Pastora - Fondo de Cultura Económica

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fr ancisco rebolledo
Pastora
y otras historias
LETR AS MEXICANAS
del Abuelo
LETRAS MEXICANAS
PASTORA
y otras historias del Abuelo
FRANCISCO REBOLLEDO
PASTORA
y otras historias
del Abuelo
SEIS RELATOS
Primera edición, 1997
Segunda edición, 2012
Rebolledo, Francisco
Pastora y otras historias del Abuelo: seis relatos / Francisco Rebolledo. – 2ª ed. – México :
FCE, 2012
107 p. ; 21 × 14 cm – (Colec. Letras Mexicanas)
ISBN: 978-607-16-1086-7
1. Cuentos 2. Literatura mexicana – Siglo XX I. Ser. II. t.
LC PQ7297
Distribución en Latinoamérica y España
D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica
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el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-1086-7
Impreso en México • Printed in Mexico
Dewey M863 R547p
ÍNDICE
Pastora • 11
“… Me miró feo”
El camarada Andrés
•
36
•
50
“Con las bombas que tiran…”
•
63
Fue obra del Chepa, en venganza cruel…
Marcela, pastora de lobos
•
94
•
83
Este libro está dedicado a Joaquín Díez-Canedo Flores.
Extraordinario lector. Mejor amigo
Pastora
•
A la memoria de mi madre
1
Ésta es la historia de un amor imposible. Es la historia de Pastora, el Maestro y el Abuelo. Los dos primeros tenían algo en
común: murieron el mismo día, el siete de enero de 1986. Ella
tenía 48 horas de edad; él 67 años. Para entonces, el Abuelo
casi cumplía diecinueve años de haber muerto, cuando tenía
72. Así pues, esta historia es, además, una historia de muertos.
No podía ser de otra forma: el Maestro, sobre todo, veneraba a
la muerte. Fue su luz —si esto es posible— y su guía; fue su
única fuente de inspiración. Nadie ha escrito sobre la muerte
como él lo hizo. No, en rigor, esto último no es correcto. Él jamás escribió sobre la muerte; más bien escribió a la muerte o,
mejor aún, escribió con la muerte susurrándole en el oído las
palabras que debería estampar en el papel. Escribía empleando
una tinta color verde oscuro. Intentó hacerlo con tinta roja,
pero nunca lo consiguió; al fin y al cabo, el verde es el color de
la vida, color muy adecuado para escribir con y a la muerte. El
Abuelo, en cambio, no empleaba ninguna tinta para escribir.
Tampoco lo hacía a máquina; por lo menos, no con una máquina de escribir. Él usaba el curioso artefacto que emplean los
telegrafistas: escribía en clave Morse. El Abuelo era telegrafista.
“Con un punto y una raya —me dijo muchas veces— se puede
decir todo. ¿Para qué complicarse uno la existencia…?” Pese a
que le encantaba repetir estas palabras tan prudentes y pragmáticas, el Abuelo siempre tuvo una verdadera pasión por
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complicarse la existencia. Pastora, por supuesto, nunca aprendió a escribir; ni siquiera a hablar. Tuvo que ingeniárselas con
otros recursos para poder comunicarse…
2
El Abuelo fue el primero que supo de Pastora. Supo de ella casi
sesenta años antes de que la niña viniera al mundo, en 1928,
dos años después de que el Departamento de Telecomunicaciones del Estado español nombrara a Luis Millán (así se llamaba el Abuelo, y es justo que así lo llamemos por ahora, pues
por aquellos días estaba lejos de ser un abuelo: era un hombre
de poco más de treinta años, casado y con un par de hijos de
siete y seis años de edad) responsable de la centralita de telégrafos que había en Vejer de la Frontera, un pequeño poblado
que se encuentra a mitad del camino entre Cádiz y Algeciras
(viajando por la costa), encima de un peñasco que dormita a
un lado del río Barbate. Lo mandaron lejos; más lejos no podrían hacerlo, a menos que se hubiesen decidido a enviarlo a
las Islas Canarias de una buena vez por todas. Pero, en fin, en la
Península no hay un lugar más alejado. Allí se “vuelve el viento”, podría decirse con justicia. En realidad, lo mandaron al fin
del mundo —o, por lo menos, al fin de España— porque, a
ojos del ministro de Comunicaciones, Luis Millán lo tenía muy
bien merecido. Si no había forma de encerrarlo en una cárcel,
al menos en Vejer de la Frontera lo tendrían aislado y a buen
recaudo.
Castigábanlo de tan cruel manera porque Luis Millán no
solamente era telegrafista, también era un “rojo” —así llamaban a los comunistas por aquellos tiempos. En rigor, era más
rojo que telegrafista. Y todo por un malentendido…
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Pastora
3
Quince años antes, Luis Millán estudiaba en un seminario de
Sevilla. Iba a ser cura; al menos ese era el sueño más caro
de doña Isabel, su madre. Luis era un alumno serio y diligente.
Cumplía bien con sus deberes y no le costaba trabajo hacerlo.
En realidad, el saber lo sedujo desde muy pequeño. Su mente
siempre fue inquieta y ávida, aunque demasiado caótica como
para permitirle alcanzar los méritos de un venerable sabio: lo
mismo leía los Evangelios que novelas de Wells, cuentos de
Maupassant o los indescifradles apuntes del doctor Ramón y
Cajal. La lectura lo apasionaba; se sumergía en los textos con el
mismo goce que un caballo se revuelca en un charco durante
el estío. Por supuesto, no creía en Dios; empero, eso no le preocupaba gran cosa. En el seminario se hablaba tanto de Dios,
que muy pocos llegaron a tomarlo en serio. De hecho, el hermano Sabás —maestro de teología— era el único que lo tomaba
en serio. No solamente creía en Dios, sino que hablaba con Él
todos los días. A las cuatro en punto de la mañana, para ser
precisos. Le narraba los sucesos más importantes de la jornada,
lo ponía al tanto de sus cuitas y no pocas veces lo regañaba por
no ser más enérgico con sus discípulos. “Debería su Merced
—solía decir a Dios— enviarles un aviso. ¡Coño!, por lo menos
tire Usted un rayo a la mitad del patio. Esos jodíos no creen ni
en la madre que los parió…” Dios casi nunca le hacía caso.
Quizás estaba demasiado ocupado con su infinidad de ocupaciones y preocupaciones, o tal vez estaba fastidiado de las
continuas quejas del insigne maestro. Como quiera que haya
sido, el caso es que Dios raras veces se dignaba a oír los reclamos de su cordero.
Cierta vez —quién sabe por qué— Dios se decidió a escuchar paciente al canónigo. Apareció puntual, a las cuatro
de la mañana, disfrazado de torero de la época goyesca, como
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invariablemente lo hacía en las pocas ocasiones en que visitaba
a don Sabás. Como casi siempre, Dios fue oportuno: aquel día el
cura estaba más abatido que de costumbre.
—¡Vaya, Hombre! Se ha dignado Usted a venir. Qué bueno que así lo haya hecho, porque Señor, con todo respeto, si
hoy no hubiese Usted aparecido, le juro que iba a encender
cirios negros para invocar al demonio, a ver si él me hacía
caso…
—¡Pare, don Sabás! —interrumpió Dios—. Un poco de
respeto, ¿no le parece? No me venga a Mí con leñes ni amenazas, que si me harta, el rayo que tanto me pide que estampe a
mitad del patio, soy capaz de tronarlo en su cabezota. No me
ponga a prueba…
—¡Dios me libre!… ¡Usted me libre de semejante atrocidad, Padre mío! Discúlpeme, por favor —el hombre se puso de
rodillas, entrelazó las manos y comenzó a orar—. “Padre nuestro
que estás en los cielos…”
—¡Deja ya, gazmoño! Estaré de leche para aguantar tus rezos. Dime de una buena vez tus cuitas, antes de que yo mismo te
mande al diablo… ¡Ay!, ¿por qué les haré caso, Yo mío?
Mientras escuchaba, el bueno de Dios se decía si no hubiera
sido mejor preguntar al cura qué no le preocupaba; sin duda,
hubiese terminado mucho antes. Incomodábase en el asiento,
se ajustaba la taleguilla y sorbía un poco de jerez al tiempo que
asentía de vez en cuando a la interminable perorata de su cordero. “¿Por qué instigué a Luzbel? —pensaba—. El de los ángeles era un mundo muy tranquilo; jodían bien poco. Porque
lo que son los humanos…” En esas estaba, cuando escuchó
algo que le llamó la atención.
—¿Millán, dijiste?
—El mismo, Señor Dios, que Usted lo llegue a tener en su
Gloria algún día. Quiera Usted que pronto; a mí me está volviendo loco…
14
Pastora
No le faltaba razón al pobre cura: hacía cosa de tres meses,
su discípulo descubrió en la biblioteca del seminario una obra
del filósofo alemán G. W. F. Hegel, la Fenomenología del espíritu
(“¿cómo carajos llegó ese libro allí? —se preguntó infinidad de
veces don Sabás—. Seguro que fue cosa de fray Anselmo, que
en paz descanse. ¡Pobrecillo!; pero era más bruto que un arado. Probablemente leyó lo de ‘Espíritu’ en la portada y le pareció
una obra piadosa…”), y se enfrascó en su lectura. Millán metió el diente a fondo a la obra y lo único que consiguió fue atiborrarse de dudas la mollera.
—…y es que, Señor, ese endiablado libro, con todo respeto, ni Usted lo podría comprender…
—Es verdad, hijo. He de confesarte que alguna vez lo empecé a leer, y lo dejé a la quinta página… Ese señor Hegel no
parece hechura Mía…
—Si es lo que yo digo: esto es cosa del demonio. ¿Comprende entonces mi angustia, Señor? ¡Imagínese! Estoy explicándole
a los muchachos el misterio de la Santísima Trinidad, según lo
describe, con su sapiencia infinita, el reverendo padre Alfonso
Gratry en su El conocimiento de Dios, cuando me interrumpe Millán y me lanza a bocajarro preguntas de esta calaña: “Hermano
Sabás, Hegel dice: ‘Dios sólo es asequible en el puro saber especulativo, y sólo es en Él y sólo es este saber mismo, pues es el
Espíritu; y este saber especulativo es el saber de la religión revelada’. La cual no puede ser otra que el Cristianismo, pues es la
única donde, a través de Cristo, la conciencia individual deviene
en autoconciencia de sí y para sí. ¿No es, entonces, la Trinidad el
sustento y, a la vez, la consecuencia del Espíritu y, por ende, de
Dios y de su Hijo? Así pues, esto no encierra ningún misterio.
Yo, al menos, no veo el misterio por ninguna parte”.
—¡Jolines! —exclamó Dios.
—Le juro, Padre mío, que se me revuelven las tripas cada
vez que se acerca la hora de impartir mi cátedra. Mis saberes
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son muy sólidos (Usted lo sabe muy bien); pero no encuentro
en ellos la manera de rebatir a ese odioso alemán. Ayer mismo,
¿sabe Usted qué me dijo el infeliz de Millán? —Dios levantó las
cejas con fastidio—. Que el Estado y Dios, o sea, nada menos
que Usted, Padre mío, son una y la misma cosa…
—Suena interesante…
—Por favor, Señor, no se burle Usted de mí, bastante tengo
con mis discípulos. ¡Hubiera visto el cachondeo que se traían
cuando se dieron cuenta de que no tenía respuesta para semejante disparate! Balbuceaba yo buscando una réplica, cuando
los jodíos iniciaron un concierto de trompetillas… ¡No se ría
Usted, Padre!
—Río cuando me da la gana.
—De acuerdo. Ya veo que hoy está Usted de vena… En
mala hora…
—¿Qué dices, blasfemo?
—Que en mala hora ingresó Luis Millán a este seminario…
—Me insultas y me mientes, Sabás…
—Pero, Padre, ¿cómo piensa Usted…?
—No agregues hipocresía; si sigues pecando de esta manera, ni Yo te voy a librar de irte a pudrir al Averno.
El Maestro estuvo a punto de arrodillarse y ponerse a rezar
de nuevo, cuando recordó que en su primer intento no le dio
buen resultado. Resignado, se quedó callado; rumiaba en sus
adentros cuándo sería la feliz hora en que su amado Señor decidiera largarse de una vez por todas.
—Ya, ya me voy a ir. ¿No se te ha ocurrido pensar, so bruto, que Yo puedo leer el pensamiento? ¡Valiente maestro de
teología eres!
—Siga, siga, Usted. Yo, por mi parte, ni le voy a hablar, ni
le voy a pedir nada… vaya, ni siquiera voy a pensar…
—Ahora me sales soberbio.
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Don Sabás permaneció callado. Dios lo observó largo rato.
Apuró de un trago el resto de su bebida, y dijo al fin:
—Mira, Sabás, no sé en qué estaría Yo pensando cuando te
hice. Seguramente cargaba una buena resaca. Sólo de esta manera se explica que seas tan amargo. El sentido del humor pasó
de noche por tu existencia, hijo mío. Empero, te aprecio, y tú
lo sabes.
—¡El Señor me llena de dicha!
—No seas zalamero. Te aprecio, te decía, y mucho. Y ¿sabes por qué? —mientras hablaba, volvió a llenar su vaso—.
Porque crees en Mí —se empinó el jerez de un trago y sirvióse
otra medida. Don Sabás pensó en reprenderlo, pero se contuvo—. Deja, deja que beba un poco, hijo mío. Tú crees en Mí,
Sabás… —apuró el trago—. ¡Carajo, niño mío, ya casi nadie
cree en Mí! —gruesas lágrimas brotaron de sus ojos celestiales.
—Pero, Padre…
—Ya, ya se me pasa… —aspiró ruidosamente los mocos
que fluían de su nariz—. Te quiero bien, Sabás, y te lo voy a
demostrar: ¿dices que Luis Millán te está volviendo loco? Pues
bien, Yo te voy a ayudar. Ese muchacho se va a convertir en tu
mejor alumno. Te va a respetar más que a la muerte. Vas tú a
verlo.
—¡Señor, cómo…!
—¡Calla!, no me interrumpas. Escucha bien: mañana, cuando termines tu clase, has de decir a Millán que busque un librillo que hay en la Biblioteca Real y que lo lea con cuidado. Lo
encontrará en el segundo piso, en el cuarto librero a mano izquierda. En el tercer entrepaño de arriba a abajo, ocupando
el quinto lugar en la fila de izquierda a derecha, allí lo verá. Es
un libro pequeño y muy antiguo. Se trata nada menos que de
los hermosos comentarios que hizo el bueno de Luis de León
acerca de los Cantares del rey Salomón. Es un libro muy bello,
hijo mío…
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—Lo sé muy bien, Padre…
—¡Que te calles, carajo! Pues bien, Luis Millán que, pese
a lo que dices, es un muchacho muy noble y muy despabilado, aunque demasiado sensual, encontrará la fe en la lectura
de esa obra. La fe que tú, alcornoque, has sido incapaz de inculcarle.
—Pero, Padre…
—No seas fastidoso. Mañana haces lo que te digo y, ahora,
saca otra botella, llena mi cáliz y vete a dormir…
—¿Usted no piensa descansar, Padre?
—Me pregunto Yo si estarán los tiempos como para que
Dios descanse…
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Ya lo apuntaba un celebérrimo refrán: “El hombre propone,
Dios dispone y el Diablo lo descompone”. Así, por lo menos,
ocurrió al día siguiente. Don Sabás obedeció las instrucciones
de su Señor; aunque no al pie de la letra. Quizás el demonio,
quizá la esclerosis, o tal vez la proverbial antipatía que el santo
varón sentía por todo lo que se relacionara con los números,
hicieron que su mente se ofuscara: mandó a Millán, en efecto,
a la Biblioteca Real; pero al tercer piso, al quinto librero, al
segundo entrepaño y al cuarto libro de la fila (por lo que toca a
los arriba y abajo, y derechas e izquierdas, eso sí, al menos, lo
indicó con absoluta precisión). Millán encontró allí un libro
pequeño, aunque no muy antiguo: se trataba nada menos que
del Manifiesto del Partido Comunista, que alguna mano sacrílega colocó en tan venerable sitio. Así, en lugar de adentrarse
en las místicas elucubraciones del poeta cordobés, el muchacho se inició en el flamígero discurso de los padres del socialismo moderno.
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El fantasma del comunismo vino a asentarse en la pequeña casa
de la calle de la Pimienta, para horror y disgusto de doña Isabel,
quien fue testigo impotente de la vertiginosa transformación
que ocurrió en su único vástago: Luis abandonó el Seminario,
ingresó al bachillerato y, sobre todo, se lanzó en una formidable carrera de subversivo que inició beatíficamente, con las aguas
del Guadalquivir hasta el cuello, mucho más allá de la medianoche, cuando en solemnísima y no menos secretísima reunión,
don Pepe Díaz, secretario general, puso en manos de Millán el
carnet número 127 que lo convertía en miembro activo del Partido Comunista Español.
Las andanzas de Luis Millán como subversivo fueron abundantes y cuajadas de sabrosas anécdotas. Desgraciadamente,
éste no es el lugar oportuno para narrarlas; ya será en otra ocasión. Baste por ahora con decir que dichas andanzas lo llevaron
cinco veces a la cárcel y dos al exilio en Francia durante esos
diez frenéticos años que mediaron entre la ceremonia de admisión al partido y el memorándum del Ministerio de Comunicaciones, que lo refundía en Vejer de la Frontera, minúscula joya
entre los minúsculos pueblos de la vieja Andalucía.
6
Allí, frente al aparato de telégrafos, se encontraba una noche
del año 26 el Abuelo, aburriéndose a sus anchas, cuando le vinieron a decir que la mujer de don Pascual, el único panadero
del pueblo, estaba mal de parto: el niño que trataba de salir al
mundo venía mal orientado, eran sus nalgas, que no su cabeza,
las que querían ver la luz primera.
La comadrona pugnaba inútilmente por voltear a la criatuPastora
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ra, mientras don Pascual, abrazando a sus suegros y a su hermano, gemía a los cuatro vientos, como si la tragedia estuviese
ya consumada. Maricuca, su cuñada, fue la única que conservó
la calma. En vez de sumarse al abrazo doloroso, corrió al centro
del poblado para poner al tanto de la penosa situación a don
Luis, el Rojo, pues sospechaba la buena mujer que ese hombre,
que sabía tantas cosas, algo podría hacer por su infeliz hermana. Así, superando el asco que le provocaba dirigir la palabra a
un comecuras, habló con Millán por primera vez en su vida:
—Mi hermana se muere, don Luis. Por favor, haga usted
algo, ¡carajo!
—¿Y yo qué puedo hacer, mujer? No soy médico.
—Pues póngase a rezar. Las plegarias de un rojo deben ser
muy conmovedoras para Dios. Si de verdad usted se arrepiente,
segurito que mi hermana la libra.
Millán hizo algo más práctico: pulsó su aparatito y, dirigiéndose a Cádiz, pidió, con sus puntos y rayitas, el auxilio urgente de un buen médico.
El amanecer vino acompañado con la soberbia nube de
polvo que alzaba en el camino de entrada al pueblo el otrora
flamante Ford T de don Ludovico Valles, doctor gaditano. El hijo
de don Pascual —Currico, se llamaría— seguía, rebelde, de
nalgas en su cálida morada; mientras su padre, sentado en el
umbral de la puerta de su casa, miraba, con los ojos hinchados
por el llanto, mucho más allá del horizonte.
Cosa rara, pero en aquella ocasión el médico sirvió de algo.
Para ser justos, sirvió de mucho: manipuló diestramente en el
interior de doña Mercedes hasta que pudo colocar al obstinado
crío en la posición adecuada, y Currico, muy contento, se zambulló de bruces en este triste mundo.
Huelga decir que don Pascual estaba feliz. Su primer vástago varón aseguraba la continuidad de su apellido (Torres); Vejer
tenía garantizado el pan por otra generación, y ya nadie pon20
Pastora
dría en duda las habilidades gestacionales de doña Mercedes,
su queridísima esposa, quien, por fin, después de cuatro intentos en los que apenas pudo traer féminas al mundo, logró sacar
de sus entrañas un futuro hombretón, “con sus partes bien
puestas”, como decía, inflado como un sol, el panadero a todo
el que quisiera oírlo.
Don Pascual prodigó de atenciones, regalos, mucha comida y panes de todo tipo al bueno de don Ludovico, quien
pudo al fin desafanarse de tantas muestras de agradecimiento
—las cuales estaban poniendo en riesgo su salud: el hombre
comió ese día lo suficiente como para sobrevivir una semana— pretextando un asunto urgente que lo reclamaba en Algeciras. La nube de polvo volvió a acompañar al viejo automóvil y al nutrido grupo de personas que se dieron cita en la
salida del pueblo para despedir entre estruendosos vítores al
afamado galeno, quien sonreía satisfecho entre los eructos que
le producían los continuos vaivenes que ocasionaba en la máquina el lamentable estado del Camino Real, y que le recordaban las copiosísimas porciones de alimento y bebida que
llevaba en sus tripas.
La gratitud del panadero se extendió hasta don Luis, el
Rojo, cuya panza también agasajó como es debido; y hasta sus
pulmones, pues le regaló un espléndido habano que atesoraba
como una joya desde hacía más de diez años, cuando un indiano, engreído y coloradote de pura bonanza, se lo dio a cambio
de una hogaza de pan moreno. El Abuelo tuvo que soportar de
buena gana el agradecimiento de don Pascual: le hincó el diente a cuanto plato pusieron frente a sus narices —que, en verdad, fueron muchos—, bebió con gusto litros y litros de amontillado y aun se atrevió a llevar a sus alveolos el humo agrio del
sequísimo tabaco.
Todavía no paraba de toser, cuando el panadero puso a sus
pies el último y más valioso de sus obsequios:
Pastora
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—Acéptelo usted, don Luis. Le juro que me es casi tan preciado como mi Currico. Su madre es el animal más noble que
he visto en mi vida, créamelo usted, ¡coño!
—Te creo, Pascual, te creo… y te lo agradezco muchísimo
—respondió Millán al tiempo que observaba al hermoso burrito
gris, recién destetado, que don Pascual, en un verdadero arrebato de gratitud, regaló al comunista del pueblo.
7
Cuando, al llegar a casa del telegrafista, Rucho —que así se
llamaría el burro— vio las caras contentas y enternecidas de
Isabelita y Pepito, supo que a partir de ese momento iba a formar
parte de la familia. De nada sirvieron las protestas de Millán.
—¿Dónde carajos lo vamos a meter? —preguntaba, sabiéndose vencido de antemano, a sus hijos.
En realidad, la pregunta era juiciosa: el viejo caserón en el
centro del poblado que se había convertido en hogar de los
Millán y oficina de telégrafos, no disponía de patios ni jardines.
Filomena, la sirvienta, tenía que llevarse la ropa de la familia a
su propia casa para lavarla y tenderla al sol. No era, ni con mucho, el lugar adecuado para criar a un burrito cuyas fuertes
pezuñas anunciaban que crecería hasta alcanzar dimensiones
cercanas a las de un jamelgo. Pero Isabelita ya había quedado
prendada por la pequeña bestia. Al verlo así, tembloroso, peludo, suave, etc., sintió hasta el fondo del alma aquello que han
sentido todos los que han leído el inmortal Platero de Juan Ramón: una ternura infinita que fue capaz de hacer que brotaran
lágrimas de sus ojillos y, además, de aguzar su ingenio:
—Se quedará en la bohardilla.
Las sonrisas satisfechas de Carmela, su madre —quien ya
también había sido herida de ternura—, y su pequeño hermano
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Pastora
rubricaron la feliz ocurrencia de la primogénita del telegrafista rojo. Millán no pudo replicar. Al fin y al cabo, el gran camaranchón que se alzaba justo encima de la oficina de telégrafos
no servía para nada. En otros tiempos, cuando la casa fue habitada por un comerciante de aceites y vinos, el enorme desván
estaba siempre lleno de grandes toneles con sus aromáticas cargas. Pero desde que llegaron allí Millán y su familia, esa parte de
la casa estuvo, hasta entonces, vacía; la visitaban, si acaso, algunos ratoncillos hambrientos de vez en cuando.
Mientras Luis y Carmela subían al animalito, sus hijos preparaban el futuro aposento. Hicieron un jergón con trapos viejos en una esquina del recinto para que el animal descansase
cuando le plugiera. No le faltó un buen cubo con agua que diariamente cambiaban, y hasta se obstinaron en que su padre
quitara los tablones que cegaban la única ventana que había en
el lugar. Millán tuvo que hacer un gran esfuerzo para vencer su
espíritu un poco griego, un mucho moro, que le impelía a aborrecer cualquier actividad manual y, con notable desgaste físico,
logró quitar los viejos tablones para que Rucho disfrutara del
aire fresco y de la espléndida vista de los campos de sembradío
del pueblo, donde el asno podía ver a otros miembros de su
especie —menos afortunados que él—, junto con los bueyes,
bregando de sol a sol para ganarse un mísero montón de paja
mucho más pequeño que los dos o tres que le subían a diario,
acompañados con terrones de azúcar, ciruelas maduras, zanahorias y las sobras del cocido, los hijos y la mujer del telegrafista rojo.
8
Los días transcurrían sin novedad. El Rucho, feliz en su camaranchón, recibía displicente la comida y las atenciones de los
niños. Bien alimentado —física y espiritualmente— crecía con
Pastora
23
La magia de la añoranza y la ensoñación se dan cita
en estos cuentos, donde el autor apuesta por la melancolía y la complicidad de los recuerdos. El lector
encontrará primero, en “Pastora”, la historia de un
hombre fiel y bondadoso que sufre con su familia
los efectos de la Guerra Civil española. Luego, “… Me
miró feo” ofrece una amena descripción de la fiesta
taurina y “El camarada Andrés” revela la profunda
amistad entre un profesor y su ávida discípula. Las
dos historias siguientes, “Con las bombas que se tiran…” y “Fue obra del Chepa, en venganza cruel…”,
comparten la visión de sus personajes ante los horrores del conflicto bélico. Esta nueva edición incluye
el cuento inédito “Marcela, pastora de lobos”, en el
que se relata el encuentro de Tristán de Gredos con
el Don Quijote, de Cervantes, y la aventura que emprendió para encontrar a la hermosa Marcela. Estos
seis relatos reúnen a los personajes más dispares y
evocan un universo de experiencias dolorosas con
atisbos de fresca alegría, confirmando que, a pesar
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de todo, la vida tiene un inquietante sentido.
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