Obreras y empleadas de los servicios en el Madrid del primer tercio

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Obreras y empleadas de los servicios en el Madrid del primer tercio del siglo XX.
Inserción laboral, estrategias familiares y margen de autonomía de las mujeres en
la moderna economía industrial.
X Congreso de la ADEH
Sesión 22. Trabajo, género y economías domésticas en Europa, siglos XIX y XX.
Organizadores:
Cristina Borderias, cborderiasm@ub.edu
Llorenç Ferrer Alos, llferrer@ub.edu
Abstract:
La ciudad de Madrid conoció una intensa transformación de su economía durante el
primer tercio del siglo XX. Por un lado el definitivo despegue de la industrialización y
por el otro la germinación de un moderno sector servicios, ampliaron y modificaron
profundamente el mercado laboral de la capital. Esto afectó a la participación de las
mujeres en el mercado laboral, a las que se abrió nuevos sectores de empleo y
particularmente se les permitió acceder a puestos de trabajo más formalizados en sus
remuneraciones salariales, horarios y formas de contratación. En la presente
comunicación se tratará de evaluar en qué medida estos nuevos empleos supusieron una
ruptura o no con las viejas formas de contratación laboral de las mujeres y si con ello se
venció la consideración del trabajo extradoméstico femenino como un complemento de
la economía familiar tal y como sucedía en el pasado. Para ello se abordará el análisis
de dos casos de empresas radicadas en Madrid y que empleaban intensamente mano de
obra femenina. Por un lado la Perfumería industrial Gal, que contaba con una extensa
plantilla de trabajadoras manuales pero también de oficina. Por el otro lado la Compañía
Telefónica que incorporó a gran número de trabajadoras desde su fundación
Madrid, primer tercio del siglo XX.
Transformación de la economía y del mercado laboral.
La ciudad de Madrid conoció en las tres primeras décadas del siglo XX uno de sus
periodos de transformación y crecimiento más intensos. De gran ciudad, que ya lo era
en 1900 cuando había alcanzado los 500.000 habitantes, pasó a ser una metrópolis de
más de un millón de vecinos (PALLOL 2009; JULIÁ 1984; FERNÁNDEZ 1993).
Dicho crecimiento corrió paralelo y fue impulsado por una radical remodelación de las
estructuras productivas de Madrid y la aparición de nuevos motores para dar impulso a
su economía. Tanto este cambio del modelo productivo, en el que Madrid pasó de
ciudad de artesanos, con fuerte peso de la construcción y capital burocrática a ciudad
industrial y de servicios modernos, como su repercusión en el mercado laboral, ya ha
sido estudiado en otros trabajos previos (OTERO y PALLOL, 2010).
Gráfico 11.2: Principales grupos profesionales del mercado
laboral masculino. Ensanche Norte 1860-1930
45
41,37
39,00
40
porcentajesdetrabajadores
35
32,77
30
25
27,57
19,42
20
15
26,92
22,97
15,38
14,97
12,70
11,56
10,17
9,26
10
4,99
4,89
5
5,00
4,89
2,95
1,94
1,53
0
% en 1860
% en 1880
% en 1905
% en 1930
Jornaleros/Trabajadores sin cualificar
Artesanos, oficios y trabajo cualificado
Pequeño comercio
empleados y dependientes de comercio
profesiones liberales
Fuente: AVM, Estadística, padrón del Ensanche Norte, 1860, 1880, 1905 y 1930
Las investigaciones sobre la que se asienta este interpretación se han realizado a partir
de los análisis de los padrones municipales de habitantes de distintas zonas de la capital;
así por ejemplo, el estudio del Ensanche Norte ha reflejado la transformación del
mercado laboral del conjunto de Madrid, con la progresiva desaparición de los oficios
manuales cualificados, el crecimiento durante el siglo XIX de los jornaleros y su
retroceso posterior ante el crecimiento de los empleados y trabajadores de cuello blanco.
Para ello se ha utilizado un volumen de datos que suponen unos 5.000 habitantes en
1860, 23.000 en 1880, 55.000 en 1905 y unos 130.000 en 1930 (todos y cada uno de los
vecinos registrados en el Ensanche Norte en cada uno de esos años). Su
representatividad no sólo procede de su volumen (PALLOL, 2009). El Ensanche Norte
fue una zona que se incorporó a la ciudad de Madrid en 1860, resultante del proyecto de
ampliación del ingeniero Castro y que fue la que más creció en número de habitantes y
más edificios construyó hasta la Guerra Civil, y por tanto cabe considerarla como un
símbolo del nuevo Madrid que se desarrollaba en este periodo. Esto es más cierto si se
tiene en cuenta la mixtura social de su población, en comparación con las otras zonas de
Ensanche, pues el Este (barrio de Salamanca) era de marcado carácter burgués y el Sur
(Arganzuela) era acusadamente obrero. Así, el estudio de los padrones municipales de
Chamberí ofrece un retrato fiel de las grandes líneas de evolución de los sectores
2
productivos madrileños y de los mercados laborales que se le asociaban entre 1900 y
1930.
Uno de los sectores más importantes en la transformación de la economía de
Madrid en el primer tercio del siglo XX fue la industria. Hasta entonces, la capital
española no había conocido un verdadero desarrollo industrial, al menos no tan intenso
como el de otras ciudades como Barcelona o Bilbao. A partir de 1900 en cambio,
Madrid se liberó de los lastres que habían impedido su impulso fabril. Las dos causas
fundamentales de este despegue industrial fueron por un lado, la utilización de nuevas
fuentes de energía como la electricidad que sustituía un carbón que resultaba caro en
Madrid como combustible en la producción; por otro lado la apertura de nuevos campos
a la industria como el químico, la producción de maquinaria, de artículos de
alimentación o las artes gráficas y de la edición, en los que Madrid no tenía una
desventaja comparativa como en la siderurgia o el textil por la carestía de materias
primas (GARCÍA DELGADO 1990). El resultado fue que en Madrid aparecieron hasta
la Guerra Civil las primeras grandes industrias, que borraron definitivamente el carácter
artesanal de su producción y que fueron responsables de una gran creación de empleo
manual. La clase trabajadora madrileña en las últimas décadas se había debatido entre el
declive de los antiguos oficios artesanales y el crecimiento del trabajo descualificado, el
de los jornaleros, en general vinculado a la construcción. Los albañiles, pintores,
carpinteros, electricistas, estuquistas y demás profesionales más o menos directamente
relacionados con el ladrillo, mantuvieron un importante peso en el mercado laboral de la
ciudad pero se vieron acompañados por nuevas profesiones en auge como la de
mecánico u obrero de fábrica, antes poco presentes en Madrid (PALLOL 2009: 603658).
Junto a la industria, el otro gran sector que impulsó la remodelación económica
y del mercado laboral de Madrid fue un sector servicios de nuevo cuño que multiplicó el
número de trabajadores de cuello blanco (PALLOL 2011). Esta proliferación de
empleados de oficina hizo pensar a algunos que Madrid seguía siendo una economía
parásita del resto del país, agrícola e industrial, “un poblachón manchego lleno de
subsecretarios”, en palabras de Camilo José Cela. Sin embargo, un estudio más
detallado muestra que el sector servicios madrileño a partir de 1900 no nacía de la
atrofia de la burocracia del Estado, sino de las empresas privadas en expansión al calor
de la segunda ola industrial. La mayor parte de estos nuevos empleados del primer
tercio del siglo XX pertenecían a ámbitos de negocio como las telecomunicaciones
(telégrafos, correos y teléfonos), la banca y los servicios financieros, las agencias de
seguros, el trabajo en el comercio (no como dependientes de tienda sino como
representantes y viajantes de firmas españolas y extranjeras), las empresas de transporte
o la publicidad. Eran oficios exigidos por una nueva economía cada vez más compleja,
en la que era tan importante las innovaciones en el proceso de producción material de
los bienes industriales para rebajar su coste como la obtención de información y el
desarrollo de técnicas de marketing para competir en el mercado (PERKIN, 1989). La
amplitud de escala que estaba alcanzado la producción en España, con fábricas que a
partir de la Primera Guerra Mundial especialmente empezaron a colocar sus artículos no
sólo en el mercado nacional sino también en el internacional, presentaba unas
necesidades de financiación y el desarrollo del sistema bancario. Todas estas funciones
de un sector terciario moderno se concentraron en Madrid, que ya era capital política y
asumió por fin su capitalidad económica; en la Gran Vía recién inaugurada, se
instalaron las sedes de estas grandes empresas y multinacionales, en grandes oficinas
que la convirtieron en una moderna economía de servicios (PALLOL 2009).
3
Esta descripción general de la evolución económica que se ha construido sobre
el análisis de los datos profesionales de los vecinos varones del Ensanche Norte, queda
matizada si se analizan los datos profesionales de las mujeres empadronadas en la
misma zona. En 1930, apenas había madrileñas que declaraban una profesión, y casi tres
de cada cuatro decían dedicarse exclusivamente a “sus labores” como amas de casas.
Sólo un sector de empleo se destacaba, el servicio doméstico que concentraba al 15% de
las mujeres e edad laboral según el padrón municipal; muy por detrás, y con carácter
casi anecdótico, aparecían grupos de empleadas en el sector servicios (2,84%) y
trabajadoras manuales cualificadas (1,23%).
Gráfico 12.2: inserción laboral femenina en el Ensanche
Norte en 1930
Propietarios y rentistas
0,51
Pensionistas, jubilados y
retirados
3,36
Iglesia y militares
0,04
Profesiones
liberales/Titulados
0,18
Empleados y dependientes
2,84
Servicio doméstico
Industriales
Pequeño comercio
15,22
0,01
0,45
Artesanos, oficios y trabajo
cualificado
Jornaleros/Trabajadores
sin cualificar
Labores agropecuarias
1,23
0,76
0,00
Sin oficio
2,00
Sin determinar/Sus labores
73,40
0,00
10,00
20,00
30,00
40,00
50,00
60,00
70,00
80,00
Fuente: AVM, Estadística, padrón del Ensanche Norte, 1930
Esta imagen que ofrece la estadística es muy engañosa, tal y como se ha demostrado en
diferentes estudios en los últimos años. Son conocidas las limitaciones de las fuentes
estadísticas para este tipo de estudios y cómo bajo muchas de amas de casa se escondían
mujeres que participaban de diferentes formas en el mercado laboral (ARBAIZA 2000,
BORDERÍAS 2003). Dos razones principales explican la abundancia de amas de casa
en la estadística. La primera es de orden cultural y tiene que ver con la desconsideración
y los prejuicios que existían hacia el trabajo femenino extradoméstico. El discurso
social dominante en la época, al menos entre las clases medias y altas, proyectaba un
ideal basado en que las relaciones entre géneros implicaban dos esferas separadas de
actividad, una pública para los varones, responsables de ganar el pan, y una doméstica
reservada a las mujeres cuyos esfuerzos debían consagrarse a ser ángeles del hogar que
garantizaran el cuidado de hijos y marido (GÓMEZ-FERRER 1994, PÉREZ-FUENTES
2004, PAREJA 2012, BORDERÍAS 2012). La asunción de este discurso hizo que
muchas esposas e hijas fueran presentadas en los registros municipales como dedicadas
a sus labores, aunque en realidad estuvieran empleadas en talleres, tiendas de barrio o
fábricas (NIELFA, 1981). La segunda razón que explica la abundancia de amas de casa
en la estadística tiene que ver con la importancia que las tareas domésticas tenían para la
supervivencia económica de la familia. Ser ama de casa era una actividad que bien
podía superar en horas y esfuerzos a un trabajo en el taller o en la fábrica (CAMPS,
1999; NIELFA 2001). En el Madrid de 1930, asegurar una despensa con alimentos de
difícil conserva, lavar la ropa o cocinar eran labores que absorbían una gran cantidad de
tiempo y trabajo, y resulta razonable que la principal actividad de las esposas y también
4
de las hijas fuera la de ser amas de casas, particularmente entre las clases populares que
no podían permitirse el lujo de contratar una criada. Esto no quitaba que, de forma
esporádica las mujeres también buscaran trabajos que pudieran realizar a destajo o a
domicilio, bajando al lavadero, cosiendo para un taller o limpiando las escaleras y el
portal del inmueble en el que se encontraba el hogar (PALLOL 2009). La separación
tajante entre el lugar de trabajo y el de residencia y la distinción propia de los nuevos
modos de producción entre tiempo de trabajo y tiempo de reposo, condenaba a las
mujeres a la marginación en el mercado laboral. Cada vez más mujeres se vieron
relegadas a la ambigua condición de la dedicación a “sus labores”. Se las convertía así
en víctimas de un sistema injusto de reparto de tareas en el que imperaba la segregación
sexual. Los hombres accedían al empleo remunerado y formalmente organizado,
mientras que ellas debían limitarse a las labores domésticas y a tareas irregulares que
rara vez eran recompensadas con un salario y, cuando lo era, solían ser en cantidades
escasas y pagadas de forma irregular. La excusa era que su salario era complementario,
pues sus maridos debían ganar lo suficiente para mantenerlas. La realidad era que
realmente eran trabajadoras pero mal retribuidas. Porque trabajo también era, e igual de
importante, asegurar la buena alimentación de sus familias, garantizar que tuvieran ropa
limpia cada día y asistirlos cuando caían enfermos. Otra cosa muy distinta es que sus
esfuerzos fueran reconocidos socialmente.
El presente trabajo no tiene por objetivo tratar de reconstruir las tasas reales de
actividad femenina ni de cuantificar su participación formal en el mercado laboral
madrileño. El padrón municipal no es una fuente que lo permita a no ser que se cruce
con otra documentación. En cambio, la sola consulta del padrón sí que hace posible
otros análisis, particularmente los que ponen en relación profesiones y oficios con
condiciones sociales y materiales de vida, al menos en Madrid donde la fuente ofrece
rica información sobre estructuras familiares, salarios o alquileres. Lo que se pretende
en este trabajo es indagar si el Madrid de 1930 ofrecía nuevas formas de participación
laboral a las mujeres que implicaran cambios en sus formas de visda. Para ello se pone
el foco en aquellas mujeres que declaraban un empleo en nuevos sectores de la
economía, la industria y los nuevos servicios, y se analiza sus condiciones de vida,
particularmente el salario, edad e inserción familiar. La principal cuestión que se trata
de resolver es si estos nuevos empleos seguían respondiendo a los mismos perfiles
marcados por el discurso de la división sexual del trabajo, entre ganadores de pan y
amas de casa. Es decir, si como en el caso de las criadas se consideraban como un
trabajo temporal, restringido a la juventud y no como un empleo de por vida en el que
desarrollar una carrera profesional; o como en el caso de las costureras a domicilio,
lavanderas u otras profesiones que ejercían su oficio esporádicamente, sin horario fijo,
en los huecos que dejaba la dedicación al hogar. O si por el contrario en las fábricas y
en las oficinas las mujeres gozaban de condiciones similares a las de los varones, con
salarios suficientes para mantenerse por sí solas y que no fueran considerados como un
complemento o una ayuda al del esposo y cabeza de familia. El análisis se centra en dos
empresas emblemáticas del Madrid de la época y que se distinguieron por sus amplias
plantillas de mujeres empleadas. Una de ellas es la Perfumería Gal, una de las grandes
fábricas del Madrid de primer tercio del siglo XX y ejemplo paradigmático de los
nuevos sectores punta de la Segunda Revolución Industrial, el químico. El otro ejemplo
es la Compañía Nacional de Telefónica, monopolio formado durante la Dictadura de
Primo de Rivera y de capital americano que trajo a España algunas de las modernas
formas de organización del trabajo que ya se empleaban en los países más desarrollados
económicamente.
5
Trabajadoras al final de la cadena. Las obreras de la Fábrica Gal
En los años 30 Gal, cuya fábrica estaba instalada cerca de Moncloa, en el Ensanche
Noroeste, era la mayor firma de perfumería de toda España y una de las más
importantes de toda Europa. Su fundador era Salvador Echeandía Gal, natural de Irún,
que había llegado a Madrid en 1880, tras haber cursado estudios de comercio en Zúrich.
En 1887 abrió una droguería en la calle Arenal: por entonces los perfumes, jabones,
cosméticos y demás artículos de perfumería aún eran elaborados artesanalmente y
tampoco se habían difundido socialmente los hábitos de higiene y culto al cuerpo y al
aspecto físico. Echeandía Gal debía contentarse con captar una clientela reducida, y
mantenerse como una de esas tiendas de lujo que abundaban en el centro de la ciudad,
que vivían del gasto suntuario de la aristocracia y las familias burguesas. El negocio
comenzó a crecer cuando se incorporó Eusebio Echeandía Gal, hermano del fundador y
doctor en ciencias químicas por la Universidad de Berlín. Ambos renovaron la empresa
aliando conocimientos científicos y modernas técnicas comerciales: en 1898 lanzaron el
petróleo Gal, un ungüento que según los anuncios fortalecía el cabello y evitaba su
caída. El éxito fue inmediato; el producto era nuevo tanto por su proceso de elaboración
química como por la campaña publicitaria que lo acompañaba. El aumento de ventas les
llevó en 1901 a abandonar la tienda de la calle Arenal y con la ayuda de unos cuantos
socios, a abrir una fábrica en la calle Ferraz, en el barrio de Argüelles. En los años
siguientes aumentaron la producción y además la diversificaron: en 1905 lanzaron el
jabón perfumado Heno de Pravia al que siguieron un amplia gama de productos como
los jabones de ropa Kopos y La Cibeles, los perfumes Esencia Trini, Agua de Colonia
Añeja y Agua de colonia extrafina, la pasta dentífrica Dens, los polvos de arroz Trini, el
Jabón Gal para la barba o el fijador para cabello Fixol. Todos con gran éxito de ventas a
finales de los años veinte.
A parte del genio emprendedor de los dos hermanos, otros dos factores ayudaron
a que Gal se convirtiera en una gran empresa hacia 1930. El primero fue la ampliación
del mercado de la que se benefició; durante el primer tercio del siglo XX, las mejoras de
las condiciones de vida permitieron que las clases trabajadoras se interesaran en el
consumo de productos para los que antes no tenían dinero ni tiempo, entre ellos los
artículos destinados a la higiene y la belleza. Con un público ampliado resultó rentable
la producción masiva e industrializada de colonias y cosméticos, lo que a su vez
redundó en la bajada de precios de estos productos. Germinaban así las condiciones para
una producción de mayor escala en la que se hizo posible la fundación de una empresa
como Gal. También ayudaron las excepcionales condiciones creadas en el mercado por
la Guerra Mundial, cuando desapareció casi por completo la competencia extranjera
(CARRERAS y TAFUNELL, 2006: 223-261; ROLDÁN, GARCÍA DELGADO, y
MUÑOZ, 1973). Las empresas españolas pudieron crecer y conquistar el mercado
nacional e incluso vender en el extranjero ya que en los países en conflicto se había
interrumpido la producción. Gal se benefició especialmente de este tiempo muerto del
comercio internacional para convertirse en una empresa competitiva en sus precios y en
la calidad de sus productos. Tanto creció la empresa que sus dueños pudieron abrir una
nueva fábrica en 1915 en la que modernizar aún más la producción.
La nueva fábrica Gal se instaló en la plaza de la Moncloa, frente a la Cárcel
Modelo y desde su inauguración recibió elogios tanto por su modernidad arquitectónica
como productiva. En este punto los hermanos Echeandía Gal resultaban una excepción
pues los industriales españoles no se esforzaron demasiado durante la gran Guerra por
mejorar sus negocios; por lo general se limitaron a aprovechar la coyuntura y los altos
precios del mercado internacional y como mucho ampliaron las plantillas de
6
trabajadores para tratar de producir más. Los Echeandía Gal, en cambio, mantuvieron su
actitud innovadora lanzando nuevos productos e insistiendo en la publicidad,
convencidos de que el éxito industrial estaba en la conquista de las masas de
consumidores anónimos. En la empresa se creo un departamento publicitario propio,
que pronto fue conocido por su innovación en una España en que todavía había pocos
publicistas; las campañas publicitarias Gal fueron tan exitosas y célebres que otras
empresas reclamaron los servicios del departamento, convertido ya en una agencia de
prensa, la primera en España (RODRÍGUEZ MARTÍN, 2008).
La fábrica Gal de la Moncloa en 1925, Nuevo Mundo, 24 de Julio de 1925.
En Gal también se introdujeron mejoras en la organización del trabajo para aumentar la
productividad; Salvador Echeandía Gal fue uno de los primeros empresarios españoles
en abrazar la Organización Científica del Trabajo y aplicar el taylorismo, apostando por
la especialización de los trabajadores y la división en departamentos y secciones, así
como por la mecanización y la organización en cadena de montaje (CANDELA, 2003).
Finalmente, Gal también se presentó en sociedad como pionera en la protección y
cuidado de sus trabajadores, tal y como publicitaba en enero de 1927, en el número 1 de
Pompas de Jabón, una revista corporativa de la propia empresa. En este folleto se
enorgullecían de ofrecer baños y duchas para los obreros en las instalaciones de la
fábrica, así como una clínica con servicio médico y hasta una guardería. La empresa
afirmaba haber implantado la jornada de ocho horas y las vacaciones pagadas de diez
días al año, así como las bajas remuneradas por enfermedad de hasta tres meses.
También decía ofrecer jubilación con pensión equivalente al salario a los trabajadores
con más de veinte años en la empresa y que hubieran cumplido los sesenta años. A
principios de la década de los 30 la fábrica Gal se situaba a la vanguardia de la
modernidad industrial tanto por su organización de la producción, sus técnicas de ventas
y su pretendida responsabilidad corporativa y protección a los trabajadores. Además era
una empresa multinacional que tenía factorías abiertas ya en Londres y en Buenos Aires
para ampliar mercados. Gal debía ser considerada como un ejemplo acabado de la nueva
economía de la segunda revolución industrial cuyos rasgos eran muy parecidos a los de
la empresa Ford, quintaesencia de la modernidad fabril de aquel tiempo.
Trabajadoras de los departamentos de empaquetado de Gal en la azotea de la fábrica, 1915.
7
Gal ofrece un ejemplo inmejorable para analizar los cambios en el mercado laboral
madrileño producidos por la industrialización. En el padrón del Ensanche Norte de 1930
se pueden localizar a 78 de los 576 trabajadores de su plantilla, una muestra que recoge
las distintas formas de trabajo y las condiciones laborales en la fábrica. Un primer rasgo
significativo era la fuerte presencia de mujeres entre sus trabajadores, algo común en
muchas de las fábricas madrileñas desde ya antes de la industrialización. Estaban por
ejemplo las cigarreras de la Real Fábrica de Tabacos, centro de trabajo donde los únicos
varones solían ser capataces y jefes de secciones, mientras que las mujeres realizaban
todas las tareas manuales (CANDELA, 1997). También había muchas obreras en
fábricas de ramas de la producción más modernas, como Gal, pero donde la
discriminación frente a los varones que gozaban de mejores condiciones labores se
mantenía, como se observa en los puestos que unos y otros ocupaban y los salarios que
recibían.
Tabla 1: Trabajadores manuales de la fábrica Gal residentes en el Ensanche Norte en 1930
Mujeres
Hombres
F. Rodríguez
A. Espinos Ripoll
18
18
estado
civil
S
S
Snf
18
S
obrera
Ns
Antonio Olaya
32
Ayero Espinosa
B. Moreno Cabo
20
20
S
S
ajuste de cajas
jornalera
2,5
0
Snf
Alejandro de la Iglesia
J. de la Fuente
E. García Blanco
21
21
S
S
cajera
jornalera
2,25
3
J. Carretero
Ayero Espinosa
22
23
S
S
jornalera
empaquetadora
H. Tabares
A. Espinos
24
24
S
S
A. Salas González
A. Salas
24
26
F. Fernández Sarriá
Snf
Nombre
edad
cargo fábrica
jornal
Nombre
Edad
estado
civil
empaquetadora
jornalera
2
2,5
Basilio Campos
M. Irisar
31
32
C
S
cargo
fábrica
jornal
7,75
4500*
C
jornalero
peón de
industria
jornalero
34
34
S
C
jornalero
obrero
8
8
Basilio Fernández
Pedro Moneo
34
37
C
C
7
NS
3
3,5
Luis Urueña
Cayetano Sotillo
38
40
C
C
peón
peón de
fábrica
impresor
impresor
cajera de cartón
jornalera
2
2,5
Julio Marcote
Ángel de la Peña
41
42
C
C
obrero
fogonero
NS
8
S
S
obrera
obrera
Ns
Ns
Cipriano Benito
Manuel Flores
42
45
C
C
mozo
trabajador
6
10
26
27
S
S
jornalera
aprendiza
Ns
2,25
Manuel Martínez
Francisco Miranda
46
46
C
C
litógrafo
jabonero
20
11
A. Espinos
F. García
27
28
S
V
jornalera
obrera
2,5
Ns
Juan Minondo
50
C
mecánico
J. Macías Rosas
Snf
28
29
S
empaquetadora
jornalera
3
3,25
I. Laguna
Snf
29
38
S
S
obrera
pegado de frascos
3
3,75
J. Fernández
Francisca García
38
56
s
v
obrera
obrera
3
NS
Rafaela Casado
63
v
jornalera
NS
Leyenda de abreviaturas
Snf: nombre no facilitado
Estado civil: s (soltero/a) c (casado/a) v (viudo/a)
* sueldos anuales
Elaboración propia a partir de AVM, Estadística, padrón del Ensanche Norte, 1930.
En la fábrica Gal se ofrecían caminos profesionales muy diferentes a los varones y a las
mujeres (CANDELA, 2007). Los beneficiados eran los primeros, que ocupaban los
mejores puestos, con altos salarios y condiciones laborales relativamente privilegiadas.
La modernización tecnológica y las nuevas formas de trabajo industrial (el taylorismo),
no habían perjudicado a todos los trabajadores manuales: en Gal seguía existiendo mano
8
7,5
18
Ns
5000*
de obra altamente cualificada y especializada que recibía altos salarios. Sobre todo los
operarios que controlaban las máquinas como Juan Minando un mecánico con sueldo de
5.000 pesetas anuales, o Francisco Miranda, jabonero con 11 pesetas de jornal diario.
También se distinguían los litógrafos y los impresores empleados en el departamento de
publicidad y en el de etiquetado y que podían llegar a las 18 o 20 pesetas diarias. Eran
todos trabajadores que ocupaban una posición central en el proceso productivo y que
eran recompensados en consecuencia: sus habilidades eran raras y sin ellos la cadena de
montaje se habría paralizado.
Por otra parte, la mecanización y la segmentación de la producción en la fábrica
Gal también dieron lugar a tareas que no requerían demasiada cualificación, como el
cortado de las barras de jabón en pastillas, el troquelado para inscribir en cada pastilla la
marca de Heno de Pravia, el envasado y empaquetado de los productos o el embotellado
del agua de colonia y su almacenaje en cajas y paquetes. Eran tareas, sencillas y
repetitivas, en las que se concentraban las mujeres, inscritas en el padrón municipal con
profesiones como “jornalera, obrera, cajera, empaquetadora” o dedicadas al “pegado de
frascos”. No había entre ellas ninguna mecánica o trabajadora de mayor especialización.
La diferencia en la cualificación profesional con los varones se transmitía a los salarios.
En la muestra de obreros de Gal de 1930 ofrecida aquí, la mujer mejor pagada recibía
3,75 pesetas diarias mientras que el varón peor pagado cobraba 7 pesetas al día. No era
una cuestión de cualificación, pues el varón era un simple peón; los dos trabajaban las
mismas horas, las ocho establecidas como jornada en la fábrica. La desigualdad entre
hombres y mujeres no tenían que ver con cuestiones profesionales sino con el distinto
papel que se les adjudicaba en la sociedad y en el mercado laboral.
Fábrica Gal. Maquinaria para la fabricación de jabones de tocador y pastas dentífricas
Taller de fabricación de estuches finos de Gal, Nuevo Mundo, 21 de Octubre de 1909.
Hombres y mujeres no eran considerados igual en la fábrica y por eso (o para
reforzar esa desigualdad) se les segregaba tajantemente. Había trabajos masculinos y
trabajos femeninos, que se realizaban en departamentos diferentes y separados. Los
hombres y las mujeres se situaban en distintas posiciones dentro de la larga cadena de
producción de los jabones, desde la creación de la pasta base hasta que salían
empaquetados y listos para ser expuestos en un escaparate. Los obreros varones,
privilegiados, se ocupaban de tareas directamente relacionadas con la fabricación del
producto: cocían las mezclas para elaborar el perfume, controlaban las máquinas que los
cortaban o los envasaban. Las mujeres, en cambio se ocupaban de la presentación del:
envolvían los jabones, pegaban las etiquetas con la marca y los empaquetaban para su
transporte y distribución comercial. Tal distinción de género en el trabajo estaba tan
interiorizada que se explicitó en la legislación laboral de 1932, que establecía para el
ramo de la perfumería que “no se podrá obligar a ningún obrero a trabajos impropios
9
de su sexo relacionados con la limpieza y que la costumbre asigne al femenino.
Tampoco se podrá obligar a las obreras a trabajos que requieran fuerza superior a la
normal de su sexo” (CANDELA, 2007).
La separación de hombres y mujeres en el proceso de producción se trasladaba a
sus trayectorias profesionales, de muy diferente recorrido. Los obreros varones, en los
trabajos centrales de producción y en contacto con las materias primas y las máquinas
podían ir adquiriendo cualificación profesional. Los peones de industria se convertían
en fogoneros o jaboneros, incluso en mecánicos, cuando se familiarizaban con la cadena
de producción, accediendo así a mejores salarios y condiciones laborales. Las mujeres,
en cambio, eran trabajadoras “al final de la cadena” (CANDELA, 2007), encargadas de
tareas periféricas (aunque necesarias) dentro del proceso de producción y sólo entraban
en contacto con los artículos ya elaborados. En el departamento de empaquetado se
realizaban tareas manuales sencillas y repetitivas. Para ellas las escalas salariales y la
expectativa de ascenso no existían en realidad y no parecía posible escapar de los
jornales de miseria de menos de 4 pesetas diarias.
Con esta estructura de incentivos, era lógico el comportamiento de las obreras de
la fábrica Gal, que se acomodaban a las mejores oportunidades que les ofrecía el
mercado laboral, participando en él sólo cuando les era más rentable. Así, casi todas
eran solteras y menores de treinta años, porque sus condiciones laborales y escaso
salario sólo resultaban atractivos en la juventud. Los jornales de 3 pesetas, en cambio,
no merecían la pena después, si se casaban, pues en una economía familiar resultaba
más valiosa su contribución como amas de casa. Ellas no podían contratar una criada y
las tareas domésticas exigían prácticamente toda la jornada y si querían ganar algún
dinero extra lo hacía como costurera a domicilio, lavandera, asistenta o en cualquier
tarea flexible que no tuviera horarios fijos. En fin, la participación laboral de las mujeres
en las modernas fábricas seguía las mismas pautas de otros sectores en los que habían
participado intensamente, como el servicio doméstico; las mujeres trabajaban
plenamente en la fábrica sólo durante su juventud, lo mismo que las que se empleaban
de criadas, pero no podían convertirlo en su forma de vida, pues los salarios eran
demasiado bajos incluso para mantenerse sólo a ellas, sin incluir a hijos o marido. No
era lo que sucedía a los varones que si podían encontrar en la fábrica un empleo
compatible con su vida familiar: en los departamentos exclusivamente masculinos de la
fábrica Gal muchos de los obreros tenían más de treinta años de edad, la gran mayoría
estaban casados y contaban con un sueldo lo suficientemente alto para pagar casi todos
los gastos de su hogar.
El trabajo en oficinas. Primeros resquicios para la aparición de la trabajadora
moderna.
Las obreras solteras y de salarios bajos no eran la única oferta de empleo que
ofrecía la empresa de Perfumería Gal a las mujeres madrileñas. En una industria como
aquella, a la vanguardia de la modernidad económica de su tiempo, tan importante era
su plantilla de la cadena de producción como la de sus oficinas que aseguraba que el
gran volumen fabricado se vendiera rápidamente: representantes comerciales para
negociar con los minoristas, dibujantes y publicistas para diseñar anuncios, químicos
para crear nuevos artículos, contables, secretarias, telefonistas y dependientes de
comercio para atender las tiendas que existían en la misma fábrica. De tal manera que
34 de los 78 trabajadores de Gal del Ensanche Norte en 1930 eran empleados de las
oficinas y laboratorios. Igual que entre los trabajadores manuales, una gran parte eran
mujeres y también en sus departamentos eran discriminadas respecto a los varones:
10
ejercían puestos laborales específicos, considerados como propios de su sexo como
atender al teléfono o secretaria; sus sueldos eran menores que los de sus compañeros
varones. Pero había una gran diferencia con los talleres: en las oficinas las mujeres
tenían puestos laborales que les ofrecían sueldo suficiente para mantenerse por sí solas y
que les abrían posibilidades de promoción y ascenso. Por eso las empleadas en las
oficinas Gal no eran sólo jóvenes, que habían llegado para trabajar durante los años
antes de casarse y muchas habían pasado la treintena.
Tabla 2: trabajadores en las oficinas de la fábrica Gal residentes en el Ensanche Norte en 1930
mujeres
Nombre
edad
Hombres
A. Cejudo
21
estado
civil
S
cargo
fábrica
empleada
Sueldo
anual
1.800
Antonio Lario
26
estado
civil
c
A. de la Loma
23
S
empleada
3.000
José Mª Fernández
26
c
empleado
3.900
J. Bayón
23
S
empleada
2.400
Cecilio Herrarti
28
c
ordenanza
1.800
Snf
26
C
empleada
3.600
Humberto Martín
29
c
empleado
4.200
Soledad Robles
26
S
empleada
2.400
Francisco Romero
30
c
embalador
3.000
I. Fuentes
27
S
empleada
3.300
José Fernández
33
c
empleado
5.000
L. Fernández
29
S
empleada
5.000
Rafael Molina
34
c
ordenanza
1.800
Luisa Mendrá
30
S
2.400
snf
35
c
empleado
5.000
Antonia de la Loma
31
S
comercio
(empleada)
empleada
5.000
Roberto Moirier
37
c
empleado
5.000
F. Fernández
31
S
empleada
2.400
Antonio García
37
v
empleado
2.500
L. Martí
31
S
empleada
2.700
Ángel Martínez
38
c
escribiente
5.000
Snf
32
S
empleada
1.500
snf
42
s
A. Cueto
35
S
dependienta
4.000
Juan Krohn
44
c
dependiente
de comercio
Empleado
María del Carmen
Urgundi
Snf
36
S
empleada
2.100
Antonio González
45
c
Empleado
5.000
40
V
empleada
Robustiano Gal
46
c
dependiente
5.000
Teresa Nebot
52
S
empleada
Pedro Roa
46
v
excepcional
3.000
Mariano Vargas
48
s
escribiente
5.000
Victorino Orozco
50
c
comisionista
Luis Fernández
52
c
empleado
Adrián Altamirano
57
c
portero
Salvador
Echeandía Gal
63
c
industrial (g)
325**
Leyenda de abreviaturas
Snf: nombre no facilitado
Estado civil: s (soltero/a) c (casado/a) v (viudo/a)
*jornales diarios
**sueldos mensuales
nombre
edad
cargo
fábrica
empleado
Sueldo
anual
5.000
7*
5.000
7
12.000
Elaboración propia a partir de AVM, Estadística, padrón del Ensanche Norte, 1930.
De estas empleadas, había cinco que presentaban como cabezas de familia. Una de ellas,
Antonia de la Loma, con 31 años en 1930, compartía vivienda con sus tres hermanos
menores y su madre viuda. Antonia era la mejor pagada en la familia con un su sueldo
como empleada en las oficinas de Gal, con un sueldo de 5.000 pesetas al año; su
hermana menor, de 23 años, también estaba empleada en la Perfumería, con 3.000
pesetas anuales de salario. El hermano menor, de 20 años, trabajaba en otra fábrica por
1.500 pesetas al año. Entre los tres pagaban un piso de 2.100 pesetas de alquiler al año.
Una estructura de hogar similar a la de Soledad Robles, que convivía con su madre
viuda y tres hermanos varones: un empleado de seguros, otro en ferrocarriles y el menor
estudiante. En ambos casos, las hijas mayores habían sustituido al padre ausente y como
él aportaban el salario más alto al hogar. Más interesante resulta el caso de María del
Carmen Urgundi, de 36 años que compartía su vivienda con una de sus compañeras de
la fábrica (Snf en el cuadro), de 32. Dos mujeres solteras viviendo de forma
independiente gracias a sus salarios. Incluso había quien, como Teresa Nebot, de más de
cincuenta años y sueldo mensual de 325 pesetas, vivía sola. Su alto salario le permitía
11
alquilar en la calle Guzmán el Bueno una vivienda de seis habitaciones de 65 pesetas de
alquiler. A diferencia del trabajo en la fábrica, los puestos laborales de las oficinas Gal
permitían a las mujeres construir una forma de vida alternativa a la que les parecía
abocar el discurso social y que les condenaba al matrimonio y al desempeño del papel
de ama de casa. Es cierto que eran casos contados y que para desarrollar una carrera
profesional, las mujeres parecían tener que evitar el matrimonio; sólo una de las mujeres
empleadas en Gal estaba casada. Era la esposa de José María Pérez Fernández (en la
tabla, Snf de 26 años), con quien además compartía lugar de trabajo. Ambos estaban
empleados en la sección de ventas de las oficinas Gal, él con salario de 3.900 pesetas y
ella con 3.600. La familia la cerraba una hija de un año y una sirvienta que se ocupaba
de las tareas del hogar.
Lo importante de estos casos – y en general de todas las trabajadoras del
terciario en Gal- es que se trataba de mujeres que accedían a mayores salarios y y
mejores condiciones laborales que las obreras manuales. Aunque las diferencias con los
varones seguían existiendo, los salarios de 2.000 o 3.000 pesetas permitían a estas
mujeres ejercer otros papeles dentro de sus economías familiares, diferentes a las de
ama de casa o la de simplemente un complemento al salario del cabeza de familia. Esta
nueva condición de la trabajadora se mostraría con más fuerza en una gran empresa de
servicios modernos como era la Compañía Telefónica.
Eusebio Echeandía Gal en el laboratorio químico de la fábrica que fundó su hermano (izquierda);calderas
para la cocción de jabones (derecha); Nuevo Mundo, 14 de Octubre de 1909.
La gran empresa de servicios:
nuevas condiciones laborales y nuevas formas de desigualdad de género.
El sector de la comunicación telefónica representa un caso de estudio de especial interés
porque a comienzos de siglo era un campo virgen para la expansión empresarial, donde
no se contaba con experiencia previa alguna. Su gestión como negocio y la organización
laboral no tenía demasiados precedentes y antes de que se lograra un modelo viable de
empresa, se produjeron diversos ensayos que fracasaron o que tuvieron corta vida
(OTERO CARVAJAL 2007). Todo cuajó con la creación de la Compañía Nacional
Telefónica de España (CTNE) en 1924, empresa impulsada por la ITT norteamericana y
que obtuvo el monopolio del servicio telefónico por concesión del directorio militar de
Primo de Rivera (PÉREZ YUSTE 2007). La gestión de las comunicaciones telefónicas
constituía uno de los mayores desafíos empresariales del momento. A partir de ese
12
momento, el servicio de comunicaciones telefónicas se expandió a una velocidad
acelerada y el número de abonados se dobló hasta superar los 200.000. Entre 1924 y
1930, la red telefónica se fue haciendo cada vez más tupida hasta conectar los
principales centros de población de todo el país y establecer comunicación fluida con el
extranjero, de tal manera que se podía decir que en vísperas de la II República España
ya contaba con un servicio telefónico moderno. Es cierto que la CTNE no partía de cero,
pues contaba con la experiencia que le aportaba la empresa matriz, la ITT y por otro
lado, en su creación absorbió a gran parte de la plantilla de las empresas de telefonía
que habían operado previamente en el país. Con todo, su puesta en marcha dejaba de ser
un gran hito en la historia empresarial española. Se trataba de una corporación que
contaba hacia 1930 con unos 7.000 trabajadores, dedicada a uno de los sectores punta de
la nueva economía de la época y que por el origen de su capital simbolizaba la irrupción
en España de las multinacionales que protagonizaban la economía mundial por aquellos
años (PÉREZ YUSTE 2004).
El origen norteamericano del capital de la CTNE marcó profundamente su
organización como empresa y centro de trabajo. Al frente de la Compañía se puso
Lewis Proctor, hasta entonces en la subdirección de la empresa matriz norteamericana, y
fue él, junto a sus colaboradores, quien diseñó la organización de la empresa,
importando las dinámicas laboralespropias de las grandes compañías y sociedades
anónimas como Dupont de Nemours, General Motors o la aseguradora Metropolitan,
que, por aquel entonces estaban revolucionando la economía estadounidense (ZUNZ
1991). Telefónica nació con una plantilla de miles de empleados (8.750 en 1926;
BORDERÍAS, 1993) que fueron encuadrados y distribuidos en un organigrama
fuertemente jerarquizado y dividido en distritos regionales. Por supuesto, en Madrid,
donde se habían fijado las oficinas de la Administración general, se concentraba una
gran parte de los trabajadores de la compañía. Por otra parte la capital contaba con un
número de abonados y generaba un tráfico de comunicaciones telefónicas muy superior
al de cualquier otro centro urbano o localidad, con la excepción de Barcelona (PÉREZ
YUSTE 2004). Y por ser la sede de la administración central, en Madrid residía desde el
más alto cargo de la compañía hasta su empleado más humilde, con lo que el rastreo a
través del padrón municipal se puede obtener una representación lo suficientemente
amplia para mostrar en su totalidad la gama de situaciones laborales comprendidas en la
CTNE.
Desgraciadamente, los padrones no ofrecen todos los detalles de las condiciones
laborales de la Compañía Telefónica que podríamos desear; entre sus 214 trabajadores
registrados en la zona de Ensanche en 1930, las informaciones son parcas y se suelen
limitar a señalar en su profesión el término genérico de “empleado” y el sueldo que
percibían, sin especificar la tarea concreta que desempeñaban ni su formación
profesional específica. Otros estudios que se han ocupado de la organización
empresarial de la CTNE y de las relaciones laborales en su seno (PÉREZ YUSTE 2004,
BORDERÍAS 1993) muestran, en cambio, que la Compañía Telefónica se distinguía de
las antiguas empresas del sector en España por su estricta organización en diferentes
departamentos y por la alta especialización exigida en cada uno de sus puestos laborales.
Proctor, el directivo procedente de la ITT y encargado de organizar la filial, había
dividido la administración central madrileña en nueve departamentos con cometidos
muy concretos y con pautas de organización rígidas: eran los departamentos de
Dirección, Secretaría, Tesorería, Intervención y Contabilidad, Inspección, Ingeniería,
Construcciones y Conservación, Tráfico y el departamento comercial.
En un principio, la compañía estuvo obligada a integrar en estos departamentos a
los antiguos empleados de las compañías concesionarias del servicio de teléfonos y que,
13
habían sido absorbidas o compradas por la CTNE. Este fue el pacto al que inicialmente
habían llegado con el estado pero que poco a poco se olvidó: los directivos
norteamericanos fueron aplicando drásticas reducciones de plantilla que se centraron en
estos trabajadores, cuyos salarios consideraban caros y a los que encontraban poco
familiarizados con la nueva tecnología y los equipos de los servicios telefónicos.
Algunas de los recortes fueron especialmente dramáticos, como el despido de más de
200 trabajadores en marzo de 1929, y levantaron tímidas protestas que acabaron
ahogadas en los comités paritarios de la dictadura (PÉREZ YUSTE 2004). Junto a esta
política de recorte también se incentivó la de incorporación de nuevos trabajadores, a
muchos de los cuales además de contrato se les facilitaba una formación profesional,
especialmente a los operarios de instalación de nuevas líneas y sistemas que precisaba la
compañía en su expansión de abonados. En este sentido, fue también muy llamativa
durante estos primeros años la fuerte entrada de mujeres trabajadoras en la compañía,
que llegaron a copar departamentos enteros y a feminizar muchas de las tareas
(BORDERÍAS 1993): la mujer telefonista, que trabajaba fuera de casa por un salario
relativamente elevado y en un sector que entroncaba con la más rabiosa modernidad
tecnológica, era en 1930 el mejor símbolo de los profundos cambios que se habían
producido en la plantilla de trabajadores de aquella empresa, introduciendo nuevas
formas de organización y nuevos culturas laborales hasta entonces casi desconocidas en
España.
Tabla 3: Trabajadores de telefónica residentes en el Ensanche de Madrid, 1930
nº
total
mujeres
18
a
29
35
edades
30 40 más
a
a
de
39 49 50
15 9
3
Salario
medio
no
indica
salario
diario
1.000
a
2.000
21
salarios anuales, franjas
2.001 3.001 4.000 5.001
a
a
a
a
3.000 4.000 5.000 10.000
20
15
0
0
más
de
10.000
0
65
2.278
3
5
empleados
102 42 33 16 11
5.570
9
0
2
12
20
21
24
11
masculinos
8,29
trabajadores
29
17 9
3
0
3
17
0
4
4
0
0
0
diario
manuales
profesionales
18
2
8
4
4
16.711
0
0
0
0
2
0
3
13
liberales
Entre las mujeres, además de “empleadas” se agrupaban telefonistas, operadoras y una mecanógrafa. Los empleados
masculinos se denominaban en su mayoría “empleados” aunque incluían a 1 escribiente, 1 perito 2 delineantes y 1 aparejador.
Los trabajadores manuales eran jornaleros, peones, empalmadores y obreros. Los profesionales liberales eran
fundamentalmente ingenieros (14), aunque también había abogados, 1 militar ingeniero y alto cargo de la empresa.
Elaboración propia a partir de AVM, Estadística, padrón del Ensanche Norte, Este y Sur, 1930.
A pesar de sus carencias, los datos del empadronamiento municipal de Madrid realizado
en diciembre de 1930 nos permiten distinguir cuatro grandes sectores de trabajadores en
la CTNE, que procedían de entornos profesionales muy distintos y a los que respondían
condiciones laborales muy diferenciadas. El grupo mayoritario de trabajadores era el de
los varones que se registraban como “empleados”, una denominación genérica en la que
no se solía especificar la función precisa ni el puesto que ocupaban dentro de la empresa.
Sólo unos pocos indicaban ser peritos o delineantes y aparejadores que se encargaban
del diseño de las múltiples obras e instalaciones en que estaba embarcada la compañía;
el resto debía de trabajar en oficinas en labores de contabilidad o de gestión burocrática
o en labores indirectamente relacionadas con el papeleo, como la inspección o la
búsqueda de clientes. Todos estos empleados tenían fijado su sueldo anualmente, un
rasgo propio de los trabajadores de los servicios y que los distinguía, por lo general, de
los antiguos artesanos y los obreros de fábrica que siempre indicaban en la estadística su
14
salario por jornada trabajada. Aunque no siempre el contexto en el que trabajaron fue
tan seguro y, como se ha visto, la plantilla de Telefónica atravesó por tiempos duros de
reajuste de sus empleados, en general podían sentirse como privilegiados. Algunos de
estos oficinistas procedían de las clases medias y populares; sus estudios primarios y
secundarios les habían permitido acceder a aquel empleo en vez de seguir los pasos de
sus padres, que habían sido obreros, artesanos o trabajadores manuales sujetos a los
vaivenes de las contrataciones temporales (CARBALLO, PALLOL y VICENTE 2008,
CARBALLO 2011). Ellos, por el contrario, al estar encuadrados en una gran empresa,
sabían que, si lograban la confianza de sus superiores podrían gozar de un empleo
relativamente seguro y bien pagado, e incluso ir escalando posiciones dentro de los
cuadros de la empresa y disfrutar de un sueldo cada vez más alto.
La situación de los empleados no era idílica en estos años; hubo ajustes de
plantilla y despidos masivos para adaptar la empresa a las exigencias de la
multinacional ITT y a sus planes de expansión por la Península. Por otro lado, las
innovaciones en la organización del trabajo implicaron la imposición de una disciplina
férrea en busca del máximo rendimiento laboral. La CTNE introdujo el control de los
tiempos por medio del reloj y el cronómetro, aplicando los modelos tayloristas al
trabajo con el papeleo y con las operaciones telefónicas. Es también su sistema de
escuchas de los operadores telefónicos con el que se imponía el clima de disciplina,
eficiencia y seriedad entre sus empleados (BORDERÍAS 1993). Pero si con una mano
la directiva agitaba el palo, con la otra tendía la zanahoria. La Compañía Telefónica
también trajo a España y consolidó algunas prácticas empresariales de protección a sus
empleados y de identificación entre la empresa y sus trabajadores. La directiva fomentó
la creación de asociaciones laborales en un intento tanto de canalizar la negociación
colectiva y desactivar huelgas y protestas de los empleados. También hubo esfuerzos
por proteger a sus trabajadores más allá de la estricta vida de la empresa y se crearon
cooperativas de consumo y de vivienda. Incluso se fomentó la identidad corporativa,
con la creación de clubs deportivos y la organización de fiestas de empleados para
reforzar los lazos que ya existían en las horas laborales.
Trabajar en Telefónica se convertía así en una forma de vida. Eran los primeros
pasos en España del modelo fordista de relaciones laborales, articulado en torno a
grandes empresas en las que se combinaban una fuerte jerarquía, una férrea disciplina y
una actitud de protección paternalista que ofrecía al trabajador cierta estabilidad y la
ilusión de un constante progreso en su status económico a cambio de sus esfuerzos y su
sacrificio por la empresa. No sólo que sus salarios fueran ya de partida altos y que
generalmente comenzaran en unas 2.500 pesetas que suponían un importante capital en
la época; era también que resultaba frecuente que fuera aumentando con la antigüedad
en la empresa y la adquisición de experiencia, hasta alcanzar cifras importantes como
las 4.000 y 5.000 pesetas anuales que cobraba un grupo importante de los empleados de
la CTNE. Para estos trabajadores se dibujaba en el horizonte una trayectoria de progreso
personal constante que resultaba excepcional y que parecía recuperar las viejas ilusiones
gremiales de otros tiempos, antes de que las fábricas las disolvieran, cuando un artesano
empezaba siendo aprendiz, saltaba luego a la condición de oficial y culminaba su vida
como maestro y dueño de un taller. Lo que la industrialización había hecho desaparecer
en sus inicios parecía en parte devolverlo ahora con el surgimiento de las grandes
empresas multinacionales.
Esta ilusión de estabilidad y progreso social no se limitaba a los trabajadores de
cuello blanco y se extendía a otros profesionales encuadrados en la empresa que no
realizaban sus labores en las oficinas. Entre los varones, el segundo grupo en
importancia de trabajadores de Telefónica eran los trabajadores manuales, dedicados a
15
la puesta en marcha de las líneas de nuevos abonados y las infraestructuras de
abastecimiento. Eran los empalmadores, celadores, instaladores, montadores de
estaciones manuales, mecánicos y otros peones y obreros especializados en la
instalación de aparatos telefónicos. Algunos de ellos declaraban un sueldo anual, como
miembros de la plantilla fija, si bien la mayor parte se presentaba en el padrón como
“eventuales” o “jornaleros”, con salarios diarios que iban desde las 10 a las 12 pesetas.
De todas maneras, su vinculación a una gran empresa en expansión hacía que su
condición de jornaleros no fuera tan dura, pues la empresa les debía proveer con
regularidad de trabajo. Esta integración de los obreros manuales dentro de la plantilla de
una empresa esencialmente dedicada a los servicios, incorporándolos en regímenes más
o menos similares al de oficinistas y trabajadores de cuello blanco, muestra cómo las
grandes empresas y corporaciones de la época movilizaban a profesionales de todo el
mercado laboral. Como ya sucedía en la Perfumería Gal, la gran empresa de servicios
contaba incluía en su organigrama un amplio abanico de competencias y cualificaciones
profesionales, en una organización compleja que distribuía tareas en departamentos con
funciones concretas y procedimientos burocratizados y rigurosos. En este mecanismo de
relojería, que en ocasiones se tornaba una maquinaria de explotación donde los
trabajadores sufrían los rigores y el tedio de la burocratización, además de obedientes
los disciplinados empleados de oficina y los trabajadores manuales que instalaban los
aparatos telefónicos, existía un grupo destacado en la cúspide encargado de armonizar y
dirigir la empresa. Es el tercer grupo de trabajadores varones, los profesionales liberales,
la elite de la compañía, que se destacaba por sus altos sueldos, por lo general mayores a
las 10.000 pesetas anuales y a veces a las 20.000.
La gran mayoría eran ingenieros especializados en las nuevas tecnologías de la
comunicación y que habían estudiado en universidades extranjeras. Para poner en
marcha una empresa como la CTNE, era necesario atraer el mejor capital humano
disponible, buscando en un radio de acción más amplio. Algunos de estos ingenieros
procedían de la empresa matriz, la ITT, y habían sido enviados a España por los
propietarios norteamericanos para lanzar la compañía. También había muchos otros
profesionales procedentes de los lugares más variados, desde el Québec a Zaragoza,
desde Sevilla a Inglaterra. Licenciados de Universidad y doctores, ingenieros y
abogados, miembros de las profesionales liberales que tradicionalmente habían ejercido
por su cuenta y que, ahora, renunciaban a su antigua independencia para ponerse al
servicio de una gran corporación cuyo crecimiento había de proveerles de exitosas
carreras profesionales, mucho más espectaculares que en el pasado.
Para las mujeres, la participación laboral en Telefónica se producía en
condiciones muy concretas y siempre en los mismos departamentos y tareas. Las 65
trabajadoras de la CTNE registradas en el padrón del Ensanche en 1930 se reducía a
unas cuantas figuras, las de telefonista y operadora, además de la mecanógrafa, para las
que en cambio los varones eran raros. Este tipo de segregación, de feminización de
determinadas profesiones ya se había producido en otras grandes empresas, como se
había visto en la perfumería Gal. Ni siquiera se trataba de algo realmente nuevo, pues
algunas fábricas y profesiones manuales se habían puesto en marcha casi
exclusivamente con mano de obra femenina, como es el caso bien estudiado de la
elaboración de tabacos, y en el que las obreras habían sido legión y los hombres
totalmente inexistentes (CANDELA, 1997; PAREJA, 2011).
Al concentrar a las trabajadoras en un solo departamento, el de Tráfico, la
Compañía Telefónica continuaba con prácticas de contratación antiguas respecto a las
mujeres y que tenían varios objetivos. Por una parte, el aislamiento de las mujeres en un
único departamento en el que no había compañeros varones garantizaba una imagen de
16
buena reputación al empleo en la compañía. Uno de los argumentos más recurrentes
contra la participación de la mujer en el mercado laboral formal y externo al hogar,
había sido la condena de esa mezcla y confusión de sexos en la fábrica y que a los ojos
de los biempensantes, podían empujar a la disipación y al extravío morales. La
segregación entre hombres y mujeres en los centros de trabajo ya había sido una
práctica frecuente en las industrias y lo seguía siendo en las modernas empresas de
servicios de los Estados Unidos que se esforzaban en proyectar una imagen de
moralidad que no perjudicara a su relación con los clientes (ZUNZ 1991).
Las preocupaciones morales en torno al empleo de mujeres como telefonistas (y
en las oficinas en particular) no eran menores en el discurso social; hasta el punto de
que en la Asamblea Nacional de Primo de Rivera se llegó a plantear restricciones a su
contratación, sobre todo por el estilo de vida que le acompañaba. En la sesión del 20 de
marzo de 1929, José Ayats daba la alerta sobre la situación de las operadoras que
trabajaban de noche y que se veían obligadas lo que creaba “muchos peligros el que, en
el momento de volver a sus casas, aquellas señoritas fueran solas por las calles y a
distancias largas”. Ante lo cual el dictador Primo de Rivera se comprometió a actuar y
corregir la situación “si en efecto se ha encomendado el servicio nocturno en las
grandes ciudades a las señoritas y puede comprometer un poco su reputación el que
tengan que andar a altas horas de la noche por las calles bulliciosas y alegres de las
grandes urbes, con riesgo de que se crea que no son unas señoritas honestas y
dedicadas a un trabajo que tal vez sea el fundamento de la vida de sus hogares.”
(PÉREZ YUSTE, 2004: 283). Con todas sus contradicciones, la intervención de Primo
de Rivera desvela cuáles eran la consideración de la participación de las mujeres en la
moderna economía de servicios y en el trabajo extradoméstico. Su comparación
insinuada entre la trabajadora nocturna y la prostituta, marca los límites para el trabajo
de la mujer y que nunca podía arrojar sombra sobre su reputación. En última instancia
se hacía visible el miedo a que las mujeres accedieran al espacio público, a las “calles
bulliciosas” y participaran de la alegría de la gran urbe. La telefonista, con su salario e
independencia, rompía los esquemas de mujer ideal más conservadores en ese momento.
Otra de las excusas para concentrar a las mujeres en departamentos separados de
los hombres nacía del argumento de que estaban particularmente cualificadas para
determinadas tareas. Las mujeres eran mejores operadoras y telefonistas, lo mismo que
también eran mejores cigarreras (y en el fondo se decía, eran mejores amas de casa). En
las grandes fábricas de tabaco sólo había mujeres porque se consideraba que sólo las
manos femeninas podían hacer una tarea tan delicada. En Telefónica, como se las
destinaba al departamento de Tráfico, donde se controlaban las llamadas y se atendía a
los clientes, porque la capacidad de atención al público y la gestión de diversas tareas
simultáneas – como la gestión de una centralita - se consideraban como aptitudes
características de las mujeres (BORDERÍAS 1993). Esto no evitaba sin embargo las
continuas chanzas y bromas en la prensa (que reflejaban un discurso social más amplio)
sobre la ineficacia de las operadoras de Telefónica. Cuando la red no funcionaba era
siempre por culpa de las operadoras, por su distracción o por su poca aplicación en la
tarea que se disculpaba, con condescendencia por la natural belleza de la joven
trabajadora. Véase si no la recreación ficticia que hacía la revista Buen Humor de uuna
conversación con “Julita Clavijo, telefonista del cuadro de la calle Jordán”:
—Central.
—Cloc, doc, cloc.
— ¡Central!
—Cloc, cloc, cloc.
— ¡¡Central!!
17
— Cloc, cioc, cloc.
(Y así hasta ochenta y dos veces)— ¡Central!
—Diga.
—Oiga, señorita, por favor. ¡A ver el.23.78. S.!
— ¿Lo había usted pedido ya?
-No.
— ¡Como dice usted: A ver el 32-78 ese!
— No, señorita. Digo el 23-78 S, porque es de Salamanca.
— ¿De Salamanca? ¡Qué casualidad! Igual que la nodriza de mi sobrinito.
— ¿Ah, sí? Yo también tengo un cuñado que es de allí. Con él precisamente quería hablar.
— ¿Y dice usted que es el 23-87 S?
— No. El 23-78.
— ¡Ah! Bien. El 27-38.
— No, amable señorita, fíjese: el 23-78.
— Bien.
(Hay una pausa que dura desde las once treinta y cinco hasta las doce cuarenta y tres).
Finalmente el cliente no lograba establecer su llamada pero sí citarse con Julita que
resulta ser “bonita, gentil ¡y morena!” y le sorprende explicándoles “que aunque hace
de telefonista, es maestra normal, cosa que nos choca (…), porque a todos nos ha
parecido linda pero algo desequilibrada” 1 . En fin, en todo el texto se retrata a una
trabajadora cuya ineficacia y torpeza, cuando no su natural incapacidad para completar
la tarea que le ha sido encomendada se compensan con su gracia y belleza y su salario
era simplemente una paga para sus gastos de joven inquieta y caprichosa.
Todos estos razonamientos y representaciones de la telefonista, que iban desde
las reflexiones pseudo-psicológicas sobre su efectividad en la gestión del cuadro
telefónico a su desconsideración jocosa y frívola como trabajadoras, reforzaban como
discurso la feminización de la profesión. Y también sancionaban una segregación por
género dentro la empresa que escondía una estrategia de ahorro de costes salariales a
través de la perpetuación de la injusta condición profesional degradada de las mujeres.
El hecho de que un puesto laboral fuera exclusivamente femenino garantizaba que los
sueldos fueran bajos ya que, no habiendo hombres en el departamento no existía posible
competencia ni comparación entre unos y otros, y por lo tanto, tampoco posibles
reclamaciones de equiparación de salarios. Por el camino se reforzaba la mala
consideración que tenía el trabajo de las mujeres. A pesar de que en su trabajo fuera
necesaria una experiencia y unas competencias especializadas, el hecho de que fueran
“tareas de mujeres” pesaba fuertemente en el dinero que recibían a cambio.
La distancia entre el sueldo medio de las mujeres empleadas en telefónica (2.278
pesetas anuales; tabla 4) y el de sus colegas varones (5.570 pesetas anuales) es
suficientemente expresiva. Tal diferencia en los salarios, también empujaba a que el
empleo siguiera ocupando el mismo lugar en la trayectoria vital de las mujeres. Más de
la mitad de las empleadas de telefónica registradas en el padrón tenían menos de 30
años; estas vivían todas en los hogares de sus padres o bien el de algún hermano. El
salario que recibían, con menos de 30 años, oscilaba entre las 1.500 y las 2.000, y sólo
rara vez era superior. Lo justo para ayudar a sus familias y permitirse ciertos gastos,
pero escaso para vivir por su cuenta. Esto indica que a pesar de ser un trabajo
“femenino”, la profesión de telefonista u operadora se consideraba como algo propio
únicamente de la juventud, o quizá más precisamente de la soltería. Esto había además
reforzado por la insistencia de los periódicos, que en cada noticia que aparecían se las
1
GARRIDO: “Julita Clavijo del Cuadro de Jordán – Las Entrevistas del Buen Humor”, Buen Humor, 20
de Junio de 1926.
18
presentara como las “bellas o esbeltas telefonistas” o se recalcara su juventud, como si
se excluyera la posibilidad de empleadas de más edad.
Esta era la tendencia general y el discurso dominante, pero no la única realidad.
La necesidad de la Compañía Telefónica de conservar en su plantilla a los mejores
profesionales no sólo le hacía drenar capital humano desde lugares lejanos, como sus
ingenieros ingleses, canadienses o norteamericanos; también le obligaba a mantener a
aquellos de sus trabajadores con experiencia y conocimientos en los complejos procesos
de trabajo. Algunas de sus trabajadoras – no tantas como los varones y con menos
oportunidades – también podían disfrutar de carreras profesionales, con progresivos
ascensos. Una pequeña parte seguía trabajando en la empresa más allá de la treintena,
alcanzando salarios de más de 2.000 y hasta de 3.000 pesetas anuales (más o menos lo
mismo que cobraba una maestra de escuela). Así Carmen Mora Jiménez, de 31 años,
aparecía registrada como empleada de Telefónica con sueldo de 3.000 pesetas anuales y
vivía sola en una vivienda de cuatro habitaciones de la calle García de Paredes. Ángela
Ibeas Mullany, de 35 años, empleada de Telefónica, con un sueldo de 3.300 pesetas
anuales figuraba a la cabeza de un hogar en el que convivía con su madre viuda de 66
años y una criada de 18 años; también residía allí un ingeniero francés de 33 años y alto
sueldo, 15.000 pesetas, que bien podía ser su pareja aunque no hubieran formalizado su
relación. O Úrsula Pardo, de 42 años, también empleada de Telefónica y con el mismo
sueldo de 3.000 pesetas; vivía en un piso de tres habitaciones de la calle Eloy Gonzalo,
junto a su hijo, al que había tenido siendo soltera y que tenía 18 años por aquel entonces.
Las tres encabezaban hogares singulares, que no se ajustaban a la estructura
nuclear que predominaba en la ciudad de Madrid y que se consideraba “normal” en el
discurso social. De hecho, ninguna de las telefonistas de más de treinta años estaban
casadas ni figuraban como esposas de un hogar nuclear; la vida de la telefonista, aunque
sufría algunas de las discriminaciones que habían pesado sobre el empleo de las mujeres
en el mercado laboral formal (sueldos menores que los varones, relegación a empleos
muy concretos), también gozaba de condiciones labores antes desconocidas y que,
empezando por el salario, suficiente para mantenerse a sí mismas, les permitían
desarrollar formas de vida alternativa. Eran mujeres que encabezaban hogares, que
vivían solas o con amigas o hermanas, junto a sus hijos tenidos en soltería o con una
pareja con la que no se habían casado. Eran pocas, pero las telefonistas que vivían así, a
su manera, que se mezclaban en la Gran Vía con los alegres y bulliciosos viandantes,
rompían claramente con las formas tradicionales del trabajo de las mujeres y de su
inserción en la familia, y daban testimonio de una nueva cultura urbana.
Conclusiones
El análisis de los padrones de Madrid ofrece un balance complejo sobre la evolución de
la participación laboral de las mujeres en el primer tercio del siglo XX. Ya se ha
advertido que los problemas de subregistro impiden utilizar esta fuente para una
reconstrucción de la tasa de actividad femenina real en el periodo y que sólo permite
constatar la persistencia de ciertos sectores de empleo tradicionales para las mujeres,
como era el caso del servicio doméstico, que era la profesión más ampliamente
reconocida en la estadística. En realidad, en el padrón sólo se inscribían aquellos oficios
considerados propios de las mujeres, que eran aceptados socialmente. El de criada era
uno de ellos, pero la nueva economía madrileña asociada al desarrollo industrial y a los
modernos servicios también creó puestos de trabajo que por sus excepcionales
condiciones, resultaban aceptables. Tanto las obreras de la fábrica Gal como las
operadoras y telefonistas de la CNTE aparecían en los registros porque se trataba de
19
grupos de trabajadoras que realizaban sus tareas en departamentos aparte, separadas de
los hombres y ajustándose en sus formas de inserción laboral a la consideración
tradicional del trabajo extradoméstico de las mujeres: era un ocupación temporal,
restringida a la juventud y que simplemente debía ser un complemento para la familia
en la que la trabajadora era hija, hermana y rara vez esposa; esto era lo que justificaba
los salarios bajos de las mujeres que al fin y al cabo debían consagrarse en el futuro a su
vocación natural, las tareas domésticas.
Con todo, la comparación de las condiciones laborales y de vida de las
trabajadoras de ambas empresas arroja diferencias e insinúan algunas mejoras en las
trayectorias profesionales y la inserción en el mercado laboral de las mujeres. Por un
lado, en la Perfumería Gal, las trabajadoras manuales parecían abocadas a los bajos
salarios y a la nula promoción dentro de la empresa. Trabajadoras al final de la cadena,
marginadas de las partes más importantes del proceso productivo y mejor remuneradas
que ocupaban los varones, debían conformarse con funciones repetitivas y alienantes
como el troquelado de jabones o su empaquetamiento. Toda mejora del sueldo a la que
pudiesen aspirar dependía del aumento de su ritmo de producción y de primas al destajo.
Con jornales que no superaban las 4 pesetas diarias, a la larga era más valiosa su
contribución como amas de casa dentro de las economías familiares y por ello resultaba
lógico que abandonaran la fábrica cuando se casaban o superaban los 30 años. En
definitiva, el trabajo en el sector secundario – por muy moderna que fuera la fábrica
como lo era la Perfumería Gal – condenaba a las obreras a pautas de vida tradicionales,
las mismas que las de las criadas del siglo XIX. Por otro lado, aunque las diferencias
salariales entre hombres y mujeres seguían siendo amplias en el sector terciario,
también es cierto que las grandes empresas de servicios generaron puestos de trabajo
que lograban vencer y superar esta consideración del trabajo femenino como algo
episódico en la vida y abrir las puertas para la creación de carreras profesionales. El
salario en Telefónica, pero también el de las empleadas de oficina, permitía que algunas
de ellas vivieran por su cuenta, solas en su propio apartamento o que encabezaran
hogares. No era la norma ni la costumbre; la presión social y la deconsideración
generalizada del trabajo de las mujeres empujaba a que continuaran con el abandono del
empleo hacia la treintena, pero al menos se abría la posibilidad, existían las condiciones
materiales para que algunas de estas trabajadoras generaran en torno a 1930 formas
alternativas de vida.
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