que algo de lo que dijera yo esa tarde al correr de los minutos cordiales, lo escribiera, «lo sacara en limpio», para que sirviera de liminar o prólogo de su novela en horno, y cuyo nombre no está fijado todavía. «Esto de bautizar las novelas es una cosa seria», agregó Demetrio. Dije... Bueno, debo haber dicho muchas cosas banales, acotación y réplica corrientes, lo de siempre. Y Demetrio, con su voz apretada, y caliente, iluminada de luz de ojos, me reitera el pedido: «Benjamín, eso que has dicho ahora es una cosa seria». La novela es la máxima empresa del hacer literario contemporáneo. Y es, acaso, la máxima aventura del espíritu, a la vez. Su gran antecesor, por dentro y por fuera, es La Odisea. Como empresa de cuento y como aventura de aventuras. De allí arranca la estirpe de la novela de siempre, para la inteligencia de Occidente. En el cercano Oriente, allí está esa gran novela, El Éxodo, que comienza: «Estos son los nombres de los hijos de Israel que entraron en Egipto con Jacob…» y luego, como en una velada con abuela que cuenta y niños que escuchan, continúa: «Salió después de esto un hombre de la casa de Leví, y tomó mujer de su linaje; la cual concibió y parió un hijo, y viéndolo que era hermoso lo tuvo escondido tres meses; pero no pudiendo ya ocultarlo, tomó una cestilla de juncos y la calafateó con betún y pez, y puso dentro al niño y lo abandonó en un carrizal a la orilla del río». (El Éxodo, II, 1, 2, 3). En el Oriente grande, más allá de la patria de Simbad, el Mahabharata, el Ramayana, son los abuelos de barba blanca de la novela actual. He querido hacer este recuerdo genealógico deliberadamente, al hablar de una obra, de la obra de Demetrio Aguilera Malta. Porque en ciertos momentos de la vida literaria americana —y desde ciertas capillas— se ha querido lanzar el anatema de infraliterario al relato de aventura, a la novela principalmente argumental en la que «pasa algo». Y los ataques han sido lanzados desde distintas posiciones, desde distintos ángulos de crítica y creación, pero principalmente por los mantenedores de la novela de tesis o de lucha social, y por los mantenedores de la novela de aventura interior, de entrega inmediata del fluir de la vida, a través del testimonio individual, expresado con la ambición inmediata de darlo a medida que surge —sueño, soledad, disparate— o como hallazgo en los subfondos de la memoria. Al revés de aquel espectador ingenuo del Otelo de Shakespeare, que se indignaba —a medida del correr del diálogo— con algunos de los personajes, para terminar dándoles la razón a todos; yo comenzaré poniéndome de acuerdo en mucho con los mantenedores de una dirección, ésta o aquélla, de la realización artística, principalmente en la novela; para luego observarles algo, mucho: su posición excluyente, exclusivista. Y luego, en nombre de mi maestro Pero Grullo, pedirles una cosa: si quieren hacer novela, hagan ante todo, novela. Ni ensayo, ni confesión, ni sueño, ni memoria íntima, con el nombre de novela. 288 La novela como modo de acción, como herramienta de construcción de una sociedad mejor, de un mejor vivir humano, como arma de lucha, ofensiva o defensiva; la novela que cumple una función, que es el aporte del trabajador de la inteligencia al esclarecimiento de los problemas de su época; la novela que trata de poner carne humana al esqueleto estadístico y hacer correr sangre de hombres por entre los esquemas numéricos, y entonces se llama la novela del carbón, la novela del trigo, la novela de la máquina… Esa novela, cuando es buena —otra vez Pero Grullo—, claro está que puede asumir, y ha asumido muchas veces, alta categoría de realización artística. Y se ha instalado, con plenitud de derechos, dentro del género de la novela literaria. Novela con problemática social, claro está, es novela y de la más ancha denominación. Pero —y allí está mi demanda contra la exclusividad—, no sólo ella es novela. Acaso el paradigma de ese tipo de novela, nos lo ofrezca nada menos que el Quijote: sólo que la genialidad de la creación superó a lo circunstancial del propósito, a la pequeñez intencional: combatir los libros de caballerías con el mejor de todos ellos. A este tipo de novela —la llamada novela social— lo menos que puede exigírsele, además de lo mucho ya exigido, es que no deje al descubierto su intento de alegato, de cartel o de tratado; que no se inferiorice artísticamente dándose la apariencia de ser obra de encargo, de directiva, de esas que se discuten en sesiones de comités de partido. La novela, la literatura en general, que asume esa apariencia, ni siquiera realiza su intención esencial: de ser propagadora de una ideología, de un cartel de combate, de una edificación social. Porque las gentes a quienes pretende llegar, los prosélitos que quiere atraer, se defienden ante el claro anuncio del lazo tendido, ante la evidente actitud adoctrinadora. En cambio cuando, teniendo médula intencional, sirve un propósito humano sirviéndose del vehículo artístico; cuando es primero novela, obra de arte, entonces sí cumple su fin con ancha y generosa honestidad. En suma, se puede ser un católico o un comunista que escribe novelas, y ellas trasuntan, irremediablemente, la posición del autor. Lo que no concibo es que se escriban novelas católicas o novelas comunistas. Decía, pues, que desde la barricada de la novela social, la novela de tesis — aún no existe acuerdo denominativo— se subestima la obra de aventuras, el relato argumental por serlo, algo que acaso podríamos llamar «pura novela», sin caer en eso de novela pura. Se considera intrascendente, adjetivo, el cuento de acción, en que suceden cosas, actúan personajes, se mueven objetivamente los hombres y el paisaje. Y muchas veces se emplea tal acrimonia en el ataque, que parece que el relatista de aventuras hubiera cometido poco menos que un crimen. Y sin embargo —no quiero referirme sino a los contemporáneos—, y sin embargo, Joseph Conrad… Otra línea de escritores de ficción —adversaria también de la novela social— lanza sus anatemas implacables, despectivos, desde una altura aislada e inalcansable, contra la novela de aventuras. Es la de aquellos escritores que, siguiendo acaso huellas excelsas en la literatura universal, creen que sólo vale la pena narrar la aventura interior, en la que son vehículos fundamentales los valores del inconsciente, la memoria y el sueño. Y oponen a la aventura máxima —a la mayor novela de aventuras— la Odisea, viaje interminable de la realidad y el símbolo, medido en el tiempo por el reloj del tejer y el destejer de la tela de 289 Penélope, la aventura interior de un hombre y un día, en la genial y tremenda desventura del Ulises de Joyce440. A esta orilla del espíritu se hallan situados egregios valores de la inteligencia y la sensibilidad que aúnan, acaso por exigencia temática, el empeño ahincado de perfección formal, la búsqueda a veces dolorosa de la originalidad expresiva, de la novedad técnica. Les obsede la lucha y la dominación de la imagen, el encuentro preciso de la palabra que sea capaz de entregar, sin desnaturalizarla, la profunda y aguda novela de sí mismos. Altas realizaciones de arte y de verdad, se deben a esta línea espiritual. Desde la confesión de la intimidad —luchas interiores y miserias y júbilos— que nos han dado cosas admirables como el Diario de Jules Renard; se llega, hacia atrás o hacia adelante, sin tiempo ni distancia, hacia la mística española, que se sumerge con angustia y lejana esperanza, en «la noche oscura del alma». En los tiempos modernos, Marcel Proust, el extraordinario protagonizador de la memoria, cifra única en la literatura universal, cuya capacidad de recuerdo y de expresión de recuerdo, supera todos los antecedentes. y el tormento oscuro y desolado de Kafka. Pero, ¿y Dostoievski? He allí la cuestión: aceptar la posibilidad de todos los caminos. El ruso nos está diciendo precisamente eso: yo hice, en Crimen y castigo novela policial y obra de minero o de ladrón en la caverna del interior humano. Me sumergí a los abismos en las Memorias del subsuelo. Di la mejor historia clínica del «aura» epiléptica en esa autobiografía sublimada de Cristo-Dostoievski que se llama El idiota. Y la aventura exterior de Dimitri, y la horrenda aventura interior de Iván Karamazov… Esta es la cosa: arte, verdad, genio o talento. Verdad de la mentira. Y poder. Que quienes no puedan hacer, no hagan. Sin capacidad de creación y de expresión se transitarán mal todas las rutas. Y menos resisten la debilidad, la falta de poder, aquellos tipos de novelas que, como las historias de almas, son más exigentes en el sentido de la hondura de la penetración. La novela, domine en ella la técnica objetiva o la subjetiva, edifica su estructura con material humano. Es el hombre esencial —nacimiento, vida, procreación y muerte— el actor necesario del relato novelado. En torno a ese pasar eterno del personaje hombre, de su actitud en la vida y frente a la vida, se construye la trama novelesca. Su pasión, su disparate, su sueño, sus luchas y su júbilo. Y es entonces para condicionarlo, para ofrecer al hombre un escenario, que asoman los otros personajes primordiales: tierra, paisaje, clima, ambiente de convivencia histórica, tiempo. Factores unos de permanencia y otros de actualidad. Problemática del hombre eterno, la especie; problemática del hombre histórico, las generaciones en el tiempo. Es entonces allí donde encontramos la más ardua y peligrosa fuente de descaminamiento para el relato de aconteceres humanos: la posibilidad de involucrar las apariencias de permanencia con la verdad efectiva de lo transitorio; dando a la circunstancia, al modo, a lo pasajero, categoría permanente, dominadora; olvidando lo que tiene de renovable, de móvil, de actual. Eso explica la poca durabilidad de ciertas creaciones de ficción que, concediendo capital 440 James Joyce (1882-1941), novelista y poeta irlandés cuya agudeza psicológica e innovadoras técnicas literarias expresadas en su novela épica Ulises le convierten en uno de los escritores más importantes del siglo XX. 290 importancia a la moda —y no sólo a la moda, sino a expresiones ambientales de valor provisional— han obtenido éxitos espectaculares a la hora de su aparición, pero no han tenido sustancia humana capaz de sostenerlas a través del tiempo. No desestimo la importancia de lo actual, ni menos creo en la engolada y vacua expresión: «hay que escribir para la eternidad». No. Pero desconfío de las rachas, de los vendavales de novelería que por temporadas se abaten sobre la cosa literaria, y que muchas veces son dignos de consideración en los iniciadores, en los pontífices, en los jefes, pero muy poco en los seguidores, en el rebaño zaguero. Quizás el caso más claro de jefatura sin secuaces valederos, es la que actualmente ejerce el gran filósofo y, sobre todo, gran escritor, Jean-Paul Sartre441. Más bien, frente a él, está asomando el primer heresiarca: Albert Camus442. La problemática humana varía con el desenvolvimiento —inclusive biológico— de la especie en la tierra. Y atribuyo singular importancia al ritmo de lo vital, con el pasar del tiempo sobre el hombre. Un enriquecimiento constante de la sensibilidad, una ampliación del conocimiento y de los medios de conocimiento, un fortalecimiento de las formas de dominio y aprovechamiento de la naturaleza, la creación siempre creciente de medios de comunicación y de acercamiento del hombre; y al mismo tiempo —junto y quizá a causa de este desarrollo de la técnica— mayores desencadenamientos de la furia de los hombres, en guerras cada vez más extendidas en la geografía y de un alcance total a categorías y edades, sin excepción alguna. De allí que las agrupaciones de tendencia similar —con nombres y teoría estética propios— que se van sucediendo en el acontecer literario, tengan plena justificación. Hay más: sean necesarias, inevitables. Combatir a los ismos es algo inconcebible y, por lo demás inútil. El ismo, desde sus ilustres antecedentes griegos hasta nuestros días —clasicismo, romanticismo, simbolismo, modernismo, suprarrealismo, existencialismo— cuando respalda a un movimiento reclamado por acercamientos y afinidades reales, y es producto de una hora humana de pensamiento y sensibilidad, es algo que no cabe combatir o negar, sino preferentemente estudiar, para tratar de desentrañar su motor y su médula. Pocas veces puede darse mayor facilidad y oportunidad de ejemplificación para el tema que consideramos, que la aparición del «Grupo de Guayaquil» — denominación ya consagrada en el continente— al que pertenece por derecho inicial, Demetrio Aguilera Malta. Tres muchachos que escriben un libro de cuentos. No es colaboración, no. Es coincidencia. Gentes que apenas llegan a los veinte años. De temperamento aparentemente disímil. Un solo barro, eso sí y un cielo y un sol engendrador es y matrices de todos: trópico, Guayaquil. Las calidades pueden diferir notablemente. Pero el denominador común expresivo y temático, nos está revelando una generación literaria de relatadores, con características tan cercanas, tan asociadoras, que Los que se van, título del libro de Gallegos Lara, Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert, da la impresión, a primera lectura, de la obra de un solo escritor. Islas del mismo archipiélago, no comunicadas antes de una manera expresa: José de la Cuadra y Alfredo Pareja Diezcanseco. Y ya está la cosa: «Cinco como un puño», según la recia expresión de uno de ellos. Grito de la tierra y del hombre en mar y selva. Río inmenso de caudal tranquilo. Fecundidad 441 Ver nota 231. Albert Camus (1913-1960), novelista, ensayista y dramaturgo francés, considerado uno de los escritores más importantes posteriores a 1945. 442 291 telúrica del trópico, generador y paridor del alacrán y de la piña. Obra de lo perdurable y de lo actual. Posibilidad de influencia del escritor sobre lo transitorio, con sólo contarlo: en este caso, la miseria del hombre indefenso ante el medio, la injusticia social, el abandono, la ignorancia. Los hombres del «Grupo de Guayaquil», han proyectado luz humana sobre una transitoriedad que ha de estudiar el sociólogo, y ha de mejorar el pueblo hecho gobierno. Como existe la línea de los creadores de un solo libro —predominante en las culturas provenientes de la cuenca del Mediterráneo: La Biblia, La Divina Comedia, El Quijote— existe también esa línea de creadores en constante búsqueda de caminos de verdad, de rutas de creación. La literatura hispanoamericana ha ofrecido frecuentes, casi habituales, manifestaciones del primer camino, ya por efectiva y real producción de un solo libro considerable, ya por el plebiscito implacable de crítica y lectores: Los de Abajo, de Azuela; María, de Jorge Isaacs; Canaan, de Graça Aranha; Doña Bárbara, de Gallegos; Don Segundo Sombra, de Güiraldes; Huasipungo, de Icaza… Puede ser que algunos de ellos —Gallegos e Icaza, por ejemplo— tengan sus Trabajos de Persiles y Segismunda443, que consideren su obra mayor. Pero no hay caso: el veredicto ha sido pronunciado y no hay cómo rebelarse. La segunda manera es también muy frecuente: escritores de obra conjunta, de ascensión muy pareja —singularmente los de origen y tradición francesa—; o de camino desigual, subidas y bajadas, ascensiones y caídas —casi siempre en los escritores de la línea inglesa, productora del genio más alto, pero más desigual de todas las literaturas: el autor de Julieta y Romeo, pasa por los descensos violentos de Tito Andrónico, Troilo y Crescida, para luego alcanzar las cumbres supremas y dispares de Hamlet y Ricardo III, escribir los Sonetos, crear El Rey Lear y, desembocando en la ancha bahía de los símbolos, darnos el Cuento de invierno o esa eternidad de eternidades que es La tempestad. En el Ecuador intelectual y escritor, se han presentado los dos casos de ensayistas, novelistas y líricos. Olmedo444 es el ejemplo cabal del primer modo: mucha obra en verso y prosa; pero su obra, ésa que se confunde con su propia persona individual, que es algo así como un agregado a su apellido, es «La Victoria de Junín», «Canto a Bolívar». En cambio, el escritor de muchos libros está representado, durante nuestra era clásica, por don Juan Montalvo 445. Y en la hora actual, ofrecemos el caso de Huasipungo446, marca indeleble y sempiterna del gran novelista que es Icaza; al mismo tiempo que el «Grupo de Guayaquil», forma en la legión de los hombres de varios libros: de la Cuadra, con una singular medida de perfección, sostenida a través de su obra; Gallegos Lara, de parva producción novelística, reducida a una novela y varios cuentos, y algunas biografías, pero abundante de obra crítica; Pareja Diezcanseco, acaso el más fecundo y polígrafo, con una decena de novelas, biografía y crítica; Enrique Gil Gilbert, transido de poesía en su obra de relato, pero alejado momentáneamente de ella; y este Demetrio Aguilera Malta, robusto de capacidades demostradas, pero que aún no ha 443 Fue la novela más querida de Miguel de Cervantes, quien ya no tuvo tiempo para hacer las últimas correcciones en un texto no del todo acabado y se puso a escribir el prólogo tres días antes de morir. 444 José Joaquín Olmedo (1780-1847), escritor y político ecuatoriano, presidente de la Junta de Gobierno de Guayaquil (1820-1822). 445 Juan Montalvo (1832-1889), escritor ecuatoriano, nacido en Ambato y fallecido en París. 446 La más famosa novela de Jorge Icaza Coronel (1906-1978). 292 fijado su tienda definitivamente Y vacila entre las comarcas tentadoras de la novela y el teatro. Demetrio Aguilera Malta ha transitado las más variadas rutas del relato, el teatro, el gran reportaje novelesco. Ha sido y es el hombre de varios libros. Pero su obra está en marcha actual y dinámica, de manera que toda sentencia, en este aspecto, tendrá el carácter de provisional. En todos los géneros de la ficción, sin teorizar, ha mantenido su verdad estética: en el relato, hay que contar algo, hay que interesar a las gentes en torno a una trama novelesca, de una sucesión de acontecimientos, de aventuras humanas. De una acción vital. En consecuencia, la morosa, lenta, penetrante incursión hacia sí mismo; la excavación de la mina interior, las memorias del subsuelo, no son de su predilección. Sin que esto quiera decir que haga —eso no, tampoco—novela de superficie, desentrañada, adjetiva. Él quisiera más bien, Demetrio Aguilera Malta, encontrar y desentrañar los misterios del símbolo, en esta etapa madura de su producción. Ya desde los lejanos tiempos de Los que se van —novela de unos cuentos, libro de cuentos que ya es y tiene su novela—: Demetrio dejó entrever esa posibilidad de camino, junto al dramatismo directo de Gil Gilbert y a ese como trágico y constrictor agotamiento de la angustia de Gallegos Lara. Es que el símbolo, el símbolo en letras, se expresa por acción, por relato, por aventura humana. Cuento es toda la simbólica de La Odisea —Alsinoo, Nausica, Circe, las Sirenas; toda la simbólica de la tragedia griega —Prometeo, Edipo, Ifigenia, Medea— toda la simbólica de la Biblia, en especial del Evangelio —«las vírgenes fatuas», «la oveja perdida», «el hijo pródigo»; y luego, Francesca y Paolo, Don Quijote, Ariel o el doctor Fausto… La expresión del símbolo, es la aventura humana, interior o exterior. Eso nos explica cómo Demetrio Aguilera Malta, que ama contar el hecho de los hombres, ame también las expresiones del símbolo. El entrega la aventura y el símbolo; las echa a caminar; no las explica ni teoriza. No sólo es la fluencia del diálogo lo que, en la novela y cuento de Demetrio Aguilera, nos hace entrever su acaso más segura vocación por el teatro. Es principalmente su capacidad directa de conflicto y de acción, al propio tiempo que su poca voluntad de explicación, de exégesis. Hasta el paisaje, que a veces pinta con deleite moroso como en Don Goyo y principalmente en La isla virgen, aparece como escenario y aún como personaje del conflicto. Demetrio siente ante el teatro «el sagrado temblor», una especie de amorosa pavura que lo acerca y lo aleja al mismo tiempo y que, como a los fieles de la Eucaristía, le hace decir su Domine, non sum dignus… cada vez que se acerca al ara consagrada. Novela de acción, teatro de acción: he allí los claros caminos, ya recorridos con maestría, que seguirá recorriendo Demetrio Aguilera Malta. Y los que tendrá que seguir la obra de ficción, si no quiere morir ahogada por la evasión de la realidad y de la vida. Si no quiere periclitar en lo que Wladimir Weidlé llama «literatura para hombres de letras, inhumana en su esencia y aislada del hombre». La novela seguirá siendo cuento; el cuento de nuestro espíritu, de nuestra sensibilidad; «lo propio de la novela seguirá siendo la creación de un mundo imaginario poblado de personajes vivientes», según el mismo crítico polaco; y la novela seguirá siendo novela, «par la faute de Mr. de Balzac».. 293 ITINERARIO DE UNA HAZAÑA447 En el léxico hispanoamericano existe un tópico que, por demasiado repetido, va perdiendo significado y vigencia: «Nos desconocemos los unos a los otros en América Latina». Hace algunos años, en San Juan Puerto Rico, se realizó un simposio muy amplio sobre este tema; y comprendió, en esa ocasión, a los idiomas, culturas y países de las tres Américas: la española, la inglesa y la portuguesa. Como observador, concurrió también un representante de Haití, o sea, de la lengua francesa en las Antillas. Todos reconocieron la realidad lamentable y, en valiosas intervenciones de especialistas y de observadores, se llegaron a señalar algunas de las causas y, en el aspecto positivo, a sugerir remedios. Ese desconocimiento, concretándolo a los países latinos, comprende el pasado, y el presente. La geografía, la historia; la literatura. La cultura en general. Las instituciones supranacionales: la ONU, la UNESCO y aun, aunque en pequeñísimo, ámbito, la OEA, algo han hecho para vencer ese tremendo obstáculo hacia la confraternidad, la comprensión, el amor, entre pueblos del mismo origen, el mismo idioma, la misma vertiente cultura: la greco-latina sobre bases indígenas, muy importantes en algunos casos, como en los de México y los países andinos, Ecuador, Perú, Bolivia. Pues bien: en el plano de laborar por el conocimiento y el acercamiento de nuestros pueblos, un hombre solo, un escritor enhiestamente personal, ajeno a las capillas y a las modas, Demetrio Aguilera Malta, ha emprendido, en la hazaña — estoy diciendo bien: hazaña, en el añejo sentido español de empresa extraordinaria y heroica— de escribir y editar unos Episodios Americanos —no podemos eludir el recuerdo del gran viejo Galdós, con sus extraordinarios Episodios Nacionales448—, en los que ha comenzado a contar, con precisión histórica, con documentación histórica, pero con agilidad e interés novelescos, los hechos y las vidas más gloriosas de nuestra historia continental. Con botas de siete mil leguas, Aguilera Malta se pasea por «los primeros hechos de la América precolombina, de la conquista y colonia, la independencia y la época republicana, narramos en una serie de novelas históricas». Del norte al sur, del este al oeste, allí donde el hombre y la raza han realizado un prodigio, Aguilera Malta llega con sus ojos abiertos, con sus oídos bien atentos. Escudriña, se documenta, mira gentes y paisajes y cuenta con amor o con rabia, siempre con estupor admirativo, repasa la casi siempre olvidada historia de nuestros pueblos. Eso que nos une en el pasado para proyectarnos, unidos, hacia el porvenir. Porque de estos libros de Aguilera Malta surge la visión de que somos un solo y gran pueblo, una sola y gran nación, diseminada en muchas fracciones políticas. Todo emergiendo de la gran vertiente europea, como semilla poderosa, transplantada a estas tierras poderosas de humus y de aire, sol y agua fertilizantes y maternos. 447 Raíz y camino de nuestra cultura, Cuenca, Imprenta Municipal, 1970, pp. 95-108. En este texto aparece el siguiente epígrafe: «A propósito de la serie de diez volúmenes, Episodios americanos, de Demetrio Aguilera Malta». 448 Benito Pérez Galdós (1843-1920), novelista y dramaturgo español, uno de los escritores más representativos del siglo XIX. Desde 1873 a 1912, Pérez Galdós se propuso el ambicioso proyecto de contar la historia novelada de la España desde 1807 hasta la Restauración. Son 46 novelas distribuidas en cinco series de diez obras cada una, excepto la última que quedó interrumpida y sólo tiene seis. 294 «¡Abajo la historia, viva la geografía!», lanzó como una gran verdad Eugenio D'Ors en las primeras décadas del siglo. Eso que, sin duda era un lema bueno para ser adaptado por pueblos nuevos y cuajados de savia natural, como nosotros, ha debilitado su vigencia al ver que nos marchábamos demasiado rápidamente por los caminos del descastamiento. Animales mostrencos, rex nullius. Hijos de orfelinato o de inclusa. ¿Es que nuestros padres no eran confesables? ¿Es que, en nuestra cédula de identidad, bastaba solamente con declarar nuestro lugar de origen y declararnos «hijos de padres desconocidos»? Y entonces Aguilera ha pensado en nuestros Atahuallpa y Cuauthémoc, nuestros Corteses, Pizarros, Ponces de León, nuestros Bolívar y San Martín, nuestros Morelos, Morazán… Nuestras Manuelita Sáenz y Corregidoras, nuestros Sarmiento y Martí… Ellos son nuestros antepasados y con ellos, los hombres de las grandes hazañas mitológicas: Núñez de Balboa, Magallanes, Vasco de Gama, bajo la advocación de nuestro señor don Cristóforo Colombo. . . Sí, en efecto. Por allí debemos empezar. Aunar —en término unamunesco— hacer una nuestra historia. Una sola, que a todos nos cubra y nos ampare. Que vele por nuestro acercamiento, que esclarezca nuestra mutua comprensión. Porque a nuestra América la está amenazando, desde sus más lejanos orígenes históricos, el peligro de la disgregación, basada en el desconocimiento, en la ignorancia de nuestras glorias comunes. Mussolini450, el dinámico y farsante dictador italiano resurrector del fascismo en pleno siglo XX, iluminado en muchas cosas, pero cegado en las más, tuvo la concepción sin duda estimulante y extraordinaria de querer reducir a una sola la historia de la Roma Antigua, Republicana e Imperial —desde Rómulo y Remo451 hasta la disgregación del Imperio— con la Italia del Renacimiento y la Italia un poco venida a menos en su prestigio europeo en las etapas anteriores a las dos guerras mundiales. Esa Italia que, si bien tuvo una lumbrarada de brillo en las épocas valientes del Risorgimiento452 y la Unitá, gracias a Masini, Garibaldi, Cavour y Víctor Manuel II; había caído en la etapa burlesca de Víctor Manuel III, rey de opereta que, con sus políticos mediocres, estaba llevando a la gran nación latina a los lindes históricamente inapelables de lo grotesco y lo cómico… Antes que Mussolini —mucho antes— el cristianismo tuvo el milagroso acierto de no amputar de su historia toda la gloria del Pentateuco, o sea los cinco libros de la Biblia. Y si bien hizo esa división habilísima del Antiguo y del Nuevo Testamento, atribuyéndole la responsabilidad de la Primera Parte al Padre y la responsabilidad de la Segunda Parte al Hijo, jamás amputó la historia gloriosa de uno de los pueblos más luminosos y fecundos. El genio político del cristianismo, uno de los genios políticos más extraordinarios de la historia humana, Pablo de Tarso, San Pablo, es el inspirador, el autor de ese recurso maravilloso: conservar la unidad de la Ley, y hacer descender a todos los cristianos de la pareja inicial, Adán y Eva… 449 449 Eugenio d'Ors y Rovira (1881-1954), escritor español en lengua catalana y castellana. Benito Mussolini (1883-1945), político italiano, jefe de gobierno y dictador (1922-1943), fundador del fascismo, llevó a Italia a su desastrosa intervención en la II Guerra Mundial junto al III Reich. 451 Rómulo y Remo fueron abandonados para que se ahogasen en las orillas del Tíber. Allí los encontró una loba, que se los llevó, amamantó y crió. Ya adultos, los hermanos regresaron al lugar donde habían sido abandonados y allí fundaron la ciudad de Roma. 452 Unificación italiana o Risorgimento, proceso que supuso el surgimiento, en 1861, de un reino de Italia unificado. 450 295 Y es así como el cristianismo, con ciertos malabares rituales y canónicos y la creación genial del Purgatorio y el Limbo, incorporó a su historia a los Patriarcas, los Profetas, los Jueces y los Reyes… Moisés con sus Tablas y su Sinaí, con su Piedra de Horeb y su paso del Mar Rojo, con su Sinaí y su Zarza Ardiente… Jacob, con sus Doce Tribus. Y luego David, con sus salmos; Salomón con sus Proverbios; y los Profetas, Mayores y, Menores… Y Ruth, Esther, Rebeca y a la criminal sacrosanta Judith, la de Holofernes… En los tiempos modernos, no es solo Mussolini. Alemania desde Sedán, a fines del siglo XIX, hasta la caída final en Berlín, a mediados del presente, con filósofos como Nietzche453, músicos como Richard Wagner454, intérpretes de la historia como Oswald Spengler455 y megalómanos sangrientos como Adolfo Hitler… resucitó el Anillo de los Nibelungos456, las leyendas de Lohengrin y Parsifal457, en filosofía, poesía, política, historia y música… Todo para darle una progenie gloriosa a la raza germana de los godos, los vándalos, los hunos... Nosotros, en cambio… Queremos alimentarnos Solamente de presente. De un presente transplantado, que no es siquiera nuestro. Está bien, pero muy bien, que nos incorporemos a la cultura universal, acelerando el ritmo de esa incorporación. No con el retraso de cuarenta años o más en que siempre habíamos desenvuelto la marcha de nuestra cultura. Está bien, pero muy bien, que sepamos lo que ha hecha Albert Einstein458, Sigmund Freud459, Enrico Fermi460, Linus Pauling461, Pavlov462, Ramón y Cajal463, Openheimer464, Henri Poincaré465, Bertrand Russell466, Bernardo Houssay467… 453 Nietzsche, Friedrich (1844-1900), filósofo alemán. Uno de los pensadores más importantes de la modernidad. Su filosofía basada en la preeminencia de la voluntad y de la transmutación de los valores por el superhombre, influyó a todo el siglo XX, sus obras más importantes son: El origen de la tragedia (1872), Así hablaba Zaratustra (1884), Genealogía de la moral (1887), Ecce Homo (1888). 454 Richard Wagner (1813-1883), compositor alemán. Uno de los grandes músicos del siglo XIX, explotó al máximo el cromatismo musical, rompió la simetría temporal de la melodía, e ideó u recitado dramático perfectamente coordinado con el desarrollo musical. Su fama se debe a las grandes composiciones operísticas que estructuró. Admirado y odiado por Nietzsche. 455 Oswald Spengler (1880-1936), filósofo y sociólogo alemán. Su pensamiento influenció gran parte de la primera mitad del siglo XX. Se basaba en una visión determinista y fatalista de la historia, afirmaba que cada cultura tenía su propio estilo y etapas de desarrollo y decadencia cíclicas. La decadencia del occidente (1918), es su obra capital. 456 Anillo de los Nibelungos. Tetralogía operística compuesta por Richard Wagner, basada en la epopeya germánica escrita por un anónimo juglar del siglo XII, o principios del XIII, que trata principalmente sobre el héroe Sigfrido y el pueblo de los Nibelungos, el primero muere y los segundos son aniquilados por los hunos. Con esta obra se inauguró el teatro de Bayreuth. 457 Lohengrin y Pasifal. Dos óperas de Richard Wagner, Lohengrin representada en Viena en 1860 y y Parsifal terminada en Italia en 1882. 458 Albert Einstein (1879-1955) físico alemán. Formulador de las teorías de la relatividad especial y general, a inicios del siglo XX. Sentó las bases del desarrollo de la física nuclear. Ganó el Premio Nobel de Física en 1921. 459 Sigmund Freud 1856-1939), médico y psiquiatra austríaco. Creador del psicoanálisis, teoría que establece que las experiencias traumáticas reprimidas se alojan en el inconsciente y originan los transtornos psíquicos. Entre sus obras tenemos: La interpretación de los sueños (1900), Tótem y tabú (1913), El malestar de la cultura (1939). 460 Enrico Fermi (1901-1954), físico italiano. Demostró la posibilidad de la escisión del neutrón en un protón y un electrón. Participó en la fabricación de la bomba nuclear, y construyó el primer reactor nuclear. Premio Nobel de Física en 1938. 461 Linus Pauling (1901-1994), químico estadounidense. Aplicó la mecánica cuántica a la química atómica, e investigó la estructura de las moléculas. Premio Nobel de Química en 1954 y de la Paz en 1962. 296 Está muy bien que sigamos con admiración los vuelos cósmicos y —siempre que sea para la paz—las distintas formas de disgregación nuclear. Está bien que admiremos a Proust, Joyce, Faulkner, Kafka, Bellow, Jean- Paul Sartre, Ezra Pound, Saint-John Perse, Miguel Angel Asturias, T. H. Eliot, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Juan Ramón Jiménez, Julio Cortázar, Palés Matos, Gabriela Mistral… Así, al gran azar de las nombres en la sucesión de la memoria… Pero, igualmente fundamental, para comprendernos, amarnos, sobre todo entre latinoamericanos, es recordar nuestra historia. La que se enraíza en las nieblas del mito, como las de los héroes y hazañas precolombinas, como las que transcurren en las épicas luchas de los conquistadores, de los evangelizadores. Luego, las de la «noche colonial», que no fue ni tan colonial ni tan noche, ya que durante ella canta Sor Juana Inés de la Cruz468, aboga por los indios el Padre Las Casas469, se descubren las papas y la quina, el tabaco y el maíz. Posteriormente, las contiendas por 1a emancipación, que del Norte al Sur, nos ofrecen figuras como las de Miranda, Nariño o Espejo, precursores, y los realizadores como Nina, Hidalgo470, Morelos, Morazán. Y en el Sur la figura suprema de Simón Bolívar y las de San Martín, O'Higgins, Artigas, Tiradentes, Manuelita Sáenz. . . Eso, pues. Que no somos mostrencos. Que no somos «hijos del viento», huayrapamushcas, como se dice en quechua, que no somos bastardos... Conservar y recordar nuestra Chanson de Roland, nuestro Anillo de los Nibelungos, nuestro Cantar del Mío Cid —que es además íntimamente nuestro, parte del tesoro inmarcesible de la estirpe. Eso es lo que se propone Demetrio Aguilera Malta, con Episodios Americanos, que reiteradamente nos recuerdan los Episodios Nacionales del gran viejo Galdós. Dura y ardua la empresa. Tan hazaña como las hazañas que nos va narrando, pues es como la obra de Atlante, que pone sobre sus hombres la gravidez del mundo. De un mundo: el nuestro. Aguilera Malta, pasado ya de largo el cabo de la buena esperanza del medio siglo de vida, seguramente ha medido sus fuerzas. Con humildad, pero con certidumbre. Sin jactancia, pero tampoco con inútil modestia inhibidora. Ha recorrido todos los caminos, ha gozado todos los júbilos y ha sufrido todos los 462 Iván Pavlov (1849-1936), fisiólogo ruso. Estudio los mecanismos del reflejo condicionado. Premio Nobel de Medicina en 1904. 463 Santiago Ramón y Cajal (1852.1934), neurólogo español. Utilizando el examen microscópico, explicó la transmisión del sistema nervioso, demostrando que la neuronas son células independientes y diferenciadas. Premio Nobel de Medicina en 1909. 464 Robert Oppenheimer (1904-1967), físico estadounidense que intervino en la construcción de la primera bomba atómica. 465 Henri Poincaré (1854-1912), matemático e ingeniero francés. Precursor de la teoría de la relatividad. Escribo sobre filosofía científica en El valor de la ciencia (1906). 466 Bertrand Rusell (1872-1970), filósofo inglés. Gran propulsor del renacimiento de la lógica matemática en el siglo XX.. Sus obras más nombradas son: Principios de las matemáticas (1910-13), Investigación sobre el significado y la verdad. En 1950 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. 467 Bernardo Houssay (1887-1971) médico argentino. Premio Nobel de Medicina en 1947, por su investigación del metabolismo de los glúcidos. 468 Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), autodidacta, humanista, gran poeta mexicana del virreinato de Nueva España, cuyo verdadero nombre era Juana Ramírez de Asbaje. 469 Bartolomé de Las Casas (1484-1566), fraile dominico español, cronista, teólogo, obispo de Chiapas (México) y gran defensor de los indios. 470 Miguel Hidalgo y Costilla (1753-1811), llamado el cura Hidalgo, patriota mexicano. Encabezó el «grito de Dolores», que fue el inicio la insurrección contra España. Murió fusilado tras la derrota del primer gobierno constituido. 297 dolores. El, fuerte y jocundo, está lejos del verso de Rimbaud, que para él fue la expresión suma de un milagro vital, pero que en verdad ha torcido los caminos de buena parte de nuestras juventudes latinoamericanas: Oisive jeunesse, A tout asservie, Par delicatesse, J' ai perdu ma vie. . . Vida de largo itinerario la de Aguilera Malta: tiene primero, en su tierra cálida de Guayaquil, la vocación de narrar, el reclamo del cuento. Y en una «terna de muchachos», que constituye el «Grupo de Guayaquil» —nombre por primera vez usado por mí en 1930— publica el libro Los que se van, bello ejemplo de fraternidad literaria con Gallegos Lara y Gil Gilbert y bella muestra del arte de narrar, liberado de las ataduras romanticonas que dominaban entonces la literatura ecuatoriana. Luego, naturalmente, es la novela grande, ambiciosa, en la que ha de relatar la vida y el paisaje, los hombres y las cosas de su costa poblada de cholos, como ese «cholo que se vengó», del cuento recio antologado por Seymour Menton, en su bien hecha colección El cuento hispanoamericano471. La novela grande, no como quien estira argumentos de cuento, como decía José de la Cuadra que hacen muchos. No. Aguilera Malta, que sabe relatar en ese «soneto de la narración» que es el cuento, es capaz también de concebir el plan grande para la novela. Como esos pintores que son capaces al propio tiempo de la pintura de caballete o aún la acuarela, y de la gran pintura mural: eso que pueden hacer Picasso y los grandes mexicanos. En novela Aguilera Malta ha hecho cosas definitivas como Don Goyo y La isla virgen. La gran desolación del mar, la tumultuosa compañía de la selva y entre ellas, primitivo, bravío, el montuvio guayaquileño, agobiado por la explotación brutal de los terratenientes, de los exportadores de frutas, por el clima de campos insalubres, por el hambre y la malaria, el mosquito y los saurios de los ríos mansotes pero traicioneros… Luego, es el teatro. No solamente autor, sino propulsor, animador: donde ha estado, en todos los ámbitos del continente, Demetrio ha ingresado en el aire de la farándula, para proponer, suscitar. Como autor tiene una obra si no abundante, sí expresiva de sus inquietudes que han oscilado —como todo dramaturgo de verdad— entre lo dramático y lo grotesco. Manteniendo imprecisa esa línea entre tragedia y comedia, en la que solamente la vida es verdadera maestra. Largos metrajes: La muerte es un gran negocio, Sangre azul, El pirata fantasma, No bastan los átomos. En piezas breves, de un solo acto, en las que ha tenido aciertos tan significativos como Honorarios, sobre un cuento de José de la Cuadra, el joven maestro ya desaparecido, Dientes blancos, El Tigre y otros. También Demetrio ha transitado por las difíciles veredas del cine. En ellas, el autor, el promotor, el guionista, han tenido pleno éxito. Lo que ha fallado, como siempre, es el financiero. Y más que el financiero, las finanzas. Demetrio tuvo siempre la atracción por nuestra deslumbradora historia. Porque Demetrio Aguilera Malta acaso no dejó entrever ni en el novelista, el cuentista, el dramaturgo, su verdadera línea espiritual: la épica de los deus ex 471 Seymour Menton, El cuento hispanoamericano, Máxico, Fondo de Cultura Económica, 1964. 298 machinae, de los grandes cánticos heroicos, en verso o prosa. Sino la épica en el sentido verdadero. En el sentido de posponer la subjetividad, la intimidad, el yoísmo, a las grandes movilizaciones humanas, a «los pasos del hombre» en sentido plural: todos los hombres. Esa épica que el más genial de los dramaturgos contemporáneos, Bertold 472 Brecht , ha preconizado como la única inspiración, el único móvil del hombre de estos tiempos. Como lo piensa Sartre, como lo piensa el extraordinario Dürrenmatt473… O en términos nuestros, latinoamericanos, Miguel Ángel Asturias, o Pablo Neruda, Ezequiel Martínez Estrada o José Carlos Mariátegui: épicos en el teatro, en la novela, en la poesía, en el ensayo… Para realizar su profunda epicidad, su pensar y sentir por y para los hombres, Demetrio Aguilera Malta, Demetrio andaba por esos mundos seducido por la mujer quiteña que sedujo, amó y defendió al más grande de los americanos —de las tres Américas—: Simón Bolívar. Y es con ella que inicia su hazaña, la hazaña de los Episodios Americanos, que estamos comentando. Ocho, diez, quince años, quien sabe cuántos años —porque con este Demetrio Aguilera Malta platicamos parte, en Guayaquil, en Quito, en México, en Chile, en cualquier parte—; ocho diez, quince años hace que Demetrio, al encontrarnos, nos daba noticias de Manuelita. De los nuevos hallazgos, en archivos, en libros, en leyendas orales, sobre la vida ardiente de «la divina loca», la mujer que fue fiel al héroe más que al hombre y que por el hombre y el héroe, sacrificó prestigio, posición social, «buena reputación». Al escribir el libro de Manuela, que había de titularlo con el blasón nobiliario que le concedieran en Lima, La Caballeresa del sol, surge y se consolida en el ánimo de Demetrio la intención irreversible de la hazaña: escribir un volumen dedicado a cada episodio heroico de la historia americana. Muchos volúmenes, entonces, hasta donde alcance la vida. Y desde entonces, él mismo se autocondena a esta prisión gloriosa: la novela-epopeya. Vivir entre las cruentas o incruentas —lo primero casi siempre— páginas de nuestro pasado, contando y cantando, porque a ratos es cuento y a ratos es cántico, como ocurre siempre en el caminar épico de la historia. El primer plan, está casi cumplido: Primero, la historia de Manuelita, con el nombre heráldico ya mencionado: La Caballeresa del sol. Ya publicado. Segundo: la historia del río mar, el Amazonas. Las vicisitudes de ese grupo de españoles y quiteños, que se lanzan al azar de las selvas y los ríos, al azar del desconocido absoluto y tentador, para hallar al final el océano de agua dulce, donde habitan las mujeres guerreras que pregonaba la leyenda: las Amazonas. Francisco de Orellana, el esforzado extremeño, como casi todos los grandes del descubrimiento y la conquista, es el protagonista humano en esta hazaña, en que los verdaderos personajes son el espíritu de aventura, la selva, el río. Ya publicado también. Con el españolísimo nombre de El Quijote de El Dorado. 472 Bertolt Brecht (1898-1956), poeta, director teatral y dramaturgo alemán, cuyo tratamiento original y distanciado de los temas sociales y de los experimentos revolucionarios ha influido enormemente en teatro moderno. 463 Friedrich Dürrenmatt (1921-1990), escritor suizo de obras de teatro vanguardistas y novelas policiacas existencialistas. 299 Luego, con el sugerente nombre de Un nuevo mar para el rey, la empresa digna del heroísmo griego —pero que es más, porque es heroísmo español— del descubrimiento del Océano Pacífico, por ese gigante de nuestra historia, Blasco Núñez de Balboa. Minuto máximo de la historia humana, en el que se abren anchas puertas para el viaje de los hombres, a través de rutas nuevas, con anchas y nuevas costas, nuevos países, razas y costumbres inéditas. Aguas hacia el mar y mar ancho para recibir esas aguas, con gentes para llegar y para irse. Un nuevo Mare Nostrum, al que confluyen —no como en el límpido y fecundo Mar de Ulises, el Mediterráneo —todos los hombres— de los lejanos extremos, de las variadas razas: mar para los cobrizos de América como para los amarillos de Asia y los negros de África y los mil colores de Oceanía… En estos días precisos, Demetrio tiene terminada su bella y clarinante historia de las primeras épocas de la insurgencia mexicana: La gloria se llama Morelos, corresponde al volumen, listo para entrar en prensas, en que se narra la aventura llena de heroísmo y de fe que, iniciada por el Cura de Dolores, ese Padre Hidalgo de leyenda épica y continuada por el inmenso Cura Morelos, que toma en sus manos varoniles la bandera tinta en sangre que dejara enhiesta ya e inderrochable, Don Miguel Hidalgo y Costilla. La gigantesca figura del Cura insigne, gran estadista y gran soldado, se levanta iluminada por su propia luz en este nuevo «episodio americano» de la serie concebida y ya en camino irreversible de realización, por Demetrio Aguilera Una inteligente editorial española, Guadarrama, ha comprendido el plan de Aguilera Malta y está llena de entusiasmo, realizándolo. El programa inicial, compuesto por diez títulos, de los cuales, como lo hemos dicho, cuatro están ya realizados, comprende lo siguiente: La conquista del Tahuantinsuyo. Allí se narran las vicisitudes sobrehumanas, que un puñado de españoles, mandados por otro trujillano como Cortés y Balboa, Don Francisco Pizarro, realiza hacia abajo de la Tierra Firme, atravesando el Istmo de Panamá. Dura y cruel como pocas, esta hazaña española es siniestramente grande. No tuvo, como la mexicana, los curas civilizadores y santos, como don Vasco de Quiroga, don Pedro de Gante474, el pobrecito de Dios, Motolinía475. Allá, con Pizarro el Padre Valverde, ese desasosegado e deshonesto clérigo, según la frase históricamente definidora de Cieza de León, instigó el asesinato del último de los incas, el Quiteño Atahuallpa, por lo cual «anocheció en la mitad del día». La Malinche tiene mil caras, se llama el «episodio americano» que relata la conquista de México. Hernán Cortés, el «pionero» de los aventureros de Extremadura —y de Trujillo, por más señas—es el protagonista de esta hazaña. Don Bernal Díaz del Castillo, sumo narrador, nos ha entregado la esencia, el zumo de esta gran aventura. Muchos más, incluyendo el hábil repetidor Prescott476. Aguilera nos hace más al alcance de la mano, de todas las manos y de todas las mentes, esta como las demás hazañas ibéricas en las Indias Occidentales. Y ya tiene el 474 Pedro de Gante (1486-1573), religioso franciscano español. Realizó una destacada labor pedagógica que desarrollo con los indios en México. 475 Toribio de Motolinía (¿1490-1568?), religioso franciscano e historiador español. Ejerció su apostolado en Nueva España donde defendió a los indios. 476 William H. Prescott (1796-1859) historiador norteamericano. Sus libros sobre la historia de la conquista americana son verdaderos clásicos, como: Historia de México, o Historia de la conquista del Perú., 300 material reunido para El hombre de las cinco Patrias, Morazán477 el creador de la independencia y la unidad centroamericana. No conozco el texto, que lo sé avanzado en ordenación y redacción; pero auguro que será uno de los que más bienes hagan a la reconstrucción de la gran patria, porque el extraordinario hondureño es —pena da decir1o— desconocido casi en absoluto en los países de América del Sur. Nuevamente México, en un «episodio» posterior a la independencia en el que, como figuras de nieblas, deben deambular las del desgraciado archiduque de las barbas blancas y de su consorte, «mamá Carlota» la inspiradora de corridos y «palomas». Demetrio Aguilera intitula este capítulo de la historia americana La loca de Miramar, sin duda para dar tono a la leyenda con el final trágico, y más que trágico, melancólico, de esa aventura de astrakán, cuyo verdadero protagonista, a control remoto, fue el condotiero Napoleón «el Pequeño», pero cuya figura broncínea, suprema entre todas las figuras americanas después de Bolívar y antes de Martí: Benito Juárez478. El ejército de los Andes llama Demetrio al tomo de su gran obra dedicado a la epopeya argentina. Su figura central, el héroe bondadoso y muy hombre, don José de San Martín, que después de dar libertad al Virreynato del Río de la Plata con el nombre de República Argentina, ayudó a la independencia del Perú. Esperamos ver allí la figura del cuyano, constructiva y pacífica, pero armada en guerra, buscando el encuentro con el libertador —sin adjetivos— Bolívar. Este primer proyecto, de diez volúmenes como hemos dicho, se cierra con Maestro en todas las circunstancias, o sea la trayectoria sembradora de luz que recorriera ese maestro de hombres y de pueblos, Domingo Faustino Sarmiento. Forjador de pueblos, ancho de dones y conducta, constructor y guiador. Esa la hazaña de Demetrio Aguilera Malta, su primera salida, como la que hiciera Don Quijote. Pero será seguida, de otras. Los campos de Montiel479 de la escena histórica americana son ilimitados. ¿No sería bueno que Aguilera Malta, en sus «episodios americanos», nos hablara de la vida fecunda de Abraham Lincoln480, el redentor de los esclavos, el defensor de los negros? Ya sé que en su cartera tiene notas muy prometedoras sobre Bartolomé de las Casas, el padre de los indios. Sobre la aventura increíble de Francisco de Miranda, el precursor de precursores. Y sobre el indio ecuatoriano Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo. Y sobre Antonio de Nariño, caballero andante de la libertad… Un episodio americano que le reclamamos a Demetrio es el de la vida enseñadora y heroica de Martí, el Apóstol. . . Todo eso vendrá luego: Demetrio es gran trabajador. Un asceta del trabajo. Su vida entera, ahora que ha encontrado una ancha ruta sin desvíos, está 477 Francisco Morazán (1792-1842) militara y político hondureño. Presidente de Honduras (1827-30), y de las Provincias Unidas de Centro de América (1829 y 1830-39). Gobernó dictatorialmente para mantener esta unidad federal. Conservó la presidencia de El Salvador de 1839 a 1840. En 1942 intentó restaurar la unidad centroamericana pero fue derrotado y fusilado. 478 Benito Juárez (1806-1872) político mexicano. Siendo presidente de la nación, promulgó las leyes de Reforma, donde instauró la división de poderes de la Iglesia y el Estado. Se enfrentó a Maximiliano en el intento colonial de Francia. Fue presidente en 1858, y reelegido en 1867 y 1871. 479 Los campos de Montiel. El campo de Montiel es una altiplanicie entre Ciudad Real y Albacete, cerca de la Mancha. Escenario de las primeras aventuras de Don Quijote de la Mancha. 480 Abraham Lincoln (1809-1865) político estadounidense. Su elección como Presidente del país en 1860 desencadenó la guerra civil (1861-1865). Proclamó la emancipación de los esclavos en 1863. Fue reelegido en 1864, y venció a los sudistas, y fue asesinado cinco días después del final de la guerra. 301 consagrada a coser, a grandes puntadas de historia, esta América nuestra, desgarrada, desconocida por sus propios hijos, pero con poderes fermentarios tan grandes, como que sabe que en ella radica la mejor esperanza del hombre. 302 EL HOMBRE HUMBERTO SALVADOR481 ¿Desacuerdo entre la obra y el hombre? Acaso sí, sobre todo en la superficie, en lo externo de hombre y obra. Porque si bien los libros de Humberto Salvador482, han llegado a todos los sitios donde se piensa y se siente, singularmente en la América Ibera, y se han filtrado por las más cerradas aduanas idiomáticas; en cambio su figura interna y externa es seguramente menos conocida, poquísimamente conocida, pues su ansia de andar los caminos del mundo no ha sido aún colmada. Algunas anécdotas: en México, un sabio profesor de Universidad me hablaba de su respeto, de su admiración científica por el «Maestro Salvador», que él conocía, el de Esquema sexual. Creía — ¡y esto en 1933!— que el grave autor de ese libro grave, había volteado todas las colinas de la concupiscencia, que la carne había en él nevado sus orgasmos, para convertirse en severo motivo de estudio y especulación. El profesor mexicano —él sí desde la escarchada cumbre de la serenidad— me hablaba de Humberto Salvador como de un posible compañero de coloquio austero, entre probetas, libracos y alambiques, en laboratorios de psiquiatría, a favor de las sombras inspiradoras de Freud, de Jung, de Adler483... Un novelista centroamericano, conocedor del Humberto Salvador de En la ciudad he perdido una novela, de Taza de té, Camarada, Trabajadores, Noviembre, se había imaginado un hombre de recias jocundidades, de machas truculencias, irrespetuoso de todos los lechos, «terror de padres y maridos»... Finalmente, un ilustre intelectual cubano, que había seguido en la lectura principalmente la tendencia revolucionaria del autor de Camarada, Trabajadores, Noviembre, me hablaba de Humberto Salvador como de un militante irreductible, agitador de masas, apóstol y líder de la Revolución Social, hombre de tribuna, de asonada, de complot y de cárcel... Humberto Salvador es un hombre de buen parecer, cuyo definido tipo rubio se explica por una no lejana ascendencia germánica. Fino, delicado, cortés: el diálogo en él se tiñe siempre de cordialidad, lejana de la controversia verbal apasionada. Siempre encuentra un campo de armonía con el interlocutor, sin debilitar el mantenimiento de sus opiniones. Es un júbilo del espíritu esta colaboración de simpatía inquieta, frente al arte, la ciencia, la política. El novelista que no retrocede ante ninguna crudeza realista de la digestión y el sexo; el escritor que no hace excepción alguna de entre las palabras del diccionario, y emplea las más rotundas, aunque proscritas del hablar «decente»; ese novelista, ese escritor, es el hombre lleno de delicadezas, que no lleva sobre su conciencia el 481 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 155-165. Humberto Salvador (1909-1982), autor de los libros de cuentos Ajedrez (1929), Taza de té (1930), La lírica resurrección (1967), Sangre en el sol (1974), Sacrificio (1978), La navaja y otros cuentos (1994), y de las novelas, En la ciudad he perdido una novela (1930), Camarada (1933), Trabajadores (1935), Noviembre (1939), La novela interrumpida (1942), Prometeo (1943), Universidad Central (1944), La fuente clara (1946), Silueta de una dama (1964), La mujer sublime (1964), La elegía del recuerdo (1966), Viaje a lo desconocido (1967), La extraña fascinación (1970), La ráfaga de angustia (1971). 483 Alfred Adler (1870-1937), psicólogo y psiquiatra austriaco, nacido en Viena y educado en su universidad. 482 303 pecado de haber causado rubor a ninguna colegiala con la expresión ambigua o el vocablo audaz. Es que Salvador no es hombre de la batalla chica. No es de los que creen que su virilidad hay que exhibirla en la punta de la mala palabra; ni de los que piensan que para ser revolucionarios hay que ser mal educados e insolentes. Le repugna la exclamación truculenta del cafetín suburbano y la infantil demostración de músculos verbales. Salvador es —él, un introspector484— un hombre transparente. Tiene en vitrina, desnudo, el mecanismo vibrante de su sensibilidad. Su vida interior, la abre de par en par al coloquio amistoso. Está, en ese sentido, indefenso. Un encuentro con Salvador nos conduce a comarcas infantiles en las que nuestro crédulo asombro seguía con entusiasmo una relación que comenzaba: «El mercader de Persia, que se hallaba en la isla, se acercó amablemente a Simbad, y después de enseñarle unos tapices, le contó su vida...». EL NOVELISTA URBANO Quito, esta villa encumbrada, luminosa y triste, quiere engañar su tedio con el chiste. Pero Quito —y creo hacer con ello su mejor elogio—, no es una ciudad pinturera ni chistosa. Su panorama agreste, montañoso, de bella catástrofe verde. Sus magníficas lluvias torrenciales. Su alejamiento de los fáciles caminos del mundo. Todo eso, y además su mestizaje humano en el que predomina lo indígena, hacen de Quito una ciudad austera, trascendente, pensativa. Una ciudad patética. Castellana como Ávila. Digna, como Toledo, de ser pintada por el Greco. Lugar de excelsitud y de contemplación. Pero las ciudades, como las mujeres, tienen su coquetería, que se expresa en veces por alardear lo que les falta. Y Quito se ha empeñado en incorporar el chiste —chascarrillo, anécdota, ocurrencia— a sus blasones. Cuando su historia está llena de eso que llamara el gran vasco «el sentimiento trágico de la vida» 485. Y su acción está llena de trascendentalismo, de lucha por la libertad y la justicia. Y su expresión artística ha sido atormentada cuando se ceñía a los temas religiosos, o de un arrobado y celestial misticismo como en la dulce Virgen de Bernardo de Legarda486. Y ha sido más atormentada aún cuando ha ido hacia otros temas: sus pintores modernos, desde la bíblica ensoñación de Mideros 487, hasta los expresadores de la verdad indígena, o los intérpretes de su panorama. Humberto Salvador es un novelista urbano, peatón de las calles de Quito, la ciudad bella en su implacable y luminosa tristeza. Actor y espectador de la tragedia que, en rictus heroico de valentía quiere resolverse, forzadamente, en risa o en sonrisa, Salvador es un hombre severo, trascendental, cuya infancia, adolescencia y juventud se han nutrido del dolor de la calle, el patio de vecinos, el suburbio. Por eso, no es permeable al chascarrillo de la «Plaza Grande», ni al decir ingenioso casi siempre lleno de crueldad. Novelista de la ciudad, en la cual 484 Por introversión. (de introverso). f. Acción y efecto de penetrar dentro de sí mismo, abstrayéndose de los sentidos. 485 Se refiere a Miguel de Unamuno. 486 Bernardo de Legarda (?-1773), escultor y pintor ecuatoriano, sus tallas están entre las más notables de la imaginería quiteña. 487 Luis Mideros, escultor (San Antonio, Ibarra 1898), especializado en monumentos públicos (Vicente Rocafuerte, Quito y México). 304 «ha perdido una novela», y en cuyas calles ha encontrado todas sus novelas de la primera época, casi toda su obra. Lleva, en verdad, un poco hacia el exceso su aversión por el humorismo. No da jamás, en su obra novelesca, un pequeñito lugar a la sonrisa: es adusto, es austero, es grave. Y en su primera época, el grito de justicia, la llamada reivindicatoria, corría demasiado visible por las páginas de sus novelas. En una de ellas, Camarada, la primera línea dice así: «Compañero: tuya es la tierra». En otra, Trabajadores, asimismo, como exergo temático, colocado en el principio y el fin de la novela, leemos: «Los trabajadores de todos los países crearemos la nueva humanidad». Ama, eso sí, con profundo amor a su ciudad enhiesta y bella. Las mejores notas de ternura son, acaso, para ella. Para la ciudad-paisaje, para la ciudad iluminada y generosa, que sin reír, es bondadosa de sol para los menesterosos. Propicia al amor, ayudadora buena de los enamorados: «La ciudad se estremecía de placer entre las manos de la luz», dice en su novela Prometeo, con expansiva voluptuosidad. EL ESCRITOR QUE ESCRIBE La mayor parte de los escritores de la «promoción 1930» —porque francamente, podemos nosotros hablar de los «hombres del 30», con igual derecho que los españoles han fijado y aislado la «generación del 98»— la mayor parte de los escritores del 30, decimos, ha sufrido un proceso de consagración de fuera para adentro. Primero, la hostilidad malera de los detentadores de la crítica; luego, y casi siempre, un silencio constrictor, cobarde, malvado, hecho de pequeña envidia purulenta e infecciosa; finalmente, el cuentagoteo del elogio, la caritativa concesión de «cierto mérito que promete buenas realizaciones futuras»… Pero, lo que ha predominado es el silencio, el desdén por las cosas del espíritu, la contenida rabia de intelectualejos incrustados en órganos de publicidad que, verdes de envidia con el éxito ajeno, cobardes para el ataque frontal, se han quedado mudos, definitivamente. Si un investigador extranjero viniere, sin información anterior y sin prejuicios, a documentarse para una historia de la literatura ecuatoriana, y para ello se dejara guiar por las colecciones de cierta prensa diaria, apostaría mucho, seguro de ganar, que no encontraría muchos nombres válidos de nuestras letras contemporáneas... En cambio, cuántos geniecillos de traspuerta y escalera de servicio encontraría, que su honradez —la del investigador extranjero— le impediría consignar, una vez confrontado el dato con la obra. Y terminaría por decir que en el Ecuador no ha habido literatura los últimos veinte años... Humberto Salvador, naturalmente, ha sido víctima de igual maltrato, signo inequívoco de su real valía. La noticia de su existencia como escritor, llegó de fuera. Pero la incomprensión doméstica, contradicha por el amplio reconocimiento de crítica extranjera, no ha mellado su pétrea resistencia de escritor de vocación. Acaso nadie más que él ha sido víctima de la incomprensión, del egoísmo, y se ha edificado a fuerza de sinceridad, de talento, de tranquila seguridad en sí mismo. Su entregamiento a la letra es integral. Contra esa vocación inconmovible, se han roto todas las embestidas minúsculas. El caso de Humberto Salvador, escotero488, sólo, es el del escritor que escribe; el caso respetable del hombre 488 Escotero, que camina a la ligera, sin llevar carga ni otra cosa que le embarace. 305 que, para obtener el breve título de escritor, ha escrito y escribe mucho y bien. Acaso el escaso poder editorial de nuestros países —excepto dos o tres— no pague lo bastante a ninguno de los escritores del continente, y entre ellos a Humberto Salvador. Sin embargo, él es un escritor profesional, por la dación casi total y exclusiva de su capacidad de trabajo a la literatura. Viene profesando, con éxito, cátedras conexas en institutos de bachillerato y en la Universidad Central; pero no es un profesor, ni menos un abogado que escribe novelas; sino un escritor que ejerce actividades intelectuales de alguna —escasa también— remuneración, para ganarse unas horas tranquilas y en paz para escribir. FORMACIÓN UNIVERSITARIA Salvador, como casi todos los intelectuales de su generación, sufrió el embrujo de lo moderno y «de avanzada». Se confundió lo «clásico» con lo «burgués». El fervor revolucionario, tan emocionante y enternecedor por sincero, llevaba a los jóvenes escritores a discusiones agudas sobre el grado revolucionario de sus manuscritos. Casi nunca una apreciación sobre la calidad artística de la obra, que era relegada a un plano secundario, vergonzante. Luis Alberto Sánchez en el prólogo —un poco magistralizante— de La Beldaca de Alfredo Pareja, hace una observación notable por precisa: «Los escritores de Guayaquil, lanzados al torbellino teórico, han perdido, muchas veces, energías en averiguar si estaban haciendo literatura marxista». Lo que puede ser aplicado, con variantes de intensidad, a casi todos los escritores de la época en el Ecuador. Esta vorágine de confusionismo —en diversos aspectos— afectó también, aunque no muy honda y duraderamente— a Humberto Salvador. Hombre de muchas lecturas, de formación universitaria regular, sabía de sus griegos, de sus romanos y sus renacentistas. Sabía de la travesía larga e ininterrumpible de la cultura; y era raíz bien profundamente sembrada en su espíritu, pudo más que deslumbramientos pasajeros. LA PIEDAD Y LA RABIA Lo que hemos dicho, lo repetimos aquí: la característica fundamental de Salvador es la de ser novelista urbano. José Rafael Pocaterra 489 fue llamado por Semprún490 «novelista de ciudades». Salvador es, en su grupo quiteño, el novelista de la ciudad. Del Quito hondo al que ha pretendido psicoanaIizar, sorprenderlo en su «monólogo interior», de acuerdo con su gran amor cada vez más agudo: la psicología profunda. Del Quito con su «Plaza Grande», sus salones pretenciosos, sus calles en las que alternan —les freres enemis— el blanco, el mestizo y el indio—; sus conversadores políticos en pleno complot y vísperas de «golpe»; la dura vida interior de sus desvalidas clases medias; su prostitución clandestina, su alcoholismo de chicha o whisky, su mendicidad, su fanatismo... Como novelista urbano, Salvador dilapida en sus páginas las dos fuentes más ricas de su emoción: la piedad y la rabia. Dando como resultado una vigorosa trascendentalidad. De ella nacen sus virtudes y sus defectos de escritor: poder 489 Escritor venezolano (1888-1955), creador de la novela urbana de su país. Jorge Semprún (1923- ), escritor y político español nacido en Madrid que, debido a su exilio en París, ha publicado más obras en francés que en su propia lengua. 490 306 comunicativo, realismo veraz, acercamiento a las fuentes esenciales de la ternura, «gana» permanente de justicia; pero al mismo tiempo, lo conduce a una cierta docencia demasiado aparente, en sus primeras novelas: Camarada, Trabajadores, que se ha ido atenuando a partir de La novela interrumpida y Prometeo; lo cual, a su vez, desemboca en situaciones un poquito faltas de naturalidad, cuya tramoya escenográfica se la ve preparada de antemano. En esto, el balzaciano Salvador, se emparienta con Zola, que es también de muy buena familia... INTROSPECCIÓN Y POESÍA Este aspecto de la trascendentalidad nos conduce al del cientificismo: es preciso recordar que, por una irrefrenable vocación, Salvador eligió como tema para su tesis de graduación universitaria —en la Facultad de Leyes— un ensayo de clarificación de conceptos sobre sexología, y que es su libro hasta hoy más difundido: Esquema sexual. El caso de influencia de la ciencia sobre el arte se ha presentado muchas veces: el caso de Zola, ya citado, pretendiendo probar, con su vasta epopeya humana, Los Rougon-Macquart, tesis biológicas de Claude Bernard491. Actualmente, el caso de Aldous Huxley, exponiendo tesis vitalistas —acaso las que Lawrence, artista supremo, no dejó al desnudo— en casi todas sus novelas, singularmente en Point counter Point; el de Aldanov492, haciendo de la química un servidor del arte. Y el más reciente de todos: el de Jean-Paul Sartre, fundando su obra literaria —novela, relato, teatro— sobre una sistematización filosófica: el existencialismo. El peligro reside en que generalmente, lo que apasiona a los artistas es la deslumbradora hipótesis científica de caracteres revolucionarios, que trae casi siempre consigo revisión de conceptos, rectificación por comprobaciones nuevas: entonces, la obra de arte fundada en esa hipótesis —o teoría en su caso— sigue su suerte y, si como en el caso de Zola, se ha producido la rectificación de la base científica, lo artístico se debilita o se cae. Salvador, justo es reconocerlo, no ha abusado de este aspecto. Su novela La fuente clara, es quizás la expresión última de su manera introspectiva, anhelosa de «meterse por dentro», de sus propios personajes, pero con un sentido nuevo, anheloso de aprehender «mayor cantidad de hombre», para sus personajes. Su admiración mayor, su devoción suprema, hasta entonces, ha sido la de Dostoievski. Admiración, pero no influencia visible. Ni como temática, ni como estructura, ni como manera. Salvador, por ejemplo, se ha gozado largo tiempo en lo banal, en desentrañar la razón de las pequeñas cosas. El buzo tremendo que es el eslavo, se tira a fondo, con los ojos insomnes, terriblemente abiertos. Con los ojos del aura epiléptica que, en El idiota, llega a las irrealidades mágicas de la profecía. LA ADVOCACIÓN DE PROUST La formación universitaria y catedrática de Humberto Salvador, le ha construido un buen acerbo de cultura. Y, sobre todo lo ha dotado de una inquietud que lo lleva a buscar información del «hacer literario» actual y asimilarla para sus 491 Claude Bernard (1813-1878), fisiólogo francés considerado fundador de la medicina experimental. Mark A. Aldanov (1882-1957), novelista ruso emigrado. Autor de la tetralogía El pensador (1923-279, sobre la Revolución Francesa, o La caverna (1936) que es una crítica a la revolución rusa. 492 307 conferencias y sus cursos. Se apasiona en veces, pero la reflexión lo lleva pronto a las rectificaciones afirmadoras de criterio. Su adjetivación verbal, eso sí, es siempre generosa, con frecuencia hiperbólica. «Inmenso, genial, maravilloso», son calificativos que Salvador prodiga con exceso. Pero se le siente la preferencia verdadera, a través de la hipérbole niveladora. Y esa, lo hemos dicho, la ha tenido permanente, sostenidamente, Dostoievski. En lo moderno, ha hecho viajes caleteros493 a través de muchas escuelas, corrientes y, más que todo, figuras de la literatura universal. Un poco de tiempo — como casi todos— los rusos. Un momento por los americanos. Mayor permanencia por los alemanes: Mann, Wassermann494, Broch. Gran deslumbramiento, no cabría decir por los ingleses en general, sino por algunos: Lawrence y, sobre todos los del idioma, James Joyce. Pero ahora sí, parece que ha echado el ancla definitivamente: su pasión por Marcel Proust, es sólo comparable a la que siente por el psicoanálisis. Que, en el fondo, no es sino una y misma pasión. Y es bajo esa advocación —quizás no precisamente esa influencia— que Salvador está escribiendo su novela lenta, hecha de la materia de recuerdo, de la clarividencia de quien busca «el tiempo perdido», para regustarlo y volverlo a vivir; novela que lleva el título de La ráfaga de angustia, expresión ya definitiva del novelista maduro que ha ensayado todos los caminos del relato, para anclar en una forma y una significación que sea la esencia, el resumen, la decantación de su poder, de su sensibilidad, de su facultad analítica, servida por sus conocimientos de psicología profunda. Esa novela que se anuncia, entrará ya dentro del signo de las novelas-río o las novelas-suma. Correrá a lo largo de más de mil páginas, lentamente elaboradas. Naturalmente, Proust. Creo yo también, con Salvador —y lo vengo creyendo desde hace más de veinte años— que el recordador de Swann, del Barón de Charlus, de Gilberte, Albertine, Bergotte; el descriptor no igualado de una agonía y la presencia de la muerte; el hombre que, como nadie, ha sabido seguir, minuto a minuto el tormento de los celos en Un amour de Swann; el ignominioso amor en la señorita de Vinteuil; la maravilla de los aubepines cuando iba por el «camino de Meseglisse»; creación de placeres en La prisionera... Creo yo también que Proust es, sin duda, un escritor genial. Acaso la figura más alta de las letras francesas, a partir de los realistas, Balzac, Flaubert, Stendhal… Pero, repito, veo muy poco la posibilidad de influencia del solitario francés —solitario cuando escritor— sobre Humberto Salvador… Ese hombre difícil en el cual les baisers sont preparés et soufferts comme des acouchements, no creo pueda tener nada de común con el menos complicado de nuestros escritores, con el hombre que, si hace páginas como ese elogio musical del verde en La fuente clara, concibe siempre los conflictos en forma trascendental, sana, sencilla. Él, un introspector, hace una literatura dolorosa, pero con el ancho dolor de los hombres, con el profundo dolor 493 Caleteros, son los viajes realizados en las embarcaciones que van tocando puerto en las calas o caletas, fuera de los puertos mayores. 494 Jakob Wassermann (1873-1934), novelista alemán. De sus numerosas novelas se destacan: El hombrecillo de los gansos (1915), Christian Wahnschaffe (1919), El caso Maurizius (1928), Gaspar Hauser (1928) y Joseph Kerkhovens dritte Existenz (La tercera existencia de Joseph Kerkhoven, 1934). 308 de la especie. No, Salvador no es capaz de construir un dolor de invernadero ni un placer inmenso con un incidente de guardarropía… EL DRAMATURGO, EL ENSAYISTA El novelista Humberto Salvador merece un estudio más amplio, que he de consagrarle algún día, como homenaje a su obra de escritor que escribe, en excelencia y extensión. Pero no hemos de olvidar que, además de novelista, y acaso con más reclamada urgencia, Salvador fue —¿es aún?— autor dramático. Por lo menos cinco obras llevadas a escena con éxito apreciable podemos acreditar a la cuenta de Salvador: Amor prohibido, Intimidades, Bajo la zarpa, El miedo de amar y Un preludio de Chopin. De ese aprendizaje, le ha quedado la fluidez de diálogo de todas las novelas de su primera época, hasta La fuente clara, en donde el procedimiento de novelistas como el Joyce del «monólogo interior», en el último capítulo de Ulises y el Marcel Proust de, sobre todo, Du coté de chez Swann, lo ha llevado ya a la lentitud introspectiva, al desacomodo de posturas humanas para verlas mejor, realizado con cámara lenta. Dentro de la línea del relato, sabe el cuentista de Ajedrez y de Taza de té, donde hallamos realizaciones acabadas de este género, que creíamos el coto cerrado de Palacio y de la Cuadra. Sandwich es, sin duda, una valiosa página que no se puede olvidar al tratarse de la relatística de Salvador. Y nos queda aún el ensayista... Las características esenciales de la obra de Humberto Salvador son, primordialmente, la ternura y su capacidad técnica para expresarla, el trascendentalismo, que se revela en su amor por la justicia, su posición firme del lado del hombre…495 No. Jamás podría Salvador hacer el elogio de la sinvergüencería elegante, de los vicios secretos, del «hombre-mujer»… Ni se podrá decir de la temática de Salvador, ni aún de la que se esboza como «nueva manera en él», en sus novelas La fuente clara y La ráfaga de angustia, lo que Gide afirma de la obra de Proust: «Ce que j'admire le plus, je crois que c'est la gratuité. Je n'en connais pas de plus inutile ni que cherche moins aprouver». Como una flor o un fruto 496 […] Una veintena de volúmenes, para un hombre de letras sudamericano, ecuatoriano en especial, es ya algo que sorprende y desconcierta. Hombre de escasos recursos, que no tenía a quien, como el folletinista francés a su editor, decir: ¿Combien par la copie?, Humberto Salvador, sin embargo, escribe infatigablemente: novela, cuento, ensayo, teatro, crónica. Novela, sobre todo. Y dándose todo cuando escribe, en lo que escribe. Transfiguración, conformación del autor a la novela que está escribiendo, «produciendo». Porque es un caso de vegetalidad el de Humberto Salvador escribiendo: nos ofrece «productos» de su 495 Desafortunadamente, ciertas desviaciones políticas, lo han llevado en los últimos años a posiciones contrarias al sentido e intención de casi toda su obra. (Nota de Carrión a la segunda edición de El nuevo relato ecuatoriano de 1958). 496 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, p. 689. 309 espíritu y su sensibilidad, tan de adentro, tan de él, que son como una flor o un fruto. Antena receptora —y emisora— de todo lo humano contemporáneo: es la Revolución, es Proust, es Joyce, es Mann. Y otra vez Proust, y Freud y sus discípulos. Veleidades de autoritarismo político, que explica por su lejano origen teutón497. Y una gran bondad de hombre, que se entristece y sufre, por lo suyo, por lo de otros, por lo de todas las gentes de este mundo. 497 Se dice del individuo de un pueblo de raza germánica que habitó antiguamente cerca de la desembocadura del Elba, en el territorio del moderno Holstein. 310 ANGEL F. ROJAS498 El grupo de relatistas de Loja tiene en su página de guarda, ejerciendo capitanía poderosa —como la ejerce en los ámbitos más anchos del país— a Pablo Palacio. De él, nos hemos ocupado largamente —no tanto como le es debido— en otras páginas de este libro. Junto a él, de cara a la esperanza y firme sobre la certidumbre, está Ángel Felicísimo Rojas499. Este novelista y cuentista, que es a la vez un gran poeta en prosa, ha incorporado al relato ecuatoriano ciertos elementos que le faltaban del todo, que estaba reclamando a gritos: una sutil, profunda, bondadosa ironía; un cuidado elegante y, al mismo tiempo fluente, del estilo, de la calidad literaria, del decoro expresivo; un poder de estremecimiento lírico —encuentros súbitos entre la verdad de la vida y la verdad de la letra— que nos deja transidos, presa de ese comunicativo estremecimiento. Y, a pesar de tratarse de un novelista, de un relatista —hombre que no alineó jamás renglones en forma de versos— al leerlo no son nombres de escritores de ficción los que se nos vienen al canto de la memoria: son nombres de poetas. De esos poetas que supieron producir el milagro emocional con los elementos más humanamente sencillos; y que hallaron, de pronto, la expresión de los inefable: Jules Renard, Charles Louis-Philippe… Ironía, ternura, buen decir, fuerza lírica. Todo esto, unido a un rico temperamento de hombre justiciero y bueno que no hace cartel, capaz de [la] comprensión universal de [las] situaciones, con poder de rabia y poder de perdón al propio tiempo. Todo esto lo vemos ya en su primer libro —libro perfectamente insuperable dentro de su hora y su significación— Banca. Libro editorialmente malogrado —como aquella Casa de cartón de Martín Adán500— y que es una sucesión poemática de emociones infantiles, de una limpidez, de una transparencia tales, que no han sido fuertes para enturbiarlas de amargura, ni la dura lucha por la vida, ni la dura vida de lucha por la justicia que Rojas ha sabido mantener siempre, tan noble y tan enhiesta. Banca, libro al que podríamos llamar «biografía de una adolescencia», ha sido escrita a cierta distancia cronológica, contra, del tiempo recordado, interpretado, re-creado. Significa dentro de nuestra literatura un aporte liberador: demuestra capacidad de contar una vida interior, lo interior de una vida. Y sobre todo, vidas niñas, vidas adolescentes, en ese período larguirucho, paliducho y desgarbado, en que caso no se sabe qué hacer con la virilidad que apunta y se define, como no sea entretenerla, «hasta mientras» con la jactancia de la masturbación que, en esa edad, no merece ser catalogada entre los vicios solitarios sino entre los más ruidosamente colectivos. Y Rojas, como si manejara flores, cuenta, entrelazadas, esas vidas muchachas, con tan fina letra, con tal 498 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 186-192. Ángel F. Rojas (1909-2003), narrador y ensayista. Autor de Banca (1940), Un idilio bobo (1946), La novela ecuatoriana (1948), El éxodo de Yangana (1949), Curipamba (1983) y El club de los Machorros (1999). 500 Martín Adán (1908-1985), seudónimo de Rafael de la Fuente, escritor peruano considerado una de las mayores figuras de la literatura peruana contemporánea 499 311 belleza de expresión, que pocas veces han podido hallarse una correspondencia más exacta, por sutilidad y verdad, entre lo referido y la manera de hacerlo: «El chico conocía ríos que aún no tiñen de azul el mapa nacional. Es Emilio, que acaba de llegar de Pósul, donde su padre es telegrafista, y platero, y viudo y desgraciado». Al leer el libro de cuentos de Rojas, Un idilio bobo, que es el nombre del primer relato, y encontrarlo tan fino, tan transido de emoción, tan perfecto en la técnica de la historia corta, recordamos la expresión sinvergüenza de José de la Cuadra, consignada en el capítulo a él dedicado, en este mismo libro: «Yo soy como los gallos». Es el comprimido íntegro de un proceso emocional. Es una especie de soneto del relato, con una perfecta, aunque no visible, graduación de efectos de sensibilidad. El primer cuento es, en verdad, una página imperecedera de antología. Una red sutil, pero de fuerza constrictora, lo aprisiona, lo domina y da en tierra con él. Sin violencias ni síncopes: con una suave amargura lacerante. [A] Un extranjero — norteamericano— a quien, sin tener a mano libros, le contaba este cuento de Rojas, visiblemente emocionado, me afirmó que lo encontraba cerca de lo genial. EL ÉXODO Próximas a editarse tiene Rojas terminadas dos novelas grandes: El exodo de Yangana501 y Curipamba. Su generosidad me ha permitido primicias de lectura, y su noble confianza no ha de ser «íntegramente» traicionada por mí. Pero la lealtad relativa que es debida en negocios literarios, no ha de impedirme que anticipe algunas consideraciones sobre Rojas novelista de novela grande, como se nos entrega en estas dos obras. El éxodo de Yangana inaugura un bello, un robusto, un caudaloso modo de novelar. Yo la llamaría simplemente, con ancha alusión evocativa, El Éxodo. Como O'Neil llama Electra a su drama contemporáneo; como Joyce llama Ulises a su epopeya de un día vulgar de hombres comunes en 1904; como Teresa de la Parra llama Ifigenia, a su bella, irónica y triste novela caraqueña… Y sin embargo, Sófocles, Homero, Eurípides, están presentes en esas modernas obras. El Éxodo, simple y grandemente. Como el grande, estremecido, desgraciado y jubiloso Lawrence, llamó a su libro La vara de Aaro…. Tras de las siete plagas, el éxodo hacia la tierra de Canaan; y entonces, el versiculario que es un censo de los hijos de Israel: «Estos son los hijos de Rubén. Hijos de Simeón: Jamuel y Jamín y Ahod y Jachín, y Soar y Saúl hijo de una Cananea…». Éxodo, VI-16 y siguientes. Y así, en el capitulo La huída de un réprobo colectivo, después que «en Palanda se oye un rumor extraño», se cuenta cómo un pueblo entero se pone en 501 Estando en prensas este libro, llegó la edición de El éxodo de Yangana, hecha por Losada, en Buenos Aires. (Nota de Carrión en la primera edición de El nuevo relato ecuatoriano). 312 marcha en busca de una tierra de promisión, dejando atrás la propia, aquella en que se ha nacido, y han nacido los padres de los padres, y se han amado y se ha sufrido y se ha pecado… Y hay un ritmo interior de verso bíblico cuando cada párrafo lleva, seguido de la historia del personaje en exilio, de su estampa y su carácter, este fraseado de letanía: «Viene don Lisandro Fierro. Vienen los hermanos Mendieta. Viene la Virgen del Higuerón. Viene Fermín López, el hombre perseguido por el fuego. Viene Josefina Luna, la más gorda de la caravana. Viene Carmen Valle, dedicada a la profesión femenina más antigua del mundo. Viene Eliseo Aliaga, el sembrador. Viene doña Francisca Aldeán, tres veces viuda. Viene Melchor Celi, vagabundo. Viene una santa: la señorita Justa». Y vienen el embustero, y el contrabandista, y el paralítico y el alcahuete, y el mendigo ciego, y las chicas honradas y las parejas de novios, y el brujo. «Vienen un muestrario acaso cabal de humanidad: un mundo comprimido y abreviado en el que están representados los vicios y las virtudes, los temperamentos y las aptitudes buenas y malas; las grandezas y miserias del hombre; la conducta, el pensamiento, la acción; el hambre, el deseo de no morir, el miedo, el odio y el amor. Vienen todas las edades humanas. Viejos, jóvenes, adultos, niños, infantes de pecho. Hombres y mujeres, belleza y fealdad; blancos, indios y mestizos; mulatos, zambos y negros; flacos y gordos; grandes y pequeños; ladrones y beatas; analfabetos y músicos; armadores de casas y sepultureros; hermosas muchachas y cuerpos deformes; borrachos y perdonavidas; curanderos y tinterillos; desequilibrados y tontos de capirote; optimistas y escépticos. Frente estrechas y frentes anchas; ojos negros, cafés, azules, verdes, color de acero; ojos alegres y brillantes; ojos sombríos; ojos oxidados por la ictericia; ojos ribeteados de rojo. Pieles lisas, arrugadas; velludas y lampiñas; frescas y cálidas; sudorosas; suaves y ásperas. Bocas desdentadas; labios gruesos, labios delgados, labios leporinos, labios rosados, pálidos, secos...». Un pueblo que, «camina y camina», como en los cuentos de la infancia, se marcha, con su bien y con su mal, hacia una nueva esperanza de agua, de vega fértil, de lugar mejor de «pan sembrar». Una pequeña humanidad que lleva in ovo todas las iluminaciones y todas las sordideces. Lleva semilla humana para continuar el decreto: seguir haciendo hombres, en amor, en miseria o en júbilo; y lleva semilla de «cosas de comer», que canta su «canción beoda»; y lleva, después de haberse hechos su justicia, la columna de fuego guiadora de su nueva esperanza. 313 Es el éxodo, la salida del pueblo elegido del dominio de los faraones, con el estigma de la sangre, con la prohibición a las parteras de bien partear a las hijas de Israel, para que se acaba la semilla mala; pero, como lo dice la Escritura: «Las mujeres Hebreas no son como las de Egipto: porque ellas saben el arte de partear, y antes que lleguemos a ellas paren». Éxodo, I, 19. Mediante el viejo —ennoblecido por Cide Hamete Benengeli502— procedimiento del manuscrito hallado, Rojas nos da un capítulo, una segunda parte bella, llena de jubilaciones503 y certidumbres buenas, con el título de «Yangana cuando era pura». No es la hora de la maldición merecida y del éxodo de los poquísimos buenos, como en Sodoma y Gomorra. Es la hora de la cruel justicia que se da un pueblo, a falta de la otra. Esa segunda parte nos muestra una isla de utopía, donde las gentes eran buenas de bondad humana, sin esa excrecencia deshumanizada de la bondad, que llaman santidad. Gentes que viven y ofrecen lugar a la esperanza de los hombres en los hombres... Y después de relatar, a «contratiempo», la última alegría de Yangana, y el sentido de solidaridad establecido por la cooperación en el castigo, Rojas justifica el lema inmortal de Lope de Vega, que sirve de exergo a la novela: «—¿Quien mató al Comendador? —Fuenteovejuna, Señor.» Y luego, en la tierra nueva, el renacer del hombre: adoraciones al vellocino de oro, ambición de mando, de venganza, de sangre… Pero, tras los montes, en una turbia amanecida de alcohol, la aurora es blanca… RELATO Y POLÉMICA Curipamba es la novela de la mina. Años de años, en la historia, la anécdota, la verdad objetiva, la leyenda oral, las minas de oro de Portovelo, han estado presentes en el comentario y en la vida de las gentes del sur del Ecuador: las provincias de El Oro y Loja. Señuelo de trabajadores, ilusión de vendedores de víveres, regocijo de gentes que allí aprendieron a decir okey, cuentos de juego y de burdel, de sífilis y tuberculosos; dureza grosera de los capataces; ron de Jamaica y hasta whisky; materia de estudio y de protesta… Todo eso es Portovelo, la Curipamba de la novela de Ángel Rojas. Todo eso la factoría minera hoy agonizante, porque la vaca fue ordeñada en demasía y sus tetas están ya improductivas y flácidas. Y eso impresionó, positivamente, en atracción primero, en presencia luego, en recuerdo después, la imaginación tan fértil de Rojas, y concibió, en trance de hombre de lucha y de jadeo ideológico, esta novela de la mina, en la que él estuvo, cuyo ambiente absorbió, cuya verdad pintoresca y dolorosa conoció de cerca. 502 Alusión a El Quijote, de Miguel de Cervantes, en donde el historiador moro Cide Hamete Benengeli aparece como primer autor de su novela, un morisco toledano es su primer traductor y el mismo Cervantes aparece ficcionalizado como segundo autor. 503 Carrión utiliza este vocablo en su tercera acepción significativa: viva alegría, júbilo. 314 Curipamba es novela de relato y polémica. Es la polémica que se vale del relato, como en los mejores tiempos de nuestra novela. A la costa, por ejemplo. Hay doctrina, pensamiento político y social, preconcepto. Hay discurso, planteamientos, tesis. Pero hay estilo, también. Con una anotación: el coraje expresivo de Rojas en esta novela. Acaso explicable, porque era la hora cumbre de la expresión más cruda, en toda la novelística nacional, y sin embargo, la pulcritud idiomática de «Rojas, el bien hablado», triunfa por entre pequeños escarceos de mala palabra, exigidos por la ambientación de situaciones. Las dos novelas de Rojas —el signo acaso de Fuenteovejuna— olvidan un poco, son acaso débiles en la tipificación, en el relieve de caracteres, porque están animadas de otro espíritu: la encarnación de abstracciones, de ideales. El personaje es la injusticia o la justicia; y para expresarlo, busca máscaras momentáneas que, en posturas complementarias, lo construyen. Es el hombre en sociedad, la masa humana la que se personaliza; más que el hombre-individuo, que sirve de encarnador de una pasión individual también. Y hay que reconocerlo: los logros de Rojas, sobre todo en El éxodo de Yangana, son verdaderamente importantes en la técnica del relato de masas: hace la descripción de la célula humana, que luego pasa a integrar al todo superior, las «seiscientas voluntades». 315 JOAQUÍN GALLEGOS LARA504 Llama viva de fervor justiciero, de militancia heroica, permanente, sin fallecimientos, por la democracia económica y social, dentro de los marcos científicos del materialismo dialéctico. Nadie más golpeado por la vida que este hombre de dolor: una trágica invalidez física frenaba los impulsos del espíritu más dinámico que haya yo conocido. Y a pesar de su cruel atadura fisiológica que amargo toda su vida, nunca hombre más generoso para alentar y aplaudir, para expresar su juicio crítico benévolo y justiciero a la vez: cuántas vocaciones jóvenes se lograron por haberse acercado a este noble maestro estimulante. Vocación lo mejor que hay en él. Pero queda aún mucho para la literatura. Su aporte de fuerza, de color, de valor narrativo a Los que se van, es fundamentalmente valioso. Y luego, recientemente pocos días antes de su muerte, la novela Las cruces sobre el agua, nos ofrece un amplio mural de la vida caliente de trópico guayaquileño, en el cual, el personaje de fondo, el motivo central, es aquella fecha dolorosa, trágica y heroica del pueblo de su tierra baja, que constituye la inicial sacrificada de los trabajadores, en los inicios de las luchas sociales ecuatorianas: el 15 de noviembre de 1922505. Novela grande y gran novela a la par; tipificación certera y valiente de las clases sociales; poesía surgente de situaciones, paisajes, caracteres, y por sobre todo, un gran calor de humanidad, una caudalosa ternura viril, que todo lo engrandece lo comprende. Sin que eso sea óbice para que se desborde una gran rabia de hombre contra la injusticia, la exaltación, la crueldad inútil, cebándose sobre la diamantina ingenuidad de un pueblo laborioso. Las calidades literarias de esta novela, su potencia expresiva, hace de ella, uno de los libros más recios y más bellos de nuestra actual literatura. Todas las veces que pasaba por Guayaquil, buscaba la presencia extraordinaria de Gallegos506 para el diálogo sobre cultura y sobre amor al hombre. En caso todos esos encuentros me leyó capítulos de sus obras en preparación. Tenía en el telar, en trabajo constante, un vasto tríptico, que él pensaba intitular Cacao. Una novela, Los guandos. No sé si llegó a terminar esas obras; de todas maneras, es un deber nuestro, del «Grupo de Guayaquil» en especial, buscar esos originales que, aunque como novelas estuvieran incompletas, vale la pena rescatarlos para presentar más cabal la figura literaria de Gallegos Lara. 504 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 91-94. Reproducido en La patria en tono menor, p. 160 505 15 de noviembre 1922. Fecha en la que se desarrolló, en Guayaquil, una marcha de trabajadores que demandaban mejoras laborales, la represión, por parte de la policía y el ejército, fue sangrienta, los cadáveres de esa masacre fueron lanzados al río Guayas. Hecho éste contado en la novela de Gallegos Lara, Las cruces en el agua. 506 Joaquín Gallegos Lara (1911-1947), narrador ecuatoriano. Fue miembro del «Grupo de Guayaquil», publicó en 1930, el libro Los que se van, junto a Aguilera Malta y E. Gil Gilbert. Político izquierdista defendía la literatura combativa y comprometida con las clases pobres del país. Su novela Las cruces sobre el agua, justamente trata de la masacre realizada el 15 de noviembre de 1922 en Guayaquil. Muchas de sus obras quedaron inéditas a su muerte, en 1952 se publicó Biografía del pueblo indio, y en 1982 Los guandos, novela que la inició Gallegos y la terminó Nela Martínez. 316 He de adelantar aquí un poco de anécdota y de mea culpa, respecto de cuanto debo a la obra y a la amistad de Joaquín Gallegos Lara, que fue siempre ancho de generosidad y franco de opinión conmigo. Distonías momentáneas de ubicación para el actuar político, que casi siempre en el Ecuador han sido motivos para distanciamientos, nunca entibiaron una amistad hecha de respeto mutuo, de leal y cercano parentesco cordial. En efecto, a la muerte de Joaquín, que constituyó un cataclismo moral para mí, pensé decir toda mi admiración, mi encendido cariño por este luchador implacable que se asentaba sobre la dolorosa escultura física de un hombre inmensa, injusta, trágicamente bueno. Pero me hallaba en alguna de mis erranzas por tierras lejanas, en la gratísima compañía de Adalberto Ortiz507, el gran novelista y gran amigo común, que me comunicó la noticia, en México. Acabo de decir injustamente bueno, porque si algún hombre tuvo derecho de ser duro, fustigador, mal, en la vida del espíritu, en la vida simplemente, ese hombre fue Joaquín Gallegos Lara, con quien la naturaleza, la vida, los hombres, los que le debían amor, respeto, fueron malos, duros, implacables. Hombre de diálogo como pocos, una visita suya a Quito, uno de mis frecuentes viajes a Guayaquil, donde él residió siempre, eran aprovechados al máximo para el cambio de impresiones sobre arte, letras, política. Cultura, en fin. Y justicia. Pero la última vez —poco tiempo antes de su muerte— no pude coincidir con su visita. Y sólo supe de ella cuando ya había regresado para su tierra. Apareció su novela Las cruces sobre el agua, en la editorial de la Casa de la Cultura que yo fundara, y cumpliendo como en muy pocas ocasiones, la misión de mis sueños: apoyar la obra actual del Ecuador actual. Y en el momento de su aparición no pude reconocerla, desafortunadamente. Y mi deber, mi obligación de decir algo serio y digno de la obra y del hombre, quedaron postergados. Sólo en largas tardes mexicanas, cuando Adalberto Ortiz me acompañaba durante una enfermedad, con sus grandes dotes de buen hermano-enfermero y mal ajedrecista, nos amargamos entrañablemente los días recordando a Joaquín. Y nos quitábamos la palabra. (En realidad, yo se la quitaba a Adalberto, y él no se defendía del atraco, con su buen corazón). El relato de un encuentro, de una charla, de una intervención del joven maestro inválido y heroico. Y en todo caso, a la punta o al medio de cada recuerdo personal, el señalamiento de una generosidad, de una buena acción de él para los otros; y el recuerdo de una deslealtad, de una mala acción de los otros contra él. Pero he de cumplir, y pronto, mi deber para con ese gran amigo que adelantó su viaje. Hoy quiero, ya, consignar mi gratitud inmensa para Joaquín Gallegos Lara por esto: entre los papeles dejados a su madre, y que ella enviara, se halla un cuadernillo terminado, listo para la imprenta: Biografía del pueblo indio, con esta dedicatoria. «A Ambrosio Lasso, jefe indio. 507 Adalberto Ortiz (1914-) novelista y poeta ecuatoriano. Inició su labor poética con Tierra, tambor y son (1945), con temática negra, luego pasó a una de tipo cotidiano e irónico en El animal herido (1961). Más, su renombre internacional lo consiguió con Juyungo (1943), novela llena de lirismo sobre un negro esmeraldeño, una mezcla efectiva de realismo con el mundo mágico que lo rodea. El negro, esta vez urbano, es el personaje de su novela El espejo y la ventana (1967). Escribió también cuento en Los contrabandistas (1945), La mala hora (1952) y La entundada (1971). 317 A Benjamín Carrión, nieto de españoles, autor de Atahuallpa508». Y en el ejemplar de su novela Las cruces sobre el agua, que no pudo hacer llegar a mis manos en vida, puso esta frase de exageración cordial, que sólo copio porque al llegar a mis manos, estaba iluminada por la muerte, y porque demuestra la generosidad de Joaquín: «A Benjamín Carrión, maestro del humanismo y de letras, gran escritor y gran luchador, con la admiración y el leal afecto fraterno de nuestra vieja amistad». 508 Atahuallpa, ensayo histórico biográfico sobre el último inca, escrita por Benjamín Carrión, y publicado en México, en la Editorial Mundial, en 1934. 318 ENRIQUE GIL GILBERT509 El más joven del grupo, apenas egresado de una escuela secundaria de Riobamba, se presentó en la colección de Los que se van, con un cuento de singular maestría: «El Malo». Si me dieran a elegir entre todos los cuentos ecuatorianos de las generaciones realistas, mi duda se plantearía irresoluble entre «Chumbote» de José de la Cuadra y «El Malo», de Enrique Gil Gilbert510. Allí se encuentra ya, prefigurada, su obra posterior: intensidad emocional, arquitectura y carpintería del relato cuidadosamente estudiadas y realizadas, casi perfectas. Y una sintonía expresiva, una adecuación de forma a fondo que lo emparejan, dentro del grupo, con José de la Cuadra. Yunga, libro de relatos cuajados de calor, confirmó las esperanzas que todos pusimos en el muchacho, en el colegial éste. Enrique Gil Gilbert que, antes de los veinte años había escrito «El Malo». Nos topamos allí con su relato que oscila entre el cuento grande y la novela corta: «El Negro Santander», donde la capacidad de caracterización (de paisajes y de tragedia) se afirman definitivamente. Luego nos dio algo bello, en realidad muy bello: Relatos de Emmanuel, de tema universal, de realización perfecta. En este libro, además de las cualidades objetivas, externas, Gil nos revela su capacidad de entrarse por los caminos del dolor interno de los hombres. Y su poder de seguir un estigma de injusticia social dolorosa, como es la situación de los hijos ilegítimos, desde la infancia hasta la madurez. Protesta y ternura, protesta acaso surgida del enternecimiento. Que nos recuerda —aunque su obra sea acaso posterior o por lo menos posteriormente conocida por nosotros— al William Saroyan511 de La Comedia Humana. Hasta allí llegó el escritor: intenso, humano, sincero, bondadoso. Porque yo creo en los libros buenos como una buena acción. Finalmente, la consagración continental y acaso universal de Enrique Gil: Nuestro pan. ¡Que viada de novela para ser cosa cierta y grande! Concepción, estructura, realización inicial, la llevan hasta el sitio de las obras maestras. Pero se siente una distonía en el final. Un cierto acomodo del escritor al militante político, con una muy clara subordinación de aquél. Es, sin duda, la gran novela de la vida campesina de la tierra baja. El paisaje y el hombre están conjugados en tal forma que constituyen una totalización ambiental insuperable. Nuestro pan es la gran novela del arroz: el pan de los hombres de esta tierra, causante del dolor y la explotación del hombre que lo siembra y lo cosecha. Nuestro pan es, sin adjetivos innecesarios, una gran novela. Verdad de literato, gran nombre adquirido a punta de trabajo. Orgullo nuestro de saber que una obra y un autor nacionales se han impuestos ante los 509 El nuevo relato ecuatoriano, Quito, CCE, 2da. Edición, 1958, pp- 98-99. Reproducido en La patria en tono menor, pp. 164-165 510 Enrique Gil Gilbert (1912-1973), narrador, autor de las novelas Relatos de Emmanuel y Nuestro pan, así como del libro de cuentos Yunga. 511 William Saroyan (1908-1981), escritor estadounidense nacido en Fresno (California). Sus primeras obras tratan de su amada familia armenia y su capacidad de alegría frente a la adversidad. Destacan el libro de relatos Mi nombre es Aram (1940) y la novela La comedia humana (1942). 319 públicos extraños512. Eso crea un deber: el de no quedarse allí, el de seguir haciendo. El de darnos nuevas y bellas cosas como Relatos de Emmanuel y Nuestro pan, Mejores que eso. (513) EL AIRÓN MÁS ALTO 514 Hombre del relato corto y la novela larga, Enrique Gil Gilbert, el más joven de la promoción de «los cinco como un puño», según su misma definitiva expresión, comprende en su temática y en su paisaje, el campo y la ciudad de su tierra caliente. Como de la Cuadra, Gil realiza el acomodo perfecto entre el asunto y la forma. Solamente que encontramos en él un mayor sentido trascendentalista y más permanentemente transido de poesía. En el cuento ha puesto el airón más alto del género con «El Malo», cuento de niños escrito por un niño. En la novela corta, sus Relatos de Emmanuel, marcan un hito de nuestra relatística que no ha sido superado. Por allí, por entre esas parvas páginas, camina algo realmente muy serio, muy hondo. ¿Por qué? Apenas podemos explicarlo, pero al leer ese relato, se nos viene a la memoria Jules Renard y su shakespeariano Poil de carotte. En la novela larga, allí está Nuestro pan que es «sin adjetivos innecesarios, una gran novela». LOS 60 AÑOS DE ENRIQUE515 ¿Ya? ¿Tan pronto? Pues sí: Enrique Gil Gilbert, el menor del «Grupo de Guayaquil», el más muchacho de «los que se van», está cumpliendo, va a cumplir, ha cumplido sesenta años… Sesenta años de hacer, de luchar, de jubilar, de sufrir, de derrotarse y derrotar, de vencer, de vivir. Sesenta años de estar, siempre, en la buena orilla, sin claudicaciones ni descaminamientos, sin lápiz en la mano para hacer los cálculos, ni una flor de margarita para deshojarla y preguntarle los cómodos caminos del buen yantar: ¿por aquí?, ¿por allí?... El intuyó primero, él supo después, los estrechos caminos de la justicia, las sendas adustas de la libertad… Dos apellidos, muchos tiros que le señalaban los caminos llanos para ir al poder, al triunfo, al enriquecimiento… El intuyó primero, él supo después… Y por esos caminos, en actitud bravía y serena supo al mismo tiempo, ha caminado derechamente hacia estos sesenta años del escritor, del luchador, del militante. Cien veces he contado el cuento de mis primeros encuentros con esta gente de Guayaquil, a mi regreso de Europa, en forma personal. Porque en forma espiritual ya ese contacto se había producido cuando recibiera en París el libro Los 512 Nuestro pan obtuvo el segundo premio en el Concurso de Novelas Inéditas Latinoamericanas convocado por la Editorial Farrar and Rinehart de Nueva York en 1940. El primer premio fue para El mundo es ancho y ajeno del peruano Ciro Alegría. 513 Nos hemos quedado esperando las tantas veces prometida ―Historia de una inmensa piel de cocodrilo‖. Gil Gilbert no tiene el derecho de callar. Los motivos invocados –militancia política- deberían ser un estímulo y un acicate. (Nota de Carrión a la edición de El nuevo relato ecuatoriano de 1958). 514 El nuevo relato ecuatoriano, Quito, CCE, 2da. Edición, 1958, p. 473. 515 Letras del Ecuador, Nº 152, Quito, agosto 1972, p. 20. 320 que se van, del que he hablado largamente en El nuevo relato ecuatoriano. Cuentos en los que la libertad expresiva, «la mala palabra heroica», como la llamaba entonces, apareció en forma caudalosa por primera vez en nuestra literatura hasta entonces pacata y llena de eufemismos que la privaban de vitalidad y de calor. El primer cuento de ese libro se titulaba «El Malo», y su autor era Enrique Gil Gilbert. Lo dije entonces y sigo firmándolo hoy: ese cuento me parece uno de los mejores que se han publicado en el Ecuador. Los conocí mucho a los tres: Gallegos Lara, Aguilera y Gil Gilbert. Se nos fue Gallegos, ese hombre ejemplar, verdadero santo de la lucha política, de la amistad y de la vida. En viajes largos y en residencia definitiva en México, se nos fue Demetrio Aguilera, ese hombre vital y extraordinario que parece haber fijado su vida fecunda de escritor —novelista, dramaturgo, cuentista— en México. En Guayaquil, el que no se ha ido, el que se ha quedado es Enrique. Su activa militancia política lo ha alejado un tanto del cultivo de la literatura. Sin embargo, nos ha dado verdaderas cumbres del relato largo como Nuestro pan, Relatos de Enmanuel, el Negro Santander, Yunga. Con Nuestro pan obtuvo una primera mención en un concurso internacional, lo que le abrió las puertas a la traducción de sus obras a idiomas extranjeros. Su militancia, si bien nos ha privado de mayor obra en el plano literario, en cambio nos ha ofrecido un ejemplo de reciedumbre humana indestructible, que pocas veces podemos contemplar en cualquiera de las orillas del pensamiento político nacional. Férreo, rectilíneo, insobornable, ahí está este Enrique Gil Gilbert, desde los quince años de edad escribiendo y luchando. Haciendo de sí mismo un paradigma de incorruptibilidad que mucha falta nos hace en todos los aspectos de la vida nacional. La Revolución tiene en él una figura transparente y acerada, incapaz de dobleces ni de entregas. Su voz se escucha siempre que en los ámbitos del mundo se produce un conflicto por la causa del hombre. Cuando se asesina a la república española, cuando se invade por Marines cualquiera de nuestros países, cuando Cuba quiere su justicia, cuando Vietnam o Corea quieren vivir en paz… y lo mismo en la vida interior de la república. Con toda su juventud a cuestas, ha llegado Enrique Gil Gilbert a sus primeros sesenta años. 321 NOVELA INTELECTUALIZADA: PEDRO JORGE VERA516 Poesía, teatro, relato. Pedro Vera517, el recién venido de su generación guayaquileña, y grávido de esa dura responsabilidad, ensaya durante su tránsito literario, varios senderos. En poesía, con su libro del título tremendo, Carteles para las paredes hambrientas, sació su sed de proclama revolucionaria: «Esto no es un poema: es un grito! es un puño! es un fusil!» El lector, convencido, se ponía de acuerdo con las rotundas opiniones del autor… Luego apareció Nuevo itinerario, donde la poesía asoma dulcemente, por los caminos de una ternura nuevecita, fragante a madrugadas, a naranjas cogidas en el árbol ajeno, a todas las bellas y buenas cosas de la poesía. Romances madrugadores dan amplia razón a la esperanza. Ya estaban quedando lejos, las llamadas carteleras. El artista, el poeta, hacían su faena en su hora, y la seguía haciendo, con lealtad, el revolucionario. El dios de la selva, anuncia su producción teatral con riqueza de dones. Pero no sigue ese camino y cuentos, muy buenos cuentos, y poemas, cada vez mejores. Hasta que un buen día nos sorprende con su novela grande Los animales puros. Novela ambiciosa de planteamiento, en cuya concepción y realización, Pedro Jorge Vera tuvo en cuenta muchos de los reparos de la crítica extranjera o nacional y de las «autocríticas» hechas a las obras de la promoción iniciadora de la novela ecuatoriana, principalmente a los «cinco como un puño». Simultáneamente a Los animales puros, publicada en Buenos Aires en 1946, aparece en México una plaquette de la Colección Lunes, con su cuento grande o novela corta La guamoteña. Lo que parecía dar a entender que hacía una entrada masiva y resuelta al relato, a la obra de ficción. Hay que confiar en ello. Novela ambiciosa, decíamos, Los animales puros. Con el trasfondo del anhelar, y el vacilar, y el soñar de una generación de hombres, en los dinteles de una nueva concepción del mundo, Vera trata de hacer una novela ambientada en el bullir confuso de intenciones de su ciudad nativa, cálida de clima y cálida de acción. Novela con gentes que andan por allí. Con gentes de verdad. Complicadas de literatura y de política. Seguros de su responsabilidad patética de componer el mundo. Convencidas del poder milagroso del diálogo entre amigos, para la obra de enderezar los destinos del hombre y de la vida. Los animales puros, no es ya la novela de aliento primitivo a que nos habían acostumbrado muchos de los primeros novelistas del Ecuador contemporáneo. Es 516 El nuevo relato ecuatoriano, Quito, CCE, 2da. Edicón, 1958, pp. 201-204 Pedro Jorge Vera (1914-1999), Fundó las revistas Mañana, junto con Benjamín Carrión y Rodrigo Cabezas, y Ecuador, en 1970. Editor y colaborador de publicaciones como La Calle y El Diario del Ecuador. 517 322 novela con lectura y escritura. Y Jaime Ibáñez518 acaso tenga razón cuando afirma que es la novela de un intelectual. Una novela intelectualizada. En que además del dramatismo del choque de pasiones, se plantea el dramatismo del choque de concepciones, de ideas, de ideales. Un tipo de novela que, además de los alemanes Wassermann y Hermann Broch, han realizado los novelistas ingleses a partir de la primera conflagración mundial: el genial, mesiánico D. H. Lawrence, autor de su propia receta para arreglar el mundo; y el formular e inteligente, analista y cientista Aldous Huxley. Novelas como La vara de Aaron, Kanguro y Contrapunto, inauguran o afirman una manera de novela en la que se hace argumento con el debatir de los conceptos, con el comercio de las ideas, con el apasionado modo de ver las cosas de la inteligencia. Eso había de llegar al máximo con novelas como Los hombres de buena voluntad, de Jules Romains, en que la angustia contemporánea por hallar un camino, por «buscar una iglesia», asume caracteres de patetismo sumo. En Los animales puros hay un real y a veces logrado empeño de meterse por dentro de los personajes. Ya no es la novela-fotografía, que enfoca y dispara el clic del obturador. Ya no es la novela de las cosas vistas desde la otra orilla. Por ejemplo, el protagonista, David Caballero, un pobre Hamlet conceptualista y elucubrador, constituye un gran esfuerzo de tipificación característica, visto por dentro y por fuera. Y la desoladora angustia de Luis Rojas, el líder «incorruptible», el pequeño Robespierre de ese grupo inconexo de revolucionarios infantiles, por haber sacrificado a su amigo Mote, en un frenético acceso de pureza revolucionaria, es medularmente romántico, de tipo lamartiniano o huguesco: el capítulo «Tempestad bajo un cráneo», de Los miserables, nos plantea crisis de exaltación y fenómenos semejantes. Y aún más, la trágica coincidencia de que la prostituta a la que tiene que recurrir ese «puro animal», que es a veces el revolucionario puro Luis Rojas, sea precisamente la hermanita medio tísica del amigo entrañable que se suicidara por su culpa, nos da un poco la impresión algo caricatural —de caricatura seria, si se quiere— del momento, del ambiente, del personal del drama... Además del poder introspectivo y de la clara médula intelectual, la novela de Vera —novela de poeta— tiene trance, tiene inspiración poética. Luminosidad de los ojos frente al paisaje, fina sensibilidad para encontrarle belleza: «La tarde era redonda y alegre como una naranja. Caravanas de pájaros retrasados cruzaba el cielo precipitadamente. Los árboles movían las hojas con un gracioso movimiento de danza». Y ese don de ternura, que ya asoma, un poquitín vergonzante en Nuevo itinerario, y más resueltamente en los Romances madrugadores, ilumina muchos pasajes de Los animales puros: aquella escena, desgarrada y cruel de la infancia de José Moreno, cuando pierde «la ropa del doctor», está transida de humilde y dolorosa ternura, con poder de lágrima y sollozo. Y el gesto de tigresa en la madre dolida, que prefiere todo antes que el hijo sea un esclavo: «No, sirviente no, sirviente no». 518 Jaime Ibáñez (1919-), escritor colombiano. Escribió novelas de carácter social como No volverá la aurora (1943), o Y cada día lleva su angustia, además es prolfico poeta. 323 Insistentemente se ha dicho, por quienes han conocido el ambiente y la hora de la novela de Vera, que es un libro de clave. Que los personajes son retratos, acaso demasiado apoyado el lápiz caricatural, de gentes que realmente han existido o existen. ¿Reparo con significado de menos valer para la obra? Infantilidad o tontería. La historia de las letras humanas ofrece ejemplos excelsos de este procedimiento. La Divina Comedia, sería una obra de clave. El Quijote. Y, en lo moderno, allí está la obra de un artista sumo, Oscar Wilde. Actualmente, en obras como Contrapunto, de Aldous Huxley, se encuentran retratos de una reconocibilidad inobjetable: en Marc Rampion, se halla la personificación de D. H. Lawrence, en Burlap, la de Murray. Dostoievski ha incluido, caricaturalmente, a Turguéniev519. Y así, indefinidamente. La obra no recibe perjuicio de la clave. La obra, eso sí, necesita ser buena. Y Los animales puros, es una buena novela. Cultura intelectual, complicación de personajes —que son mirados hacia adentro— capacidad de tipificación, poesía y ternura. ¿Qué más? JESÚS HA VUELTO520 Muchos escritores de relato —gran parte de ellos— alternan entre la novela y el cuento. Otros — también numerosos — se fijan exclusivamente en una de esas formas de ficción. En el panorama universal, tenemos al mayor cuentista contemporáneo — para mí— Guy de Maupassant, que alterna entre novela y cuento, con apreciable predominio del cuento. Y así, novelas: Bel Ami, Inútil belleza, Pedro y Juan. Cuentos: la colección que se inicia con «Boule de suif» y varios centenares. Balzac, Zola, alternan también con la novela y el cuento, dominando la novela. El gran Flaubert, cuya obra genial es Madame Bovary, seguida de La educación sentimental y Salambó, tiene —pocos— pero incomparables cuentos, como «San Julián el Hospitalario» y otros. En James Joyce domina la novela genial también: Ulises, pero tiene los bellos cuentos de Dublineses y un relato grande, entre novela y cuento: Historia de un artista adolescente. En nuestra América, tenemos un cuentista exclusivo, el gran Horacio Quiroga que es, al propio tiempo, un teórico del relato corto. Y novelistas que alternan con el cuento: Juan Rulfo, Güimaraes Rosa, García Márquez. Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Roa Bastos, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa —con predominio del novelista. Solamente cuentistas —además de Quiroga— quedan los jóvenes principalmente. Y un viejo, el desafortunado buen escritor argentino Jorge Luis Borges, autor exclusivo de cuentos cortos como El Aleph. Dentro de casa, los dos mayores relatistas en lo que va de siglo: Pablo Palacio y José de la Cuadra, son exclusivamente autores de cuentos y relatos 519 Iván Serguéievich Turguéniev (1818-1883), escritor ruso, considerado como el principal estilista de la literatura rusa; sus novelas, poemas y obras teatrales se caracterizan por una elegante ejecución, una gran lucidez y una ideología liberal. 520 Prólogo a al libro Jesús ha vuelto de Pedro Jorge Vera, Ediciones Del Sol, Quito, 1978. Reproducido en El libro de los prólogos, pp. 253-255 324 cortos. Conocida es la definición graciosamente obscena de Cuadra, entre el perro y el gallo... Pedro Jorge Vera —sobre quien he escrito— se halla, definitivamente instalado entre la novela y el cuento. Con ciertas escapadas hacia la «biografía novelada». Novelas buenas —de lo mejor de nuestra literatura contemporánea— Los animales puros, La semilla estéril. Varios libros de cuentos, entre los que sobresale Los Mandamientos de la Ley de Dios. Y ahora éste: ¡Jesús ha vuelto!, de nombre alusivo —sólo de nombre acaso— a una novela mía: Por qué Jesús no vuelve. Vera es un contador de cuentos excepcional. Con una capacidad de aprehensión del tema —cosa tan difícil en este «soneto del relato»— hasta encajarlo dentro de páginas muy breves, con argumento —«cuento» propiamente dicho — y fuerte poder de expresión. Vera evade en este libro «el túnel sin salida», que tanto se criticó a los relatistas llamados del «30». Utiliza —en lo contado y en la forma expresiva — ciertos atisbos de humor, de «humorismos», ya no siempre negro. Humorismo como cosquilla que casi, casi hace reír. Eso que dentro de la narración sentimental o dura, utilizaran Pablo Palacio y Ángel F. Rojas: Débora, de Palacio; Un idilio bobo, Banca, de Rojas. Y muchas páginas de esa extraordinaria novela —la mejor obra de Rojas— El éxodo de Yangana… En la novela, Pedro Vera es un «contador» excepcional, en la línea que viene de Balzac a Vargas Llosa. Detesta lo que él llama el «rayuelismo», aludiendo a la gran obra de Julio Cortázar. Admiro yo a Cortázar, el más fiel seguidor de Joyce, con su peculiaridad auténtica. Pero me lamento de quienes, pasado su tiempo y hecha ya su «manera», tratan de imitar al argentino sin llegar hasta Joyce... En este libro de cuentos largos ¡Jesús ha vuelto! Pedro Jorge Vera acierta, y mucho. Sus relatos «Cita en París», «La niña Matí», «Claxon frente la casa de Raquel», cumplen el gran propósito: «cuento contado» y humorismo. Muy lejos de Vera el imitacionismo senil de modas pasajeras, que se están ya esfumando: leamos lo nuevo de Carpentier, de Vargas Llosa, de Augusto Roa Bastos. Se hallan más cerca de Musil521, del gran Nabokov522, de Miller523, que de los inimitables Joyce o Kafka. Y más cerca de ellos mismos. Buen libro de relatos éste de Pedro Jorge Vera. 521 Robert Musil (1880-1942), novelista austriaco, que combinó en sus obras de una manera excepcional la ironía con la utopía para analizar la gran crisis espiritual de su época. Su novela inconclusa El hombre sin atributos es una de ls obras fundamentales de la narrativa contemporánea. 522 Vladimir Nabokov (1899-1977), novelista estadounidense de origen ruso, poeta y crítico, considerado como una de las principales figuras de la literatura universal. 523 Henry Miller (1891-1980), escritor estadounidense, cuyas obras vitalistas, anarcoides y eróticas desencadenaron grandes polémicas y censuras, pero que a la vez sirvieron para que, a partir de él, el sexo se tratará en la literatura con más normalidad. 325 ADALBERTO ORTIZ: UNA INICIAL DE LÍNEA524 La novela en el Ecuador fue enriquecida inesperadamente con el aporte de contenido y valor negro y mulato que nos diera Adalberto Ortiz525 y su extraordinario Juyungo. Sin regateos pequeños y empequeñecedores —sobre todo para el crítico— he de decir que mi gusto fue colmado con la lectura de este gran libro americano, «historia de un negro, una isla y otros negros». Y es que de esas páginas cálidas y dolorosas, fluye una grandeza telúrica, en vaharadas casi asfixiantes; y, siendo terrible, me atrevería a decir que es de una trágica tranquilidad. Hasta la muerte —la muerte del hombre— asume en las páginas de Ortiz una monótona categoría cotidiana, como el amor y la procreación, el trabajo, el descanso, la comida. Grandiosa incorporación a la naturaleza que disminuye las distancias entre el mineral, el vegetal y el hombre. Algo como el regreso «al poder de la tiniebla originaria», que diría el atormentado y jubiloso D. H. Lawrence. O con las propias palabras de Adalberto Ortiz: «De la yunga526 profunda emergieron ébanos soberbios de nocturnos corazones». No sería justo ni honrado decir que Juyungo no sea una novela de intención social. Pero más injusto aún sería sostener que es una novela para algo, que es una novela-cartel, prejuiciada y de encargo. Es una novela escrita, ante todo, en trance artístico, en estremecimiento de sensibilidad, en etat second, como diría Mauriac527. El tema domina y avasalla al autor; pero no le hace perder la lucidez al constructor, al arquitecto fiel y exacto del plan. Ni al minucioso y armonioso logrador de fonética, en reconstrucciones rítmicas verdaderamente asombrosas, de un poder de creación de ambiente, de un poder de arrastramiento al lector, fuertes y llenas de sabiduría a la vez: «La india no quiso juyungo528, porque los muertos vienen con hambre. Y juyungo es el malo, juyungo es el mono, juyungo es el diablo, juyungo es el negro. Pero no eran melones sino talambos529 venenosos los que caían de vez en cuando sobre las chambas tibias, plisando su superficie y turbando el reposo de los renacuajos y de las cucarachas 524 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 197– 201. Adalberto Ortiz (1914-2003 ), se inició como poeta en la tendencia del negrismo. De esta época datan Camino y puerto de angustias (1945), Tierra, son y tambor (1953) y El vigilante insepulto (1954). Su novela más difundida es Juyungo, historia de un negro, una isla y otros negros (1943). Otros títulos suyos alternan la novela y el cuento: Los contrabandistas (1945), La mala espalda (1952), El animal herido (1959), El espejo y la ventana (1967), La entundada y cuentos variados (1971), La envoltura del sueño (1982) y La niebla encendida (1984). 526 Yunga, valles cálidos que hay a un lado y otro de los Andes. 527 François Mauriac (1885-1970), novelista francés galardonado con el Premio Nobel. Sus primeras novelas, El beso al leproso (1922) y Genitrix (1923), fueron igualmente aclamadas por la crítica y por el público. Novelas posteriores, como El desierto del amor (1925), Thérèse Desqueyroux (1927) y Nudo de víboras (1932), figuran entre las mejores obras de ficción del siglo XX. 528 Voz cayapa que significa mono, pero que los indios cayapas aplican peyorativamente al negro. 529 Talambos, frutos amarillos y venenosos producidos por una planta trepadora. 525 326 de agua, y el montuvio, congo530, adelante, con el poder de su macumba531». Y en otro lugar: «El también montó sobre la yegua blanca, con un deseo de negro por mujer blanca; con un odio de negro por la piel blanca, con un silencio de negro por la voz blanca, con un contraste de negro por la ropa blanca, alma de negro por él alma blanca». Podemos afirmar, además, que Adalberto Ortiz ofrece una entrega total al paisaje, con ojos lavados, de pupila cromática, capaz de trasladar la imaginación del lector hacia lo pintado, en forma caudalosa, no con la fidelidad escolar del dibujante o del fotógrafo, sino con el ancho poder del pintor de murales. Pero la entrega que ofrece más puntualmente Ortiz, es la del sonido, de la voz del paisaje. Con un procedimiento interesante, que pretende dar ambiente al capítulo, Adalberto hace anteceder un párrafo que lleva el nombre invariable de «Ojo y oído de la selva». Pero casi siempre es más agudo, más penetrante y fiel el oído que el ojo. Fuerza de preparar, de sugerir, de adormecer, como a las culebras «rabo e hueso», con tan-tan negro y melodía rimada: «Ni conga, ni rumba, ni bomba, bailaron, caramba. Quimbando la negra y la zamba, alzaron los brazos, llegaron al banco agitadas, calientes al tacto fecundo. Quebrando cintura y caderas, hurtando, llamando a los hombres. Sudaron el rimbombar532 del gran bombo, el cununeo533 de los cununos534. Y apareció el diablo, mi verejú535. Y el tuntuneo536 de la marimba de chonta537, se prolonga y se enchumba en la yunga. Marimba sobre marimba. Tambor y más tambor y más tambor y más tambor; tambor, tambor, tambor, tambor, tambor, tambor, tambor». El dolor del negro en la novela de Adalberto Ortiz, es el dolor del hombre negro, aun cuando repita, como letanía, aquello de: «juyungo es el malo, juyungo es el mono, juyungo es el diablo, juyungo es el negro». No hay una queja lastimera, dolorosa, con denuncia de injusticia explotadora, de discrimen fatal, de horror y maldición, cuya única causa fuera la diferencia de pigmento de la piel. 530 Congoleño, natural del Congo. Macumba, culto africano muy difundido en Brasil. Proviene del cabula bantú-angoleño y es la expresión consagrada alrededor de 1930 para el culto bantú de Río de Janeiro. 532 Retumbar, resonar, sonar mucho o hacer eco. 533 Ritmo impuesto por el cununo 534 Cununeo, instrumento musical afroecuatoriano que consiste en una vasija o un tronco hueco, con una amplia boca que se cubre con cuero curtido de animal, el cual atado y bien templado sirve como instrumento de percusión. 535 Verejú, voz onomatopéyica sin traducción conocida 536 Tuntuneo, efecto de golpear sobre los tambores o sobre las marimbas. 537 Árbol, variedad de la palma espinosa, cuya madera, fuerte y dura, se emplea en bastones y otros objetos de adorno por su color oscuro y jaspeado. 531 327 No. No hay allí la denuncia desesperada de Richard Wright538, hecha por un negro que defiende literariamente su raza, en obras tan trágicamente desoladas como Los hijos del Tío Tom, Mi vida de negro y, sobre todo, Sangre negra. Es la tragedia sangrante, asesina, de una civilización orgullosa, que se dice cristiana y realiza la obra más salvaje de discriminación, en contra de la igualdad y la fraternidad humanas, en contra de los más elementales derechos del hombre, que esa misma civilización proclama: «Nosotros somos negros y ellos blancos. Ellos tienen cosas y nosotros no. Ellos hacen cosas y nosotros no». Y esta exclusión es llevada al crimen colectivo más repugnante de los tiempos modernos: el linchamiento; y a la prohibición de entrar en ciertos sitios, y el derecho a usar ciertos servicios del estado, y la humillación en la infancia, con la escuela reservada, y en la juventud, y la crueldad en la vejez... Richard Wright, sin contradicción posible puede, en Los hijos del Tío Tom, relatar esa escena de un tragicismo superior al ibseniano539, en que el pobre John, en el más horrible momento de su tortura, ya próximo a la agonía, grita —como Cristo desde la Cruz, pero con más desolada ternura— que se lleven a su madre, a su mamy, a fin de que no siga presenciando su tormento, su agonía, su muerte a manos de hombres civilizados... El libro de Adalberto Ortiz, este Juyungo admirable, no es una obra de resentimiento amargado: hay, acaso, una llamada, una exaltación, una orgullosa exhortación al negro, para que asuma rotundamente, su papel de hombre. Pero, ni aún esto, en cartelería ni somatén: arte que emociona y cuenta, arte, sobre todo. Y —redundancia de mi parte— poesía. Poesía de este gran poeta que es Adalberto Ortiz, a quien le baila el ritmo, interior y exterior, por entre la recia prosa, por entre la ritmada versificación. Prosa, sobre todo, magnífica. Máscula y sutil, impecable de casticismo, y al mismo tiempo expresiva hasta el máximo. Poesía y — otra redundancia— sueño. Acaso no hay en la novelística ecuatoriana, esta fuerza de irse, de liberar las potencias internas, que posee Adalberto Ortiz. Porque Demetrio Aguilera, ese gran acunador de fugas, es la fantasía en viaje y aventura, a la manera de MacOrlan o Conrad; en Alfredo Pareja, es diablo y magia, creación febril, en la que operan fuerzas activas de la fantasía, para el desarrollo de vastas aventuras de imaginación. En Adalberto es sueño. Es capacidad de contamos un estado de fiebre. Es imaginación que cambia con el río: él lo dice mejor: «Hecha de la carcoma de los insomnios, de los coágulos de las angustias, de los algodones del silencio, del tejido de las oraciones...» 538 Richard Wright (1908-1960), escritor estadounidense que ha luchado abiertamente contra los prejuicios raciales, convirtiéndose quizá en el principal portavoz de los negros de su generación en Estados Unidos. 539 Se refiere al estilo de Henrik Johan Ibsen (1828-1906), dramaturgo noruego reconocido como creador del drama moderno por sus obras realistas que abordan problemas psicológicos y sociales. 328 En la novelística americana del sur, este Juyungo nuestro, —acaso con el bello poema magnífico que es la Risaralda, de Bernardo Arias Trujillo540—, es una inicial de línea, una mayúscula que comienza una página, Sin ser alegato humanitario que nos bañe en lágrimas, como La cabaña del Tío Tom de la señora Beecher Stowe, ni grito indignado y trágico como el de Richard Wright, Juyungo es de lo más serio que se haya hecho como novela negra en la literatura suramericana. Su mensaje, su pensamiento rector, acaso lo hallamos en las siguientes palabras de Antonio: «... y por eso hago lo que hago, porque la vida del hombre se nutre de esperanzas continuas. Sé que en el fondo de las cosas hay mucha porquería: pero yo le echo tierra, la tierra de mi amor por la vida y por los desgraciados como nosotros. Qué sería del mundo si la fuerza del espíritu no intentara dulcificar la amargura cotidiana. Creo en mi propia fuerza, en mi propia voluntad, y es mucho. Quiera nuestra idea, para bien de ti mismo y de aquellos que te estimamos, que vuelvas por los senderos de la realidad. Ya que antes que ser negro, indio, blanco, mulato, lo esencial es ser hombre y afrontar la vida con actitud digna y valerosa...» Sin reticencias, repito, Juyungo es una gran novela. Que nos da derecho para exigirle a Adalberto Ortiz, la persistencia en el ancho camino que se ofrece ante sí.541 540 Bernardo Arias Trujillo (1909-1939), novelista comombiano. Se ocupó en sus novelas de la vida del negro colombiano y su realidad, fue célebre su novela Risaralda (2936) 541 Juyungo como algunas novelas de Pareja y de Icaza, ha sido traducida a varios idiomas. La última versión francesa, hecha por la N.R.F., es notable. (Nota de Benjamín Carrión). 329 ALEJANDRO CARRION542 «Y desde un principio magistral, el más joven de todos: Alejandro Carrión543, el excelso poeta, que ha llevado a sus relatos de La manzana dañada una emoción que la tersura clásica de su lenguaje no alcanza a velar». He allí el comentario, penetrante como todo lo suyo, cincelado como una medalla, que Ángel F. Rojas dedica a Alejandro Carrión, autor de relatos. Allí encontraremos, en comprimido exacto, una definición insuperable: emoción, poesía, lenguaje terso y clásico. En verdad, Alejandro Carrión tiene su estigma de poeta bien impresa en la frente. Y la marca de condenación apocalíptica es indeleble, eterna. Y «sin embargo», ha hecho cosas buenas en el relato: allí está su libro La manzana dañada, en efecto, sobre el cual Alfredo Pareja, al prologarlo, dice: «hay que exigir de Carrión la novela para la que su riqueza y latitud de narrador están prontas». Y Alejandro García Maldonado, el gran novelista y crítico venezolano, discrepando con Pareja —acaso mejor poniéndose de acuerdo con él—, dice: «El escritor ecuatoriano Alfredo Pareja Diezcanseco, al hacer un interesante análisis de la obra de [Alejandro] Carrión, opina que los relatos agrupados bajo el título del primero son ―seis momentos de una novela que no llega a terminarse‖. A nuestro entender la novela de Carrión está completa tal como está, pese a que no se cumpla en ella el ciclo habitual de las obras de ese género en cuanto a planteamiento, desarrollo y desenlace, pues el poder de sugestión de sus fragmentarios capítulos es tal, y posee tal fuerza de expresión que deja en el ánimo del lector la sensación de que no es menester agregar nada para lograr la obra completa, es decir, lo perfectamente elaborado. Esta curiosa condición de La manzana dañada, podría explicarse por el temperamento poético de su autor». La poesía de Carrión está hecha de deslumbramientos y de sabiduría a la vez. Juana de Ibarbourou544 pudo decir: « [Alejandro] Carrión me revela un poeta que tal vez esté lleno de la inocencia de no saber cuán grande es». Pero el trasfondo de elaboración, el basamento de lectura, la capacidad de alusión y el dominio del instrumental expresivo, nos dan la medida de su sabiduría. En el relato, nos entrega más la diafanidad de su poesía: poder de recordar, no a la manera de Proust, con el sentido crítico agudizado por la enfermedad y el reposo y el acumulo de conocimientos a lo largo de una vida, sino con una autenticidad infantil que desconcierta. Eso que han podido lograr Charles-Louis Philippe, Jules Renard545, William Saroyan... 542 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 194 –195. Alejandro Carrión (1915-1992), según Anderson Imbert: «Como prosista reunió en La manzana dañada cuentos de evocación infantil. Es irónico, de suave fraseo, aunque en su novela La espina (1959), donde el tema de la soledad está tratado, con negro desorden, la acumulación de fealdades, violencias y horrores llega a causar disgustos». (Historia de la literatura hispanoamericana, p. 311). 544 Juana de Ibarbourou (1892-1979), poetisa uruguaya, nacida Juana Fernández Morales, que alcanzó una gran popularidad en el ámbito hispanohablante por sus primeras colecciones de poemas. 545 Ver nota 101. 543 330 «ME APERCIBO QUE MI ESPIRITU DUERME...»546 César Dávila Andrade547 está haciendo muy hermosos cuentos. César Dávila Andrade es la certidumbre de poeta lírico más alto de las últimas promociones. Creo que nos ha llegado algo muy serio y grande en este hombrecillo diminuto y huido, con mucho de aparición y de fantasma. Su poesía, en la hondura y la fluencia, así como en la sabiduría, es sobrecogedora. Su juicio sobre la obra de otros, su obra como crítico es penetrante y, a la vez, creadora. Al analizar, sucinta, interpreta, construye. Tiene capacidad para llegar al subfondo de la obra ajena, y encontrar en ella la escondida intención y la escondida belleza. La poesía de Dávila Andrade nos da la impresión de asistir, impávidamente, a un espectáculo de la naturaleza, a la maquinaria de la rosa para elaborar perfume, a los entretelones del cielo para que salga la luna; a los juegos de Dios para que nazca el Diablo. Da un poco de susto con los nombres —tan de allá, del Noveno Círculo de la poesía— que se nos vienen al recuerdo cuando se lee a este poeta. No. ¿Edgar Allan Poe548, Arthur Rimbaud549, Hölderlin 550, Cesar Vallejo? Y no es como signo de influencia o maestría como se aparecen a nosotros. Más bien con un sentido de transubstanciación, casi diríamos de metempsicosis. Es, entre nosotros, el poeta que pudiera repetir con Rimbaud: «Mais je me apercois que mon espprit dort. S‘il etait bien eveillé toujours a partir de ce moment, nous serions bientót a la verité, qui peutetre nous entoure avec ses anges pleurants. S‘il avait etait eveillé jusq‘a ce moment-ci, c‘est que je n‘aurais pas cédé aux instints délétéres, á une epoque inmemoriales...» Se siente vano el objetivo e inasible la palabra para la calificación. César Dávila Andrade puede escribir muchas narraciones, llegar a la novela grande. Es innegable la capacidad de sueño y de imaginación que pone al servicio del relato, enriqueciéndolo, llenándolo de sustancia lírica. Su obra hasta aquí publicada en materia de cuentos, lo coloca en la primera línea. Pero cuente historias o realice poemas, la esencia de que está hecho su don de sensibilidad es de la materia pura de la poesía. 546 El nuevo relato ecuatoriano, CCE, Quito, 2da. Edición, 1958, pp. 178 – 179. César Dávila Andrade (1918-1967), poeta, narrador y periodista. Publicó los libros de relator Abandonados en la tierra (1951), Trece relatos (1955) y Cabeza de gallo (1966). En 1984 se publicaron sus Obras completas. 548 Edgar Allan Poe (1809-1849), escritor, poeta y crítico estadounidense, más conocido como el primer maestro del relato corto, en especial de terror y misterio. 549 Arthur Rimbaud (1854-1891), poeta francés, uno de los máximos representantes del simbolismo. 550 Friedrich Hölderlin (1770-1843), uno de los más grandes poetas líricos alemanes, cuya obra tiende un puente entre las escuelas clásica y romántica. Su poesía, olvidada muchos años, fue redescubierta al principio del siglo XX. 547 331 CRÏTICA AL PASO Hasta el final de su vida, Benjamín Carrión trabajó incesantemente y con generosidad por estimular y divulgar la obra de los escritores ecuatorianos, en particular sus narradores. La crítica reprocha a Carrión la abundancia en su obra de este tipo de textos, sin embargo, hay momentos en ellos en los que se consta el señalamiento crítico, su afán de contextualización y valoración entusiasta de obras en marcha. Y reflejan, además, como Carrión estuvo siempre atento a lo que se publicaba en el país, incluso cuando ya no tenía nada que ver con tareas editoriales. Reunimos a continuación fragmentos de unos pocos referidos a la narrativa ecuatoriana de su tiempo, que ilustran nuestras observaciones. (AQB) GUSTAVO ALFREDO JACOME EN EL UMBRAL DE LA NOVELA GRANDE551 Caso excepcional este de Gustavo Alfredo Jácome552 dentro del hacer intelectual. No solamente ecuatoriano. De cualquier país o grupo de países: el hombre que transita por todos los caminos de la literatura y del pensamiento, con paso seguro, sin vacilaciones. […] Para calificarlo, para situarlo, hemos de acogernos a la denominación omnicomprensiva de polígrafo, con valor etimológico y vital. Cuando nos inclinamos a seguirlo por las veredas del penetrante pensamiento filosófico, sustentado en una sólida preparación cultural, fruto de estudios sistemáticos y de lecturas libres, nos encontramos con el autor de biografías como la de Luis Felipe Borja […] Según las exigencias de Lytton Strachey553 —el mayor biografista de este siglo— son necesarios el amor, la heroicidad, el martirio o el crimen... Y así Gustavo Alfredo Jácome, como un jurista austero, ejemplar de virtudes y sabiduría, sabe ofrecernos una biografía apasionante, que se la lee de corrido, como un relato novelesco. […] Jácome [es un] apreciador literario. No es solamente porque en el Ecuador se nos trate de acostumbrar a una cierta baja garrulería crítica, del más 551 Prólogo al libro 7 Cuentos de Gustavo Alfredo Jácome, Quito, CCE, 1976. Reproducido en El libro de los prólogos, pp. 157-168. 552 Gustavo Alfredo Jácome (1912-), escritor y gramático ecuatoriano. Miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Ha escrito biografías Luis Felipe Borja (1947), cuento Barro dolorido (1972), novelas Porqué se fueron la garzas (1979) y poesía Luz y cristal (1984), además de numerosos trabajos sobre gramática y ortografía. 553 Lytton Strachey (1880-1932), biógrafo y crítico literario británico que cambió el enfoque pesado y solemne del género biográfico reemplazándolo por un estilo ingenioso e impresionista que fue muy imitado. 332 ínfimo nivel, de la más ampulosa pavosidad ridícula. No. Es por la esencia y la ciencia. Es por la hondura de visión, por la buida profundidad de emoción. Y por el arte de decir las cosas. […] La crítica literaria se aleja cada vez más de esa anticrítica representada en la España decadente por don Antonio de Balbuena o en las actuales letras de habla hispana por esos sabihondos que se ponen a espigar gramaticalerías en la obra de los grandes, a la que no pueden llegar por sus bajas escaleras de pie de gallo de su superficialidad. […]Y llegamos al predio residencial de Gustavo Alfredo Jácome. Aquel en el cual se siente más a gusto, más dentro de su vocación literaria más urgente: el relato. Su medida de relatista hemos de hallarla, primordialmente, en su enraizamiento en la tierra, en la «Alpa Mama» —Tierra Madre— que es el primero de los cuentos de Barro dolorido […]. No ingresa Jácome —con su honradez literaria y humana— en la serie indigenista «promocional» que fue explotada por muchos escritores, a partir del día en que otro otavaleño ilustre, Fernando Chávez, inaugurara el género con su cuento grande «La embrujada», seguido de su novela-índice, Plata y bronce. […]Jácome va al meollo, a la entraña, a la verdad. Sin ser —muy lejos de ello— un alegato, un cartel, su literatura terrígena es una surgencia de la tierra otavaleña, en donde el hombre, el indio, es el barro dolorido que protagoniza la acción y la pasión del relato. […] Jácome es un «indigenista» que ha visto. La escuela de Chateaubriand, que escribe de memoria y de oídas, con un parti pris político o religioso, como en el caso del señor Juan León Mera y su Cumandá, está siendo enmendado por este tipo de escritores sobre la tierra y el indio —no indigenistas—, porque el ismo, el ista, ya está demostrando intento de comprobar tesis, una opinión, una doctrina. Al leer la relatística de Jácome con temas de tierra y hombre campesinos, con tierra y hombre indios, en quien pensamos es en el gran sincero, el formidable y querido escritor peruano José María Arguedas554, el de Todas las sangres y los Ríos profundos, entre otras admirables novelas, que hacen de él, la significación más alta del género en América Indígena. Barro dolorido, es un libro clave en la temática sincera de esta línea narrativa, que amenaza pasmarse en la reiteración de temas y la exageración expresiva. […] En estos Siete cuentos nos hallamos con un Gustavo Alfredo Jácome diferente. Conservando su robusta personalidad de escritor y de maestro —esto último aparece en la temática trascendental de los relatos— Jácome nos descubre una faceta nueva de su varia, múltiple personalidad. No realiza el infructuoso esfuerzo de colarse en fórmulas ultramodernas, que los mismos innovadores están abandonando, porque ya cumplieron esa finalidad indispensable al escritor actual, que precisa promocionarse para romper la indiferencia con que en estas épocas mercantilistas en las que, según la expresión invalorable de Guimarães Rosa, «El diablo en la calle/ en medio del remolino», impide que se preste la debida atención al escritor, enredado en la 554 José María Arguedas (1911-1969), escritor y antropólogo peruano. Su labor como novelista, como traductor y difusor de la literatura quechua, y como antropólogo y etnólogo, hacen de él una de las figuras claves entre quienes han tratado, en el siglo XX, de incorporar la cultura indígena a la gran corriente de la literatura peruana escrita en español desde sus centros urbanos. 333 maraña de la cibernética, las computadoras, de los estallidos de misiles y armas convencionales… […] Ya en Barro dolorido encontramos un trascendentalismo social, sentimental, romántico a ratos, dentro de ajustado realismo. Su cuento inicial, «Alpa Mama» es la narración novelada de algo trágicamente sucedido. En Siete cuentos, lo trascendental alcanza niveles más profundos de reflexión, de análisis filosófico, de sentimentalidad retrospectiva, de crítica social y protesta política. […] «Torre de Babel», es una bien construida fábula, que traduce posibles realidades engendradoras de tragedias. Hay ancha contemplación alusiva de historia lejana y verdad contemporánea. El mito puesto en plan de verdad su cedida o sucedible. El rasero final, como en todos los casos, los blande silenciosamente la muerte. […] «La segunda vida de Lázaro». Es la inspiración del mito judeo-cristiano, tomado de las fabulaciones bíblicas. Mosaicas o postmosaicas. Este es un cuento en que coinciden los cuatro evangelistas: la resurrección del hermano de las dos amigas del galileo Jesús, Marta y María, que vivían en Betania: Lázaro. Jácome profundiza en el mito que da por aceptado y cuya relación la toma de Juan, 11-43. Y sobre el enigma primaveral y funerario de la resurrección —de la Resurección de la Carne, postulación dogmática— elucubra un desarrollo temático que va hasta las lindes del arrepentimiento, del desencantamiento, y que coloca a la sombra del hombre, al hombre y su sombra, resurrectos los dos, ante el dolor del amor. «Aclaración necesaria», es un cuento desgarrador dentro de su espeso y duro prosaísmo. Es la vivisección de un muerto: la libertad de pensar; permanentemente asesinada dentro de nuestras democracias representativas. […] Lo ineludible de entregar la conciencia, a cambio de una mísera soldada. De alquilarse, de ocultar lo que se cree o se piensa, por temor a que eso —nuestro pensamiento, nuestra creencia— no estén de acuerdo con las verdades oficiales, con la oscura verdad de los que mandan. Y envuelto en eso, la poquita felicidad que podemos conseguir con la paz del hogar, la sonrisa de los hijos, los vestiditos y los trapos que ambiciona la mujer… Cuento entre todos duro por lo que conlleva de enajenante de la dignidad y de eso que, por lo menos dentro de nosotros, pretendemos que se llame libertad. Cuento original, pero basado en realidad conocida, el cuento «La última virgen del sol». Particularmente tratado con sabio oficio de narrador, este cuento es de antología. Seguido de «Los Capangas» y «Un santo resentido». La llamada de la tierra, la invitación de la ciudad. En el último, cosa infrecuente en la obra general de Jácome, junto al tema francamente vernáculo, aparecen dos elementos: algo de realismo mágico y de sentido del humor. 334 EL DÍA DEL REGRESO555 A la falta de memoria habitual que padecemos en la grey dislocada de los «hombres de letras» ecuatorianos, ha contribuido Nicolás Kingman556, el Nico Kingman, con un abandono total del oficio durante ¿veinte?, ¿treinta? o quién sabe cuántos años. […] Nicolás Kingman es un ejemplo claro de esta línea, común a nuestras promociones intelectuales. Tuvo un amanecer claro de aciertos y buenos golpes en la línea del relato. […] La primera observación de tipo general que puede hacerse a estos nueve relatos es la continuidad con la línea primera marcada en los relatos de hace treinta años. En la que, a su vez, se marca la característica esencial de la narrativa lojana: su sentido del humor. O caso más bien, su posibilidad de humor. Cosa de que carece, por regla general, la narrativa ecuatoriana de todos los tiempos. […]El relato lojano tiene su peculiar expresión humorística que no persigue las fáciles intenciones de provocar la risa. […] en ellos se mantienen la tradición natal, reveladora de cultura en el ambiente en que se produce. […] Ironizantes, no humoristas, fueron los primeros cuentos. Igual tónica se mantiene en los de ahora. «Palmito, París chiquito», es realmente un dechado de narración ironizante: cuento, historia, anécdota, casi nada. Historieta de la nostalgia de París, que tanto