Obreras y empleadas de los servicios en el Madrid del primer tercio del siglo XX. Inserción laboral, estrategias familiares y margen de autonomía de las mujeres en la moderna economía industrial. X Congreso de la ADEH Sesión 22. Trabajo, género y economías domésticas en Europa, siglos XIX y XX. Organizadores: Cristina Borderias, cborderiasm@ub.edu Llorenç Ferrer Alos, llferrer@ub.edu Abstract: La ciudad de Madrid conoció una intensa transformación de su economía durante el primer tercio del siglo XX. Por un lado el definitivo despegue de la industrialización y por el otro la germinación de un moderno sector servicios, ampliaron y modificaron profundamente el mercado laboral de la capital. Esto afectó a la participación de las mujeres en el mercado laboral, a las que se abrió nuevos sectores de empleo y particularmente se les permitió acceder a puestos de trabajo más formalizados en sus remuneraciones salariales, horarios y formas de contratación. En la presente comunicación se tratará de evaluar en qué medida estos nuevos empleos supusieron una ruptura o no con las viejas formas de contratación laboral de las mujeres y si con ello se venció la consideración del trabajo extradoméstico femenino como un complemento de la economía familiar tal y como sucedía en el pasado. Para ello se abordará el análisis de dos casos de empresas radicadas en Madrid y que empleaban intensamente mano de obra femenina. Por un lado la Perfumería industrial Gal, que contaba con una extensa plantilla de trabajadoras manuales pero también de oficina. Por el otro lado la Compañía Telefónica que incorporó a gran número de trabajadoras desde su fundación Madrid, primer tercio del siglo XX. Transformación de la economía y del mercado laboral. La ciudad de Madrid conoció en las tres primeras décadas del siglo XX uno de sus periodos de transformación y crecimiento más intensos. De gran ciudad, que ya lo era en 1900 cuando había alcanzado los 500.000 habitantes, pasó a ser una metrópolis de más de un millón de vecinos (PALLOL 2009; JULIÁ 1984; FERNÁNDEZ 1993). Dicho crecimiento corrió paralelo y fue impulsado por una radical remodelación de las estructuras productivas de Madrid y la aparición de nuevos motores para dar impulso a su economía. Tanto este cambio del modelo productivo, en el que Madrid pasó de ciudad de artesanos, con fuerte peso de la construcción y capital burocrática a ciudad industrial y de servicios modernos, como su repercusión en el mercado laboral, ya ha sido estudiado en otros trabajos previos (OTERO y PALLOL, 2010). Gráfico 11.2: Principales grupos profesionales del mercado laboral masculino. Ensanche Norte 1860-1930 45 41,37 39,00 40 porcentajesdetrabajadores 35 32,77 30 25 27,57 19,42 20 15 26,92 22,97 15,38 14,97 12,70 11,56 10,17 9,26 10 4,99 4,89 5 5,00 4,89 2,95 1,94 1,53 0 % en 1860 % en 1880 % en 1905 % en 1930 Jornaleros/Trabajadores sin cualificar Artesanos, oficios y trabajo cualificado Pequeño comercio empleados y dependientes de comercio profesiones liberales Fuente: AVM, Estadística, padrón del Ensanche Norte, 1860, 1880, 1905 y 1930 Las investigaciones sobre la que se asienta este interpretación se han realizado a partir de los análisis de los padrones municipales de habitantes de distintas zonas de la capital; así por ejemplo, el estudio del Ensanche Norte ha reflejado la transformación del mercado laboral del conjunto de Madrid, con la progresiva desaparición de los oficios manuales cualificados, el crecimiento durante el siglo XIX de los jornaleros y su retroceso posterior ante el crecimiento de los empleados y trabajadores de cuello blanco. Para ello se ha utilizado un volumen de datos que suponen unos 5.000 habitantes en 1860, 23.000 en 1880, 55.000 en 1905 y unos 130.000 en 1930 (todos y cada uno de los vecinos registrados en el Ensanche Norte en cada uno de esos años). Su representatividad no sólo procede de su volumen (PALLOL, 2009). El Ensanche Norte fue una zona que se incorporó a la ciudad de Madrid en 1860, resultante del proyecto de ampliación del ingeniero Castro y que fue la que más creció en número de habitantes y más edificios construyó hasta la Guerra Civil, y por tanto cabe considerarla como un símbolo del nuevo Madrid que se desarrollaba en este periodo. Esto es más cierto si se tiene en cuenta la mixtura social de su población, en comparación con las otras zonas de Ensanche, pues el Este (barrio de Salamanca) era de marcado carácter burgués y el Sur (Arganzuela) era acusadamente obrero. Así, el estudio de los padrones municipales de Chamberí ofrece un retrato fiel de las grandes líneas de evolución de los sectores 2 productivos madrileños y de los mercados laborales que se le asociaban entre 1900 y 1930. Uno de los sectores más importantes en la transformación de la economía de Madrid en el primer tercio del siglo XX fue la industria. Hasta entonces, la capital española no había conocido un verdadero desarrollo industrial, al menos no tan intenso como el de otras ciudades como Barcelona o Bilbao. A partir de 1900 en cambio, Madrid se liberó de los lastres que habían impedido su impulso fabril. Las dos causas fundamentales de este despegue industrial fueron por un lado, la utilización de nuevas fuentes de energía como la electricidad que sustituía un carbón que resultaba caro en Madrid como combustible en la producción; por otro lado la apertura de nuevos campos a la industria como el químico, la producción de maquinaria, de artículos de alimentación o las artes gráficas y de la edición, en los que Madrid no tenía una desventaja comparativa como en la siderurgia o el textil por la carestía de materias primas (GARCÍA DELGADO 1990). El resultado fue que en Madrid aparecieron hasta la Guerra Civil las primeras grandes industrias, que borraron definitivamente el carácter artesanal de su producción y que fueron responsables de una gran creación de empleo manual. La clase trabajadora madrileña en las últimas décadas se había debatido entre el declive de los antiguos oficios artesanales y el crecimiento del trabajo descualificado, el de los jornaleros, en general vinculado a la construcción. Los albañiles, pintores, carpinteros, electricistas, estuquistas y demás profesionales más o menos directamente relacionados con el ladrillo, mantuvieron un importante peso en el mercado laboral de la ciudad pero se vieron acompañados por nuevas profesiones en auge como la de mecánico u obrero de fábrica, antes poco presentes en Madrid (PALLOL 2009: 603658). Junto a la industria, el otro gran sector que impulsó la remodelación económica y del mercado laboral de Madrid fue un sector servicios de nuevo cuño que multiplicó el número de trabajadores de cuello blanco (PALLOL 2011). Esta proliferación de empleados de oficina hizo pensar a algunos que Madrid seguía siendo una economía parásita del resto del país, agrícola e industrial, “un poblachón manchego lleno de subsecretarios”, en palabras de Camilo José Cela. Sin embargo, un estudio más detallado muestra que el sector servicios madrileño a partir de 1900 no nacía de la atrofia de la burocracia del Estado, sino de las empresas privadas en expansión al calor de la segunda ola industrial. La mayor parte de estos nuevos empleados del primer tercio del siglo XX pertenecían a ámbitos de negocio como las telecomunicaciones (telégrafos, correos y teléfonos), la banca y los servicios financieros, las agencias de seguros, el trabajo en el comercio (no como dependientes de tienda sino como representantes y viajantes de firmas españolas y extranjeras), las empresas de transporte o la publicidad. Eran oficios exigidos por una nueva economía cada vez más compleja, en la que era tan importante las innovaciones en el proceso de producción material de los bienes industriales para rebajar su coste como la obtención de información y el desarrollo de técnicas de marketing para competir en el mercado (PERKIN, 1989). La amplitud de escala que estaba alcanzado la producción en España, con fábricas que a partir de la Primera Guerra Mundial especialmente empezaron a colocar sus artículos no sólo en el mercado nacional sino también en el internacional, presentaba unas necesidades de financiación y el desarrollo del sistema bancario. Todas estas funciones de un sector terciario moderno se concentraron en Madrid, que ya era capital política y asumió por fin su capitalidad económica; en la Gran Vía recién inaugurada, se instalaron las sedes de estas grandes empresas y multinacionales, en grandes oficinas que la convirtieron en una moderna economía de servicios (PALLOL 2009). 3 Esta descripción general de la evolución económica que se ha construido sobre el análisis de los datos profesionales de los vecinos varones del Ensanche Norte, queda matizada si se analizan los datos profesionales de las mujeres empadronadas en la misma zona. En 1930, apenas había madrileñas que declaraban una profesión, y casi tres de cada cuatro decían dedicarse exclusivamente a “sus labores” como amas de casas. Sólo un sector de empleo se destacaba, el servicio doméstico que concentraba al 15% de las mujeres e edad laboral según el padrón municipal; muy por detrás, y con carácter casi anecdótico, aparecían grupos de empleadas en el sector servicios (2,84%) y trabajadoras manuales cualificadas (1,23%). Gráfico 12.2: inserción laboral femenina en el Ensanche Norte en 1930 Propietarios y rentistas 0,51 Pensionistas, jubilados y retirados 3,36 Iglesia y militares 0,04 Profesiones liberales/Titulados 0,18 Empleados y dependientes 2,84 Servicio doméstico Industriales Pequeño comercio 15,22 0,01 0,45 Artesanos, oficios y trabajo cualificado Jornaleros/Trabajadores sin cualificar Labores agropecuarias 1,23 0,76 0,00 Sin oficio 2,00 Sin determinar/Sus labores 73,40 0,00 10,00 20,00 30,00 40,00 50,00 60,00 70,00 80,00 Fuente: AVM, Estadística, padrón del Ensanche Norte, 1930 Esta imagen que ofrece la estadística es muy engañosa, tal y como se ha demostrado en diferentes estudios en los últimos años. Son conocidas las limitaciones de las fuentes estadísticas para este tipo de estudios y cómo bajo muchas de amas de casa se escondían mujeres que participaban de diferentes formas en el mercado laboral (ARBAIZA 2000, BORDERÍAS 2003). Dos razones principales explican la abundancia de amas de casa en la estadística. La primera es de orden cultural y tiene que ver con la desconsideración y los prejuicios que existían hacia el trabajo femenino extradoméstico. El discurso social dominante en la época, al menos entre las clases medias y altas, proyectaba un ideal basado en que las relaciones entre géneros implicaban dos esferas separadas de actividad, una pública para los varones, responsables de ganar el pan, y una doméstica reservada a las mujeres cuyos esfuerzos debían consagrarse a ser ángeles del hogar que garantizaran el cuidado de hijos y marido (GÓMEZ-FERRER 1994, PÉREZ-FUENTES 2004, PAREJA 2012, BORDERÍAS 2012). La asunción de este discurso hizo que muchas esposas e hijas fueran presentadas en los registros municipales como dedicadas a sus labores, aunque en realidad estuvieran empleadas en talleres, tiendas de barrio o fábricas (NIELFA, 1981). La segunda razón que explica la abundancia de amas de casa en la estadística tiene que ver con la importancia que las tareas domésticas tenían para la supervivencia económica de la familia. Ser ama de casa era una actividad que bien podía superar en horas y esfuerzos a un trabajo en el taller o en la fábrica (CAMPS, 1999; NIELFA 2001). En el Madrid de 1930, asegurar una despensa con alimentos de difícil conserva, lavar la ropa o cocinar eran labores que absorbían una gran cantidad de tiempo y trabajo, y resulta razonable que la principal actividad de las esposas y también 4 de las hijas fuera la de ser amas de casas, particularmente entre las clases populares que no podían permitirse el lujo de contratar una criada. Esto no quitaba que, de forma esporádica las mujeres también buscaran trabajos que pudieran realizar a destajo o a domicilio, bajando al lavadero, cosiendo para un taller o limpiando las escaleras y el portal del inmueble en el que se encontraba el hogar (PALLOL 2009). La separación tajante entre el lugar de trabajo y el de residencia y la distinción propia de los nuevos modos de producción entre tiempo de trabajo y tiempo de reposo, condenaba a las mujeres a la marginación en el mercado laboral. Cada vez más mujeres se vieron relegadas a la ambigua condición de la dedicación a “sus labores”. Se las convertía así en víctimas de un sistema injusto de reparto de tareas en el que imperaba la segregación sexual. Los hombres accedían al empleo remunerado y formalmente organizado, mientras que ellas debían limitarse a las labores domésticas y a tareas irregulares que rara vez eran recompensadas con un salario y, cuando lo era, solían ser en cantidades escasas y pagadas de forma irregular. La excusa era que su salario era complementario, pues sus maridos debían ganar lo suficiente para mantenerlas. La realidad era que realmente eran trabajadoras pero mal retribuidas. Porque trabajo también era, e igual de importante, asegurar la buena alimentación de sus familias, garantizar que tuvieran ropa limpia cada día y asistirlos cuando caían enfermos. Otra cosa muy distinta es que sus esfuerzos fueran reconocidos socialmente. El presente trabajo no tiene por objetivo tratar de reconstruir las tasas reales de actividad femenina ni de cuantificar su participación formal en el mercado laboral madrileño. El padrón municipal no es una fuente que lo permita a no ser que se cruce con otra documentación. En cambio, la sola consulta del padrón sí que hace posible otros análisis, particularmente los que ponen en relación profesiones y oficios con condiciones sociales y materiales de vida, al menos en Madrid donde la fuente ofrece rica información sobre estructuras familiares, salarios o alquileres. Lo que se pretende en este trabajo es indagar si el Madrid de 1930 ofrecía nuevas formas de participación laboral a las mujeres que implicaran cambios en sus formas de visda. Para ello se pone el foco en aquellas mujeres que declaraban un empleo en nuevos sectores de la economía, la industria y los nuevos servicios, y se analiza sus condiciones de vida, particularmente el salario, edad e inserción familiar. La principal cuestión que se trata de resolver es si estos nuevos empleos seguían respondiendo a los mismos perfiles marcados por el discurso de la división sexual del trabajo, entre ganadores de pan y amas de casa. Es decir, si como en el caso de las criadas se consideraban como un trabajo temporal, restringido a la juventud y no como un empleo de por vida en el que desarrollar una carrera profesional; o como en el caso de las costureras a domicilio, lavanderas u otras profesiones que ejercían su oficio esporádicamente, sin horario fijo, en los huecos que dejaba la dedicación al hogar. O si por el contrario en las fábricas y en las oficinas las mujeres gozaban de condiciones similares a las de los varones, con salarios suficientes para mantenerse por sí solas y que no fueran considerados como un complemento o una ayuda al del esposo y cabeza de familia. El análisis se centra en dos empresas emblemáticas del Madrid de la época y que se distinguieron por sus amplias plantillas de mujeres empleadas. Una de ellas es la Perfumería Gal, una de las grandes fábricas del Madrid de primer tercio del siglo XX y ejemplo paradigmático de los nuevos sectores punta de la Segunda Revolución Industrial, el químico. El otro ejemplo es la Compañía Nacional de Telefónica, monopolio formado durante la Dictadura de Primo de Rivera y de capital americano que trajo a España algunas de las modernas formas de organización del trabajo que ya se empleaban en los países más desarrollados económicamente. 5 Trabajadoras al final de la cadena. Las obreras de la Fábrica Gal En los años 30 Gal, cuya fábrica estaba instalada cerca de Moncloa, en el Ensanche Noroeste, era la mayor firma de perfumería de toda España y una de las más importantes de toda Europa. Su fundador era Salvador Echeandía Gal, natural de Irún, que había llegado a Madrid en 1880, tras haber cursado estudios de comercio en Zúrich. En 1887 abrió una droguería en la calle Arenal: por entonces los perfumes, jabones, cosméticos y demás artículos de perfumería aún eran elaborados artesanalmente y tampoco se habían difundido socialmente los hábitos de higiene y culto al cuerpo y al aspecto físico. Echeandía Gal debía contentarse con captar una clientela reducida, y mantenerse como una de esas tiendas de lujo que abundaban en el centro de la ciudad, que vivían del gasto suntuario de la aristocracia y las familias burguesas. El negocio comenzó a crecer cuando se incorporó Eusebio Echeandía Gal, hermano del fundador y doctor en ciencias químicas por la Universidad de Berlín. Ambos renovaron la empresa aliando conocimientos científicos y modernas técnicas comerciales: en 1898 lanzaron el petróleo Gal, un ungüento que según los anuncios fortalecía el cabello y evitaba su caída. El éxito fue inmediato; el producto era nuevo tanto por su proceso de elaboración química como por la campaña publicitaria que lo acompañaba. El aumento de ventas les llevó en 1901 a abandonar la tienda de la calle Arenal y con la ayuda de unos cuantos socios, a abrir una fábrica en la calle Ferraz, en el barrio de Argüelles. En los años siguientes aumentaron la producción y además la diversificaron: en 1905 lanzaron el jabón perfumado Heno de Pravia al que siguieron un amplia gama de productos como los jabones de ropa Kopos y La Cibeles, los perfumes Esencia Trini, Agua de Colonia Añeja y Agua de colonia extrafina, la pasta dentífrica Dens, los polvos de arroz Trini, el Jabón Gal para la barba o el fijador para cabello Fixol. Todos con gran éxito de ventas a finales de los años veinte. A parte del genio emprendedor de los dos hermanos, otros dos factores ayudaron a que Gal se convirtiera en una gran empresa hacia 1930. El primero fue la ampliación del mercado de la que se benefició; durante el primer tercio del siglo XX, las mejoras de las condiciones de vida permitieron que las clases trabajadoras se interesaran en el consumo de productos para los que antes no tenían dinero ni tiempo, entre ellos los artículos destinados a la higiene y la belleza. Con un público ampliado resultó rentable la producción masiva e industrializada de colonias y cosméticos, lo que a su vez redundó en la bajada de precios de estos productos. Germinaban así las condiciones para una producción de mayor escala en la que se hizo posible la fundación de una empresa como Gal. También ayudaron las excepcionales condiciones creadas en el mercado por la Guerra Mundial, cuando desapareció casi por completo la competencia extranjera (CARRERAS y TAFUNELL, 2006: 223-261; ROLDÁN, GARCÍA DELGADO, y MUÑOZ, 1973). Las empresas españolas pudieron crecer y conquistar el mercado nacional e incluso vender en el extranjero ya que en los países en conflicto se había interrumpido la producción. Gal se benefició especialmente de este tiempo muerto del comercio internacional para convertirse en una empresa competitiva en sus precios y en la calidad de sus productos. Tanto creció la empresa que sus dueños pudieron abrir una nueva fábrica en 1915 en la que modernizar aún más la producción. La nueva fábrica Gal se instaló en la plaza de la Moncloa, frente a la Cárcel Modelo y desde su inauguración recibió elogios tanto por su modernidad arquitectónica como productiva. En este punto los hermanos Echeandía Gal resultaban una excepción pues los industriales españoles no se esforzaron demasiado durante la gran Guerra por mejorar sus negocios; por lo general se limitaron a aprovechar la coyuntura y los altos precios del mercado internacional y como mucho ampliaron las plantillas de 6 trabajadores para tratar de producir más. Los Echeandía Gal, en cambio, mantuvieron su actitud innovadora lanzando nuevos productos e insistiendo en la publicidad, convencidos de que el éxito industrial estaba en la conquista de las masas de consumidores anónimos. En la empresa se creo un departamento publicitario propio, que pronto fue conocido por su innovación en una España en que todavía había pocos publicistas; las campañas publicitarias Gal fueron tan exitosas y célebres que otras empresas reclamaron los servicios del departamento, convertido ya en una agencia de prensa, la primera en España (RODRÍGUEZ MARTÍN, 2008). La fábrica Gal de la Moncloa en 1925, Nuevo Mundo, 24 de Julio de 1925. En Gal también se introdujeron mejoras en la organización del trabajo para aumentar la productividad; Salvador Echeandía Gal fue uno de los primeros empresarios españoles en abrazar la Organización Científica del Trabajo y aplicar el taylorismo, apostando por la especialización de los trabajadores y la división en departamentos y secciones, así como por la mecanización y la organización en cadena de montaje (CANDELA, 2003). Finalmente, Gal también se presentó en sociedad como pionera en la protección y cuidado de sus trabajadores, tal y como publicitaba en enero de 1927, en el número 1 de Pompas de Jabón, una revista corporativa de la propia empresa. En este folleto se enorgullecían de ofrecer baños y duchas para los obreros en las instalaciones de la fábrica, así como una clínica con servicio médico y hasta una guardería. La empresa afirmaba haber implantado la jornada de ocho horas y las vacaciones pagadas de diez días al año, así como las bajas remuneradas por enfermedad de hasta tres meses. También decía ofrecer jubilación con pensión equivalente al salario a los trabajadores con más de veinte años en la empresa y que hubieran cumplido los sesenta años. A principios de la década de los 30 la fábrica Gal se situaba a la vanguardia de la modernidad industrial tanto por su organización de la producción, sus técnicas de ventas y su pretendida responsabilidad corporativa y protección a los trabajadores. Además era una empresa multinacional que tenía factorías abiertas ya en Londres y en Buenos Aires para ampliar mercados. Gal debía ser considerada como un ejemplo acabado de la nueva economía de la segunda revolución industrial cuyos rasgos eran muy parecidos a los de la empresa Ford, quintaesencia de la modernidad fabril de aquel tiempo. Trabajadoras de los departamentos de empaquetado de Gal en la azotea de la fábrica, 1915. 7 Gal ofrece un ejemplo inmejorable para analizar los cambios en el mercado laboral madrileño producidos por la industrialización. En el padrón del Ensanche Norte de 1930 se pueden localizar a 78 de los 576 trabajadores de su plantilla, una muestra que recoge las distintas formas de trabajo y las condiciones laborales en la fábrica. Un primer rasgo significativo era la fuerte presencia de mujeres entre sus trabajadores, algo común en muchas de las fábricas madrileñas desde ya antes de la industrialización. Estaban por ejemplo las cigarreras de la Real Fábrica de Tabacos, centro de trabajo donde los únicos varones solían ser capataces y jefes de secciones, mientras que las mujeres realizaban todas las tareas manuales (CANDELA, 1997). También había muchas obreras en fábricas de ramas de la producción más modernas, como Gal, pero donde la discriminación frente a los varones que gozaban de mejores condiciones labores se mantenía, como se observa en los puestos que unos y otros ocupaban y los salarios que recibían. Tabla 1: Trabajadores manuales de la fábrica Gal residentes en el Ensanche Norte en 1930 Mujeres Hombres F. Rodríguez A. Espinos Ripoll 18 18 estado civil S S Snf 18 S obrera Ns Antonio Olaya 32 Ayero Espinosa B. Moreno Cabo 20 20 S S ajuste de cajas jornalera 2,5 0 Snf Alejandro de la Iglesia J. de la Fuente E. García Blanco 21 21 S S cajera jornalera 2,25 3 J. Carretero Ayero Espinosa 22 23 S S jornalera empaquetadora H. Tabares A. Espinos 24 24 S S A. Salas González A. Salas 24 26 F. Fernández Sarriá Snf Nombre edad cargo fábrica jornal Nombre Edad estado civil empaquetadora jornalera 2 2,5 Basilio Campos M. Irisar 31 32 C S cargo fábrica jornal 7,75 4500* C jornalero peón de industria jornalero 34 34 S C jornalero obrero 8 8 Basilio Fernández Pedro Moneo 34 37 C C 7 NS 3 3,5 Luis Urueña Cayetano Sotillo 38 40 C C peón peón de fábrica impresor impresor cajera de cartón jornalera 2 2,5 Julio Marcote Ángel de la Peña 41 42 C C obrero fogonero NS 8 S S obrera obrera Ns Ns Cipriano Benito Manuel Flores 42 45 C C mozo trabajador 6 10 26 27 S S jornalera aprendiza Ns 2,25 Manuel Martínez Francisco Miranda 46 46 C C litógrafo jabonero 20 11 A. Espinos F. García 27 28 S V jornalera obrera 2,5 Ns Juan Minondo 50 C mecánico J. Macías Rosas Snf 28 29 S empaquetadora jornalera 3 3,25 I. Laguna Snf 29 38 S S obrera pegado de frascos 3 3,75 J. Fernández Francisca García 38 56 s v obrera obrera 3 NS Rafaela Casado 63 v jornalera NS Leyenda de abreviaturas Snf: nombre no facilitado Estado civil: s (soltero/a) c (casado/a) v (viudo/a) * sueldos anuales Elaboración propia a partir de AVM, Estadística, padrón del Ensanche Norte, 1930. En la fábrica Gal se ofrecían caminos profesionales muy diferentes a los varones y a las mujeres (CANDELA, 2007). Los beneficiados eran los primeros, que ocupaban los mejores puestos, con altos salarios y condiciones laborales relativamente privilegiadas. La modernización tecnológica y las nuevas formas de trabajo industrial (el taylorismo), no habían perjudicado a todos los trabajadores manuales: en Gal seguía existiendo mano 8 7,5 18 Ns 5000* de obra altamente cualificada y especializada que recibía altos salarios. Sobre todo los operarios que controlaban las máquinas como Juan Minando un mecánico con sueldo de 5.000 pesetas anuales, o Francisco Miranda, jabonero con 11 pesetas de jornal diario. También se distinguían los litógrafos y los impresores empleados en el departamento de publicidad y en el de etiquetado y que podían llegar a las 18 o 20 pesetas diarias. Eran todos trabajadores que ocupaban una posición central en el proceso productivo y que eran recompensados en consecuencia: sus habilidades eran raras y sin ellos la cadena de montaje se habría paralizado. Por otra parte, la mecanización y la segmentación de la producción en la fábrica Gal también dieron lugar a tareas que no requerían demasiada cualificación, como el cortado de las barras de jabón en pastillas, el troquelado para inscribir en cada pastilla la marca de Heno de Pravia, el envasado y empaquetado de los productos o el embotellado del agua de colonia y su almacenaje en cajas y paquetes. Eran tareas, sencillas y repetitivas, en las que se concentraban las mujeres, inscritas en el padrón municipal con profesiones como “jornalera, obrera, cajera, empaquetadora” o dedicadas al “pegado de frascos”. No había entre ellas ninguna mecánica o trabajadora de mayor especialización. La diferencia en la cualificación profesional con los varones se transmitía a los salarios. En la muestra de obreros de Gal de 1930 ofrecida aquí, la mujer mejor pagada recibía 3,75 pesetas diarias mientras que el varón peor pagado cobraba 7 pesetas al día. No era una cuestión de cualificación, pues el varón era un simple peón; los dos trabajaban las mismas horas, las ocho establecidas como jornada en la fábrica. La desigualdad entre hombres y mujeres no tenían que ver con cuestiones profesionales sino con el distinto papel que se les adjudicaba en la sociedad y en el mercado laboral. Fábrica Gal. Maquinaria para la fabricación de jabones de tocador y pastas dentífricas Taller de fabricación de estuches finos de Gal, Nuevo Mundo, 21 de Octubre de 1909. Hombres y mujeres no eran considerados igual en la fábrica y por eso (o para reforzar esa desigualdad) se les segregaba tajantemente. Había trabajos masculinos y trabajos femeninos, que se realizaban en departamentos diferentes y separados. Los hombres y las mujeres se situaban en distintas posiciones dentro de la larga cadena de producción de los jabones, desde la creación de la pasta base hasta que salían empaquetados y listos para ser expuestos en un escaparate. Los obreros varones, privilegiados, se ocupaban de tareas directamente relacionadas con la fabricación del producto: cocían las mezclas para elaborar el perfume, controlaban las máquinas que los cortaban o los envasaban. Las mujeres, en cambio se ocupaban de la presentación del: envolvían los jabones, pegaban las etiquetas con la marca y los empaquetaban para su transporte y distribución comercial. Tal distinción de género en el trabajo estaba tan interiorizada que se explicitó en la legislación laboral de 1932, que establecía para el ramo de la perfumería que “no se podrá obligar a ningún obrero a trabajos impropios 9 de su sexo relacionados con la limpieza y que la costumbre asigne al femenino. Tampoco se podrá obligar a las obreras a trabajos que requieran fuerza superior a la normal de su sexo” (CANDELA, 2007). La separación de hombres y mujeres en el proceso de producción se trasladaba a sus trayectorias profesionales, de muy diferente recorrido. Los obreros varones, en los trabajos centrales de producción y en contacto con las materias primas y las máquinas podían ir adquiriendo cualificación profesional. Los peones de industria se convertían en fogoneros o jaboneros, incluso en mecánicos, cuando se familiarizaban con la cadena de producción, accediendo así a mejores salarios y condiciones laborales. Las mujeres, en cambio, eran trabajadoras “al final de la cadena” (CANDELA, 2007), encargadas de tareas periféricas (aunque necesarias) dentro del proceso de producción y sólo entraban en contacto con los artículos ya elaborados. En el departamento de empaquetado se realizaban tareas manuales sencillas y repetitivas. Para ellas las escalas salariales y la expectativa de ascenso no existían en realidad y no parecía posible escapar de los jornales de miseria de menos de 4 pesetas diarias. Con esta estructura de incentivos, era lógico el comportamiento de las obreras de la fábrica Gal, que se acomodaban a las mejores oportunidades que les ofrecía el mercado laboral, participando en él sólo cuando les era más rentable. Así, casi todas eran solteras y menores de treinta años, porque sus condiciones laborales y escaso salario sólo resultaban atractivos en la juventud. Los jornales de 3 pesetas, en cambio, no merecían la pena después, si se casaban, pues en una economía familiar resultaba más valiosa su contribución como amas de casa. Ellas no podían contratar una criada y las tareas domésticas exigían prácticamente toda la jornada y si querían ganar algún dinero extra lo hacía como costurera a domicilio, lavandera, asistenta o en cualquier tarea flexible que no tuviera horarios fijos. En fin, la participación laboral de las mujeres en las modernas fábricas seguía las mismas pautas de otros sectores en los que habían participado intensamente, como el servicio doméstico; las mujeres trabajaban plenamente en la fábrica sólo durante su juventud, lo mismo que las que se empleaban de criadas, pero no podían convertirlo en su forma de vida, pues los salarios eran demasiado bajos incluso para mantenerse sólo a ellas, sin incluir a hijos o marido. No era lo que sucedía a los varones que si podían encontrar en la fábrica un empleo compatible con su vida familiar: en los departamentos exclusivamente masculinos de la fábrica Gal muchos de los obreros tenían más de treinta años de edad, la gran mayoría estaban casados y contaban con un sueldo lo suficientemente alto para pagar casi todos los gastos de su hogar. El trabajo en oficinas. Primeros resquicios para la aparición de la trabajadora moderna. Las obreras solteras y de salarios bajos no eran la única oferta de empleo que ofrecía la empresa de Perfumería Gal a las mujeres madrileñas. En una industria como aquella, a la vanguardia de la modernidad económica de su tiempo, tan importante era su plantilla de la cadena de producción como la de sus oficinas que aseguraba que el gran volumen fabricado se vendiera rápidamente: representantes comerciales para negociar con los minoristas, dibujantes y publicistas para diseñar anuncios, químicos para crear nuevos artículos, contables, secretarias, telefonistas y dependientes de comercio para atender las tiendas que existían en la misma fábrica. De tal manera que 34 de los 78 trabajadores de Gal del Ensanche Norte en 1930 eran empleados de las oficinas y laboratorios. Igual que entre los trabajadores manuales, una gran parte eran mujeres y también en sus departamentos eran discriminadas respecto a los varones: 10 ejercían puestos laborales específicos, considerados como propios de su sexo como atender al teléfono o secretaria; sus sueldos eran menores que los de sus compañeros varones. Pero había una gran diferencia con los talleres: en las oficinas las mujeres tenían puestos laborales que les ofrecían sueldo suficiente para mantenerse por sí solas y que les abrían posibilidades de promoción y ascenso. Por eso las empleadas en las oficinas Gal no eran sólo jóvenes, que habían llegado para trabajar durante los años antes de casarse y muchas habían pasado la treintena. Tabla 2: trabajadores en las oficinas de la fábrica Gal residentes en el Ensanche Norte en 1930 mujeres Nombre edad Hombres A. Cejudo 21 estado civil S cargo fábrica empleada Sueldo anual 1.800 Antonio Lario 26 estado civil c A. de la Loma 23 S empleada 3.000 José Mª Fernández 26 c empleado 3.900 J. Bayón 23 S empleada 2.400 Cecilio Herrarti 28 c ordenanza 1.800 Snf 26 C empleada 3.600 Humberto Martín 29 c empleado 4.200 Soledad Robles 26 S empleada 2.400 Francisco Romero 30 c embalador 3.000 I. Fuentes 27 S empleada 3.300 José Fernández 33 c empleado 5.000 L. Fernández 29 S empleada 5.000 Rafael Molina 34 c ordenanza 1.800 Luisa Mendrá 30 S 2.400 snf 35 c empleado 5.000 Antonia de la Loma 31 S comercio (empleada) empleada 5.000 Roberto Moirier 37 c empleado 5.000 F. Fernández 31 S empleada 2.400 Antonio García 37 v empleado 2.500 L. Martí 31 S empleada 2.700 Ángel Martínez 38 c escribiente 5.000 Snf 32 S empleada 1.500 snf 42 s A. Cueto 35 S dependienta 4.000 Juan Krohn 44 c dependiente de comercio Empleado María del Carmen Urgundi Snf 36 S empleada 2.100 Antonio González 45 c Empleado 5.000 40 V empleada Robustiano Gal 46 c dependiente 5.000 Teresa Nebot 52 S empleada Pedro Roa 46 v excepcional 3.000 Mariano Vargas 48 s escribiente 5.000 Victorino Orozco 50 c comisionista Luis Fernández 52 c empleado Adrián Altamirano 57 c portero Salvador Echeandía Gal 63 c industrial (g) 325** Leyenda de abreviaturas Snf: nombre no facilitado Estado civil: s (soltero/a) c (casado/a) v (viudo/a) *jornales diarios **sueldos mensuales nombre edad cargo fábrica empleado Sueldo anual 5.000 7* 5.000 7 12.000 Elaboración propia a partir de AVM, Estadística, padrón del Ensanche Norte, 1930. De estas empleadas, había cinco que presentaban como cabezas de familia. Una de ellas, Antonia de la Loma, con 31 años en 1930, compartía vivienda con sus tres hermanos menores y su madre viuda. Antonia era la mejor pagada en la familia con un su sueldo como empleada en las oficinas de Gal, con un sueldo de 5.000 pesetas al año; su hermana menor, de 23 años, también estaba empleada en la Perfumería, con 3.000 pesetas anuales de salario. El hermano menor, de 20 años, trabajaba en otra fábrica por 1.500 pesetas al año. Entre los tres pagaban un piso de 2.100 pesetas de alquiler al año. Una estructura de hogar similar a la de Soledad Robles, que convivía con su madre viuda y tres hermanos varones: un empleado de seguros, otro en ferrocarriles y el menor estudiante. En ambos casos, las hijas mayores habían sustituido al padre ausente y como él aportaban el salario más alto al hogar. Más interesante resulta el caso de María del Carmen Urgundi, de 36 años que compartía su vivienda con una de sus compañeras de la fábrica (Snf en el cuadro), de 32. Dos mujeres solteras viviendo de forma independiente gracias a sus salarios. Incluso había quien, como Teresa Nebot, de más de cincuenta años y sueldo mensual de 325 pesetas, vivía sola. Su alto salario le permitía 11 alquilar en la calle Guzmán el Bueno una vivienda de seis habitaciones de 65 pesetas de alquiler. A diferencia del trabajo en la fábrica, los puestos laborales de las oficinas Gal permitían a las mujeres construir una forma de vida alternativa a la que les parecía abocar el discurso social y que les condenaba al matrimonio y al desempeño del papel de ama de casa. Es cierto que eran casos contados y que para desarrollar una carrera profesional, las mujeres parecían tener que evitar el matrimonio; sólo una de las mujeres empleadas en Gal estaba casada. Era la esposa de José María Pérez Fernández (en la tabla, Snf de 26 años), con quien además compartía lugar de trabajo. Ambos estaban empleados en la sección de ventas de las oficinas Gal, él con salario de 3.900 pesetas y ella con 3.600. La familia la cerraba una hija de un año y una sirvienta que se ocupaba de las tareas del hogar. Lo importante de estos casos – y en general de todas las trabajadoras del terciario en Gal- es que se trataba de mujeres que accedían a mayores salarios y y mejores condiciones laborales que las obreras manuales. Aunque las diferencias con los varones seguían existiendo, los salarios de 2.000 o 3.000 pesetas permitían a estas mujeres ejercer otros papeles dentro de sus economías familiares, diferentes a las de ama de casa o la de simplemente un complemento al salario del cabeza de familia. Esta nueva condición de la trabajadora se mostraría con más fuerza en una gran empresa de servicios modernos como era la Compañía Telefónica. Eusebio Echeandía Gal en el laboratorio químico de la fábrica que fundó su hermano (izquierda);calderas para la cocción de jabones (derecha); Nuevo Mundo, 14 de Octubre de 1909. La gran empresa de servicios: nuevas condiciones laborales y nuevas formas de desigualdad de género. El sector de la comunicación telefónica representa un caso de estudio de especial interés porque a comienzos de siglo era un campo virgen para la expansión empresarial, donde no se contaba con experiencia previa alguna. Su gestión como negocio y la organización laboral no tenía demasiados precedentes y antes de que se lograra un modelo viable de empresa, se produjeron diversos ensayos que fracasaron o que tuvieron corta vida (OTERO CARVAJAL 2007). Todo cuajó con la creación de la Compañía Nacional Telefónica de España (CTNE) en 1924, empresa impulsada por la ITT norteamericana y que obtuvo el monopolio del servicio telefónico por concesión del directorio militar de Primo de Rivera (PÉREZ YUSTE 2007). La gestión de las comunicaciones telefónicas constituía uno de los mayores desafíos empresariales del momento. A partir de ese 12 momento, el servicio de comunicaciones telefónicas se expandió a una velocidad acelerada y el número de abonados se dobló hasta superar los 200.000. Entre 1924 y 1930, la red telefónica se fue haciendo cada vez más tupida hasta conectar los principales centros de población de todo el país y establecer comunicación fluida con el extranjero, de tal manera que se podía decir que en vísperas de la II República España ya contaba con un servicio telefónico moderno. Es cierto que la CTNE no partía de cero, pues contaba con la experiencia que le aportaba la empresa matriz, la ITT y por otro lado, en su creación absorbió a gran parte de la plantilla de las empresas de telefonía que habían operado previamente en el país. Con todo, su puesta en marcha dejaba de ser un gran hito en la historia empresarial española. Se trataba de una corporación que contaba hacia 1930 con unos 7.000 trabajadores, dedicada a uno de los sectores punta de la nueva economía de la época y que por el origen de su capital simbolizaba la irrupción en España de las multinacionales que protagonizaban la economía mundial por aquellos años (PÉREZ YUSTE 2004). El origen norteamericano del capital de la CTNE marcó profundamente su organización como empresa y centro de trabajo. Al frente de la Compañía se puso Lewis Proctor, hasta entonces en la subdirección de la empresa matriz norteamericana, y fue él, junto a sus colaboradores, quien diseñó la organización de la empresa, importando las dinámicas laboralespropias de las grandes compañías y sociedades anónimas como Dupont de Nemours, General Motors o la aseguradora Metropolitan, que, por aquel entonces estaban revolucionando la economía estadounidense (ZUNZ 1991). Telefónica nació con una plantilla de miles de empleados (8.750 en 1926; BORDERÍAS, 1993) que fueron encuadrados y distribuidos en un organigrama fuertemente jerarquizado y dividido en distritos regionales. Por supuesto, en Madrid, donde se habían fijado las oficinas de la Administración general, se concentraba una gran parte de los trabajadores de la compañía. Por otra parte la capital contaba con un número de abonados y generaba un tráfico de comunicaciones telefónicas muy superior al de cualquier otro centro urbano o localidad, con la excepción de Barcelona (PÉREZ YUSTE 2004). Y por ser la sede de la administración central, en Madrid residía desde el más alto cargo de la compañía hasta su empleado más humilde, con lo que el rastreo a través del padrón municipal se puede obtener una representación lo suficientemente amplia para mostrar en su totalidad la gama de situaciones laborales comprendidas en la CTNE. Desgraciadamente, los padrones no ofrecen todos los detalles de las condiciones laborales de la Compañía Telefónica que podríamos desear; entre sus 214 trabajadores registrados en la zona de Ensanche en 1930, las informaciones son parcas y se suelen limitar a señalar en su profesión el término genérico de “empleado” y el sueldo que percibían, sin especificar la tarea concreta que desempeñaban ni su formación profesional específica. Otros estudios que se han ocupado de la organización empresarial de la CTNE y de las relaciones laborales en su seno (PÉREZ YUSTE 2004, BORDERÍAS 1993) muestran, en cambio, que la Compañía Telefónica se distinguía de las antiguas empresas del sector en España por su estricta organización en diferentes departamentos y por la alta especialización exigida en cada uno de sus puestos laborales. Proctor, el directivo procedente de la ITT y encargado de organizar la filial, había dividido la administración central madrileña en nueve departamentos con cometidos muy concretos y con pautas de organización rígidas: eran los departamentos de Dirección, Secretaría, Tesorería, Intervención y Contabilidad, Inspección, Ingeniería, Construcciones y Conservación, Tráfico y el departamento comercial. En un principio, la compañía estuvo obligada a integrar en estos departamentos a los antiguos empleados de las compañías concesionarias del servicio de teléfonos y que, 13 habían sido absorbidas o compradas por la CTNE. Este fue el pacto al que inicialmente habían llegado con el estado pero que poco a poco se olvidó: los directivos norteamericanos fueron aplicando drásticas reducciones de plantilla que se centraron en estos trabajadores, cuyos salarios consideraban caros y a los que encontraban poco familiarizados con la nueva tecnología y los equipos de los servicios telefónicos. Algunas de los recortes fueron especialmente dramáticos, como el despido de más de 200 trabajadores en marzo de 1929, y levantaron tímidas protestas que acabaron ahogadas en los comités paritarios de la dictadura (PÉREZ YUSTE 2004). Junto a esta política de recorte también se incentivó la de incorporación de nuevos trabajadores, a muchos de los cuales además de contrato se les facilitaba una formación profesional, especialmente a los operarios de instalación de nuevas líneas y sistemas que precisaba la compañía en su expansión de abonados. En este sentido, fue también muy llamativa durante estos primeros años la fuerte entrada de mujeres trabajadoras en la compañía, que llegaron a copar departamentos enteros y a feminizar muchas de las tareas (BORDERÍAS 1993): la mujer telefonista, que trabajaba fuera de casa por un salario relativamente elevado y en un sector que entroncaba con la más rabiosa modernidad tecnológica, era en 1930 el mejor símbolo de los profundos cambios que se habían producido en la plantilla de trabajadores de aquella empresa, introduciendo nuevas formas de organización y nuevos culturas laborales hasta entonces casi desconocidas en España. Tabla 3: Trabajadores de telefónica residentes en el Ensanche de Madrid, 1930 nº total mujeres 18 a 29 35 edades 30 40 más a a de 39 49 50 15 9 3 Salario medio no indica salario diario 1.000 a 2.000 21 salarios anuales, franjas 2.001 3.001 4.000 5.001 a a a a 3.000 4.000 5.000 10.000 20 15 0 0 más de 10.000 0 65 2.278 3 5 empleados 102 42 33 16 11 5.570 9 0 2 12 20 21 24 11 masculinos 8,29 trabajadores 29 17 9 3 0 3 17 0 4 4 0 0 0 diario manuales profesionales 18 2 8 4 4 16.711 0 0 0 0 2 0 3 13 liberales Entre las mujeres, además de “empleadas” se agrupaban telefonistas, operadoras y una mecanógrafa. Los empleados masculinos se denominaban en su mayoría “empleados” aunque incluían a 1 escribiente, 1 perito 2 delineantes y 1 aparejador. Los trabajadores manuales eran jornaleros, peones, empalmadores y obreros. Los profesionales liberales eran fundamentalmente ingenieros (14), aunque también había abogados, 1 militar ingeniero y alto cargo de la empresa. Elaboración propia a partir de AVM, Estadística, padrón del Ensanche Norte, Este y Sur, 1930. A pesar de sus carencias, los datos del empadronamiento municipal de Madrid realizado en diciembre de 1930 nos permiten distinguir cuatro grandes sectores de trabajadores en la CTNE, que procedían de entornos profesionales muy distintos y a los que respondían condiciones laborales muy diferenciadas. El grupo mayoritario de trabajadores era el de los varones que se registraban como “empleados”, una denominación genérica en la que no se solía especificar la función precisa ni el puesto que ocupaban dentro de la empresa. Sólo unos pocos indicaban ser peritos o delineantes y aparejadores que se encargaban del diseño de las múltiples obras e instalaciones en que estaba embarcada la compañía; el resto debía de trabajar en oficinas en labores de contabilidad o de gestión burocrática o en labores indirectamente relacionadas con el papeleo, como la inspección o la búsqueda de clientes. Todos estos empleados tenían fijado su sueldo anualmente, un rasgo propio de los trabajadores de los servicios y que los distinguía, por lo general, de los antiguos artesanos y los obreros de fábrica que siempre indicaban en la estadística su 14 salario por jornada trabajada. Aunque no siempre el contexto en el que trabajaron fue tan seguro y, como se ha visto, la plantilla de Telefónica atravesó por tiempos duros de reajuste de sus empleados, en general podían sentirse como privilegiados. Algunos de estos oficinistas procedían de las clases medias y populares; sus estudios primarios y secundarios les habían permitido acceder a aquel empleo en vez de seguir los pasos de sus padres, que habían sido obreros, artesanos o trabajadores manuales sujetos a los vaivenes de las contrataciones temporales (CARBALLO, PALLOL y VICENTE 2008, CARBALLO 2011). Ellos, por el contrario, al estar encuadrados en una gran empresa, sabían que, si lograban la confianza de sus superiores podrían gozar de un empleo relativamente seguro y bien pagado, e incluso ir escalando posiciones dentro de los cuadros de la empresa y disfrutar de un sueldo cada vez más alto. La situación de los empleados no era idílica en estos años; hubo ajustes de plantilla y despidos masivos para adaptar la empresa a las exigencias de la multinacional ITT y a sus planes de expansión por la Península. Por otro lado, las innovaciones en la organización del trabajo implicaron la imposición de una disciplina férrea en busca del máximo rendimiento laboral. La CTNE introdujo el control de los tiempos por medio del reloj y el cronómetro, aplicando los modelos tayloristas al trabajo con el papeleo y con las operaciones telefónicas. Es también su sistema de escuchas de los operadores telefónicos con el que se imponía el clima de disciplina, eficiencia y seriedad entre sus empleados (BORDERÍAS 1993). Pero si con una mano la directiva agitaba el palo, con la otra tendía la zanahoria. La Compañía Telefónica también trajo a España y consolidó algunas prácticas empresariales de protección a sus empleados y de identificación entre la empresa y sus trabajadores. La directiva fomentó la creación de asociaciones laborales en un intento tanto de canalizar la negociación colectiva y desactivar huelgas y protestas de los empleados. También hubo esfuerzos por proteger a sus trabajadores más allá de la estricta vida de la empresa y se crearon cooperativas de consumo y de vivienda. Incluso se fomentó la identidad corporativa, con la creación de clubs deportivos y la organización de fiestas de empleados para reforzar los lazos que ya existían en las horas laborales. Trabajar en Telefónica se convertía así en una forma de vida. Eran los primeros pasos en España del modelo fordista de relaciones laborales, articulado en torno a grandes empresas en las que se combinaban una fuerte jerarquía, una férrea disciplina y una actitud de protección paternalista que ofrecía al trabajador cierta estabilidad y la ilusión de un constante progreso en su status económico a cambio de sus esfuerzos y su sacrificio por la empresa. No sólo que sus salarios fueran ya de partida altos y que generalmente comenzaran en unas 2.500 pesetas que suponían un importante capital en la época; era también que resultaba frecuente que fuera aumentando con la antigüedad en la empresa y la adquisición de experiencia, hasta alcanzar cifras importantes como las 4.000 y 5.000 pesetas anuales que cobraba un grupo importante de los empleados de la CTNE. Para estos trabajadores se dibujaba en el horizonte una trayectoria de progreso personal constante que resultaba excepcional y que parecía recuperar las viejas ilusiones gremiales de otros tiempos, antes de que las fábricas las disolvieran, cuando un artesano empezaba siendo aprendiz, saltaba luego a la condición de oficial y culminaba su vida como maestro y dueño de un taller. Lo que la industrialización había hecho desaparecer en sus inicios parecía en parte devolverlo ahora con el surgimiento de las grandes empresas multinacionales. Esta ilusión de estabilidad y progreso social no se limitaba a los trabajadores de cuello blanco y se extendía a otros profesionales encuadrados en la empresa que no realizaban sus labores en las oficinas. Entre los varones, el segundo grupo en importancia de trabajadores de Telefónica eran los trabajadores manuales, dedicados a 15 la puesta en marcha de las líneas de nuevos abonados y las infraestructuras de abastecimiento. Eran los empalmadores, celadores, instaladores, montadores de estaciones manuales, mecánicos y otros peones y obreros especializados en la instalación de aparatos telefónicos. Algunos de ellos declaraban un sueldo anual, como miembros de la plantilla fija, si bien la mayor parte se presentaba en el padrón como “eventuales” o “jornaleros”, con salarios diarios que iban desde las 10 a las 12 pesetas. De todas maneras, su vinculación a una gran empresa en expansión hacía que su condición de jornaleros no fuera tan dura, pues la empresa les debía proveer con regularidad de trabajo. Esta integración de los obreros manuales dentro de la plantilla de una empresa esencialmente dedicada a los servicios, incorporándolos en regímenes más o menos similares al de oficinistas y trabajadores de cuello blanco, muestra cómo las grandes empresas y corporaciones de la época movilizaban a profesionales de todo el mercado laboral. Como ya sucedía en la Perfumería Gal, la gran empresa de servicios contaba incluía en su organigrama un amplio abanico de competencias y cualificaciones profesionales, en una organización compleja que distribuía tareas en departamentos con funciones concretas y procedimientos burocratizados y rigurosos. En este mecanismo de relojería, que en ocasiones se tornaba una maquinaria de explotación donde los trabajadores sufrían los rigores y el tedio de la burocratización, además de obedientes los disciplinados empleados de oficina y los trabajadores manuales que instalaban los aparatos telefónicos, existía un grupo destacado en la cúspide encargado de armonizar y dirigir la empresa. Es el tercer grupo de trabajadores varones, los profesionales liberales, la elite de la compañía, que se destacaba por sus altos sueldos, por lo general mayores a las 10.000 pesetas anuales y a veces a las 20.000. La gran mayoría eran ingenieros especializados en las nuevas tecnologías de la comunicación y que habían estudiado en universidades extranjeras. Para poner en marcha una empresa como la CTNE, era necesario atraer el mejor capital humano disponible, buscando en un radio de acción más amplio. Algunos de estos ingenieros procedían de la empresa matriz, la ITT, y habían sido enviados a España por los propietarios norteamericanos para lanzar la compañía. También había muchos otros profesionales procedentes de los lugares más variados, desde el Québec a Zaragoza, desde Sevilla a Inglaterra. Licenciados de Universidad y doctores, ingenieros y abogados, miembros de las profesionales liberales que tradicionalmente habían ejercido por su cuenta y que, ahora, renunciaban a su antigua independencia para ponerse al servicio de una gran corporación cuyo crecimiento había de proveerles de exitosas carreras profesionales, mucho más espectaculares que en el pasado. Para las mujeres, la participación laboral en Telefónica se producía en condiciones muy concretas y siempre en los mismos departamentos y tareas. Las 65 trabajadoras de la CTNE registradas en el padrón del Ensanche en 1930 se reducía a unas cuantas figuras, las de telefonista y operadora, además de la mecanógrafa, para las que en cambio los varones eran raros. Este tipo de segregación, de feminización de determinadas profesiones ya se había producido en otras grandes empresas, como se había visto en la perfumería Gal. Ni siquiera se trataba de algo realmente nuevo, pues algunas fábricas y profesiones manuales se habían puesto en marcha casi exclusivamente con mano de obra femenina, como es el caso bien estudiado de la elaboración de tabacos, y en el que las obreras habían sido legión y los hombres totalmente inexistentes (CANDELA, 1997; PAREJA, 2011). Al concentrar a las trabajadoras en un solo departamento, el de Tráfico, la Compañía Telefónica continuaba con prácticas de contratación antiguas respecto a las mujeres y que tenían varios objetivos. Por una parte, el aislamiento de las mujeres en un único departamento en el que no había compañeros varones garantizaba una imagen de 16 buena reputación al empleo en la compañía. Uno de los argumentos más recurrentes contra la participación de la mujer en el mercado laboral formal y externo al hogar, había sido la condena de esa mezcla y confusión de sexos en la fábrica y que a los ojos de los biempensantes, podían empujar a la disipación y al extravío morales. La segregación entre hombres y mujeres en los centros de trabajo ya había sido una práctica frecuente en las industrias y lo seguía siendo en las modernas empresas de servicios de los Estados Unidos que se esforzaban en proyectar una imagen de moralidad que no perjudicara a su relación con los clientes (ZUNZ 1991). Las preocupaciones morales en torno al empleo de mujeres como telefonistas (y en las oficinas en particular) no eran menores en el discurso social; hasta el punto de que en la Asamblea Nacional de Primo de Rivera se llegó a plantear restricciones a su contratación, sobre todo por el estilo de vida que le acompañaba. En la sesión del 20 de marzo de 1929, José Ayats daba la alerta sobre la situación de las operadoras que trabajaban de noche y que se veían obligadas lo que creaba “muchos peligros el que, en el momento de volver a sus casas, aquellas señoritas fueran solas por las calles y a distancias largas”. Ante lo cual el dictador Primo de Rivera se comprometió a actuar y corregir la situación “si en efecto se ha encomendado el servicio nocturno en las grandes ciudades a las señoritas y puede comprometer un poco su reputación el que tengan que andar a altas horas de la noche por las calles bulliciosas y alegres de las grandes urbes, con riesgo de que se crea que no son unas señoritas honestas y dedicadas a un trabajo que tal vez sea el fundamento de la vida de sus hogares.” (PÉREZ YUSTE, 2004: 283). Con todas sus contradicciones, la intervención de Primo de Rivera desvela cuáles eran la consideración de la participación de las mujeres en la moderna economía de servicios y en el trabajo extradoméstico. Su comparación insinuada entre la trabajadora nocturna y la prostituta, marca los límites para el trabajo de la mujer y que nunca podía arrojar sombra sobre su reputación. En última instancia se hacía visible el miedo a que las mujeres accedieran al espacio público, a las “calles bulliciosas” y participaran de la alegría de la gran urbe. La telefonista, con su salario e independencia, rompía los esquemas de mujer ideal más conservadores en ese momento. Otra de las excusas para concentrar a las mujeres en departamentos separados de los hombres nacía del argumento de que estaban particularmente cualificadas para determinadas tareas. Las mujeres eran mejores operadoras y telefonistas, lo mismo que también eran mejores cigarreras (y en el fondo se decía, eran mejores amas de casa). En las grandes fábricas de tabaco sólo había mujeres porque se consideraba que sólo las manos femeninas podían hacer una tarea tan delicada. En Telefónica, como se las destinaba al departamento de Tráfico, donde se controlaban las llamadas y se atendía a los clientes, porque la capacidad de atención al público y la gestión de diversas tareas simultáneas – como la gestión de una centralita - se consideraban como aptitudes características de las mujeres (BORDERÍAS 1993). Esto no evitaba sin embargo las continuas chanzas y bromas en la prensa (que reflejaban un discurso social más amplio) sobre la ineficacia de las operadoras de Telefónica. Cuando la red no funcionaba era siempre por culpa de las operadoras, por su distracción o por su poca aplicación en la tarea que se disculpaba, con condescendencia por la natural belleza de la joven trabajadora. Véase si no la recreación ficticia que hacía la revista Buen Humor de uuna conversación con “Julita Clavijo, telefonista del cuadro de la calle Jordán”: —Central. —Cloc, doc, cloc. — ¡Central! —Cloc, cloc, cloc. — ¡¡Central!! 17 — Cloc, cioc, cloc. (Y así hasta ochenta y dos veces)— ¡Central! —Diga. —Oiga, señorita, por favor. ¡A ver el.23.78. S.! — ¿Lo había usted pedido ya? -No. — ¡Como dice usted: A ver el 32-78 ese! — No, señorita. Digo el 23-78 S, porque es de Salamanca. — ¿De Salamanca? ¡Qué casualidad! Igual que la nodriza de mi sobrinito. — ¿Ah, sí? Yo también tengo un cuñado que es de allí. Con él precisamente quería hablar. — ¿Y dice usted que es el 23-87 S? — No. El 23-78. — ¡Ah! Bien. El 27-38. — No, amable señorita, fíjese: el 23-78. — Bien. (Hay una pausa que dura desde las once treinta y cinco hasta las doce cuarenta y tres). Finalmente el cliente no lograba establecer su llamada pero sí citarse con Julita que resulta ser “bonita, gentil ¡y morena!” y le sorprende explicándoles “que aunque hace de telefonista, es maestra normal, cosa que nos choca (…), porque a todos nos ha parecido linda pero algo desequilibrada” 1 . En fin, en todo el texto se retrata a una trabajadora cuya ineficacia y torpeza, cuando no su natural incapacidad para completar la tarea que le ha sido encomendada se compensan con su gracia y belleza y su salario era simplemente una paga para sus gastos de joven inquieta y caprichosa. Todos estos razonamientos y representaciones de la telefonista, que iban desde las reflexiones pseudo-psicológicas sobre su efectividad en la gestión del cuadro telefónico a su desconsideración jocosa y frívola como trabajadoras, reforzaban como discurso la feminización de la profesión. Y también sancionaban una segregación por género dentro la empresa que escondía una estrategia de ahorro de costes salariales a través de la perpetuación de la injusta condición profesional degradada de las mujeres. El hecho de que un puesto laboral fuera exclusivamente femenino garantizaba que los sueldos fueran bajos ya que, no habiendo hombres en el departamento no existía posible competencia ni comparación entre unos y otros, y por lo tanto, tampoco posibles reclamaciones de equiparación de salarios. Por el camino se reforzaba la mala consideración que tenía el trabajo de las mujeres. A pesar de que en su trabajo fuera necesaria una experiencia y unas competencias especializadas, el hecho de que fueran “tareas de mujeres” pesaba fuertemente en el dinero que recibían a cambio. La distancia entre el sueldo medio de las mujeres empleadas en telefónica (2.278 pesetas anuales; tabla 4) y el de sus colegas varones (5.570 pesetas anuales) es suficientemente expresiva. Tal diferencia en los salarios, también empujaba a que el empleo siguiera ocupando el mismo lugar en la trayectoria vital de las mujeres. Más de la mitad de las empleadas de telefónica registradas en el padrón tenían menos de 30 años; estas vivían todas en los hogares de sus padres o bien el de algún hermano. El salario que recibían, con menos de 30 años, oscilaba entre las 1.500 y las 2.000, y sólo rara vez era superior. Lo justo para ayudar a sus familias y permitirse ciertos gastos, pero escaso para vivir por su cuenta. Esto indica que a pesar de ser un trabajo “femenino”, la profesión de telefonista u operadora se consideraba como algo propio únicamente de la juventud, o quizá más precisamente de la soltería. Esto había además reforzado por la insistencia de los periódicos, que en cada noticia que aparecían se las 1 GARRIDO: “Julita Clavijo del Cuadro de Jordán – Las Entrevistas del Buen Humor”, Buen Humor, 20 de Junio de 1926. 18 presentara como las “bellas o esbeltas telefonistas” o se recalcara su juventud, como si se excluyera la posibilidad de empleadas de más edad. Esta era la tendencia general y el discurso dominante, pero no la única realidad. La necesidad de la Compañía Telefónica de conservar en su plantilla a los mejores profesionales no sólo le hacía drenar capital humano desde lugares lejanos, como sus ingenieros ingleses, canadienses o norteamericanos; también le obligaba a mantener a aquellos de sus trabajadores con experiencia y conocimientos en los complejos procesos de trabajo. Algunas de sus trabajadoras – no tantas como los varones y con menos oportunidades – también podían disfrutar de carreras profesionales, con progresivos ascensos. Una pequeña parte seguía trabajando en la empresa más allá de la treintena, alcanzando salarios de más de 2.000 y hasta de 3.000 pesetas anuales (más o menos lo mismo que cobraba una maestra de escuela). Así Carmen Mora Jiménez, de 31 años, aparecía registrada como empleada de Telefónica con sueldo de 3.000 pesetas anuales y vivía sola en una vivienda de cuatro habitaciones de la calle García de Paredes. Ángela Ibeas Mullany, de 35 años, empleada de Telefónica, con un sueldo de 3.300 pesetas anuales figuraba a la cabeza de un hogar en el que convivía con su madre viuda de 66 años y una criada de 18 años; también residía allí un ingeniero francés de 33 años y alto sueldo, 15.000 pesetas, que bien podía ser su pareja aunque no hubieran formalizado su relación. O Úrsula Pardo, de 42 años, también empleada de Telefónica y con el mismo sueldo de 3.000 pesetas; vivía en un piso de tres habitaciones de la calle Eloy Gonzalo, junto a su hijo, al que había tenido siendo soltera y que tenía 18 años por aquel entonces. Las tres encabezaban hogares singulares, que no se ajustaban a la estructura nuclear que predominaba en la ciudad de Madrid y que se consideraba “normal” en el discurso social. De hecho, ninguna de las telefonistas de más de treinta años estaban casadas ni figuraban como esposas de un hogar nuclear; la vida de la telefonista, aunque sufría algunas de las discriminaciones que habían pesado sobre el empleo de las mujeres en el mercado laboral formal (sueldos menores que los varones, relegación a empleos muy concretos), también gozaba de condiciones labores antes desconocidas y que, empezando por el salario, suficiente para mantenerse a sí mismas, les permitían desarrollar formas de vida alternativa. Eran mujeres que encabezaban hogares, que vivían solas o con amigas o hermanas, junto a sus hijos tenidos en soltería o con una pareja con la que no se habían casado. Eran pocas, pero las telefonistas que vivían así, a su manera, que se mezclaban en la Gran Vía con los alegres y bulliciosos viandantes, rompían claramente con las formas tradicionales del trabajo de las mujeres y de su inserción en la familia, y daban testimonio de una nueva cultura urbana. Conclusiones El análisis de los padrones de Madrid ofrece un balance complejo sobre la evolución de la participación laboral de las mujeres en el primer tercio del siglo XX. Ya se ha advertido que los problemas de subregistro impiden utilizar esta fuente para una reconstrucción de la tasa de actividad femenina real en el periodo y que sólo permite constatar la persistencia de ciertos sectores de empleo tradicionales para las mujeres, como era el caso del servicio doméstico, que era la profesión más ampliamente reconocida en la estadística. En realidad, en el padrón sólo se inscribían aquellos oficios considerados propios de las mujeres, que eran aceptados socialmente. El de criada era uno de ellos, pero la nueva economía madrileña asociada al desarrollo industrial y a los modernos servicios también creó puestos de trabajo que por sus excepcionales condiciones, resultaban aceptables. Tanto las obreras de la fábrica Gal como las operadoras y telefonistas de la CNTE aparecían en los registros porque se trataba de 19 grupos de trabajadoras que realizaban sus tareas en departamentos aparte, separadas de los hombres y ajustándose en sus formas de inserción laboral a la consideración tradicional del trabajo extradoméstico de las mujeres: era un ocupación temporal, restringida a la juventud y que simplemente debía ser un complemento para la familia en la que la trabajadora era hija, hermana y rara vez esposa; esto era lo que justificaba los salarios bajos de las mujeres que al fin y al cabo debían consagrarse en el futuro a su vocación natural, las tareas domésticas. Con todo, la comparación de las condiciones laborales y de vida de las trabajadoras de ambas empresas arroja diferencias e insinúan algunas mejoras en las trayectorias profesionales y la inserción en el mercado laboral de las mujeres. Por un lado, en la Perfumería Gal, las trabajadoras manuales parecían abocadas a los bajos salarios y a la nula promoción dentro de la empresa. Trabajadoras al final de la cadena, marginadas de las partes más importantes del proceso productivo y mejor remuneradas que ocupaban los varones, debían conformarse con funciones repetitivas y alienantes como el troquelado de jabones o su empaquetamiento. Toda mejora del sueldo a la que pudiesen aspirar dependía del aumento de su ritmo de producción y de primas al destajo. Con jornales que no superaban las 4 pesetas diarias, a la larga era más valiosa su contribución como amas de casa dentro de las economías familiares y por ello resultaba lógico que abandonaran la fábrica cuando se casaban o superaban los 30 años. En definitiva, el trabajo en el sector secundario – por muy moderna que fuera la fábrica como lo era la Perfumería Gal – condenaba a las obreras a pautas de vida tradicionales, las mismas que las de las criadas del siglo XIX. Por otro lado, aunque las diferencias salariales entre hombres y mujeres seguían siendo amplias en el sector terciario, también es cierto que las grandes empresas de servicios generaron puestos de trabajo que lograban vencer y superar esta consideración del trabajo femenino como algo episódico en la vida y abrir las puertas para la creación de carreras profesionales. El salario en Telefónica, pero también el de las empleadas de oficina, permitía que algunas de ellas vivieran por su cuenta, solas en su propio apartamento o que encabezaran hogares. No era la norma ni la costumbre; la presión social y la deconsideración generalizada del trabajo de las mujeres empujaba a que continuaran con el abandono del empleo hacia la treintena, pero al menos se abría la posibilidad, existían las condiciones materiales para que algunas de estas trabajadoras generaran en torno a 1930 formas alternativas de vida. 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