logorrea autoconsciente.

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LOGORREA AUTOCONSCIENTE.
LOGORREA AUTOCONSCIENTE.
« Rasga los polvorientos velos de tu memoria
y que discurra el sueño, y que sepamos todos
de dónde brota el agua que sacia nuestra sed.”
Antonio Colinas, Invocación a Hölderlin.
I. La voz narrativa.
La ocurrencia de que el propio autor de la ficción (porque, sea como fuere, se trata de ficción y
no de otra cosa) se dirija al lector explicándole buenamente, o malamente, o sin explicárselo
pero actuando en consecuencia, bueno, sí, yo, Fulano de tal, con DNI número tal, estuve allí y
presencié los acontecimientos que voy a referir, resulta, ciertamente, poco frecuente, aunque
no inédita, ni siquiera en la literatura contemporánea o, hilando más fino, en la postmoderna
(en la que, por cierto, puede suceder todo y cualquier cosa). Un ejemplo nos lo aduce “Crónica
de una muerte anunciada”, obra en la que el propio García Márquez aparece (como él mismo
confiesa) en tanto que personaje testigo y testigo de los testigos, es decir, personaje que
recoge los testimonios de otros personajes (y a veces el suyo propio) para así entregarlos al
lector en una estructura en forma de noria en la que los principales personajes son los
cangilones. Sin embargo, parece que García Márquez haya utilizado este recurso justamente
para desprestigiar a este narrador testigo (al que bien se le puede aplicar el viejo adagio de
“cuando veas las barbas de tu vecino afeitar, en este caso las vedijosas del narrador
omnisciente, pon las tuyas a remojar”). Dejando aparte el hecho de que cuando se produjo el
acontecimiento fundamental en la novela, el clímax dramático, me refiero por supuesto al
asesinato de Santiago Nasar, nuestro ligero narrador testigo se hallaba durmiendo nada menos
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que en el “regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes”, la dama de compañía del lugar,
preciso es notar igualmente que éste tiene que recurrir al sumario, chapoteando en las aguas
de la inundación para no conseguir rescatarlo del todo, y también, libreta en mano como ya se
ha dicho, a los restantes testigos. Aún así, el autor insiste, a su manera, sobre el hecho de que
27 años después de que ocurrieran los hechos, y tal vez aunque sólo fueran 27 días, no hay
manera de escribir una “crónica” absolutamente fidedigna de nada. La memoria de esos
testigos falla, lo que les hace entrar en contradicción unos con otros. ¿Llovía o no llovía el día
que mataron a Santiago Nasar? Los hay también que mienten, tal Victoria Guzmán, y sólo con
el correr de los años se aclararán sus embustes. El secreto fundamental, el de quién fue el
artífice “del perjuicio” de la protagonista, jamás lo conocerá ese narrador testigo, por muy autor
que sea y, en consecuencia, mal podrá revelárselo al lector, quien necesita transformar el
sistema en estructura y no se lo ponen nada fácil. “Ya no le des más vueltas, primo”, le dice al
cabo Ángela y se llevará el secreto a la tumba.
¿Redunda esto en desdoro de la novela? En absoluto. La ignorancia del mencionado secreto ni
quita ni pone nada a la intensidad de la obra. La cual nos transmite otro tipo de verdades, de
una magnitud mucho más elevada que ese simple secreto de alcoba, aunque costara la vida de
un hombre o tuviera algún tipo de relación con su muerte, sobre la naturaleza humana o de una
determinada tipología social.
Según ello, la exactitud y veracidad de los acontecimientos narrados no es un rasgo esencial
en una buena novela. Elogio, pues, de discurso y menosprecio de fábula. Tal vez sea eso lo
que ha derribado de su pedestal al narrador omnisciente y no su parecido con Dios y que Dios
se halle desprestigiado en nuestra descreída sociedad moderna. La realidad, ese vasto
universo repleto de detalles sin clasificar, ese inmenso arcón al que jamás podremos
encontrarle su fondo, se revela menos importante que la particular manera que tiene una
conciencia de percibirla. Y ello es así porque dicho proceso se revela similar, si bien no
idéntico, al que tiene lugar continuamente en la conciencia de cada lector; el cual busca, es
cierto, en la literatura, entre otras cosas, una experiencia vicaria, pero no la realidad, que es
inasible, y que es también inagotable por infinita, sino de un modelo de percepción de la
realidad, con el cual completar y afinar el propio.
Ahora bien, este paradigma de narrador omnisciente no es el único que nos ofrece la narrativa
tradicional. Esa voz reseca que crepita junto al lar donde arden los sarmientos del inmemorial
folklore, los viejos cuentos de hadas y princesas, o esa otra del bardo épico que, de tanto
recitar antiguos romances, los va modificando poco a poco, los va acendrando, son ambas
voces anónimas que surgen de una sola boca, pero que expresan el sentir de toda una
comunidad. Nos imaginamos a su propietario como un anciano enjuto, de barba y pelo canos, o
como una sibila de pueblo, enlutada y enteca, con más años que la agricultura. Tanto el uno
como la otra simbolizan la experiencia, la humana sabiduría, que es distinta a la omnisciencia,
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y acaso representen también a ese inconsciente colectivo del que habla Jung, asegurando que
mora en el interior de cada uno de nosotros y que nos habla a través de sueños o de
inspiraciones. Aunque si se prefiere otra suerte de autoridad, más consolidada por los siglos y
los concilios, también se puede traer a colación al “maestro interior” de San Agustín, el Verbo,
verdad increada que reside en el interior del hombre: “Nadie ve ser verdadero aquello que lee
en el libro mismo o en el que escribe, sino más bien en sí mismo” (Epístola 19). Es una voz, en
todo caso, que no solamente conoce la naturaleza humana como nadie, sino que además
posee un vasto saber lingüístico y un inagotable repertorio léxico, actualmente en uso o no.
Estamos ya, pues, ante una conciencia que filtra la realidad, si bien se trata de una conciencia
colectiva, una supra conciencia, situada por encima de los hechos que presenta; los cuales,
únicamente de manera remota pueden afectarle. Su modo de operar es, por lo tanto, distinto al
de una conciencia individual inmersa en los acontecimientos, que es lo que quiere ser la
conciencia del lector. Éste desea sentir, aunque sea de manera vicaria, el escalofrío de verse
en el ojo del ciclón. Le interesan menos los modelos a imitar, los paradigmas de conducta
susceptibles de restablecer el equilibrio social en momentos de crisis. Sus intereses son cada
vez menos gregarios, pues ha vislumbrado una poterna de acceso a un vasto mundo interior.
La voz narrativa, conforme han ido pasando los años, se ha ido metiendo en la conciencia de
los personajes, o bien ha acabado cediéndoles meramente la tarea y la responsabilidad de
narrar.
Claro que, una vez tomada la decisión de adoptar el punto de vista de un personaje, ello
implica un compromiso estructural que no puede romperse de cualquier manera, a menos que
se haga mediante la aplicación de un plan, verbigracia, atribuir un narrador distinto a cada uno
de los grandes tramos de la novela, o bien poner a los personajes principales en rueda e ir
cediéndoles la palabra a lo largo de todo un capítulo, o simplemente meternos en la piel de un
narrador único que ejerce su función de cabo a rabo de la novela.
Esto último tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Entre las primeras cabe destacar que no
se rompe la ilusión de esa experiencia directa de la molienda de unos acontecimientos por
parte de una conciencia única que es, durante el tiempo de la lectura, la del lector. Y si no lo
es, bien lo parece. Todo lo que ocurre en la novela, le está aconteciendo a él, no a terceras
personas interpuestas, como se percibe enseguida en la técnica de la rueda o noria. Cuando
uno vive intensamente un suceso y se dice ¿quién me mandaría a mí meterme en este
berenjenal?, no va saltando de conciencia en conciencia, contemplando una naranja desde
todas las perspectivas posibles. Aunque a veces, en narraciones más reposadas,
generalmente de una naturaleza más intelectual, lo dicho no impide que sea éste el
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procedimiento idóneo, aclare o enturbie más aún de lo que ya estaba el conocimiento que el
lector vaya teniendo de los hechos, pero sí habrá penetrado en una buena media docena de
caracteres, lo cual vale por decir otras tantas maneras de ver un objeto y, a través de él, el
mundo. Entre los inconvenientes se halla la dificultad que experimenta un personaje, por muy
protagonista que sea, para hallarse presente en todos los acontecimientos que mueven la
trama, sobre todo aquellos que se urden a sus espaldas para perjudicarle, o en aquellos que
avanzan por las ramas secundarias de la acción. Para sacar esto a la superficie de la narración
habrá que recurrir a argucias, a la utilización, por ejemplo, de otros personajes que cuentan,
que delatan o se delatan, que cambian de campo o de opinión. Queda también la posibilidad de
encuadrar las intervenciones de dos narradores en el marco de la conversación.
De lo que no parece que haya duda es de esa tendencia asumida por la novela a ir
hundiéndose cada vez más en las arenas movedizas de la conciencia del narrador, sea cual
sea su naturaleza o su número y, dicho sea de paso, a invadir un terreno que había sido el coto
privado de la poesía, así que no hay que extrañarse si utiliza también algunos de sus recursos.
El texto narrativo se va ajustando a esa “corriente de conciencia” que fluye a través de la mente
de quien nos cuenta la historia o de quien nos presta sus instrumentos de percepción y
digestión de la misma, pero que no solamente arrastra los pormenores de la fábula, sino
también algunos que están relacionados con sus intereses privados o sus preocupaciones del
momento, lo cual crea un discurso más complejo, entreverado de hilos de diversos colores,
tupido. El término, “stream of consciousness”, fue acuñado por William James, psicólogo y
hermano del novelista Henry James, con objeto de definir el flujo continuo de pensamiento y
sensación, recuerdo y fantasía que mueve sin parar la rueda de ese molino de palabras que
somos todos. Durante las primeras décadas del siglo XX, escritores como James Joyce,
Dorothy Richardson y Virginia Woolf, dejaron el método completamente afianzado.
Dos técnicas permiten la representación de esta corriente de conciencia. La primera de ellas es
el “monólogo interior”, el cual, al emplear la primera persona gramatical, cae enseguida en lo
más profundo del pozo y permite verbalizar, en tiempo real, es decir, a medida que se
producen, esas sensaciones y elucubraciones del sujeto que va construyendo su mundo a
través de sus sentidos, su palabra y su pensamiento, es decir, va generando un texto, participio
pasado de texere, tejer, más enmarañado y espeso que nunca. La segunda es el “estilo
indirecto libre” que utiliza la tercera persona y cuyo discurso brota de una instancia situada, por
decirlo de alguna forma, justo encima de la conciencia del personaje sobre el que queda
focalizada, conservando un acceso pleno a todo cuanto ocurre en su interior pero sin acordarle
la responsabilidad de acuñar la voz narrativa. Esta “instancia” toma el lenguaje, en bruto, con
las características personales de esa particular conciencia, observada en pleno trabajo y lo
refleja sobre una pantalla en la que aparece como texto literario. Tal reflejo se supone que es
susceptible de adquirir una tonalidad ligeramente distinta a la que poseía el original. O dicho de
otro modo, todo reflejo implica la existencia de un espejo, en este caso otra conciencia con
vocación de reflejar las impresiones que recibe, de transmitir en toda su pureza, a veces no es
así, lo que ve, si bien, al permitir que dicha corriente de conciencia incida en su superficie, no
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podrá evitar que ésta arranque átomos, partículas, limo, de su propio ser y los deposite en la
conciencia del lector a través del texto. Que esta supuesta “instancia” de la que surge el logos
de estas obras tenga o no existencia real, o verosímil, o simplemente posible, constituye un
problema metafísico, cuya resolución no entra dentro de las competencias ni de los cometidos
de la literatura, que es arte y, por lo tanto, artificio. A la literatura no le corresponde resolver
problemas, ni metafísicos ni de cualquier otra índole, sino, acaso, plantearlos.
Dada la proximidad de su foco, ambas técnicas pueden combinarse. Es lo que hace Joyce en
“Ulysses” para evitar la monotonía así como el riesgo de abrumar al lector con una avalancha
de detalles triviales que surgen naturalmente de sus monólogos interiores, variando la
estructura gramatical de su discurso, combinando el monólogo interior con el estilo indirecto
libre y la descripción de la narrativa clásica. Como más tarde mezclará García Márquez, en el
“Otoño del patriarca”, el estilo directo y el indirecto, sin prevenir en modo alguno al lector,
porque es consciente de que se trata ya de un lector mayor de edad, que sabe dónde le aprieta
el zapato.
“......y así sacaban las tres bolas mantenidas en hielo durante varios días con los tres números
del billete que él se había reservado, pero nunca pensamos que los niños podían contarlo, mi
general, se nos había ocurrido tan tarde que no tuvieron otro recurso que esconderlos de tres
en tres......”
Dicha apertura no sólo responde a la oportunidad de prevenirse contra la monotonía de un
discurso monolítico, sino sobre todo a una necesidad compulsiva de la novela. La cual, a
diferencia de la épica tradicional, de la lírica e incluso de la prosa expositiva, que son
monológicas, que imponen una única visión de su objeto, o del mundo, es dialógica o
polifónica, según el término acuñado por el ruso Mikhail Bakhtin. La paradoja de la novela es
que presenta un mundo repleto de voces distintas, pero una sola debe contarnos la historia.
Con tal objeto, esa voz debe integrar las otras en el plano de su propio discurso sin destruirlo.
La narrativa tradicional solventaba el problema alternando la voz del narrador con la de cada
uno de los personajes. Quien dice voz, dice, evidentemente, estilo, una modalidad precisa de
habla, por emplear el término de Saussure. La narrativa moderna, en cambio, suele recurrir a la
técnica del estilo indirecto libre, la cual implica, como ya se ha visto, la existencia de esa
“instancia” narrativa distinta del personaje, dotada de una cualidad mimética que, por cierto,
puede ser explotada en beneficio de la ironía. El monólogo interior, por su parte, cuando alza la
vista y ve otros personajes, tiene la posibilidad de transmitirnos, aunque sea indirectamente, y
por lo tanto teniendo también a su disposición el impagable instrumento de la ironía, su sentir
mediante el procedimiento de tornasolar fragmentos de su propio discurso con el color del
estilo de dichos personajes. Es lo que Bakhtin denomina “discurso doblemente orientado” en el
que el lenguaje describe una acción y al mismo tiempo imita un habla precisa, un estilo que
define a un personaje distinto de la instancia narrativa, con lo que se abre la conquista de una
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visión diferente del mundo. En caso de que haya un desfase entre el estilo utilizado en ese
momento de la narración y el tema tratado, puede muy bien crearse un efecto de parodia.
En suma, la vocación de una novela no es la de afianzar una posición ideológica o moral, sino
más bien crear un espacio virtual en el que el mayor número de ellas entre en contradicción y
en el cual nada ni nadie debe estar al abrigo de la crítica. La característica de ese universo
será la multiplicidad de centros, cada uno de los cuales sujetará una circunferencia con
propiedades diversas. Por lo tanto, no se halla conformada por un lenguaje único sino por una
armonización de una multitud de ellos. Y es, dicho sea de paso, el género que más conviene a
la expresión en el marco de un sistema democrático.
Según lo expuesto, asentar una voz narrativa equivale a colocar la piedra angular de un edificio
complejo, macizo, pesado, de dimensiones considerables. Más aún, la forma particular de esa
piedra angular determinará la estructura global del edificio entero, de la misma manera que el
ADN de un ser vivo lo contiene en potencia y lo guía en su crecimiento. Para efectuar la
decisión más acertada en este momento crucial de la construcción narrativa, el autor dispone
de un catálogo de modelos para armar, que va desde lo más aproximado al narrador
omnisciente, verbigracia un personaje, directa o indirectamente implicado en la acción, situado
en el mismo plano que ella, pero que juega a ponerse en la piel de cada uno de los personajes,
a fingir (verbo clave donde los haya, en la materia que nos ocupa) que conoce con toda
exactitud sus reacciones íntimas y, puesto que cuenta una historia pasada cuyo desenlace
conoce, puede legítimamente anticipar ese fin cuantas veces le venga en gana, hasta el
mencionado monólogo interior que efectúa la autopsia a cuanto cadáver le cae entre las manos
y se los lleva luego a enterrar en las catacumbas de su vasta conciencia, pasando por diversos
grados de narradores testigo o actores más o menos implicados en la acción principal, más o
menos al corriente de lo esencial, pero que sólo entregan lo que han percibido, ya sea a través
de su propia voz en primera persona, ya sea a través de otra “entidad” en el estilo indirecto
libre. El autor puede incluir, calculando siempre el equilibrio de fuerzas en presencia, uno o
varios narradores, pero ellos no bastarán para formar ese grupo polifónico que debe ser la
novela, por lo que tendrán que integrar, canalizar, otras muchas voces para que la novela dé
realmente la impresión de ser un mundo, dentro o fuera del hombre.
Ahora bien, de ese relativamente amplio catálogo de modelos, ¿cuál elegir? Si bien no existen
recetas y por otra parte preciso es reconocer que la habilidad del escritor puede permitirle
remontar cualquier corriente adversa, cualquier dificultad intrínseca al paradigma escogido (lo
que parece ser admitido por todos es que ya no se puede escribir como en el siglo XIX, aunque
sí aprender de los mejores de entre sus representantes, Galdós sin ir más lejos, en contra de lo
que alguien ha dejado dicho con mayor facilidad que reflexión), también es verdad que ciertos
tipos de novela ganan naturalidad con un tipo preciso de narrador, utilizando una técnica más
bien que otra.
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Si tomamos la clasificación de la novela efectuada por Wolfgang Kayser, nos encontramos en
ella con tres modalidades. Novela de acción o acontecimiento, caracterizada por una intriga
concentrada, cuidadosamente definida y estructurada, empeñada sobre todo en el
encadenamiento de situaciones. Novela de personaje, cuyo interés se centra en el estudio de
una personalidad que ofrece unas características dignas de atención; es la ocasión de efectuar
un detallado estudio psicológico y de ahí se suele derivar hacia el subjetivismo lírico de tono
confidencial. Finalmente novela de espacio, donde prima la descripción de un ambiente
histórico y de un entramado social concreto. Su objetivo es componer un cuadro de sociedad
en un momento preciso. Pues bien, resulta obvio que si nos referimos al tipo primero, cuanto
más se acerque el narrador al tipo omnisciente, sin caer de lleno en el paradigma puro por
encontrarse éste bastante desacreditado no sin razón, utilizando para ello las triquiñuelas
arriba sugeridas u otras, mayormente facilitará el proceso narrativo, podrá ir saltando de
maquinación en maquinación, de fechoría en fechoría y de rama en rama y cuando le parezca
unirá y atará y cuando lo juzgue oportuno desatará y liberará. O también tiene la posibilidad de
utilizar un testigo instalado en la corriente principal de acción y dotado de un carácter más bien
reservado para no abrumar con una sobrecarga de impresiones personales cada vez que una
situación nueva se produzca. Las acciones secundarias las referirá de oídas, o tras un estudio
posterior, o no las referirá y dejará que surjan. Quizá el paradigma más pertinente para ello sea
el strong silent man de la novela norteamericana, acompañada de la técnica del estilo indirecto
libre.
Últimamente, siguiendo el magisterio de Eco y otros, se ha insistido en dar al lector un papel
más activo en la creación del producto final. En fin, lo tenía ya antes que los semiólogos se
sacaran de la manga la distinción entre texto y espacio textual, el segundo sería el ámbito del
autor y se correspondería con lo comunicado y lo significado, mientras que el primero se
referiría al sentido, habiendo tantos sentidos como lectores. Pero lo cierto es que la narrativa
reciente busca abiertamente la colaboración del lector y las primeras víctimas de dicha
colaboración son los signos convencionales de la escritura y una de las grandes beneficiadas
es, por ejemplo, la elipsis. Un método para acordarle protagonismo al lector consistiría en el
empleo del mencionado estilo indirecto libre combinado con la llamada técnica de “permanecer
en la superficie” del comportamiento de los personajes. Este tipo de novela consiste
esencialmente en descripción y diálogo, sin introspección en los caracteres, sin comentarios
que lleven el sello autorial, sin verbos introductorios de discurso, escrita objetivamente en
presente, acompañando a los personajes en su desplazamiento hacia un futuro ignorado. La
responsabilidad de la interpretación quedará únicamente entre las manos del lector. Avanzando
la novela por esta vía, la vieja alternancia entre el “mostrar” y el “contar” se está resolviendo en
una clara preponderancia del primero, pues la técnica del estilo indirecto libre no es sino una
fusión de la voz autorial con la voz del personaje.
Por el contrario, en el caso del segundo de los tipos de novela según Kayser, es decir, la
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novela de personaje, parece natural utilizar el monólogo interior. O también el estilo imprecativo
de la segunda persona. Y qué duda cabe que las novelas llamadas de espacio serán
favorecidas con la presencia de varias voces narrativas cuyo único lazo de unión lo constituya
el hecho de transitar y compartir el mencionado espacio. Sin olvidar que esas voces, al propio
tiempo que vehiculizan otras voces, en última instancia quedan reducidas a una sola. A menos
que sea, o acabe siendo, lo opuesto, como para Philip Roth, “Lo único que puedo decirte con
toda certeza es que yo no tengo yo....Lo que sí tengo es toda una variedad de imitaciones, y no
sólo de mi yo, sino también de un auténtico tropel de intérpretes interiorizados, una compañía
estable de actores a los que puedo recurrir cada vez que necesito un yo, una cambiante
reserva de obras y papeles que integran mi repertorio,” Philip Roth, La contravida. Gajes del
oficio.
Un error en este paso, si no es consciente y asumido y dotado de valor estructural, y entonces
ya no es error sino o bien contumacia o bien clarividencia genial, puede ser fatal, no sólo para
el resultado perseguido, sino para la propia ejecución de la obra.
José Alemany Puig
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