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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez 3. IMÁGENES Y SÍMBOLOS EN LA POESÍA DE MIGUEL
HERNÁNDEZ.
La poesía de Miguel Hernández, superada una primera época marcadamente
críptica y con tendencia al juego neogongorino, al alarde predominante de la técnica y a
la autodefinición como poeta, se irá convirtiendo en una proyección de sí mismo,
dejándonos ver, leer, al verdadero poeta. Es entonces cuando imágenes y símbolos -en
definitiva, la metáfora- se convierten en el mejor aliado de su pluma para expresar sus
temores, sus anhelos, sus penas.
El universo simbólico queda definitivamente entretejido en El rayo que no cesa,
1936, la obra poética que marca un antes y un después en su trayectoria poética, la obra
en la que por fin la voz del poeta se revela sinceramente, liberándose de los acentos de
otros poetas que hasta entonces, y como consecuencia de su autodidactismo, la habían
atildado. Con referencia a El rayo que no cesa, José Antonio Serrano Segura, en La
obra poética de Miguel Hernández, califica este poemario como “un estallido de pasión,
una obra logradísima que consagraría al autor”.
Para poner orden en su universo simbólico, para intentar adentrarnos en la
interpretación generalizada del mismo (proyecto sin duda demasiado ambicioso y
personal), hemos partido de la referida obra, pero sin limitarnos exclusivamente a ella.
Buscaremos, por tanto, en su poesía, tanto anterior como posterior, la utilización de
cuantas referencias simbólicas nos resulten relevantes. Así, pues, seguiremos el rastro
de los símbolos que vayamos detectando al adentrarnos en el discurso poético de
Miguel Hernández. Y para hacerlo, empezaremos por los títulos de algunas obras
significativas. Estos títulos que propone Miguel Hernández no son encogidos al azar
(Perito en lunas, “El silbo vulnerado” y por fin, El rayo que no cesa), sino que son
resultado de una reflexiva y honda selección.
3.1. La luna.
En la que se considera la primera de sus obras descubrimos desde el título uno de
sus símbolos: la luna. Difícil darle una interpretación a través de unos poemas que
convierten la metáfora impura en un arma arrojadiza para el lector. Escogemos algunos
de los poemas en los que su presencia, la de la luna, resulta sugerente. Entre sus poemas
sueltos nos llama la atención uno de los primeros que escribió, sólo por el título:
SONETO LUNARIO
Echa la luna, en pandos aguaceros,
vahos de luz, que los árboles azulan,
desde el éter goteado de luceros.
…En las eras, los grillos estridulan.
Con perfumes y armónicas, pululan
las brisas por el campo. En los senderos
verdean los lagartos y se ondulan
y silban los reptiles traicioneros.
Oigo rumos de pasos… -¿Quién se acerca?
¡Desnuda mujer! Su serenata
quiebra el grillo. El lagarto huye. Se enrolla
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez el silbante reptil. Y en una alberca
-arcón donde la luna es tul de platacae Leda lunar como una joya.
Este soneto nos recuerda aquel otro en el que también Rubén Darío escoge a Leda
como protagonista. El poema, por tanto, viene a ser la reduplicación intencional de un
evidente modernismo. En el anterior poema la luna abre y cierra el poema. Observamos
cómo, a través de dos metáforas de clara riqueza sensorial, la luna se convierte en el
telón de fondo del escenario, recreando una atmósfera exquisita para el lector (“la luna
echa vahos de luz”; “la luna es tul de plata”). Es sorprendente el adjetivo “lunar” con
que se cierra el poema y que sirve para condensar la belleza etérea de Leda.
La luna está presente en su poesía desde los primeros versos, quizá por cierta
predilección por la noche, una noche huertana que invita a la reflexión, una noche rica
en aromas que también nos recuerda a Gabriel Miró:
¡Oh, la noche de otoño!....¡Qué apacible y serena,
con la luna en el pleno y una brisa que suena
en la bóveda cóncava como un gran cascabel!...
La mirífica aurora a anunciar viene un gallo;
vuelvo a Oriente los ojos y de luz virgen lo hallo
rebruñido. La luna ya comienza a espirar. (Insomnio)
La luna casi ordeñada
por la noche; por mi mano
ordeñada la manada.
Sobre las tejas rotundas
el alba henchida de leche,
la noche vacía de luna.
El aprisco con esquilas
y remilgos y balidos:
¡toda una vaharada idílica!
Un lucero entre mis ojos
y en la intimidad del agua
maravillada del pozo.
En un cercano naranjo
y en una torre cercana
eólica brisa y trinados.
Sobre el tejado volcada
una riada de cielo
con nubes podridas de alba.
Y, como velo de novia,
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez arrugado, la ordeñada
leche en el cubo, espumosa. (Recuerdo)
Estos versos, pertenecientes a sus primeros poemas, ya descubren la presencia de
la luna, siempre evocando una serie de tonalidades asociadas al blanco, tal y como
hiciera Lorca “con su polisón de nardos”. Pero es más un elemento evocador,
estimulador de los sentidos del lector, que representa y crea una determinada atmósfera.
Lo cierto es que estos versos abren el camino que culmina en Perito en lunas,
descubriéndonos a un auténtico experto (“perito”) en lunas. La luna, pues, adquiere
simbología plena, pasa de ser escenario o fondo a convertirse en protagonista. Todo este
poemario es quizá un intento de elevar lo cotidiano a través de la metáfora, es una
representación poética del conflicto que vive estos primeros años como poeta, vivir
entre animales y aspirar a dominar el más excelso género de la literatura, convertir lo
impuro en tema poético. Toda la obra es símbolo de su propia metamorfosis.
¡Ay, mi vida montesa no varía!
de rudas cosas trato con la honda
y con la voluntad de cosas suaves. (Vida)
En Perito en lunas nos encontramos con 42 octavas reales en las que “las formas
de la naturaleza y las cosas son construidas como lunas, formas lunares de lenguaje
maduro”, nos dice José Carlos Rovira. De una forma u otra la luna está presente en
todos los poemas, incluso eclipsada por la metáfora hermética.
Así se afirma que la luna es en esta obra símbolo de la plenitud vital,
principalmente es un sentido derivado del título mismo del poemario. Al releer sus
versos en busca de la luna nos reencontramos con ella de diversas formas. Veamos a
continuación algunas de estas formas.
3.1.1. La luna como término imaginario de una metáfora pura.
“Aquella de la cuenca luna monda,
sólo habéis de eclipsarla por completo,
donde vuestra existencia más se ahonda,
desde el lugar preciso y recoleto.
¡Pero bajad los ojos con respeto
cuando la descubráis quieta y redonda!
Pareja, para instar serpientes, luna,
al fin, tal vez la Virgen tiene una.”
Esta concepción de la luna nos recuerda los poemas satíricos de otros siglos. Se
trata casi de una adivinanza de difícil resolución si no fuese gracias a los títulos que
recuperó Juan Cano Ballesta, en el caso de esta octava, “Retrete”, aunque haya críticos
que discrepen con el título.
“Coral, canta una noche por un filo,
y por otro su luna siembra para
otra redonda noche: luna clara,
¡la más clara!, con un sol en sigilo.
Dirigible, al partir llevado en vilo,
si a las hirvientes sombras no rodara,
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez pronto un rejoneador galán de pico
iría sobre el potro en abanico”.
Tras estos versos se oculta y revela el “Huevo”. Observemos la dilogía del término
“clara”, como adjetivo adscrito a la luna, pero al mismo tiempo como sustantivo
referido a esa parte del huevo, en la que encontramos ese sol bajo la amenaza del
rejoneador, del cuchillo dispuesto a “entrar a matar”.
3.1.2. La luna como protagonista.
“Contra nocturna luna, agua pajiza
de limonar: halladas acechanzas:
una afila el cantar, y otra desliza
su pleno, de soslayo, sin mudanzas.
Luna, a la danzarina de las danzas
desnudas, a la acequia, acoge e iza,
en tanto a ti, pandero, te golpea:
¡cadena de ti misma, prometea!” (Noria)
En este poema es escenario, de nuevo la noche como momento predilecto para sus
versos y en ese proceso se convierte en la protagonista del duelo entre el agua y la luna,
¿una luna que se refleja en las aguas?, ¿una noria redonda que recuerda a la luna? Una
noria que golpea el agua de la acequia con un cantar afilado, mientras la luna sublima
con su brillo, con su reflejo esas mismas aguas, izadas en una danza continua, sin fin
por la noria. La luna y la noria acaban por identificarse a través de la metáfora.
Hay un constante estío de ceniza
para curtir la luna de la era,
más que aquélla caliente que aquél ira,
y más, si menos, oro, duradera.
Una imposible y otra alcanzadiza,
¿hacia cuál de las dos haré carrera?
Oh, tú, perito en lunas; que yo sepa,
qué luna es de mejor sabor y cepa (Horno y luna)
Dos lunas aparecen en los versos: una imposible y otra alcanzable. Una duradera,
caliente, otra luna de la era. ¿Hacia cuál de las dos se dirige el poeta? Sólo parece poder
ayudarle un “perito en lunas” No es la única vez que nos vamos a encontrar con ese
literal “perito en lunas”, una expresión que según Fernández Palmeral puede esconder
un doble sentido: la imagen bucólica de Virgilio, el pastor poeta, y la consideración de
él mismo como pastor de sueños. Así la luna es considerada en algunos de sus versos
como un reflejo se sí mismo, como proyección de sus sueños. Entre los poemas sueltos
escritos previamente al Rayo que no cesa y que se publicaron en algunas revistas
literarias nos encontramos con uno cuyos versos finales son prácticamente una
reproducción de éstos que cierran el poema:
“Toda la noche no: menos un gajo.
Venial vado de luz y cachicuerno,
no se amamanta, aun en extremo tierno,
del río que le corre por debajo.
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez Recogidas las velas, al atajo
cae esta luna que a babor, a invierno.
¡Oh, tú, perito en lunas: un día estepas!
¿Qué lunas son las de mejores cepas? (Toda la noche no: menos un gajo)
Para Concha Zardoya “por debajo de estas metáforas se percibe el aliento de un
poeta auténtico e indudablemente bien dotado, en proceso de crecimiento personal… El
tema central del libro se relaciona desde luego, con la luna, pero se enlaza tangencial o
internamente con otras realidades: fuegos artificiales, alba y gallo, espantapájaros,
cabras, lluvia, pozos, chumberas. No es una luna literaria, sino real, viva y sentida en el
monte, en el huerto o en las calles oriolanas” (El mundo poético de Miguel Hernández).
3.2. El silbo.
Entre esos poemas sueltos también nos encontramos otro elemento evocador de su
poesía que nos conduce directamente al título de su siguiente obra:
¡Ay!, lo divino y lo humano.
Silbo para consolar
mi dolor a lo canario.
y a lo ruy-señor, y el silbo,
¡ay! me sale vulnerado!” (Del ay ay ay, por el ay).
Nos encontramos con “El silbo vulnerado”, cuyos poemas ya son más cercanos en
tono y tonalidades a El rayo que no cesa. Tras la obra anterior el propio Miguel
Hernández definió este poemario como “solar”, “descendiente del sol”, aludiendo así a
la mayor claridad interpretativa de imágenes, símbolos y metáforas. Si Perito en lunas
se puede calificar como culterana, podemos decir de ésta que es más bien conceptista.
Es inevitable para la interpretación del título aludir a San Juan de la Cruz y al
verso de Cántico espiritual que le sirve de clara inspiración: “el silbo de los aires
amorosos”. Las connotaciones musicales del término “silbo” son obvias, desde el
mismo verso de San Juan que crea una bella y mística aliteración.
Si releemos los versos del anterior poema, descubrimos un sentido literal tras este
concepto: “silbo a lo canario”. ¿Pero por qué silba el yo poético a lo canario, a lo ruyseñor? Lo hace para aludir a su pena, a su dolor; por eso su silbo es vulnerado, está
herido. La metáfora es riquísima en connotaciones, llegando a sobrepasar el poema y
convirtiéndose en una forma de creación. El poeta en El silbo vulnerado se va a
dedicar no a escribir, sino a “silbar” su dolor, su pena…El título nos descubre esa
humanización del poeta de la que hablábamos y que se hace plena en El rayo que no
cesa, una voz dolorida que ya no se esconde tras la técnica depurada. No obstante, hay
que aclarar enseguida que la evolución no es del todo completa y que en la poesía del
que se ha dado en llamar “el primer silbo vulnerado”, todavía encontramos la influencia
de su mentor por lo que se ha calificado a este conceptismo como cristiano:
EL SILBO DEL AIRE
Dale al aspa, molino,
hasta nevar el trigo.
Dale a la piedra, agua,
hasta ponerla mansa…
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez Dale al aire, cabrero
hasta que silbe tierno…
Dale, Dios, a mi alma,
hasta perfeccionarla…
Dale que dale, Dios,
¡ay!
hasta la perfección.
Esa búsqueda divina de la perfección nos recuerda, en cierto modo, la poesía de
Guillén (salvando las distancias, claro, y aludiendo principalmente al tono empleado).
Es curioso observar cómo aparece entre sus versos un símbolo que nos recuerda al poeta
del 27: el anillo, imagen que utilizaba Guillén para exaltar la perfección en la realidad
que lo envolvía. Es una afortunada coincidencia. He aquí los versos de Miguel:
Justo anillo su vientre de lo justo,
quedó, como antes, virgen retraimiento,
abultándose Dios seno y ombligo. (A maría santísima)
“Dentro del ruedo, un so que daba pena,
se hacía más redondo y amarillo
en la inquietud inmóvil de la arena
con Dios alrededor, perfecto anillo” (Citación fatal) .
Fijémonos en el adjetivo empleado en el último verso. Pero volvamos a los silbos.
Esa presencia de San Juan, incluso, se descubre más allá del título. La influencia de la
lírica mística es evidente:
CÁNTICO CORPORAL (Yo en busca de mi alma)
Vivo, yo, pero yo no vivo entero.
De mis ojos ausente,
careciendo de ti, vivo que muero…
El título del poema es una clara alusión a Cántico espiritual, el subtítulo es
claramente místico aunque más que al reencuentro con Dios, se lanza a la búsqueda de
sí mismo. Los primeros versos –es evidente- son claros ecos de aquel “Vivo sin vivir en
mí/y tan alta vida espero/que muero porque no muero”.
Otro guiño místico se descubre en “Revelación del mundo no has tenido, / noche
oscura del cuerpo”, que encubre aquella “Noche oscura del alma”. Pero el sentido
religioso de esta obra se verá finalmente desplazado. El verdadero sentido interpretativo
del título y de ese símbolo, “el silbo vulnerado”, lo descubrimos a través de un soneto:
LA PENA HACE SILBAR, LO HE COMPROBADO
“La pena hace silbar, lo he comprobado,
cuando el que pena, pena malherido,
pena de desamparo desabrido,
pena de soledad de enamorado.
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez ¿Qué ruy-señor, amante no ha lanzado
pálido, fervoroso afligido
desde la ilustre soledad del nido
el amoroso silbo vulnerado?
¿ Qué tórtola exquisita se resiste
ante el silencio crudo y favorable
a expresar su quebranto de viuda?
Silbo en mi soledad, pájaro triste,
con una devoción inagotable,
y me atiende la sierra siempre muda”
Si bien es cierto que a lo largo de la obra El silbo vulnerado y de la época creativa
que abarca la misma se observa una evolución del poeta desde ese conceptismo
cristiano del que hablábamos hasta una poesía impura (impureza en principio
procedente del descubrimiento del amor), este soneto, ya perteneciente al tercer silbo,
nos parece decisivo para interpretar esa “metáfora” o “símbolo” de su poesía. El
concepto de “silbo” es usado de forma metaliteraria. Ese silbido es, como ya
adelantábamos, la voz del poeta que canta. El adjetivo nos da la segunda clave, un canto
herido, vulnerado, y ahora este soneto nos descubre la causa de dicho dolor, “la pena me
hace silbar”, “pena de desamparo desabrido, de soledad de enamorado”. El amor entra
por fin a formar parte de su temática poética, un amor que lo hace sufrir, como a todos
los poetas que ha leído, un amor decisivo en su vida, y ahora en su poesía, como
tendremos ocasión de comprobar en otro de los apartados de este trabajo.
Lo que nos interesa ahora de esta musical metáfora es que trae consigo otro
símbolo, otra imagen con la que nos reencontramos en sus versos varias veces: el poeta
convertido en ruy-señor:
“ Cada vez que te veo entre las flores
de los huertos de marzo sobre el río,
ansias me das de hacer pío pío
al modo de los puros ruiseñores.
Al modo de los puros ruiseñores
dedicarte quisiera el amor mío,
requerirte cantando hasta el hastío,
donde me amordazaron tus amores”.
“ Más negros que tiznados mis amores,
hasta los pormenores más livianos
detallan sus pesares con qué brío.
Dóralos con tus besos, ruy-señores,
alrededor la jaula de tus manos
y dentro, preso a gusto, mi albedrío”.
Es una imagen sencilla, casi ingenua, del poeta que nada tiene que ver con aquella
poesía de Perito en lunas. Casi como Rubén Darío, reivindica la musicalidad de su
verso, un verso enamorado, un ruy-señor que canta a la amada que no le corresponde:
“Esparcida por todos los lugares,
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez en ellos te deseo.
Sigo tus huellas, flores de azahares,
te silbo y te zureo
y con todas las cosas me peleo.
Patria de mis suspiros y mi empeño,
celeste femenina;
vuelve la hermosa página del ceño
que cielos contamina.
Yo para ti, si tú, para mi ruina”.
Descubramos la significación de los elementos simbólicos que aparecen en un breve
poema que no está recogido en nuestra antología. Allí se alude al asunto que nos ocupa en
estos momentos. El poema se titula SERPIENTE.
http://www.miguelhernandezvirtual.com/biblioteca%20virtual/actas%20II%20congreso/
Archivos%20en%20PDF/16armand.pdf
Ramón Fernández Palmeral afirma que cuando se habla de este poeta se recurre al
tópico de las tres heridas: vida, muerte, amor, a las que canta literalmente en su verso,
sin embargo, él piensa que son cuatro, pues habría que añadirles la pena, presente en
cada momento de su vida. Estas heridas se convierten en verso en El rayo que no cesa.
“Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.
Con tres heridas yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor” (Llegó con tres heridas).
3.3. El rayo y sus adyacentes simbólicos.
Como hemos venido haciendo hasta ahora, nos detendremos en el primero de sus
símbolos, el que se descubre en el título, el rayo. En este caso sí que tendremos que
señalar los sentidos varios del mismo, utilizados a lo largo de los sonetos que componen
esta obra. De todas maneras, hay que pensar que en ella ya hay otros símbolos más que
estudiados en su poesía; nos referimos al emblemático “toro”, cuya presencia como
elemento premonitor de muerte poblará los versos del escritor oriolano.
El rayo que no cesa es un poemario de amor. ¿Por qué utilizar un símbolo que en
sí mismo evoca, más que fuerza, furia? Francisco Esteve nos da la respuesta: “es elegido
por Miguel Hernández como símbolo de su atormentado amor y sirve como título a una
de sus mejores obras, en la que describe el amor como destino trágico en su vida”. La
sencillez del lenguaje en este poemario contrasta con la riqueza semántica y evocadora
de imágenes. Su concepción del amor, unido a la tragedia (en esta época ha leído y más
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez que asimilado a Garcilaso y Quevedo, pero también a Aleixandre y Neruda), hace que
aparezca un rico imaginario evocador de esa misma agresividad: el cuchillo, el fuego, y
por supuesto, el toro.
“Un carnívoro cuchillo
de ala dulce y homicida
sostiene un vuelo y un brillo
alrededor de mi vida.
Rayo de metal crispado
fulgentemente caído,
picotea mi costado
y hace en él un triste nido”
Observamos en este primer poema “Un carnívoro cuchillo”, como el cuchillo no
es sino “rayo de metal crispado”, un rayo que reaparece en los versos que lo completan,
metáfora de un cuchillo, que a su vez es imagen de ese tormento, dulce y homicida al
mismo tiempo, que marca su vida. Ese amor sin el que no puede vivir pero que al
mismo tiempo lo daña, la metáfora por la que alude a su sufrimiento es increíblemente
evocadora:
“Recojo con las pestañas
sal del alma y sal de ojo
y flores de telaraña
de mis tristezas recojo”
Sencillo pero no por ello menos hermoso, lleno de sentimiento, representativo de
esa impureza, anteriormente desterrada de su poesía, y que nos muestra al verdadero
poeta. Las imágenes de este poemario tienen como único fin crear en el lector de las
mismas esa sensación de que “amor o infierno no es posible”, son dos caras de una
misma realidad en la vida del poeta.
Esto hace que en torno al rayo se cree toda una cadena de adjetivaciones e
imágenes destinadas a intensificar ese sentido fatalista que le da a este sentimiento,
superando el tono propio del amor cortés que en poemas anteriores había utilizado para
expresar sus sentimientos ( “Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos”). Así leemos el primer
cuarteto del soneto “¿No cesará este rayo que me habita?”:
¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras
y de fraguas coléricas y herreras
donde el metal más fresco se marchita?
No bastándole el poder evocador de palabras como “fieras” o “fraguas” para
definir su corazón, metonimia de sus sentimientos y, por ende, de su propio yo,
observemos el uso de los adjetivos en los dos versos centrales: “exasperadas” y
“coléricas”, acabando con la hipérbole “donde el metal más fresco se marchita”. Su
corazón alcanzado por el rayo del amor es una fragua, poblada de fieras. Esta
concepción trágica del amor parte de los poemas previos que escribió y que se reúnen
en El silbo vulnerado.
3.3.1. La pena.
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez Si recordamos lo que decíamos a propósito de las imágenes de aquellos poemas,
descubriremos que la pena que hería el canto del poeta, es la misma que ahora aparece
en estos sonetos, de manera que en algunos de ellos renuncia a las espadas, a las
estalactitas, a la hoguera… a esas imágenes más agresivas del amor, escogiendo como
tono para su canto el de la pena y la melancolía:
Umbrío por la pena, casi bruno
porque la pena tizna, cuando estalla,
donde yo me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.
Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.
Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y de cardos
¡cuánto penar para morirse uno!.
Pena, apenado, penar, diez términos del mismo campo léxico en sólo catorce
versos. La causa de su llanto, de su dolor, esa pena que como el perro del hortelano ni
come ni deja comer, no es otra que el amor. La herida es ahora más profunda, ahora
duele más por lo que las imágenes se endurecen:
Tengo estos huesos hechos a las penas
y a las cavilaciones estas sienes:
pena que vas, cavilación que vienes
como el mar de la playa a las arenas.
Como el mar de la playa a las arenas,
voy en este refugio de vaivenes
por una noche oscura de sartenes
redondas, pobres, tristes y morenas.
Nadie me salvará de este naufragio
si no es tu amor, la tabla que procuro,
si no es tu voz, el norte que pretendo.
Eludiendo por eso el mal presagio
de que ni en ti siquiera habré seguro,
voy entre pena y pena sonriendo.
El símil del primer cuarteto (la pena es como el vaivén del mar sobre la arena),
desencadena la metáfora que domina el resto del soneto. Con una estructura semántica
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez climática e intensificando paulatinamente el tono, el poeta es un náufrago cuya única
tabla de salvación es la amada; sabe que no le corresponderá pero aún así, no puede
evitar lanzarse al mar. Ante esos sentimientos no escuchamos el grito exaltado de otros
poemas, sino que parece optar por un tono más resignado: “voy entre pena y pena
sonriendo”.
Ese rechazo continuo de la amada (las alusiones a ella nos recuerdan a la amada
enemiga, por un lado, y la incapacidad del poeta, por otro, para resistirse o superar los
sentimientos que lo apenan, que lo atormentan)… ese rechazo, decimos, trae consigo
una serie de imágenes, metáforas en las que observamos la sumisión absoluta, la entrega
total al ser amado, a pesar del rechazo o incluso el desprecio:
A tu pie, tan espuma como playa,
arena y mar me arrimo y desarrimo,
y al redil de su planta entrar procuro.
Entro y dejo que el alma se me vaya
por la voz amorosa del racimo:
pisa mi corazón que ya es maduro”. (Por tu pie, la blancura más bailable)
3.3.2. Pena por un amor no correspondido.
Escoge de nuevo el mar como imagen de su relación con la amada, pero lo que
nos interesa es esa invitación última, hecha en un claro tono exhortativo: “pisa mi
corazón”, es la imagen cortesana del enamorado postrado a los pies de la dama. Esa
imagen es la que inspira uno de los poemas más conocidos de éste, “Me llamo barro
aunque Miguel me llame”, donde la sumisión es absoluta:
“Soy un triste instrumento del camino.
Soy una lengua dulcemente infame
a los pies que idolatro desplegada”
El campo semántico deja en evidencia aquel “Melibeo soy y a Melibea adoro”: “a
los pies que idolatro”. A partir de ahí las imágenes que apuntan hacia esa postración a
los pies de la amada se suceden:
“siempre a tu pisada me adelanto
para que tu impasible pie desprecie
todo el amor que hacia tu pie levanto”
Así, conforme avanzamos en el poema, el tono se va intensificando, y
descubrimos en él aquella exaltación, esa herida abierta, sangrante, sobre la que no le
importa que la amada exprima limón, que nos llevaba al empezar el análisis de este
poemario al rayo, al cuchillo, al infierno o a la fragua:
“Apenas si me pisas, si me pones
la imagen de tu huella sobre encima,
se despedaza y rompe la armadura
de arrope bipartido que me ciñe la boca
en carne viva y pura,
pidiéndote a pedazos que la oprima
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez siempre tu pie de de liebre libre y loca”.
3.4. El toro.
Aquel era el tono que justifica uno de los símbolos más estudiados en su poesía: el
toro. Las interpretaciones de esta imagen, el poeta convertido en toro, apuntan hacia un
mismo sentido: el poeta, como el toro, ha nacido para soportar el dolor, la tortura, es
decir, comparte con el toro ese destino trágico. Frente al color blanco que impregna los
versos que aluden a la amada, “nácar, espuma, nardos, jazmines”, el toro tiñe de negro
sus versos, como hacía el abejorro en las novelas de Miró. No hace falta que recurramos
a ningún crítico para entender la simbología de este animal, basta con “escuchar” al
propio poeta:
Como el toro he nacido para el luto
y el dolor, como el toro estoy marcado
por un hierro infernal en el costado
y por varón en la ingle con un fruto.
Como el toro lo encuentra diminuto
todo mi corazón desmesurado,
y del rostro del beso enamorado
como el toro a tu amor se lo disputo.
Como el toro me crezco en el castigo,
la lengua en corazón tengo bañada
y llevo al cuello un vendaval sonoro.
Como el toro te sigo y te persigo
y dejas mi deseo en la espada,
como el toro burlado, como el toro.
El símil que estructura formalmente todo el poema en forma de anáfora no deja
lugar a dudas: el poeta, verso a verso, insiste en ese amor inevitablemente unido al dolor
y al desprecio de la amada, y que hace que ese corazón desmesurado “se vista de
difunto”. Y es que nos encontramos que el toro también es la imagen de la muerte en
alguno de sus poemas:
La muerte, toda llena de agujeros
y cuernos de su mismo desenlace,
bajo una piel de toro pisa y pace
un luminoso prado de toreros. (“La muerte toda llena de agujeros”)
Le grita, la llama como única mordaza a su dolor, continuando semánticamente
con la imagen de la muerte como toro:
Ya puedes, amorosa fiera hambrienta,
pastar mi corazón, trágica grama,
si te gusta lo amargo de su asunto.
Las metáforas e imágenes que se crean como redes en torno al símbolo del toro
son siempre las mismas, ya sea para referirse a la muerte o a ese amor que lo mata en
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez vida, escogiendo además un lenguaje sencillo y directo y una figura retórica tan
inteligible para el lector como el símil:
“Y como el toro, tú, sangre astada,
que el cotidiano cáliz de la muerte,
edificado con un turbio acero,
vierte sobre mi lengua un gusto a espada
diluida en un vino espeso y fuerte
desde mi corazón me muero”. (“El toro sabe al fin de la corrida”)
Si tuviéramos más espacio y tiempo para detenernos en este poemario sería muy
fácil entender al poeta de El rayo que no cesa creando campos léxicos asociativos. El
negro y el rojo parecen tintar sus versos, con todas las connotaciones propias de estos
colores: la muerte, el dolor, pero también el amor, la pasión… y de vez en cuando una
pincelada blanca reservada para la amada.
No podemos pensar que es la primera vez que la furia taurina embiste sus versos.
Si leemos sus composiciones anteriores también encontraremos su predilección por este
símbolo. Hay leves alusiones semánticas escondidas tras metáforas: “estoy queriendo, y
temo la cornada / de tu momento, muerte”. O bien poemas completos, dedicados al toro,
(“Elegía media del toro”), donde las metáforas en torno al animal, una tras otra,
justifican cada verso, y donde observamos las ricas alusiones mitológicas que dan
muestra de ese poeta autodidacta formado en los clásicos, el mito de Júpiter y Europa,
que también encontramos en los versos finales del poema titulado “Toro”.
Incluso en su primer poemario encontramos una octava titulada “Toro”, en la que
por supuesto no prescinde de la presencia de la luna:
¡A la gloria de los toreadores!
La hora es de mi media luna menos cuarto.
Émulos imprudentes del lagarto,
magnificaos el lomo de colores.
Por el arco, contra los picadores,
del cuerno, flecha, a dispararme parto,
¡A la gloria, si yo antes no os ancoro,
-golfo de arena-, en mis bigotes de oro.
3.5. Punto y aparte: “Soneto final”.
El somero recorrido que hasta ahora hemos hecho de la mano de los símbolos en
la poesía de Miguel Hernández, nos descubre cómo en la evolución del poeta hay una
clara línea de continuidad. Merece la pena, para cerrar el análisis del imaginario poético
de El rayo que no cesa, hacer un breve comentario de “Soneto final”, broche de oro de
esta obra (recordemos que también forma parte del libro la popular “Elegía a Ramón
Sijé”).
Si en algunos de sus poemas descubríamos una estructura climática, una paulatina
exaltación de sus sentimientos, ese “Soneto final” otorga al poemario esa misma
disposición, escogiendo para el mismo un tono sobrecogedor, concedido por el
encadenamiento de metáforas:
“Por desplumar arcángeles glaciales,
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez la nevada lilial de esbeltos dientes
es condenada al llanto de las fuentes
y al desconsuelo de los manantiales.
Por difundir su alma en los metales,
por dar fuego al hierro sus orientes,
al dolor de los yunques inclementes
lo arrastran los herreros torrenciales.
Al doloroso trato de la espina,
al fatal desaliento de la rosa
y a la acción corrosiva de la muerte
arrojado me veo, y tanta ruina
no es por otra desgracia ni otra cosa
que por quererte y sólo por quererte.
Serán los dos tercetos, en los que se escucha la voz del poeta, “arrojado me veo”,
los que consiguen romper el hermetismo de los dos cuartetos construidos sobre
metáforas. Es la estructura anafórica del mismo (“por desplumar…” / “por difundir…” /
“por dar fuego…”) la que conlleva la identidad semántica: “por quererte y sólo por
quererte”. Si superamos el abrupto hipérbaton de los dos tercetos se despliega ante
nosotros el sentido del poema: “Me veo arrojado al doloroso trato de la espina, al fatal
desaliento de la rosa, y a la acción corrosiva de la muerte” (fijémonos una vez más en el
valor ponderativo de los adjetivos). El dolor, el desaliento queda explícito a pesar de las
metáforas. La razón de su ruina y su desgracia no es otra que el amor.
Esa situación descrita en los tercetos es la que anuncia en los cuartetos:
• En el primer cuarteto creemos descubrir la imagen de ese hielo convertido en
agua, ese deshielo que conlleva el llanto de fuentes y manantiales.
• En el segundo, una imagen que ya nos es familiar: la del hierro fundiéndose en
la fragua,
Ambas imágenes son proyección de sus sentimientos, de su desaliento.
3.6. Nueva concepción simbólica en Viento del pueblo, El hombre acecha y
Cancionero y romancero de ausencias.
El anterior poemario marca un antes y un después en su obra poética. Tras él
aparecerán tres obras, en las que debido a la situación histórica vivida en primera
persona por el poeta, se observa una nueva concepción de la poesía. Nos referimos a
“Viento del pueblo”, “El hombre acecha” y “Cancionero y romancero de ausencias”.
Podemos afirmar que se trata de una poesía de guerra, aunque no de urgencia, que
a pesar de ser consecuencia de unas circunstancias concretas y de tener, en algunos
casos, una finalidad “propagandística”, mantiene su valor literario. Estos poemarios
hacen que algunos críticos bauticen a nuestro perito en lunas como “poeta del pueblo” o
incluso, “poeta de la revolución”, tal y como aparecía escrito en su condena.
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez Estos tres libros contienen la más valiente poesía de guerra o de urgencia que se
escribiera en la época. Pensemos, que cual Garcilaso, Miguel también tomó la espada en
una mano y en otra la pluma. El 23 de Septiembre de 1936 ingresó voluntariamente en
el 5º Regimiento de Zapadores. Los tres poemarios constituyen su poesía madura. Esta
poesía no se puede entender sin el contexto bélico ni sin su largo peregrinar por distintas
cárceles españolas. Aunque quiso formar parte de la Generación del 27, quizá estos
poemarios nos dejen la percepción evidente de que Miguel Hernández pertenece a la
Generación del 36. Más que nada, porque su poesía queda adscrita a una modalidad que
podemos llamar “de compromiso”.
3.6.1. Renovación de los símbolos: el rayo y el relámpago como referentes de
la agitación social.
En esa línea de continuidad que los símbolos parecen dibujar en sus versos como
hilo de Ariadna, no podemos hablar de un interrupción de la misma en estos tres
poemarios. Lo que sí es cierto es que algunas imágenes hasta ahora estudiadas renuevan
o multiplican sus interpretaciones, al tiempo que se presentan nuevos símbolos. Los
rayos y relámpagos que atormentaban su corazón mantienen su virulencia, pero ahora
como referentes de la agitación social, del levantamiento del pueblo. Detengámonos en
los dos poemarios directamente consecuencia de la guerra:
“Las alas son relámpagos cuajados,
las plumas puños, muertes las canciones,
el aire en que se apoyan para el vuelo
brazos que gesticulan como rayos”. (“Alba de hachas”)
Nos encontramos de nuevo con los cuchillos y las espadas:
“Vine con un dolor de cuchillada,
me esperaba un cuchillo a mi venida,
me dieron a mamar leche de tuera,
zumo de espada loca y homicida”. (“Sino sangriento”)
Ahora, a su destino trágico se une el de toda una nación, el de todo un pueblo,
simbolizando su lucha a través de las hachas, las hoces, los martillos, los mazos o
incluso las mismas manos, convertidas en garras:
“Con nuestra catadura de hachas nuevas,
¡a las aladas hachas, compañeros,
sobre los viejos troncos carcomidos!
Que nos teman, que se echen al cuello las raíces,
y se ahorquen, que vamos, que venimos
jornaleros del árbol, leñadores.”
“Nubes tempestuosas de herramientas,
para un cielo de manos vengativas
no es preciso. Ya relampaguean
las hachas y las hoces con su metal crispados,
ya truenan los martillos y los mazos
sobre los pensamientos de los que nos han hecho
burros de carga y bueyes de labor”. (“Sonreídme”)
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez Tanto en Viento del pueblo como en el Hombre acecha se descubre toda una serie
de símbolos que ya están en el germen de su poesía social y que aluden una y otra vez a
la lucha: lanzas, martillos, hoces. Si el rayo y el relámpago, otrora imágenes de
dimensión personal, se transforman en símbolos de manifiesta proyección social, el
pueblo –que hace acto de presencia en el título de una de las obras citadas y que no
podía pertenecer como algo ajeno al poeta comprometido- se convierte en nueva imagen
y en fuente de inspiración. Ese es el pueblo al que el poeta arenga con el metonímico
“español”:
Adelanta, español, una tormenta
de martillos y hoces: ruge y canta.
Tu porvenir, tu orgullo, tu herramienta
Adelanta (“Jornaleros”)
Así volvemos a escuchar el silbo y el ruiseñor, pero con esta nueva dimensión
social a la que aludíamos, el canto se ha convertido en grito, en un grito que invita al
pueblo y a los poetas a levantarse, a luchar y a compartir su canto:
“Ayer, mañana, hoy
padeciendo por todo,
mi corazón, pecera melancólica,
penal de ruiseñores moribundos” (“Me sobra el corazón”)
“Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas”. (“Vientos del pueblo me llevan”)
“Canto con la voz de luto,
pueblo de mí, por tus héroes:
tus ansias como las mías,
tus desventuras que tienen
del mismo metal el llanto,
las penas del mismo temple,
y de la misma madera
tu pensamiento y mi frente,
tu corazón y mi sangre,
tu dolor y mis laureles”. (“Sentado sobre los muertos”)
“Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene,
eso pide mi garganta
desde ahora y desde siempre”. (“Sentado sobre los muertos”)
La labor del poeta sigue siendo la misma que en el silbo: cantar. Sin embargo, el
poeta ya no canta para sí mismo, tampoco le canta a la amada; su mundo no es un
mundo sostenido por los pronombres tú y yo, sino que canta para el pueblo, para el
soldado en el frente, para los jornaleros y campesinos.
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez “Campesino de España” o “Pasionaria”, son dos de los poemas en los que
encontramos esta nueva tonalidad de su canto. Pero el más conocido de todos, el más
comentado, por tanto, es el poema “Llamo a los poetas (El hombre acecha), en el que
llama a sus compañeros, a los poetas coetáneos a cantar, a que su verso enfrente la
realidad que están viviendo:
“Entre todos vosotros, con Vicente Aleixandre
y con Pablo Neruda tomo silla en la tierra:
tal vez porque he sentido su corazón cercano
cerca de mí, casi rozando el mío”
La metáfora es clara: “tomo silla en la tierra”. Inmediatamente viene a decir que
pongamos los pies en el suelo, para invitar, a través de la metáfora, a ejercer una poesía
social, comprometida (son reveladores los dos últimos versos que se citan a
continuación):
“Dejemos el museo, la biblioteca, el aula
sin emoción, sin tierra, glacial, para otro tiempo.
Ya sé que en estos sitios tiritará mañana
mi corazón helado en varios tomos.
Quitémonos el pavo real y suficiente,
la palabra con toga, la pantera de acechos.
Vamos a hablar del día, de la emoción del día.
Abandonemos la solemnidad”.
3.6.2. El toro ya no es el toro: es una furia derrotada.
Descubrimos, por tanto, símbolos que antes no estaban en su poesía. Nos
referimos (ahora comentaremos algo al respecto) a todo un bestiario, en el que el toro es
sólo un animal más de los muchos que escoge para representar tanto al pueblo como a
aquellos que lo torturan y oprimen. Es la imagen del hombre transformado en fiera:
Cogedme, cogedme.
dejadme, dejadme,
fieras, hombres, sombras,
soles, flores, mares.
Cogedme.
Dejadme (“Cancionero y romancero de ausencias” )
Aparece la vieja idea clásica de que “el hombre es un lobo para el hombre” (“Hoy
el amor es muerte / y el hombre acecha al hombre”). Este nuevo tono de su poesía hace
que aquel toro bravo, fuerte, fiero, aparezca ahora derrotado:
“porque para calmar nuestra desesperación de toros castigados
habremos de agruparnos oceánicamente”(Sonreídme)
“mírala con sus chivos y sus toros suicidas
corneando cabestros y montañas,
rompiéndose los cuernos a topazos,
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez mordiéndose de rabia las orejas,
buscándote la muerte de la frente a la cola” (Mi sangre es un camino)
Observamos en los anteriores versos lo revelador que resulta el uso de los
adjetivos “castigados” y “suicidas”, referidos, precisamente, a los toros. Se trata, por
tanto, de dos guiños de la nueva simbología hernandiana. Sin embargo, en “Llamo al
toro de España”, vuelve a recuperar el antiguo vigor de ese Júpiter raptor de europas y
le pide a ese toro, símbolo ahora de una España dolorida, que despierte. De ahí el tono
exhortativo que emplea el poeta a través de los imperativos “desencadénate”, “víbrate”,
“revuélvete”.
3.6.3. Otros animales simbólicos.
Pero al toro se une toda una serie de animales. Estos son escogidos para
representar simbólicamente al pueblo español, por un lado, y para representar, por otro,
a los opresores fascistas. Para este segundo grupo usa la imagen de tigres, bueyes,
alacranes, tiburones, grajos…
El buey es un animal dócil, manso. La idea de la mansedumbre del pueblo,
representado por el buey, irrita al poeta y le pide que no se deje amansar, que no permita
que le pongan el yugo. Por eso exige a las gentes de España que sean leones, águilas,
toros…Esta es, por tanto la nueva simbología que descubrimos poema tras poema.
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo del asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España (“Vientos del pueblo me llevan”)
El buey aparece siempre como una imagen negativa, enfrentada a la del águila, el
león y el toro. En estos tres últimos se concentran la fuerza, el vigor y, en definitiva, el
espíritu de lucha que quiere transmitir a aquellos que lo leen, a aquéllos que lo escuchan
en el frente.
yugos os quieren poner
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez gestes de hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes,
están despuntando el alba.
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor a cuadra:
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene la cara pequeña,
la del animal varón
toda la creación agranda”
Si seguimos leyendo poemas, descubriremos metáforas, símbolos, imágenes
arrancadas de un mundo de fieras, que no es otro que el de un país dividido por una
guerra civil. Las fieras ya no habitan en el corazón del poeta; ahora pueblan España.
Frente al león, el águila, el toro, hay una segunda serie de animales que hacen alusión al
“enemigo” y que presentan un sentido evidentemente peyorativo. Se trata de los
tiburones, alacranes, cerdos, cuervos, grajos:
Nosotros no podemos ser ellos, los de enfrente,
los que entienden la vida por un botín sangriento:
como los tiburones, voracidad y diente,
panteras deseosas de un mundo siempre hambriento.
Años de hambre han sido para el pobre sus años.
Sumaban para el otro su cantidad los panes.
Y el hambre alobadaza sus rapaces rebaños
de cuervos, de tenazas, de lobos, de alacranes.
Hambrientamente lucho yo, con todas mis brechas,
cicatrices y heridas, señales y recuerdos
del hambre, contra tantas barrigas satisfechas:
cerdos con un origen peor que el de los cerdos. (“El hambre”)
3.6.4. El pueblo humilde.
Junto a las imágenes comentadas, nos encontramos ahora una serie de alusiones
referidas al pueblo, un pueblo obrero, un pueblo del que él mismo procede. Basta leer
los títulos de los poemas para descubrir la naturaleza social de dicho pueblo:
“Jornaleros”, “Aceituneros”, “Campesino de España”. Tanto desde el título como desde
el interior de los versos, Miguel Hernández se solidariza con la gente humilde, se funde
en su canto con ellos. De esta manera, la dimensión personal e íntima de su poesía
queda desplazada por la fuerza de las circunstancias históricas que hacen que el mismo
poeta sea desterrado de su verso, ocupando su lugar el pueblo que lo necesita (“Madre
España”). Por ello los dos títulos de las obras que nos ocupan (Viento del pueblo y El
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez hombre acecha), como ocurría en obras anteriores, esconden los símbolos desde los que
interpretar los poemas que los componen: el pueblo y el hombre-fiera:
“Acércate a mi clamor,
pueblo de mi misma leche,
árbol que con tus raíces
encarcelado me tienes, que aquí estoy yo para amarte
y estoy para defenderte
con la sangre y con la boca
como dos fusiles fieles.
Si yo salí de la tierra,
si yo he nacido de un vientre
desdichado y con pobreza,
no fue sino para hacerme
ruiseñor de las desdichas,
eco de la mala suerte,
y cantar y repetir
a quien escucharme debe
cuanto a penas, cuanto a pobres,
cuanto a tierra se refiere.” (“Sentado sobre los muertos”)
El carácter social de esta poesía hace que ese pueblo pobre pero combativo, al que
se dirige, al que arenga, por el que ahora su corazón llora, invada sus versos. “El niño
yuntero” es, desde nuestro punto de vista, uno de los poemas más emotivos:
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.
No nos resistimos a reproducir algunos de esos versos, que descubren el nuevo
sentido de su poesía, que son, en realidad, los que le conceden a todos los símbolos que
venimos comentando una interpretación renovada. Ellos nos hacen inteligibles las
metáforas que, a pesar de desenvolverse en una poesía más directa, más social, siguen
presidiendo la poética de Miguel Hernández.
Cuando los campesinos van por la madrugada
a favor de la esteva removiendo el reposo,
se visten una blusa silenciosa y dorada
de sudor silencioso.
Vestidura de oro de los trabajadores,
adorno de las manos como de las pupilas.
Por la atmósfera esparce fecundos olores
una lluvia de axilas (“El sudor”)
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez Campesino, despierta,
español, que no es tarde.
A este lado de España
esperamos que pases:
que tu tierra y tu cuerpo
la invasión no se trague (“Campesino de España”)
Tanto en Viento del pueblo como en El hombre acecha encontramos la poesía
convertida en instrumento de lucha, pero sin dejar de ser poesía. Las dos obras citadas
están invadidas por la metáfora, por los símbolos, pero ya han abandonado la
ingenuidad del adorador de la luna. Esta nueva poesía muestra ahora toda la “impureza”
a flor de verso. Son ahora otras las circunstancias que inspiran una poesía ya lejana del
amor, del rayo herido o enamorado. Ahora el verso se llama drama y las nubes del alma
se tiñen de tragedia.
3.6.5. De lo social a lo íntimo.
En Cancionero y romancero de ausencias seguimos escuchando ecos de un dolor
casi irresistible (“España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos / de dolor y de
piedra profunda para darme: / no me separarán de tus altas entrañas, / madre”), el dolor
de contemplar una España rota. Sin embargo, no todo es objetivismo social, pues
Miguel Hernández es poeta en estado puro, pase lo que pase. La poesía de sus últimos
años desnudan completamente su alma de lírico ensimismado y surge en ella –en su
poesía- la marca del dolor, del dolor de soldado, de esposo separado de la esposa, de
padre inconsolable, de preso enfermo.
Aun así, todavía podemos descubrir versos que evocan ese pueblo sumido en la
tragedia. Lo que ocurre es que el tono con se canta esta ya no es el mismo. Aquel tono
exaltado, enaltecido, de los poemarios anteriores se cambia por un tono desalentado,
desesperanzado. La realidad es terrible y este poeta, que de unos años a esta parte es
inseparable de la misma, tiñe su voz del único tono que posible: el de la derrota, el del
pesimismo.
“La vejez en los pueblos.
El corazón sin dueño.
El amor sin objeto.
La hierba, el polvo, el cuervo.
¿Y la juventud?
En el ataúd”
La respuesta que él mismo se da es terrible, por su rotundidad, pero no por ello
menos cierta.
“Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes. Tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez Tristes. Tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes. Tristes”
3.6.6. Finalmente, de la muerte al amor y del amor a la muerte.
La muerte se hace omnipresente en sus versos, representada por los hoyos, la
tierra, los cementerios, las sombras. Ahora, esa presencia de la muerte le toca aún más
de cerca si cabe; ya no se trata de la muerte del campesino en guerra, sino la muerte de
un hijo, de su hijo.
El alejamiento dramático de los asuntos de la guerra coinciden con una nueva
exaltación del amor, un amor que devuelve a su poesía la fuerza de los pronombres, que
descubre imágenes llenas de pasión:
Pide que nos echemos tú y yo sobre la manta,
tú y yo sobre la luna, tú y yo sobre la vida.
Pide que tú y yo ardamos fundiendo la garganta,
con todo el firmamento, la tierra estremecida (“Hijo de la luz y de la sombra”)
“No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa?
¿Quién amuralla una voz?
A lo lejos tú, más sola
que la muerte, la una y yo.
A lo lejos tú, sintiendo
en tus brazos mi prisión:
en tus brazos donde late
la libertad de los dos.
Libre soy. Siénteme libre.
Sólo por amor” (“Antes del odio”)
Ese amor que lo hace libre (“Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío”,
“Muerte nupcial”, “Vuelo”) deja paso a la esperanza de la futura paternidad,
representada en el vientre de la amada:
Menos tu vientre,
todo inseguro,
todo postrero,
polvo sin mundo.
Menos tu vientre
todo es oscuro.
Menos tu vientre
claro y profundo (“Menos tu vientre”)
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez Y la casa se desborda
con ella, el hijo y los besos.
Tú, tu vientre caudaloso,
el hijo y el palomar.
Esposa, sobre tu esposo
suenan los pasos del mar (“Cantar”)
Al igual que el amor, la paternidad es lo único que consigue hacerlo sentirse
realmente libre de lo vivido, de las penas que atormentan y enjaulan su corazón:
Alondra de mi casa
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma, al oírte
bata el espacio.
Tu risa me hace libre
me pone alas.
soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.” (“Nanas de la cebolla”)
Ese rayo de luz en su poesía se apaga pronto, con la muerte de su primer hijo, de
nuevo las sombras, la tristeza, la tragedia:
Diez meses en la luz, redondeando el cielo,
sol muerto, anochecido, sepultado, eclipsado.
Sin pasar por el día se marchitó tu pelo;
atardeció tu carne con el alba a un lado (“A mi hijo”)
Mi casa es un ataúd.
Bajo la lluvia redobla.
Y ahuyenta las golondrinas
que no la quisieran torva.
En mi casa falta un cuerpo.
Dos en nuestra casa sobran (“Era un hoyo no muy hondo”).
3.7. Conclusión.
Hemos querido hacer un recorrido por la obra de Miguel Hernández interpretando
sus símbolos, sus metáforas y sus imágenes, tratando de entender al poeta y al hombre.
Estamos convencidos de que hay muchos más símbolos en su poesía (la sangre, por
ejemplo), pero éstos han ido desgranándose en otros capítulos de este trabajo.
Al hilo de lo que acabamos de decir, queremos hacer una observación que, por
obvia, no deja de tener su importancia: al margen de lo que aquí hemos dicho, es el
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Juan Cano Conesa y Mercedes Guzmán Pérez propio alumno, a través de una lectura atenta (con lápiz y papel en la mano), quien debe
ir descubriendo la rica simbología que encierra toda la poesía de nuestro poeta, coincida
o no con lo que aquí hemos expuesto: a la madurez interpretativa de dicho alumno
dejamos la última palabra. Nosotros sólo hemos trazado una línea de fuerza de la que
hemos prendido lo más relevante y grueso de los símbolos poéticos del genial escritor
oriolano.
Y para terminar, queremos condensar todo lo hasta ahora comentado en unos
versos, desde los cuales debemos tratar de entender toda su obra:
“ Es mi persona
una torre de heridas
que se desploma”.
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