Carlos de Sigüenza y Góngora, n precursor del espíritu patriótico Luis Carlos Salazar Quintana En el siglo XVII, la Real y Pontificia Universidad de México fue escenario de múltiples transformaciones merced a las reformas introducidas por el sabio virrey de la Nueva España, Juan de Palafox y Mendoza. Pero este desarrollo también obedeció a otros factores no menos relevantes que, al propio tiempo, nos señalan una reasignación de valores sociales frente a un régimen colonial que empezaba a decaer a expensas de un nacionalismo mexicano en ciernes. Dicho sentimiento se protege durante este periodo y hasta estallar la Independencia de México bajo la égida del patriotismo criollo, uno de cuyos principales promotores será precisamente el humanista don Carlos de Sigüenza y Góngora. Este ilustre polígrafo inicia su carrera universitaria en 1672 a la edad de veintisiete años, luego de ganar la cátedra de Matemáticas que dejara vacante el bachiller Luis Becerra Tanco y no sin antes atravesar por un asperísimo proceso de calificación en que compitieron sus émulos Juan de Saucedo y José Salmerón de Castro.1 Como se sabe, fue el talento y la descomunal erudición del joven Sigüenza y Góngora los que al final se impusieron para inclinar la opinión del jurado en su favor. Tal acontecimiento nos explica muy bien no sólo el carácter obcecado de nuestro personaje, sino también su espíritu cien1 Vid. Irving A. Leonard, Don Carlos de Sigüenza y Góngora. Un sabio mexicano del siglo XVU. Trad. de José Utrilla. México, FCE, 1984. De este autor también se puede consultar La época barroca en el México colonial. Trad. de Agustín Escurdia. México, FCE, 1986. 177 178 n Carlos de Sigüenza y Góngora tífico, el cual tratará de conciliar con una poética devoción hacia la virgen de Guadalupe. Hecho que por otro lado, sólo es explicable en el marco de una generación en busca de una nueva identidad cultural. Como lo han señalado en su momento Edmundo O'Gorman, Jaques Lafaye y David Brading,2 entre las principales características que distinguen al criollismo cultural de la Nueva España se encuentran una reiterada apología hacia lo maravilloso americano, y por consiguiente, una exaltación hacia las culturas precolombinas. El criollo reivindica el papel del antiguo indígena en la formación de la identidad nacional y refleja una actitud de comprensión hacia todas las manifestaciones de la vida prehispánica, aún las más distanciadas de la sensibilidad cristiana y occidental. Hay en este discurso ideológico un acendrado mexicanismo, donde el criollo no se siente ya español sino mexicano, y así lo proclama con noble orgullo en la portada de sus libros. Una muestra de lo anterior es la forma como Sigüenza y Góngora presenta su relato de biografías conventuales, el Parayso occidental donde se autodefine como presbítero mexicano, obra sobre la que más tarde volveremos. Teatro de las virtudes políticas Uno de los textos más reveladores de la ideología criollista de Sigüenza y Góngora, lo escribió en 1680 con motivo de la recepción que el ayuntamiento de la ciudad de México otorgó a su nuevo virrey, don Tomás Antonio Manrique de la Cerda y Aragón, conde de Paredes y marqués de la Laguna. En esta obra, Sigüenza y Góngora nos ofrece una descripción del arco triunfal y las fiestas que se hicieron en torno al personaje antedicho. El título architextual, como todos los de la época, nos 2 Vid. Edmundo O'Gorman et al, Cultura, ideas y mentalidades. 2a. ed. México, Colmex/Centro de Estudios Históricos, 1992; Jaques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional de México. Pról. de Octavio Paz, trad. de Ida Vítale. México, FCE, 1977; David Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano. México, Era, 1988. Luis Carlos Solazar Quintana m 179 advierte ya sobre su contenido: Teatro de las virtudes políticas, que constituyen a un príncipe: advertidas en los monarcas antiguos del mexicano imperio.3 Desde mi punto de vista, se trata de un texto desafiante para la época, ya que a diferencia de otras obras como las de Erasmo, Ribadeneyra o Saavedra Fajardo en las que los autores definen las virtudes de un príncipe cristiano a partir de un repertorio grecolatino pontificado de antemano por la cultura europea, el polígrafo mexicano toma por primera vez como fuente de inspiración nada menos que a los antiguos emperadores aztecas. Al respecto menciona José Rojas Garcidueñas que: "El contenido significaba una gran reivindicación de un pueblo que siglo y medio antes había sido vencido y dominado por el régimen que el festejado virrey directamente representaba''.4 Sin embargo, tal reivindicación, así como la plantea Rojas Garcidueñas, creo que no la debemos entender sólo en el sentido de rendir un simple homenaje a la antigüedad indígena. Hay sobre todo, a mi juicio, la intención de manifestar un sentimiento de patriotismo criollo, el cual se pensaba depositario de una cultura tan significativa como lo había sido la azteca y que el criollo había estudiado constantemente a través de una valiosa tradición historiográfica. Me parece que es una manera sutil, dentro de las licencias que permite el lenguaje barroco, de introducir al nuevo virrey en una realidad social diferente a la que éste, seguramente como buen europeo de la época, estaría ajeno. Por consiguiente, Sigüenza y Góngora le quiere transmitir al nuevo gobernante muchos otros mensajes que lo que a primera vista y dentro del protocolo de bienvenida pudiera suponerse. En efecto, en esta obra, el autor intenta mostrar al nuevo virrey la riqueza de la cultura criolla, la cual era vista desde los ojos del europeo con bastante indiferencia. Es de destacar el 3 Vid. la edición de José Rojas Gacidueñas, de Carlos de Sigüenza y Gón gora, Obras históricas. México, Porrúa, 1944 (Autores mexicanos, 2), pp. 225361. En adelante todas las citas hacen referencia a esta edición. 4 José Rojas Garcidueñas, Don Carlos de Sigüenza y Góngora, erudito barroco. México, Xóchitl, 1945 (Vidas mexicanas, 23), p. 132. 180 ■ Carlos de Sigüenza y Góngora hecho de que durante el siglo XVII se habían agudizado las diferencias entre las familias de los conquistadores y los administradores de los virreinatos americanos. Los dos tipos de españoles residentes en América desarrollaron identidades sociales distintas que se hicieron notar a través de prejuicios y estereotipos, mismos que expresaron los virreyes así como los viajeros de la época. Uno de los lugares comunes era considerar al español americano como un ser adocenado y débil. Las cuestiones climáticas en las que ahondaron algunos científicos durante el siglo XVIII tales como Lecrerc Buffon y Cornelius Pauw, quienes consideraban que la tropicalidad del ambiente americano propiciaba la holganza y la barbarie,5 no era más que una manera pseudocientífica de demostrar una idea bastante generalizada en todos los niveles de la sociedad europea acerca del grado intelectual y moral del criollo. Sólo un espíritu moderno como el del fraile español Benito Jerónimo Feijoo fue capaz de asumir esta cuestión desde un punto de vista objetivo en su Teatro crítico universal (1730), donde el sabio refuta este error popular citando la brillantez y erudición criolla de varios personajes tales como el peruano Pedro Peralta Barnuevo y los mexicanos Juan de Torquemada y sor Juana Inés de la Cruz.6 Desde esta perspectiva, pues, es explicable que Sigüenza y Góngora intente detallar y mostrar profusamente al nuevo virrey su erudición al citar largos y extenuantes aforismos, así del saber grecolatino como de la patrística, la escolástica y la filosofía renacentista. Sin embargo, las referencias bibliográficas de nuestro autor, no se limitan a este contexto, pues a su exposición se van incorporando también citas de historiadores, cronistas y etnógrafos mexicanos, lo cual hace evidente su interés por mostrar la riqueza cultural del mundo novohispano. De esta manera, asistimos a un banquete de la sabiduría americana en cuya mesa de honor, si bien ocupan un lugar destacado las voces de Lucano, Tácito, Aristóteles, Cicerón, San 5 Vid. Francisco Javier Clavijero, Historia antigua de México. 9a. ed. Pról. de Mariano Cuevas. México, Porrúa, 1991, pp. 460-474 y 503-548. 6 Vid. Benito Jerónimo Feijoo, Obras escogidas. Introd. de Arturo Souto. México, Porrúa, 1990, pp. 185-194. Luis Carlos Solazar Quintana m 181 Agustín y Santo Tomás, al lado de ellos están también presentes Bernal Díaz del Castillo, Hernando de Herrera, el padre José de Acosta, fray Juan de Torquemada y hasta el propio Bernardo de Balbuena. Asimismo, nuestro autor exhibe su dominio de la lengua náhuatl con cuyos términos establece relaciones de sentido con las etimologías grecolatinas. Esta obra comienza con tres preludios en los que el autor ofrece una explicación de los orígenes y significado de los arcos triunfales. Pero, desde luego, la parte más interesante del libro la representan los apartados concernientes a los emperadores aztecas. En tales capítulos el estudioso destaca las virtudes de estos personajes y las vincula con la sabiduría y filosofía occidental. El primero al que se refiere don Carlos es al dios Huitzilopochtli en quien deposita la virtud de la guía y protección del pueblo azteca. De manera semejante a como este dios hizo peregrinar a su nación hacia una tierra prometida, el erudito considera que los gobernantes españoles deben conducir a su pueblo a través de la voluntad de dios. El paralelismo que presupone la llegada de los mexicas al valle de México y el arribo del ejército español a Tenochtitlan, querría tal vez decirle al virrey que la sociedad novohispana era la unión de dos pueblos poderosos y destinados a la grandeza: "De esta imaginada sombra de buen principio se originó la grandeza y soberanía a que se encumbraron los mexicanos, mereciendo la denominación de gente grande, es decir pueblo grande".7 El ideologema que implica esta frase es que esa unión precisamente la representa la sociedad criolla. En este sentido, resulta interesante la cita que hace Sigüenza y Góngora de Aristóteles en la que menciona que: "No hay imperio que no proceda de Dios", y después cita el Evangelio de San Pablo: "Por mí reinan los reyes y los legisladores disciernen lo justo".8 Como puede leerse en el subtexto, lo que trata de decirle don Carlos al nuevo virrey es que ha llegado a una tierra escogida de antemano por la mano de Dios, y el vierrey en su pa7 Carlos de Sigüenza y Góngora, 'Teatro de las virtudes políticas../', en J. Garcidueñas, ed., Obras históricas, p. 289. 8 Ibid., p. 290. 182 ■ Carlos de Sigüenza y Góngora peí de autoridad, debe participar de esta comunión espiritual y encomendar su buen juicio al ser supremo. El siguiente personaje al que se refiere Sigüenza y Góngora es al emperador Acamapichtli, a quien le atribuye el valor de la esperanza y el anhelo de la libertad, y cuyo nombre significa el que tiene en las manos caña".9 Este noble príncipe empieza la construcción de la gran ciudad de Tenochtitlan a través de pequeñas chozas de paja, con la esperanza de que sobre esas endebles viviendas se edificaría una gran ciudad. La metrópoli a la que llegaba el conde de Paredes en el siglo XVTI era pues producto de la esperanza cumplida. Sin embargo, es significativo que Sigüenza y Góngora establezca un parangón entre este concepto y la libertad. Pero a ¿qué libertad se referiría don Carlos? Posiblemente a la que más tarde encabezarían algunos heterodoxos como fray Servando Teresa de Mier, quien se hizo valer de algunas de sus tesis.10 La tercera figura en quien centra su discurso Sigüenza y Góngora es en Huitzilihuitl, a quien le atribuye la virtud de la clemencia y cuyo nombre significa "pájaro estimable y de riquísima plumería". El gobernante, según la semántica de este litarlas6"3 ^ ^^ ^ °°n leyGS qUe faetan J'UStaS e i^ua' Un apartado muy significativo del libro es el que dedica el autor a Chimalpopoca, cuyo nombre significa "rodela que humea y que simboliza la protección que deben brindar los gobernantes a su pueblo. Resulta muy interesante la modernidad con que Sigüenza define el papel del soberano frente a eStaWeCe que este mmo es el su E' ^ T verdaderamente tarín v ° ^ COIKept0 de Estad0 P°r ser natural de ^e territorio y porque en este se desenvuelve vital y cotidianamente: Ni la república ni el reino son para el rey, sino que el rey o e r m Strad0 rcud dT ? ^--yjLpai el reno J la audad. Pues el pueblo es naturaleza y por tiempo por 9 Ibid., pp. 292-300. Luis Carlos Salazar Quintana ■ 183 anterior, mejor y superior que sus gobernantes, así como los componentes son anteriores y superiores al compuesto.11 A mi entender, nos encontramos ante una de las reflexiones más revolucionarias y orientadoras del pensamiento criollista del XVII. El texto de Sigüenza y Góngora hace evidente el descontento que la sociedad novohispana empezaba a sentir respecto de la política imperial española que imponía a gobernantes ajenos a la realidad social americana y que por desconocimiento del territorio y de las necesidades sociales que se habían generado en la evolución histórica de casi dos siglos, habían disminuido la participación ciudadana criolla y ésta era excluida por lo general en las decisiones fundamentales de la vida diaria. Además, existía un sentimiento pragmático en el que el novohispano se sentía con el derecho de beneficiarse de los recursos materiales de su nación dirigiéndolos hacia el bien común de la patria criolla. De tal suerte, el texto no sólo esboza una doctrina reformista sino compromete al nuevo virrey a investigar sobre la nación que está a punto de dirigir. Por si esto fuera poco, Sigüenza y Góngora destaca en la figura de Chimalpopoca la virtud de la protección y el sacrificio, donde refiere lo siguiente: Perdió Chimalpopoca la vida para que su ciudad, que por príncipe y señor de ella se la reputaba por patria, consiguiese la tranquilidad y quietud, cosa que deben anteponer a sus conveniencias los superiores, aunque sea con exponerse a la muerte, que será en esta ocasión la más segura prenda de su felicidad.12 Con lo cual, el autor convoca al nuevo gobernante a asumir un mayor compromiso con la sociedad que dirige y, en todo caso, enfrentar con responsabilidad las amenazas de que eran objeto constantemente los territorios novohispanos, a causa de la insurgencia de los colonos en el norte del país (pienso en 1 C de Sigüenza y Góngora, "Teatro de las virtudes políticas", en op. cit., p. 308. 12 Ibid., p. 312. 184 ■ Carlos de Sigüenza y Góngora Nuevo México), los reiterados motines en el zócalo y las frecuentes incursiones filibusteras en el golfo de México. Destaca entonces en este mensaje una demanda de protección y fortaleza, cualidades de las que por lo general carecían los gobernantes. Considérese que tan sólo durante los cincuenta y cinco años que vivió Sigüenza y Góngora gobernaron a la Nueva España por lo menos quince virreyes.13 Era, pues, una práctica usual que éstos salieran huyendo de la nación a causa de las mareas políticas en que solían desenvolverse los reinos americanos. De la misma manera, Sigüenza y Góngora va llamando a su mesa a cada uno de los emperadores aztecas a los que les reconoce diferentes y dignas cualidades. Así, a Itzcóatl le atribuye la prudencia; a Moctezuma Ilhuicamina, la piedad y la devoción; en Axayácatl ve la fortaleza y en TÍZOC la paz; para Ahuitzol le reserva el consejo y a Moctezuma Xocoyotzin la liberalidad y magnificencia; por último, en Cuitláhuac ve la resistencia y en Cuahtémoc la perseverancia. Teatro de las virtudes políticas es pues un libro que rebasa el mero discurso panfletario para representar uno de los antecedentes más iluminadores del pensamiento político criollo del siglo XVII. Parayso occidental Otro texto muy representativo para comprender el sentimiento de asimilación del pasado indígena a la vida novohispana a través de la obra de Sigüenza y Góngora es el Parayso occidental}^ escrito en 1684 bajo encargo del Real Convento de Jesús 13 Vid. Juan José Saldaña, "Ilustración, ciencia y técnica en América", en Diana Soto Arango, Miguel Ángel Puig-Samper et al., eds., La Ilustración en América Latina. Madrid, Doce Calles/CSICCOLCIENCIAS, 1995, pp. 19-53. 14 De los quince virreyes que gobernaron la Nueva España entre 1645 y 1700, algunos de ellos no duraron ni siquiera unos días en el gobierno, tales fueron los casos de Diego Osorio de Escoabar (1664), Pedro Ñuño Colón (1674), pariente de Cristóbal Colón que murió a los cinco días de haber asumido el cargo, y el Arzobispo Manuel Fernández de Santa Cruz, quien dimitió inmediatamente al recibir el nombramiento. (Enciclopedia Universal Ilustrada Americana. Madrid, Espasa-Carpe, 1995, t. XXXIV, pp. 313-314.) Luis Carlos Solazar Quintana ■ 185 María, donde, como lo hace saber Margarita Peña, vivía la madre Lutgarda de Jesús, hermana del escritor, y quien alguna influencia debió ejercer para que las autoridades del convento le dieran a don Carlos la tarea de organizar una relación del origen y vida de las congregantes de esta institución. Aunque la obra es sumamente ilustrativa de las prácticas monacales del siglo XVII, me parece en particular destacable la parte inicial del texto en el que, al igual que en el Teatro de las virtudes políticas, Sigüenza y Góngora vuelve su mirada al mundo prehispánico para describir el modo como los antiguos mexicanos consagraban a sus vestales vírgenes y compararlo con los ritos y costumbres de los conventos novohispanos. Aunque el autor reconoce el valor de esta práctica en culturas antiguas como la romana y la árabe, considera que en ninguna se guardó ésta con tal moralidad y virtuosismo como en la de loS mexicanos: Debióle México este nuevo estado de vírgenes sacerdotisas, al cuarto de sus reyes, el valeroso Itzscoatzin, que sin que se lo estorbasen los estruendos marciales, se ocupó diligente lo que miraba al servicio de sus mentidos dioses, fabricando a las espaldas de sus soberbios templos capacísima habitación para que la ocupasen las cihuatlamacazque, que así quiso se llamasen estas vestales doncellas. Y como el estado tan peligroso que profesaban pedía nimia vigilancia en la que las dirigiesen, solicitó por todo su reino las viejas más venerables y virtuosas que en él se hallasen, para con el título de Ichpochtlatoque, fuesen las superioras de estos indianos conventos, y siendo como eran personas en quienes se hallaban muchas de las virtudes morales, no es ponderable el singular aprecio con que todos las respetaban, reverenciándolas como a tesoreras de las joyas más preciosas que poseían los dioses.15 Según este autor, apoyado constantemente en los manuscritos de Fernando de Alva Ixtlixóchitl, a quien llama el Cicerón mexicano, algunas de estas doncellas eran presentadas por sus 15 Carlos de Sigüenza y Góngora, Paraíso Occidental. Pról. de Margarita Peña. México, Conaculta, 1995. 186 a Carlos de Sigüenza y Góngora propios padres en el templo de Huitzilopochtli después de cumplir dieciocho días de nacidas. Luego de una especie de bautismo e imprecación, volvían a la casa paterna hasta cumplir los ocho años de edad y después eran conducidas de nuevo al templo en medio de grandes celebraciones, ofrecimientos y sacrificios de animales. Ya instaladas en el convento indiano, como lo ha llamado el propio Sigüenza, las niñas eran sometidas a difíciles penitencias entre las que destacaban: cortarse el cabello, dormirse vestidas, despertar tres veces en la noche a ofrecerle oraciones a su dios, barrer el templo e imponerse un perpetuo ayuno. Así pasaban los años hasta que los padres consideraban que estas singulares doncellas habían llegado a una edad propia para casarse. De manera que pasaban de un amo, su dios, a otro, el esposo. Me parece importante señalar cómo nuestro autor interpreta ese mundo lejano precolombino y lo adecúa a una visión judeocristiana, mediante la resemantización del discurso religioso novohispano. Hasta tal punto que los oficios y las vidas de las antiguas vestales mexicanas le parecen al erudito barroco las únicas dignas de seguir como ejemplo de virtud y de constancia: Y si hasta ahora al repetido ejemplo de las vestales romanas se conmovían los ánimos piadosos de las cristianas doncellas, no sé yo por qué no ha de ser más eficaz y activo el que aquí he propuesto, si ya no es que también se mide el crédito que se le debe, con la poca fortuna que nuestro nombre ha tenido perdiendo, por mexicano y doméstico, lo que aquél ha merecido en todas partes por europeo y romano, como si la bondad de las cosas no la distribuyese Dios indefinidamente a todas las partes donde llegó su poder.16 En este último segmento sobresalen dos aspectos. Por un lado, llama la atención el disgusto que manifiesta el autor por el desprecio que algunas personas le dan a las tradiciones propias, llamadas por él "mexicanas y domésticas", mientras que se sienten maravillados por los ejemplos de las culturas aje16 Ibid., p. 56. Luis Carlos Salazar Quintana w 187 ñas, a las que denomina "europeas y romanas". Por otro, me parece relevante el hecho de que este estudioso considere que Dios se puede manifestar de diferentes maneras en cada pueblo, pero siempre con la misma justicia y poder, con lo cual Sigüenza plantea una tesis universalista del cristianismo, heterodoxa y autónoma como vemos, dentro de los modelos canónicos que imperaban en la Iglesia novohispana del siglo XVII. Desde este punto de vista, no es difícil comprender entonces las audaces interpretaciones que Sigüenza y Góngora plantea en El fénix de occidente, en el que relaciona al apóstol santo Tomás con Quetzalcóatl y a la virgen de Guadalupe con Tonantzin como formas de un cristianismo indígena llegado a América mucho antes de la conquista española. El reconocimiento de un orden evangélico precolombino unido a nuevas fabulaciones de la fe, da como resultado un sincretismo religioso y una nueva semiótica del rito a través del culto a la virgen de Guadalupe, cuya devoción no nace durante el siglo XVI, como lo supondría su aparición en el Tepeyac hacia 1531, sino que florece en la más cumplida efervescencia barroca durante el XVII, en que se presentan irresolubles diferencias entre españoles y criollos. La búsqueda de un origen autónomo en lo espiritual y en lo social conducen por vía de consecuencia al desapego del criollo respecto de su patria española y al virtual discurso separatista. De esta manera, como ha señalado Jaques Lafaye: La historia del pueblo mexicano aparece santificada por los rayos del amor divino que doran su morada. La preeminencia mexicana es una noción que nace formalmente bajo la pluma de Sigüenza y Góngora y se convertirá en una de las ideas rectoras de la fe religioso-patriótica del siglo XVIII.17 Y paulatinamente, yo agregaría, hallará la cultura criolla en estas ideas los fundamentos teológicos y sociales para suscribir el patriotismo mexicano que vivimos o sufrimos, según ustedes lo quieran ver, hasta el presente. 17 J. Lafaye, op. cit., p. 114.