Subido por Trinidad Guerrero

Aventuras de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle

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Título original:
The Adventures of Sherlok Holmes.
Viento Joven
ISBN Edición Digital: 978-956-12-2167-3.
1ª edición: junio de 2018.
Ilustración de portada
Collage compuesto por Juan Manuel Neira
en base a imágenes de www.shutterstock.com
Editora General: Camila Domínguez Ureta.
Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.
Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
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El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún
medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de
reproducción, sin la autorización escrita de su editor.
ÍNDICE
Palabras preliminares
La Banda Moteada
Los Cunninghams
Las Dos Manchas de Sangre
El Ciclista Fantasma
Los Monigotes
El Enemigo de Napoleón
El Vampiro de Sussex
Un Empleo Extraño
El Gloria Scott
La Casa Vacía
KKK
PALABRAS PRELIMINARES
Arthur Conan Doyle
Arthur Conan Doyle nació el 22 de mayo de 1859 en Edimburgo, Escocia, se
educó en Stonyhurst y estudió medicina en la Universidad de Edimburgo. Fue
justamente uno de los profesores de la Facultad de Medicina de esa universidad
quien le inculcó el modo de lograr diagnósticos acertados mediante el método
deductivo que haría célebre a su personaje Sherlok Holmes.
Doyle ejerció la medicina en distintas etapas de su vida. Primeramente, en 1880,
como cirujano en el ballenero groenlandés Hope; luego tuvo consulta particular en
Southsea, entre 1882 y 1890; y finalmente como médico del ejército durante la
Guerra de los Boers (1899–1902), en Sudáfrica.
En su época se contaba que la poca afluencia de pacientes a su consulta médica
de Southsea aburría a Doyle, por lo que comenzó a escribir. La publicación de su
primera novela, Estudio en escarlata (A Study in Scarlet, 1887), protagonizada por
los detectives Holmes y Watson, y su consiguiente éxito, le reveló que había
creado unos personajes que encantaban a los lectores de las más diversas edades.
La aparición de la novela El signo de los cuatro (The Sign of Four, 1890) y de las
contenidas en Las aventuras de Sherlok Holmes (The Adventures of Sherlok
Holmes, 1892) terminaron por hacerlo célebre y convencerlo de que debía
dedicarse exclusivamente a escribir. El método investigativo de Sherlok Holmes y
las torpezas de su ayudante Watson lo habían transformado a los 32 años de edad
en un clásico de la novela policial.
Pese a ello, Doyle se había cansado de narrar las aventuras de sus dos célebres
personajes, y en uno de los relatos –La aventura del problema final, contenido en
Las Aventuras de Sherlok Holmes– intentó matar a Holmes en manos del criminal
Moriarty. Los lectores no lo aceptaron y hasta hubo protestas populares que
obligaron a Doyle a resucitar a su protagonista en la narración La casa vacía,
incluida en El retorno de Sherlok Holmes (The Return of Sherlok Holmes, 19031904).
Otras obras protagonizadas por Holmes fueron El valle del terror (The Valley of
Fear, 1914), Su último saludo (His Last Bow, 1908-1917) y la recopilación de casos
titulada El libro de los casos de Sherlok Holmes (The Case-Book of Sherlok
Holmes, 1924-26).
Pero ninguna de estas obras satisfacían plenamente al escritor. Éste prefería sus
obras de temas históricos y, en el último tiempo, los de espiritismo. La muerte de
su hijo mayor en la Primera Guerra Mundial lo había hecho dedicarse al
espiritismo. En su polémica obra The Coming of the Fairies, 1921, defendió la
existencia de las hadas y expuso sus teorías espiritistas, al igual que en su libro
The Land of Mists, 1926, una historia sobrenatural protagonizada por el profesor
Challenger, otro de los personajes muy bien caracterizados creados por Doyle.
Sus novelas históricas también fueron muy bien acogidas: Mika Clarke, 1888; La
compañía blanca, 1890; Rodney Stone, 1896, y Sir Nigel, 1906, tuvieron un gran
éxito. Por otra parte, su experiencia como médico en la guerra de los boers le
permitió escribir La guerra de los boers, 1900, y La guerra en Sudáfrica, 1902.
Ambas obras le valieron en 1902 el título de Sir.
A la Primera Guerra Mundial el fecundo escritor dedicó seis volúmenes, en los
que ensalzaba la valentía británica. La obra, titulada La campaña británica en
Francia y Flandes, apareció en 1920.
Doyle dejó un testimonio de su ajetrada vida en su autobiografía titulada
Memorias y aventuras, publicada en 1924.
El escritor murió el 7 de julio de 1930 en Crowborough, Sussex, Inglaterra.
La Banda Moteada
Hojeando los infinitos apuntes referentes a más de setenta casos
en los cuales pude estudiar los diversos procedimientos analíticos y
deductivos de mi amigo Sherlock Holmes, he hallado muchos
trágicos, algunos cómicos, no pocos sencillamente curiosos, pero ni
uno solo que fuera vulgar1. Y esto tiene su razón de ser en que
Sherlock Holmes no emprendía nunca un asunto o empresa sin
cerciorarse antes muy bien de su importancia y excentricidad; y de
entre todos estos casos curiosísimos, ninguno tan original ni tan
emocionante como el referente a la familia Roylott, de Stoke Moran.
Los incidentes a que dieron lugar las peripecias que la
compusieron, y que ahora me propongo narrar fielmente, tuvieron
efecto durante los comienzos de mi amistad con Holmes cuando,
solteros ambos, vivíamos juntos en Baker Street. Hubiera podido
hablar antes de este asunto, a no ser por la promesa de guardar
silencio que le hice a Holmes. Creo, también, muy oportuno este
relato como refutación y destrucción de ciertos rumores que
corrieron acerca de la muerte del doctor Grimesby Roylott.
Cierta mañana del mes de abril de 1888 quedé sorprendido al
despertarme y ver cerca de mi lecho a Holmes, completamente
vestido. A mi asombro –pues Holmes era un hombre muy poco
aficionado a madrugar– se unió un poco de rencor, por haber roto mi
sueño antes de las siete y media de la mañana.
–Dispénseme, Watson –dijo–, que lo haya despertado tan
temprano; pero no he tenido más remedio. La señora Hudson tuvo
que levantarse precipitadamente y se vengó conmigo, y yo con
usted.
–Pues, ¿qué ocurre? ¿Hay fuego?
–No. Es una clienta. Una muchacha que ha venido muy agitada y
deseosa de verme en seguida. Espera en el salón. Y como
indudablemente la razón que obliga a una muchacha a levantarse
tan de mañana y despertar a las gentes debe ser muy importante,
creo que el asunto, a juzgar por esta precipitación, debe tener
mucho de interesante, por lo que he juzgado que a usted le
agradaría mucho conocerlo desde los primeros pasos, y no he
querido que perdiera tan buena ocasión.
–No me hubiera consolado nunca de tal pérdida –contesté.
No había nada que me gustara tanto como seguir a Holmes en sus
investigaciones profesionales y admirar las deducciones tan rápidas,
y más que rápidas, intuitivas, con que desenmarañaba los problemas
sometidos a su talento. Me vestí apresuradamente, y a los pocos
minutos entré con mi amigo en el salón.
Allí nos encontramos frente a una dama enlutada, cubierto el rostro
con un espeso velo, que al vernos se levantó y vino hacia nosotros.
–Buenos días, señora –dijo afectuosamente mi amigo–. Yo soy
Sherlock Holmes y este señor es mi íntimo amigo, el doctor Watson,
ante quien puede hablar como si estuviera yo solo. ¡Ah, ya veo que
la señora Hudson ha tenido la buena idea de encender lumbre!
Tenga la bondad de acercarse a la chimenea y ahora mismo
mandaré que le hagan una taza de café bien caliente, porque usted
está temblando.
–No es el frío el que me hace temblar –murmuró la dama.
–¿Qué es, entonces?
–El miedo, señor Holmes; mejor dicho, el espanto.
Al decir estas palabras, se levantó el velo y pudimos ver que,
efectivamente, padecía una violenta y lastimosa agitación. Estaba
pálida, la boca contrariada, los ojos inquietos, espantados, como los
de una fiera acosada. Aparentaba treinta años de edad, pero sus
cabellos estaban encanecidos prematuramente y sus ademanes eran
pesados, de cansancio y de pena. Sherlock vio todos estos detalles
con una sola de sus miradas rápidas y penetrantes.
–No tema –dijo cariñosamente, inclinándose hacia ella–. Estoy
seguro de que arreglaremos todo eso inmediatamente. ¿Ha venido
en el tren?
–¿Me conoce?
–No; pero veo que guarda en el guante izquierdo el billete de
vuelta. Ha debido partir de madrugada y hecho un largo y fatigoso
viaje en trineo antes de llegar a la estación; ¿no es eso?
Ella se estremeció y miró a mi compañero.
–Estas observaciones no tienen nada de particular, querida señora
–continuó Holmes, sonriendo–. La manga izquierda de su chaqueta
está salpicada de barro en siete partes, y únicamente un trineo
puede salpicar de ese modo; sobre todo cuando se va sentado a la
izquierda del cochero.
–Sea cual fuere su método de observación –contestó ella–, ha
acertado usted. Salí de casa antes de las seis, llegué a Leatherhead
a las seis y veinte y en el primer tren partí a Waterloo. Ya no puedo
más, y si no cambian las cosas, creo que me volveré loca. No tengo
a nadie, absolutamente a nadie, a quien pedirle auxilio si no sólo a
usted. Por la señora Farintosh, a quien usted salvó de una situación
difícil, he sabido sus señas y a usted acudo. ¿Podrá, señor, ayudarme
también a mí y arrojar alguna luz en el caos que me rodea y
envuelve? Ahora no podré recompensar sus servicios, pero dentro de
un mes o dos estaré casada, seré dueña de mi fortuna y entonces
verá que no soy ingrata.
Holmes abrió un cajón de la mesa, y sacando un cuaderno lo
hojeó.
–¡Farintosh..., Farintosh! –murmuró–. ¡Ah, sí! Ya recuerdo. Se
trataba de una tiara de ópalos. Aún no nos conocíamos, Watson.
Y cerrando el cuaderno, continuó:
–Tenga la seguridad, señora, de que me consagraré tan
gustosamente a su asunto como al de su amiga. Le ruego que no
hablemos de honorarios, pues como hago esto por afición, en el
trabajo encuentro mi recompensa. Si luego cuando hayamos
concluido quiere resarcirme de los gastos que haya hecho, no tendré
inconveniente alguno. Entretanto, tenga a bien contarme lo que le
pasa, sin omitir un solo detalle que pueda facilitar nuestra acción.
–¡Ay! –contestó ella–. Lo verdaderamente horrible de mi situación
es que mis temores son tan confusos, mis sospechas están basadas
en pruebas tan débiles, mejor dicho, tan pueriles, que mi novio, la
única persona a quien tengo derecho a pedir protección y consejo,
las considera como extravíos de mujer nerviosa. Aunque no me lo
diga, yo lo adivino en sus palabras compasivas, en sus miradas
llenas de piedad. Me han asegurado, señor Holmes, que usted sabe
leer en el corazón humano, y que puede precaverme contra los
peligros que me amenazan.
–Le escucho atentamente, señora.
–Me llamo Helen Stoner, y vivo con mi padrastro, el último vástago
de los Roylott, de Stoke Moran, una de las más antiguas familias
sajonas de Inglaterra.
–No me es desconocido ese nombre –dijo Holmes.
–Esta familia fue una de las más ricas de Inglaterra, y sus dominios
se extendían hasta el Berkshire, por el norte, y el Hampshire, por el
oeste. Pero en el último giro de las últimas cuatro generaciones
hubo tales pródigos y malas cabezas, que la fortuna se disipó casi
por completo. Actualmente no quedan más que algunos acres de
terreno y la casa medio ruinosa y gravada con varias hipotecas. El
último dueño arrastra penosamente su existencia de noble
arruinado; pero su hijo, comprendiendo lo inútil de aquella vida,
consiguió de su padre un adelanto de la herencia para costearse la
carrera de medicina y partió para Calcuta. Allí, y gracias a su
habilidad profesional y a su entereza de carácter, se conquistó bien
pronto una clientela numerosa. Un día, dejándose llevar de la cólera
(y a causa de un robo cometido en su casa), mató a su criado, y
poco le faltó para ser condenado a muerte. Estuvo muchos años en
la cárcel; volvió a Inglaterra melancólico y taciturno.
”Durante su estada en la India se casó con mi madre, viuda del
general Stoner. Mi hermana gemela y yo teníamos dos años cuando
se verificó este matrimonio. Nuestra madre era rica; tenía una renta
de mil libras esterlinas y legó toda su fortuna al doctor Roylott, a
condición de que nos tuviera como hijas en su casa y nos diera
como dote una cierta cantidad a cada una cuando nos casáramos.
Poco tiempo después de nuestra vuelta a Inglaterra, mi madre
murió, hace ocho años, en un descarrilamiento ocurrido cerca de
Crewe. El doctor Roylott no quiso vivir más en Londres y nos llevó
consigo a la antigua mansión de Stoke Moran. La fortuna de mi
madre excedía, con mucho, a los gastos que nosotros podíamos
ocasionar, y durante algún tiempo vivimos tranquilamente.
”De pronto, el carácter de nuestro padrastro cambió por completo.
En vez de captarse las simpatías de sus vecinos y paisanos, que al
principio se alegraron de ver ante ellos, y en la antigua casa, a un
Roylott de Stoke Moran, rehuyó toda clase de relaciones y no sabía
más que disputar y reñir con el primero que se encontraba. La
violencia del carácter, rayana en la locura, peculiar a los hombres de
la familia Roylott, se acentuó y agrió más aún por su larga
permanencia en los países tropicales. Raro era el día en que no nos
daba algún disgusto, y tuvo que tratar en más de una ocasión con el
juez del pueblo. Llegó a ser el terror de todos y la gente huía al
verlo.
”La semana pasada tiró al río al herrero, y sólo a costa de todo el
dinero que quiso la víctima pudo evitar el escándalo. No tiene ningún
amigo, excepto los gitanos. Les consiente acampar en sus tierras
(que no cultiva y que deja cubrirse de zarzas y espinos), y acepta en
cambio la hospitalidad de sus tiendas y hasta viaja con ellos durante
semanas enteras. Siente una gran pasión por algunos animales de la
India, y ahora tiene en casa una pantera y un babuino, que se
pasean libremente y que son tan temidos como su dueño por los
aldeanos.
”Con todas estas cosas, comprenderá usted que la vida de mi
hermana Julia y la mía no tenían nada de agradable.
“Nadie quería servirnos y nosotras mismas teníamos que atender al
cuidado de la casa. Cuando murió mi hermana, no tenía más que
treinta años y ya sus cabellos habían encanecido de igual modo que
los míos”.
–¿Murió su hermana?
–Sí; hace dos años; y precisamente quiero hablarle de su muerte.
Ya comprenderá que, llevando el género de vida que llevábamos, se
nos presentaban pocas ocasiones de ver gentes de nuestra edad y
posición. Sin embargo, obteníamos de cuando en cuando permiso
para pasar unos cuantos días con una hermana soltera de nuestra
madre, llamada Honoria Westfall, que vive en Harrow. Hace dos
años, Julia pasó con ella las fiestas de Navidad y allí conoció a un
marino con el cual se puso de novia. El doctor Roylott se enteró de
ello cuando volvió Julia y no puso obstáculo alguno; pero quince días
antes del señalado para la boda tuvo lugar el terrible drama que me
privó para siempre de mi única compañera.
Sherlock Holmes había escuchado toda la narración, tendido en una
butaca, con los ojos cerrados y hundida la cabeza en un almohadón;
pero al oír las últimas palabras hizo un movimiento, y mirando de
frente a Helen Stoner, dijo:
–Le ruego no olvide el menor detalle.
–Pierda usted cuidado; todos los minutos de aquella horrible noche
han quedado profundamente impresos en mi memoria.
La casa es, como ya le he dicho, antiquísima, y sólo uno de los
extremos está habitado. Las alcobas están en el piso bajo. La
primera es la del doctor Roylott; la segunda, la de mi hermana, y
mía es la tercera. Las tres habitaciones no se comunican entre sí;
pero dan al mismo pasillo, ¿lo entiende?
–Perfectamente.
–Las ventanas de las tres habitaciones caen al jardín. La noche
fatal de la muerte de mi hermana, el doctor se retiró muy temprano,
aunque debió tardar en acostarse, porque Julia se encontró de
pronto molesta por el olor de los cigarrillos indios que Roylott fuma
continuamente. Mi hermana salió de su cuarto y vino al mío, donde
estuvimos un rato charlando de su futuro matrimonio. A las once se
dispuso a marchar, y ya en la puerta, se detuvo y me dijo:
”–A propósito, Helen, ¿no has oído silbar ninguna noche?
”–¿Silbar? No, nunca –contesté.
”–¿Tú crees que se pueda silbar mientras se duerme?
”–No lo creo; ¿por qué dices eso?
”–Porque todas estas noches he oído, a eso de las tres de la
madrugada, unos silbidos muy tenues, pero muy claros. Como yo
tengo el sueño muy liviano, me despiertan en seguida. No sé de
dónde vienen. Por eso quiero saber si tú también los has oído.
”–No. Serán, probablemente, esos malditos gitanos.
”–Tal vez. Y, sin embargo, si es en el jardín, me extraña que tú no
hayas oído nada.
”–Yo no tengo el sueño tan ligero como tú.
”–¡Bah! Después de todo, esto no tiene importancia –dijo,
sonriendo.
”Luego de estas palabras se marchó y poco después la oí cerrar
con llave la puerta”.
–Dígame –interrumpió Holmes–, ¿acostumbraba a cerrar con llave
la puerta todas las noches?
–Siempre.
–¿Por qué?
–Porque teníamos miedo de que entraran y nos dieran un susto la
pantera o el babuino que, según creo haberle dicho, tenía el doctor.
–Está bien. Continúe.
–Aquella noche no pude dormir. Me oprimía el vago presentimiento
de alguna desgracia. Ya recordará usted que Julia y yo éramos
gemelas y sabrá los misteriosos y sutiles lazos que existen entre las
almas de esta clase de hermanos. Era una noche terrible. Afuera el
fuerte viento estrellaba la lluvia contra las ventanas. De pronto, en
medio del estrépito de la tormenta, oí un grito desgarrador y
reconocí la voz de mi hermana. Salté del lecho y, envolviéndome en
una capa, salí precipitadamente al pasillo. Al abrir la puerta me
pareció oír un silbido semejante al descrito por mi hermana y un
instante después un ruido sonoro como el de la caída de un cuerpo
metálico contra el suelo. Luego la puerta de Julia se abrió
lentamente. Yo me detuve, aterrada, sin movimiento... A la luz de la
lámpara, del pasillo, vi aparecer a mi hermana con la cara pálida,
tambaleándose como un hombre borracho, y haciendo ademán de
pedir auxilio. Corrí hacia ella, tendiéndole los brazos, pero le faltaron
las fuerzas y rodó por tierra, donde se revolvió furiosamente, presa
de horribles convulsiones. Al principio creí que no me había
conocido, pero al inclinarme sobre ella, me gritó con una voz que no
podré olvidar nunca: “¡Oh Dios mío! ¡Helen! ¡Era la banda! ¡La
banda moteada!” Quiso decir algo más, y uno de sus dedos parecía
querer perforar la pared de la alcoba del doctor; pero una nueva
convulsión le quitó la palabra. Yo corrí por el pasillo llamando a mi
padrastro y tropecé con él, que ya venía apresuradamente envuelto
en una bata. Cuando llegamos cerca de Julia, la encontramos sin
conocimiento. Enviamos a buscar el médico del pueblo, pero todos
nuestros esfuerzos fueron inútiles; mi pobre hermana murió aquella
noche sin volver en sí.
–¿Está segura –interrumpió Holmes– de haber oído ese extraño
silbido y el choque metálico? ¿Podría jurarlo?
–Eso mismo me preguntó el juez. Estoy segurísima de haberlo
oído... Sin embargo, es fácil que en medio de la tempestad que
azotaba la vieja casa me haya engañado.
–¿Estaba vestida su hermana?
–No; estaba en camisa. En la mano derecha se le encontró una
cerilla gastada, y en la izquierda la caja de ellas.
–Eso prueba que encendió cerillas para mirar en torno suyo. ¿Ese
resultado dio el sumario?
–Como la conducta del doctor Roylott parecía muy extraña a todo
el condado, se procedió cuidadosamente en la información judicial:
sin embargo, no se pudo descubrir absolutamente nada. Mi
declaración probó que la puerta fue cerrada por dentro, y en cuanto
a las ventanas, se cerraban todas las noches con unas fuertes barras
de fierro. Las paredes y el suelo fueron examinados
escrupulosamente, sin hallar en este examen el menor indicio. Era,
pues, indudable que mi hermana estaba completamente sola la
noche del crimen. Además, el cuerpo no presentaba la menor señal.
–¿Se pensó en el veneno?
–También los médicos vieron esa posibilidad sin conseguir nada.
–¿A qué atribuye la muerte de su hermana?
–Estoy convencida de que murió de un fuerte ataque de nervios;
pero ignoro la causa de él.
–¿Había gitanos en el jardín o en el campo próximo a la casa?
–Los hay casi siempre.
–¿Y qué se imaginó ante aquella alusión a una banda, una banda
moteada?
–Primero pensé que tal vez fuera efecto del delirio; que quizás se
refiriese a una banda de gentes, de los gitanos acampados cerca de
la casa. Acaso los pañuelos de color que muchos de ellos llevan en la
cabeza la hicieron emplear aquel adjetivo tan raro.
Holmes sacudió, incrédulamente, la cabeza.
–Todo esto es muy extraño. Continúe, se lo ruego.
–Transcurrieron dos años, y con ellos mi vida era más solitaria que
nunca. Hace un mes, aproximadamente, que un amigo de la casa
pidió mi mano. Se llama Armitage, Percy Armitage, y es el segundo
hijo del señor Armitage, de Crane Water. Mi padrastro accedió a la
petición y la boda quedó señalada para la primavera. Como hace dos
días empezaron los trabajos de restauración del ala derecha del
edificio y han comenzado por mi cuarto, no he tenido más remedio
que instalarme en el que fue de mi hermana y dormir en el lecho
donde ella durmió. ¡Juzgue cuál sería mi espanto cuando la noche
pasada, desvelada pensando en la triste muerte de Julia, oí clara y
distintamente en el silencio de la noche el silbido que fue la señal de
su muerte!... Me levanté de un salto y encendí la lámpara, mas no
logré ver nada. Demasiado agitada para volverme a acostar, me
vestí, y apenas fue de día salí de casa. Tomé un trineo en la Posada
de La Corona y de este modo llegué a Leatherhead, de donde he
venido con el solo objeto de pedir sus consejos.
–Ha hecho bien –dijo Holmes–. ¿No me ha ocultado nada?
–Nada.
–No es verdad, señorita Roylott. ¿Y su padrastro?
–¿Qué quiere decir?
Por toda respuesta, Holmes levantó el encaje negro de la manga y
dejó al descubierto la mano que Helen descansaba en las rodillas:
cinco señales rojas, de cinco dedos hombrunos, resaltaban sobre el
delicado puño de la joven.
–La ha maltratado –dijo Holmes.
La joven se ruborizó, y cubriendo el puño martirizado, dijo:
–Es un hombre brutal, y la mayor parte de las veces no se da
cuenta de sus fuerzas.
Hubo un largo silencio, durante el cual Sherlock Holmes, con la
barba hundida entre los puños, miraba fijamente el fuego que
chisporroteaba en la chimenea.
–Todo está muy oscuro –dijo al fin–. Hay mil detalles que
necesitaría saber antes de fijar una línea de conducta. Pero no
podemos perder tiempo. Si fuéramos hoy mismo a Stoke Moran,
¿podríamos visitar todos esos cuartos sin que se enterara su
padrastro?
–Precisamente, le he oído hablar hoy de venir a la ciudad para un
asunto importantísimo. Es probable que esté fuera todo el día, y por
lo tanto nadie podrá molestarnos; pues la única criada que tenemos
es una vieja estúpida, a quien podré alejar con facilidad.
–Perfectamente. ¿Tiene algo que decir contra esta excursión,
Watson?
–Absolutamente nada.
–Bueno, pues, iremos juntos. ¿Tiene algo que hacer, señorita?
–Aprovecharé la venida a la ciudad; pero me iré en el tren del
mediodía para tener tiempo de recibirlos.
–Sí, nosotros iremos a primera hora de la tarde. También yo tengo
algo que hacer. ¿Quiere almorzar con nosotros?
–No, no tengo tiempo. Parece que estoy más tranquila ahora que le
he confiado mi secreto. Hasta luego, ¿eh?
Y cubriéndose con el velo salió rápidamente.
–¿Qué le parece todo esto, querido Watson? –preguntó Holmes,
dejándose caer nuevamente sobre el sillón.
–Me parece muy obscuro y muy siniestro.
–Sí; es oscuro y es siniestro.
–Sin embargo, si es verdad que la pared, el techo, la puerta y las
ventanas estaban intactos, es indudable que su hermana estaba sola
en la habitación.
–¿Y qué le parecen esos silbidos nocturnos y las extrañas palabras
de la moribunda?
–No sé...
–Relacionando esos silbidos y la banda de gitanos amigos del
doctor, la presunción de que éste quisiera evitar el matrimonio de su
hijastra, la alusión de la moribunda a una banda, y, por último, el
choque metálico oído por la señorita Stoner, y que tal vez fuera
causado por la caída de una de las barras de hierro de las
contraventanas, me parece que podríamos encontrar por este lado
los primeros pasos para la explicación del misterio.
–¿Pero entonces esos gitanos?
–No sé.
–Sin embargo, no me parece muy acertada su opinión.
–Ni a mí; por eso quiero que vayamos hoy mismo a Stoke Moran.
Quiero ver si las objeciones que se presentan a mi espíritu son
indestructibles o si pueden ser contrarrestadas... ¡Diablo!
Esta exclamación le fue arrancada por la brusca apertura de la
puerta y la aparición de un hombre alto y robusto.
Su traje era una mezcla singular de elegante y campesino. Llevaba
un sombrero de copa, un abrigo amplio, calzaba polainas y oprimía
en la mano derecha un látigo de caza.
Su ancha faz, surcada de mil arrugas, tenía el sello de las ruines
pasiones; su mirada giraba alternativamente contra nosotros dos.
Sus ojos hundidos, inyectados; su nariz ganchuda, lo hacían
parecerse a un ave de rapiña.
–¿Cuál de ustedes es Holmes? –preguntó el extraño personaje.
–Yo, caballero –dijo tranquilamente Sherlock–; pero desearía saber
con quién tengo el honor de hablar.
–Yo soy el doctor Grimesby Roylott, de Stoke Moran.
–Muy bien, doctor –dijo Holmes, dulcemente–. Tenga la bondad de
sentarse.
–No hace falta. Mi hijastra ha estado aquí. La he seguido. ¿Qué le
ha dicho?
–Realmente, este frío no es propio de la estación –contestó
Holmes.
–¿Cómo? ¿Qué dice? –gritó furioso el viejo.
–Pero he oído decir que la cosecha del azafrán será muy buena
este año –continuó mi amigo, sin desconcertarse.
–¡Ah! ¿No quiere contestarme? –gritó el doctor, adelantando un
paso y agitando el látigo–. ¡Ya sé quién es usted, granuja! Ya he
oído hablar de usted. Es Holmes.
Mi amigo sonrió.
–Holmes, el hombre que se mete en lo que no le importa.
Mi amigo continuó sonriendo.
–Holmes, el limpiabotas de Scotland Yard.
Mi amigo se echó a reír con toda su alma.
–Es usted muy gracioso –dijo–. Solamente le ruego que cuando se
vaya cierre bien la puerta, porque ahora estamos en plena corriente
de aire.
–¡Me iré cuando me dé la gana! Le prohíbo mezclarse en mis
asuntos. Ya sé que la señorita Stoner ha venido aquí; pero tenga en
cuenta que soy un hombre peligroso para enemigo. ¡Mire!
Y cogiendo entre sus manos velludas las tenazas de la chimenea,
las dobló completamente.
–¡Tenga, pues, mucho cuidado! –aulló.
Y luego, arrojando las tenazas al fuego, salió apresuradamente.
–Parece un hombre muy atento –dijo riendo Holmes–. Yo no soy
tan fuerte como él; pero me parece que si llega a estar un rato más
le hubiera demostrado que mi puño vale tanto como el suyo.
Y cogiendo las tenazas las enderezó fácilmente.
–¿Ha visto qué insolencia? ¡Confundirme con un policía! Este
incidente le presta mayor encanto a la aventura. Lo que siento es
que tal vez a nuestra amiguita le cueste caro el haberse dejado
espiar. Ahora, Watson, vamos a encargar el almuerzo, y en seguida
voy a ir a la Cámara Sindical de Medicina, donde espero hallar
algunos datos que me sirvan.
Cerca de la una volvió Sherlock Holmes a casa. En la mano traía un
papel azul lleno de notas y de cifras.
–He visto el testamento de la esposa fallecida. Para comprender su
importancia, hemos tenido que calcular el valor actual de las fincas a
que se refiere. El capital total, que antes de la muerte era cerca de
mil cien libras esterlinas, ahora, a causa de la baja de los productos
agrícolas, no excede de 750 libras. Por lo tanto, cada hija tenía
derecho a una renta de 250. Si las dos se hubieran casado, el
simpático señor hubiera quedado reducido a una modesta pitanza, y
aun la boda de una sola le puede fastidiar bastante. Me parece que
no he perdido el tiempo, puesto que tengo la seguridad de que el
doctor Roylott posee las mejores razones del mundo para oponerse
a tales matrimonios. Ahora, querido Watson, hablemos seriamente,
pues el asunto lo merece y mucho más sabiendo el buen hombre
que nosotros nos metemos en sus asuntos. Si está usted dispuesto,
vamos a tomar un coche que nos lleve a la estación de Waterloo.
Creo que hará bien en coger el revólver. Un Eley número 2 es un
argumento excelente contra los hombres que doblan en dos las
tenazas de acero.
En Waterloo tuvimos la suerte de alcanzar un tren que salía
inmediatamente para Leatherhead, en cuyo punto alquilamos un
coche que nos llevó por espacio de cuatro o cinco millas a través de
los encantadores caminos del Surrey.
Era un delicioso día primaveral. El sol extendía su luz sobre nubes
blancas y tranquilas. Los árboles y los setos y los arbustos
comenzaban a florecer, y en el aire flotaba un exquisito olor a tierra
húmeda. ¡Qué contraste entre aquel desperezo de la naturaleza, tan
lleno de esperanzas, y la sombría misión que íbamos a cumplir!...
Mi compañero, sentado en la delantera del carruaje, parecía
absorto en sus reflexiones, con los brazos cruzados, el sombrero
sobre los ojos y la barba clavada en el pecho. De pronto se
estremeció, me tocó el hombro y, señalando con el dedo, dijo:
–Mire.
Vi un espeso parque que se elevaba en suave pendiente hasta un
bosquecillo. Entre las ramas griseaban las piedras de un viejo
edificio.
–¿Stoke Moran? –preguntó.
–Sí, señor –contestó el cochero–. Es la casa del doctor Grimesby
Roylott.
–Sí; la están restaurando. Allí es donde vamos nosotros.
–Aquélla es la aldea –continuó el cochero, señalando hacia la
izquierda una agrupación de techumbres–; pero si quiere ir a la
casa, es mucho mejor que salte esa valla y siga este sendero a
través del campo, hasta allá, donde está paseando aquella señora.
–Yo creo que aquélla es la señorita Stoner –dijo Holmes, haciendo
pantalla con la mano derecha–. Me parece muy bien su consejo.
Bajamos del coche que, después de haber pagado al cochero,
volvió para Leatherhead.
–He preferido –dijo Holmes, mientras saltaba la valla– hacerle creer
a ese muchacho que éramos arquitectos y que veníamos aquí para
la reforma de la casa. Esto amenguará la murmuración. Buenas
tardes, señorita Stoner. Ya ve que hemos cumplido nuestra palabra.
Nuestra clienta se había apresurado a reunirse con nosotros.
–¡Les esperaba con tanta impaciencia! –dijo, estrechándonos
calurosamente las manos y sonriendo–. Todo marcha perfectamente.
El doctor Roylott ha ido a la capital y quizá no vuelva hasta la noche.
–Hemos tenido el gusto de conocerlo –dijo Holmes.
Y en pocas palabras le contó la entrevista. La señorita Stoner se
puso pálida.
–¡Dios mío! –gritó–. ¿De modo que me ha seguido?
–Indudablemente.
–Debe usted encerrarse con llave esta noche. Y si quiere
violentarla, la llevaremos a casa de su tía. Ahora no desperdiciemos
el tiempo y enséñenos las habitaciones.
El edificio era de piedra gris, cubierto de musgo, y se componía de
un pabellón central y dos departamentos laterales. En el de la parte
izquierda, las ventanas estaban rotas y el techo medio hundido. La
parte central tenía igual aspecto ruinoso; pero la de la derecha
parecía relativamente moderna. Las ventanas con cortinas y el humo
azul que expulsaban las chimeneas indicaban que aquella parte
estaba habitada. Había puesto un andamiaje y la pared estaba
agujereada en algunos sitios. Sin embargo, no se veía ningún
albañil. Holmes se paseó por el césped examinando todas las
aberturas exteriores.
–Esta ventana debe ser la de su cuarto; la del centro, la del cuarto
de su hermana, y la más próxima al pabellón, la del doctor Roylott,
¿no es eso?
–Indudablemente; pero yo vivo ahora en la habitación central.
–Durante los trabajos, ¿no? A propósito, creo que este muro no
necesita todavía reparación de ninguna clase.
–Tiene razón. Yo creo que esto ha sido sencillamente un pretexto
para hacerme cambiar de cuarto.
–¡Ah! Es muy curioso. El otro lado de esta parte lo constituye un
corredor, al cual dan las puertas de las tres habitaciones, ¿no es
eso? ¿Tiene ventanas?
–Sí; pero pequeñísimas y muy estrechas para que nadie pueda
pasar por ellas.
–¿Quiere tener la bondad de entrar en su cuarto y cerrar por
dentro las contraventanas?
La señorita Stoner obedeció, y Holmes, después de haber
examinado cuidadosamente la ventana abierta, intentó por todos los
medios posibles forzar la contraventana, sin conseguirlo. No había ni
una sola rendija por donde deslizar ni siquiera un cuchillo para
levantar la barra de fierro.
–¡Hum..., hum!... –murmuró, con aire perplejo y rascándose la
barba–. Mi razonamiento se cae por su base. Nadie ha podido pasar
por aquí estando cerradas las contraventanas. Veamos si el examen
del interior nos da más indicios.
Una puertecilla daba acceso al corredor pintado con cal, sobre el
cual se abrían las de las tres alcobas. Holmes no se preocupó de la
tercera y entramos directamente en la segunda, la que habitaba
actualmente la señorita Stoner y donde había muerto su hermana
Julia. Era un hermoso cuarto, con una de esas amplias chimeneas
que se ven en algunas casas antiguas. En un rincón había una
cómoda de color oscuro; en el otro, un lecho pequeño pintado de
blanco, y a la izquierda de la ventana, un tocador. Estos tres
muebles: dos sillitas de mimbre y un trozo de alfombra Wolton
constituían todo el mobiliario.
Holmes arrastró una de las sillas hasta un rincón y se sentó.
Durante largo rato no habló una sola palabra, dejando vagar la
mirada por todo el cuarto.
–¿Adónde va esa campanilla? –dijo de pronto, señalando un cordón
colgado a la cabecera del lecho y que descansaba sobre la
almohada.
–Comunica con el cuarto de la criada.
–Ese cordón parece mucho más nuevo que el resto del mobiliario.
–Sí; lo pusieron hace dos años, aproximadamente.
–¿Sería su hermana la que lo pidió?...
–No; creo que no se sirvió nunca de él. Estábamos acostumbradas
a pasarnos sin criada.
–Entonces no veo la razón de poner ese lindo cordón de
campanilla. Ahora, con su permiso, voy a examinar el suelo.
Se tendió boca abajo y, con el auxilio de la lupa, examinó
cuidadosamente todas las rendijas del entarimado. Luego se acercó
a la cama y la miró y remiró en todos sentidos, así como la pared en
donde se apoyaba. Por último, cogió el cordón de la campanilla y tiró
violentamente.
–¡Calla! Esto es una imitación.
–¡Cómo! ¿No suena?
–No; no está unido a ningún alambre. ¡Oh, esto es muy
interesante!... Mire, mire; el cordón está sujeto a un gancho,
precisamente encima de un agujero.
–¡Yo no había reparado nunca en ello!...
–Es muy raro, muy raro –murmuró Holmes, tirando del cordón–.
Hay cosas bastante extraordinarias en esta habitación. Por ejemplo:
¿quién ha sido el arquitecto tan imbécil que estableció una corriente
de aire entre dos cuartos, siendo mucho más sencillo y más lógico
abrirla en el muro exterior?
–Esa abertura es también muy reciente.
–¿La hicieron cuando colocaron la campanilla?
–Sí; por aquella época hicieron muchos arreglos y cosas en todas
las habitaciones.
–He aquí dos cosas bien singulares. Un cordón de campanillas sin
campanilla y una corriente de aire inútil. Con su permiso, señorita
Stoner, vamos a curiosear el otro cuarto.
La alcoba del doctor Grimesby Roylott era más grande que la de su
hijastra; pero estaba amueblada con igual sencillez. Un lecho de
campaña, un pequeño estante lleno de libros –científicos la mayor
parte–, un sillón cerca del lecho, una silla de madera arrimada a la
pared, una mesa redonda y una gran caja de caudales eran los
principales muebles que Holmes examinó escrupulosamente.
–¿Qué hay aquí dentro? –preguntó, golpeando la caja de caudales.
–Los papeles de mi padrastro.
–¡Ah!... ¿Los ha visto usted?
–Una vez, hace muchos años. Me acuerdo que estaba llena de
papelotes.
–¿Habrá, por casualidad, un gato ahí dentro?
–No. ¡Vaya una idea!
–Mire.
Y nos enseñó un platillo lleno de leche escondido debajo de la caja.
–No, no tenemos ningún gato. Pero no olvide la pantera y el
mono...
–¡Ah, sí! Es verdad. La pantera no es más ni menos que un felino.
Pero me parece que con un platito de leche no tendrá bastante.
Ahora quisiera ver...
Y sin concluir de hablar se inclinó sobre la silla de madera,
examinándola atentamente.
–¡Ajajá! –dijo, levantándose y guardando la lupa en el bolsillo–.
Ahora ya no tengo la menor duda. He aquí un objeto
interesantísimo.
Y nos enseñó un latiguillo de caza colgado cerca del lecho, y cuya
correa terminaba con un nudo corredizo.
–¿Qué opina de esto, Watson?
–Es un látigo como tantos otros. Lo único que me choca es el nudo.
–Es poco corriente, ¿verdad? ¡Ay pobres amigos míos! El mundo es
muy malo, y cuando un hombre pone su talento al servicio del
crimen, ya podemos esperar las mayores infamias. Creo que hemos
visto bastante, y con su permiso, señorita Stoner, vamos a salir de la
casa.
Nunca he visto tan preocupado a Sherlock Holmes como al salir de
la casa. La señorita Stoner y yo anduvimos largo tiempo sin
interrumpir sus reflexiones, hasta que él mismo rompió el silencio,
diciendo:
–Es preciso, señorita, que siga al pie de la letra las instrucciones
que voy a darle.
–Las seguiré.
–El caso es demasiado grave para que vacile usted lo más mínimo.
Se está jugando la vida.
–Confío ciegamente en usted.
–Mi amigo y yo vamos a pasar la noche en su alcoba.
La señorita Stoner y yo lo miramos estupefactos.
–Es absolutamente imprescindible. Ya le diré por qué. Aquello que
se ve a lo lejos ¿es la posada?
–Sí, la Posada de La Corona.
–Perfectamente. ¿Se verán desde allí sus ventanas?
–Seguramente.
–Bueno; pues esta noche cuando vuelva el doctor, usted se
encierra en su cuarto, pretextando una jaqueca. Luego, cuando él se
haya retirado a su cuarto, entorna usted las contraventanas
poniendo una lámpara detrás que nos sirva de señal, y se va a su
antiguo dormitorio con lo necesario para pasar la noche. Creo que, a
pesar de los trabajos, podrá pasarla, ¿no?
–Sí; ya lo creo.
–Bueno; pues lo demás es cuenta nuestra.
–Pero, ¿qué va a hacer?
–Nada; pasar la noche en su alcoba para averiguar la causa de
esos ruidos tan extraños.
–Me parece, señor Holmes, que ya está sobre la pista de algo –dijo
la señorita Stoner, tendiéndole la mano.
–Tal vez.
–Entonces, en nombre del cielo, dígame de qué murió mi hermana.
–No puedo; prefiero no dudar lo más mínimo antes de decir una
sola palabra.
–Por lo menos, me podrá decir si murió de terror.
–Me parece que no; creo que hubo una causa más lógica. Ahora,
señorita Stoner, es preciso que nos separemos, porque si volviera el
doctor Roylott y nos encontrara aquí, todo quedaría destruido. Hasta
luego y no tema. Si hace todo lo que le he dicho, dentro de muy
poco no correrá peligro alguno.
Nos dirigimos a la Posada de La Corona y encontramos fácilmente
dos habitaciones contiguas. Estaban situadas en el primer piso y
desde nuestras ventanas veíamos perfectamente la verja de entrada
y el ala derecha de la casa del edificio de Stoke Moran. Al anochecer
vimos pasar en carruaje al doctor Roylott. Su enorme corpulencia
contrastaba con el débil cuerpecito del lacayo, sentado a su derecha.
Cuando llegaron a la casa, como el muchacho tardara en abrir la
verja, se impacientó y dio tales voces que llegaron hasta nuestras
ventanas.
Algunos minutos después de haber entrado el coche en el jardín,
una luz que apareció entre los árboles nos probó que el propietario
de la casa estaba en una de las habitaciones del pabellón central.
En torno nuestro la oscuridad se hacía cada vez más profunda.
–¿Sabe, Watson –dijo de pronto Holmes–, que verdaderamente
temo llevarlo conmigo? Creo que no estará exenta de peligros
nuestra expedición.
–Bueno; pero, ¿puedo serle útil?
–Utilísimo.
–Entonces lo acompaño.
–Se lo agradezco con toda mi alma.
–¿Para qué hablar de peligros? Indudablemente, nuestra visita de
hoy a la casa le ha debido servir de mucho. En cuanto a mí no he
visto nada notable más que ese cordón de campanilla innecesario.
–¿Se ha fijado también en la corriente de aire?
–Sí; pero una comunicación de esa clase no tiene nada de
particular; además, es tan pequeña, que ni siquiera un ratón podrá
pasar por ella.
–¿Y si yo le dijera que antes de entrar en la casa ya pensaba en
ese agujero?
–¿Es posible?
–Sí. Ya recordará que la señorita Stoner nos dijo, en el curso de su
narración, que su hermana notó el olor de los cigarrillos de su
padrastro, lo cual implicaba la existencia de una comunicación
cualquiera entre las dos habitaciones, comunicación que debía ser
pequeñísima, puesto que el juez no la menciona en el sumario.
–¿Y qué deduce de eso?
–¡Caramba! Me parece que representan algo más que una casual
coincidencia todos esos hechos: establecer una corriente de aire,
colgar un cordón y que una mujer muera sin saberse de qué.
–Pues yo no veo ninguna relación.
–¿No ha observado una cosa muy rara en la cama?
–No.
–Estaba perfectamente sujeta al suelo. ¿Le parece muy natural
esto?
–Claro que no.
–Por lo tanto, la muchacha no podía cambiar de sitio la cama.
Estaba, pues, siempre a merced de la corriente de aire y del cordón.
–Holmes –grité–, comienzo a entrever vagamente su pensamiento.
Tal vez lleguemos a tiempo de impedir un crimen refinado y cruel.
–Muy cruel y muy refinado. Cuando un médico se extravía, llega a
ser el mayor y más temible de los criminales, puesto que posee la
sangre fría de la ciencia. Palmer y Pritchard estaban considerados
como los primeros en su profesión. Este doctor Roylott me parece
superior a ellos en perfidia; sin embargo, espero que lo venzamos.
Mientras tanto, fumemos tranquilamente una pipa y hablemos de
cosas menos lúgubres.
A eso de las nueve, la luz que brillaba a través de los árboles se
extinguió. Transcurrieron dos largas horas. Cerca de las once un rayo
luminoso atravesó los árboles y llegó hasta nosotros.
–¡La señal! –gritó Holmes, levantándose de un salto–, brilla en la
ventana del centro.
Salimos, diciendo al posadero que íbamos a visitar a un amigo y
que tal vez pasáramos la noche con él. Un momento después ya
estábamos en camino, latigueados por un viento glacial, marchando
hacia la luz, guía de nuestra emocionante expedición.
Nos fue fácil entrar en el jardín por una de las infinitas brechas que
tenían las tapias. Ya estábamos dispuestos a escalar la ventana
cuando de entre un grupo de árboles salió una especie de enano
repugnante y deforme, que dio algunos saltos delante de nosotros y
luego se hundió en la oscuridad.
–¡Gran Dios! –murmuré–. ¿Ha visto?
Holmes se había sorprendido tanto como yo al principio, después
se echó a reír y me dijo al oído:
–¡Vaya una cara más deliciosa! Era el mono.
Entonces recordé a los favoritos del doctor. Tal vez la pantera
saltara dentro de un instante sobre nosotros. Y no me consideré
tranquilo hasta después de estar dentro del cuarto de la señorita
Stoner, con los pies descalzos y empuñando el revólver. Mi
compañero cerró silenciosamente las contraventanas, puso la
lámpara sobre la mesa y miró en torno suyo. Todo estaba tal como
lo habíamos dejado por la tarde. Luego, acercándose a mí y
haciendo portavoz con la mano, murmuró:
–El más leve ruido nos sería fatal.
Yo hice señal de asentimiento.
–Debemos apagar la luz, si no la vería por el agujero.
Hubo una pausa; luego continuó:
–No se duerma, porque le podría costar la vida. Tenga preparado el
revólver. Yo voy a sentarme sobre la cama. Hágalo usted en esa silla.
Hice lo que me aconsejaba y coloqué el revólver en un extremo de
la mesa, al alcance de la mano.
Holmes había traído un bastón, que puso también en la cama junto
a sí, en unión de una caja de cerillas y de un cabo de vela. Luego
apagó la lámpara y nos quedamos a oscuras.
Nunca olvidaré aquella noche. No se oía nada ni aun el murmullo
de una respiración. Sin embargo, allí, cerca de mí, en igual tensión
nerviosa que yo, un hombre acechaba con los ojos muy abiertos. Las
contraventanas no dejaban pasar el menor rayo de luz. La oscuridad
era completa. De cuando en cuando llegaba hasta nosotros el grito
de un ave nocturna y una vez sentimos rozar la ventana y alzarse un
largo maullido, señal de que la pantera andaba por el jardín. Allá
lejos el reloj de la parroquia daba las horas y los cuartos con un
campaneo melancólico. Sonaron las doce, la una, las dos, las tres;
nosotros permanecíamos inmóviles y silenciosos en espera de una
posibilidad.
De pronto, un rayo de luz atravesó el agujero, y se desvaneció en
seguida para dejar lugar a un fuerte olor a aceite y a metal
quemados. Indudablemente debían de haber encendido en la otra
habitación una linterna sorda. Luego se oyó un ligero ruido y volvió
el silencio, pero aumentó el olor. Durante media hora permanecí
inmóvil, ansioso, acechando. De pronto se oyó un nuevo ruido; pero
éste era dulce y acariciador como el de un escape de vapor. Al
mismo tiempo Holmes saltó del lecho, y encendiendo una cerilla
comenzó a dar fuertes bastonazos sobre el cordón de la campanilla.
–¿Lo ve, Watson? –gritó–. ¿Lo ve?
Yo no veía absolutamente nada. Al encender Holmes la cerilla oí un
silbido sordo; pero la brusca transición de la oscuridad a la luz
impedía a mis ojos cansados ver la cosa sobre la cual golpeaba tan
cerca mi amigo. Sin embargo, distinguí su rostro contraído y
densamente pálido.
De súbito cesó de golpear y quedó mirando el agujero. Un instante
después estalló en el silencio de la noche el grito más horrible y
desgarrador que he oído en toda mi vida, para terminar en un
aullido sordo, arrancado por el dolor y la rabia hermanados. Este
grito debió atravesar las paredes, correr por el pueblo, estrellarse
contra la iglesia lejana, arrancar el sueño a los dormidos vecinos. Yo
sentí que la sangre se me helaba en las venas y quedé mirando
fijamente a Holmes. El me miraba de igual modo, y así estuvimos
largo rato sin decir palabra. Cesaron los aullidos. Volvió a reinar el
silencio.
–¿Qué ha pasado? –grité entonces.
–Todo ha concluido –respondió Holmes–. Después de todo, es la
mejor solución. Coja el revólver, vamos al cuarto del doctor.
Encendió la lámpara y salió él primero al pasillo. Llamó dos veces a
la puerta del doctor, sin obtener contestación. Entonces dio vuelta al
picaporte y entramos revólver en mano.
¡Horrible espectáculo! Una linterna sorda colocada sobre la mesa
alumbraba la entreabierta caja de caudales. Cerca de la mesa,
sentado en una silla, envuelto en una bata gris y calzando unas
babuchas turcas, estaba el doctor. Sobre las rodillas tenía el singular
látigo que ya conocíamos. Con la cabeza echada hacia atrás, clavaba
la mirada en el techo, y sobre su frente, estrechamente enrollada a
ella, se veía una cinta amarilla con manchas oscuras.
–¡La banda! ¡La banda moteada! –murmuró Holmes.
El doctor no hizo movimiento alguno. Yo di un paso hacia adelante.
En aquel momento se movió la cinta y avanzó en busca nuestra la
cabeza repugnante y triangular de una serpiente.
–¡Es una víbora! –gritó Holmes–. ¡La más venenosa de la India! El
doctor ha muerto diez segundos después de la mordedura. Ojo por
ojo diente por diente. Ahora, encerremos este animal, llevemos a la
señorita Stoner a otra casa y vamos a comunicar al juez lo que
ocurre.
Mientras hablaba había cogido de las piernas del cadáver el látigo
y, lanzando el nudo corredizo sobre el reptil, lo arrancó de la frente y
lo encerró en la caja de caudales.
De este modo murió el doctor Grimesby Roylott, de Stoke Moran.
Creo innecesario prolongar esta narración ya demasiado larga,
explicando cómo dimos la noticia a la señorita Stoner y cómo la
llevamos a la casa de su tía, la señora Honoria Wertfail, en el primer
tren. La información oficial demostró que el doctor había muerto
jugando imprudentemente con un reptil peligroso. Al día siguiente,
ya en nuestra casa de Londres, Holmes me dijo:
–Confieso, querido Watson, que mis primeras suposiciones eran
completamente erróneas, lo cual demuestra lo difícil que es acertar
no teniendo datos suficientes para el juicio definitivo. La
permanencia de los gitanos en el jardín, la palabra banda, empleada
por la hermana de la señorita Stoner como explicación de lo que vio,
confusamente, a la luz de la cerilla fueron motivos suficientes para
empujarme por una pista completamente falsa. Mi único mérito
consiste en haber cambiado de táctica en cuanto vi que el peligro
que amenazaba al ocupante de aquel cuarto no podía entrar por la
ventana ni por la puerta. Ya le dije que lo que más me llamó la
atención fue el agujero y el cordón de la campanilla, ambas cosas
completamente inútiles. En seguida comprendí que el cordón serviría
como descenso para algo que entrase por el agujero.
”Después pensé en una serpiente, y el hecho de haber estado el
doctor en la India vino a ratificarme en mi idea. Era muy lógico que
a un hombre de las condiciones de Roylott se le ocurriera pensar en
un veneno imposible de descubrir por los más poderosos
experimentos químicos.
”La rapidez con que este veneno se transmite era otra de sus
indiscutibles ventajas. Ya recordará usted que ni el juez ni los
médicos hallaron el menor indicio sobre el cuerpo de la señorita
Stoner. También recordará el silbido, con el cual, y por medio de la
leche que descubrimos en el cuarto del doctor, éste debió
acostumbrar a la serpiente a acudir a él antes de que la víctima
pudiera sorprender la causa de su muerte.
”Hacía pasar el reptil por el agujero y la serpiente descendía,
naturalmente, por el cordón. Tal vez pasaron muchas noches antes
de que mordiese a la muchacha, pero el procedimiento era infalible.
”Examinando la alcoba del doctor, adquirí el convencimiento de
todas estas suposiciones. La silla me probó que Roylott se subía
frecuentemente encima para alcanzar el agujero. La caja, el platillo
de leche y el látigo de nudo corredizo desvanecieron mis últimas
dudas. El golpe metálico oído por la señorita Stoner debió ser
producido al cerrar apresuradamente la caja de caudales...
”Y nada más, querido Watson. Ya sabe el resto, y cómo al oír el
silbido encendí la luz y empecé a golpear la serpiente”.
–Dando lugar con ello a que se volviera por donde había venido.
–Y también a que atacara a su amo. Como algunos de mis golpes le
acertaron, se encolerizó, hasta el punto de arrojarse sobre la
primera persona con que tropezó su vista. Ya sé que indirectamente
he causado la muerte del doctor Roylott, pero hablando
francamente, no me importa, ni siento grandes remordimientos por
ello.
1 El que escribe esta historia –así como las que seguirán– es John Watson, ex médico mayor del ejército
inglés. Watson conoció a Sherlock Holmes a su regreso de la India, cuando aún era soltero. Ambos
alquilaron juntos un departamento en Londres, donde se inició una amistad que duraría la vida entera. (N.
del E.)
Los Cunninghams
1
Aquella primavera trabajó Sherlock Holmes como nunca. De tal
cantidad fueron las aventuras y sucesos en los que intervino y con
tal entusiasmo lo hizo que, rendido aquel cuerpo que parecía
incansable, hubo el espíritu de resignarse a una larga temporada de
inacción y de reposo.
Yo bien quisiera relatar cuanto antes sus triunfos de entonces, pero
algunos de ellos –los de la Compañía de Holanda y Sumatra y de los
fantásticos proyectos e invenciones del barón Maupertins, por
ejemplo– son de fecha tan próxima, que, con gran dolor de mi
ánimo, he de dejarlos para mejor ocasión, y tal vez con eso gane la
narración de los hechos, porque a mayor distancia se abarca más
terreno y mejor y con más libertad de criterio se juzga.
Sin embargo, también de aquella época es su descubrimiento del
crimen de Reigate, en unas condiciones realmente extraordinarias, y
gracias a un recurso que su situación en aquellos momentos le
permitió emplear victoriosamente.
***
Según mis notas, amigo lector, el día 14 de abril de aquel año recibí
un telegrama fechado en Lyon, en que me decían que Holmes se
hallaba enfermo en el Hotel Dulong. Veinticuatro horas más tarde
estaba a la cabecera de su lecho y pude convencerme de que,
afortunadamente, no era grave su indisposición. No obstante, debía
cuidarse mucho, pues un trabajo excesivo de quince y a veces veinte
horas diarias lo había perjudicado no poco. Y se dio el peregrino
caso que, mientras su nombre corría de boca en boca por toda
Europa y la mesa de su cuarto se llenaba de telegramas y cartas
felicitándole entusiastamente, el héroe yacía en un estado de
postración tan grande, que hasta el hablar le resultaba un fatigoso
empeño. La conciencia de su triunfo, la satisfacción de haber
vencido donde fueron derrotados los más hábiles policías de tres
naciones, no eran suficientes para levantar su decaído ánimo ni
volverlo a su antigua resistencia.
Nunca trabajé como en aquella ocasión; pero nunca también fue
tan completo y redondo mi éxito como doctor. Tres días después de
mi llegada a Lyon salíamos para Londres, y veinticuatro horas más
tarde estábamos en nuestro cuarto de Baker Street, como en los
antiguos días.
Holmes estaba casi restablecido; pero, no obstante, yo creí
necesaria una corta temporada en el campo para que el aire puro y
la paz completasen la obra de la ciencia. Entonces, me acordé del
coronel Hayter.
Este bizarro militar, a quien yo le salvé la vida en el Afganistán,
había comprado una casa de campo en el Surrey, cerca de Reigate, y
constantemente me escribía cartas y más cartas rogándome que
fuera a pasar con él una temporada. En la última que recibí me
pedía que hiciera extensiva la invitación a mi amigo, a quien
admiraba y deseaba conocer hacía mucho tiempo.
No poco trabajo me costó convencer a Holmes; pero por fin, y ante
la seguridad de que íbamos a casa de un soltero y de que gozaría de
una libertad omnímoda, aceptó.
Así, pues, apenas hacía una semana que habíamos vuelto de Lyon,
cuando ya estábamos bajo el techo del coronel. Hayter era el tipo
perfecto del antiguo militar. Era francote y sencillo, tenía una gran
experiencia de los hombres y de las cosas, y desde el primer
momento Holmes y él simpatizaron muchísimo.
La tarde del día en que llegamos nos dirigimos después de comer a
un salón amplio y bien alhajado, donde el coronel coleccionaba en
grandes panoplias infinidad de armas. Holmes se tumbó en un
diván, y Hayter y yo nos dedicamos a revisar la bélica colección.
–Tome, Watson –me dijo el coronel de pronto–. Aparte esa pistola,
porque me la voy a llevar a mi cuarto.
–¿Para qué?
–Para que no me encuentre desprevenido si me ocurre lo que la
otra noche al viejo Acton, uno de los más ricos propietarios del
condado.
–¿Y qué le pasó?
–Pues nada, que a medianoche asaltaron su casa y le robaron...,
aunque no mucho, afortunadamente.
–Pero, ¿y los autores?
–No se sabe. Por más pesquisas que se han hecho, no se los ha
podido encontrar.
Holmes se incorporó, y mirando fijamente al coronel, dijo:
–¿Y no se sospecha de nadie?
El coronel se encogió de hombros.
–No. Ha sido uno de tantos robos que se cometen frecuentemente
en el campo. No merece la pena que un hombre como usted se
ocupe de ello.
Aunque Holmes pretendió disimularlo, yo comprendí que no le
había sabido mal la adulación.
–Pero siempre habrá algún detalle interesante, ¿no?
–Me parece que no. Los ladrones entraron a la biblioteca, lo
revolvieron todo, descerrajaron los cajones, los armarios, y, por
último, no se llevaron más que un tomo incompleto de Homero, de
Pope, dos candelabros de plata, un abrecartas de marfil, un
barómetro de pared y un ovillo de bramante.
–¡Pues vaya una amalgama! –exclamé.
–Seguramente cogieron lo primero que encontraron.
Holmes sonrió.
–Es fácil; pero en ese robo tan heterogéneo hay algo que...
–¡Cuidado Holmes! –interrumpí–. Ya sabe lo convenido. Aquí ha
venido a descansar, nada más que a descansar. ¡No faltaría otra cosa
sino que ahora se metiera en otra aventura!
Holmes se echó a reír, y mirando al coronel con aire de cómica
resignación, empezó a hablar del tiempo. Al poco rato la
conversación seguía por cauces menos escabrosos.
2
Sin embargo, de todas mis precauciones, a la mañana siguiente
volvió a surgir delante de nosotros el tema de la noche pasada. Y
esta vez fue irresistible. Estaba escrito que Holmes no diese paz a la
mano ni tregua al cerebro.
Habíamos terminado el desayuno y estábamos sentados todavía a
la mesa, cuando el ayuda de cámara del coronel, sin cuidarse para
nada del respeto que debía a su amo, entró como un torbellino en el
comedor, diciendo a grandes voces:
–¿Sabe lo que pasa, señor? A los Cunninghams...
–¿Qué? ¿Otro robo? –exclamó el coronel levantándose
bruscamente.
–Peor. ¡Un asesinato!
–¡Canastos! ¿Y a quién han muerto? ¿Al juez o a su hijo?
–A ninguno de los dos. La víctima ha sido William, el cochero.
Murió sin decir Jesús.
–¿Y no se sabe quién es el asesino?
–Todavía no; pero se cree que haya sido el que robó en casa del
señor Acton. Ha desaparecido, sin dejar ninguna huella tras sí.
Según parece, fue sorprendido por el cochero, lucharon ambos, y
William murió defendiendo la casa de sus señores.
–¿Y a qué hora fue?
–A eso de medianoche.
El coronel había recobrado su sangre fría.
–Bien, bien; puede retirarse, John. Iremos inmediatamente a visitar
a los señores Cunninghams. ¡Pobre señor! –continuó cuando
desapareció el ayuda de cámara–. Habrá sentido la muerte de su
cochero, porque llevaba muchos años en la casa y lo querían como a
un hijo. Indudablemente, los asesinos deben ser los que robaron en
casa de Acton.
–¿Cuáles? –preguntó Holmes con aspecto meditabundo–. ¿Los que
se llevaron el ovillo de bramante, el barómetro y las otras cosas de
escaso valor?
–Sí...
–No sé..., no sé... A veces los asuntos que parecen más sencillos a
primera vista, suelen ser luego los más complicados. Además, no es
lógico que unos mismos bandidos se limiten a cometer fechorías en
un círculo tan reducido.
–Sin embargo, ya ve usted...
–Sí, sí, ya veo. Confieso que anoche, cuando lo vi apartar el
revólver por temor de lo que pudiera ocurrir, no pude menos que
sonreírme, pensando que era extemporánea la precaución. Los
acontecimientos han venido a demostrarme lo contrario.
–Para mí –repuso el coronel–, el asesino debe ser de esta comarca.
Así se explica que haya elegido las casas de Acton y de los
Cunninghams.
–¿Son las más ricas?
–Lo serían si no estuvieran metidas en un pleito que las va
arruinando poco a poco.
–¿Un pleito?
–Sí; el viejo Acton cree tener derecho a cierta parte de los dominios
de los Cunninghams y les puso pleito... Luego, ya sabe usted lo que
es la gente de curia... Embrollan todos los asuntos para prolongarlos
y sacarles más producto.
Holmes parecía haber perdido toda curiosidad por el suceso.
–Pues si efectivamente el asesino es un poblador de la comarca, no
creo que cueste mucho trabajo cogerle –murmuró bostezando–. Voy
a seguir sus consejos, amigo Watson, y a no preocuparme más de
semejante vulgaridad.
–El señor inspector Forrester desea hablar con el señor –anunció el
ayuda de cámara, abriendo la puerta antes de que yo tuviera tiempo
de contestar a Holmes.
Entró Forrester. Era un hombre joven y elegante, de rostro
inteligente y palabra fácil.
–Buenos días, coronel –dijo–. Siento mucho molestarlo, pero
hemos sabido que tenía de huésped al señor Sherlock Holmes, y...
El coronel, sin dejarlo continuar, señaló con la mano a mi amigo. El
inspector se inclinó ceremoniosamente.
–¿Tendría la bondad de ayudarnos, señor Holmes?
Holmes se echó a reír.
–Ya lo ve, Watson. El destino está en contra suya. Precisamente,
señor inspector, cuando usted entró estábamos hablando del asunto.
¿Quiere tener la bondad de sentarse y explicarme todo lo que sepa?
Y mi amigo se tendió cómodamente en el diván y cerró los ojos,
según costumbre suya en parecidos casos. Yo hundí rabiosamente
las manos en los bolsillos y tuve que contenerme para no decir
alguna barbaridad.
–Así como en el asunto Acton –empezó el inspector– no había nada
de particular, aquí sucede todo lo contrario. Indudablemente, el
ladrón de la otra noche es el asesino de ésta. Se le ha visto,
además.
–¡Ah!
–Sí; pero fue después de haber disparado sobre el pobre William
Kirwan. El señor Cunningham lo vio desde la ventana de su cuarto y
su hijo también desde la puerta trasera. Serían las doce menos
cuarto cuando se oyó la voz del cochero pidiendo socorro. El señor
Cunningham se acababa de acostar y su hijo Alec paseaba por la
habitación fumando. Al oír el grito, Alec echó a correr escaleras
abajo, y antes de llegar a la puerta trasera, que estaba abierta, vio a
dos hombres luchando en el jardín. Uno de ellos hizo fuego, el otro
cayó de espaldas y el asesino desapareció en la oscuridad de la
noche, gracias a que el joven Cunningham se cuidó más de prestar
auxilio al moribundo que de perseguir al asesino.
–¿Y no dijo nada ese William antes de morir que nos sirva de
indicio para...?
–Nada, en absoluto. Vivía con su madre en un pequeño pabellón, y
suponemos que, siendo como era, un fiel servidor, salió a dar una
vuelta por el jardín, intranquilo por lo que había pasado en casa de
Acton. Seguramente, sorprendió al ladrón en el momento en que
forzaba la cerradura y cayó sobre él.
–¿Le dijo algo a su madre al salir del pabellón?
–No lo sé. Se trata de una mujer muy vieja y sorda como una tapia.
Además, le ha causado tal impresión la muerte de su hijo, que se ha
quedado medio idiota; así es que no hemos podido conseguir nada
de ella. Sin embargo, tenemos un indicio que considero de gran
importancia. Mire.
El inspector sacó de la cartera un pedazo de papel muy arrugado, y
poniéndoselo encima de la rodilla, continuó:
–Lo hemos hallado en la mano izquierda de la víctima. Como ve,
este pedazo debía formar parte de una hoja de papel bastante
grande. Indudablemente, debió ser rota en la lucha; pero aún
podemos ver aquí escrita una hora, que es precisamente la del
crimen. Esto parece indicar, por lo tanto, que existía una cita.
Holmes cogió el pedazo de papel y empezó a examinarlo.
–Suponiendo, pues, que existiera una cita, efectivamente –continuó
el inspector–, hay que creer que la reputación de hombre honrado
que tenía William Kirwan era falsa y que sirvió de cómplice a su
asesino. De ser esto cierto, el asunto se aclaraba algo y la muerte no
era más que una de tantas, digno remate de una disputa entre
compañeros.
–¿Sabe que es interesante este papel? –exclamó Holmes, como si
no hubiera oído las últimas palabras del inspector–. Veo que el
asunto se complica cada vez más.
Y mientras el inspector lo miraba con aspecto triunfante, gozoso de
trabajar en compañía del policía más célebre del mundo, Holmes
dejó caer la cabeza y permaneció pensativo durante largo rato.
–Tal vez tenga usted razón –dijo al fin–, suponiendo que exista
cierta connivencia entre el cochero y su asesino. Pero esta carta,
esta carta...
Y volvió a dejar caer la cabeza entre las manos y a entregarse a
sus reflexiones. Cuando al cabo de unos minutos se levantó, tuve
que reprimir una exclamación de asombro al ver en su rostro la
animación de los días pretéritos y en su cuerpo la agilidad y la
energía que mostraba en los momentos de lucha con el misterio.
–Si quiere que lo ayude, señor inspector, necesito ver el sitio donde
ha tenido lugar el crimen. Así es que, si el coronel no tiene
inconveniente, va usted a ser tan amable que me dirija a la casa de
los Cunninghams. Usted, Watson, puede quedarse haciendo
compañía al coronel, y dentro de media hora, a más tardar, volveré a
contarles lo que haya.
3
Pero quien volvió al cabo de dos horas fue el inspector, que, con
aire preocupado, nos dijo:
–El señor Holmes quedó tendido boca abajo sobre el césped, y les
ruega que tengan la bondad de seguirme.
–¿Adónde?
–A casa de los Cunninghams.
–¿Para qué?
El inspector se encogió de hombros.
–Lo ignoro. Aquí, entre nosotros, me parece que el señor Holmes
no está curado todavía. Hace unas cosas tan raras...
–No le extrañe eso –contesté–. Yo lo conozco hace mucho tiempo,
y sé que precisamente cuando más inexplicables parecen sus actos,
por mejor camino van.
–Puesto que usted lo dice... –murmuró el inspector–. Sin embargo,
yo sigo creyendo que algunas cosas son completamente inútiles. En
fin. ¡Allá él!
–Bueno –dije, algo molesto por las palabras del inspector–. ¿Vamos
coronel?
–Vamos allá.
Cuando llegamos al jardín de los Cunninghams nos encontramos
con Holmes de pie, con las manos en los bolsillos y la vista clavada
en el suelo. Al sentir nuestros pasos, levantó la cabeza y exclamó,
alegremente:
–¡Hola, señores! Esto se complica, se complica. Nunca bendeciré
bastante, amigo Watson, el que me haya traído a pasar una
temporada aquí. He pasado una mañana deliciosa.
–¿Qué? ¿Ha examinado usted el teatro del crimen? –preguntó el
coronel.
–¡Ya lo creo! El inspector y yo hemos hecho un pequeño
reconocimiento.
–¿Con éxito?
–¡Qué sé yo! Por de pronto, hemos descubierto cosas muy
interesantes, ¿verdad, amigo? Vamos andando y se las contaré. Lo
primero que hemos hecho, ya comprenderán que ha sido ver el
cadáver.
–¿Y qué?
–Nada; que ha muerto de un tiro, efectivamente.
–¡Ah! ¿Pero lo dudaba usted?
–Se debe dudar de todo hasta que se tenga una prueba
indiscutible. Luego hemos celebrado una interviú con el señor
Cunningham y su hijo, y nos han enseñado el sitio exacto de la verja
por donde huyó el criminal. Esto era muy importante.
–¡Claro!
–Después hemos ido a ver a la madre del muerto; pero no hemos
conseguido nada, porque además de su ancianidad, está trastornada
por el suceso.
–De modo que...
–Mi opinión es que se trata de un asunto muy oscuro, aunque tal
vez la visita que vamos a hacer ahora lo aclare un poco. Me parece,
señor inspector, que respecto del pedazo de papel opinamos lo
mismo, ¿verdad?
–Sí... Yo creo que eso puede ser un indicio.
–Lo es, señor inspector, lo es. Yo creo que la salida de William
Kirwan se debió a esta carta, y más que nada, a su amistad o
conocimiento con el autor de ella. Ahora bien, aquí no hay más que
un pedazo, ¿dónde está el otro?
–No sé –contestó el inspector–; infructuosamente lo he buscado
por todas partes.
–Para mí resulta indudable que esta carta pretendieron arrebatarla
de las manos de la víctima, sin conseguir más que la mitad. Luego,
esta carta comprometía, seguramente, al asesino. ¿Qué habrá hecho
con el otro pedazo? ¡Quién sabe! Tal vez lo haya guardado en el
bolsillo; quizá lo haya roto en mil pedazos. En cuanto detengamos al
criminal...
–Sí –interrumpió el inspector–; pero es preciso detenerlo.
–Todo se andará, amigo, todo se andará. Hay, además, otro punto
oscuro en este asunto, y es el siguiente: Esta carta ha sido dirigida a
William, pero no resulta lógico que la llevara en persona el propio
autor de ella, porque entonces era inútil comprometerse por escrito.
¿Quién ha llevado, pues, la carta? ¿Habrá sido cursada por correo?
–Según las diligencias practicadas por mí –dijo pomposamente el
inspector–, esa carta la recibió ayer William en el correo de la tarde.
–¡Bravo! –exclamó Holmes, dándole al inspector una amistosa
palmada en el hombro–. Así da gusto trabajar. Pero ya estamos
junto a la casa. Si tiene la bondad de seguirme, coronel, le enseñaré
el lugar del suceso.
Pasamos por delante del pabellón donde había vivido la víctima,
seguimos por una calle ancha sombreada por las ramas de añosos
robles, y llegamos a un edificio severo y antiguo, del tiempo de la
reina Ana. En vez de entrar por la puerta principal, dimos la vuelta y
llegamos a una puertecilla en cuyo umbral había un agente de
policía.
–Abra –le dijo Holmes; y luego, volviéndose hacia nosotros,
continuó–: Ahí, en esta escalera, estaba el joven Cunningham
cuando vio luchar a los dos hombres en este mismo sitio en que
estamos ahora. El padre estaba en aquella ventana, la segunda de la
izquierda, y tanto uno como otro aseguran que el asesino siguió esa
dirección, saltando por encima de ese matorral. Según parece, el
joven Alec no se cuidó de perseguirlo, limitándose a arrodillarse
junto al moribundo. Desgraciadamente, el terreno estaba muy seco
y no he podido descubrir ninguna huella.
Aún no había terminado de hablar Sherlock Holmes, cuando
llegaron hasta nosotros dos hombres. Uno de ellos era ya de cierta
edad, y en su rostro, de rasgos enérgicos y rudos, se adivinaba
cierta indefinible tristeza. El otro era un mozo de ademanes sueltos y
decididos, y la expresión jubilosa del rostro, así como el traje,
afectadamente claro y chillón, contrastaban de un modo extraño con
el drama que había hecho su nido la noche anterior en aquella casa.
–¿Qué? ¿No lo ha encontrado todavía? –exclamó este último en
cuanto estuvo cerca de nosotros–. Yo me imaginaba que la policía
de Londres era mucho más lista que la provinciana, pero veo que no
es así.
–Hay que tener un poco de paciencia, señor Cunningham –contestó
Holmes, tranquilamente.
–Ya, ya; pero el caso es que hasta ahora no hay ningún indicio.
–Sí que lo hay –contestó el inspector bruscamente–. Si logramos
saber dón... ¡Gran Dios! Señor Holmes, ¿qué le pasa?
Todos volvimos la cabeza asustados. El rostro de mi amigo había
cambiado violentamente de expresión. Giró los ojos casi fuera de las
órbitas, se llevó a la garganta los dedos, engarabitados por el
sufrimiento, y lanzando un gemido ronco y angustioso, cayó de
bruces contra el suelo.
Dolorosamente conmovidos por un ataque tan súbito como
inesperado, nos precipitamos en su socorro, y entre cuatro lo
llevamos a la alcoba y lo sentamos en una silla, donde permaneció
largo rato, sacudido el cuerpo por violentos estremecimientos y
fatigosa respiración. Por fin, se levantó, y después de disculparse de
lo que él llamaba su debilidad, me dijo:
–Ya veo, amigo Watson, que tenía usted razón cuando me
aconsejaba reposo. ¡Estos malditos nervios!...
–¿Quiere que mande enganchar el coche? –preguntó
afectuosamente Cunningham padre.
–No, muchas gracias. Ya que estoy aquí, no quisiera marcharme sin
dilucidar un punto importantísimo.
–¿Y es?
–A mí me parece que el pobre William debió llegar después que
entró el asesino en la casa. Sin embargo, si no recuerdo mal, me
parece haber oído decir a usted todo lo contrario, a pesar de haber
sido forzada por completo la cerradura, ¿no es así?
–Así es, en efecto –contestó gravemente Cunningham–; porque, de
lo contrario, mi hijo, que no se había acostado aún, hubiera oído el
menor rumor...
–¿No se había acostado usted aún? –dijo Holmes, mirando
fijamente a Alec.
–No; estaba fumando en mi cuarto.
–¿Cuál es su ventana?
–Aquélla, la última de la izquierda.
–¿Al lado de la de su padre?
–Justamente.
–Supongo que los dos tendrían luz encendida.
–¡Claro!
–Nada, lo dicho –prosiguió Holmes sonriendo–. Cada vez me
parece más extraño lo ocurrido. Se necesita ser un hombre muy
bruto o muy audaz para entrar rompiendo puertas en una casa
donde hay dos ventanas iluminadas.
–Eso creo yo –murmuró el viejo.
–¡Toma! –repuso el joven, encogiéndose de hombros–. Pues si se
tratara de un caso sencillísimo, maldita la falta que nos hacía su
ayuda. De todos modos, me parece un poco aventurada la
afirmación de que el bandido estaba ya dentro de la casa cuando lo
sorprendió William. ¿Cómo imaginar tal cosa estando como estaba
todo en su sitio y sin faltar ningún objeto?
–Eso depende del valor de los objetos que encontrara a su paso el
criminal. Ya recordarán ustedes que este individuo no parece un
ladrón vulgar. Éste parece obrar con un fin desconocido y misterioso.
No habrán olvidado, seguramente, lo que robó en casa de Acton: un
ovillo de bramante, un abrecartas y no sé qué otras pequeñeces.
–Me parece –observó el viejo– que estamos perdiendo el tiempo en
inútiles disquisiciones. Una vez que hemos puesto el asunto en sus
manos, a usted y al inspector les toca mandar y obrar, sin que
nosotros entorpezcamos sus tareas.
–Celebro mucho oírle hablar así, y para que todo quede ultimado,
me parece que sería conveniente fijar ahora mismo la recompensa
que piensa dar a la policía. Si le parece bien, puede firmar aquí, en
este papel donde he escrito el borrador. He puesto cincuenta libras
esterlinas. ¿Le parece mucho?
–Nada de eso. Daría con gusto quinientas con tal de... –dijo el juez,
cogiendo el papel y el lápiz que le tendía Holmes.
Luego, leyendo rápidamente, exclamó:
–Pero esto no resulta muy exacto ni correcto que digamos...
–Tal vez... Como lo he escrito algo de prisa...
–¡Y tanto! Aquí empieza usted diciendo: “Habiéndose cometido el
martes, a las doce menos cuarto de la noche, aproximadamente...”
No fue aproximadamente, sino a las doce menos cuarto en punto.
Confieso que esta ligereza de Holmes me disgustó un poco,
comprendiendo lo molesto que debía estar viéndose cogido en una
inexactitud, él que era la precisión personificada. El ataque de hacía
un momento, esta reciente torpeza, todo parecía indicar que mi
amigo se resentía de su enfermedad y que no había recobrado aún
su claridad de criterio y su presteza de observación.
Hubo un silencio embarazoso, mientras el juez corregía el borrador.
El inspector fruncía las cejas, Alec soltó una carcajada y el coronel y
yo nos miramos consternados.
–Tome –dijo Cunningham padre, entregándole a Holmes el papel–;
ya puede mandarlo a la imprenta.
Holmes guardó cuidadosamente el documento en la cartera, y
abrochándose la americana, repuso:
–Ahora, si les parece, sería conveniente que diéramos una vuelta
por la casa, a ver si el criminal se ha llevado algo que no echaron
ustedes de menos en los primeros momentos.
Antes de entrar, mi amigo examinó nuevamente la cerradura
forzada. El asesino debió emplear una ganzúa o un cuchillo de
grandes dimensiones. En la madera no se notaba el menor rasguño.
–¿No tienen barra en las ventanas? –dijo de pronto, volviéndose
hacia los Cunninghams.
–No, no las creíamos necesarias.
–¿Y perro?
–Perro, sí; pero está siempre encadenado en la otra parte del
jardín.
–¿A qué hora se despidieron para acostarse los criados?
–A eso de las diez.
–¿Y William?
–También.
–Entonces no se explica que estuviera de pie a... Vamos adentro.
Subimos la escalera y llegamos al descansillo del primer piso.
Luego nos internamos en un ancho corredor, al cual daban las
puertas del salón y de algunas otras habitaciones, entre ellas las de
las alcobas de los dos Cunninghams. Yo no le quitaba ojo a Holmes,
y comprendía, por la expresión del rostro, que había encontrado por
fin una pista. ¿Cuál? Por más esfuerzos imaginativos que hacía, no
lograba dar con ella.
–¿Cuáles son los cuartos de ustedes? –preguntó, deteniéndose y
mirando a Cunningham padre.
–Esos dos. Este primero es el mío, aquél el de mi hijo. Pero me
parece, señor Holmes –continuó con tono de impaciencia–, que
estamos perdiendo un tiempo precioso. ¿Cómo demonios iba a
entrar nadie aquí sin que nos percatáramos de ello?
–En realidad –observó el joven, sonriendo irónicamente–, el señor
Holmes me parece que va un poco descaminado.
–¿En qué quedamos, señores? ¿No han dicho antes que me
dejarían obrar a mi gusto? Tengan un poco de paciencia.
Luego, empujando la puerta, continuó:
–¿De modo que ésta es la alcoba de su hijo?
Y entró seguido de nosotros.
–¡Vaya! Esa habitación debe ser el tocador, ¿verdad? ¿Adónde da
esa ventana?
Entrando en el segundo cuarto, salió después de echar una rápida
mirada en torno suyo.
–Vaya, me parece que ahora ya estará contento –murmuró con
huraño acento el juez.
–Algo, algo lo estoy... Ahora me falta ver su cuarto..., si no tiene
inconveniente.
–¿Yo? Ninguno.
Y abriendo la puerta de su habitación, pasó el juez primero que
todos. Era una pieza sencillamente amueblada y sin ningún detalle
que revelara nada fuera de lo vulgar y corriente.
Holmes, cogiéndome del brazo, procuró que nos quedáramos los
últimos. De pronto, y como sin fijarse, le dio un empujón a una
mesita que había a la cabecera de la cama con un plato de naranjas
y una jarra llena de agua. Se rompió la jarra en mil pedazos y las
doradas frutas rodaron por el suelo.
–¡Qué torpeza, Watson! –me dijo con acento incomodado–.
Menudo estropicio acaba de hacer.
Rojo de vergüenza, me incliné para levantar la mesa y recoger las
naranjas, comprendiendo que cuando mi amigo me reñía tan
injustamente debía tener sus razones para obrar así. Los demás se
inclinaron también para ayudarme. Cuando levantamos la cabeza, el
inspector lanzó un grito de estupor.
–¡Calla! ¿Dónde está ese hombre?
Efectivamente, Holmes había desaparecido.
El joven Cunningham frunció el entrecejo.
–Me parece que ese individuo está algo chiflado. Venga conmigo,
padre, y vamos a ver dónde se ha metido. ¿Quieren tener la bondad
de esperarnos un momento?
Y sin esperar nuestra contestación, salieron padre e hijo
precipitadamente, dejándonos al coronel, al inspector y a mí con un
palmo de narices.
–Pues yo, señores –exclamó el inspector–, confieso que soy de la
misma opinión que el señor Alec... Me parece que el señor Holmes
tiene más de...
No tuvo tiempo de acabar. Hasta nosotros llegó la voz de mi amigo
que gritaba: “¡Socorro!”, con todas sus fuerzas. Loco de angustia me
precipité fuera de la habitación. Los gritos, que se habían cambiado
en aullidos roncos e inarticulados, venían del cuarto de Alec. La
puerta estaba abierta, y al entrar en el tocador del joven, vi a
Holmes tendido en el suelo y a los dos Cunninghams echados sobre
él. Mientras el hijo le apretaba la garganta, el viejo lo sujetaba con
los puños.
Entre el coronel, el inspector y yo libertamos, prontamente, a mi
amigo, y éste se levantó pálido, tembloroso, sin voz.
Hubo un momento de silencio en que todos nos miramos y en que
sólo se oía la anhelosa respiración de Holmes.
Por fin mi amigo recobró el habla, y señalando a los dos
Cunninghams, exclamó:
–Detenga ahora mismo a esos hombres, inspector.
–¿Que los detenga? ¿Por qué?
–Porque son los asesinos de su cochero William Kirwan.
El inspector estaba asombrado y sin saber qué hacer.
–¡Por Dios, señor Holmes! ¡Esto es demasiado!
–¿Demasiado? ¡Mírelos!
Efectivamente. No recuerdo haber visto nunca tan clara la huella de
un crimen en el rostro humano como en las faces de aquellos dos
hombres. El padre estaba como petrificado, y en sus rasgos se leía
una crueldad extrema. Del rostro del hijo había huido la sonrisa
burlona de antes y contraía la boca con un gesto de rabia y cinismo,
mientras que los ojos chispeaban de odio.
El inspector se asomó al pasillo y dio un silbido. Dos agentes de
policía entraron en la habitación.
–Dispénseme, señor Cunningham –balbuceó el asombrado
inspector–; no tengo más remedio que obedecer, a pesar de mi
convencimiento de que se trata de un error y que... ¡Demonio!
Y dio una manotada en el brazo de Alec. Un revólver cayó en el
suelo, Holmes le puso el pie encima.
–¿Lo está viendo, inspector? Ahora mire la otra prueba –continuó,
agitando un pedazo de papel en el aire.
–¿Qué es eso? –exclamamos los tres a un tiempo.
–El resto de la carta.
–¿Dónde estaba?
–Donde yo esperaba encontrarlo. Dentro de un rato tendré el gusto
de explicárselo todo a ustedes. Ahora, coronel, tenga la bondad de
dejarnos solos al inspector y a mí con los criminales. Puede
esperarme con Watson en su casa. Antes de una hora nos
reuniremos y como les he prometido, lo explicaré todo.
4
No había transcurrido la hora señalada, cuando Holmes apareció en
el salón del coronel Hayter, acompañado de un viejecillo simpaticón
y de mirada asustadiza.
–Me he permitido, señores, rogar al señor Acton que me
acompañara para que oyese la explicación de lo ocurrido, porque
nadie como él podía tener más interés en saberlo. Lo que siento,
coronel, es que haya invitado a pasar unos días en su casa a un
aguafiestas como yo.
–Al contrario –protestó vivamente Hayter–; no sabe la satisfacción
tan grande que ha sido para mí el conocerlo y verlo trabajar. Le juro
que, por mucho que yo me imaginaba de su talento, nunca pude
acertar con la realidad. Por más vueltas que le he dado, no puedo
comprender cómo ha descubierto usted a los autores del crimen.
–Ya comprenderá y hasta lo encontrará muy sencillo y casi infantil
cuando se lo explique. ¿Verdad, Watson? Figúrese que...
–Pero, siéntese, Holmes; está muy pálido –observé.
–Sí, realmente estoy algo débil. No es para menos, después de la
lucha titánica que sostuve en el tocador. Si tardan un poco más, allí
acabo mis días. Con su permiso, coronel, voy a echarme una copa
de este rico aguardiente.
–¡No faltaba más! ¿Y los nervios? Menudo susto nos dio usted con
el ataque de antes.
Sherlock Holmes soltó la carcajada. El coronel y yo nos miramos
estupefactos.
–Ya hablaremos de eso, señores –dijo alegremente mi amigo
después de beber la segunda copa de aguardiente–. Las cosas hay
que ir diciéndolas por orden, y así lo voy a hacer, advirtiéndoles
antes que si hay algo oscuro o incomprensible en mi relato me
interrumpan, para que lo explique mejor.
Hizo una pausa como para excitar nuestra atención –lo cual, por
otra parte, no era necesario–, y continuó:
–Todo buen policía, lo primero que debe aprender, como
conocimiento indispensable e importantísimo, es distinguir en
cualquier asunto los detalles accesorios de los principales. De lo
contrario, corre peligro de despistarse y malgastar su energía y
todas las demás condiciones buenas que posea. En el caso actual,
yo comprendí desde el primer momento que la clave del misterio
estaba en el pedazo de papel que se encontró en la mano de la
víctima. Recordarán que, a ser verdad la declaración de Alec
Cunningham, el asaltante nocturno no podía ser el que arrancó el
papel, puesto que huyó antes de que cayera al suelo el cochero.
”Luego, de no ser el presunto asesino, nada más lógico que fuera
el propio Alec Cunningham, en el espacio de tiempo que estuvo solo
con el moribundo, antes de que llegaran su padre y los criados.
Como ven, ésta es una suposición muy razonable, a pesar de lo cual
no se le ocurrió al inspector. ¿Por qué? Porque tenía el prejuicio de la
elevada posición de los Cunninghams. Yo, por el contrario, siempre
que se trata de descubrir alguna cosa, me atengo exclusivamente a
los hechos, dejando aparte todo lo que sepa de las personas que
más o menos, directamente, hayan intervenido en el asunto. Así,
pues, lo primero que consideré como importante fue averiguar el
papel que hubiese jugado Alec Cunningham en este crimen.
”Por eso examiné tan cuidadosamente el trozo de papel, y el
examen me hizo ver que, efectivamente, no me había engañado
concediéndole una gran importancia. Aquí está. ¿Verdad que es algo
extraño?”
–Sí que lo es –dijo el coronel, mirándolo fijamente.
–Vamos a ver, ¿qué opina de él?
–Qué sé yo... Me parece muy raro el carácter de letra..., pero no
acierto a...
–¡Y tan raro! –exclamó Holmes–. Como que lo han escrito entre
dos personas, una palabra cada una. Para convencerse, no tienen
más que fijarse en lo enérgico que es el rasgo de la t en las palabras
“útil” y “tres”, así como lo inseguro que es en la palabra “cuarto”, por
ejemplo. Una vez hecha esta observación pueden asegurar, sin
temor de equivocarse, que las palabras “sabed” y “mucho” son de
una mano muy segura, mientras que las palabras “menos” y “cuarto”
son de otra un poco más débil.
–¡Caramba! –exclamó el coronel–. ¡Esto es sencillísimo! ¿Pero qué
motivo han podido tener dos hombres para escribir una carta de
este modo?
–Esto es tan sencillo como lo otro. Indudablemente, uno de los dos
individuos desconfiaba del otro, y quería que la responsabilidad, en
caso de que se descubriera el crimen, fuera de ambos. Ahora bien;
podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el instigador, el
verdadero criminal, es el que ha escrito las palabras “doce y cuarto”.
El coronel se quedó mirando a Holmes con la boca muy abierta.
–¿Cómo demonios lo sabe?
–Podríamos deducirlo de la firmeza de mano de uno comparada
con la inseguridad del otro; pero hay otras pruebas más
concluyentes. Por ejemplo: examinando más detalladamente el
papel veremos que el hombre resuelto escribió todas sus palabras
primero, dejando entre una y otra los huecos para que el otro los
llenara. Como ven, la palabra “menos” es de la misma letra que
“doce y cuarto”, y, además, está metida en un espacio muy pequeño
para ella, lo cual demuestra que el segundo que escribió no se fijó
en ese blanco y el primero tuvo que llenarlo después. Como ven, es
cuestión de lógica.
–¡Maravilloso! –exclamó el coronel.
–No, lógico; nada más que lógico. Pasemos ahora a otro punto.
Indudablemente, sabrán ustedes que hay cierta clase de hombres,
los grafólogos, que pueden averiguar exactamente la edad, el
temperamento y hasta el oficio de una persona con sólo examinar
algún escrito suyo. Sobre todo, respecto de la edad, en caso normal,
es infalible la adivinación. Y digo normal, porque en circunstancias
anormales, es decir, en caso de enfermedad o debilidad física, puede
aparecer como de viejo la mano de joven que trazara el escrito
objeto del examen.
”Ciñéndonos ahora al caso presente, y examinando el carácter de
letra resuelto y seguro del uno con el vacilante de las t sin tilde del
otro, podemos afirmar que uno de los dos hombres era joven, y
viejo, aunque no decrépito, el otro.
–¡Maravilloso! –volvió a exclamar el coronel, secundado esta vez
por el señor Acton.
–Además, existen entre los dos caracteres de letra cierta semejanza
de rasgos, que indican claramente que se trata de dos individuos de
la misma sangre. Fíjense, por ejemplo, en las e. En fin, y para no
cansarles más, después de mucho examinar este trozo de papel
formé una lista de veintitrés deducciones, que demostraban hasta la
saciedad que esta carta fue escrita por un padre y un hijo,
alternativamente. Entonces, y por medio de esta intuición que tanto
me ha valido en infinidad de ocasiones, me fijé en los Cunninghams.
”Una vez arraigada en mi mente esta sospecha, puse todos los
medios posibles para ver si podía transformarla en certeza. Examiné
cuidadosamente el lugar del suceso, y adquirí la seguridad de que
los Cunninghams habían mentido en todas sus afirmaciones.
”William Kirwan fue herido de un disparo de revólver, hecho a
cuatro metros de distancia, puesto que no había la menor señal de
pólvora sobre el traje, lo cual no hubiera podido menos de ocurrir al
haber sido hecho el disparo durante una lucha cuerpo a cuerpo,
según ha declarado el joven Cunningham.
”También estuvieron acordes el padre y el hijo, señalando el
camino que tomó el asesino al huir después de cometido el crimen.
Pero, precisamente en esa parte hay unas charcas, y en el terreno
cercano a ellas, y muy húmedo, por consiguiente, no había la menor
huella de pasos.
”Ya no me faltaba más que descubrir el móvil del crimen. Para eso
era preciso saber antes con qué objeto se hizo aquel robo tan
extraño e inútil en casa del señor Acton. Entonces recordé que el
coronel me había dicho que existía entre usted y los Cunninghams
un pleito por cuestión de terrenos, y en seguida comprendí que
debieron entrar en su despacho con intención de apoderarse de
algún documento importante”.
–Creo lo mismo que usted –interrumpió Acton–. Como yo tengo
derechos indiscutibles sobre la mitad de sus propiedades, si
hubiesen logrado coger uno solo de los papeles (afortunadamente
están guardados en la caja de caudales de mi abogado), mal me
hubiera visto yo para alegar esos derechos en el momento supremo.
–No sabe usted lo que me regocija oírlo hablar así –continuó
Holmes, sonriendo–. No habiendo encontrado lo que buscaban,
intentaron despistar a la policía simulando un robo vulgar, y para ello
cogieron lo primero que hallaron a mano, sin cuidarse de su
importancia. En esto hay que confesar que el proyecto audaz y bien
urdido por Alec flaqueó un poco. En vez de despistar, pondría sobre
la pista.
”Ya no me faltaba más que averiguar el porqué de la carta dirigida
a William, y para conseguirlo debía buscar el otro pedazo que
arrancaran de la mano del cochero. Para mí era Alec,
indudablemente, quien lo arrancó, el cual debió guardarlo en el
bolsillo de la bata. ¿Pero estaría todavía allí?
”Resolví arriesgarme un poco para cerciorarme de ello; entonces
fue cuando les rogué que vinieran todos a la casa del crimen.
”Recordarán que los Cunninghams nos recibieron en el jardín, cerca
de la puerta de la cocina. Se empezó a hablar del crimen, y yo
estaba sobre ascuas temiendo la menor alusión al trozo de papel
hallado en la mano del muerto, porque en ese caso los asesinos
procurarían destruirlo en seguida.
”Efectivamente, no habíamos hecho más que empezar a hablar,
cuando el inspector soltó las temidas palabras. Entonces, y para
interrumpirlo y dirigir por nuevos cauces la conversación, tuve el
gusto de ofrecerles el curioso espectáculo de un ataque nervioso”.
El coronel soltó una carcajada estentórea.
–¡Cómo! ¿Pero fue fingido aquello?... Pues lo felicito, amigo mío; es
usted un excelente actor. ¡Y pensar que nos llegó a preocupar
seriamente!...
–¡Pues yo también lo felicito en mi calidad de médico! –exclamé,
asombrado ante aquel hombre, cada vez más admirable y
prodigioso–. Le confieso que me ha engañado.
–Todo policía debía estudiar el arte de ser actor –contestó Holmes,
burlonamente–. Cuando se me pasó el ataque, y por medio de una
astucia, que me resultó infalible, conseguí que el viejo Cunningham
escribiera la palabra “cuarto”, para compararla con la otra “cuarto”
que se leía en el trozo de papel.
–¡Es posible! –exclamé, ya en el colmo de la estupefacción–. ¡Y yo
que dudaba de usted!
Holmes se echó a reír.
–Ya, ya vi que me compadecía usted por mi falta de memoria. Una
vez conseguido lo que me proponía, subimos todos al piso principal,
y al entrar en el tocador y ver la bata a la cabecera de la cama,
derribé la mesita de noche para tener tiempo, mientras los demás se
apresuraban a levantarla y a recoger lo caído, de registrar los
bolsillos. Apenas había recogido el tan deseado pedazo de papel
sentí caer encima de mí a los dos Cunninghams, y a no ser por la
intervención de ustedes, me parece que allí terminan para siempre
mis aventuras. Aún siento en mi garganta los dedos del joven, y el
puño me duele horriblemente de los esfuerzos que hizo el viejo para
arrancarme el papel.
”Ahora sólo falta decirles lo que ha pasado después de nuestra
marcha. Inmediatamente les tomé declaración a ambos, y mientras
el padre se mostró algo razonable, no sé si por miedo o por
arrepentimiento, el hijo parecía haberse vuelto loco de rabia y,
seguramente, al tener a mano el revólver se hubiera levantado la
tapa de los sesos o nos la hubiera levantado a nosotros. Cuando el
viejo comprendió que era inútil negar, lo confesó todo.
”Según parece, el cochero William había seguido secretamente a
sus amos la noche del asalto a la casa del señor Acton, y teniéndolas
de este modo en su poder, quiso abusar de ellos y sacarles todo
cuanto se le antojara.
”Pero no pensó en lo peligroso que resultaba jugar con un hombre
del temple de Alec. Éste tuvo una inspiración realmente genial: se le
ocurrió aprovecharse del terror que había despertado en el país
aquella serie de robos nocturnos que había empezado hacía poco,
para deshacerse del cochero. William cayó en el lazo que le tendían
y pagó con la vida su indiscreción. Tal vez si los asesinos hubieran
arrancado el papel por completo, y no hubiesen cometido alguno
que otro descuido, su crimen habría permanecido impune”.
–Bueno –interrumpí–. Pero, ¿qué decía la famosa carta?
Holmes colocó los dos pedazos sobre la mesa.
–Lo que yo me figuraba. Una vez más el amor ha causado la
pérdida de un hombre. Lo que no está muy claro es la clase de
relaciones que existía entre esta Anne Morrison, William Kirwan y
Alec Cunningham. Pero eso ya no nos interesa. Y ahora, amigo
Watson, me parece que ya hemos abusado bastante de la paciencia
del coronel. Mañana mismo volveremos a Londres, y habrá de
reconocer conmigo en que no pude elegir mejor sitio para mi
convalecencia.
Las Dos Manchas de Sangre
1
Bien sabe Dios que tenía la firme intención de que la aventura de
los Cunninghams fuera el último de los triunfos de Sherlock Holmes
que diera a la publicidad. Y bien sabe también que no ha sido la falta
de material lo que me dictó esta resolución, porque poseo infinidad
de notas referentes a muchos centenares de asuntos que nadie
conoce todavía. Tampoco ha sido el temor de cansar a mis lectores,
puesto que eran tan admirables y únicas las cualidades de Holmes,
que siempre, aun en asuntos muy semejantes, habría algo nuevo y
sorprendente. El verdadero motivo ha sido el cansarse Holmes de
esta publicación que desde hace tanto tiempo vengo realizando.
Mientras ejercía su profesión, la popularidad de sus éxitos podía
tener para él algún valor práctico; pero desde que ha dejado
definitivamente Londres para vivir en las dunas de Sussex, donde se
dedica a todos sus estudios y a la agricultura, toda noticia que se
refiera a él le es verdaderamente desagradable. Y me ha rogado
que, de ahora en adelante, guarde silencio sobre lo pasado, y yo,
como siempre, he considerado sus deseos como órdenes. Sin
embargo, después de asegurarle que en otros tiempos había
prometido contar la aventura “Las dos manchas de sangre” cuando
ya no podía perjudicar a ninguna de las elevadas personalidades que
intervinieron en ella y de que este suceso rubricaría dignamente la
larga serie de sus triunfos, logré convencerlo, con la única condición
de que variase los nombres con el objeto de evitar conflictos
internacionales.
Así, pues, si mis lectores encuentran en la narración de esta
aventura –quizás la más admirable que resolvió Sherlock Holmes–
algo que les parezca confuso o encubierto, acháquenlo a esta
discreción absolutamente precisa e indispensable.
***
En una mañana de otoño, de un año cuyas cifras ocultaré,
recibimos en nuestro humilde cuarto de Baker Street la visita de dos
personajes cuyos nombres eran conocidos en toda Europa. El
primero, de rostro austero, de nariz aguileña, y cuya mirada audaz
completaba su aspecto dominante, era el ilustre Lord Bellinger, que
era por segunda vez presidente del Consejo de ministros de Gran
Bretaña. El otro, de tez pálida y expresiva, enmarcada por negros
cabellos y negra barba, de aspecto distinguido, como de hombre
muy ducho en pisar salones y embajadas, era el ilustrísimo señor
Trelawney Hope, ministro de Estado, y en quien la política tenía
fundadas sus más legítimas esperanzas.
Se sentaron juntos en el sofá, para lo cual tuvieron que apartar la
infinidad de papelotes y cachivaches que había siempre en él, y
desde el primer momento comprendimos, por la ansiedad e
inquietud reflejadas en sus facciones, que debía ser muy poderoso el
motivo que los obligaba venir a vernos. Las manos finas y pulidas
del presidente se engarfiaban sobre el marfil del paraguas y la
mirada penetrante de su rostro ascético tan pronto se posaba sobre
Holmes como en mí. El ministro de Estado se retorcía furiosamente
el bigote con una mano, mientras con la otra jugaba con los dijes del
reloj.
Este último fue el primero en hablar.
–Es el caso, señor Holmes, que esta mañana, a las ocho, me enteré
de la pérdida de un documento importantísimo, e inmediatamente lo
puse en conocimiento de Lord Bellinger. Entonces convinimos en
venir a verlo.
–¿Han dado parte a la policía?
–No, señor –interrumpió el presidente con la vivacidad peculiar en
él–, ni lo haremos. Se trata de un asunto de índole muy delicada.
–Sin embargo...
–No hay sin embargo que valga. Si se hiciera público ese
documento originaría gravísimos conflictos europeos. Ya ve usted, se
trata de una cuestión que, siendo de paz, se tornaría en guerra. De
no recobrarlo secretamente, prefiero abandonarlo, puesto que lo que
deben desear los ladrones es la publicidad.
–Comprendido. Y ahora, señor Trelawney Hope, tenga la bondad de
explicarme detalladamente, sin omitir lo más mínimo, lo ocurrido.
–Pocas palabras se necesitan para ello. La carta (porque de una
carta de jefe de Estado extranjero se trata) la recibí hace seis días.
Comprendiendo su importancia, no me atreví a dejarla en el
Ministerio, y todas las noches me la llevaba a mi casa, en Whitehall
Terrace, donde la encerraba con llave en un cofrecito que tengo en
mi alcoba. Ayer por la noche tengo la seguridad de que estaba
todavía allí, porque al entrar a vestirme para la cena lo pude
comprobar abriendo el cofrecillo. Esta mañana había desaparecido.
El cofre permanecía tal como yo lo dejé por la noche, delante del
espejo del tocador. Como lo mismo mi mujer que yo tenemos el
sueño muy ligero y el menor ruido nos despierta, podemos jurar que
nadie entró en nuestro cuarto durante la noche. Y sin embargo, lo
repito, el documento ya no estaba allí.
–¿A qué hora comieron?
–A las siete y media en punto.
–¿Y tardaron mucho en acostarse?
–Mi mujer fue al teatro y yo quedé esperándola. Serían las once y
media cuando subimos a la alcoba.
–Luego el cofrecillo ha estado cuatro horas sin vigilancia, ¿no es
eso?
–En realidad, sí; pero debe tener en cuenta que nadie entra en
nuestro cuarto más que una criada por la mañana, y durante el resto
del día mi ayuda de cámara y la doncella de mi mujer, dos personas
en quienes tengo entera confianza y que están a nuestro servicio
hace muchos años. Además, ni uno ni otra podían suponer que
hubiera allí una carta de tal importancia, sabiendo desde muy
antiguo que yo empleaba el cofrecillo nada más que para guardar
papeles oficiales.
–¿De modo que no conocía nadie la existencia de esa carta?
–Nadie.
–¿Su mujer tampoco?
–No ha sabido nada hasta hoy, en que yo se lo he dicho al notar la
falta. No le hablo nunca de los asuntos oficiales.
El presidente asintió con la cabeza.
–No hacía falta esa afirmación, señor ministro; lo conozco hace
mucho tiempo, y sé la corrección y discreción con que obra en
asuntos de esta índole.
El ministro se inclinó.
–Tengo a vanagloria el ser de ese modo.
–Bueno; ¿pero no pudo ella adivinar...?
–No, señor; ni ella ni nadie.
–¿Le han faltado alguna vez otros documentos?
–Nunca.
–¿Quiénes conocen en Inglaterra la existencia de esa carta?
–Todos los miembros del Gabinete. Pero debe usted tener en
cuenta que además del secreto que garantiza cada uno de los
Consejos que se celebran, ha habido en éste la advertencia de que
se trataba de un asunto peligrosísimo. ¡Y pensar que algunas horas
después he sido yo el que lo ha perdido!
Su rostro se contrajo de desesperación y las manos fueron garfios
en la revuelta y sudorosa cabellera. Sin embargo, aquello fue un
relámpago, y bien pronto el ministro de Estado recobró su habitual
corrección, su aristocrático empaque, y continuó con voz tranquila:
–Aparte los ministros, tal vez haya otros dos o tres altos empleados
de mi Ministerio que estuvieran en el secreto. Pero nadie más.
–¿Está seguro?
–Completamente seguro.
–¿Y en el extranjero?
–Quizá se haya conservado más el secreto que aquí. Podría afirmar
que el... escribió la carta sin dar cuenta a nadie absolutamente.
Holmes permaneció pensativo durante unos instantes. Luego,
levantando la cabeza, dijo con su voz breve y sonora:
–No tengo más remedio que rogarles me digan de qué trataba esa
carta y cuáles pueden ser las consecuencias que origine su pérdida.
Los dos hombres de Estado cambiaron una rápida mirada y el
primer ministro frunció sus espesas cejas.
–El sobre es ancho, de papel fino y azul pálido. Tiene un sello de
lacre representando un león dormido. La dirección está escrita con
una letra recta y nerviosa.
–No basta con eso –dijo Holmes–. Aún tratándose, como se trata,
de unos detalles muy interesantes y esenciales, necesito más.
El presidente frunció más las cejas.
–Ya le he dicho que se trata de un importantísimo secreto de
Estado y, por lo tanto, no puedo decir nada. Si con la ayuda de sus
excepcionales facultades, según dicen por ahí, puede encontrar el
sobre azul con su contenido, habrá merecido el agradecimiento de
nuestra patria y obtenido una gran recompensa. En el caso
contrario, nos resignaremos antes que violar un secreto que no es
nuestro.
Holmes se levantó sonriendo.
–Me parece, señores, que por muy ocupados que estén ambos, no
lo están tanto como yo. Hay una porción de clientes que esperan
mucho de esas excepcionales facultades mías, según dicen por ahí.
Lo siento mucho; pero en las condiciones que me proponen me es
imposible ayudarlos. Perderíamos todos un tiempo precioso.
El primer ministro dio un salto. Por sus ojos pasó un relámpago de
cólera, de aquella cólera que tantas veces hizo temblar al Gabinete.
–Yo no estoy acostumbrado... –empezó.
Pero haciendo un esfuerzo violento para dominarse, se sentó de
nuevo.
Durante unos segundos un silencio embarazoso nos hizo doblar la
cabeza. Por fin, el viejo se encogió de hombros, como un hombre
dispuesto a todo, y continuó:
–¡Qué remedio! Aceptaremos sus condiciones, señor Holmes. Tal
vez tenga razón, y tal vez también hayamos cometido una
descortesía dudando de su caballerosidad.
–Opino lo mismo –dijo el ministro de Estado.
–Estoy dispuesto a hablar –dijo el presidente del Consejo–; pero
antes tienen que prometerme, el doctor Watson y usted, que por
nada del mundo saldrá de labios de ustedes este secreto. Es
cuestión de patriotismo, porque si se descubriera lo más mínimo
nuestro país perdería no poco.
Holmes y yo nos inclinamos, y nuestras voces sonaron a una:
–Puede tener entera confianza en nosotros.
–Esta carta ha sido escrita por un jefe de Estado bajo la impresión
que le causó nuestro reciente aumento de colonias. Según hemos
podido enterarnos, el... referido jefe no dio cuenta a sus ministros
del acto que realizó, dejándose llevar únicamente de sus primeros
arrebatos. Así resulta la carta de altiva y de insultante. Si se hiciera
pública, si la prensa y el pueblo se enteraran de lo que dice, dentro
de una semana se habría declarado la guerra.
Holmes escribió un nombre y se lo enseñó al presidente.
–Sí; ¡ese mismo es! –contestó Lord Bellinger–. Ése es el autor de
esa carta que puede costar a Inglaterra muchísimos millones y
centenares de miles de hombres.
–¿Lo ha avisado a él?
–Sí. Le he puesto un telegrama cifrado.
–Tal vez desee la publicación de la carta.
–No lo creo. Estoy seguro de que ahora comprende la estupidez
que cometió dejándose llevar de un arrebato y que, además, no
sería Inglaterra la que llevase la peor parte, caso de estallar en
seguida la guerra.
–Entonces, ¿quién demonios puede haberla robado?
–Todo esto, señor Holmes, entra de lleno en las más delicadas
cuestiones de política internacional. Si nos fijamos un momento en la
actual situación de Europa, comprenderemos tal vez el motivo de
ese robo. Europa es como un vasto campo fortificado y erizado de
cañones. Las distintas alianzas entre los diferentes países han ido
igualando las fuerzas militares. De este modo, si el día de mañana
Inglaterra declarase la guerra, arrastraría tras sí a sus aliadas, y
como el país contrario haría lo mismo con las suyas, tendríamos un
completo, un formidable conflicto internacional.
–¡Ah! Ahora comprendo. Tal vez se hayan apoderado de esa carta
algunos enemigos de ese jefe de Estado para lograr, dándole
publicidad, que Inglaterra le declarase la guerra.
–Justamente.
–¿Y de quién sospecha usted que enviaría primero ese documento?
–¿Qué sé yo? A cualquiera de las cancillerías de Europa. Tal vez en
estos momentos ya esté en camino, cruzando el canal.
El señor Trelawney Hope dejó caer la cabeza sobre el pecho y
suspiró profundamente. El presidente, poniéndole la mano en el
hombro, procuró consolarlo:
–Vamos, querido, no hay que amilanarse de ese modo. Ya ve que
nadie le hace cargo alguno, porque a todos nos consta que ha
cumplido usted con su deber.
Y luego, dirigiéndose a Holmes, continuó:
–Ahora que conoce los hechos, esperamos que nos aconseje.
Holmes inclinó la cabeza sobre el pecho.
–¿Está usted seguro de que estallaría la guerra si no se recobrara
ese documento? –murmuró.
–Completamente seguro.
–Pues, entonces, me parece que debía irse preparando.
–¡Vaya una esperanza que nos da, señor Holmes!
–Es decirles lealmente lo que pienso. Miren; examinando fríamente
la cuestión, se comprende que la carta fue robada antes de las once
y media de la noche, porque, si no recuerdo mal, los señores Hopes
tienen el sueño muy ligero y les hubiera despertado el más pequeño
ruido. El robo debió de verificarse entre las siete y media y las once
y media, más bien cerca de las siete y media que de las once y
media, puesto que el ladrón sabía la importancia de la carta y estaría
deseando tenerla en su poder. Ahora bien, ¿creen que el ladrón ha
hecho ese robo nada más que por el gusto de tener un autógrafo
regio? No; lo probable es que a estas horas la carta esté ya en poder
de quien pueda hacer uso peligroso de ella y, por lo tanto, no me
resulta un disparate aconsejarles que se vayan preparando.
El presidente se levantó.
–Está bien, señor Holmes. Comprendo la justicia de sus
observaciones y no quiero hacerle perder más tiempo.
–No, no; espere. ¿Y no podían haberla robado el ayuda de cámara
o la doncella?
–Ya le he dicho antes que se trata de dos personas intachables y
antiguas en la casa.
–Bueno; pero por fantasear no se pierde nada. Si no he oído mal,
antes me ha dicho que su alcoba está situada en el segundo piso,
que no se comunica con la parte exterior, y que de la interior no
podía entrar nadie sin ser visto, ¿no es eso?
El ministro de Estado asintió con la cabeza.
–Perfectamente. ¿Por qué no hemos de suponer que alguno de
esos espías internacionales o de esos agentes secretos (cuyos
nombres me son conocidísimos) ha logrado sobornar a la
servidumbre? Hay tres, sobre todo, a los que se les puede considerar
como jefes de esta clase de espionaje, tan delicada y peligrosa. Esta
misma tarde empezaré mis pesquisas, y si veo que alguno de los
tres está fuera de Londres, y más que nada, si salió ayer por la
noche, ya tendremos una pista que seguir.
–¿Y qué necesidad tenía de salir de Londres? –exclamó el ministro
de Estado–. ¿No tenía más que llevar la carta a una embajada
cualquiera?
–No lo creo. Estos agentes trabajan con toda independencia, y, por
lo general, no son muy cordiales sus relaciones con las embajadas.
El presidente asintió con la cabeza.
–Me parece que tiene razón, señor Holmes. Si el ladrón o el
instigador del robo, ateniéndonos a su hipótesis, es una persona
inteligente, seguramente no habrá llevado a ninguna legación un
documento de esa importancia. Apruebo por completo sus planes.
Dios quiera que resulte conforme a nuestros deseos. Mientras tanto,
amigo Hope, creo que debemos volver a nuestras ocupaciones como
si no hubiera pasado nada. Si acaso sabemos algo más, señor
Holmes, se lo diremos en seguida; así como le agradeceríamos que
nos pusiera al corriente de sus trabajos.
Holmes se inclinó asintiendo, y los dos hombres de Estado, después
de hacernos una grave y cortesana reverencia, salieron de la
habitación.
2
Después que se marcharon los dos personajes, Holmes se tumbó
en el sofá, encendió la pipa, y durante largo rato permaneció
silencioso, absorto en sus meditaciones. Yo cogí un periódico de la
mañana, y estaba engolfado en un crimen sensacional que se había
cometido la noche anterior en Westminster, cuando de pronto mi
amigo lanzó una exclamación, se levantó de un salto y poniendo la
pipa sobre el mármol de la chimenea, dijo:
–Indudablemente, éste es el mejor camino. La situación, aunque
grave, no es desesperada del todo. Es más: si ahora mismo
supiéramos a punto fijo quién de los tres ha sido el ladrón, el asunto
estaba resuelto antes de dos horas, porque aún no habrá tenido
tiempo de entregarlo. Además, tratándose de esta clase de
individuos, el dinero (y no podemos quejarnos de que nos falte,
teniendo cuenta abierta en el Ministerio de Hacienda) es el principal
factor. Todo se reduce a dar por la carta lo que darían en la corte o
presidencia de otro país. También puede ser que el ladrón conserve
todavía la carta para ver si puede sacar aquí la cantidad que se
propuso antes de dirigirse al extrajero.
–¿Y quiénes son esos tres individuos de quienes sospecha?
–Un alemán, Obersteim; un francés, La Rothière, y un español,
Eduardo Lucas. Únicamente uno de esos tres es capaz de acto
semejante. Hablaré con todos ellos y veremos.
Yo entonces recordé lo que había leído un momento antes.
–¿Ha dicho Eduardo Lucas?
–Sí.
–¿El de Godolfin Street?
–El mismo.
–Pues entonces ya puede usted desistir de hablar con él.
–¿Por qué?
–Porque lo han asesinado anoche en su misma casa.
El asombro que le produjo esta noticia a Holmes me resarció de
tantos asombros y estupefacciones como él me había causado desde
que nos conocíamos.
–¡Asesinado!
–Sí, sí, asesinado. Aquí lo puede leer.
Y le alargué el periódico. Holmes me lo arrancó de las manos.
He aquí la noticia:
El crimen de ayer
Anoche se ha cometido un crimen misterioso en la casa número 16
de Godolfin Street, uno de esos viejos edificios del siglo XVIII que
aún se conservan entre el Támesis y la Abadía de Westminster, casi
esquina al palacio del Parlamento. Desde hace algunos años vivía en
dicha casa un caballero español llamado Eduardo Lucas, muy
conocido en la alta sociedad, tanto por sus encantos personales
como por su excelente voz de tenor, que hacía las delicias en todas
las reuniones y soirées del gran mundo. Era soltero, y su edad, la de
treinta y cuatro años. Su servidumbre se componía de una ama de
gobierno, llamada señora Pringle, y un ayuda de cámara, John
Milton. La señora Pringle tenía la costumbre de retirarse temprano a
sus habitaciones, situadas en el piso alto, y anoche, como en días
anteriores, hizo lo mismo. Respecto del criado, tenía permiso para
dormir fuera de casa y pasó la noche en Hammersmith, en casa de
un amigo suyo. Así, pues, a las diez de la noche ya estaba solo el
señor Lucas. ¿Qué pasó entonces desde esa hora hasta las doce
menos cuarto, en que el agente Barret notó que estaba entreabierta
la puerta de la calle? Se ignora. Barret llamó dos o tres veces, sin
obtener contestación. Luego, notando luz en el piso bajo, entró en el
portal y volvió a dar voces. Nadie contestó. Entonces empujó
resueltamente la puerta del cuarto iluminado. La habitación estaba
en completo desorden, y tendido boca arriba, con una de las manos
engarfiada en la pata de una silla, yacía el cadáver del dueño de la
casa.
La muerte, a juzgar por lo certero de la puñalada, debió ser
instantánea. Aún se veía clavada hasta la empuñadura en el corazón
el arma homicida. Era un corvo puñal indio, que el asesino quitó de
una de las panoplias orientales que adornan las paredes. El robo no
ha debido ser el móvil del crimen, puesto que no ha desaparecido
ninguno de los muchos objetos de valor que hay en el cuarto. A la
hora de cerrar esta edición no podemos dar más detalles referentes
a este asunto que, seguramente, despertará no poco interés e
indignación, por ser el muerto una persona muy popular y bastante
querida por sus excepcionales cualidades.
Después de leer, Holmes dejó caer el periódico y hubo un largo
silencio en la habitación.
Por fin, mi amigo, levantando la cabeza y mirándome fijamente,
preguntó:
–¿Qué le parece esto, Watson?
–Que es una coincidencia muy extraordinaria.
–¿Una coincidencia? Yo creo todo lo contrario. Me parece que este
hecho es continuación del otro y que ambos están íntimamente
ligados entre sí. Indudablemente, este señor Lucas tenía o sabía
dónde estaba la famosa carta.
–¡Pues entonces se va a enterar la policía! –exclamé.
–¡Quia! No lo crea. ¿No ve que ella sólo puede saber lo ocurrido en
Godolfin Street, pero ignora lo que ha pasado en Whitehall Terrace?
Únicamente nosotros, que conocemos los dos sucesos, podemos ver
la relación que existe entre ambos. Además, debo advertirle que
desde el primer momento me fijé en Eduardo Lucas, porque su hotel
está muy cerca de Whitehall Terrace, mientras que los otros dos
agentes de que le he hablado viven en el extremo opuesto de
Londres. Nada más lógico, pues, que estuviera más al tanto que los
otros de lo que ocurriera en el Ministerio de Estado. Si tenemos en
cuenta, además, que... ¡Hola, señora Hudson! ¿Qué hay?
Nuestra ama de gobierno acababa de entrar, llevando sobre una
bandeja una tarjeta.
Holmes la leyó rápidamente, y dándomela con aire asombrado,
dijo:
–Ruegue a Lady Hilda Trelawney Hope que tenga la bondad de
subir.
Un segundo más tarde, nuestra modesta habitación, que había
recibido por la mañana una visita tan sensacional, se vio honrada
con la visita de una de las mujeres más bonitas de Londres. Más de
una vez había oído hablar de lo hermosa que era la hija menor del
duque de Belminster; pero todas las descripciones, todos los elogios,
todos los retratos no podían dar una idea de aquella su encantadora
delicadeza y de un no sé qué grácil y exquisito que emanaba de su
persona como un perfume.
Sin embargo, no era precisamente su belleza la que llamaba la
atención en esta fría y triste mañana de otoño. La emoción había
marfilado su rostro; sus ojos tenían el brillo de la fiebre y un violento
esfuerzo de voluntad cerraba sus labios sensuales. Al verla erguida
en la puerta no pudimos reprimir un estremecimiento.
–¿Ha recibido la visita de mi marido, señor Holmes?
–Sí, señora.
–Yo le suplico que en caso de que vuelva no le diga que he venido
a verlo.
Holmes se inclinó fríamente y le indicó un asiento con la mano.
–Su Señoría me coloca en una situación muy difícil. Ante todo,
siéntese y hágame saber el motivo de su visita. Pero he de advertirle
que lo que pide no es muy fácil de conceder.
Lady Hilda atravesó la sala lenta, majestuosamente, irguiendo su
cabeza de reina, donde los ojos tenían brillo de piedras preciosas.
Luego se sentó de espaldas a la luz.
–Está bien –murmuró, quitándose con violencia los guantes
blancos–. Procuraré portarme lealmente con usted para que obre de
igual modo conmigo. Entre mi marido y yo reina una confianza
absoluta, pero que termina donde empiezan los asuntos políticos. Al
llegar aquí parece que alguien sella sus labios; no obstante, ya le
habrá dicho que se vio precisado a ponerme al corriente de lo que
sucedió anoche en casa. Sé que ha desaparecido un documento
importante, pero nada más; porque tratándose de una cosa política,
mi marido se ha negado a darme más explicaciones. Pues bien; a
pesar de todo, yo necesito imprescindiblemente conocer el
verdadero valor de esa carta. Tengo la seguridad de que, excepto los
ministros, su amigo y usted son las únicas personas que lo saben.
Así, pues, señor Holmes, yo le suplico por lo que más quiera que no
me oculte nada. Tenga la seguridad de que guardando silencio
perjudica más a mi marido que teniendo absoluta confianza en mí.
¿Qué decía la carta esa?
Holmes volvió a inclinarse con más frialdad que antes.
–Me pide un imposible, señora.
Lady Hilda ocultó la cara entre las manos, lanzando un gemido.
–Ya debe comprender, señora –continuó Sherlock–, que debo obrar
así. Si su marido ha considerado conveniente no decirle nada, ¿le
parece digno que yo, a quien ha confiado el secreto, falte a la
palabra empeñada, y le haga saber lo que, según su criterio, debe
ignorar? De ningún modo. Diríjase a él.
–Ya lo he intentado; pero no he conseguido nada. En fin, ya que se
niega usted a contestar explícitamente, va a tener la bondad de
responder a una sola pregunta.
–Diga.
–¿Puede sufrir la carrera de mi marido algún contratiempo con este
incidente?
–¿Debo contestar con entera franqueza?
–Se lo he rogado antes.
–Pues bien, señora, si esa carta no aparece, ya puede considerar
su marido perdida la carrera.
–¡Ah!
Dudó unos momentos; luego, decidiéndose de pronto, continuó:
–Según me parece haber oído, creo que la pérdida de este
documento podrá causar un conflicto internacional. ¿Es cierto?
–¿Se lo ha dicho así su marido?
–A decir verdad, se le escapó en el primer arrebato.
–En ese caso, no tengo por qué negarlo.
–Bueno; pero ¿por qué?
–Veo, señora que está haciendo más de una pregunta.
La dama se mordió los labios.
–Bien, bien, no insistiré más. Después de todo, esa discreción suya
le honra, y supongo que este deseo mío de compartir los disgustos
de mi esposo no le parecerá extemporáneo. ¿Puedo confiar en que
guardará igual secreto respecto de mi visita?
Holmes se inclinó.
Lady Hilda se puso en pie, y lenta, majestuosamente, salió de la
habitación como había entrado.
***
–¿Qué le parece, amigo Watson, todo esto? –dijo Holmes,
sonriendo, cuando el ruido de la puerta del vestíbulo apagó el frufrú
de las faldas de seda y aún flotaba en el ambiente el perfume de la
hermosa mujer.
–Pues me parece que es muy natural su inquietud y muy lógicos
sus deseos.
–No tanto, amigo Watson, no tanto. Se habrá fijado en su
agitación, en la ansiedad con que preguntaba, y debe tener en
cuenta que esa mujer pertenece a una clase en la cual el disimulo es
un verdadero arte.
–Realmente, estaba muy emocionada.
–¿No se fijó con cuánto ardor aseguró que perjudicaría más a su
marido mi silencio que la confianza en ella? ¿Se fijó también cómo
procuró ponerse de espaldas a la luz? Indudablemente lo hizo con
intención de ocultar las sensaciones que se reflejaran en su rostro.
–Efectivamente, tuvo que atravesar la habitación para sentarse en
ese sitio.
–¡Ay querido! ¡La mujer es siempre un enigma! Sin duda recordará
a aquella Margaret que sólo por hacer eso se descubrió a sí misma.
Sin embargo, siempre he considerado una locura edificar hipótesis
sobre ese arenal que se llama imaginación de mujer. Los actos
femeninos, aun los más vulgares, tal vez se relacionen con hechos
de suma gravedad, y quizás lo que para ellas es de honda
trascendencia dependa de alguna horquilla que se ha perdido o de
unas tenacillas que estuvieron demasiado tiempo al fuego. Vaya,
Watson, hasta luego.
–¿Se va?
–Sí; voy a pasar lo que resta de la mañana en Godolfin Street
charlando con mis viejos amigos los policías. Aunque no estoy muy
seguro de ello, tal vez encuentre allí la solución del problema.
–¿No quiere que lo acompañe?
–No; prefiero, querido Watson, que se quede aquí por si viene
alguien.
3
Pasaron tres días. Holmes estaba de un humor de todos los
demonios: entraba y salía constantemente y a horas
desacostumbradas; fumaba pipa tras pipa; tan pronto dábase a
soñar tocando el violín, como paseaba agitadamente de arriba abajo
la reducida estrechez de nuestro cuarto. Comía sin régimen y sólo en
una cosa perseveraba: en su silencio. A cuantas preguntas le hacía,
o contestaba evasivamente o se encogía de hombros.
Indudablemente, no debía estar muy satisfecho del giro que tomaba
el asunto.
Por los periódicos me enteré del resultado de la autopsia. Luego de
la detención de John Milton, el ayuda de cámara de la víctima, y por
último, de su libertad por falta de pruebas.
El jurado, presidido por el coroner, consideró que se trataba de un
asesinato, pero que tanto los asesinos como el móvil del crimen eran
desconocidos en absoluto. Nada faltaba de los objetos de valor ni de
los papeles de la víctima; examinando estos últimos se vio que el
señor Lucas estaba al tanto de todas las cuestiones de política
internacional y mantenía amistosas relaciones con importantes
hombres de Estado extranjeros. Pero nada de sensacional, nada que
pudiese justificar el crimen se encontró en dichos papeles. También
se descubrió que mantenía correspondencia con infinidad de
mujeres, aunque, según sus amigos, nunca se le conoció amor
alguno. Era morigerado en sus costumbres, y nada había en su
conducta digno del menor reproche.
La detención del ayuda de cámara la hizo la policía más que por
convencimiento propio, por vanidad profesional. Sin embargo, según
he dicho antes, logró probar la coartada. Había pasado la noche en
casa de unos amigos, en Hammersmith. La suposición de que
pudiera haber tomado el tren de Westminster y llegar, por lo tanto,
antes del crimen, quedó destruida prontamente, pues se demostró
que, aprovechando la esplendidez de la noche, Milton hizo a pie el
camino y no llegó a la casa hasta después de las doce.
Siempre había vivido en las mejores relaciones con su amo, y
aunque en su baúl se encontraron infinidad de objetos
pertenecientes al mismo, y especialmente un estuche de navajas de
afeitar, el ayuda de cámara declaró que eran regalos que en distintas
ocasiones le hizo el señor Lucas.
El ama de gobierno ratificó esta declaración, y añadió que la noche
del crimen no había oído nada absolutamente, y que, por lo tanto, si
el señor Lucas había recibido a alguien, debió de abrir él mismo la
puerta.
El misterio continuaba impenetrable, puesto que Holmes, si sabía
algo, no quería decirlo. Sin embargo, en cierta ocasión me dijo que
Lestrade le había pedido ayuda, y comprendí que andaba por la
buena pista.
Al cuarto día el Daily Telegraph publicó lo siguiente:
La policía de París acaba de hacer un descubrimiento que tal vez
rompa el misterio que envuelve la muerte del señor Eduardo Lucas,
asesinado en la noche del lunes último en Godolfin Street,
Westminster. Ya recordarán nuestros lectores que se encontró a la
víctima con el corazón atravesado de una puñalada, y que las
sospechas que recayeron desde el primer momento sobre el ayuda
de cámara fueron destruidas al probar éste la coartada. Ayer los
criados de una mujer conocida bajo el nombre de señora de Henry
Fournaye, y que vive en París, en un hotelito de la calle de Austerlitz,
dieron cuenta a la policía de que su señora presentaba síntomas de
enajenación mental. Una vez reconocida, se demostró que,
efectivamente, estaba loca.
La policía ha comprobado que la señora Fournaye volvió de Londres
el martes último, y que tal vez estuviera comprometida en el crimen
de Westminster. Con ayuda de fotografías se ha descubierto de un
modo indiscutible que la señora de Eduardo Lucas y la señora de
Henry Fournaye eran una misma persona, y que ésta, por motivos
desconocidos aún, vivía alternativamente en Londres y en París. La
señora Fournaye es una criolla muy impresionable, y, según parece,
amaba tan extraordinariamente a su marido, que más de una y de
dos veces la trastornaron los celos. Se supone, pues, que, empujada
por esta pasión, marchó a Londres y asesinó a su marido. Los
empleados de la estación de Charing Cross han declarado que la
noche del lunes vieron a una mujer que, por el desorden de sus
vestidos y lo excéntrico de sus ademanes, les llamó poderosamente
la atención. Ahora sólo falta saber si la locura fue causa del crimen o
éste causa de aquélla. Esperemos la curación que los médicos
confían conseguir dentro de poco tiempo.
–¿Qué le parece esto, amigo Holmes? –dije yo, terminando la
lectura que había hecho en voz alta.
Holmes suspendió sus paseos, y parándose delante de mí, dijo:
–Hay que confesar, amigo Watson, que es usted un hombre
excelente, y que tiene una paciencia admirable. Sin embargo, conste
que mi silencio, este silencio que ha respetado tanto, no es hijo de la
discreción, sino de la absoluta carencia de noticias. Ese mismo
descubrimiento de París no me sirve de nada.
–¿Que no? Yo creo que resuelve por completo el problema de la
muerte de Lucas.
Holmes se encogió de hombros.
–Después de todo, la muerte de ese hombre es una cosa
secundaria, comparada con la importancia que tiene para nosotros el
descubrir el paradero de esa carta. Créame, Watson: estoy
hondamente preocupado. Durante estos tres días el Gobierno me ha
tenido al corriente de lo que ocurre, y hasta ahora los astrónomos
políticos no han anunciado ningún signo de tempestad en el
horizonte europeo. A no ser que lo hayan dejado... Pero no; es
imposible. Sin embargo, ¿dónde está? ¿Quién la tiene? ¿Por qué no
hacen uso de ella? Estas son las preguntas que me martillean
constantemente el cerebro. ¿Habrá sido una pura coincidencia la
muerte de Lucas la noche misma en que desapareció la carta? ¿Sería
él quien la robó? En caso afirmativo, ¿cómo no la han encontrado
entre sus papeles? ¿La vería su mujer y la llevaría consigo a París?
Esto complicaría el asunto, porque ya sabe usted que no podemos
pedir auxilio a la justicia, a la cual debemos temer tanto como a los
criminales. ¡Todo se vuelve en contra nuestra! ¡Y pensar que si yo
triunfara, coronaría dignamente mi carrera!
En aquel momento dieron dos golpes en la puerta.
–¡Adelante! –exclamé.
Entró la señora Hudson con un telegrama en la mano. Holmes se lo
arrebató, y, leyéndolo rápidamente, dijo:
–Según parece, Lestrade ha encontrado algo interesante. Si quiere
acompañarme, Watson, iremos a dar un paseo hasta Westminster.
4
Llegamos a la casa del crimen. Era un edificio alto, sombrío,
estrecho, con toda la tiesura y tristeza del siglo en que lo
construyeron. Lestrade nos estaba esperando, asomado a una
ventana del piso bajo, y él mismo nos abrió la puerta,
estrechándonos calurosamente las manos.
Entramos en la sala donde se cometió el asesinato. Excepto un
manchón sangriento que había sobre un tapiz persa que cubría el
noguerado suelo, nada recordaba la tragedia. Encima de la chimenea
se veía una magnífica panoplia de armas orientales. Cerca de la
ventana surgía de la pared la panza de una lujosa mesa-escritorio.
Todos los detalles, los cuadros, los cortinones, los bibelots, los
muebles, indicaban un temperamento aficionado al lujo casi
coquetonamente femenino.
–¿Se ha enterado de lo de París? –dijo de pronto Lestrade,
rompiendo aquel silencio, que amenazaba no concluir nunca.
Holmes movió la cabeza, afirmativamente.
–Yo creo –continuó Lestrade– que nuestros compañeros los policías
franceses han encontrado la pista del crimen. Indudablemente, el
asesinato debió cometerse tal como dicen. La mujer de Lucas
seguiría los pasos a su marido, y, loca de celos, llamaría a la puerta.
Abrió Lucas, entró ella, y empezaron a disputar. La señora le echaría
en cara a su marido su extraño modo de vivir y aquella sospechosa
dualidad de existencia. Poco a poco se iría agriando la cuestión; la
criolla perdería la cabeza, y, apoderándose de un arma cualquiera, la
clavó en el pecho de Lucas. Todo esto debió ocurrir en pocos
segundos, pues el cadáver tenía empuñada una silla, como si la
acabase de coger, para repeler la agresión de su esposa. Estoy tan
seguro de que pasaron así las cosas, como si lo hubiera visto.
Holmes lo miró asombrado.
–Entonces, ¿para qué me ha hecho venir?
–Por nada; por un detalle sin importancia. ¡Pero como lo conozco
mucho y sé lo que le interesan ciertas cosas...! Sin embargo, no
tiene nada que ver con el crimen.
–Bueno, ¿y qué es?
–Ya sabe, amigo Holmes, que siempre que tenemos que intervenir
en un asunto de esta índole procuramos que no se nos escape nada.
En esto seguimos, como ve, sus consejos. Así es que, desde el
primer momento, dejé aquí de guardia un agente día y noche. Esta
mañana, después de la inhumación del cadáver, y como ya estaba
casi terminado el asunto, procuramos arreglar un poco esta
habitación. Empezamos por levantar esta alfombra, que, como ve,
no está clavada, y encontramos...
Una viva inquietud apareció en el rostro de Holmes.
–¿Qué ha encontrado?
–¿A que no lo acierta?
Holmes se encogió de hombros.
–No me parece ocasión oportuna para perder el tiempo en
adivinanzas.
Lestrade sonrió:
–¿Ve esta mancha de sangre? Lo natural es que traspasara el
tejido, ¿verdad?
–¡Claro!
–Pues bien, no ha sucedido nada de eso; la parte correspondiente
del suelo está completamente limpia.
–¡No es posible! –exclamó Holmes.
–¿Qué no es posible? Mire.
Y el policía, levantando una punta del tapiz, dejó una parte del
suelo al descubierto.
Holmes examinó el revés de la alfombra, y dijo:
–Pues, no tiene más remedio que haber manchado la madera, toda
vez que la sangre ha empapado el tejido.
Lestrade sonreía jactanciosamente, saboreando el placer de causar
asombro en un individuo como Holmes.
–Efectivamente, hay una mancha en el entarimado, pero no
corresponde con la del tapiz. Mire.
Y mientras hablaba, levantó el otro extremo del tapiz. En la madera
había una gran mancha roja.
–¿Qué opina de esto, señor Holmes? –preguntó el policía, con
acento de triunfo.
–Pues, sencillamente, que han cambiado de sitio la alfombra,
después del crimen –contestó con tranquilidad Holmes.
–¡Ya, ya! –exclamó el policía, algo amoscado–. No necesitábamos
que nos lo dijera usted para saberlo. Hemos colocado la alfombra de
distinto modo, y las dos manchas se corresponden...
–Entonces...
–Lo que deseamos es saber quién la cambió de sitio, y con qué
objeto.
Yo miré a Holmes, y comprendí hasta qué punto estaba excitado su
interés.
–Vamos a ver, Lestrade, ¿ese agente que hemos visto en el
vestíbulo es el que ha estado de vigilancia todos estos días?
–Sí.
–En ese caso, procure interrogarlo a solas. Nosotros le
esperaremos aquí, porque de ese modo tendrá menos inconveniente
en hablar. Dígale que cómo se ha atrevido a dejar entrar a alguien, y
sobre todo a consentir que se quedara sola esa persona en la
habitación. Insista en que lo sabe todo y que el único medio de
obtener el perdón es una confesión franca y leal. Sobre todo, no
pregunte nada, sino afirme.
–Perfectamente –dijo Lestrade.
Y salió de la habitación. Momentos después oímos su voz en el
vestíbulo.
–Vamos, Watson –dijo Holmes, muy agitado–. No hay que perder
tiempo.
Dio un tirón a la alfombra y dejó al descubierto el suelo. Luego,
arrodillándose, empezó a tentar en las tablas del entarimado. Una de
ellas se movió, y al levantarla Holmes apareció una pequeña
cavidad. Hundió mi amigo rápidamente la mano y en seguida la
sacó, lanzando un juramento. ¡Estaba vacía!
–¡Pronto, pronto, Watson! Ayúdeme a arreglar esto.
Apenas habíamos cerrado la abertura y tendido el tapiz, oímos
acercarse por el pasillo la voz de Lestrade. Holmes se apoyó con aire
indiferente contra la chimenea, como un hombre cansado de
esperar, y hasta reprimió un bostezo.
–Perdóneme, Holmes –dijo el inspector al entrar–. Ya comprendo
que maldito lo que le interesa este asunto. Sin embargo, hay algo
interesante en ello.
Luego, asomándose a la puerta, continuó:
–Pase, Mac Pherson, y cuénteles a estos señores su falta.
Apareció un hombre grueso y de rostro vulgar. Todo en él indicaba
una gran vergüenza.
–Ya le he dicho, señor Lestrade, que no creí perjudicar a nadie con
ello. La joven se presentó aquí ayer por la tarde, asegurando que se
había equivocado de casa. Conversamos un rato, porque ya
comprenderá que no tiene nada de agradable estar aquí de plantón
horas y horas.
–Bueno, ¿y qué pasó?
–Después de un rato de charla mostró interés por ver el cuarto del
crimen. Según me dijo, se había enterado de ello por los periódicos.
Como se trataba de una mujer muy comme il faut, no tuve
inconveniente alguno en acceder a ello. Al ver esa mancha de
sangre en la alfombra cayó desmayada. Yo corrí asustado a buscar
un poco de agua para hacerla volver en sí; pero no sirvió de nada.
Entonces fui por coñac a la tienda de Plant, que, como sabe usted,
está al final de la calle. Cuando volví había desaparecido. Sin duda
debió recobrar el conocimiento durante mi ausencia y huyó
avergonzada.
–¿Fue ella quien movió la alfombra?
–No sé; pero no tiene nada de particular, puesto que, no estando
clavada, al caer la señora sin conocimiento, tal vez se arrugara algo.
Sin embargo, me extraña, porque yo creí que la había vuelto a poner
lo mismo que estaba.
–Esto le enseñará, agente MacPherson –dijo Lestrade con voz
hueca y enfática–, que no se me puede engañar impunemente.
Imaginaba usted que nadie se enteraría de su falta; y no he
necesitado más que ver la alfombra para comprender que alguien
había entrado en la habitación. Menos mal que no ha faltado nada;
que si no...
Después, volviéndose hacia Holmes y cambiando el tono de voz,
prosiguió:
–Siento mucho, querido, haberle molestado; pero lo hice creyendo
que le interesaría esta falta de correspondencia entre las dos
manchas de sangre.
–Y ha supuesto muy bien. Dígame, MacPherson, ¿era la primera y
única vez que entró esa mujer aquí?
–Sí, señor.
–¿La conocía?
–No. Según me dijo, venía en virtud de cierto anuncio en que se
solicitaban dactilógrafas, y se equivocó de número.
–¿Qué tal tipo tenía?
–Era una mujer muy elegante.
–¿Era alta?
–Sí, señor, y muy hermosa. Verdaderamente hermosa. Como me
hablaba con tanta afectuosidad y parecía una persona decente, no
creí cometer una falta complaciéndola en su deseo de ver esta
habitación.
–¿Qué traje llevaba?
–No se le veía bien, porque iba envuelta en una larga capa que la
cubría hasta los pies.
–¿A qué hora vino?
–Cuando empezaba a anochecer. Al salir yo por el coñac me
encontré con los primeros faroles encendidos.
–Está bien –dijo Holmes–. ¿Vamos, Watson? Creo que se nos
prepara bastante trabajo.
***
Dejamos a Lestrade en el cuarto que fue de Eduardo Lucas y
salimos al vestíbulo. El agente MacPherson nos acompañó hasta la
puerta. Antes de salir, Holmes se volvió hacia él y le enseñó un
objeto que llevaba en la mano derecha.
–¡Gran Dios! –exclamó el agente.
Holmes se llevó un dedo a los labios. Sepultó la diestra en el
bolsillo y salimos a la calle.
Al dar la vuelta a la esquina, Holmes soltó una estentórea
carcajada.
–¡Delicioso, amigo Watson, delicioso! Va a empezar el último acto.
Tengo la satisfacción de comunicarle que ya no habrá guerra
internacional; que la carrera del ilustrísimo señor Trelawney Hope no
sufrirá el menor contratiempo; que el imprudente soberano no
recibirá el castigo merecido; que el presidente del Consejo de
ministros podrá dormir tranquilo, y que, por último, con un poco de
tacto por parte nuestra, conjuraremos lo que parecía formidable e
inevitable catástrofe.
Mi espíritu se hinchó una vez más de admiración ante el talento de
aquel hombre.
–¿Qué? ¿Ha descubierto el enigma?
–Nada de eso, Watson. Todavía quedan algunos detalles, pero son
secundarios. Ya he conseguido saber lo principal. Ahora, si le parece,
tomaremos un coche que nos lleve a Whitehall Terrace lo más
pronto posible.
***
Cuando llegamos a casa del ministro de Estado, Holmes, con gran
sorpresa mía, preguntó por la señora. Un minuto después estábamos
en el gabinete de la dama, y Lady Hilda exclamaba roja de
indignación:
–¡Esto es una infamia, señor Holmes! Bien claro le rogué que,
pasara lo que pasare, ignorase siempre mi marido que fui a verle. Y
en lugar de guardarme el secreto, pone usted todos los medios para
que se divulgue, viniendo a esta casa y preguntando únicamente por
mí.
–Desgraciadamente, señora, no tengo más remedio que obrar de
este modo. Su esposo y Lord Bellinger me han encargado que
buscara ese documento y yo me he comprometido a satisfacer sus
deseos. Así, pues, le ruego, señora, que tenga la bondad de
entregármelo.
Lady Hilda se levantó de un salto. Su rostro estaba ahora pálido; su
mirada adquirió el temor de las fieras perseguidas y tuvo que
apoyarse en una butaca para no caer. Sin embargo, y haciendo un
violento esfuerzo, fingió indignación y asombro.
–Me acaba usted de insultar, señor Holmes.
–Vamos, señora, vamos. Estamos perdiendo el tiempo. Déme la
carta.
Por toda contestación, la mujer del ministro de Estado alargó la
mano hasta el timbre. Holmes se encogió de hombros.
–Como guste, señora. Conste que yo he procurado por todos los
medios posibles evitar un escándalo. Si me da la carta, le prometo
arreglarlo de modo que todo el mundo quede contento, y, en caso
contrario, me veré obligado a quitarle la careta.
Lady Hilda se detuvo vacilante. Su brazo blanco quedó rígido y sus
ojos se clavaron en Holmes, como si pretendieran leer en el fondo
de su alma. El timbre no llegó a sonar.
–¡Esto es una cobardía! ¿Le parece bien venir a insultar a una
mujer en su propia casa?
Holmes volvió a encogerse de hombros.
–¿Es que ha descubierto algo? –continuó ella.
–Está muy pálida, señora. Tenga la bondad de sentarse. Mientras
permanezca de pie no pienso decir una sola palabra.
Lady Hilda se dejó caer en un sillón.
–Sé que ha estado usted en casa de Eduardo Lucas –prosiguió
Holmes–; sé que le entregó ese documento, y sé también cómo y
cuándo lo ha recobrado, sacándolo del escondite que hay debajo de
la alfombra.
Lady Hilda miró a Holmes con ojos desorbitados. Dudó largo
tiempo antes de contestar. Por fin, y encogiéndose de hombros,
exclamó:
–¡Está usted loco!
Holmes sacó del bolsillo un pedazo de cartón, en el cual había el
retrato de una mujer.
–Señora, ya comprenderá que venía bien preparado. El agente de
policía a quien usted vio la ha reconocido en esta fotografía.
Ella entonces lanzó un suspiro convulsivo y dejó caer la cabeza
sobre el respaldo del sillón. Aquel ademán desnudó la blancura de su
garganta de reina.
–Ya ve, señora, que es inútil negar. Todo puede arreglarse, puesto
que mi obligación se limita a entregar a su marido esa carta. Si sigue
mis consejos, le aseguro que no tendrá motivo de queja.
El orgullo de Lady Hilda se resistía a doblegarse.
–Ya se lo he dicho, señor Holmes: o está usted loco o miente
descaradamente.
Holmes se levantó.
–Lo siento por usted, señora. He hecho todo cuanto he podido.
Ahora, aténgase a las consecuencias.
Y apoyó un dedo en el timbre. Segundos después apareció un
criado.
–¿Está el señor en casa? –preguntó Holmes.
–No, señor.
–Pero ¿vendrá pronto?
–Dentro de un cuarto de hora, aproximadamente.
Holmes miró el reloj.
–Está bien; esperaré.
El criado, después de hacer una reverencia, salió de la habitación.
Apenas se había cerrado la puerta, Lady Hilda se arrojó a los pies
de Holmes, y con las manos cruzadas y lleno de lágrimas su
hermoso rostro, suplicó:
–Perdóneme, señor Holmes. ¡Por amor de Dios, no diga nada a mi
marido! En sus manos está nuestra felicidad futura.
Holmes levantó afectuosamente a Lady Hilda.
–No sabe cuánto me alegro, señora, de que, aunque tarde, haya
seguido usted mis consejos. Pero no hay tiempo que perder. ¿Dónde
está la carta?
La dama fue hasta su secrétaire, y abriéndolo, sacó un ancho sobre
azul.
–Aquí está, señor Holmes. ¡Ojalá no lo hubiera visto nunca!
Holmes cogió el sobre y tuvo un momento de vacilación.
–¿Cómo demonios...? ¡Ah, sí! ¿Dónde está el cofrecillo?
–En la alcoba.
–¡Magnífico! ¿Quiere tener la bondad de traérmelo, señora?
En dos segundos Lady Hilda salió de la habitación y volvió a entrar
con el cofrecillo.
–Tenga la bondad de abrirlo –continuó Holmes–. Porque supongo
que tendrá una llave falsa.
Ella asintió con la cabeza, y sacando una llavecita del pecho, abrió
el cofrecillo.
Mi amigo metió el sobre azul entre los varios papeles que había
dentro y cerró de nuevo la cajita de hierro.
–Ahora tenga la bondad de llevarlo a su sitio.
Cuando volvió Lady Hilda, Holmes miró el reloj y dijo:
–Perfectamente. Tenemos diez minutos por delante, y si quiere,
podemos aprovecharlos contándome su intervención en el asunto.
–Estoy dispuesta a ello, señor Holmes. Supongo que no me habrá
juzgado usted mal. Yo me dejaría cortar la mano derecha antes que
causar el menor mal a mi marido. Y, sin embargo, estoy segura de
que si sabe todo lo que he hecho, no me lo perdonará nunca. Yo le
ruego, señor Holmes, que no me abandone.
–Vamos, vamos, señora no hay que perder el tiempo.
–En otra época, antes de conocer a Trelawney, escribí una carta
algo... ardiente. Fue una de tantas locuras que comete toda joven
inexperta. Entonces no creí que tuviese importancia; pero está tan
arraigado en Trelawney el sentimiento del honor, que seguramente
hubiera encontrado criminal lo que no era más que locura de
chiquilla. Un día me enteré de que Lucas tenía dicha carta en su
poder y que estaba dispuesto a dársela a mi marido. Después de
rogarle muchísimo, prometió dármela a cambio de un documento
que había en el cofrecillo y el cual me describió con exactitud,
asegurándome que este acto no perjudicaría en lo más mínimo a mi
esposo. ¿Qué hubiera hecho usted en mi lugar, señor Holmes?
–Avisar a Trelawney.
–Imposible. De no hacer lo que me pedía, mi ruina era segura, y
como, a pesar de que consideraba abominable el hecho de
apoderarme de ese documento, no creía perjudicar con ello a mi
marido, obedecí a Lucas. Le entregué una marca en cera de la llave,
y al día siguiente el español me entregó la falsa. Abrí el cofrecillo,
cogí el documento y lo llevé a Godolfin Street.
–¿Qué pasó entonces?
–Llamé a la puerta, tal como estaba convenido. Me abrió Lucas en
persona, y echando a andar delante de mí, me guió hasta su
gabinete. Yo tuve la precaución, temiendo a la soledad con tal
hombre, de dejar abierta la puerta de la calle. Terminamos en
seguida el asunto y entregándole yo la carta azul, logré recobrar la
que tanto pudo haberme comprometido. De pronto oímos chirriar la
puerta de la calle y unos pasos rápidos en el pasillo. Lucas levantó
precipitadamente la alfombra, guardó la carta en una abertura del
piso y volvió a dejar las cosas tal como estaban. Lo que sucedió
después se conserva en mi espíritu como el recuerdo de una
pesadilla. Se abrió la puerta, apareció en el umbral una figura
sombría, y una voz de mujer gritó: Je ne me suis pas trompé. Enfin,
enfin, je vous trouve avec elle 1. Luego una lucha salvaje. El hombre
empuñó una silla; entre las manos de la mujer centelleó un puñal;
yo, aterrada, convulsa, escapé de aquella horrorosa escena. A la
mañana siguiente supe por los periódicos cómo había terminado. Y
mi gozo de haber podido destruir la carta comprometedora se
deshizo; a la antigua inquietud sustituyó otra nueva y mayor. Fue tal
el espanto de mi marido cuando se enteró de la falta del documento,
que estuve a punto de caer de rodillas delante de él y confesárselo
todo. Pero, en fin, débil, y el temor de tener que decirle los motivos
que me obligaron a robar la carta selló mis labios. Entonces pensé
en usted y corrí a su casa para saber las consecuencias de mi falta.
Ya no tenía más que una idea fija: recobrar el documento. Éste
debía continuar en el sitio donde lo guardó Lucas al sentir los pasos
de la mujer. ¿Cómo entrar en la habitación? Durante dos días estuve
rondando sin cesar la casa; pero ni una sola vez pude encontrar
ocasión para ello. Ayer hice la última tentativa. Ya sabe usted
cómo... Ahí está mi marido.
Se abrió bruscamente la puerta y el ministro de Estado entró en el
gabinete.
–¿Qué noticias hay, señor Holmes?
–No son del todo malas.
Su rostro resplandeció de alegría.
–¡Gracias a Dios! Precisamente hoy come el presidente en casa.
¡James! –continuó, asomándose a la puerta–. Ruéguele al señor
presidente que tenga la bondad de subir. En cuanto a ti, querida –
dirigiéndose a su esposa–, espéranos en el comedor, porque
tenemos que tratar de asuntos políticos.
Entró Lord Bellinger. Su aspecto continuaba siendo impasible y
correcto; pero en el brillo febril de sus ojos, en sus manos
temblonas, comprendí que estaba tan agitado como Trelawney.
–¿De modo que hay algo nuevo, señor Holmes?
–Hasta ahora, no; pero he recorrido todos los sitios donde pudiera
hallarse el documento, y le aseguro que no hay peligro ninguno.
–Eso no basta. Llevamos tres días viviendo sobre un volcán.
Necesitamos algo más positivo.
–Para eso he venido, señores. Conforme pienso más en este
asunto, más me convenzo de que la carta no ha salido de esta casa.
–¿Cómo?
–¿Qué dice?
–Que si realmente la hubieran robado, a estas horas habrían ya
hecho público su contenido.
–Entonces, si no pensaban hacer uso de ella, ¿para qué la han
cogido?
–Yo no creo que la haya cogido nadie.
–¿Y cómo ha desaparecido del cofrecillo?
–Yo no creo que haya desaparecido del cofrecillo.
–Me parece, señor Holmes, que ha elegido usted muy mala ocasión
y peor motivo para burlarse de nosotros. ¿No le he dicho que yo
mismo miré y remiré en la cajita de hierro y vi que faltaba el sobre
azul?
–¿Ha vuelto a mirar esos papeles después del martes?
–No; ¿para qué había de mirar?
–Porque quizá la primera vez, aturdido por la desaparición, se
ofuscara usted y no viese bien los papeles.
–Imposible.
–Bien, bien... Después de todo, no se trata más que de una
suposición mía. ¡Ocurre eso tantas veces! ¿No tenía muchos más
papeles en el cofrecillo?
–Sí.
–Pues entonces bien pudo el sobre confundirse entre las hojas de
alguno de ellos.
–No puede ser.
–¿Por qué?
–Porque estoy completamente seguro de haberlo puesto encima de
todo.
–¿No vació la cajita de hierro?
–No; fui sacando uno a uno los papeles...
–Después de todo, Hope –interrumpió impaciente Lord Bellinger–,
eso es fácil de ver. Mande que le traigan aquí ese dichoso cofrecillo.
El ministro de Estado apoyó la mano en el timbre. Apareció el
criado de antes.
–James, tráigame ese cofrecillo de hierro que tengo encima del
tocador de mi alcoba. Ya verán, señores, como no está la carta. Esto
me parece sencillamente perder el tiempo.
El criado volvió a entrar con la misteriosa caja entre las manos.
–Gracias, James; déjela aquí, encima de esta mesa. Ahora verán
ustedes.
Y sacando del bolsillo del chaleco una llavecita enteramente igual a
la que momentos antes empleó su mujer, abrió el cofrecillo.
–¿Ven? No está. Aquí hay una carta de Lord Merrow, una
comunicación del Ministerio de Hacienda, un memorándum de
Belgrado, una nota de los impuestos sobre los granos en Rusia y
Alemania, una carta de Madrid, una de Lord Flowers, un... ¡Gran
Dios! ¿Qué es esto? ¡Mire, Lord Bellinger!
El presidente le arrancó el sobre azul de entre las temblorosas
manos.
–¡Al fin! –exclamó–. Está intacta. Lo felicito, amigo Hope, lo felicito.
–Gracias, gracias. ¡Qué peso se me ha quitado de encima! Pero
esto es inconcebible. ¿Es usted brujo, señor Holmes?
Holmes, con las manos metidas en los bolsillos y abierto de
piernas, sonreía irónicamente.
–¿Cómo demonios sabía que estaba aquí? –continuó cada vez más
asombrado el señor Trelawney.
–Porque he visto que no estaba en ninguna parte.
–¡Es maravilloso! ¡Maravilloso! ¿Dónde está mi mujer? ¡Hilda!
¡Hilda! ¡Ya apareció!
Y salió precipitadamente. Sus gritos se fueron debilitando pasillo
adelante y luego cesaron de oírse. El presidente clavó la mirada de
sus ojos severos y taladrantes en mi amigo.
–Me parece, señor Holmes, que aquí hay algún misterio –dijo con
voz tranquila y sonora–. ¿Cómo ha vuelto esa carta al cofrecillo?
Holmes se echó a reír y volvió la cabeza para evitar aquella mirada
penetrante.
–También nosotros tenemos nuestros secretos diplomáticos.
Y cogiendo el sombrero, echó a andar hacia la puerta.
1 No me había equivocado. ¡Al fin, al fin, te encuentro con ella! (N. del T.)
El Ciclista Fantasma
Consultando las notas que me sirven para escribir todos estos
capítulos de la interesante historia de Sherlock Holmes, veo que el
día de nuestro conocimiento con la señorita Violet Smith fue el
sábado 23 de abril de 1885.
Recuerdo que su primera visita molestó no poco a Sherlock
Holmes, que andaba por aquellos días muy metido en cierto caso de
chantaje contra John Vincent Harden, el conocidísimo fabricante de
tabacos.
Sin embargo, y a pesar de sus deseos de que no se le
interrumpiera en lo más mínimo cuando estaba consagrado a la
resolución de algún problema, no pudo negarse a oír a la esbelta y
elegante joven que se presentó cierta tarde en Baker Street. En vano
se le hizo ver que Holmes tenía todo el tiempo ocupado y aun le
faltaba; ella no cejó y se empeñó en contar sus aventuras. Holmes
inclinó la cabeza, hizo un gesto de resignación y, metiéndose las
manos en los bolsillos, se dispuso a escuchar.
–Deseo pedirle consejos acerca de una cosa que me preocupa
muchísimo –empezó la joven.
–No será respecto de su salud; una ciclista tan decidida como usted
no debe estar anémica.
Ella se miró asombrada los pies y yo me fijé también en que las
suelas de los zapatos llevaban las señales producidas por el roce del
pedal.
–Ha acertado. Empleo mucho la bicicleta, y este deporte u
obligación mía está íntimamente unido con el asunto de que quiero
hablar.
–¿Me permite? –solicitó Holmes.
Y cogiéndole la mano libre del guante, se puso a examinarla con
tanta atención como la que pondría un geólogo examinando un fósil.
–Esto también forma parte de mi oficio –añadió sonriendo y
abandonando la mano–. Al principio creí que era usted dactilógrafa;
pero luego comprendí que era música. Fíjese, Watson, cómo tiene
aplastada la extremidad de los dedos, y esto unido a la
extraordinaria vivacidad del rostro, me ha hecho saber que la
señorita es muy aficionada a la música.
–Efectivamente, soy profesora de piano.
–El color de la cara me dice que vive en el campo. ¿Es así?
–Así es; vivo cerca de Farnham, a orillas del Surrey.
–¡Hermoso país! ¿Se acuerda, Watson? Allí tuvimos cierta
aventura... Pero estamos perdiendo el tiempo lastimosamente.
Tenga la bondad de hablar, señorita, y contarnos lo que le ha
pasado.
Hubo una breve pausa; después, la señorita Violet Smith empezó
su relato con mucha sangre fría:
–Yo, señor Holmes, soy huérfana de padre, quien murió hace un
año, aproximadamente. Se llamaba James Smith y era director de
orquesta en el Teatro Imperial. Al morir él quedamos mi madre y yo
poco menos que en la miseria, pues el único pariente que teníamos,
y que era un hermano de mi padre, partió muy joven para África y
hacía veinticinco años que no sabíamos de él. Un día, recorriendo los
anuncios del Times en busca de algo que nos interesara, vimos,
llenas de asombro, nuestro nombre y unas señas a las cuales se nos
rogaba que fuéramos para hablarnos de un asunto importante. Ya
comprenderá que no vacilamos un segundo, y nos dirigimos a la
casa del abogado que firmaba el anuncio. Al entrar en su despacho
nos encontramos con dos caballeros que nos presentó como los
señores Carruthers y Woodley, quienes habían llegado del África
hacía unos cuantos días. Nos dijeron que eran íntimos amigos de mi
tío Ralph Smith, y que éste, al morir, completamente falto de
recursos, en Johannesburgo, les rogó que buscaran a su familia y
velaran por ella. Algo extraño nos pareció que mi tío se ocupara de
nosotras en la hora de la muerte, no habiéndose ocupado durante su
vida; pero el señor Carruthers nos dijo que mi tío, al enterarse por
una casualidad de la muerte de nuestro padre, se consideró
responsable de nuestro porvenir.
–Un momento, señorita –interrumpió Holmes–. ¿Cuándo tuvo lugar
esa entrevista?
–En diciembre..., hace cuatro meses, aproximadamente.
–Está bien; continúe.
–Desde el primer momento me resultó profundamente antipático el
señor Woodley. Su cara era roja e hinchada; sus bigotazos
rabiosamente rubios, sus sienes hundidas y sus ojos fríos y crueles
me impresionaron de tal modo, que volví la cara disgustada,
pensando que Morton no vería con agrado mi amistad con
semejante hombre.
–¡Ah! ¿De modo que él se llama Morton? –murmuró Holmes,
sonriendo.
La muchacha se ruborizó un poco; luego se echó a reír.
–Sí; se llama Morton, es ingeniero electricista, y nos casaremos
antes de terminar este año. Sin embargo, no se trata ahora de él,
sino de los dos hombres que decían venir en nombre de mi tío. El
señor Carruthers, al contrario de Woodley, me resultó una persona
muy simpática y correcta. Llevaba el pálido rostro completamente
afeitado, no hablaba casi nada, y por sus labios vagaba una tenue y
constante sonrisa de bondad.
”Nos preguntó por nuestra situación, y al contestarle nosotras
francamente, me propuso una colocación en su casa, como
profesora de piano de su hija. Yo puse el reparo que no quería
separarme de mi madre, y entonces él me dijo que podría pasar con
ella los domingos, y que me daría cien libras esterlinas de sueldo.
Acepté, y al día siguiente fui a Chiltern Grange, situada a seis millas,
aproximadamente, de Farnham. El señor Carruthers es viudo, y la
casa corre a cargo de la señorita Diskson, un ama de gobierno
sexagenaria y muy bondadosa. En cuanto a la hija del señor
Carruthers, es una encantadora niña de unos diez años, muy fácil de
convencer y muy cariñosa. Realmente, yo estaba muy satisfecha con
mi colocación; las semanas se me pasaban sin sentir, y me dolía que
llegaran los sábados, días en que yo salía camino de Londres para
pasar el domingo con mi madre.
”La primera nube apareció con la llegada a Chiltern Grange del
señor Woodley. El hombre de los bigotes rubios pasó con nosotros
una semana, que me pareció durar tres meses. Resultó antipático a
todo el mundo, especialmente a mí. Me acosó, obstinada,
brutalmente, abofeteándome con sus millones y asegurándome que
si me casaba con él tendría las mejores alhajas del mundo. Una
tarde, poco tiempo después de la comida, y cuando le aseguraba por
enésima vez que nunca sería suya y que no quería tener nada de
común con él, me cogió entre sus brazos, jurando que no me
soltaría hasta que le diera un beso. A mis gritos acudió el señor
Carruthers, y criticándole su conducta, nos separó. Woodley se
precipitó sobre su amigo y lo hirió de un puñetazo en el rostro.
Como usted comprenderá, este incidente apresuró su partida, y a la
mañana siguiente el señor Carruthers me rogó que estuviera
tranquila, que mientras él pudiera evitarlo no volvería a sufrir un
insulto semejante. Desde entonces no he visto al señor Woodley.
”Y ahora, señor Holmes, llegamos a la parte más interesante de mi
narración y a los hechos que han motivado mi visita.
”Todos los sábados voy en bicicleta desde Chiltern Grange hasta la
estación de Farnham, para tomar el tren que sale a las veintidós. En
el camino no encuentro casi nunca a nadie, y esta soledad es
verdaderamente terrible durante un largo espacio de terreno (una
milla, aproximadamente): a la derecha, la desolación de la llanura, y
los bosques de Charlington Hall a la izquierda. Hace quince días, al
pasar por este sitio, volví casualmente la cabeza; a unas doscientas
yardas de distancia vi a un hombre montado en bicicleta. Me pareció
de alguna edad y observé que tenía barba negra. Antes de llegar a
Farnham volví por segunda vez la cabeza, y ya el ciclista había
desaparecido. No me acordé más de ello. Pero ¡imagínese cuál sería
mi sorpresa cuando el lunes siguiente, al volver a Chiltern Grange,
me encontré al mismo individuo y en el mismo sitio que el sábado!
Mi asombro creció al ver que el sábado y el lunes de la semana
siguiente se repetía el mismo hecho. Realmente, la conducta del
ciclista no podía ser más correcta; permanecía siempre a igual
distancia y nunca me dijo lo más mínimo. Sin embargo, yo estaba
preocupada y llena de inquietud, y puse al corriente al señor
Carruthers de lo que sucedía; él me contestó que ya tenía encargado
a Londres un coche y un caballo, para evitarme pasar por aquel sitio
tan solitario.
”El coche debía llegar esta semana, precisamente; pero en virtud
de no sé qué contratiempo, no llegó, y esta mañana no tuve más
remedio que montar en la bicicleta y atravesar el camino, tan
solitario como en días anteriores. Ya comprenderá con qué
curiosidad llegué a la parte de la llanura y del bosque. Allí estaba; y
siempre a la misma distancia, me siguió el misterioso ciclista. Vestía
un traje oscuro y una gorrilla escocesa; en cuanto al rostro, no pude
ver más que la barba negra.
”Una vez pasado el temor quedó la curiosidad, y acorté la marcha;
él acortó la suya; yo me detuve; él se detuvo. Entonces se me
ocurrió hacerle una jugarreta: cerca de donde estaba daba vuelta el
camino; pedaleé con fuerza, y al doblar la esquina me detuve,
esperando que, llevado de su impulso, pasara por delante de mí.
Pero después de esperar un rato, me convencí de que no había
seguido mi ejemplo; volví atrás y quedé asombrada. En toda la
extensión del camino no se veía un alma”.
–¿Hay algún sendero transversal? –preguntó Holmes.
–No, ninguno. Diríase que se lo había tragado la tierra.
Holmes sonrió, y frotándose las manos, dijo:
–No está mal, no está mal. Me va interesando el asunto. ¿Cuánto
tiempo transcurrió mientras estuvo usted en acecho?
–Dos o tres minutos.
–¿Y no pudo ocultarse en algún sitio ni volver hacia atrás?
–No.
–¿Y está segura de que no tomó a través de la llanura?
–Segurísima.
–Entonces resulta indudable que siguió la dirección de Charlington
Hall.
–Tal creo, señor Holmes; y ahora que lo sabe todo, espero que me
ilumine y me aconseje en este conflicto.
Holmes permaneció callado unos segundos.
–¿Dónde vive su novio?, –dijo, levantando la cabeza.
–En Coventry, y está empleado en la Compañía Eléctrica de
Midland.
–¿Y no será él que intenta hacerle alguna broma?
–¿Me cree tan torpe que no había de reconocerle?
–¿Tiene más pretendientes?
–Antes de conocer a Morton tuve muchos.
–¿Y después?
Las mejillas de la señorita Smith se colorearon ligeramente.
–¿Y después? –repitió Holmes.
–Voy a serle franca. Tal vez me equivoque, pero me parece que el
señor Carruthers siente cierta inclinación por mí. Estamos todo el día
juntos y por la noche nos deleitamos con el piano. Bien es verdad
que él no me ha dicho nunca lo más mínimo, porque es un perfecto
caballero; pero hay ciertas cosas que no pasan inadvertidas a una
mujer.
La seriedad y el aspecto reflexivo de Holmes aumentaron.
–¿Y está en buena posición el señor Carruthers?
–Sí; es rico.
–Sin embargo, a pesar de esa riqueza, no tiene coche ni caballos.
–No importa; eso es un simple detalle; pero el aspecto general de
la casa, su modo de vivir, sus gustos, todo indica una buena
posición.
–¿Sale mucho de casa?
–No; únicamente dos veces a la semana va a la City, porque es
accionista de las minas del África del Sur.
–Está bien –dijo Holmes levantándose–. Téngame al corriente,
señorita, de todo lo que ocurra. Aunque estoy ocupadísimo estos
días, procuraré hacer tiempo para emplearlo en usted. Mientras
tanto, no haga nada sin prevenírmelo antes.
–Pierda cuidado, señor Holmes; le estoy muy agradecida.
–De nada, señorita; espero que nos hemos de ver pronto, y no por
malas noticias.
La señorita Violet Smith salió del cuarto.
–Es muy lógico que una muchacha de su edad y de sus condiciones
tenga individuos que vayan detrás de ella –dijo Holmes,
encendiendo tranquilamente la pipa–. Pero no es tan lógico que la
sigan en bicicleta por caminos solitarios y en la forma que lo hace
ese misterioso enamorado. Como ve, amigo Watson, se trata de un
caso muy curioso.
–En efecto, es muy extraordinario.
–Ahora necesitamos saber quiénes son los habitantes de
Charlington Hall, y cómo Carruthers y Woodley, que parecen ser tan
diferentes, tienen tan íntimas relaciones, puesto que los dos
aparentaron igual interés por la suerte de la señorita Smith; y, por
último, qué motivo hay para pagar a una profesora de piano doble
sueldo que el corriente, y, en cambio, carecer de un mísero
carricoche para conducirla a la estación. Eso es raro, Watson, muy
raro.
–¿Va a ir allá?
–No, querido. Irá usted. Tal vez no sea más que una intriga
insignificante, y me haría muy poca gracia abandonar trabajos serios
por una tontería. Pasado mañana lunes irá muy temprano a
Farnham, se ocultará en cualquier sitio, observará y hará lo que le
parezca conveniente, y luego venga a contármelo. ¿Está conforme?
–Conforme –contesté, algo orgulloso por su confianza en mí.
***
Al lunes siguiente salí de Waterloo en el tren de las nueve y trece,
es decir, treinta y siete minutos antes que la señorita Smith. Una vez
en la estación de Farnham, no me fue muy difícil hallar el sitio
misterioso. El camino, según nos había dicho la joven, dejaba a un
lado la llanura y al otro un alto y áspero matorral, detrás del cual se
erguían árboles seculares y blanqueaba un viejo palacio cubierto de
musgo y de emblemas heráldicos. Aparte la entrada principal,
observé que aquella especie de seto o vallado salvaje estaba roto en
muchos sitios y que al pie de la rotura nacían caminejos y
senderillos.
En la llanura florecían las aulagas y un sol primaveral vertía sus
rayos débiles aún. Yo me escondí detrás de unas matas, en el sitio
en que pudiera observar al mismo tiempo la entrada del castillo y
una larga cinta de carretera. Al poco rato apareció un ciclista que
venía en dirección de Farnham. Vestía de oscuro y tenía la barba
negra. Al llegar frente a Charlington saltó al suelo y se internó entre
la maleza.
Al poco rato vi una ciclista que venía en dirección contraria. Era la
señorita Smith. Al pasar junto a Charlington miró con ojos curiosos;
cuando ya estaba un poco lejos, salió el otro individuo de su
escondite, montó en la máquina y echó a correr detrás de la
profesora de piano. Eran las dos únicas personas que había entonces
en la carretera. La esbelta silueta de la muchacha, muy erguida en
su silla, se destacaba claramente, mientras que el hombre se
inclinaba sobre el manubrio como temiendo ser conocido. Ella volvió
la vista y acortó la velocidad; él hizo lo mismo; ella se paró; él se
paró también.
De pronto, ella hizo un movimiento tan rápido como ingenioso. Dio
una vuelta y vino velozmente sobre su perseguidor; pero éste fue
tan rápido como ella y corrió también. La señorita Smith no tardó en
cambiar de dirección con un gesto desdeñoso y altivo y siguió su
camino, escoltada siempre por su extraño cortejo. Al poco rato los vi
desaparecer en un recodo del camino.
Permanecí todavía un poco en mi escondite y no tuve por qué
quejarme de ello, pues pasados unos minutos vi de nuevo al ciclista
que volvía lentamente. Entró en el jardín por la puerta principal y
echó pie a tierra. Lo vi levantar los brazos, sin duda para arreglar la
corbata, y volviendo a montar la bicicleta, se dirigió hacia el castillo.
Salí corriendo de mi escondite y miré por los espesos árboles: ya no
vi nada.
Ya en Londres, me dirigí a la importantísima agencia de Pall Mall. El
jefe de la oficina me recibió muy cortésmente y me dijo que si
pensaba alquilar Charlington Hall llegaba demasiado tarde, pues
hacía un mes que lo había alquilado el señor Williamson; y
haciéndome una inclinación de cabeza, me despidió sin decir una
sola palabra más.
Sherlock Holmes escuchó atentamente el resultado de mis
pesquisas, y con gran asombro mío, en vez de las calurosas
felicitaciones que esperaba, se puso más serio que de costumbre y
empezó a discutir lo que llamaba mis torpezas y mis olvidos.
–Eligió muy mal escondite, amigo Watson. Debió ocultarse en la
maleza que rodea el castillo, porque de ese modo hubiera podido ver
de cerca al individuo, y no como ahora, que sus datos son
exactamente iguales que los de la señorita Smith. Ella afirma no
conocerle, y yo creo todo lo contrario, porque si no, no tendría razón
de ser este temor suyo de que le vea la cara, según confirma ese
detalle de inclinarse demasiado sobre el manubrio. Veo, amigo
Watson, que ha estado usted muy torpe. ¿A quién demonios se le
ocurre venir a una agencia de Londres para averiguar datos de un
individuo que se pierde en el jardín de Charlington Hall?
–¿Pues qué iba a hacer? –contesté malhumorado.
–Ir a la taberna o la posada más próxima, que seguramente será el
nido de los comadreos e indiscreciones del contorno. Allí hubiera
sabido todos los nombres, desde el del amo hasta el del último
criado. El nombre de Williamson no dice nada. En suma, ¿qué hemos
conseguido con sus observaciones? ¿Una ratificación de lo dicho por
la señorita Smith? ¡Maldita la falta que hacía! ¿Que el misterioso
ciclista no es extraño al castillo? Eso ya lo sabíamos.
–¡Lo sabía usted! –repliqué secamente.
–Sí, lo sabía; mejor dicho, estaba casi seguro de ello. Pero no
ponga esa cara, amigo Watson. Otras veces ha acertado. Dejemos
este asunto por ahora, puesto que no podemos hacer nada hasta el
próximo lunes.
Al día siguiente recibimos una carta de la señorita Smith contando
breve y exactamente los acontecimientos que yo había presenciado,
al final de ella había una posdata llena de interés:
Voy a hacerle una confidencia, en la seguridad, señor Holmes, de
que usted no quebrantará el secreto. Mi posición aquí es ahora muy
delicada, pues el señor Carruthers se me ha declarado hoy mismo,
pidiéndome mi mano. Comprendo la sinceridad y honradez de sus
sentimientos; pero no puedo aceptar: como usted sabe, mi corazón
es de otro. Ya comprenderá lo violento de la situación de ahora en
adelante.
–Decididamente esto se complica –murmuró Holmes, después de
leer la carta con aire pensativo–. El asunto toma mayor interés cada
vez, y me parece que voy a pasar un día en el campo, a gozar de la
primavera y del aire libre. Serán unas cuantas horas de tranquilidad.
Las horas campestres y tranquilas terminaron de muy mala manera
para Holmes. Volvió a Baker Street muy tarde, con un labio roto, un
enorme chichón en la frente, y con un aspecto tan desastroso, que si
lo encuentra algún policía no lo hubiera pasado muy bien. Sin
embargo, parecía muy satisfecho, y entre carcajadas me contó sus
aventuras:
–Lo primero que hice fue buscar la posada de que le hablé, y que
inevitablemente tenía que existir. Una vez dentro de ella, empecé
mis averiguaciones. Convidé una copa al posadero, y éste, que
resultó un gran parlanchín, me puso al corriente de todo. Según
parece, Williamson es un viejo de barba blanca, que no tiene familia
alguna y vive en el castillo sólo con tres o cuatro criados. La gente
dice que ha sido o es pastor protestante. El posadero me dijo
también que todos los sábados entraban en el castillo muchos
individuos, y especialmente un tal Woodley, que iba siempre con él.
Estábamos en esta conversación, cuando un hombre de bigotes
rubios se nos acercó, preguntando quién era yo, qué quería y por
qué me interesaba por tales historias. Ya me disponía yo a
contestarle, cuando me vi brutalmente sorprendido por una
bofetada, con la cual terminó el individuo su exabrupto. Yo le
contesté como se merecía, y a los pocos minutos la posada fue
teatro de una homérica lucha. A mi adversario creo que se lo
llevaron en una carreta; yo, ya ve como estoy. Pero, sin embargo,
debo confesar que, a pesar de estos amenos entretenimientos, no
he conseguido con mi visita mucho más que usted con la suya.
***
El jueves recibimos la siguiente carta de la señorita Smith:
Voy a darle, señor Holmes, una noticia que tal vez le sorprenda. El
sábado saldré de esta casa para no volver más. No obstante la
corrección y el fino trato del señor Carruthers, mi situación aquí se
ha hecho insostenible. Todo parece completamente arreglado, hasta
los peligros de una caminata en bicicleta, puesto que el señor
Carruthers ha recibido ya el coche. Además, tal vez continuara y
procuraríamos, Carruthers y yo, olvidar lo ocurrido, a no ser por la
vuelta del señor Woodley y su presencia constante en esta casa. Ya
en esto no puedo transigir. Siempre me resulta antipático; pero
ahora, en virtud de no sé qué accidente, que le ha deshecho la cara,
está verdaderamente repulsivo. Debe vivir en las cercanías, porque
lo veo muy de mañana rondar la casa. Yo preferiría mil veces más
encontrarme con una fiera que con este hombre odioso. Menos mal
que ya me quedan pocos días de sufrimiento. El sábado, Dios
mediante, lo perderé de vista.
–¡Ojalá! –exclamó Holmes gravemente, al terminar la lectura–.
Existe en torno de esta muchacha una conspiración misteriosa, la
cual tenemos el deber de contrarrestar. Debemos velar por ella en su
último viaje. Por lo tanto, el sábado por la mañana, temprano,
saldremos para Farnham.
Así lo hicimos, y no pude reprimir un estremecimiento de angustia
al ver que Holmes, serio y preocupado, se guardó antes de salir de
casa un revólver en el bolsillo.
Había llovido la noche anterior, y por ello las plantas y los árboles
aparecieron más lozanos a nuestros ojos, hechos a mirar las nieblas
de Londres. Holmes y yo andábamos lentamente, respirando a
pulmón lleno la frescura de la mañana, y recreábamos nuestros
oídos con la gritería de los pájaros y la suave y odorante canción de
las ramas, mecidas por un viento mansurrón. A la izquierda,
surgiendo de las copas de los robles y de las encinas, triunfaba la
piedra gris del castillo. A la derecha se extendía la parda llanura.
De pronto Holmes se detuvo, y con el brazo rígido marcó un punto
en la lejanía. En la cinta amarillenta del camino se veía la mancha de
un carruaje que venía hacia nosotros rápidamente.
–O he calculado mal –dijo Sherlock, con un gesto de impaciente
disgusto– o ha salido antes de la hora. De todas maneras, mucho
me temo que lleguemos antes de pasar el coche por Charlington.
Y dichas estas palabras, echó a correr. Yo lo seguí y entonces
comprendí la elasticidad de sus piernas y la torpeza de las mías.
Pronto me quedé atrás, y ya me disponía a gritarle que me
esperase, cuando lo vi detenerse y alzar los brazos al cielo con un
ademán de desesperación. Al mismo tiempo vi que el coche venía
hacia nosotros arrastrado por el caballo desbocado; las riendas se
deslizaban por el suelo, los asientos estaban vacíos, el pescante
también.
–¡Demasiado tarde, Watson! –gritó Holmes al llegar yo junto a él,
sudoroso y jadeante–. ¡He sido un imbécil! Se trataba de un rapto,
de un asesinato quizá. Venga, vamos a detener el caballo. ¡Por aquí!
¡Eh! ¡Cuidado! ¡Así! ¡Ajajá! ¡Suba, suba pronto! ¿Estamos ya?
Andando.
Ya dentro del coche, Holmes dio un fustazo al caballo y seguimos la
carretera. Al dar la vuelta cogí del brazo a Holmes:
–¡Mire! ¡Ahí está el ciclista!
Efectivamente. Hacia nosotros venía un individuo montado en
bicicleta pedaleando con furia. De pronto levantó la cabeza y nos
vio. Entonces paró en seco y saltó a tierra. Su barba negra como el
ébano formaba rudo y extraño contraste con la palidez del rostro y
los ojos brillantes de fiebre.
–¡Alto! –gritó colocándose con su máquina en medio de la
carretera–. ¿Dónde han cogido ustedes ese coche?
–¡Paso! –dije.
–¡Alto, he dicho! –rugió, sacando su revólver y apuntándonos–. ¡Si
dan un paso más, empiezo a tiros!
Holmes dejó las riendas y saltó al suelo.
–En su busca íbamos. ¿Dónde está la señorita Smith? –dijo con su
tranquilidad característica.
–¡Eso lo pregunto yo! –contestó el desconocido–. Ustedes, que
vienen en su coche, deben saberlo.
–No; nosotros hemos encontrado este coche vacío y nos hemos
apoderado de él para llegar antes y poder salvar a esa joven.
El desconocido se llevó las manos a la cabeza.
–¡Dios mío! ¡Dios mío! –exclamó–. ¿Qué habrá sido de ella? Ese
canalla de Woodley y ese pastor indigno me la han robado. ¡Ah! ¡Ya
sé! ¡Vengan, vengan conmigo! Les juro que la salvaremos aunque
tenga que dejar mi piel entre sus manos.
Y echó a correr, siempre con el revólver empuñado, hacia los
matorrales que cercaban el castillo. Holmes corrió tras de él, y yo,
abandonando el coche en medio de la carretera, seguí a Holmes.
Así, uno detrás de otro, atravesamos las zarzas y seguimos un
estrecho sendero.
–Por aquí han pasado. Miren sus huellas –dijo el desconocido,
señalando el suelo fangoso–. Pero, ¡calla! ¿Qué hay allí?
Era el cuerpo de un jovencillo vestido de lacayo, con polainas de
cuero. Yacía de espaldas, con la cabeza rota; un charco de sangre le
iba empapando poco a poco el cabello. Lo examiné rápidamente y vi
que, por fortuna, no estaba comprometido el hueso.
–¿Qué? ¿Es grave? –preguntó Holmes.
–No; será cosa de unos cuantos días.
–¡Pobrecillo! –exclamó el desconocido–. Es John. Los canallas lo
han herido para poder obrar a su gusto.
Y luego, pateando de impaciencia:
–Pero vamos; ya volveremos por él. Los minutos son preciosos. Tal
vez lleguemos a tiempo.
Echamos a correr de nuevo. Estábamos ya cerca de la casa, cuando
Holmes se detuvo.
–¡Eh! Por aquí han torcido. ¿No lo dije?
En aquel momento, un desgarrador grito de mujer se extendió por
el bosque. Luego se oyeron gemidos detrás de un matorral próximo.
–¡Por aquí!, ¡por aquí! –gritó el desconocido–. Síganme, señores.
¡Cobardes! ¡Canallas!...
Llegamos a una plazoleta formada por altos y añosos árboles. Al
pie de un roble desfallecía, amordazada, la señorita Smith; junto a
ella un hombre de bigotes rubios agitaba triunfalmente un látigo.
Entre los dos había otro hombre, ya viejo, de barba gris y con un
paño blanco sobre el traje de americana. Indudablemente acababa
de verificarse una ceremonia religiosa, porque en el momento de
llegar nosotros se guardaba en el bolsillo un libro de oraciones y con
la otra mano le daba golpecitos en la espalda a su compañero, como
felicitándole.
–¡Se han casado! –grité.
Nuestro guía no contestó y siguió corriendo. Holmes también siguió
corriendo, y yo hice lo mismo.
Al acercarnos al grupo, Williamson nos saludó con burlesca
cortesía, y Woodley se adelantó hacia nosotros sonriendo
ferozmente, y dijo:
–Vaya, quítese esa barba, Bob. Le hemos reconocido. Veo que
llegan a tiempo, señores, para que tenga el gusto de presentarles a
la señora Woodley.
La contestación de nuestro guía no se hizo esperar mucho. Se
arrancó la barba postiza y la tiró al suelo, dejando ver un rostro
completamente afeitado; luego levantó el brazo y apuntó con el
revólver a Woodley, diciendo:
–Sí; yo soy Bob Carruthers y, por lo mismo, sabes que cumplo lo
que prometo. Esa mujer...
–Llegas tarde. Esa mujer ya es mi esposa.
–¡No! ¡Tu viuda!
Salió el tiro. En el chaleco de Woodley punteó la sangre y dos
segundos después el raptor dio una vuelta sobre los talones, se llevó
las manos al pecho y cayó de espaldas. El sacerdote lanzó una
blasfemia, y sacando un revólver intentó disparar; pero Holmes se
precipitó sobre él y se lo arrancó, diciendo fríamente:
–¡Basta ya! Tome, Watson, guárdeme esa arma. Y usted, señor
Carruthers, déme la suya. ¡Basta de violencias! ¡Vamos!
–Pero, ¿quién es usted?
–Sherlock Holmes.
–¡Gran Dios!
–Celebro que haya oído hablar de mí. Eso le hará ver que hasta la
llegada de la policía represento la ley. ¡Eh! ¡Venga acá! –continuó,
dirigiéndose a un criado que asomó su cara llena de terror entre los
árboles–. Va a llevar esta carta inmediatamente a Farnham.
Y sacando un cuaderno del bolsillo escribió unas líneas
apresuradamente, arrancó la hoja y se la dio al criado, diciendo:
–Se la entregará usted al comisario de policía.
El criado desapareció entre los árboles, y Holmes, con voz enérgica,
continuó, volviéndose hacia nosotros:
–¡Todos detenidos!
Ante aquella actitud de hombre fuerte y seguro de sí mismo, nos
sentimos dominados y sin voluntad. Williamson y Carruthers
condujeron al herido hasta la casa, y yo ofrecí el brazo a la aterrada
joven. Acostamos al herido, examinándolo yo por encargo de
Sherlock Holmes, mientras mi amigo esperaba en el comedor,
acompañado de los detenidos, el resultado del reconocimiento.
Cuando entré en el comedor dije lacónicamente:
–¡Vivirá!
Carruthers saltó del asiento.
–¡Que vivirá! –exclamó–. ¿Dice usted que vivirá? ¡De ningún modo!
Ahora mismo subo y lo remato. ¡No faltaba más sino que este ángel
estuviera unida para siempre a ese canalla!
Holmes lo sujetó:
–No se apresure. Hay dos condiciones indispensables para la
validez de un matrimonio, y me parece que una de ellas no se ha
cumplido.
En los labios de Williamson vagó una sonrisa irónica.
–¿Cuál?
–La de que tenga usted derecho a bendecir una boda.
El bandido se encogió de hombros:
–Hace mucho tiempo que recibí las órdenes.
–Sí, pero luego lo descalificaron.
–¡No importa!
–¡Sí que importa! Pero, en fin, eso es lo de menos. Falta el
consentimiento de la mujer, y eso usted no lo ha obtenido.
–¿Cómo que no?
–Claro que no. Ha cometido usted una falta castigada en el Código
con lo menos diez años de prisión. En cuanto a usted, señor
Carruthers, creo que hubiera obrado más cuerdamente no habiendo
hecho uso del revólver.
–Tal vez, señor Holmes; pero cuando vi que, a pesar de todas las
precauciones que tomé para salvar a esta mujer adorada (porque yo
la amo, señor Holmes, la amo como no creí que se pudiera amar
nunca) de las manos de ese Woodley, el más infame bandido de
África; cuando vi que, a pesar de todas las precauciones, no había
conseguido nada, perdí la cabeza y disparé... No lo querrá creer,
señor Holmes, pero esa mujer me ha regenerado. Desde que entró
en mi casa ya no pensé más que en ella, y siempre que salía, yo me
ponía una barba postiza y la seguía a distancia para evitarle
cualquier contratiempo al pasar por delante de este castillo, donde
acechaban estos dos bandidos.
–¿Y por qué no la advirtió del peligro que corría?
–Porque se hubiera marchado en seguida de casa, y no podía vivir
sin verla. Aunque no me amara, me bastaba sentirla cerca de mí, y
oír el sonido de su voz, y ver brillar sus ojos y reír su boca.
–¡Pero eso –exclamé– no es amor, sino egoísmo!
–Es posible. Yo creo que en el fondo del corazón estos dos
sentimientos se dan la mano. Pero, en fin, sea como fuere, el caso
es que yo no me resignaba a dejarla entregada a sí misma,
persiguiéndola como lo hacían estos dos canallas. Sobre todo,
cuando llegó el telegrama.
–¿Qué telegrama?
Carruthers se llevó la mano al bolsillo y sacó un papel azul.
–Este.
Holmes lo cogió y leyó en voz alta:
–“El viejo ha muerto”. ¡El viejo ha muerto! –repitió–. Ahora lo he
comprendido todo. Todo se presenta claro ante mi vista... Sin
embargo, ¿quiere ayudarme diciéndome lo que sepa?
Williamson lanzó una blasfemia.
–¡Cuidado, Bob Carruthers! Como digas lo más mínimo respecto de
nosotros, te va a costar muy caro. Puedes decir cuanto quieras de tu
romanticismo con esa mujer, pero sin hablar de nosotros, porque me
parece que vas a correr la suerte de Woodley.
–No se incomode Vuestra Reverencia –dijo Holmes, encendiendo
tranquilamente un cigarrillo–. El asunto de ustedes es de los más
claros que he conocido, y si pido la ayuda de Carruthers no es más
que para algunos simples detalles. No obstante, si se pone tonto, yo
seré el que cuente la historia, y les convenceré de que conozco
todos sus secretos. Por de pronto, sé que Woodley, Carruthers y
usted vinieron de África con un objeto determinado.
–¡Mentira! Yo no había visto en mi vida a estos dos hombres, y no
he estado nunca en África.
–Tiene razón –murmuró Carruthers.
–Bueno; convengamos en que no vinieron más que dos. Vuestra
Reverencia no es, por lo tanto, artículo de importación. Woodley y
Carruthers conocieron en África a un tal Ralph Smith, hombre
inmensamente rico, con vida para muy pocos años y una sobrina en
Inglaterra que heredaría toda su fortuna. ¿No es eso?
Carruthers asintió con la cabeza, Williamson gruñó una blasfemia.
–Entonces –continuó Holmes– decidieron venir a Inglaterra y
buscar a la sobrina de Ralph Smith; uno de ustedes se casaría con
ella y partiría la herencia con el otro. Woodley, por una razón que
ignoro, fue designado para marido.
–Lo jugamos a las cartas durante la travesía, y ganó él.
–Perfectamente. Llegaron a Londres, conocieron a la muchacha, y
usted la empleó en su casa para que Woodley pudiera enamorarla.
Pero ella no pudo acostumbrarse a ese hombre y lo rechazó cuantas
veces se acercó hablándole de amores. Mientras tanto, usted se
enamoró y pensó hacer lo posible por evitar que la señorita Smith
fuera de ese bárbaro. ¿No fue así?
–Así fue.
–Riñó usted con Woodley y éste salió muy furioso de su casa para
continuar sin usted la proyectada infamia.
–Me parece, Williamson –interrogó Carruthers con una amarga
sonrisa–, que el señor Sherlock Holmes sabe tanto como nosotros.
Tiene usted razón –continuó, volviéndose a Holmes–. Reñimos, me
golpeó y lo perdí de vista durante algunos días. Entonces fue cuando
se encontró a este granuja, y alquilaron juntos este castillo, que está
cerca del camino que la señorita Smith tenía que seguir
semanalmente para ir a la estación. Como continué en relaciones
con ellos, estuve al corriente de algunas de sus ideas, y procuraba
contrarrestarlas sin que ellos se enterasen. Hace dos días, Woodley
vino a verme con el telegrama de la muerte de Smith y me preguntó
si estaba dispuesto a cumplir lo convenido. Yo le contesté
negativamente. Entonces me propuso que fuera yo el que contrajera
matrimonio, siempre que partiese con él la herencia.
”–Desgraciadamente –le dije–, se lo propuse y no quiere.
”–Eso no importa –contestó–; te casas a la fuerza y luego ya se
acostumbrará.
”Me opuse rotundamente a ejercer la menor violencia contra la
muchacha, y entonces él salió de casa vomitando injurias y
amenazas. El sábado debía salir la muchacha de casa para no volver
más, y a pesar de que iría en coche, yo no estaba muy tranquilo y
decidí seguirla por última vez en bicicleta. Lo demás ya lo ha visto
usted”.
Holmes se levantó, y tirando la colilla en el cinc de la chimenea,
dijo:
–Confieso, Watson, que no he estado muy listo en esta ocasión.
Cuando usted me dijo que el ciclista levantó los brazos para
arreglarse la corbata, debí comprender que llevaba barba postiza. En
fin, ya está todo descubierto y no falta más que... ¡Calla! Ahí vienen
tres agentes, y el lacayo herido con ellos. Me felicito de que no haya
habido ninguna muerte. ¿Quiere subir, Watson, a ver si la señorita
Smith necesita algo y a decirle que tendremos mucho gusto en
acompañarla hasta la casa de su madre?
***
Voy a terminar.
La señorita Smith heredó una gran fortuna, y hoy día es la señora
de Morton, el copropietario de la importante casa Morton y Kernedy,
los famosos electricistas de Westminster.
Williamson y Woodley, acusados de rapto con violencia, fueron
condenados a siete años de trabajos forzados, el primero, y a diez el
segundo. Respecto a Carruthers, no hemos vuelto a saber de él;
pero estoy seguro de que se libró con unos cuantos meses de prisión
únicamente.
Los Monigotes
Hacía largo rato que Holmes estaba absorto en un experimento
químico. En torno suyo se amontonaban las probetas, los
alambiques, las retortas y otros mil cachivaches de cristal y
metálicos, llenos de unos líquidos de diversas coloraciones y
distintos olores.
Largo rato hacía también que yo lo miraba, y lo comparaba
mentalmente con una colosal ave de rapiña, de ganchudo pico, de
ojos brillantes y esquelético y negro cuerpo.
De pronto mi amigo levantó la cabeza y, mirándome fijamente,
exclamó:
–De modo, amigo Watson, que no está usted completamente
decidido.
–¿A qué?
–A invertir ese dinero en acciones sudafricanas.
Di un salto. A pesar de lo antiguo de nuestra amistad, de lo hecho
que debía estar a tales sorpresas y alardes adivinatorios, confieso
que me asombró tan exacto conocimiento de mi pensamiento en
aquel instante.
–¿Quién se lo ha dicho? –pregunté, estupefacto.
Holmes dio la vuelta en el taburete, y con un tubo de ensayo en la
mano se quedó mirándome. Por sus labios vagaba una sonrisa
irónicamente burlona.
–Vaya, confiese, amigo Watson, que le ha sorprendido mi pregunta.
–Lo confieso.
–Estoy a punto de exigirle por escrito esa confesión.
–¿Por qué?
–Porque dentro de cinco minutos opinará que no tiene nada de
particular que le haya adivinado el pensamiento.
–De ningún modo, querido. Lo admirable es siempre admirable.
–Perfectamente. Ahora verá.
Dejó cuidadosamente el tubo en un vasito de cristal, se levantó del
taburete y, viniendo a sentarse junto a mí, empezó a hablar.
–Todo descubrimiento se basa sobre una serie de deducciones
perfectamente enlazadas unas con otras y absolutamente necesarias
entre sí. Teniendo en cuenta esto, si nos callamos las deducciones
intermedias y decimos sólo el punto de partida y la conclusión,
produciremos un efecto sorprendente, aunque no muy estable y
seguro en la mayoría de los casos. Por ejemplo, ahora yo no he
necesitado más que examinar el espacio que existe entre sus dedos
índice y pulgar para deducir que no está muy decidido a arriesgar su
capital en las minas de oro sudafricanas.
–Pues no veo la relación...
–Ahora la verá. Voy a decirle los eslabones que faltan a esta cadena
deductiva.
”1º. Ayer por la tarde, cuando volvió usted del Círculo, traía
manchada de tiza la mano izquierda, entre los dedos pulgar e índice.
”2º. Generalmente, esa parte de la mano es la que se unta de tiza
para que resbale mejor el taco cuando se juega al billar.
”3º. Usted no juega nunca al billar más que con Thurskon.
”4º. Hace un mes me dijo usted que Thurskon, no teniendo
bastante dinero disponible para comprar unas acciones de las minas
de oro que le habían propuesto, le ofreció la mitad.
”5º. Su talonario de cheques lo tengo yo guardado en mi secrétaire
y no me ha pedido la llave.
”6º. y último. Se comprende que no quiere usted arriesgar su
capital en esas acciones”.
–¡Pues sí que es sencillo! –exclamé sin poder contenerme.
–¿Lo ve? –contestó Holmes, un poco molesto–. Todo nos parece
muy sencillo en cuanto nos descubren el secreto. Sin embargo, hay
problemas que... Por ejemplo, mire este papel.
Y tirando encima de la mesa una hoja de papel, se entregó de
nuevo a sus experimentos químicos.
Cogí el papel, estupefacto. Allí no había más que unos cuantos
jeroglíficos.
–¡Pero esto es cosa de chicos! –exclamé, después de darle mil
vueltas y de mirarlo en todos sentidos.
–¿Está seguro?
–No puede ser otra cosa.
–Desgraciadamente, no es ésa la opinión del señor Hilton Cubitt, de
Ridding Thorpe Manor (Norfolk). Ese enigma que ve ahí lo he
recibido esta mañana por correo, y esta tarde recibiré la visita de
quien me lo ha enviado.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta.
–¿No lo dije? –continuó Holmes–. O mucho me engaño, o ese que
ha llamado debe ser él.
Sonaron pasos firmes y enérgicos en la escalera, luego en el
pasillo, y momentos después se abrió la puerta del cuarto y entró un
hombre alto y corpulento. Todo su aspecto, desde la rubicundez del
afeitado rostro y la bondad de sus ojos claros y serenos, hasta su
vestir sencillo, pero elegante, revelaba un hombre sano,
acostumbrado a vivir lejos de las tinieblas de Baker Street. Con él
pareció entrar una ráfaga campesina. Después de estrecharnos las
manos iba a sentarse, cuando sus ojos tropezaron con el papel que
me había dado Holmes hacía un momento, y volvió a coger la mano
de mi amigo, diciendo:
–Qué, señor Holmes, ¿ha descubierto el enigma? Me han dicho que
es usted muy aficionado a los asuntos misteriosos.
Holmes inclinó la cabeza afirmativamente.
–Pues bien, ninguno tan extraño y tan oscuro como el mío. Le
envié este papel esta mañana para que tuviera tiempo de descifrarlo
antes de que llegase yo.
–Realmente –contestó Holmes–, se trata de un documento muy
curioso. A primera vista, parece el dibujo de un niño que intentase
representar una porción de monigotes bailando. ¿Qué motivos tiene
usted para conceder tal importancia a una cosa tan grotesca?
–Se trata de mi mujer, señor Holmes. Hace algunos días que la
noto cambiada, silenciosa, temblando al menor ruido, con los ojos
llenos de terror. Ése es el motivo que me ha obligado a enviarle
estos monigotes y a venir en busca de su talento.
Holmes levantó el papel y lo puso a plena luz. Era una hoja
arrancada de algún cuaderno, y en ella había dibujados varios
monigotes.
Durante largo rato reinó un silencio absoluto. Por fin, Holmes,
guardándose el papel en la cartera, dijo:
–Cada vez me convenzo más de que este asunto me dará bastante
que hacer. Ahora, aunque en su carta no daba usted muchos
detalles respecto de su personalidad, desearía, señor Hilton Cubitt,
que los repitiera y ampliara, para que los oiga mi compañero el
doctor Watson.
Hilton Cubitt me lanzó una mirada tímida; después, carraspeando y
retorciéndose, nerviosamente, las manos, anchas y rudas, empezó:
–Yo, señores, no tengo condiciones de narrador ni facilidad de
palabra. Todo lo contrario. Así, pues, contaré las cosas como pueda,
y si alguna les parece confusa, deben decírmelo, para explicarla.
Quiero que se enteren perfectamente. Hará un año que contraje
matrimonio. Aunque no soy muy rico, mi familia es una de las más
antiguas del condado de Norfolk y hace cinco siglos que se
establecieron los primeros Cubitts en Ridding Thorpe. Hará cosa de
un año vine a Londres, con motivo de las fiestas del pueblo, en
compañía de Parker, nuestro párroco, y ambos nos hospedamos en
una casa de huéspedes situada en Rursel Square.
”Allí trabé conocimiento con una joven americana llamada Elsie
Patrick. Simpatizamos desde el primer momento, y antes de un mes
ya estaba locamente enamorado de ella, y pasados unos días nos
casamos y volvimos inmediatamente a Ridding Thorpe. Tal vez,
señores, les parezca que un individuo de mis condiciones,
perteneciente a una de las familias más nobles y antiguas del
condado de Norfolk, hizo mal casándose de un modo tan precipitado
sin cuidarse de averiguar los antecedentes y la familia de su esposa;
pero si la hubieran visto, comprenderían mi súbita locura.
”Sin embargo, he de decir, en descargo de ella, mejor dicho, en
alabanza suya, que conmigo se portó lealmente. Antes de casarnos
me hizo la siguiente confesión: “En otros tiempos, Hilton, formé
parte de una sociedad secreta que pesó cruelmente sobre mi vida,
hasta tal punto que no sé lo que daría por no tener un pasado tan
doloroso. Aún estás a tiempo; pero ten la seguridad de que si te
casas conmigo, no tendré nunca que ruborizarme delante de ti y de
que en mi pasado no hay nada deshonroso para mí. Además, en el
caso de que me aceptes, has de resignarte a no saber una sola
palabra de todo lo ocurrido antes de conocerte. Si te parecen
demasiado duras estas condiciones, vuelve a Norfolk y abandóname;
yo seguiré la vida como si no nos hubiéramos conocido nunca”. Por
toda contestación, le cogí la mano y la besé en la frente. Mi palabra
estaba dada, y desde entonces la he cumplido religiosamente.
”Pasó un año, y nuestra vida era de una felicidad envidiable. Pero
de pronto, el mes pasado, aparecieron las primeras señales de
tempestad. Cierto día, mi mujer, que no recibía nunca
correspondencia, se encontró con una carta procedente de América,
según pude adivinar por el sello de origen. Al leerla se puso pálida, y
haciéndola mil pedazos, la arrojó al fuego. Ninguno de los dos, fieles
a nuestra promesa, hablamos del incidente. Desde entonces no hubo
minuto de tranquilidad para ella. Como dije antes, parece estar bajo
el peso de un presentimiento terrible. A no ser por la promesa que le
hice, yo le hubiera hablado ya, y tal vez confiándose ella a mí,
conjuraríamos el peligro; pero en vista de su silencio, yo también he
callado, aunque con gran dolor de mi alma. Debo advertirles, sin
embargo, que ni un solo momento dudé de ella. Es una mujer
admirable; conoce mi modo de ser, el culto que rindo a la
caballerosidad, el respeto que le tengo, y por nada del mundo
cometerá una falta que pudiese manchar mi nombre.
”Y ahora llegamos a la parte extraña y misteriosa de esta historia.
”Hace aproximadamente una semana, el martes último, encontré
en el trozo de muro que hay debajo de la ventana de mi cuarto una
porción de monigotes semejantes a los que hay en ese papel, y
dibujados con tiza en la piedra. Creí al principio que los habría hecho
el lacayo, pero éste me juró y perjuró repetidas veces que no hizo
tal cosa. Mandé que los borraran y le di cuenta a mi mujer del
hallazgo. Con gran sorpresa mía, se afectó profundamente y me
rogó que si volvían a aparecer otros dibujos como aquél le avisara
antes de borrarlos. Transcurrió la semana sin novedad; pero ayer por
la mañana me encontré en el jardín esa hoja que le he enviado. Al
enseñársela a Elsie, le produjo tal efecto, que cayó sin conocimiento.
Desde entonces parece vivir en sueños, en una pesadilla horrible, y
a mis súplicas responde con miradas dolorosas, de sonámbula, de
mujer que ya no vive en este mundo. Ahí tiene, señor Holmes, mi
historia. Acudo a usted, esperando que no desoiga mis súplicas. No
soy un hombre rico; pero si logra descubrir este enigma y salvar a
mi esposa, estoy pronto a quedarme en la miseria para
recompensarle”.
Calló Hilton Cubitt. Nuestras almas se sintieron impulsadas hacia la
franca y sana de aquel hombre de la antigua nobleza inglesa, de
ojos azules y de ademanes sencillos. En sus palabras sentimos vibrar
la abnegación y el amor que sentía por su mujer, y largo rato
después de haber terminado de hablar, un silencio augusto llenaba
la habitación. Por fin Holmes habló.
–¿No le parece, señor Cubitt, que lo mejor sería interrogar a su
esposa y rogarle que le confiara su secreto?
Hilton Cubitt sacudió la cabeza denegando.
–Ya le he dicho, señor Holmes, que media entre nosotros dos mi
palabra de caballero. Cuando Elsie no me ha dicho nada, es que no
puede hacerlo, y deber mío es respetar su silencio. Pero, en cambio,
la veo en peligro, y como tengo el derecho y la obligación de
defenderla, lo haré, cueste lo que costare.
Holmes le tendió la mano y le estrechó la suya enérgicamente.
–¡Bravo, señor Cubitt! Es usted un perfecto caballero y, por lo
tanto, le serviré con toda mi alma. Vamos a ver: ¿se ha fijado si ha
habido algún extranjero estos días en las cercanías de su casa?
–No; no he visto a nadie extraño.
–La localidad será lo suficiente tranquila y lo suficiente pequeña
para que no pasara inadvertido cualquier forastero, ¿no es así?
–No tanto. Cerca de Norfolk hay algunas playas notables y no
pocos hoteles, casi siempre llenos de forasteros.
–Eso varía la cosa. Indudablemente, estos monigotes no son
producto de un entretenimiento o de una distracción, sino que
tienen un significado, en cuyo caso hemos de procurar averiguar la
clave. Sin embargo, necesito una base mayor que ésta, es decir, más
dibujos, porque éste solo no es suficiente. Así, pues, me parece que
lo más conveniente es que se vuelva a Norfolk, organice una severa
vigilancia, y en cuanto note la aparición de más monigotes, me lo
comunica inmediatamente. Es lástima que no se quedara con copia
de los otros, de los que aparecieron en el muro debajo de la
ventana. También debe procurar enterarse de quién o quiénes son
los únicos forasteros que han llegado estos días a las playas
cercanas, y me lo comunica enseguida. Estos son los consejos que le
puedo dar por ahora, señor Cubitt, en la inteligencia de que si
ocurriera algo inesperado o grave, me pondría un telegrama y en el
primer tren saldré de Londres para reunirme con usted.
2
Profunda impresión le causó esta entrevista a mi amigo. En días
sucesivos lo vi preocupado y reflexivo, examinando constantemente
el papel lleno de monigotes; pero, no obstante, ni él ni yo volvimos a
hablar una palabra más acerca del asunto, hasta que, pasados
quince días, una tarde en que yo me disponía a salir, Holmes me
cogió de un brazo, diciéndome:
–Me parece que haría mucho mejor quedándose en casa.
–¿Por qué?
–Porque he recibido esta mañana un telegrama de Hilton Cubitt. Ya
recordará usted: Hilton Cubitt, el de los monigotes misteriosos.
–Sí, sí; ya recuerdo.
–Pues bien; en ese telegrama me rogaba que lo esperase. A la una
y veinte habrá llegado a Liverpool Street, y dentro de un momento
estará aquí. Según parece, han ocurrido graves acontecimientos.
No tuvimos que esperar mucho. Nuestro gentilhombre de Norfolk
vino desde la estación con toda la rapidez posible. Parecía más
aplanado, más triste, con ojos cansados y la frente rugosa de
preocupaciones.
–Me voy a volver loco, señor Holmes –exclamó, derrumbándose
sobre el primer sillón que encontró–. La verdad es que no tiene nada
de agradable sentirse rodeado de seres extraños e invisibles llenos
de malos deseos, y resulta mucho más terrible cuando estos mismos
seres, ante mis propios ojos, van matando lentamente a Elsie.
–¿Y ella se obstina en callar?
–Sí. Aún no me ha dicho nada, y eso que muchas veces le noto
deseos de hablarme, de revelarme el secreto; pero no se atreve y
vuelve a caer en su desesperante mutismo. He intentado ayudarla
en muchas ocasiones, tirarle de la lengua, fingiendo suspicacias y
enojos que no existían. Nada. Parecía como que iba a abrirme el
santuario de su alma; pero al tenderle ansioso las manos, al
suplicarle con mis ojos llenos de angustia, ella dejaba caer la cabeza,
lanzando un suspiro profundo y se alejaba de mí.
–¿Y de descubrimientos? ¿Qué hay de nuevo?
–Bastantes. Tengo una infinidad de monigotes que enseñarle, y
hasta he visto al misterioso personaje que los...
–¿Al autor de ellos? –interrumpió Holmes.
–Sí, al autor de ellos. Pero como todo en esta vida requiere mucho
método, vamos por partes. En la mañana siguiente del día en que
celebramos la primera entrevista, me encontré con nuevos
monigotes dibujados con tiza en la puerta de una caseta de madera
donde guardamos los útiles de jardinería. Aquí tengo la copia.
Y sacando un papel del bolsillo, vimos este jeroglífico:
–Perfectamente –dijo Holmes, luego de examinarlo largo rato–.
Continúe.
–Después de copiarlos los borré, y al cabo de dos días apareció
otra nueva inscripción. Aquí tiene usted el facsímil.
Holmes se frotó las manos y, echándose a reír, exclamó:
–¡Bravo! Esto marcha...
–Tres días más tarde –continuó Hilton Cubitt– apareció esta nueva
inscripción en la piedra del reloj de sol, y que, como ve, es
enteramente igual a la anterior. Entonces decidí ponerme en acecho,
y armado de revólver me instalé en mi despacho, que, según ya le
dije, tiene una ventana, desde la cual se domina perfectamente todo
el jardín. A eso de la dos de la madrugada, sentado yo junto a la
ventana en la más completa oscuridad, y estando iluminado el jardín
por la clara y blanca luz de la luna, oí ruido de pasos detrás de mí.
Volví la cabeza rápidamente... y me encontré con mi mujer. Iba
vestida con una bata, sobre la cual resaltaba la palidez del rostro, y
con voz temblorosa y bañada en lágrimas me rogó que me acostara.
Entonces le contesté que estaba dispuesto a saber quién era el
individuo que nos jugaba tales partidas, y ella repuso que no hiciera
caso, que aquello eran bromas sin importancia de ningún género.
”–Ahora, si realmente te molestan –añadió–, ¿por qué no viajamos?
¿Quieres que nos vayamos muy lejos de aquí?
”–¿En qué quedamos? –contesté–. Dices que no se trata más que
de una broma, ¿y hemos de concederle tal importancia, hasta el
punto de abandonar esta casa, donde hemos sido tan felices?
”–Bueno –suspiró ella–. Acuéstate. Mañana hablaremos. ¡Ah!...
”Sentí temblar su mano en la mía, y a la luz de la luna me pareció
más pálido su semblante. Entonces miré hacia el jardín. Cerca de la
caseta de madera vi arrastrarse un bulto; hasta se sentó en el suelo,
frente a la puerta. Saqué el revólver del bolsillo, y ya iba a saltar por
la ventana, cuando mi mujer me echó los brazos al cuello,
sujetándome con todas sus fuerzas. Largo rato luchamos, pues en
ella los nervios le duplicaban las fuerzas y resultaba con casi tanto
vigor como yo. Por fin logré desasirme y saltar al jardín, pero ya era
tarde. El individuo había desaparecido. Sin embargo, y de igual
modo que otras noches, dejó huellas tras de sí. En la madera de la
puerta había unos cuantos monigotes completamente iguales a los
encontrados anteriormente. Aquí los tiene en este papel. Recorrí
toda la propiedad sin encontrar a nadie, lo cual tiene mucho de
extraño, puesto que el misterioso individuo pasó la noche dentro de
ella”.
–¿Que pasó la noche en su casa? –interrumpió Holmes.
–Sí, porque al levantarme por la mañana y examinar la puerta de la
caseta, me encontré con una nueva línea de monigotes debajo de la
anterior.
–¿La ha copiado también?
–Sí; es muy corta. Tome.
Sacó un papel del bolsillo. La nueva danza era la que señala la
figura.
–Dígame –preguntó Holmes, en cuyo rostro comprendí el gran
interés que iba tomando en el asunto–: ¿esta inscripción estaba
colocada inmediatamente después de la otra o aparte?
–Aparte. Estaba dibujada en la otra hoja de la puerta.
–Perfectamente. Esa observación es importantísima. Y ahora
prosiga su relato, señor Cubitt.
–Ya he terminado, señor Holmes. No me queda más que decirle la
gran contrariedad que me causó el verme detenido por mi mujer
cuando iba a castigar al misterioso dibujante. Luego me dijo que si
hubiera hecho tal cosa me habría pesado, y esta afirmación suya me
hizo creer que no le era desconocido el tal granuja. Sin embargo,
señor Holmes, era tan sincero su dolor y tan palpable su cariño hacia
mí, que la perdoné, y me juré a mí mismo no contrariarla en nada.
Ahora, usted decidirá; pero, por de pronto, he de advertirle que
tengo pensado montar una guardia con algunos de mis criados, de
los más brutos, para que si vuelve ese nocturno visitante le den tal
paliza que no le queden más ganas de volver a pintar monigotes.
¿Qué le parece?
–Que eso no es bastante –contestó Holmes–. Desgraciadamente,
creo que se trata de una cosa demasiado seria para obrar de tal
modo. ¿Cuánto tiempo piensa estar en Londres?
–Muy poco; esta noche regreso a Norfolk. Por nada del mundo
dejaría sola a mi mujer.
–Tiene razón; pero, sin embargo, si se hubiese quedado uno o dos
días nos hubiéramos ido juntos. En fin, ¡qué se va a hacer! Déjeme
esos papeles, y espero que dentro de poco habré resuelto el enigma
y le haré una visita.
Hilton Cubitt se puso en pie y tendió la mano a Sherlock Holmes,
diciendo:
–Adiós, pues. ¡No olvide que en usted pongo todas mis esperanzas!
Holmes se inclinó con su característica frialdad, que no perdió un
solo momento durante la entrevista, a pesar de lo cual comprendí
que estaba profunda y seriamente intrigado e interesado en el
asunto.
En efecto, apenas desapareció el enorme corpachón de Cubitt,
Holmes se abalanzó sobre los papeles llenos de monigotes, y
sentándose ante la mesa, se abrumó en largas meditaciones y en
detenidos análisis. Durante dos horas no pronunció una sola palabra
y lo vi escribir infinidad de números y letras. Tengo la seguridad de
que llegó a olvidarse de todo cuanto le rodeaba, incluso de mi
humilde personalidad. A veces, sin duda cuando tropezaba con una
solución, silbaba y tarareaba entre dientes mientras emborronaba las
cuartillas; a veces parecía desalentado, falto de orientación, con la
frente llena de arrugas y la mirada incierta. Por fin se levantó de un
salto, y dejando escapar un grito de triunfo, empezó a pasear por el
cuarto frotándose jubilosamente las manos. Luego volvió a sentarse
y escribió largamente en un impreso de telegrama.
–Si la respuesta es afirmativa, querido Watson –dijo después de
escribir–, ya puede ir preparando la pluma para anotar un nuevo
triunfo y aumentar la narración de mis aventuras. Tengo esperanzas
de que mañana iremos a Norfolk y le podremos decir algo a ese
hombre respecto de su asunto.
Confieso que, a pesar de lo despierta y excitada que estaba mi
curiosidad, no me atreví a preguntar nada a Holmes. De sobra sabía
que, enemigo de hablar antes de tiempo, no querría decirme nada
hasta que tuviera contestación al telegrama que acababa de poner.
3
Pasaron dos días.
Holmes no podía disimular su impaciencia, y cada vez que llamaban
a la puerta no aguardaba que abriese la criada, sino que corría a
hacerlo él mismo. Por fin, el segundo día por la tarde, llegó una
carta de Hilton Cubitt, en la cual decía que todo había marchado
perfectamente hasta aquella mañana, en que encontró en la piedra
del reloj de sol una inscripción, cuyo facsímil acompañaba. Los
monigotes estaban dispuestos en la forma que señala la figura.
Holmes examinó la inscripción largo rato, y de pronto se levantó
bruscamente, lanzando un grito de angustioso asombro.
–¿Qué pasa? –pregunté.
–Nada –contestó mi compañero–. ¡Que hemos perdido demasiado
tiempo! ¿Sabe de algún tren que nos pueda llevar esta misma tarde
a North-Walsham?
Nunca lo había visto tan inquieto; su voz tenía un acento de sincera
angustia. Consulté la guía. Ya era tarde. El último tren había salido
media hora antes. Holmes lanzó un juramento.
–¡...! En fin, ¡qué se va a hacer! –continuó, dejando caer la cabeza
sobre el pecho–. Mañana madrugaremos para tomar el primer tren.
Es indispensable nuestra presencia allá...
Fue interrumpido por la entrada de la señora Hudson con un
telegrama en la mano. Holmes le arrebató el sobre azul y lo rasgó
precipitadamente.
–¡Al fin! Este telegrama, amigo Watson, viene a ratificarme en mi
idea de salir mañana mismo para Norfolk. Hay que sacar cuanto
antes a Hilton Cubitt del avispero en que está metido.
Ya comprenderá, lector, cómo me iba interesando poco a poco este
asunto, que me pareció tan pueril al principio y que conforme iba
pasando el tiempo me llenaba de un terror inconsciente a algo
inesperado y desconocido.
Si yo fuese un novelista y pudiera fantasear a mi gusto, procuraría
dar a esta historia un desenlace menos trágico del que en realidad
tuvo. Pero no puedo. Fiel historiador de los hechos, me veo en la
necesidad de ser verídico y seguir paso a paso este suceso, que le
prestó a Ridding Thorpe Manor unos días de triste resonancia en
toda Inglaterra.
***
A la mañana siguiente, apenas bajamos del tren en la estación de
North-Walsham, se nos acercó el jefe.
–¿Son ustedes los detectives que debían llegar hoy de Londres? –
nos preguntó ansiosamente.
Una terrible sospecha inquietó el semblante de Holmes.
–¿Por qué lo pregunta?
–Hace un momento ha llegado el inspector Martin, de Norwich.
Todavía no ha muerto; por lo menos según las últimas noticias que
he recibido. Tal vez lleguen a tiempo de salvarla.
La frente de Holmes se obscureció más aún.
–Efectivamente –contestó–. Nosotros vamos a Ridding Thorpe
Manor, pero no sabemos una palabra de lo ocurrido.
–¡Una cosa horrible, señores! –exclamó el jefe de estación–. ¡Una
verdadera desgracia! Según parece, la esposa del señor Hilton Cubitt
ha muerto de un tiro a su marido, y después volvió el arma contra sí,
y está herida gravemente. ¡Qué desgracia, señor, qué desgracia!
¡Una de las familias más consideradas y más nobles del condado!
No perdimos el tiempo en palabreos inútiles. Saltamos sobre el
primer coche que se presentó a nuestra vista, y durante las siete
millas del trayecto, Holmes no pronunció una sola palabra. Pocas
veces lo vi tan preocupado.
Ya durante el viaje noté su agitación y el afán con que leyó los
periódicos de la mañana: pero en cuanto vio realizados sus temores,
cesó de agitarse, y acurrucándose en un rincón del coche, cerró los
ojos, y sólo por las contracciones de la frente adiviné la turbulencia
de su cerebro.
Sin embargo, nada tan hermoso ni digno de admirarse como el
paisaje por el que íbamos atravesando. Entre el verdor de la
campiña luchaban las dos épocas: la nuestra, glacial, febril y
caprichosa, representada por los chalets, los hoteles y las blancas
casitas, y la otra, evocación de la vieja y austera Inglaterra, con sus
castillos y cúpulas y las torres de sus iglesias enamoradas del cielo
azul.
Sobre el verdor de los campos apareció el añil del mar, y el cochero
me señaló con la fusta una casa de ladrillo que asomaba a trechos
entre los árboles.
–Ahí tienen la posesión de Ridding Thorpe.
Un minuto después llegamos a la verja que rodeaba el jardín, y en
seguida noté la caseta de madera y el reloj de sol que habían jugado
un papel tan importante en el misterioso suceso. No habíamos hecho
más que bajar del carruaje, cuando se acercó a nosotros un hombre
alto y escueto, con largos y engomados bigotes, que se presentó a sí
mismo como el inspector Martin, de la policía de Norfolk.
Al decirle Holmes su nombre no pudo contener una exclamación de
asombro, y continuó:
–El crimen, señor Holmes, ha tenido lugar a las tres de la
madrugada. ¿Cómo demonios se ha arreglado usted para saberlo en
Londres y llegar aquí al mismo tiempo que yo?
–No lo sabía; lo esperaba, y por eso vine para impedirlo.
–Según eso, debe saber muchas cosas que nosotros ignoramos
todavía.
–Muchas, no. Únicamente las danzas de unos monigotes.
El inspector provinciano lo quedó mirando con la boca abierta.
–¿Las danzas de unos monigotes?
–Sí; pero ya hablaremos de eso más tarde. Ahora, puesto que ya se
ha cometido el crimen, lo principal es que intentemos hallar los
medios de castigarlo. ¿Quiere que verifiquemos las primeras
diligencias juntos, o prefiere que obremos cada uno por su cuenta?
–Para mí, señor Holmes, será un gran honor que se digne
asociarme en sus trabajos –contestó el policía Martin, con sincera
humildad.
–Conformes. Entonces, si le parece vamos a examinar la casa y
todas sus dependencias primero.
El inspector Martin tuvo el buen acuerdo de dejar a Holmes obrar a
su gusto, limitándose a anotar las observaciones y los
descubrimientos que éste iba haciendo.
Precisamente, al ir a entrar en la casa nos encontramos con el
médico del pueblo, que venía de reconocer a los esposos Cubitt.
Era un viejecillo simpático y amable, que contestó cumplidamente
el interrogatorio de Holmes.
Según dijo, la señora Cubitt, aunque gravemente herida, podía
salvarse. La bala había atravesado el cerebro, y tenía que pasar, por
lo tanto, mucho tiempo antes de que la víctima recobrase el
conocimiento. También dijo que la forma de la herida no permitía
asegurar si se trataba de un suicidio o de un asesinato. Lo único que
podía decir era que el revólver (el cual se encontró en el suelo con
dos cápsulas vacías) fue disparado muy cerca de la sien. Respecto a
Hilton, recibió la bala en medio del corazón, y nada parecía indicar si
fue el marido quien disparó sobre la mujer o ésta sobre aquél,
porque el revólver yacía a igual distancia de ambos.
–¿Han tocado a las víctimas? –preguntó Holmes.
–Nada más que a la mujer. Dada la gravedad de su herida, hubiera
sido una inhumanidad dejarla tal como estaba.
–¿Desde cuándo está aquí, usted doctor?
–Desde las cuatro de la mañana.
–¿Hay alguien más?
–Sí; el constable 1.
–¿Ha tocado usted algo?
–Nada.
–Muy bien. ¿Quién le avisó?
–La señorita Saunders.
–¿Quién es esa señorita?
–La doncella.
–¿Ha sido ella la que descubrió el crimen?
–Ella y la señora King, la cocinera.
–¿Dónde están?
–En la cocina, supongo.
–Vamos a verlas.
En un espacioso salón de amplios ventanales, con artesanados de
nogal, establecimos una especie de tribunal. Holmes se sentó en
medio de un butacón frailuno, y a ambos lados nos colocamos el
inspector Martin, el médico de blanca cabellera, el constable,
mocetón forzudo y de ojos cándidos, y yo. Holmes apoyó la barba
entre las manos, y de la palidez de su rostro surgían las dos
llamaradas de las pupilas.
El improvisado juez mandó llamar a la doncella y a la cocinera,
quienes declararon lo siguiente:
A eso de las tres de la madrugada, las despertó el ruido de una
violenta detonación, a la cual siguió, con corto intervalo, otra. Como
ambas sirvientas dormían en cuartos distintos, la señora King fue en
busca de su compañera, y juntas descendieron al piso bajo. La
puerta del despacho estaba abierta de par en par y encima de la
mesa había una vela encendida. El señor Cubitt yacía boca abajo en
medio de la habitación. Cerca de la ventana, y con la cabeza
apoyada contra el muro, estaba la señora. Respiraba
dificultosamente; un hilo de sangre resbalaba por uno de los lados
de la cara, empapando sus vestidos y encharcando el suelo. Una
humareda espesa y oliente a pólvora llenaba el cuarto y salía
lentamente al pasillo. La ventana estaba cerrada por dentro. En
seguida la doncella corrió a avisar al médico y a la policía, y mientras
tanto, la cocinera, ayudada por el groom y por el lacayo,
transportaron a la señora a la cama, que presentaba señales de
haber dormido en ella los esposos. Estaba completamente vestida;
pero su marido no llevaba más que una bata encima de la camisa de
dormir. También aseguraron las declarantes que en el despacho no
se notó la menor señal de lucha, y que el matrimonio Cubitt se
llevaba perfectamente, dando pruebas de quererse mucho. Además,
aseguraron que todas las puertas estaban cerradas por dentro, y
que el olor a pólvora lo notaron en cuanto salieron de sus cuartos.
–Fíjese bien en este último detalle –dijo Holmes al inspector Martin,
que inclinó la cabeza asintiendo gravemente–. Y ahora, si le parece
bien, vamos a ver el lugar del suceso.
El despacho era una habitación no muy grande, tres de cuyas
paredes se hallaban cubiertas por las estanterías de la biblioteca.
Cerca de la ventana –que daba al jardín– estaba la mesa.
Desde el primer momento, toda nuestra atención se concentró en
el cadáver del desdichado Hilton Cubitt. El desorden de sus ropas
indicaba que lo sorprendieron en pleno descanso. El asesino debió
disparar el arma estando frente a frente de él, porque la bala entró
en el corazón y no salió, causándole una muerte instantánea. No se
encontraron sobre él señales de pólvora, y, en cambio, según
declaró el médico, su mujer sí las tenía, aunque nada más que en la
cara.
–Después de todo, esto no tiene importancia –dijo Holmes–. No
tratándose de cartuchos de fabricación muy defectuosa, pueden
hacerse infinitos disparos sin mancharse en lo más mínimo de
pólvora. ¿No le ha extraído la bala todavía a la señora Cubitt, doctor?
–Todavía no. Hay que hacerle antes una operación muy peligrosa.
Mire; aquí tiene el revólver. Como ve, es de cuatro tiros, y no faltan
más que dos cartuchos, los dos que...
–Entonces –interrumpió Holmes–, ¿cómo se explica ese agujero de
la contraventana, que indudablemente ha sido hecho de un balazo?
Todos nos volvimos y siguiendo la dirección que marcaba el afilado
dedo de Holmes, vimos que tenía razón.
–¡Demonio! –exclamó el inspector–. ¿Cómo ha descubierto eso?
–Porque lo he buscado.
–¿Que lo ha buscado?
–¡Es prodigioso! –exclamó el doctor–. Entonces, si existe un tercer
balazo (lo cual es indudable), demuestra la intervención de una
tercera persona. Pero, ¿quién es esa tercera persona? ¿Por dónde ha
logrado escapar?
–Eso es lo que nos falta saber –contestó Holmes–. Ya recordará,
inspector Martin, que le hice observar la importancia de esa
afirmación de las criadas cuando dijeron en su declaración que el
olor de la pólvora lo notaron en cuanto salieron de sus cuartos.
–Sí, lo recuerdo; pero yo no veo...
–Ahora verá. Esta observación me hizo comprender que cuando se
dispararon los dos tiros, la puerta y la ventana estaban
completamente abiertas, pues de otro modo no se hubieran
extendido tan pronto el olor y el humo por toda la casa. Era preciso
que hubiera una corriente de aire. Sin embargo, me parece que la
puerta y la ventana no estuvieron abiertas mucho tiempo.
–¿Por qué?
–Porque la vela no se ha corrido.
–¡Asombroso! –exclamó el inspector–. ¡Asombroso!
–Ahora, una vez seguro de que la ventana estaba abierta en el
momento del drama, ya no resulta tan descabellada la idea de un
tercer personaje, que debió disparar desde el jardín. Al contestarle
desde el interior, hicieron el agujero ese de la ventana.
–¿Y quién cerró entonces las contraventanas?
–Sin duda la mujer lo haría inconscientemente para... ¿Qué es
esto?
Sobre la mesa había un magnífico saco de mano de piel de
cocodrilo, con adornos de plata. Holmes lo abrió, hallando dentro
veinte billetes del Banco de Inglaterra, de cincuenta libras esterlinas
cada uno, sujetos con un elástico.
–Tome –dijo mi compañero, entregándole al inspector el saco y los
billetes–. Hay que guardar eso como prueba de convicción. Y ahora
volvamos a estudiar cómo y por quién se disparó este tercer tiro.
¿Tiene la bondad de llamar a la señora King?
Al poco rato, la cocinera entraba en la habitación.
–Según ha declarado usted hace un momento –le dijo Holmes–,
anoche la despertó el ruido de una “violenta” detonación. ¿Quiere
decir con esto que la primera fue más fuerte que la segunda?
–No lo sé a punto fijo. Desperté con tal sobresalto, que no podría
afirmarlo sin temor de equivocarme. Lo único que sé es que fue una
detonación tremenda.
–¿No serían dos tiros a la vez?
–No sé.
–Está bien; puede retirarse. Aquí ya no hacemos nada, señores. Si
no tienen inconveniente, vamos al jardín. Tal vez allí descubramos
algo más.
Debajo de la ventana del despacho había un cuadrado de césped y
de flores. En cuanto llegamos a él un grito de asombro salió de
todas las bocas. Las flores estaban destrozadas y sucias y el césped
cubierto por las huellas de un pie hombruno extraordinariamente
puntiagudo y afilado. Holmes se tendió boca abajo y registró
minuciosamente. De pronto lanzó un grito triunfal y se levantó,
enseñándonos un pequeño cilindro de cobre.
–¡Aquí está! –exclamó–. Bien decía yo que había una tercera
persona, y que esta tercera persona disparó desde el jardín. Estoy
satisfecho, señor inspector. Las pesquisas no han podido dar mejor
resultado.
El buen inspector Martin estaba estupefacto, aturdido. Al principio
desconfió algo de aquel aficionado, de quien tantos prodigios habían
dicho los periódicos; pero luego, al ver cómo iba descubriéndolo
todo, se le rindió y estaba dispuesto a obedecerle ciegamente.
–¿Qué? ¿Sabe usted algo? ¿Sospecha algo? –preguntó,
respetuosamente.
–Permítame que calle por ahora. Estamos ya tan adelantados, que
más vale dejarme obrar sin preguntarme nada.
–Como guste, señor Holmes. ¡Con tal de que logremos coger al
asesino!...
–De eso le respondo. Ahora mismo tengo en la mano todos los
hilos de este asunto; y aunque la señora Cubitt no recobrara el
conocimiento, podríamos perfectamente reconstituir en todos sus
detalles el drama de anoche. Dígame: ¿hay en las cercanías alguna
posada que lleve el nombre de Elrige?
Se preguntó a los criados. Nadie conocía semejante nombre. Sólo
el lacayo recordó que un individuo que se llamaba así tenía una casa
de labor a algunas millas de distancia, cerca del East-Ruston.
–Sí, señor; muy solitaria.
–Entonces, no habrá llegado todavía allí la noticia de lo ocurrido
esta noche en esta casa.
–Es probable que no.
Holmes reflexionó unos segundos; luego levantó la cabeza, y con
una extraña sonrisa en los labios, dijo:
–Vas a montar a caballo, muchacho, y a todo galope llevarás una
carta a casa de Elrige.
Sacó del bolsillo los papeles llenos de monigotes, y colocándolos
extendidos en la mesa, de modo que los viera perfectamente, se
puso a escribir. Luego se levantó y le entregó la carta al muchacho,
recomendándole muy especialmente que no la pasara a nadie más
que al destinatario y, sobre todo, que no contestara a ninguna
pregunta. Mientras le hacía estas recomendaciones, me fijé en el
sobre escrito, con una letra muy distinta a la habitual de Holmes, y
que decía lo siguiente:
PARA EL SEÑOR ABE SLANEY
En casa de Elrige
EAST–RUSTON.
(Norfolk)
–Me parece, amigo Martin –continuó Holmes, dirigiéndose al
inspector–, que debería pedir telegráficamente una escolta, pues si
se realizan las cosas tal como espero, tendrá que conducir a la cárcel
del condado a un individuo muy peligroso. Este muchacho podría
también encargarse del telegrama. Respecto a nosotros, querido
Watson, esta noche dormiremos en Baker Street. Este asunto está
ya dando las boqueadas.
***
Cuando se marchó el lacayo, Holmes ordenó a las criadas que si
venía alguien preguntando por el señor Hilton Cubitt, no le dijeran
una palabra de lo ocurrido y lo condujesen directamente al salón,
adonde subimos los dos con el inspector Martin, pues el doctor se
marchó a cumplir con sus obligaciones.
4
Nos sentamos cómodamente en amplios butacones. Puso Holmes
encima de la mesa los papeles llenos de monigotes, y con aquella
entonación grave y frívola a un mismo tiempo, empezó a hablar:
–Como tenemos por lo menos una hora por delante, voy a intentar
hacérsela pasar a ustedes del modo más interesante e instructivo
posible. Usted, Watson, me va a dispensar que no haya satisfecho
antes su legítima curiosidad, y usted, inspector Martin, fíjese
especialmente en lo que voy a decir, porque tal vez le sirva de
mucho en su carrera. Y basta de preámbulo.
Hizo una breve pausa, la pausa de todos los oradores que saben
atraer la atención de sus oyentes; luego continuó:
–Aquí tenemos estos dibujos, que, a no ser porque han figurado
como prólogo o preludio en este reciente drama, arrancarían una
sonrisa. Tales son su grácil, su ingenua desenvoltura, y de tal
manera son cómicas las danzas, que desde el primer momento
comprendí que se trataba de unos signos convencionales, de un
alfabeto secreto. Sin embargo, y a pesar de que yo creía conocer
todas las escrituras secretas, a pesar de que soy autor de una obrita
en que se estudian ciento cincuenta sistemas diferentes, confieso
que éste me era desconocido en absoluto. Indudablemente, los
autores o inventores lo adoptaron como uno de los más difíciles al
análisis y a la lectura no teniendo la clave. Efectivamente, todo el
que vea una inscripción de éstas no puede menos que atribuirla a la
mano inexperta de un muchacho. Pero a mí no lograron engañarme,
y en seguida apliqué las reglas que existen (la mayor parte de ellas
creadas por mí) para descifrar todas las escrituras secretas. Trabajillo
me costó, pero salí triunfante de la empresa.
”El primer mensaje que llegó a mis manos era tan corto, que no
pude averiguar más que la significación de este signo.
”Ya saben que la letra E es la que se emplea con más frecuencia en
el alfabeto inglés, y es tal su predominio, que hasta en las frases
más cortas se encuentra una vez por lo menos. Ahora bien; de los
quince signos que componían la primera inscripción, cinco eran
semejantes, y, por lo tanto, no era muy descabellada la suposición
de que correspondían a la letra E. También noté que la figura
representativa de la E tenía a veces una bandera; pero a juzgar por
el modo en que estaban dispuestos los tales “abanderados”, deduje
que se empleaban únicamente para separar las palabras entre sí.
”Una vez sentadas estas hipótesis, quedaba la parte más peliaguda
del asunto. Después de la E, las demás letras se emplean
indistintamente y sin predominio de unas sobre otras. Haciendo el
recuento en la página de un libro, vi que podía establecerse un
orden de empleo (numérico, por decirlo así), semejante a éste: T, A,
O, I, N, S, H, etcétera; pero como esto resultaba muy pesado, decidí
cambiar de sistema y esperar una segunda prueba. Pasados unos
días, el señor Cubitt fue a verme y me entregó dos frases pequeñas,
donde no había “abanderado”, lo cual demostraba que era una sola
palabra. Aquí están. Esta palabra, que, como ven, se compone de
cinco letras y cuya segunda y cuarta son E, ¿sería sever2, lever3 o
never4? Como de estas tres palabras, la última era la más lógica,
pues tenía todo el aspecto de una contestación, deduje que debió
ser dibujada por la joven como respuesta a los mensajes anteriores.
Partiendo, pues, de este principio era indudable que los signos
(figura 7) correspondían a las letras N, V y R. Ya conocía cuatro
letras; pero no tenía bastante, y entonces pensé que la contestación
de la señora Cubitt debía de referirse a los mensajes anteriores, y
que el autor de éstos debía ser una persona que la conoció
íntimamente en otra época.
”Así, pues, se me ocurrió que si descubría una palabra de cinco
letras, de las cuales la primera y la última fueran E, debía ser Elsie,
nombre de la joven. Miré los mensajes anteriores, y vi que,
efectivamente, esta combinación terminaba la frase en tres
inscripciones diferentes. Ya resultaba indudable que las tres letras
intermedias eran L, S, e I. Faltaba saber si era una súplica o una
imposición lo que decían los monigotes. Entonces me fijé en la
palabra anterior a Elsie, que se componía de cuatro letras y que
terminaba también en E. ¿Sería come?5 Examiné otras palabras
también de cuatro letras y terminadas en E, pero ninguna encajaba
en mi suposición. Como ven ustedes, ya conocía otras tres letras
más (C, O, y M), y, por lo tanto, podía intentar la solución del primer
mensaje. Escribí, pues, las letras que conocía, substituyendo por
puntos las ignoradas, y resultó la siguiente combinación:
.M .ERE ..E S..NE
”La primera letra de la inscripción debía de ser una A, puesto que,
siendo tan corto el mensaje, aparecía tres veces. Luego pensé que la
otra podía ser una H. Hice la prueba, y obtuve la siguiente frase:
AM HERE A.E SLANE.
”Y reemplazando los puntos por una B y una Y, que estaban
indicadísimas, resultó:
AM HERE ABE SLANEY 6
”Tenía ya tal número de letras conocidas, que me sería muy fácil
descifrar el segundo mensaje. Valiéndome,
conocimientos adquiridos, escribí lo siguiente:
pues,
de
los
A. ELRI. ES
”La frase no podía tener sentido más que añadiéndole una T y una
G. Es decir:
AT ELRIGE’S 7
”Y entonces comprendí que esta palabra Elrige sería el nombre de
la posada u hotel o el del dueño de la casa donde estuviera el
desconocido”.
–¿Y qué hizo usted entonces? –interrumpió el inspector Martin,
que, como yo, había seguido atentamente las explicaciones de
Holmes.
–A juzgar por el nombre de Abe 8 Slaney –prosiguió Sherlock– debía
de ser un americano quien escribía tales mensajes, y si recordamos
que la carta que recibió la mujer de Cubitt antes de aparecer los
monigotes llevaba sellos americanos, la suposición tenía muchos
visos de certeza. Además, las alusiones de Elsie a su vivir pretérito,
la falta de confianza en su marido, parecían afirmar también la
hipótesis. Entonces puse un telegrama a mi amigo Wilson
Hargreave, de la policía de New York, quien me debe algunos
favores, preguntándole si conocía a un tal Abe Slaney. Aquí tienen el
telegrama respuesta: “Es el bandido más peligroso de Chicago”. La
misma tarde en que recibí esta contestación, Hilton Cubitt me
mandó el último mensaje de Slaney, y después de substituir los
monigotes por letras, según la clave, obtuve lo siguiente:
ELSIE .RE.ARE TO MEET THY GO.
”Añadí dos P y una D, y al leer:
ELSIE PREPARE TO MEET THY GOD 9
comprendí que el bandido había pasado de las súplicas a las
amenazas y que no tardaría en poner en práctica estas últimas.
Inmediatamente salimos mi amigo y yo en dirección a Norfolk, pero
desgraciadamente llegamos tarde. El crimen se había cometido ya”.
–Nunca me felicitaré ni le agradeceré lo bastante que haya
intervenido en este asunto –exclamó calurosamente el inspector
Martin–. Sin usted yo no hubiera sabido hacer nada. Sin embargo,
permítame una reflexión. Perdone, pero se trata de mis jefes, ante
quienes tengo que justificar y explicar mi conducta. Si ese Abe
Slaney que estaba o está en casa de Elrige es realmente el asesino,
¿no le parece que puede muy bien escaparse mientras hablamos
aquí tranquilamente?
–Pierda cuidado. No se escapará.
–¿Por qué?
–Porque su huida demostraría su culpabilidad.
El inspector Martin se levantó.
–¿Adónde va? –preguntó Holmes.
–En busca de ese hombre.
–No hace falta. Dentro de un momento estará aquí.
–¿Aquí?
–Sí; lo he citado.
–¿Pero vendrá?
–Vendrá.
–¿Y no será posible que su carta, en lugar de obligarlo a venir, lo
incite a emprender la fuga?
–Creo que no. Me parece que he sabido... Pero ¡calla! ahí está...
Ese hombre que entra en el jardín es él.
El inspector Martin y yo nos acercamos a la ventana.
Efectivamente, por una de las avenidas venía un hombre alto y de
porte distinguido. Tenía el rostro quemado por el sol y sobre la barba
negra y enmarañada descendía una nariz aquilina. Vestía traje de
franela gris, un sombrero panamá le cubría hasta los ojos, y los
dedos de la mano derecha jugueteaban con el bastón. Viéndolo
avanzar con aquella jactancia y aquella tranquilidad nadie diría que
se trataba de un asesino dirigiéndose al teatro de sus crímenes, sino
de un honrado propietario, que volvía a su casa después de un corto
paseo.
–Creo, señores –dijo Holmes, con la mayor tranquilidad–, que
debemos escondernos detrás de la puerta y en cuanto entre
echarnos encima de él. Tratándose de un canalla semejante, todas
las precauciones son pocas. Tenga preparadas las esposas, inspector
Martin. Y ahora, ni una palabra más.
Permanecimos en silencio durante un minuto, uno de esos minutos
que nunca se olvidan.
Por fin se abrió la puerta. Entró el asesino. En un abrir y cerrar de
ojos, Holmes le apoyó en la sien el cañón del revólver y Martin le
encerró los puños en las esposas de hierro. Con tal rapidez se le
atacó, que antes de que pudiera darse cuenta se vio sujeto e
impotente para hacer la menor resistencia. Sus ojos lanzaron sobre
nosotros rayos de cólera y de odio. Después soltó una estruendosa
carcajada.
–¡Está bien, señores! Veo que no trato con tontos. Pero no me
explico la razón de este atropello. Yo venía aquí citado por una carta
de la señora Cubitt. Ha sido ella la que me ha tendido una trampa,
¿verdad?
–La señora Hilton Cubitt –contestó Holmes– está gravemente
herida y tal vez muera antes de mañana.
Slaney lanzó un grito de dolor que hizo retemblar los cristales.
–¡Mentira! ¡El herido fue él!
–Y ella –repuso Holmes.
–¡No, no puede ser! –añadió el presunto asesino, temblorosa la voz
y llameantes las pupilas–. ¿Quién se iba a atrever con ella? Yo podré
amenazarla de palabra, pero antes dejaría de existir que tocar uno
solo de sus cabellos. Pero no, eso es una broma suya. Elsie no está
herida, ¿verdad que no?
–Desgraciadamente, es verdad. Se la encontró mortalmente herida
junto al cadáver de su esposo.
Slaney se derrumbó en un sillón, y ocultando el rostro entre las
aherrojadas manos, sollozó largo rato. Luego, levantando la cabeza y
con la desesperación pintada en el semblante, exclamó:
–¡Voy a decirlo todo, señores! Les juro que si disparé sobre Cubitt
fue en legítima defensa, contestando a su agresión. El fue quien
disparó primero. Respecto a la herida de Elsie, yo no soy
responsable. Nada más lejos de mí que hacerle el menor daño. Les
juro que no existe ningún hombre en el mundo que ame a una
mujer como yo quise y la quiero a ella. Además, en este caso, no
hice más que reclamar lo mío. Cuando ese maldito inglés se metió
por medio, Elsie era mi prometida.
–No fue el inglés, sino su propio comportamiento y sus
inclinaciones lo que los separó. Cuando conoció a Hilton Cubitt fue
después de huir de América y de usted. Destrozó usted su vida,
hasta el punto de obligarla a abandonar a su marido, al hombre que
más quería en este mundo, para seguirle a usted, el hombre a quien
odiaba con toda su alma. Y para terminar, Abe Slaney, usted es el
responsable de la muerte de Cubitt y del suicidio de su esposa. De
ambos crímenes responderá ante la justicia.
El americano se encogió de hombros.
–¡Muerta Elsie, todo me tiene sin cuidado!
Hizo un esfuerzo y, abriendo una de las manos, mostró la carta de
Holmes.
–Sin embargo, no sé por qué se me figura –continuó, con una leve
sospecha en las crueles pupilas– que me está usted mintiendo. Si
esa mujer está tan gravemente herida, como dice, ¿quién me ha
escrito esta carta?
–Yo –contestó Holmes.
–¿Usted?
–Sí, yo.
–¡Mentira! Nadie, excepto nosotros, conocía el secreto de los
monigotes bailarines.
–Lo que un hombre puede inventar puede ser descubierto por otro
hombre –dijo Holmes, sonriendo–. Pero, en fin, no se trata ahora de
eso. Dentro de poco llegará un coche que lo ha de conducir hasta
las autoridades de Norfolk. Mientras tanto, va usted a reparar en lo
posible el mal que ha hecho. ¿Sabe que han acusado a la señora
Cubitt de la muerte de su esposo, y que a no ser por mi intervención
en este asunto, la gente y la justicia hubieran permanecido en esta
creencia? Lo menos que puede hacer es decir claramente que ella no
ha intervenido de ningún modo en la muerte de su esposo.
–¡No deseo otra cosa! –exclamó el americano–. En mi propio
interés está que se sepa toda la verdad de los hechos. Ya he dicho
antes que todo me tiene sin cuidado, y que si ella muere, mi vida no
tendrá razón de ser.
–Entonces, ¿quiere contarnos cuándo y dónde conoció a Elsie? –
dijo Holmes.
–Hace algunos años –empezó Slaney– se constituyó en Chicago
una sociedad de malhechores, de la cual yo formaba parte, y cuyo
jefe era el viejo Patrik, padre de Elsie. El fue quien inventó esa
escritura secreta que, a no tener la clave, parece un entretenimiento
infantil. Elsie vivió algún tiempo con nosotros, pero cansada de
aquella vida y con algunos ahorros que ganó, honradamente, se vino
a Londres. Antes de abandonar América estaba convenida nuestra
boda, y tal vez se hubiera verificado de renunciar yo a mi profesión,
pues ella no quería tener el menor contacto con la banda. Pasado
algún tiempo, me enteré de su matrimonio con Cubitt y del lugar
donde vivía, y le escribí dos cartas. No me contestó. Entonces vine
aquí y empecé a dibujar, en sitios donde ella pudiera verlas, todas
esas inscripciones que ya usted conoce.
”Hace un mes que estoy aquí, en la granja de Elrige, donde alquilé
un cuarto bajo con objeto de poder salir por la noche sin que nadie
se enterara. Procuré por todos los medios posibles que Elsie se
escapara conmigo, sin conseguirlo. Sin embargo, me consta que leía
mis ruegos, porque un día leí una negativa rotunda que escribió
debajo de mi petición. Perdí la paciencia y empezaron las amenazas.
Entonces ella me escribió suplicándome que la dejara en paz, que
estaba destrozando su vida, y que aquella noche, mientras su
marido estuviera acostado, se asomaría a las tres de la mañana a la
ventana del despacho y me daría el último adiós. Así fue. Cuando
dieron las tres ella apareció en la ventana, y alargándome un saquito
lleno de dinero, me rogó que la dejase y que volviera a América.
Perdí la razón, y cogiéndola por las muñecas, intenté sacarla de la
habitación y arrastrarla conmigo. En aquel momento apareció el
marido con un revólver en la mano. Elsie cayó desmayada y él y yo
nos encontramos frente a frente. Para asustarle saqué el revólver, y
él entonces disparó el suyo, sin herirme; contesté a la agresión, y sin
esperar el resultado, salí huyendo”.
Hubo una pausa. Slaney dejó caer la cabeza y permaneció algunos
segundos con la barba clavada en el pecho; luego, levantándola,
continuó:
–Les he dicho la verdad, toda la verdad. Y les juro que no volví a
saber más de lo ocurrido hasta que su carta me ha hecho caer como
un imbécil en la trampa.
En aquel momento aparecieron en la puerta dos policías. El
inspector se levantó, y apoyando la mano en el hombro de Slaney,
dijo:
–Vamos. Ya es hora de partir.
–¿No podría verla antes de marchar?
–No; no puede ser... Señor Holmes, no puedo expresarle cuánto es
mi agradecimiento y cuánta sería mi alegría si lo pudiera tener
siempre a mi lado en ocasiones como ésta.
5
Holmes y yo nos asomamos a la ventana y vimos desaparecer el
coche que conducía al asesino.
Luego volví la vista hacia el interior y mis ojos tropezaron con la
carta que Holmes enviara a Slaney y que éste había dejado encima
de la mesa.
–A ver si puede descifrarla, Watson –dijo Holmes, sonriendo.
Cogí el papel, y vi lo siguiente:
–Haciendo uso de la clave que le he dicho –continuó mi
compañero–, verá que todo eso quiere decir: “Ven cuanto antes”. Yo
estaba completamente seguro de que Slaney no dejaría de acudir a
la cita, puesto que juzgaría la carta como de Elsie, no imaginándose
que alguien más supiera su secreto. Ya ve, amigo Watson, cómo
esos monigotes, que tantas veces fueron cómplices del mal, han
servido esta vez para el bien y la justicia. Ahora, si le parece, iremos
paseando hasta la estación. El tren sale a las tres y cuarenta, y, por
lo tanto, llegaremos a Baker Street a la hora de comer.
***
Dos palabras para terminar. El americano Abe Slaney fue
condenado a muerte; pero gracias a un indulto se le conmutó la
pena por la de trabajos forzados a perpetuidad. Respecto a la señora
Elsie Cubitt, recobró la salud pasado mucho tiempo, y el resto de su
vida permaneció viuda y consagrada a hacer obras de caridad.
1 Agente de Policía. (N.del T.)
2 Sever: dividir, separar.
3 Lever: palanca.
4 Never: nunca.
5 Come: ven.
6 Estoy aquí. Abe Slaney. Abe Slaney era el nombre del autor del mensaje. (N.del T.)
7 En casa del Elrige.
8 Abe es una contracción americana de Abel. (N.del T.)
9 Elsie, prepárate a comparecer ante Dios. (N. del T.)
El Enemigo de Napoleón
1
Muchas veces, el inspector Lestrade, de Scotland Yard, venía a
pasar la velada con nosotros, y fumando cigarrillos y bebiendo
whisky, charlábamos de mil cosas. Sherlock Holmes gustaba no poco
de estas visitas, porque servían para tenerle al corriente de todos los
asuntos en que intervenía la policía.
A cambio de tales noticias, Holmes se interesaba, especialmente,
por los sucesos encomendados a Lestrade, y le aconsejaba y le
dirigía con su pericia y su innegable experiencia de los hombres y de
las cosas.
Una tarde en que habíamos agotado infinidad de temas –las
mujeres, el tiempo, los libros, los crímenes célebres–, decayó la
conversación, y de pronto Holmes, mirando fijamente a Lestrade,
preguntó:
–¿Qué? ¿No es interesante?
–No; no tiene nada de particular.
–No importa; dígamelo.
El inspector se echó a reír.
–Seamos francos, Holmes; le he dicho que no tenía nada de
particular y, sin embargo, estoy realmente preocupado con ello. A
veces me parece tan estúpido que no lo creo digno de atención, y en
otras ocasiones lo creo tan extraño, en medio de su vulgaridad, que
me parece que no he de llegar a resolverlo nunca. De muy antiguo
sé que le interesa todo lo extraordinario; pero, o mucho me engaño,
o este asunto es más de la competencia del doctor Watson que de la
suya.
–¿Algún caso patológico? –pregunté.
–Sí; un caso de locura, de una extraña locura. Imagínese que
existe actualmente en Londres un individuo que odia a Napoleón I,
hasta el punto de romper todas cuantas estatuas lo representan.
Holmes se encogió de hombros.
–Tenía usted razón; a mí no me importa nada esa historia.
–Ya lo dije antes; sin embargo, si tenemos en cuenta que ese
hombre asalta las casas para romper los bustos de Napoleón,
veremos que se escapa del dominio del doctor y entra de lleno en el
de la policía.
Holmes se inclinó sobre el brazo derecho del sillón.
–¡Hombre! Eso es ya más interesante. Cuéntemelo.
Lestrade sacó un cuaderno, y después de consultar algunas notas
refresca-memoria, empezó a hablar.
–El primer hecho de este género tuvo lugar hace cuatro días, en
casa de Moses Hudson, que tiene una tienda de objetos artísticos en
Kennington Road. El comerciante entró un momento en las
habitaciones interiores, cuando de pronto fue desagradablemente
sorprendido por un estrépito. Volvió corriendo a la tienda y encontró
roto en mil pedazos un busto en yeso de Napoleón, que tenía
encima del mostrador, entre otros varios objetos. Salió en seguida a
la calle, y a pesar del testimonio de varias personas que habían visto
salir precipitadamente a un individuo de la tienda, no pudo
encontrarlo. Atribuyó el suceso a uno de estos actos de barbarie tan
frecuentes desde hace algún tiempo, y en esta forma hizo la
denuncia a la policía. El busto no costaba más que unos cuantos
chelines y, por lo tanto, no se le concedió importancia alguna al
asunto.
Sin embargo, anoche, y en condiciones mucho más graves y
extraordinarias, se repitió el caso también en Kennington Road,
cerca de la tienda de Hudson, en casa del doctor Barnicot, muy
conocido y acreditado, en la orilla izquierda del Támesis. El doctor
Barnicot, aunque tiene la consulta en Kennington Road, posee una
clínica a unas dos millas de distancia, en Lower Brixton Road.
Este buen señor es un admirador fanático de Napoleón. Su casa
está llena de libros, de cuadros, de estampas, de periódicos, etc.,
referentes a la historia del emperador de los franceses.
Precisamente, pocos días antes había comprado en casa de Hudson
dos yesos completamente iguales, representando el busto de
Napoleón y modelados por el escultor Devine. Colocó uno de ellos
en la antesala de su casa de Kennington Road, y puso el otro encima
de la chimenea de su gabinete de Lower Brixton.
Esta mañana, al levantarse el doctor, vio que su casa había sido
asaltada durante la noche, pero que, sin embargo, no faltaba más
que el busto de yeso, que debió ser lanzado violentamente contra la
tapia del jardín, a juzgar por los pedacitos que se encontraron cerca
de dicha tapia.
Holmes se frotó las manos regocijado.
–¡Bravo! ¡Esto se complica!
–Ya sabía yo que le había de interesar la historia. A mediodía el
doctor Barnicot se dirigió a la clínica de Lower Brixton, y ¡cuál sería
su asombro al encontrarse con la ventana abierta de par en par y en
el suelo los pedazos del otro busto! Inmediatamente dio parte de lo
ocurrido a Scotland Yard, y aunque comprendimos desde el primer
momento que el autor de estos desaguisados era el mismo de la
tienda del señor Hudson, no hemos logrado pescarle por más
esfuerzos que se han hecho.
–Realmente se trata de una historia interesantísima –repuso
Holmes–. ¿Sabe si los bustos del doctor Barnicot eran
reproducciones exactas del que apareció roto en la tienda?
–Sí; los tres procedían del mismo molde.
–Esa circunstancia demuestra su hipótesis de que el autor de los
desperfectos sea un encarnizado enemigo de Napoleón. Sin
embargo, debemos tener en cuenta que resulta demasiado casual el
que, existiendo tantas figuras de Napoleón en Londres, las tres que
han aparecido rotas procedieran del mismo molde y de la misma
tienda.
–Conforme, amigo Holmes; pero no debemos olvidar que Moses
Hudson es el único vendedor de objetos artísticos que hay en este
barrio de Kennington Road. Así pues, aunque existan en Londres
infinitas figuras representativas del gran hombre, es de suponer que
esos tres bustos fueran los únicos que existían en el barrio. Nada
más natural que, si el maniático vive en esa parte, empiece por esta
otra sus hazañas; ¿no es verdad, señor Watson?
–No crea que es tan fácil sentar una conclusión determinativa
tratándose de un loco. Según los psicólogos franceses, la “idea fija”
obsesiona de tal manera, que a ella únicamente responden todos los
hechos del maníaco. Un hombre que haya estudiado a fondo la
historia de Napoleón, o cuya familia haya recibido durante la gran
guerra algún grave daño o injuria, puede haber caído en la obsesión,
y ya en el precipicio, cometer actos tan extraños como los que nos
acaba usted de relatar.
–Conforme, Watson –interrumpió Holmes–; pero no se trata de
eso; lo importante es averiguar cómo llegó a enterarse con tal
exactitud dónde estaban los bustos.
–¡Ah! Eso yo no lo sé.
–Ni yo tampoco. Pero no dejará de reconocer que hay demasiado
método y precisión en esos actos para que sean producto de un
cerebro desequilibrado. Por ejemplo: en el vestíbulo del doctor
Barnicot, donde el ruido podía despertar a la gente, sacaron el busto
al jardín para romperlo, mientras que en la clínica, donde no había
tal peligro, el busto fue roto en la misma habitación.
–¡Es verdad! –exclamamos Lestrade y yo al mismo tiempo.
–Ya recordará, amigo Watson, que todos los asuntos interesantes,
los que más me dieron y han dado que trabajar, fueron precisamente
los más misteriosos por su sencillez. Le ruego, querido Lestrade, que
no olvide este asunto, y que en cuanto ocurra algo nuevo (que ya
verá cómo no tarda en ocurrir), venga a decírmelo.
2
No se engañó Sherlock Holmes en sus suposiciones, y antes de lo
que esperábamos hubo de intervenir en el misterioso asunto. Al día
siguiente, por la mañana, mientras estaba yo vistiéndome para salir,
llamaron a la puerta de mi cuarto. Abrí y entró Sherlock Holmes, con
un telegrama en la mano.
–¡Calla! ¿Qué hay de nuevo?
–Oiga.
Y leyó lo siguiente:
Venga inmediatamente. Pitt Street, 131, Kensington. – Lestrade.
–¿Y qué quiere decir esto? –exclamé.
–No sé... Me figuro que será la continuación de la historia de los
bustos. Si es esto, nuestro hombre ha variado de barrio. Antes
Kennington, ahora Kensington. Vamos, beba pronto ese café. Abajo
hay un coche esperándonos.
***
Media hora después llegábamos a Pitt Street, una calle que, en
medio del ruido y ajetreo de Kensington, era como un pequeño oasis
de paz y de silencio. La casa, que tenía el número 131 era, como sus
vecinas, sin nada que llamase la atención ni fuera de lo vulgar. Al
llegar nos encontramos cerca de la verja con una porción de
curiosos que se apretaban y codeaban hablando todos a un tiempo.
Holmes no pudo contener un gesto de alegría.
–¡Caramba! Crimen tenemos. Fíjese, Watson; no hay más que
mirar la ansiedad con que alarga ese granuja el cuello, para
comprender que se trata de un hecho violento. ¡Hombre! La parte
alta de la escalera está mojada y secos los primeros escalones. Es
raro, ¿verdad? Pronto saldremos de dudas, porque veo a Lestrade en
aquella ventana y él nos contará lo sucedido.
El detective nos recibió con aspecto despreocupado, y después de
saludarnos gravemente, nos condujo a otra habitación, donde había
un hombre agitadísimo y dando muestras de una gran excitación.
Vestía una bata de franela blanca, y nos fue presentado como el
señor Horace Hasker, dueño de la casa y miembro del Sindicato de la
Prensa.
–¡Otro busto de Napoleón! –exclamó Lestrade después de las
presentaciones–. Como ayer me dijo usted que le interesaba el
asunto, he creído conveniente avisarle ahora que toma un aspecto
mucho más grave.
–¿Más grave?
–Ya lo creo. ¿Quiere tener la bondad, señor Hasker, de contar a
estos señores lo ocurrido?
El hombre de la bata blanca cesó en sus paseos, y parándose
delante de nosotros, mostrando la compungida cara, exclamó:
–¡Es extraordinario! Yo, que me he pasado la vida contando al
público las desgracias y las convulsiones ajenas, ahora que se trata
de mí, no puedo encontrar palabras. Tengo la seguridad de que si yo
no fuera en estos momentos, si pudiera tener la sangre fría del
reportero, haría un hermoso, un emocionante relato; pero no puedo.
Toda la mañana me paso explicando el asunto, y tengo la seguridad
de que ninguna vez he sabido dar la sensación exacta.
Hizo una pausa, se limpió la boca con el pañuelo, y sentándose,
continuó:
–No es la primera vez que oigo su nombre, señor Holmes, y no
sabe cuánto me alegro de que sea usted, precisamente, el
encargado de resolver este enigma.
Holmes se inclinó silenciosamente, luego se repantigó en una
butaca y cerró los ojos, como siempre que se disponía a escuchar
algo interesante.
–La aventura –empezó el periodista– parece tener por eje principal
cierto busto de Napoleón que compré hace cuatro meses para
adornar un poco más este salón. Anoche, como siempre, estuve
trabajando hasta muy tarde. El despacho lo tengo en el tercer piso,
y a eso de las dos de la madrugada, en medio del augusto silencio
propio de esa hora, me pareció oír ruido en el piso bajo. Presté
atención, y como no sintiera nada más, reanudé mi trabajo. De
pronto sonó un grito terrible, un grito taladrante, que no olvidaré
nunca, señor Holmes. Permanecí largo rato helado de terror; luego,
esforzándome en recobrar la sangre fría, descendí al piso bajo. En
cuanto entré en la habitación, noté que la ventana estaba abierta de
par en par y que el busto había desaparecido. Lo demás, aun
objetos de muchísimo más valor que el yeso insignificante, estaba
intacto.
”Continuando mi examen, vi que el ladrón debió salir de un salto
por la ventana. Salí al jardín, y a los pocos pasos tropecé con un
cadáver. Retrocedí en busca de luz, y ya con ella, vi el cuerpo de un
hombre degollado de un tajo formidable, por donde se escapaba a
torrentes la sangre. Yacía tendido boca arriba, las piernas abiertas,
con un gesto de supremo terror en los labios y en los ojos. Di dos o
tres pasos tambaleándome, lancé a la oscuridad un grito angustioso
de socorro y caí desmayado.
”Cuando volví en mí, me encontré en la antesala con un policeman
al lado”.
–¿Y quién era el muerto? –interrumpió Holmes.
–Todavía no lo sabemos –contestó Lestrade–. Ya verá usted el
cuerpo en la morgue. Era un hombre alto, de unos treinta años, y
cuyo aspecto demostraba un vigor poco común. Vestía muy
modestamente, pero sin parecer un vagabundo. A un lado y en un
mar de sangre, encontramos un cuchillo con mango de cuerno.
¿Esta arma era del asesino o de la víctima? Lo ignoramos. Su ropa
no tenía marca alguna y en los bolsillos no encontramos más que
una manzana, un poco de bramante, un plano de Londres y este
retrato.
Holmes cogió la fotografía. Representaba un hombre antipático, de
rasgos acentuadamente siniestros, con las cejas muy espesas y la
mandíbula inferior muy saliente.
–¿Y qué fue del busto? –dijo Holmes, después de mirar
atentamente el retrato.
–Hace un momento que lo hemos sabido. Se le ha encontrado en el
jardín de una casa desalquilada de Campden House Road.
–¿Roto?
–Roto. Yo me disponía a ir a verlo ahora mismo. ¿Quiere
acompañarme?
–Ya lo creo; pero va a tener la bondad de dejarme echar antes una
ojeada.
Y después de examinar la alfombra y el borde de la ventana,
continuó:
–¡Largas deben ser las piernas del asesino! Aunque no muy alta la
ventana, está lo suficiente para dificultar la entrada por ella a la
habitación. En fin, me parece que aquí ya no tenemos nada que
hacer. ¿Quiere venir con nosotros a ver ese busto, señor Hasker?
El incansable periodista, que se había sentado junto a la mesaescritorio, se volvió hacia nosotros y contestó:
–No puedo. Voy a intentar hacer un relato detallado del suceso,
porque, indudablemente, los periódicos de esta noche ya deben dar
la noticia. ¿Se acuerda de cuando se hundieron las tribunas de las
carreras de caballos de Doncaster? Pues en aquella ocasión yo era el
único periodista que estaba presente, mi periódico fue el único que
no habló del suceso a su debido tiempo, porque fue tal la impresión
sufrida, que no pude escribir ni una sola palabra. Ahora, como
entonces, seré el último en hablar de un asesinato cometido en mi
propia casa. ¡Es un inconveniente ser tan sensible!...
A pesar de estas lamentaciones, cuando salimos del cuarto, su
pluma corría velozmente sobre las cuartillas.
***
El sitio donde fueron hallados los pedazos del busto estaba a unos
cuantos centenares de metros. Por primera vez pudimos, Holmes y
yo, ver los restos del gran emperador, que parecía haber despertado
un odio tan violento en el alma de un desconocido.
Holmes cogió algunos de los pedazos de yeso que blanqueaban
sobre el césped y los examinó cuidadosamente. En la cara que puso,
comprendí que había encontrado ya la pista.
–¿Qué le parece? –preguntó Lestrade.
Mi amigo se encogió de hombros.
–Todavía es muy prematuro aventurar juicios de ninguna clase. Sin
embargo, creo que ya tenemos un punto de partida. Por de pronto,
sabemos que la posesión de este insignificante busto tenía mucho
más valor para un hombre que la vida de otro individuo. Debemos
fijarnos también que no deseando coger este busto más que para
romperlo, no lo hizo en la otra casa, sino que lo trajo hasta aquí y
aquí lo destrozó.
–Tal vez lo hiciera influido por un inconsciente e irrefrenable deseo
de huir después de cometido el crimen.
–Es posible; pero no debe usted olvidar la posición de esta casa,
cuyo jardín ha elegido el asesino para romper el busto.
Lestrade miró en torno suyo.
–Nada más natural que eligiera ésta –contestó–. Se trata de una
casa desalquilada y, por lo tanto, podía estar casi seguro de que no
lo molestaría absolutamente nadie.
–Sí; pero también hay otra de iguales condiciones al principio de la
calle y, no obstante, pasó por delante de ella sin entrar. ¿Por qué
eligió ésta y no aquélla, siendo así que mientras más tiempo
anduviera con el busto más probabilidades tenía de ser detenido?
–No lo sé –contestó sinceramente Lestrade, encogiéndose de
hombros.
Holmes señaló un farol que había delante de la casa, y dijo:
–Pues, sencillamente, porque aquí veía lo que hacía y en la otra
casa no.
El detective se dio una palmada en la frente.
–¡Calla! Pues es verdad. Ahora recuerdo que el busto del doctor
Barnicot también fue roto cerca de la linterna roja 1. ¿Y qué deduce
de eso, señor Holmes?
–Por ahora, nada. Es un detalle que debemos recoger y emplearlo
cuando sea preciso. ¿Qué piensa hacer ahora, amigo Lestrade?
–Lo primero de todo establecer la identidad del cadáver, lo cual no
debe ser difícil de averiguar. Una vez que ya sepamos quién era, sus
costumbres, sus relaciones, no nos costará mucho trabajo saber por
qué había ido a Pitt Street y quién fue la persona que se encontró y
lo mató junto a la puerta del señor Horace Hasker. ¿No opina usted
del mismo modo?
–No está mal pensado; pero yo seguiría distinto procedimiento.
–¿Cuál?
–No, de ningún modo; yo no quiero torcer sus inclinaciones. Siga
su sistema y yo seguiré el mío. Luego compararemos los resultados
y nos ayudaremos mutuamente.
–Está bien –contestó Lestrade, mordiéndose los labios.
–¡Ah! Si vuelve a Pitt Street, le agradecería que viera al señor
Hasker y le dijese de parte mía que estoy completamente seguro de
que el asesino es un loco que odia a Napoleón con toda su alma.
Eso puede servirle para hacer más interesante su artículo.
Lestrade miró fijamente a Holmes.
–Me parece que no cree tal cosa.
Holmes sonrió.
–Tal vez; pero ya verá cómo esa afirmación le parece de perlas al
señor Hasker y contribuye no poco a interesar a los lectores de su
periódico.
Y luego, tendiendo la mano a Lestrade, prosiguió:
–Si quiere, esta noche nos veremos a las diez en punto en Baker
Street. ¡Ah! Va a darme la fotografía esa. Si las cosas se presentan
según espero, esta noche le rogaré que nos acompañe a una
expedición importantísima. Conque, ¡hasta las diez, y buena suerte!
¿Vamos, Watson?
3
Sherlock Holmes y yo fuimos a pie hasta High Street, donde nos
detuvimos en la tienda de Harding Hermanos, que fueron los
vendedores del busto. Un joven dependiente nos dijo que el señor
Harding estaba fuera y que no vendría hasta el anochecer; además,
como él llevaba muy poco tiempo en el establecimiento, no podía
tampoco satisfacer nuestra curiosidad. Yo miré a Holmes, y en su
fruncimiento de cejas comprendí el mal efecto que le había causado
la noticia.
–¡Qué le vamos a hacer! –exclamó–. Nosotros no podemos esperar
a que venga el señor Harding.
Salimos de la tienda, y ya en la calle, cogiéndose a mi brazo,
continuó:
–Como ha visto, amigo Watson, yo deseo averiguar el origen
exacto de esos bustos y saber si existe algún detalle particular que
me ilumine algo más en mis descubrimientos. Si le parece bien,
tomaremos ese coche e iremos a casa del señor Moses Hudson, en
Kennington Road, a ver si nos puede ayudar en algo.
Al cabo de una hora llegamos al conocido almacén de objetos
artísticos. Preguntamos por el señor Hudson, y se nos presentó un
hombrecillo grueso, de rostro rubicundo y ademanes inquietos y
nerviosos.
–¡Ah! Sí, sí –exclamó en cuanto Holmes dijo las primeras palabras–.
Aquí mismo, en este mostrador, me lo rompieron. ¡Yo no sé en qué
piensan esos gobiernos que nos agobian a impuestos para luego no
proteger la propiedad! ¡Estar a merced del primer granuja que le dé
la gana de destrozarnos los ...!
–El doctor Barnicot... –insinuó Holmes.
–Sí, sí; yo le vendí dos bustos al doctor Barnicot... ¡Es realmente
vergonzoso!... Para mí, se trata de un complot anarquista...
Solamente un anarquista ha podido hacer eso. ¡Claro! ¡Con esta
tácita protección de las ideas libertarias y sanguinarias!...
–¿Y dónde los adquirió usted?
–¿El qué? ¿Los bustos? No veo la relación que pueda tener con...
–Sin embargo...
–Bien, bien; todas las opiniones son respetables... Precisamente
hoy le decía yo a mi mujer que... Pero, en fin, esto no es del caso
presente. Los compré en la casa Gelder y Compañía, en Church
Street Slepeny, una casa muy acreditada y fundada hace veinte
años. Por cierto que...
–¿Y cuántos compró?
–Tres. Dos le vendí al doctor Barnicot, y el tercero fue el que me
hicieron pedazos aquí en el mostrador, casi ante mis propias narices.
–¿Conoce a este individuo? –interrumpió Holmes, enseñándole la
fotografía encontrada en el bolsillo del cadáver.
–A ver. No... Creo que..., ¡calla!, me parece que sí que lo conozco.
Justo: es Beppo, un italiano que estuvo algún tiempo empleado en
esta casa. Se marchó la semana pasada y no he vuelto a saber de
él. Ni sé de dónde venía ni adónde ha ido. ¡Sabe Dios! Sin embargo,
en honor a la verdad, debo decirles que durante el tiempo que
estuvo en casa no tuve el menor motivo de queja contra él.
Precisamente dos días después fue cuando me rompieron el busto.
¡Cuidado que fue extraño! Figúrese que estaba yo...
–Vaya, señor Hudson –dijo Holmes, tendiéndole la mano e
interrumpiéndolo bruscamente en su locuacidad–; he tenido
tantísimo gusto en conocerle, y le estoy agradecidísimo por sus
noticias.
Salimos como alma que lleva el diablo.
–¿Qué le ha parecido? –me preguntó Holmes, ya en la calle.
–Que no he visto en mi vida un hombre más parlanchín.
–Demasiado. Pero el caso es que nos ha servido de algo. Por de
pronto, sabemos que el individuo de la fotografía se llama Beppo y
que estuvo empleado en esa casa. Ahora continuaremos la pista de
las figuras, y para ello vamos a ir a Church Street Slepeny.
Atravesamos rápidamente el Londres aristocrático, luego el Londres
de los hoteles, de los teatros, de los comerciantes, y por fin,
llegamos a los barrios industriales, que forman en torno del río como
una ciudad cosmopolita, donde viven centenares de miles de almas.
En una calle ancha, compuesta por los mejores almacenes y
talleres de la ciudad, vimos el letrero Gelder y Compañía, encima de
un amplio portalón. Entramos, y después de un patio lleno de
bloques de mármol y de piedra, llegamos al taller, donde unos
cincuenta obreros esculpían y modelaban bajo las órdenes de un
alemán alto y rubio.
A las preguntas de Holmes, este individuo contestó muy
cortésmente y nos invitó a entrar en su despacho.
Después de consultar sus libros nos dijo que, efectivamente, allí se
habían reproducido seis bustos de Napoleón, con arreglo al modelo
del escultor Devine. Tres de ellos se vendieron a Moses Hudson y los
otros tres a Harding Hermanos, de Kensington. Después se
obtuvieron algunos centenares más, que se habían ido vendiendo
poco a poco. El precio de fábrica era de seis chelines, pero los
comerciantes solían venderlos a diez y aun a doce. Luego, al
preguntarle Holmes cómo se obtenían dichas reproducciones, nos
explicó el procedimiento. El busto estaba compuesto de dos partes
completamente iguales, que luego se unían y se ponían a secar en
unas tablas grandes y largas que había en un pasillo. Generalmente,
estas operaciones eran hechas por italianos.
Después de decir esto último iba a levantarse como dando por
terminada la entrevista, cuando Holmes le enseñó el retrato de
Beppo. Al verlo se contrajeron sus cejas, le brillaron las pupilas y
todo su rostro de teutón se enrojeció de ira.
–¡Ah, granuja! –exclamó–. La única vez que entró la policía en esta
casa tan honrada fue por culpa suya. Hará cosa de un año. Este
bribón, luchando con un compatriota suyo, le dio una puñalada, y
aquí mismo fue detenido por la policía. Se llamaba Beppo y nunca
supe quién era su familia ni de dónde procedía. Le juro que desde
entonces no he vuelto a tomar a ninguno que se le pareciera ni que
estuviese tan desnudo de antecedentes como él. Sin embargo, debo
reconocer que era un buen obrero.
–¿Y fue condenado?
–Creo que a un año de cárcel, porque la víctima curó en seguida.
Ya debe de estar en la calle; pero se conoce que no ha tenido valor
para presentarse aquí otra vez. Si quiere más detalles llamaremos a
un primo suyo que está ahí en el taller.
–¡No, no! –interrumpió Holmes–. De ningún modo. Es más: le
agradecería que no dijese una palabra de esto a ese individuo. Se
trata de un asunto muy grave y muy importante para que se entere
cierta clase de gente. Si no recuerdo mal, antes, cuando miró usted
el libro de ventas, me pareció ver que la fecha de venta de esos
bustos era el 13 de junio del año pasado. ¿Podría decirme qué día
fue detenido Beppo?
–Se lo voy a decir ahora mismo.
Y después de hojear un libro en cuyo lomo se leía Registro de
Contabilidad, continuó:
–La última paga la recibió el 20 de mayo.
Holmes se levantó.
–Muchas gracias, señor director. Le ruego que me dispense por
haberle robado tanto tiempo.
Y reiterándole nuevamente la mayor discreción, salimos del taller.
***
Muy avanzada la tarde entramos a merendar en un restaurante. Un
periódico sujeto con cuatro chinches encima de nuestra mesa
anunciaba, precisamente, el crimen de Kensington y presentaba al
asesino como un loco. Holmes mandó a comprar un ejemplar, y
mientras comíamos leyó con evidente satisfacción las dos columnas
de apretada prosa que consagraba al asunto, en las cuales se veía
que Hasker había logrado por fin escribir su deseado artículo. La
lectura de algunos pasajes hizo sonreír a mi amigo.
–Esto tiene mucha gracia, Watson. Oiga, oiga: “Podemos asegurar
a nuestros lectores que la opinión que aventuramos más arriba es
también la de personas muy competentes en materia de crímenes y
autos judiciales. El señor Lestrade, uno de los detectives más
competentes de Scotland Yard, de igual modo que el señor Sherlock
Holmes, célebre por sus famosos descubrimientos, creen que estos
hechos, epilogados de tan trágica manera, son obra de un
monomaníaco y no de un criminal. Realmente, no cabe otra
explicación”. Ya ve, querido Watson, qué factor tan importante es la
prensa cuando se sabe hacer uso de ella. Ahora, si le parece bien,
iremos a Kensington e intentaremos ver por segunda vez al señor
Harding.
***
Llegamos a la tienda, y esta vez tuvimos más suerte que la
anterior. El director del almacén era un hombrecillo de aspecto
inteligente y vestido con impecable corrección. A las preguntas de
Holmes contestó, con breves y sencillas palabras, lo siguiente:
–Efectivamente, en los periódicos de hoy hemos leído el suceso, y
nos hemos emocionado. El señor Hasker es uno de nuestros clientes
más antiguos, y nosotros fuimos quienes le proporcionamos el busto
de Napoleón, hace algunos meses. Encargamos tres iguales a la
casa Gelder y Compañía, y los tres se vendieron al poco tiempo:
uno, como le he dicho, al señor Hasker, y los otros dos..., los otros
dos... Veamos los libros. Sí, aquí están. Uno al señor Josiah Brown,
Villa Las Acacias, en Labernum Vale, Chiswick; y el otro, al señor
Sandeford, de Lowe Grove Road, Reading... ¿Cómo? ¡Ah! No. Es la
primera vez que veo al hombre aquí retratado. Si le hubiese visto en
alguna ocasión, lo tendría presente, porque es de una fealdad
extraordinaria. Sí; verdad es que tenemos algunos italianos
empleados en la casa, y si alguno hubiese querido mirar los libros de
venta, le hubiera sido fácil, porque no los ocultamos. Esto es todo
cuanto puedo decirles respecto de este lamentable asunto, y si en
algo más puedo servirles, tendré mucho gusto en hacerlo.
Y haciendo una reverencia, nos indicó que daba por terminada la
entrevista. Holmes le estrechó la mano y salimos del almacén.
Durante la parrafada del señor Harding mi amigo no cesó de tomar
notas, y ya en la calle, noté que la marcha del asunto le agradaba
no poco. Sin embargo, no me dijo lo más mínimo, limitándose a
hacerme observar que si no apresurábamos el paso llegaríamos
tarde a la cita de Lestrade.
En efecto, cuando llegamos a Baker Street, ya nos estaba
esperando el policía y en la agitación con que se paseaba por el
cuarto y en el innegable júbilo del rostro, se comprendía que estaba
satisfecho de sí mismo.
–¡Hola! ¿Qué hay de nuevo? –exclamó al vernos entrar.
–Hemos trabajado mucho –contestó Holmes–, y me parece que no
del todo inútilmente. Hemos hablado con el fabricante y con los
vendedores de los bustos. Ahora ya podemos seguir la pista más
fácilmente.
–¡Siempre los bustos! –exclamó Lestrade–. Ya sé que cada uno
tiene su modo de matar moscas, amigo Holmes; pero me parece
que en esta ocasión he empleado el tiempo mejor que usted. Ya sé
de quién era el cadáver.
–¿De veras?
–Y sé también el móvil del crimen –continuó el inspector, con el
mismo tono triunfal.
–¡Caramba!
–La medalla que llevaba al cuello el cadáver, unido al color de su
tez, me hizo pensar que se trataba de un meridional, y entonces
acudí a Saffron Hill, que está encargado exclusivamente del barrio
italiano. Hill lo reconoció en seguida. Era un tal Pietro Venucci,
natural de Nápoles y uno de los asesinos más peligrosos de Londres.
Formaba parte de la Maffia, esa terrible asociación secreta. Como
ve, el misterio se va aclarando poco a poco. Su asesino ha debido
ser otro italiano como él, y como él, afiliado también a la Maffia.
Indudablemente, este último debió cometer alguna cosa
traicionando a la asociación, y entonces Pietro fue el encargado de la
venganza, para lo cual le entregaron un retrato del traidor, con el
objeto de que no se equivocara. Debió seguirle, pues le vería entrar
en la casa del periodista; esperó que saliera, y entonces empezaron
a discutir, luego a luchar y por último fue muerto. ¿No es usted de la
misma opinión, señor Holmes?
Sherlock Holmes se levantó, y dando calurosas palmadas en el
hombro de Lestrade, exclamó:
–¡Bravo! ¡Bravo! ¡Muy bien! Todo eso resulta perfectamente lógico.
¿Y los bustos?
–¡Los bustos! ¡Ya apareció aquello! Yo creo que esos robos no
tienen importancia alguna. Son... tonterías, bromas, ¡qué sé yo! Lo
importante es descubrir al asesino y eso me parece que lo
conseguiré muy pronto.
–¿Si? ¿Y qué piensa hacer?
–Pues, sencillamente, ir con Hill al barrio de los italianos y ver si
hay algún individuo que se parezca al retratado en esa fotografía y
detenerlo.
–¡Magnífico! Es usted un hombre admirable.
El policía se pavoneó de satisfacción.
–No tanto, no tanto... ¿Qué? ¿Vendrá conmigo?
–No. Al contrario. Precisamente pensaba rogarle que me
acompañase a mí.
–¿Adónde?
–Ya lo verá. Aunque mi procedimiento sea completamente distinto
del suyo, espero también detener al asesino.
–¿En el barrio de los italianos?
–Tal vez. Por de pronto pienso ir a Chiswick, en la seguridad de que
esta excursión no perjudicará lo más mínimo el éxito. Ahora, con su
permiso, creo que debíamos dormir un poco. Saldremos a eso de las
once, para volver antes de que amanezca.
El inspector se encogió de hombros.
–¿Qué? ¿Acepta? –preguntó Holmes.
–Sí.
–Perfectamente. Entonces, comerá usted con nosotros y luego
puede descansar un poco en ese sofá hasta la hora de partir.
Watson, ¿quiere tener la bondad de llamar a la señora Hudson y
decirle que sirva la comida? ¡Ah! Y que tiene que llevar una carta al
correo. Con su permiso, amigo Lestrade, voy a escribirla.
4
Después de cenar, Lestrade se echó en el sofá, yo me tumbé en la
cama y Holmes subió a la buhardilla para hojear periódicos viejos,
según nos dijo.
Yo no sé si Lestrade dormiría, pero yo no pude conciliar el sueño.
Aquellas horas consagradas al descanso las pasé dando vueltas al
asunto, buscándole una solución, o por lo menos procurando
sorprender los proyectos e ideas de Holmes. Habiendo seguido paso
a paso con él las pesquisas y a pesar de su silencio, pude adivinar
algo de lo que se proponía. Quedando, como quedaban todavía, dos
bustos intactos, era probable que el asesino intentara destruirlos
también.
Luego, recordando que uno de estos bustos lo tenía un señor de
Chiswick y que Holmes había dicho que pensaba ir a ese sitio,
comprendí que la idea de mi amigo era sorprender al enemigo de
Napoleón en flagrante delito.
Una vez adquirida esta convicción, no pude menos de admirar
profundamente el talento de Holmes lanzando a los periódicos en
una pista falsa, con objeto de tranquilizar al asesino y hacerle caer
en el lazo más fácilmente.
***
Cerca de las once bajó Holmes y nos rogó que nos preparásemos a
marchar. Nos preguntó si llevábamos revólver, y a nuestra
contestación afirmativa, sonrió, enseñándonos el rompecabezas. Un
arma favorita para excursiones del género de la que
emprenderíamos.
A la puerta nos esperaba un coche cerrado, y en él fuimos hasta el
otro lado del puente de Hammer Smith. Allí bajamos, y dándole
orden al cochero de que nos esperara, fuimos a pie hasta una calle
muy solitaria, compuesta de aristocráticas y elegantes villas con
sendos jardines en la parte delantera. Al leer, gracias a la luz de un
farol, Villa Las Acacias, en una de las verjas, nos detuvimos. Los
habitantes de la villa debían estar acostados, porque no se veía luz
en ninguna parte y un silencio de muerte envolvía la oscura mole. La
luz tibia y medrosa del farol blanqueaba parte de una de las
avenidas del jardín.
–Venga. Vamos a la acera de enfrente, para ocultarnos en la
oscuridad –murmuró Holmes.
Así lo hicimos, y entonces mi amigo continuó:
–Deben procurar hacer el menor ruido posible, y aunque sea larga
la espera no impacientarse. Por fortuna, hace una noche muy
agradable.
Sin embargo, no tuvimos que esperar mucho. De pronto sentimos
pasos. Un individuo dio la vuelta a la esquina y avanzó hasta llegar a
la verja de la villa. Allí se detuvo un momento. Chirrió la verja, y en
la parte iluminada del jardín pasó una sombra. Después hubo un
largo rato de silencio. Nosotros conteníamos la respiración y yo
acariciaba la culata del revólver.
Hubo ruido de goznes; se abrió una ventana, y vimos saltar por ella
dentro de la casa a un hombre. Debió encender una linterna sorda,
pues en el boquete negro brilló un débil rayo de luz. No encontraría
lo que buscaba, porque de aquella habitación pasó a otra y luego a
otra.
–¡Vamos! –exclamó Lestrade.
–Sí –repuso Holmes–; entraremos por la ventana y lo detendremos
cuando vaya a salir.
Atravesamos la verja y nos encontramos en el jardín. Ya nos
disponíamos a saltar por la ventana, cuando sentimos ruido de
pasos. Holmes nos arrastró hasta lo oscuro. Salió el hombre con un
bulto bajo el brazo y se detuvo un momento, como escuchando. El
silencio que llenaba la desierta calle lo tranquilizó, y llegando hasta
la parte iluminada se detuvo, poniendo una rodilla en tierra,
quedando de espaldas a nosotros. Sonó un ruido seco, y el hombre
se inclinó más hacia tierra. Entonces Holmes dio un salto de tigre y
se dejó caer sobre él. Lestrade le puso las esposas y yo apoyé en
sus sienes el cañón del revólver. Todo esto fue hecho con tal rapidez,
que el individuo no tuvo tiempo de hacer la menor resistencia.
Entonces lo examiné detenidamente y en aquellos rasgos odiosos y
repulsivos, contorsionados por el terror, reconocí al individuo de la
fotografía. Sin embargo, Holmes no parecía preocuparse del
descubrimiento, sino que se arrodilló en el suelo y empezó a
examinar los pedazos del objeto que acababa de romper el detenido.
Era un busto de Napoleón completamente igual al que habíamos
visto por la mañana y roto del mismo modo.
De pronto sonaron unos cerrojos; se abrió la puerta principal y en
el marco iluminado apareció un hombre obeso, de aspecto jovial y
en mangas de camisa.
–¿El señor Josiah Brown? –dijo Holmes.
–Yo soy, y usted indudablemente debe ser el señor Holmes,
¿verdad? Como ve, he recibido su carta y he seguido al pie de la
letra sus instrucciones. Le aseguro que tengo un vivo placer en
haber ayudado a la captura de ese granuja. Ahora espero que tenga
la bondad de pasar y tomar algo.
Pero Lestrade se opuso a ello. Deseaba encerrar cuanto antes al
detenido en sitio seguro, y en vista de ello, mandamos por un coche.
Nos despedimos del señor Brown y emprendimos la vuelta.
Durante el trayecto, el detenido no pronunció una sola palabra,
limitándose a mirarnos furiosamente, y un momento que me
descuidé y puse mi mano cerca de él, la cogió e intentó llevársela a
la boca, para morderla como un lobo rabioso.
En cuanto llegamos a la oficina de policía le registraron
cuidadosamente, no encontrándole más que algunos chelines y un
cuchillo de hoja ancha y larga, en cuyo mango había manchas de
sangre. A las preguntas se obstinó en no contestar más que con los
relámpagos de sus coléricas pupilas. Entonces Lestrade ordenó que
lo llevaran a un calabozo, y mientras nos acompañaba a Holmes y a
mí hasta la puerta, nos dijo:
–La cosa marcha. Mañana vendrá Hill y sabremos quién es este
pájaro. Como ve, mi hipótesis era cierta; pero no por eso dejo de
agradecerle que me haya auxiliado tan eficazmente, señor Holmes.
Holmes se encogió de hombros.
–Lo que no puedo comprender –continuó el policía– es cómo ha
logrado preparar la cosa tan bien.
Holmes, tendiéndole la mano, contestó:
–Ahora no es ocasión de entrar en explicaciones, además de que
todavía me faltan por atar dos o tres cabos. Si no tiene
inconveniente, mañana a las seis de la tarde lo esperaré en mi casa
y procuraré demostrarle cómo se ha equivocado usted bastante en
este asunto, único por su importancia en los anales del crimen.
–Está bien; no faltaré –contestó algo mohíno el policía.
Echamos a andar, y al cabo de un rato, Holmes rompió el silencio
para decirme:
–Le confieso, amigo Watson, que si se olvidara de poner este
asunto en sus memorias, tendría uno de los mayores disgustos de
mi vida.
5
Cuando nos reunimos a las seis de la tarde, el detective parecía
muy satisfecho, y apenas entró, sin quitarse siquiera el sombrero,
empezó a hablar:
–El asesino se llama Beppo y es conocidísimo en la colonia italiana,
donde es justamente temido y odiado. Al principio se ganó la vida
honradamente en el taller de un escultor, y era estimado por sus
inmejorables condiciones de inteligencia y de amor al trabajo; pero
poco a poco fue resbalando por el abismo del crimen, y sufrió dos
condenas, una por robo y la otra por homicidio frustrado en la
persona de un compatriota. Desde el primer momento se adaptó al
ambiente, y a no ser por su aspecto físico, podía pasar
perfectamente por un inglés. Hasta ahora no sabemos las razones
que haya tenido para destruir los bustos de Napoleón; pero por de
pronto sabemos que probablemente fueron moldeados por él,
puesto que estuvo empleado en la casa Gelder y Compañía.
Holmes escuchó todas estas noticias como si le fueran
completamente desconocidas; pero yo, que lo conocía tan bien, leí
en sus ojos la impaciencia y la inquietud.
De pronto sonó el timbre. Holmes saltó de la silla; sus ojos
centellearon. Al poco rato oímos pasos en la escalera, después en el
pasillo, y, por último, el criado abrió la puerta, y entró un hombre de
edad madura, de rostro rubicundo y grandes patillas grises. En la
mano derecha llevaba un saco de noche, de esos sacos de noche
arcaicos, que sólo se ven en las aldeas y en las pequeñas provincias.
–¿El señor Holmes? –preguntó.
Mi amigo se inclinó sonriendo.
–Yo soy. ¿Y usted? ¿Tengo el honor de hablar con el señor
Sandeford, de Reading?
–El mismo. Tal vez me haya retardado algo; pero no es culpa mía.
¡Esos trenes van tan despacio!... He recibido una carta suya,
hablándome de cierto busto de Napoleón que tengo en mi poder
desde hace algún tiempo.
Holmes asintió con la cabeza.
–Aquí traigo dicha carta, en la cual me dice usted que, deseando
tener el Napoleón de Devine, y sabiendo que yo tenía una
reproducción en yeso, estaba dispuesto a darme por ella hasta diez
libras.
Holmes volvió a asentir con la cabeza.
–Le confieso, señor Holmes, que estoy profundamente sorprendido.
¿Cómo demonios ha sabido que yo tenía tal busto?
–Pues sencillamente porque el señor Harding, de la casa de
Harding Hermanos, me dijo que se lo había vendido.
–¡Ah! ¿Y le dijo también lo que me llevó por él?
–No.
–No importa. Aunque pobre, soy un hombre honrado, y creo que es
deber de conciencia decirle que ese busto no me costó más que
quince chelines.
–Esa confesión le honra, señor Sandeford; pero no por ello me
vuelvo atrás. Le he prometido diez libras y estoy dispuesto a darlas
inmediatamente.
La cara del buen hombre resplandeció de alegría.
–Muy bien. Es usted un hombre admirable, señor Holmes, y ya que
estamos conformes en la venta, voy a entregarle el busto.
Y abriendo el saco de noche, colocó el yeso sobre la mesa, y por
primera vez pudimos ver entero aquel busto, que hasta entonces
habíamos visto hecho pedazos.
Holmes extendió un cheque por valor de diez libras, y
entregándoselo a Sandeford, dijo:
–Va a tener la bondad de extenderme un recibo. Aunque se trata
de usted, que es una persona honrada, yo soy un hombre muy
meticuloso, y amigo de cumplir todos los requisitos legales.
–Nada más justo –asintió el otro.
Y sentándose a la mesa extendió el recibo.
–¡Ajajá! –exclamó Holmes, guardando cuidadosamente el
documento–. Muchas gracias, señor Sandeford; si para algo me
necesita, tendré mucho gusto en servirle.
En cuanto salió el extraño vendedor, Holmes empezó una serie de
manipulaciones que excitaron poderosamente la atención de
Lestrade y mía. Primero extendió cuidadosamente un mantel limpio
sobre la mesa; puso en el centro el busto que acababa de comprar, y
por último, cogiendo el rompecabezas, le dio un golpe formidable. El
busto se hizo mil pedazos y Holmes se inclinó sobre ellos. De pronto
lanzó un grito de triunfo, y enderezándose, nos mostró un pedazo de
yeso en el que había incrustado, como una pasa en un pudding, una
bolita oscura.
–¡Señores! –exclamó–. Tengo el gusto de presentarles la célebre
perla negra de los Borgia.
Lestrade y yo permanecimos un momento estupefactos, y luego
empezamos a aplaudir llenos de entusiasmo, como en el final de un
drama emocionante. Las mejillas de Holmes se colorearon, y mi
amigo se inclinó saludando como un actor ante el homenaje de los
espectadores.
Ya no era el hombre-máquina frío e insensible como un
matemático. El orgullo del triunfo lo embriagó como licor exquisito, y
durante unos minutos no pudo hablar, limitándose a estrecharnos
febrilmente las manos con una sonrisa que pocas veces había visto
florecer en sus labios.
–Sí, señores –dijo por fin–. Esta es la famosa perla negra de los
Borgia, y yo la he seguido paso a paso desde el cuarto del Hotel
Dacre, donde la perdió el príncipe Colonna, hasta el interior de este
busto, el último de los seis que fueron modelados en Slepeny por
Gelder y Compañía. Ya recordará, amigo Lestrade, el ruido que
produjo la desaparición de esta alhaja y los esfuerzos que hizo
inútilmente la policía metropolitana por encontrarla. También en
aquella ocasión se me llamó para descifrar el enigma, y con gran
vergüenza mía no pude conseguirlo. Todas las sospechas recayeron
sobre una doncella de la princesa, una italiana que tenía un
hermano en Londres; pero no se le pudo probar nada,
absolutamente. La doncella se llamaba Lucrecia Venucci, y ese Pietro
Venucci que apareció asesinado la otra noche en casa del señor
Hasker era el hermano. Hojeando los periódicos de aquella época he
descubierto que la perla desapareció precisamente dos días antes de
la detención de Beppo por una riña que tuvo con un compañero en
casa de Gelder y Compañía, mientras se moldeaban los bustos de
Napoleón. Como ven, el velo se va rasgando poco a poco. Beppo,
indudablemente tenía la perla negra. Tal vez la hubiera robado a
Pietro; quizás éste se la había confiado; acaso no fuera más que
intermediario entre Pietro y su hermana. Igual da.
”El caso es que tenía la perla en las manos cuando sintió llegar a la
policía. Viéndose perdido, comprendió que debía ocultar
inmediatamente la inestimable joya. Corrió, pues, al taller, donde se
secaban los seis bustos. Tocó uno de ellos, y siendo como era un
hábil escultor, hizo un agujero en el yeso húmedo, ocultó la piedra, y
con unos cuantos toques volvió a recobrar la figura su aspecto
anterior. Como ven, encontró un escondite admirable y a cubierto de
todas las sospechas; ya podían detenerle.
”Fue condenado a un año de cárcel, y mientras cumplía la condena
se vendieron los seis bustos. En cuanto salió, su primer pensamiento
fue para la piedra preciosa. Como la ocultó estando fresco el yeso, al
secarse éste se había adherido, y como, además, no sabía en cuál
de los bustos estaba, no tenía más remedio que irlos rompiendo uno
a uno hasta encontrarla. Por medio de un primo suyo que trabaja en
la casa de Gelder se enteró del nombre de los comerciantes que
habían comprado los bustos. Una vez sabido esto, consiguió una
plaza en casa del señor Hudson y pudo seguir las huellas y destruir
tres de los yesos. Pero en ninguno de los tres estaba la perla.
Entonces, y valido de algunos empleados compatriotas suyos, logró
descubrir quiénes eran los otros tres compradores. El primero era el
señor Hasker, y hacia la casa de éste se dirigió una noche; pero
Pietro, que lo venía espiando hacía algún tiempo, lo siguió; tuvieron
una disputa, lucharon luego, y por último, Venucci cayó muerto de
una puñalada”.
–¿Y cómo se explica usted que Pietro llevara el retrato de Beppo en
el bolsillo?
–Indudablemente porque lo había ido enseñando a todo el mundo
para encontrar la pista de su antiguo cómplice. Después de cometido
el crimen, y quedando todavía dos bustos de los seis, era natural
que Beppo no perdiera el tiempo en peligrosas vacilaciones. Aunque
yo no estaba todavía muy seguro del verdadero motivo que pudiera
tener Beppo para romper los bustos, comprendí que debía existir
una razón muy poderosa para hacerlo obrar así y que
indudablemente buscaba algo. Entonces, y para animarle a proseguir
en la empresa, hice correr la especie de que indudablemente el
autor del crimen y de los destrozos era un monomaníaco.
”También pensé que no quedando más que dos bustos y uno de
ellos en Londres, éste sería el primero que buscara el criminal.
Previne, pues, a los dueños de él para evitar un nuevo crimen, y ya
vieron el resultado que obtuve.
”La noche de la detención adquirí la seguridad de que Bepo
buscaba la perla de los Borgia. El nombre del muerto era una prueba
indiscutible. Ya no quedaba más que un busto: el de Reading. En
ése debía estar la perla. Le propuse la venta a su dueño, y... Voilà!”
Hubo una pausa. Lestrade y yo estábamos mudos de asombro.
–Muchos y muy difíciles asuntos le he visto resolver, señor Holmes
–dijo Lestrade al cabo de un rato–; pero ninguno tan maravilloso ni
tan admirable como éste. En Scotland Yard todos estamos orgullosos
de que usted nos ayude en nuestras empresas; y si mañana se
digna ir allá, desde el primer inspector hasta el último agente se
disputarán el honor de estrecharle la mano.
Holmes volvió la cabeza para ocultar su emoción.
–Gracias, gracias –balbuceó.
Un segundo después había recobrado su sangre fría habitual, y
tendiendo la mano a Lestrade, dijo:
–¡Bah! Esto no tiene importancia. Si me necesita para algo más,
tendré mucho gusto en servirle. ¿Quiere tener, amigo Watson, la
bondad de guardar esa perla en sitio seguro? Todavía antes de cenar
tendré tiempo de estudiar ese asunto de Cork-Singleton.
1 Para dar a conocer más fácilmente sus casas durante la noche, algunos médicos de Londres ponían un farol
rojo en la puerta. (N.del T.)
El Vampiro de Sussex
Holmes había leído atentamente una carta que acababa de traerle
el último correo. Después, con la risa seca que en él era lo que más
se aproximaba a la carcajada, me la entregó.
–Creo que esto llega al extremo límite para una combinación de lo
moderno y lo medieval, de lo práctico y lo más locamente fantástico
–dijo–. ¿Qué opina usted, Watson?
Entonces leí lo que sigue:
46, Old Jewry, noviembre 19.
La causa de los vampiros
Señor: Nuestro cliente el señor Robert Ferguson, de la entidad
Ferguson y Muirhead, exportadores de té, de Mincing Lane, con esta
misma fecha nos ha dirigido, mediante una comunicación, varias
preguntas referentes a los vampiros. Como nosotros únicamente nos
hemos especializado en la tasación de maquinaria, este asunto no
entra en nuestra esfera de actividad y, por consiguiente, hemos
recomendado al señor Ferguson que vaya a visitar a usted y le
exponga el caso. No hemos olvidado su afortunada intervención en
lo del Matilda Briggs.
Somos de usted, atentos SS. SS.
Morrison, Morrison Dodd
P.P., E.J.C.
–Matilda Briggs no es el nombre de una joven, Watson –dijo
Holmes, recordando–. Es el de un barco que estuvo relacionado con
la rata gigante de Sumatra, una historia para la cual el mundo no
está preparado todavía. Pero, ¿qué sabemos nosotros de vampiros?
¿Acaso es asunto que entra en nuestro radio de acción? Todo es
preferible a estar sin hacer nada; pero, en realidad, parece que nos
quieren hacer intervenir en un fantástico cuento de Grimm. Alargue
el brazo, Watson, y vea lo que nos dice la V.
Me incliné hacia atrás y cogí el gran índice que acababa de
mencionar Holmes; se lo puse encima de las rodillas y sus ojos
recorrieron lenta y cuidadosamente el registro de casos anteriores,
entre los que se hallaban mezclados todos los informes acumulados
durante su vida.
–Viaje del Gloria Scott –leyó–. Aquello fue un mal negocio. Creo
recordar que usted hizo una información acerca de ello, Watson,
pero no pude felicitarle por los resultados. Víctor Lynch, el
falsificador. Un mal bicho. ¡Caso notable, en verdad! Vittoria, la bella
del circo. Vanderbilt y el Yeggman. Víboras. Vigor, el asombro de
Hammersmith. ¡Hola!, ¡hola! Excelente índice. Es insubstituible.
Escuche esto, Watson. Vampirismo en Hungría. Y más aún,
vampirismo en Transilvania.
Volvió las páginas ávidamente y después de un breve intento de
lectura, apartó el enorme libro con un gruñido de desencanto.
–¡Todo esto es paja, Watson, todo es paja! Qué nos importan a
nosotros esos fantasmas errantes, que sólo pueden retenerse en la
tumba clavándoles una estaca en el corazón. Esto es una verdadera
locura.
–Pero –dije yo– ¿es que un vampiro tiene que ser necesariamente
un fantasma? También un vivo puede tener ese hábito. He leído, por
ejemplo, que hay personas viejas que chupan la sangre de jóvenes
para apoderarse de su juventud.
–Tiene usted razón, Watson. La leyenda hace referencia a estas
cosas. Pero, ¿cree que debemos prestarles gran atención? Nuestra
agencia sólo se dedica a cosas positivas, y es imposible cambiar su
carácter. El mundo es suficientemente grande y hay lugar para
todos. No es menester recurrir a los fantasmas. Me parece que no
podemos tomar muy en serio al señor Ferguson. Tal vez sea suya
esta carta y nos dé algunos indicios de lo que tanto le preocupa.
Cogió otra carta que había quedado encima de la mesa mientras
estuvo ocupado con la primera. Empezó a leerla, sonriendo,
divertido, pero gradualmente su semblante fue expresando mayor
interés y atención. Cuando hubo terminado, quedóse pensativo
durante algún tiempo con la carta en la mano. Finalmente, se
estremeció y salió de su ensimismamiento.
–Cheeseman’s, Lamberley. ¿Dónde está Lamberley, Watson?
–En Sussex, al sur de Horsham.
–No está muy lejos, ¿eh? ¿Y Cheeseman’s?
–Conozco esa región, Holmes. Hay en ella muchos caserones
antiguos, que llevan aún el nombre del que los construyó hace
siglos. Se encuentran allí Odley’s, Harvey’s y Carriton’s... Las gentes
han caído en el olvido, pero sus nombres viven con sus casas.
–Eso es –dijo Holmes fríamente.
Una de las peculiaridades de su naturaleza orgullosa y concentrada
era que, aunque catalogaba en su mente con mucha rapidez y
precisión todo nuevo informe, raras veces expresaba su
agradecimiento por ello.
–Me parece que antes que se termine este asunto sabremos
muchas más cosas acerca de Cheeseman’s, Lamberley. La carta,
como había esperado yo, es de Robert Ferguson. De paso solicita
serle presentado a usted.
–¡A mí!
–Mejor será que la lea usted mismo.
Me tendió la carta, que llevaba el mismo encabezamiento que la
anterior.
Distinguido señor Holmes: Mis abogados me han recomendado a
usted; pero el asunto es tan extraordinariamente delicado, que
resulta muy difícil su discusión. Concierne a un amigo mío, en cuyo
nombre actúo. Este caballero se casó hará cosa de unos cinco años
con una dama peruana, hija de un comerciante con el que había
entrado en relaciones con motivo de la importación de nitratos. La
dama era muy bella, pero el origen extranjero y la diferencia de
religión causan siempre la separación de intereses y sentimientos
entre marido y mujer; así es que después de algún tiempo, él se dio
cuenta de que su amor se había enfriado y llegó a considerar aquella
unión como un error. Comprendía que había ciertas facetas del
carácter de su esposa que jamás podría explorar o conocer. Esto
resultaba mucho más doloroso por cuanto ella era la mujer más
cariñosa que imaginarse pueda y al parecer estaba absolutamente
enamorada.
Este punto, sin embargo, se lo aclararé mejor cuando hable con
usted, pues esta carta sólo es en realidad para darle una idea
general de la situación y asegurarme de si querrá usted interesarse
en este caso. La dama empezó a hacer algunas manifestaciones
curiosas, completamente contrarias a su carácter de ordinario
apacible y a su natural benévolo. Este matrimonio es el segundo que
ha contraído este caballero, teniendo un hijo del primero, que
actualmente cuenta quince años de edad y es un joven simpático y
afectuoso, pero lisiado por un accidente sufrido durante su infancia.
Dos veces se ha sorprendido a la esposa en el acto de maltratar de
la manera más injusta a este pobre muchacho. En una ocasión lo
golpeó con un palo y le produjo un enorme cardenal en un brazo.
Esto, sin embargo, es de escasa importancia comparado con la
conducta que observa con su propio hijo, un niño delicioso, que
apenas tiene un año. Hará cosa de un mes, la nodriza se lo dejó solo
durante unos momentos, pero un grito de dolor lanzado por la
criatura la hizo volver a su lado, y cuando entró corriendo en la
habitación, vio a la madre inclinada sobre el niño y al parecer
mordiéndole el cuello, donde tenía una pequeña herida de la que
manaba abundante sangre. La nodriza se horrorizó de tal modo, que
quiso llamar al marido; pero la dama le suplicó que no lo hiciese, y
efectivamente le dio cinco libras como premio a su silencio. No hubo
más explicaciones y la cosa no pasó de aquí.
No obstante, dejó una horrible impresión en el ánimo de la nodriza,
que desde entonces empezó a observar atentamente a su ama y a
vigilar celosamente al niño, al que quiere con ternura. Le pareció
que así como ella vigilaba a la madre, ésta la vigilaba a ella, y que
cada vez que se veía obligada a salir, la señora hacía lo posible por
acercarse a su hijo. Día y noche cuidaba del niño la nodriza, y la
madre constantemente parecía acechar en silencio como el lobo
acecha al cordero. Esto tal vez lo tenga usted por increíble y, sin
embargo, le ruego que lo tome en serio, pues de ello dependen la
vida de un niño y la razón de un hombre.
Finalmente, llegó el día tan temido en que ya no pudo ocultarse la
verdad al esposo. La nodriza había perdido el dominio; ya no pudo
resistir por más tiempo aquella tensión y se lo confesó todo a su
amo. A él se le antojó tan disparatada la historia, que aún ahora no
acierta a darle crédito. Sabía que su mujer era una esposa amante, y
aparte los malos tratos dados a su hijastro, siempre había sido una
buena madre. ¿Por qué, pues, habría de herir a su propio hijito? Le
dijo a la nodriza que estaba soñando, que sus sospechas eran
propias de una loca y que resultaba intolerable que calumniase así a
su ama. Mientras hablaban oyeron de pronto un grito de dolor. Amo
y nodriza corrieron juntos al cuarto del niño. Imagínese, señor
Holmes, la impresión del padre al ver levantarse a su esposa de
junto a la cuna donde estuvo arrodillada y notar que el niño tenía
sangre en el cuello y que igualmente estaba ensangrentada la
sábana. Con una exclamación de horror volvió el rostro de su mujer
hacia la luz, y pudo convencerse de que también tenía los labios
manchados de sangre. Ya no cabía duda de que era ella la que se
bebía la sangre de la pobre criatura.
Así están las cosas; la madre ha quedado confinada a sus
habitaciones, sin que mediara explicación alguna, y el marido está
medio loco. Ni él ni yo sabemos nada acerca del vampirismo.
Creíamos únicamente que era alguna leyenda fantástica de otras
tierras. Y, sin embargo, aquí, en el mismo corazón de Inglaterra, en
Sussex... Bueno, de todo esto hablaremos mañana por la mañana.
¿Querrá usted recibirme? ¿Quiere usted emplear su gran talento
para ayudar a un hombre enloquecido? De ser así, tenga la bondad
de telegrafiar a Ferguson, Cheeseman’s, Lamberley, y yo estaré en
su casa a las diez.
De usted atento S.S.
Robert Ferguson.
P.S. –Creo que su amigo Watson jugaba rugby con el Blackheath
cuando era yo medio centro del Richmond. Son los únicos
pormenores de mi personalidad que puedo darle.
–Le recuerdo muy bien –dije al dejar la carta–. El gran Bob
Ferguson, el mejor medio centro que jamás tuvo el Richmond.
Siempre fue muy bueno, y es muy propio de su carácter ese interés
que se toma por el asunto de un amigo.
Holmes me miró pensativo y sacudió la cabeza.
–Nunca alcanzo a ver hasta dónde es usted capaz de llegar, Watson
–dijo–. Hay en usted posibilidades inexploradas. Ahora, como un
buen muchacho, vaya a poner el telegrama siguiente: “Estudiaremos
su caso con mucho gusto”.
–¡Su caso!
–Evitemos que tome esta agencia por una casa de idiotas. No le
quepa duda de que es su caso. Mande este telegrama y dejemos
este negocio hasta mañana.
Al día siguiente, a las diez en punto de la mañana, llegó Ferguson a
nuestro domicilio. El recuerdo que de él tenía era el de un hombre
alto, de miembros ágiles, que le permitían correr a velocidades
extraordinarias, haciéndole conseguir más de una victoria. Nada hay
más doloroso en la vida que hallarse con la ruina de un atleta al que
se ha conocido en la época más floreciente. Ahora habíase reducido
su gran estatura, su cabello rubio era escaso y tenía los hombros
caídos. Creo que yo también suscité en su ánimo emociones
análogas.
–Hola, Watson –dijo, y su voz seguía siendo profunda y cordial–.
No tienes el mismo aspecto que cuando te lancé sobre el público por
encima de las cuerdas, en Old Deer Park. Supongo que yo también
habré cambiado algo, pero más que nada, me han envejecido estos
últimos días. Veo, por su telegrama, señor Holmes, que de nada me
sirve pretender hacerme pasar por el representante de otra persona.
–Es más sencillo tratar directamente –dijo Holmes.
–Claro que sí, pero debe usted imaginarse lo difícil que resulta
tener que hablar de la mujer que uno está obligado a apoyar y
defender. ¿Qué debo hacer? ¿Cómo ir a contar esta historia a la
policía? Y, sin embargo, es necesario procurar la seguridad de los
niños. ¿Será tal vez un caso de locura, señor Holmes? ¿Será algo
que lleva en la sangre? ¿Ha visto usted nada semejante durante su
larga experiencia? Por Dios, aconséjeme, pues estoy a punto de
perder el juicio.
–Es muy natural, señor Ferguson. Bueno, siéntese, tranquilícese y
conteste con toda claridad. Puedo asegurarle que está muy lejos de
perder el juicio y confío que hallaremos alguna solución. En primer
lugar, dígame qué medidas ha tomado usted. ¿Sigue todavía su
esposa cerca de los niños?
–Tuvimos una escena horrible. Ella es muy cariñosa, señor Holmes;
si hay en el mundo una mujer que quiera a su marido con toda su
alma, esa mujer es ella. Fue un golpe terrible para su corazón el que
yo descubriese este increíble y espantoso secreto. Ni siquiera quiso
hablar. No contestó a mis reproches y no hizo sino clavarme los ojos
con una mirada de loca desesperación. Después huyó corriendo a su
dormitorio y se encerró con llave. Desde entonces se ha negado a
verme. Tiene una doncella que ya estaba a su servicio antes de
casarse, llamada Dolores, que es más bien una amiga que una
sirvienta, y ésta es la que le entra la comida.
–Entonces, ¿el niño no está en peligro de inmediato?
–La señora Mason, la nodriza, ha jurado no dejarlo de día ni de
noche. Puedo fiarme de ella en absoluto. Estoy menos tranquilo
respecto del pequeño Jack, pues, como ya le dije en mi carta, le ha
acometido dos veces.
–Pero ¿no lo ha herido nunca?
–No; sólo lo golpeó ferozmente. Esto es más terrible, por cuanto el
pobre está lisiado y es completamente inofensivo. –Las facciones
escuálidas de Ferguson se dulcificaron al hablar del muchacho–.
Crea que su estado inspira compasión a cualquiera. Le proviene de
una caída que tuvo cuando pequeño, a consecuencia de la cual se le
desvió la columna, pero posee un corazón excelente, señor Holmes.
Éste había cogido la carta del día anterior y volvía a leerla.
–¿Qué otras gentes tiene usted en casa, señor Ferguson?
–Dos criadas, que hace poco están con nosotros; un mozo de
cuadra, Michael, que duerme en casa; mi esposa, yo, mi hijo Jack, el
niño, Dolores y la señora Mason. Éstos son todos los habitantes de la
casa.
–Creo adivinar que no conocía usted bien a su esposa cuando se
casó.
–Sólo la había tratado durante unas pocas semanas.
–¿Cuánto tiempo hace que está con ella su doncella Dolores?
–Varios años.
–Entonces ella debe conocer mejor el carácter de su esposa que
usted mismo.
–En efecto, así es.
Holmes tomó una nota.
–Me parece –dijo– que será más útil mi presencia en Lamberley
que aquí. Este caso es de los que requieren una investigación
personal. Puesto que la señora permanece en su habitación, nuestra
presencia no la molestará ni resultará inconveniente. Por supuesto
que nosotros iremos a la fonda.
Ferguson pareció tranquilizarse con esto.
–No esperaba menos de usted, señor Holmes. Si puede usted venir,
a las dos sale un tren de la estación Victoria.
–Naturalmente que podemos. Estos días, precisamente, no tengo
trabajo y puedo dedicarle todas mis energías. Watson, desde luego,
viene con nosotros. Pero antes de partir quiero asegurarme sobre
ciertos detalles. Según he creído comprender, esa desdichada señora
parece que ha atacado a los dos niños simultáneamente.
–Eso es.
–Sin embargo, estos ataques adoptan diferentes formas, ¿verdad?
Ha golpeado al hijo de usted.
–Una vez con un bastón y la otra ferozmente con sus propias
manos.
–¿No dio ninguna explicación del motivo que la habría inducido a
ello?
–Sólo dijo que lo odiaba, y lo repite continuamente.
–Bueno, esto no es nuevo entre madrastras. Se podría decir que
son unos celos póstumos. ¿Acaso es celosa por naturaleza esa
señora?
–Sí, mucho, con toda la violencia de su amor tropical.
–Pero el muchacho, que ya tiene quince años, y probablemente
muy desarrollada la inteligencia, por lo mismo que su cuerpo se halla
muy limitado de acción, ¿no ha dado tampoco ninguna explicación
acerca de estos ataques?
–El dice que no había razón para ello.
–¿Anteriormente se llevaban bien?
–No, jamás se han querido.
–Sin embargo, dice usted que él es afectuoso.
–No hay en el mundo hijo más cariñoso. Su vida está pendiente de
la mía; sólo le preocupa lo que yo digo o hago.
De nuevo Holmes anotó algo, permaneciendo después durante un
buen rato perdido en sus reflexiones.
–Seguramente antes de este segundo matrimonio usted y el
muchacho serían buenos camaradas. Estarían ustedes muy unidos,
¿verdad?
–Mucho.
–Y el chico, siendo tan cariñoso por naturaleza, se habría
consagrado al recuerdo de su madre.
–Por completo.
–Parece ser un muchacho muy interesante. Aún quisiera
preguntarle otra cosa respecto de estos ataques. ¿Estas extrañas
acometidas al pequeño coincidían con los malos tratos dados a su
hijo mayor?
–La primera vez sí que fue así; parecía como si se hubiese
apoderado de ella una locura y quisiera descargar su furor sobre
ambos. La segunda vez sólo fue Jack la víctima. La señora Mason no
tuvo nada que decir referente al niño.
–Ciertamente, esto complica las cosas.
–No le entiendo, señor Holmes.
–Es muy posible. Uno concibe teorías provisionales, y espera algún
tiempo o un conocimiento más completo para exponerlas. Es una
mala costumbre, señor Ferguson; pero la naturaleza humana es
débil. Mucho me temo que su antiguo amigo le haya alabado
exageradamente mis métodos científicos. De todos modos, según
están las cosas en la actualidad, sólo puedo decirle que su problema
no me parece insoluble y que puede esperarnos mañana a las dos
en la estación Victoria.
***
Era la tarde de un día triste y brumoso de noviembre, en que
después de dejar nuestro equipaje en “Chequers”, Lamberley,
recorrimos una callejuela azotada por el viento de esta tierra de
Sussex, y finalmente llegamos a la antigua y solitaria quinta que
habitaba Ferguson. El edificio era de grandes dimensiones y estaba
muy disperso; en el centro era muy antiguo, y nuevo en las alas, con
elevadas chimeneas de estilo Tudor y agudos tejados cubiertos de
liquen. El uso había curvado los peldaños de la escalera principal, y
los antiguos azulejos que guarnecían el pórtico ostentaban un
jeroglífico que representaba un hombre y un queso, de acuerdo con
la profesión del que construyó la casa. En el interior los techos eran
de gruesas vigas de roble, y los suelos, desiguales, tenían profundas
depresiones. Llenaba todo el destartalado edificio un fuerte olor a
moho y ruinas.
Ferguson nos introdujo en una habitación muy grande del centro
de la casa, donde en una enorme chimenea antigua, con una
pantalla de fierro en la que se leía la fecha 1670, ardía y
chisporroteaba un espléndido fuego de troncos.
Al mirar con más detención esta sala, observé que contenía una
singular abundancia de fechas y citas de lugares. Las paredes,
cubiertas hasta su mitad de madera, eran de la época del
acomodado labrador que habría construido la casa en el siglo XVII.
Sin embargo, en su parte inferior había una hilera de acuarelas
modernas del mejor gusto; mientras que arriba, donde el estuco
amarillo substituía al roble, pendía una hermosa colección de
utensilios y armas sudamericanos, que indudablemente había traído
consigo la dama peruana. Holmes se levantó con esa rapidez que le
comunicaba su mente inquieta y los examinó cuidadosamente.
Luego volvió a sentarse, todo pensativo.
–¡Hola, hola! –exclamó.
En un cesto que había en un rincón se hallaba un perro de aguas,
que al ver a su amo se le acercó caminando con dificultad. Movía las
patas con irregularidad y el rabo lo arrastraba por el suelo. Fue a
lamer la mano de Ferguson.
–¿Qué cree que puede ser esto, señor Holmes?
–¿Lo del perro? ¿Qué le pasa?
–Esto es lo que tiene intrigado al veterinario. Una especie de
parálisis. Supone que es una meningitis del espinazo; pero ya está
mejor. Pronto se hallará bien del todo, ¿verdad, Carlo?
Un estremecimiento que equivalía a una afirmación agitó el mustio
rabo. Los ojos tristes del perro pasaron de uno a otro de nosotros,
como si comprendiese que hablábamos de él.
–¿Esto le apareció bruscamente?
–En una noche.
–¿Hace mucho tiempo?
–Cosa de cuatro meses.
–Es muy raro, muy interesante.
–¿Qué ve usted en todo ello, señor Holmes?
–Una confirmación de lo que ya había pensado.
–Por Dios, ¿qué supone usted, señor Holmes? ¡Lo que para usted
no es más que un enigma, es para mí cuestión de vida o muerte! Mi
mujer es una supuesta asesina... ¡Mi hijo se halla en constante
peligro! No juegue conmigo, señor Holmes, esto es terriblemente
serio.
El fuerte medio centro del rugby temblaba de pies a cabeza.
Holmes le puso la mano en el hombro para animarle.
–Mucho me temo que cualquiera que sea la solución, señor
Ferguson, resulte dolorosa para usted –dijo–. Yo quisiera evitarle
toda la pena posible. Por el momento no puedo decirle más, pero
antes de salir de esta casa espero haber logrado algo definitivo.
–¡Dios lo quiera! Si ustedes me permiten, caballeros, subiré a la
habitación de mi esposa para ver si hay alguna novedad.
Estuvo fuera unos minutos, que Holmes aprovechó para examinar
las curiosidades que había en las paredes. Cuando volvió nuestro
huésped, seguido de una muchacha alta, delgada y de piel obscura,
comprendimos, por su aspecto deprimido, que no había adelantado
nada.
–El té está preparado, Dolores –dijo Ferguson–. Procuraré que tu
ama tenga todo lo que necesite.
–La señora está muy enferma –exclamó la muchacha, mirando
indignada a su amo–. Ella no pide comida. Está muy enferma.
Necesita un doctor. Yo tengo miedo de verme con ella sin un doctor.
Ferguson me dirigió una mirada interrogadora.
–Tendría mucho gusto en serle útil.
–¿Tu ama querría recibir al doctor Watson?
–Yo le llevo conmigo sin pedirle permiso. Ella necesita un doctor.
–Pues, voy con usted ahora mismo.
Seguí a la muchacha, que temblaba a causa de la fuerte emoción;
subimos la escalera y atravesamos un viejo corredor, a cuyo extremo
hallamos una puerta maciza y claveteada. Al mirarla, se me ocurrió
que si Ferguson hubiese querido penetrar a la fuerza en el
departamento de su esposa no habría sido empresa fácil. La
muchacha sacó una llave del bolsillo, y las pesadas hojas de roble
rechinaron sobre sus goznes. Entré y ella me siguió rápidamente,
quedándose para sostener la puerta.
En la cama se hallaba una mujer que, según todas las apariencias,
era presa de una fiebre altísima. Estaba medio desvanecida; mas
cuando entré yo, abrió unos ojos asustados, pero hermosos, que me
miraron con desconfianza. Al ver a un extraño pareció sentirse
aliviada, y volvió a hundirse en la almohada con un suspiro. Di unos
pasos hacia ella, tranquilizándola con breves palabras, y mientras le
tomé el pulso y la temperatura, permaneció quieta. Tanto el uno
como la otra, eran elevados y, sin embargo, mi impresión fue que
aquello era debido más bien a una excitación nerviosa que a una
enfermedad.
–Hace dos días que está así. Tengo miedo que se muera –dijo la
muchacha.
La mujer volvió hacia mí su bello rostro enrojecido por la fiebre.
–¿Dónde está mi esposo?
–Abajo, y desea verla.
–¡No quiero verlo, no quiero verlo! –Entonces pareció delirar
nuevamente–. ¡Es un demonio!, ¡un demonio! ¡Oh!, ¿para qué
habría de verlo?
–¿Puedo hacer algo por usted?
–No, nadie puede ayudarme. Todo ha terminado; todo está
destruido. Haga lo que haga, todo está destruido.
Aquella mujer debía sufrir los efectos de una alucinación. Yo no
podía imaginarme al honrado Bob bajo el aspecto de un demonio.
–Señora –dije–, su esposo la quiere y está afligidísimo por todo lo
que pasa.
De nuevo me clavó aquellos ojos maravillosos.
–Me quiere, sí, ¿pero no lo quiero también yo? ¡Si me sacrifico sólo
por no destrozarle el corazón! Así es como lo quiero; y, sin embargo,
él ha podido sospechar y hablar de mí como la ha hecho.
–Está muy apesadumbrado, pero no comprende nada.
–No, no lo puede comprender, pero debía tener confianza en mí.
–¿Quiere verlo? –volví a sugerir.
–No; me es imposible olvidar sus terribles palabras y las miradas de
aquellos ojos. No quiero verlo. Váyase, nada puede usted hacer por
mí. Dígale sólo una cosa: que quiero a mi hijo. Yo tengo derecho a
mi hijo. Eso es lo único que puede decirle de mi parte.
Se volvió de cara a la pared y ya no habló más.
Bajé de nuevo al salón de la planta baja, donde Holmes y Ferguson
continuaban sentados junto al fuego. Ferguson escuchó pensativo mi
relato de la entrevista.
–¿Cómo puedo enviarle el niño? –dijo–. ¿Cómo puedo saber qué
extraño impulso va a acometerla? ¿Cómo es posible olvidar la sangre
que manchaba su boca al levantarse del lado de la cuna? –Tembló al
recordarlo–. El niño está seguro con la señora Mason, y con ella
debe seguir.
Una elegante doncella, lo único moderno que vimos en la casa,
trajo el té. Mientras lo servía, se abrió la puerta y un joven entró en
la habitación. Era un muchacho interesante, de cabello rubio y rostro
pálido, con ojos azules, incitantes, que ardían con una súbita llama
de emoción y alegría cuando se posaban sobre su padre. Corrió
hasta él y le echó los brazos al cuello, con el abandono de una
muchacha enamorada.
–¡Oh papaíto! –exclamó–. No sabía que estuvieses aquí, si no, ya
hubiese venido antes. ¡Oh qué alegría tengo de verte!
Ferguson lo apartó dulcemente, como si sintiera cierta turbación.
–Querido chiquillo –dijo, acariciándole la dorada cabeza con
ternura–, he llegado pronto, porque he podido persuadir a mis
amigos, el señor Holmes y el doctor Watson, para que viniesen a
pasar una noche con nosotros.
–¿Es el señor Holmes, el detective?
–Sí.
El joven nos clavó una mirada que a mí me pareció poco amistosa.
–¿Dónde está su otro hijo, señor Ferguson? –preguntó Holmes–.
¿Podremos conocer al nene?
–Di a la señora Mason que lo traiga –dijo Ferguson.
El muchacho salió con paso vacilante, por el que mis ojos de
cirujano adivinaron una debilidad de la columna. Pronto volvió, y tras
él entró una mujer alta y delgada, que llevaba en brazos a un niño
hermosísimo, de ojos oscuros y cabello rubio, bello resultado de la
unión de la sangre sajona y latina. Evidentemente, Ferguson lo
quería en forma apasionada, porque lo cogió y acarició con ternura.
–Parece mentira que haya quien tenga valor de hacerle daño –
murmuró, al fijar los ojos en la señal roja que se veía en el cuello del
angelito.
En aquel momento dirigí por casualidad la vista hacia Holmes y
observé que su rostro expresaba una extraña tensión y tan pálido
que parecía una escultura de marfil. Sus ojos, que durante un
instante habían estado fijos en el padre y el niño, se clavaban ahora
con curiosidad en algo que debía haber al otro lado del salón.
Siguiendo esa dirección, sólo pude suponer que miraba por la
ventana al jardín húmedo y melancólico. Era cierto que un postigo
estaba cerrado por la parte de afuera y obstruía la vista, pero no lo
era menos que Holmes concentraba su atención en la ventana.
Después sonrió y volvió a mirar al niño. En el cuello regordete se
veía la marca roja. Sin hablar, Holmes la examinó atentamente; al fin
estrechó el puñito lleno de hoyuelos que se movía ante él.
–Adiós, hombrecito. Has hecho una entrada bien singular en el
mundo. Nodriza, desearía hablar, particularmente, con usted.
Se fue aparte con ella y hablaron seriamente durante unos
minutos. Sólo pude oír las últimas palabras, que fueron: “Espero que
su inquietud se convertirá pronto en tranquilidad”. La mujer, que
parecía desabrida y silenciosa, salió con el niño.
–¿Qué tal es la señora Mason? –preguntó Holmes.
–A primera vista no muy simpática, como ha visto usted, pero tiene
un corazón de oro y adora al niño.
–¿Usted la quiere, Jack? –dijo, volviéndose de pronto hacia el
muchacho, cuyo rostro expresivo se ensombreció al sacudir la
cabeza.
–Jack es muy vehemente para querer y odiar –dijo Ferguson–. Por
fortuna, yo soy uno de sus cariños.
El muchacho hundió la cabeza en el pecho de su padre. Ferguson
le apartó suavemente.
–Márchate, pequeño Jack –dijo, y lo siguió con la mirada llena de
cariño, hasta que hubo desaparecido–. Ahora, señor Holmes –
continuó, cuando estuvimos solos–, siento realmente haberle hecho
venir para una diligencia estúpida, pues, ¿qué puede usted hacer
sino compadecerme? Desde su punto de vista, debe ser un asunto
extraordinariamente delicado y complejo.
–Delicado lo es, en realidad –dijo mi amigo, sonriendo
alegremente–, pero todavía no he hallado la complejidad. Éste ha
sido un caso de deducción intelectual, y cuando estas deducciones
intelectuales se confirman punto por punto desde su origen, por
medio de un número de incidentes independientes, entonces lo
subjetivo se convierte en objetivo y se puede decir con seguridad
que se ha conseguido el fin deseado. Realmente, lo había alcanzado
ya antes de salir de Baker Street, y lo demás no ha sido sino
observaciones y confirmaciones.
Ferguson se pasó la mano por la frente arrugada.
–¡En nombre del cielo, señor Holmes –dijo, con voz ronca–, si ve
usted la verdad de todo esto, no me tenga más en suspenso! ¿Qué
debo hacer? No quiero saber cómo ha hallado usted los hechos, si
efectivamente ha acertado.
–Es verdad: le debo una explicación y se la voy a dar en seguida.
Pero, ¿me permite usted dirigir el asunto según mi costumbre? ¿Está
en condiciones de vernos la señora, Watson?
–Se encuentra enferma, pero tiene la cabeza despejada.
–Bueno, pues, sólo podemos aclarar las cosas en su presencia.
Subamos a su habitación.
–¡A mí no quiere verme! –exclamó Ferguson.
–¡Oh, ya querrá! –dijo Holmes.
Escribió unas líneas sobre una hoja de papel.
–Usted que al menos tiene entrada, Watson, podría dar esta nota a
la señora.
Volví a subir y entregué la nota a Dolores, que abrió la puerta con
precaución. Un minuto después oí un grito en el interior del
dormitorio, un grito de alegría y sorpresa. Dolores salió, diciendo:
–Consiente en verlos y escucharlos.
Subieron Holmes y Ferguson, y cuando entramos en la habitación,
éste avanzó dos pasos hacia su mujer, que se había sentado en la
cama, pero lo rechazó con un gesto de la mano. Se hundió entonces
en una butaca, en tanto que Holmes se sentaba a su lado después
de haber saludado con una reverencia a la dama, que lo miraba con
los ojos dilatados por el estupor.
–Me parece que podemos prescindir de Dolores –dijo Holmes–.
¡Oh, muy bien, señora! Si usted prefiere que se quede, no tengo
inconveniente. Bueno, señor Ferguson, como yo tengo mucho
trabajo, mis métodos tienen que ser rápidos y directos. La cirugía
menos dolorosa es la más breve. Empezaré diciendo lo que debe ser
un gran alivio para usted. Su esposa es una mujer muy buena, muy
amante y, sobre todo, muy mal comprendida.
Ferguson se levantó con una exclamación de alegría.
–Pruébelo, señor Holmes, le quedaré eternamente agradecido.
–Así lo haré, aun sabiendo que lo voy a herir profundamente en
otro sentido.
–No me importa mientras pueda justificar a mi mujer. Todo el
mundo me parece insignificante comparado con esto.
–Voy a exponerle los razonamientos tal como se me fueron
ocurriendo en Baker Street. La idea del vampirismo me pareció
absurda. Esas cosas no se dan en nuestra criminología. Y, sin
embargo, sus observaciones eran exactas. Usted había visto
levantarse a la señora de junto a la cuna del niño con los labios
ensangrentados.
–Así es.
–¿No se le ocurrió a usted que podía chupar aquella herida con
otro fin muy distinto que el de sorberle la sangre? ¿No hubo una
reina de Inglaterra que chupaba una herida semejante para extraer
de ella el veneno?
–¿Veneno?
–La decoración de su casa es de estilo sudamericano. Mi instinto ya
presintió la presencia de las armas que hay en la pared, aun antes
de verlas. Pudo haber otro veneno, pero jamás me hubiese venido a
las mientes. Cuando vi vacío aquel pequeño carcaj que hay al lado
de las flechas de pájaro, hallé lo que había esperado. Un pinchazo
dado al niño con uno de estos dardos bañados en curare o cualquier
otro veneno endiablado hubiera significado su muerte, si no se
extraía el tóxico de la herida.
”Y lo natural es que si uno quería usar este veneno lo probase
antes para asegurarse de que no había perdido su fuerza. Lo del
perro no lo preví, pero al fin lo he comprendido y me ha servido para
mi reconstitución.
”Ahora, ¿lo entiende usted? Su esposa temía un ataque de esta
clase. Al fin sucedió según sus aprensiones, y salvó la vida del niño;
y, no obstante, evitó decirle a usted la verdad, porque sabe cuánto
quiere usted a su hijo mayor y no quería destrozarle el corazón”.
–¡Jacky!
–Lo he observado mientras usted acariciaba al niño hace unos
momentos. Su semblante se reflejaba en el cristal de la ventana, al
que el mismo postigo servía de fondo. Revelaba tanta envidia, tal
odio cruel, como raras veces lo he visto en un rostro humano.
–¡Mi Jacky!
–Es un nuevo dolor que debe usted afrontar, señor Ferguson, más
terrible por lo mismo que todo ello es debido a un cariño exagerado
hacia usted y tal vez hacia su madre muerta. El alma de este niño,
cuya salud y belleza contrastan con su debilidad, se halla consumida
por el odio.
–¡Gran Dios! ¡Es increíble!
–¿He dicho la verdad, señora?
La dama sollozaba, con la cara oculta entre las almohadas. Ahora
se volvió hacia su esposo.
–¿Cómo podía decirte yo eso, Bob? Comprendí el golpe que eso
representaría para ti. Era preferible esperar, y que fueran otros los
que te informaran. Cuando este caballero, que parece tener poderes
sobrenaturales, me escribió que lo sabía todo, me alegré.
–Yo le prescribiría un año de viaje por mar al señor Jacky –dijo
Holmes, levantándose de la silla–. Sólo queda una cosa oscura aún,
señora. Comprendemos perfectamente sus acometidas al señor
Jacky: la paciencia de una madre tiene sus límites; pero, ¿cómo se
atrevió usted a dejar solo al niño durante estos dos últimos días?
–Se lo había contado todo a la señora Mason.
–Así me lo había imaginado yo.
Ferguson estaba de pie junto a la cama, retorciéndose las manos
temblorosas.
–Creo que ha llegado el momento de retirarnos, Watson –dijo
Holmes, en voz baja–. Si quiere usted coger de un brazo a la fiel
Dolores, yo la cogeré del otro. Bueno, ahora –añadió cuando
hubimos cerrado la puerta detrás de nosotros– me parece que
debemos dejar que ellos resuelvan lo demás.
Sólo tengo otra nota referente a este caso. Es la otra carta que
Holmes escribió como contestación a la que sirve de principio a este
relato. Es como sigue:
Baker Street, noviembre 21.
La causa de los vampiros
Señor: En contestación a su carta del 19, tengo el honor de hacerle
presente que me he ocupado de la investigación de su cliente, el
señor Ferguson, de la entidad Ferguson y Muirhead, exportadores de
té, de Mincing Lane, y le participo que el asunto ha llegado a una
conclusión satisfactoria.
Agradeciéndole su recomendación, me reitero de ustedes atte.,
Sherlock Holmes.
Un Empleo Extraño
Poco después de mi casamiento, mi colega el señor Fargular me
cedió su consulta en el barrio de Paddington. Hubo un tiempo en
que mi antecesor ganó bastante; pero después, su mucha edad y
una especie de baile de San Vito que padecía constantemente le
acortaron las ganancias. La clientela disminuía poco a poco, pues el
público opina –tal vez muy justamente– que mal puede curar a los
demás un hombre que no puede curarse a sí mismo. En estas
condiciones adquirí la consulta, esperando que mi juventud, mi
energía y mi voluntad la harían florecer y renacer, como en los días
lejanos y felices.
Durante los tres primeros meses estuve tan ocupado que no pude
ver con la frecuencia de antes a mi amigo Sherlock Holmes. Me
faltaba tiempo para ir a Baker Street, y en cuanto a Sherlock, no iba
nunca más que adonde lo llamaba su profesión. Por eso me
sorprendió profundamente oír una mañana, cuando empezaba a
hojear el British Medical Journal, después del desayuno, un timbrazo
y la voz simpática e inolvidable de mi antiguo camarada.
–¡Hola, querido Watson! –dijo, entrando estruendosamente en el
comedor–. No sabe cuánto me alegro de verle. ¿Y la señora Watson?
¿Se ha repuesto ya de las emociones que le causó nuestra última
aventura?
–Muchas gracias, Holmes. Los dos estamos perfectamente –
contesté estrechándole la mano.
–Espero –continuó, dejándose caer en un sillón– que la medicina
no habrá extinguido en usted aquel entusiasmo y aquel interés que
sentía por nuestros pequeños problemas, ¿eh?
–De ningún modo. Precisamente ayer estuve hojeando mis notas y
clasificando la larga serie de nuestras antiguas aventuras.
–Qué, ¿da usted ya por terminada esa serie?
–¡Quía! Estoy deseando empezar de nuevo.
–¿Quiere que empecemos hoy mismo?
–No tengo inconveniente.
–¿Iría conmigo hasta Birmingham?
–¿Por qué no?
–¿Y su consulta y sus enfermos?
–¡Bah! Yo me encargo de atender a las obligaciones de mi vecino
durante sus ausencias, y bien puede pagarme alguna vez ese
pequeño favor.
–Perfectamente –dijo Holmes, repantigándose en el sillón y
mirándome fijamente por entre sus párpados medio cerrados–. ¿Ha
estado enfermo hace poco? Los catarros en verano son siempre muy
fatigosos.
–Sí. He tenido que quedarme en casa, a causa de un gran
resfriado, durante tres días. Ahora ya estoy completamente bien.
Pero, ¿cómo lo sabía?
–Ya conoce mi método: siempre a la deducción.
–¿Y qué le ha servido ahora para sus deducciones?
–Esas zapatillas.
Yo arrojé una mirada sobre mis pies.
–¿Cómo demonios...? –empecé a preguntar.
Pero Holmes se me anticipó.
–Esas zapatillas están completamente nuevas; de modo que hace
poco que las usa. Me he fijado en las suelas, y he visto que están
ligeramente encogidas. Al principio pensé que se habían mojado y
que las había acercado al fuego; pero cerca de la punta he visto una
pequeña etiqueta con jeroglíficos del zapatero, de modo que no se
podía creer que se habían mojado, pues el agua hubiera despegado
la etiqueta. Indudablemente, es que debió arrimar los pies al fuego,
lo cual no deja de ser muy extraño en el mes de junio, por mucha
humedad que haya.
Como siempre, el razonamiento de Holmes parecía de una
simplicidad infantil. Leyó esta reflexión en mi frente, y por sus labios
pasó una leve sonrisa.
–Me parece que mis observaciones pierden su valor explicándolas.
Los resultados sin las causas hacen mucho más efecto. ¡Vamos!
¿Está dispuesto a seguirme a Birmingham?
–Lo estoy. ¿De qué se trata?
–En el tren se lo diré. Mi cliente nos espera abajo, en un coche.
–Bueno, pues, vaya bajando que ahora voy. Escribí
apresuradamente cuatro letras para mi vecino, subí al segundo piso
a prevenir a mi mujer, y cinco minutos después ya estaba en la calle,
junto a Holmes.
–¿De modo que también es médico su vecino? –me preguntó,
señalando la placa de cobre que había en la puerta.
–Sí; llevamos el mismo tiempo en esta calle.
–¡Ah! Entonces usted es el mejor de los dos.
–Eso creo. ¿Por qué lo dice?
–Por los escalones. Los suyos están más usados que los de él.
Vaya, vamos al coche... Mi amigo, el doctor Watson; el señor Hall
Pycroft... ¡Un poco más de prisa, cochero, no vayamos a perder el
tren!
El señor Hall Pycroft era un hombre joven y simpático, con ojos
azules y un bigote rubio. Su rostro ancho y sonrosado parecía hecho
para la risa; pero en aquella ocasión, las comisuras labiales se
derrumbaron con un gesto de amargura que tenía algo de cómico.
Vestía irreprochablemente, y en su cabeza centelleaba una chistera
de última moda. Ya en el tren, camino de Birmingham, supe la razón
de aquel viaje.
–Tenemos setenta minutos de camino –dijo Holmes–; por lo tanto,
le ruego, señor Pycroft, le cuente a mi amigo su interesantísimo
asunto, tal como me lo ha contado y con más detalles, si es posible.
No me desagradará oírlo una vez más. Es un suceso de tal género,
amigo Watson, que, una de dos: o es una cosa terrible, o es una
tontería, pero que, sin embargo, ofrece algunas particularidades de
ésas que le atraen a usted tanto como a mí. Ahora, señor Pycroft,
tenga la bondad de empezar su relato.
El joven no se hizo de rogar, y empezó en los siguientes términos:
–Lo peor de la historia es el papel tan desairado que juego en ella.
Tal vez esto no acabe bien; pero cuando conozca los hechos, verá
que no podía obrar de otro modo, so pena de pasar por tonto. Es el
caso que... ¡Ah! Le advierto que no tengo facilidad de palabra, y por
lo tanto le ruego, señor Watson, que me dispense si no me explico
con suficiente claridad.
”Yo era empleado de la Casa Coxon y Wood, de Draper’s Garden, y
estaba en ella cuando aquel famoso empréstito de Venezuela que la
derrumbó por completo. Como yo llevaba cinco meses en la casa, el
señor Coxon me entregó un certificado muy laudatorio; pero eso no
impidió que me encontrara en la ruina con otros veintisiete
compañeros. Inmediatamente empecé a hacer gestiones para
colocarme, pero no conseguía nada. Bien pronto se me acabaron
mis economías, y hubo veces en que no pude comprar ni sobre de
sellos para enviar mis documentos a las casas que se anunciaban en
los periódicos.
”Por fin, un día leí un anuncio de la casa Nawson y Williams, la
célebre casa de banca de Lombard Street, una de las mejores de
Londres. Las solicitudes debían enviarse por el correo acompañadas
de las certificaciones. Así lo hice, pero sin esperanza alguna. ¡Estaba
tan desencantado! Sin embargo, a vuelta de correo, me contestaron
que, si quería ir el lunes siguiente, podía empezar aquel mismo día
mi trabajo.
”Dice la gente que los banqueros cuando reciben varias solicitudes
hacen un montón con ellas, cogen una cualquiera, y ésa es la que
eligen. Sea o no verdad ese procedimiento, di gracias a Dios y
confieso que nunca fui tan dichoso como aquel día. Ganaría una libra
más que en la Casa Coxon y el trabajo sería el mismo.
”Ahora viene la parte extraordinaria de mi aventura. Yo vivía en una
casa de huéspedes de Potter’s Terrace, y la tarde misma en que
recibí la noticia de mi colocación estaba fumando tranquilamente en
mi cuarto, cuando la patrona me entregó una tarjeta del señor
Arthur Pinner, banquero. Yo no conocía este nombre, y no pude
imaginarme a qué se debería aquella visita; pero, no obstante, rogué
a la patrona que dejara pasar al visitante. Era un individuo de
mediana estatura, el cabello, los ojos y la barba completamente
negros y la nariz muy encarnada. Hablaba rápidamente, como
hombre que conoce el valor del tiempo.
”–¿El señor Hall Pycroft?
”–Yo soy –contesté–. Tenga la bondad de sentarse, caballero.
”–¿Ha estado en la Casa Coxon y Wood?
”–Sí, señor.
”–¿Y ahora en la Casa Nawson?
”–Sí, señor.
”–Muy bien, muy bien... He oído decir cosas verdaderamente
extraordinarias repecto de su capacidad financiera y de su honradez.
¿Se acuerda de Paker, el cajero de la Casa Coxon? Pues se deshace
en elogios para usted.
”Aquellas palabras me halagaron. Yo fui considerado siempre en la
casa como uno de los mejores empleados; pero no creía que mi
nombre hubiera llegado a ser célebre en la City.
”–¿Tiene buena memoria? –continuó mi visitante.
”–Bastante buena –contesté.
”–¿Continúa al corriente de las cotizaciones y los cambios después
de salir de la casa de banca?
”–Sí.
”–Muy bien. Eso demuestra verdadera vocación. Así se llega muy
lejos. ¿Tendrá la bondad de contestarme a algunas preguntas?
Vamos a ver: ¿a cómo están los Ayrshires?
”–A ciento cinco.
”–¿Y los Consolidados de Nueva Zelanda?
”–A ciento cuatro.
”–¿Y los British Broken Hills?
”–A siete.
”–¡Admirable! Esto confirma todas las noticias que me habían dado.
Cada vez me convenzo más de que merece ser más que un simple
empleado en la Casa Nawson.
”Estas palabras me asombraron, como pueden ustedes suponer.
”–Sin embargo, no todos son de la misma opinión, señor Pinner. Y
prueba de ello es que me ha costado mucho encontrar esta
colocación; de la cual, por otra parte, estoy contentísimo.
”–¡Bah! Usted está cien codos más arriba de ese empleo. Debe
entrar en su propia esfera. Y para eso he venido. Por ahora sólo
puedo ofrecerle muy poco en comparación de lo que merece; pero
del cargo que tendrá en nuestra casa al que tendría en la de Nawson
hay tanta diferencia como de la noche al día. ¿Cuándo piensa ir a la
casa Nawson?
”–El lunes.
”Arthur Pinner se echó a reír.
”–¿Cuánto apostamos a que no va?
”–¿Cómo que no?
”–Claro que no. El lunes ya será usted el director de la FrancoMidlandesa, Compañía Anónima, que tiene ciento treinta y cuatro
sucursales en todas las capitales y pueblos de Francia, sin contar
una en Bruselas.
”Yo lo miré asombrado, con la boca abierta.
”–Es la primera vez que oigo hablar de esa casa.
”–Es probable. No le hemos dado publicidad porque es una
sociedad constituida únicamente por amigos, y además, porque es
demasiado buen negocio para hacerlo público. Mi hermano, Harry
Pinner, figura en el comité como director general. Y como sabe que
yo tengo muchos conocimientos en la City, me dio el encargo de que
buscara un hombre joven, enérgico y entendido en asuntos
financieros. Paker me habló de usted, y él ha sido el que me
aconsejó que le hablara. Al principio no podemos ofrecerle más que
la módica suma de quinientas libras.
”–¡Quinientas libras anuales! –exclamé.
”–Esto sólo al principio; más adelante, ya veremos. Además, tendrá
el uno por ciento de comisión en los negocios de la casa, lo cual
triplicará su sueldo.
”–Pero no sé si sabré...
”–¡No ha de saber!...
”La cabeza me ardía; sentía picor en todo el cuerpo. De pronto me
asaltó una duda, que fue como una ducha de agua fría en medio de
mi agitación.
”–Francamente, señor Pinner –dije–, Nawson no me da más que
doscientas libras, pero Nawson es seguro. Mientras que su
sociedad..., la verdad...
”–¡Ah! ¡Muy bien, muy bien! –exclamó como entusiasmado–. Veo
que es un hombre muy listo y que no se deja alucinar tan
fácilmente. Tome; ahí va un billete de cien libras, como garantía y
anticipo de su sueldo.
”–Perfectamente. ¿Cuándo empiezo mi servicio?
”–Mañana, a la una, procure estar en Birmingham. Vaya al número
126, letra B, de Corporation Street, donde están las oficinas
provisionales; allí encontrará a mi hermano y le entregará esta carta.
Aunque su colocación es ya un hecho, necesitamos la aprobación del
director general.
”–Realmente, no sé cómo expresarle mi gratitud, señor Pinner.
”–No hablemos de eso, querido. Todo se lo debe a usted mismo.
No queda más que ultimar algunos detalles de pura fórmula...
¿Tiene ahí un poco de papel?... Perfectamente. Ahora, tenga la
bondad de escribir lo siguiente:
”Yo, el abajo firmante, acepto el cargo de director de la FrancoMidlandesa, Compañía Anónima, con el sueldo mínimo de 500 libras
anuales”.
”Hice lo que me pedía, y él, cogiendo el documento, se lo guardó
en el bolsillo, diciendo:
”–Bueno, ¿y qué piensa hacer respecto de la Casa Nawson?
”Mi alegría me había hecho olvidar el compromiso anterior.
”–Voy a enviar mi dimisión ahora mismo.
”–Precisamente es lo que no debe hacer. Ayer tuve una discusión
respecto de usted con el director de la Casa Nawson. Fui a pedirle
informes de usted y me contestó muy groseramente, diciendo que
obraba muy mal sonsacando a la gente de su casa... Que yo tenía la
culpa de... ¡Qué sé yo! Una infinidad de tonterías. Cansado de oírle,
contesté, bastante incomodado: “Si quiere tener buenos empleados,
debe pagarlos mejor”. “El señor Pycroft preferirá nuestro modesto
pero seguro salario a ese fastuoso e imaginario que le ofrece usted”,
replicó. “Le apuesto cinco libras –dije–, a que en cuanto le haga yo
mi oferta no vuelve a saber más de él”. “¡Aceptado! –repuso–.
Nosotros le hemos sacado del arroyo, y seguramente no se
arriesgará a perder tan buena ocasión.” Estas fueron sus palabras.
”–¡Qué grosero! ¿Qué sabe él de mi vida si no nos hemos visto
nunca? Pierda cuidado, no le escribiré para nada absolutamente.
”–Bueno. No hablemos más de ello.
”Y se levantó, tendiéndome la mano.
”–Conste, amigo Pycroft, que me voy satisfechísimo de mi
adquisición, y espero que a mi hermano le suceda lo mismo. Aquí
tiene su anticipo de cien libras y la carta para mi hermano. No olvide
que lo espera mañana a la una en punto.
”Esto fue todo lo que ocurrió durante nuestra entrevista. Ya se
puede imaginar, señor Watson, lo encantado que quedaría del señor
Pinner y lo feliz que era viendo mi buena estrella. Aquella noche no
pude dormir, y al día siguiente salí en el tren que llega a Birmingham
poco antes de la una, y en seguida me dirigí al lugar de la cita. El
número 126 estaba situado entre dos grandes tiendas. No encontré
a nadie en el portal y seguí un largo pasillo, y al final me hallé con
una escalera de caracol que me condujo al piso primero. Allí había
distintos cuartos ocupados por sociedades y particulares. En la
puerta de cada uno de ellos había rótulos con la profesión de los
inquilinos correspondientes; pero en ninguna vi el título de la
Franco-Midlandesa, Compañía Anónima. Estaba perplejo, pensando
si habría sido víctima de alguna broma de mal género, cuando se me
acercó un hombre y me dirigió la palabra. Se parecía atrozmente al
individuo con quien estuve la tarde anterior, y a no ser porque
estaba completamente afeitado y eran menos oscuros los cabellos,
hubiera creído que era el mismo.
”–Perdone. ¿Tengo el honor de hablar con el señor Hall Pycroft? –
me dijo.
”–Sí.
”–Lo esperaba; pero se ha adelantado un poco –continuó, mirando
el reloj–. Esta mañana he recibido una carta de mi hermano, llena
de elogios.
”–Estaba buscando el nombre de...
”–¡Ah, sí! No lo hemos puesto todavía, porque no hace una semana
que alquilamos este local. Tenga la bondad de subir conmigo.
”Lo seguí, y al final de aquella escalera, que me pareció
interminable, entramos en una estancia compuesta de dos
habitaciones abuhardilladas, sin alfombras ni colgaduras y llenas de
polvo. Yo me había imaginado una gran oficina con grandes mesas
llenas de empleados, con puertas de cristal, con ordenanzas de
librea, con sonar de timbres y ajetreo de papeles y libros; en una
palabra: algo semejante a las casas donde estuve anteriormente. No
había nada de esto, y me quedé asombrado mirando una miserable
mesa de pino y dos sillas rotas de paja, que, con un libro y un cesto
de papeles, constituían el único mueblaje de la oficina.
”–Veo que le extraña el aspecto de la habitación –dijo mi nuevo
jefe, observando la cara que ponía al ver aquello–. Pero no se hizo
Roma en un día. Aunque tengamos mucho capital, no queremos
hacer gastos superfluos, por ahora. Siéntese y tenga la bondad de
darme la carta de presentación.
”Se la di, y después de leerla atentamente, dijo:
”–Parece que ha causado una gran impresión en mi hermano
Arthur, y aunque él no puede ver Birmingham y a mí no me gusta
Londres, por esta vez estaremos conformes. Puede considerarse ya
como de la casa.
”–¿Cuál será mi obligación?
”–Va a dirigir el gran depósito de París, el cual surtirá de porcelanas
inglesas y de Sajonia los almacenes de nuestros ciento treinta y
cuatro corresponsales en Francia. Las compras llegarán aquí dentro
de una semana, y, mientras tanto permanecerá en Birmingham
entregado a una ocupación bastante sencilla.
”–¿Cuál?
”El señor Pinner abrió uno de los cajones de la mesa y sacó un
grueso libro rojo.
”–Aquí tiene –dijo–, el Anuario Bottin, de París, donde figuran todas
las profesiones y las casas de comercio más importantes. Lléveselo y
hágame una lista de todos los comerciantes de objetos de fantasía,
con sus direcciones correspondientes. Esto nos ha de ser de una
gran utilidad el día de mañana.
”–Pero, ¿no están ya clasificados por categorías?
”–Sí; pero están en un orden distinto del que pensamos llevar
nosotros. Tráigame esa lista el lunes al mediodía. Adiós, señor
Pycroft, y ya verá cómo la sociedad sabrá recompensarle a medida
que vaya conociendo sus excepcionales condiciones.
”Alquilé un cuarto en un hotel de New Street y me dispuse a
trabajar. En mi cabeza batallaban distintas y opuestas ideas. Por un
lado podía considerarme definitivamente colocado y con cien libras
en el bolsillo; pero, por otro, no dejaba de extrañarme lo raro del
trabajo y de la oficina y todo aquel misterio que parecía envolver a la
sociedad. Trabajé todo el domingo sin descansar, y, sin embargo, el
lunes no había llegado más que a la H. Fui a ver a mi jefe y lo
encontré en la misma habitación polvorienta y desamueblada. Me
dijo que podía continuar y que volviera el miércoles. Dicho día no
había terminado aún, y tuve que volver ayer con la lista ya completa.
”–Muy bien, señor Pycroft –me dijo el señor Pinner–. Resulta un
trabajo de mucha utilidad.
”–Y de mucho tiempo –contesté.
”–Es claro. Bueno, ahora va a hacer otra lista de las tiendas de
muebles, porque también suelen vender porcelanas.
”–Está muy bien.
”–Vuelva mañana a las siete de la tarde y dígame qué tal va el
asunto. Pero no se mate en trabajar... ¿Por qué no va esta noche al
music-hall de Day, para distraerse un rato?
”Al decir estas palabras, se echó a reír, y entonces observé que el
segundo diente de la izquierda estaba bastante mal orificado. Esto
me impresionó”.
Sherlock Holmes se frotó las manos satisfecho, y yo miré
estupefacto a Pycroft.
–Voy a explicarle la razón de ello, señor Watson. Hablando en
Londres con el otro individuo, observé que al reírse enseñaba los
dientes de igual modo que mi jefe, y que también tenía orificado el
segundo de la izquierda. Después de ver en los dos hermanos el
mismo detalle, me fijé en el asombroso parecido de la voz y los
ademanes, y pensando que las pequeñas diferencias existentes
entre ellos podían ser causadas por la navaja y la peluca, comprendí
que los dos eran uno solo. Me despidió, y yo salí a la calle no
sabiendo lo que me pasaba. Entré en el hotel, me lavé la cabeza con
agua fría y procuré coordinar las ideas. ¿Por qué me había obligado
a salir de Londres? ¿Por qué se había escrito una carta a sí mismo? Y
reconociéndome incapaz de descubrir las causas de estos hechos,
me acordé de Sherlock Holmes y corrí en busca suya. He aquí todo
lo que ha pasado.
Hubo un largo silencio. Luego Sherlock Holmes, tomando más
cómoda postura y saboreando las palabras, dijo:
–No está mal, ¿verdad, Watson? Me parece que una entrevista con
el señor Harry Pinner, director general de la Franco-Midlandesa,
Compañía Anónima, será bastante curiosa...
–¿Y cómo hemos de arreglarnos para ir?
–Muy sencillo –interrumpió Hall Pycroft–. Ustedes son dos amigos
míos que desean una colocación; por lo tanto, no tiene nada de
particular que yo los presente al señor Pinner, para ver si puede
hacer algo en favor de ustedes.
–¡Eso es!... Perfectamente –contestó Holmes–. Tendré mucho gusto
en conocer a ese caballero... Y ahora, ¿qué cualidades tiene para
que se hayan fijado en usted y no en otros para...?
Interrumpiéndose de pronto, se puso a mirar el paisaje por la
ventanilla del vagón, royéndose las uñas, y ya no pudimos obtener
una sola palabra de él hasta que llegamos al hotel de New Street.
Daban las siete de la tarde cuando emprendimos el camino de
Corporation Street.
–No adelantaríamos nada yendo antes de la hora –dijo Pycroft–.
Indudablemente, mi jefe no viene a la “oficina” más que por mí, y el
resto del tiempo no hay nadie en el cuarto.
–No está mal pensado –contestó Holmes.
–¿Qué le decía yo?... –exclamó Hall Pycroft de pronto–. Mírele, ahí
va.
Por la acera opuesta iba un hombre bien vestido, rubio, de pequeña
estatura. Mientras lo observábamos debió oír a un chiquillo que
voceaba la última edición de uno de los periódicos de la tarde, y,
atravesando la calle por entre los carruajes, le compró un número y
desapareció por una puerta.
–Ya entró –exclamó Pycroft–. Esa es la “oficina”. ¿Vamos adentro?
Subimos cinco pisos detrás de él y nos detuvimos delante de una
puerta, en la cual llamó con los nudillos. Una voz contestó:
“¡Adelante!” Y en una habitación casi vacía, tal como nos la habían
descrito, hallamos al mismo individuo que vimos en la calle. Estaba
sentado a la mesa, sobre la cual tenía abierto el periódico. Al entrar
nosotros levantó la cabeza, y no recuerdo haber visto nunca un
rostro tan de sufrimiento y de terror como el de aquel hombre. El
sudor perlaba su frente, sus mejillas estaban pálidas, y los ojos, que
tenían la inquietud y el miedo de las fieras acosadas, miraron a su
dependiente como si no lo conociera.
–¿Qué tiene, señor Pinner? ¿Se siente mal? –exclamó sinceramente
asombrado Pycroft.
–Sí; estoy algo enfermo –contestó, haciendo visibles esfuerzos por
dominarse y humedeciendo con la lengua los secos labios–.
¿Quiénes son esos caballeros?
–Uno es el señor Harris, de Bermonsey, y el otro el señor Price, de
esta ciudad. Los dos son amigos míos, y a pesar de su honradez y su
talento, están sin colocación hace algunos meses. Por lo tanto, tengo
el honor de recomendárselos para que vea si pueden entrar en la
casa.
–Veremos, veremos... –murmuró, fingiendo una sonrisa que le
resultó mueca–. ¿Cuál es su especialidad, señor Harris?
–He sido tenedor de libros –contestó Holmes.
–¡Ah! Muy bien. ¿Y usted, señor..., señor Price?
–Yo he sido viajante.
–Bueno; tengo la seguridad de que les encontraré una colocación.
Ya les avisaré, señores. Ahora les ruego se retiren. ¡Déjenme solo,
por amor de Dios!
Estas últimas palabras se le escaparon a pesar suyo. Holmes y yo
nos miramos. Hall Pycroft dio un paso hacia la mesa.
–¿Olvida, señor Pinner, que me dijo que viniera hoy para recibir
órdenes?
–Sí, sí, señor Pycroft..., es verdad –contestó el otro, un poco más
sereno–. Tenga la bondad de esperar un momento. Dentro de tres
segundos saldré y podremos hablar.
Y saludándonos muy cortésmente al pasar por delante de nosotros,
entró en la habitación contigua y cerró la puerta tras de sí.
–¡Calla! –murmuró Holmes–. ¡A que se nos escapa ahora!
–Imposible –contestó Pycroft.
–¿Por qué?
–Porque esa puerta da a otra habitación que no tiene ninguna
salida.
–¿Y muebles?
–Ayer estaba vacía. Hoy no sé.
–¿Para qué habrá entrado entonces?... Aquí hay un misterio... No
he visto nunca un miedo igual al de este hombre. ¿Por qué temblaría
de ese modo?
–Creerá que somos de la policía –observé.
–Eso debe ser –asintió Pycroft.
Holmes movió la cabeza negativamente.
–No. Estaba ya pálido y tembloroso cuando entramos. Quizá...
Se interrumpió de pronto al oír un ruido extraño como si arañasen
en la puerta.
–¿Qué demonios hace ese hombre?
Nuevamente y con más fuerza empezó el ruido. Los tres nos
miramos asombrados. Luego Holmes se acercó calladamente y
apoyó el oído sobre la puerta. Después se oyeron un murmullo y
unos golpes contra la madera. Holmes empujó la puerta con todas
sus fuerzas. Estaba cerrada por dentro. Pycroft y yo ayudamos a
Holmes; saltó una de las bisagras, luego la otra, y la puerta se
derrumbó estrepitosamente. Entramos.
El cuarto estaba vacío.
Pero no dudamos mucho tiempo. Al fondo, en el rincón más
próximo a la habitación que acabábamos de dejar, había una
puertecilla. Holmes corrió hacia ella y la abrió. En el suelo yacían una
chaqueta y un chaleco, y de un gancho colocado detrás de la puerta,
colgado de sus propios tirantes, pendía el director general de la
Franco-Midlandesa. Tenía encogidas las piernas. Su cabeza se
doblaba dolorosamente sobre el pecho, las manos se engarabitaban,
y los golpes de sus pies contra la madera producían el ruido que nos
había llamado la atención.
Inmediatamente lo cogí por la cintura y lo levanté, mientras Holmes
y Pycroft desataban los tirantes, que habían penetrado en la lívida
carne del cuello. Lo transportamos al despacho, y vimos a nuestros
pies, con los ojos fuera de las órbitas, los labios morados, el cuerpo
convulso, al poco antes flamante director.
Yo me incliné sobre él y lo examiné cuidadosamente. El pulso era
muy débil, pero su respiración iba normalizándose poco a poco.
–¿Cómo lo encuentra? –preguntó Holmes.
–Ha estado a dos dedos de la muerte –contesté–; pero ya está
salvado. Abra la ventana y déme aquella gorra.
Le desabroché el cuello, le rocié con agua fría la cara y le moví los
brazos hasta conseguir que la respiración se normalizara.
–Ahora ya no es más que cuestión de tiempo –dije, levantándome.
Holmes, que estaba de pie junto a la mesa, con las manos
hundidas en los bolsillos y la cabeza gacha, dijo:
–Hay que llamar a la policía. Sin embargo, hubiera deseado poder
darles detalles más completos.
–No lo entiendo –murmuró Pycroft, rascándose pensativo la
cabeza–. ¿Qué necesidad tenían de alejarme de Londres?
–¡Bah! Eso es muy claro –contestó Holmes despectivamente–.
¡Ojalá lo fuera también este desenlace!...
–¿De modo que ve usted claro lo otro?
–Sí. Hay dos hechos innegables. El primero es el de hacerle firmar
esta declaración de que aceptaba el puesto de director en la
Sociedad Franco-Midlandesa. Ya sabe que, desde el punto de vista
financiero, son inútiles esos documentos. La razón, pues, de exigirle
semejante cosa es que necesitaban tener una muestra de su
carácter de letra, y únicamente por ese medio podían conseguirla.
–¿Y para qué?
–Ahí está el quid... ¿Para qué? Cuando lo sepamos ya no faltará
nada por averiguar. Indudablemente, alguien tenía interés en
conocer el carácter de letra de usted, y para ello se valieron de esta
estratagema. En cuanto al segundo hecho, consiste en que el señor
Pinner le exigió la promesa de que no escribiría a la Casa Nawson
para tener la seguridad de que otro pudiera presentarse
impunemente con su nombre en dicha casa.
–¡Gran Dios! –exclamó Pycroft–. ¡Qué imbécil he sido!...
–¿Lo comprende ahora? Si uno cualquiera se hubiera presentado
diciendo que era Hall Pycroft sin tomar antes esa precaución, le
habrían descubierto en seguida. ¿Está seguro de que no lo conoce
nadie en la Casa Nawson?
–Nadie, absolutamente.
–Muy bien. Sólo faltaba, pues, alejarlo de Londres para evitar
cualquier tropiezo o mala tentación suya, y para ello lo hicieron venir
a Birmingham sujetándolo con el cebo de las cien libras.
–Pero, ¿por qué ha fingido ese hombre que eran dos hermanos?
–Y lo son, indudablemente... Aquí está uno. El otro ocupa su lugar
en la Casa Nawson. Éste fue el que le ofreció el destino, y luego,
comprendiendo que hacía falta fingir un jefe y que era peligroso
servirse de una tercera persona, decidió representar él mismo el
papel. Cambió lo que pudo de su fisonomía, y sin esa casualidad del
diente orificado, a estas horas seguiría usted creyendo que éste era
hermano del que conoció en Londres.
Hall Pycroft levantó los brazos al cielo.
–Entoces..., ¡Dios mío!..., ¿qué hará mientras tanto el otro? ¿Qué
me aconseja que haga, señor Holmes?
–Telegrafiar inmediatamente a Nawson.
–Los sábados cierran al mediodía.
–No importa. Se quedará alguien de guardia.
–Sí; hay siempre un vigilante, a causa de los valores que tienen en
depósito.
–Muy bien. Vamos al telégrafo. Pero la verdad, no me explico qué
motivo habrá podido tener este hombre para...
–¡El periódico! –gimió roncamente una voz detrás de nosotros.
Nos volvimos apresuradamente. El suicida se había incorporado. La
vida tornaba poco a poco a sus miembros y el cerebro empezaba a
pensar nuevamente.
–¡El periódico! –exclamó Holmes en el colmo de la agitación–.
¿Cómo no se me había ocurrido antes? Ahí debe estar el secreto.
Cogió ansiosamente el periódico y lanzó un grito.
–Mire, Watson; es el Evening Standard, de Londres... Aquí está lo
que buscamos... Crimen en la City. Una muerte en la Casa Nawson y
Williams. Tentativa de robo. Detención del culpable. Tome, Watson;
léanos eso en voz alta.
A juzgar por el espacio que consagraba al suceso, debió causar
profunda sensación en Londres. He aquí lo que decía:
Una audaz tentativa de robo, acompañada de asesinato ha tenido
lugar esta tarde en la City. Desde hace algún tiempo la importante
casa de banca Nawson y Williams tenía valores en depósito que
ascendían a la enorme cantidad de un millón de libras esterlinas. A
causa de esto, el director había comprado cajas de caudales del
sistema más perfeccionado, y junto a ellas había noche y día un
vigilante armado hasta los dientes. Parece ser que la semana última
entró en la casa un nuevo dependiente llamado Hall Pycroft, y que
no era otro que el famoso falsificador Beddington, que acababa de
cumplir con su hermano una condena de cinco años. Por medio de
una estratagema no conocida aún, consiguió obtener, bajo el
nombre de Hall Pycroft, un empleo en la casa, y esto le permitió
procurarse llaves falsas y conocer perfectamente la posición del
departamento donde están las cajas de valores.
Todos los sábados los empleados de la Casa Nawson salen al
mediodía, para no volver hasta el lunes siguiente. Por eso el agente
Tuson quedó sorprendido al ver salir a la una y veinte a un individuo
con un saco de viaje en la mano. Sospechando de él, lo siguió y,
auxiliado por el agente Pollock, logró detenerlo después de una
desesperada resistencia. En seguida vieron que se había evitado un
robo de una audacia y una importancia increíbles. Cerca de cien mil
libras en acciones de los ferrocarriles americanos y en valores de
otras compañías fueron hallados en el saco.
El examen de las oficinas hizo descubrir el cadáver del desgraciado
vigilante, doblado sobre sí mismo y encerrado en una de las cajas de
caudales. La víctima tenía roto el cráneo por un golpe que debió ser
dado con un hierro de mucho peso. Indudablemente, Beddington
debió sorprenderlo por detrás, y después de matarlo vació la caja y
volvió a llenarla con el cadáver. Se cree que el hermano del asesino
no haya intervenido en este crimen, a pesar de lo cual la policía lo
busca activamente.
–Vaya, de algo hemos de servir –dijo Holmes, mirando al miserable
tendido al pie de la ventana–. Realmente la naturaleza humana es
una curiosa mezcla de buenos y malos sentimientos. Ahí tienen ese
bandido, capaz de los mayores crímenes, y que, sin embargo, se
quiere suicidar al saber la desgracia de su hermano... Pero no
divaguemos, y mientras Watson y yo quedamos aquí vigilándolo,
tenga la bondad de avisar a la policía, señor Pycroft.
El Gloria Scott
Una tarde de invierno estábamos sentados junto al fuego
Sherlock Holmes y yo. Mi amigo se entretenía revolviendo y
hojeando papelotes. Yo fumaba silenciosamente.
–Aquí hay, amigo Watson –dijo de pronto–, algo que le interesará.
Son los documentos referentes al Gloria Scott, cuya historia prometí
contarle cuando hablamos del ritual de los Musgraves, ¿se acuerda?
Aquí tiene la carta que ocasionó la congestión del juez de paz Trevor.
Y mientras hablaba sacó de un estuche roído por el orín medio
pliego de papel gris, en el cual estaban escritas con lápiz las líneas
siguientes:
Acabó nuestro depósito de caza para la risa. Ahora, el
guardabosque Hudson ha recibido y dicho en un telegrama: “Todo y
salve el faisán hembra, su favorito, el de la cabeza moñuda”.
Yo levanté la cabeza lleno de asombro. Holmes sonreía
irónicamente.
–Parece que le ha llamado la atención esta cartita...
Me encogí de hombros.
–Como que no comprendo por qué causó la impresión que dice
usted. Yo no veo más que unos cuantos párrafos incoherentes...
–Estoy conforme. Pero también es innegable que, leyendo esos
párrafos, un viejo sano y fuerte cayó al suelo como herido de un
mazazo en el cráneo.
–¡Ah! Entonces debe ser muy interesante la historia.
–Algo... Fue la primera en que trabajé seriamente.
La ocasión deseada hacía tanto tiempo llegó por fin. Muchas veces
rogué a Sherlock que me contara, sin conseguirlo, los comienzos de
su carrera de detective. Y hoy, sin yo pedírselo, mi amigo se
arrellanó en el sillón, encendió la pipa y con la mirada fija en las
ondas humosas, empezó a hablar:
–No creo que usted haya oído hablar nunca de Víctor Trevor. Y, sin
embargo, éste fue el único amigo íntimo que tuve durante mis dos
años de colegio. Ya sabe, Watson, que yo he sido toda mi vida algo
refractario a la sociedad y hallé siempre más encanto en soñar a
solas que en hablar en compañía. Pues bien; ya en el colegio,
empezaron a manifestarse estas manías. Aparte el boxeo y la
esgrima, mis estudios y mis aficiones no tenían nada de común con
los de mis compañeros. Sólo Trevor, según le dije antes, llegó a ser
mi amigo, mi verdadero amigo.
El principio de nuestras relaciones no pudo ser más vulgar ni más
molesto. Una mañana, al dirigirme a la capilla, el bull terrier de
Trevor se lanzó sobre mí e hizo presa en una de las piernas. Caí
enfermo y no tuve más remedio que guardar cama durante diez
días. Al principio Trevor no me hacía más que visitas cortas para
enterarse del estado de mi salud, y cruzábamos algunas palabras
vulgares y corteses. Pero poco a poco fueron menudeando y
alargándose, y al llegar las vacaciones éramos los mejores amigos
del mundo. Trevor era un mozo sanguíneo y fuerte, lleno de
entusiasmo y de energía. Hablaba a gritos y reía frecuentemente;
era, en una palabra, la antítesis de mi modo de ser. Quizás por esto
simpatizamos, y cuando me invitó a pasar una temporada en
Donnithorpe, en casa de su padre, acepté gustoso.
El señor Trevor era un hombre rico que, a fuerza de honradez y
rectitud, había logrado el puesto de juez de paz en aquel pueblo,
donde todos lo consideraban y lo bendecían. Vivía en una casa
antigua de ladrillo, a la cual se llegaba por un hermoso camino de
tilos. Caza y pesca abundantes en las cercanías. Una biblioteca no
muy considerable, pero bien escogida, seguramente por el anterior
propietario. Como comprenderá, era un sitio agradable y encantador
para pasar dos meses alejado de la ciudad y olvidado de sus
infamias y ajetreos.
El señor Trevor quedó viudo con dos hijos, Víctor y una muchacha,
que a los pocos meses murió de difteria en Birmingham. Dotado de
una gran energía física y moral, había suplido ventajosamente su
falta de cultura con la experiencia adquirida en sus viajes por tierras
lejanas, donde hay que luchar cara a cara con la vida. Era alto y
rudo, la cabellera gris y rebelde, los ojos azules, de un azul frío y
hostil; sin embargo, Trevor tenía fama en los contornos de ser un
hombre bondadoso y caritativo, lleno de indulgencia para los errores
de los demás.
Una noche, después de cenar, mientras saboreaba una copa de
oporto, empezó Víctor a ensalzar mis manías deductivas y
observadoras, que ya en aquella época estaban profundamente
arraigadas en mí, aunque ignoraba que llegarían a constituir la única
ocupación de mi vida. Indudablemente, el viejo creyó que su hijo
exageraba algo, y me dijo con acento bonachón y un tanto irónico:
–¡Hombre! A ver, señor Holmes, si acierta algo de mi vida pasada.
–Por de pronto –contesté–, y aunque no estoy muy seguro de ello,
me parece que desde hace un año teme una agresión.
El señor Trevor palideció y se quedó mirándome lleno de asombro.
–Ha acertado usted. ¿Te acuerdas, Víctor –continuó, volviéndose
hacia su hijo–, de aquellos bandoleros del año pasado? Recuerdas
que nos sentenciaron a muerte, y que yo, desde entonces, tomé mis
precauciones, no fuera a sucederme lo que al pobre Edward Hobny...
Pero ¿cómo demonios ha podido descubrir eso, señor Holmes?
–Muy sencillo –repuse–. Usa usted un bastón muy fuerte y casi
nuevo; además, le quitó usted el puño que tenía antes y le ha
puesto una bola de plomo. Por todas estas observaciones he
deducido que desde hace algún tiempo usted teme una agresión.
–Está bien. ¿Y qué más? –continuó, sonriendo.
–Ha boxeado mucho cuando joven.
–En efecto. Pero me parece que no me falta ningún ojo ni tengo la
nariz rota para que...
–No hacen falta esas señales. Basta con observar que sus orejas
son aplastadas y gruesas, como las de todos los boxeadores.
–¿Y qué más?
–A juzgar por las callosidades de las manos, usted ha manejado
bastante la piqueta y la pala.
–Sí. Hice toda mi fortuna en las minas de oro.
–Ha estado en Nueva Zelanda.
–Es verdad.
–Ha estado en el Japón.
–Verdad también.
–Y ha tratado con muchísima intimidad a una persona cuyas
iniciales eran J.A., y a la cual procuró olvidar luego por todos los
medios posibles.
El señor Trevor se levantó lentamente, mirándome, clavándome la
mirada de sus ojos azules. Luego cayó de bruces sobre el mantel.
Ya comprenderá, Watson, qué impresión nos causaría esta escena
a su hijo y a mí. Por fortuna, el desmayo no fue largo. Le
desabrochamos el cuello de la camisa, le rociamos el rostro con
agua, y al poco rato el padre de Víctor volvía en sí.
–¡Cuánto siento, hijos míos –dijo con un suspiro hondo y doloroso–,
cuánto siento haberles dado este mal rato! A pesar de mis
apariencias de robustez, empiezo a padecer del corazón y cualquier
cosa me trastorna. ¿Sabe, querido Holmes, que al lado suyo los
detectives más hábiles no son sino niños de teta?... Por lo tanto,
amigo Holmes, yo creo que debe seguir esa carrera, pues
indudablemente le esperan muchos y beneficiosos triunfos.
Quizás estas palabras fueron el primer rayo de luz que me señaló
mi futuro destino y las que me hicieron ver que lo que empezó
siendo un entretenimiento podía ser una profesión. No obstante, en
aquellos momentos estaba demasiado aturdido para pensar en nada,
y lleno de ansiedad murmuré:
–Sentiría mucho, señor Trevor, haberle dicho algo que le molestara.
–¡Caramba! Realmente ha tocado usted una cuerda bastante
sensible... Pero ya pasó. ¿Quiere decirme ahora en qué indicios se
ha apoyado para adivinar todo eso?
Hablaba fingiendo un tono burlón y despreocupado, muy poco en
armonía con la expresión temerosa y asustada de sus pupilas azules.
–¡Bah! Es tan sencillo como lo anterior... ¿Se acuerda de la partida
de pesca que organizamos hace unos días? Recuerdo que para
pescar se remangó usted las mangas de la camisa, y entonces vi en
el brazo izquierdo, tatuadas las letras J.A. Como están un poco
borrosas y el color de la piel próxima al tatuaje es distinto que en el
resto del brazo, comprendí que había intentado varias veces borrar
aquellas letras y, que por lo tanto, procuraba olvidar un nombre que
le fue muy querido en otros tiempos.
El señor Trevor suspiró y dijo sonriendo:
–¡No he visto una cosa semejante!... Pero, la verdad, no tengo
deseos de que continúe adivinando... No hablemos más de ello.
Siempre es doloroso evocar los años que fueron y recibir añejas
sensaciones... ¿Vamos al billar? Fumaremos plácidamente un
cigarro.
A partir de aquel día observé que, a pesar de su forzada atención y
solicitud, no podía disimular el juez cierto recelo y algo de malestar
en mi presencia. Su hijo también lo notó, y entre los tres se
estableció una corriente de reserva, y huyeron los días felices, libres
de cuidados y preocupaciones. Entonces decidí abandonar
Donnithorpe.
La víspera de mi partida, ocurrió un acontecimiento que acarreó
otros mucho más graves y terribles.
Estábamos sentados sobre el césped, gozando del buen sol y del
hermoso paisaje de los Broads, cuando llegó un criado diciendo que
un hombre deseaba hablar con el señor Trevor.
–¿Ha dicho su nombre? –preguntó el juez.
–No ha querido decirlo.
–¿Y qué desea?
–Dice que es un antiguo conocido suyo y que no quiere más que
decirle unas palabras.
–Está bien. Dile que venga.
Un momento después se presentó un hombrecillo, cuyos modales
zafios y groseros me chocaron desde el primer momento. Llevaba
una blusa llena de manchas de brea, una camisa a cuadros rojos y
negros, pantalón mugriento y unas botas muy traídas y llevadas. Su
rostro, escuálido y curtido por el sol, carecía de franqueza; una
sonrisa cruel dejaba ver los dientes desiguales y amarillentos, y las
manos, de dedos cortos y nudosos, decían claramente que aquel
hombre era un marino, por la costumbre de llevarlas medio
cerradas. Al verlo aparecer a lo lejos, el señor Trevor dio un salto y
corrió hacia la casa. Cuando volvió despedía un intenso olor a
aguardiente.
–¿Qué desea, buen hombre? –dijo, con voz alterada.
El marinero tardó un rato en contestar. Luego, y siempre con la
sonrisa cruel y cínica en los labios, contestó con otra pregunta:
–¿Qué? ¿Ya no se acuerda de mí?
El señor Trevor lo miró fijamente, y con súbito asombro repuso:
–¡Calla! ¿Es usted Hudson?
–Sí, señor... Veo que tiene buena memoria. Y eso que hace más de
treinta años que no nos veíamos... Observo que goza de una
posición envidiable, mientras que yo ando por ahí en...
–Ya verá cómo no me olvido del pasado –interrumpió el señor
Trevor.
E inclinándose sobre el marinero, le dijo algunas palabras al oído.
Luego, levantando la voz, añadió:
–Vaya a la cocina y le servirán de comer. Mientras tanto, procuraré
encontrarle una colocación.
–Muchas gracias –contestó el marinero, con su eterna sonrisa–.
Precisamente he hecho una larga travesía y necesito descansar
algún tiempo. Estaba seguro de que me acogerían con mucho gusto
aquí o en casa del señor Beddoes.
–¡Ah! ¿Sabe dónde vive Beddoes?
–Ya lo creo. Conozco perfectamente el paradero de todos mis
antiguos amigos. Con su permiso.
Y sonriendo siempre, se inclinó ante nosotros y siguió al criado
encargado de conducirlo hasta la cocina.
El señor Trevor nos explicó en pocas palabras que aquel hombre
fue compañero suyo en las minas. Al poco rato se levantó, y
lentamente, con la cabeza inclinada sobre el pecho, se dirigió hacia
la casa. Una hora más tarde lo encontramos completamente
borracho sobre el sofá del comedor. Como comprenderá, este suceso
me causó mala impresión, y cuando partí al día siguiente, me
pareció más hermoso el campo, más alegre el sol, más amable la
vida.
Volví directamente a Londres, y durante mes y medio me consagré
por completo a mis estudios y experiencias de química orgánica. Un
día, mediado ya el otoño, recibí un telegrama de mi amigo Víctor,
rogándome que fuera inmediatamente a Donnithorpe, porque
necesitaba con toda urgencia mi ayuda y consejos. Lo dejé todo, y
aquella misma tarde salí de Londres.
Víctor Trevor me esperaba en la estación; en cuanto lo vi
comprendí que debía haber sufrido mucho durante mi ausencia.
Aquella fogosidad y aquel entusiasmo de los días escolares habían
desaparecido; y en vez del compañero siempre dispuesto a la broma
hallé un hombre melancólico y flaco, que hablaba con palabras
breves y precisas.
Al verme se dejó caer en mis brazos, diciendo:
–Mi padre se está muriendo.
–¿Es posible? –exclamé–. ¿Qué tiene?
–No sé... Congestión..., los nervios... Tal vez cuando lleguemos a
casa lo encontremos muerto...
–¿Pero qué le ha pasado? –pregunté, lleno de asombro.
–Eso es lo que ignoro. Pero subamos al coche. Por el camino
hablaremos.
Salimos de la estación, y ya dentro del carruaje, atravesando los
caminos dorados por el sol otoñal, Víctor continuó:
–¿Te acuerdas de aquel individuo que vino la víspera de tu partida?
–Sí.
–Pues bien, ¡aquel hombre era el demonio, querido Holmes..., el
demonio!
Yo lo miré estupefacto.
–Desde su llegada no volvimos a tener una hora, una sola hora de
tranquilidad. Mi padre no volvió a levantar cabeza y, por último,
ahora le va a costar la vida, y muere con el corazón roto y el alma
destrozada... ¡Todo por ese maldito Hudson!
–Pero... ¿qué ascendiente podía tener sobre tu padre un hombre de
esa especie?
–Eso es lo que no me puedo explicar. ¿Por qué mi padre, que era
tan bueno y tan noble, tan generoso, se dejaba dominar por un
bandido? En ti confío, Holmes; sólo tú puedes descifrar este enigma.
Hubo una pausa. Hasta nosotros llegaban claras y sonoras las
pisadas del caballo sobre la carretera, y a través de los cristales vi en
la lejanía las altas chimeneas de la casa de los Trevors. Al poco rato,
mi amigo continuó:
–Mi padre empleó a Hudson como jardinero; luego, como este
trabajo no era de su gusto, ascendió a mayordomo, y al poco tiempo
era el dueño de nuestra casa y nada se hacía sin su consentimiento.
Como se quejaran las criadas de sus borracheras y de su
comportamiento demasiado grosero, mi padre les aumentó el
sueldo, para indemnizarlas de aquellas molestias. Hudson se
apoderó de la lancha y el fusil de mi padre, y durante días enteros
se dedicaba a cazar y a pescar sin cuidarse de nada ni respetar
nada, y todo esto con tal insolencia, con tales sonrisas de ironía, que
muchas veces tuve que contenerme para no arrojarme sobre él y
patearlo con todas mis fuerzas.
”Pero un día ya no pude más, y a raíz de un altercado que tuvo con
mi padre delante de mí, lo cogí por los hombros y lo eché del cuarto.
Se puso lívido, y desde la puerta me miró con una de esas miradas
que no se olvidan nunca. Ignoro lo que pasaría luego entre él y mi
padre; pero a la mañana siguiente vino éste a rogarme que le
pidiera perdón al mayordomo. Me negué rotundamente,
reprochándole que consintiera tales desvergüenzas y altanerías a un
criado.
”–¡Ay hijo mío! –me contestó–. ¡Cómo se conoce que no
comprendes mi situación! Pero llegará un día en que lo sepas todo, y
entonces compadecerás profundamente a tu pobre padre.
”Y diciendo estas palabras abandonó mi cuarto para encerrarse en
el suyo. No salió en todo el día, y por la noche, cuando nos reunimos
en el comedor, creí que había vuelto la época de tranquilidad, pues
Hudson nos anunció que estaba dispuesto a dejar la casa.
”–Estoy cansado de Norfolk –dijo con ironía–. Ahora voy a pasar
otra temporadita en el Hampshire en compañía de nuestro amigo el
señor Beddoes.
”–Espero, querido Hudson –murmuró mi padre con tal humildad
que me enfureció–, que usted no nos guardará rencor alguno.
”El mayordomo se volvió hacia mí, y mirándome de pies a cabeza,
dijo:
”–No he recibido las excusas de su hijo.
”–Víctor –suplicó mi padre–, confiesa que has estado un poco duro
con este buen hombre.
”Aquella humillación me puso fuera de mí.
”–Al contrario –contesté–. Creo que tanto usted como yo hemos
tenido demasiada paciencia con este... hombre.
”–Ah..., ¿sí? Está bien, patrón. Ya nos veremos.
”Salió del cuarto contoneándose y dichoso con su eterna sonrisa.
Aquella misma noche dejó nuestra casa, y desde entonces mi pobre
padre no sabe lo que es reposo ni días tranquilos, ni duerme una
sola noche. Y cuando parecía que iba olvidando lo pasado...”
–¿Qué pasó? –interrumpí sin poder contenerme.
–Recibió una carta fechada en Fordingbridge, que debía contener
algo muy terrible a juzgar por el efecto que ha causado. No hizo mi
padre más que leerla, y llevándose las manos a la cabeza empezó a
correr y a gritar como un loco. Cuando logré sujetarlo y sentarlo en
el sofá vi que tenía la boca contraída, los ojos fuera de las órbitas y
todo él tan convulso, que hice llamar inmediatamente a nuestro
doctor, el señor Fordham. Lo acostamos, sobrevino la parálisis, y
mucho temo que ya no le encontremos con vida.
–¡Pero eso es horrible, Trevor!... –exclamé–. ¿Qué decía esa carta?
–Nada. Eso es lo verdaderamente inexplicable. La carta no puede
ser más absurda. Figúrate que... ¡Dios mío! ¡Ya sucedió lo que yo
temía!
Seguí la dirección de su mirada y vi que las ventanas de la casa, ya
próxima, estaban herméticamente cerradas. Por el sendero principal
un hombre vestido de negro corría hacia nosotros.
–¿A qué hora ha sido, doctor? –rugió mi amigo, saltando a tierra.
–Al poco rato de marcharse usted.
–¿Recobró el conocimiento?
–Sí; un momento antes de morir.
–¿Y dijo algo?
–No ha dicho más que en la mesa del salón japonés quedaban los
papeles.
Víctor subió con el doctor a la cámara mortuoria y yo me quedé en
el jardín para meditar sobre los acontecimientos. Me sentía lleno de
una vaga y amarga melancolía, y por mi alma pasaron el frío y la
inquietud de un gran misterio. ¿Cuál había sido el pasado de Trevor,
enigmático, que viajó por tierras de Oriente, fue minero y terminó de
juez de paz? ¿Qué poder tenía sobre él Hudson, el hombre de la
sonrisa cínica?
¿Por qué perdió el conocimiento al recordarle las iniciales que
llevaba tatuadas en un brazo? ¿Por qué le había muerto la lectura de
aquella carta?
De pronto recordé que Fordingbridge está en el Hampshire y que el
señor Beddoes, a quien iba a visitar el marinero, vivía en esta
región. La carta debía ser, o de Hudson, diciendo que el secreto de
los dos hombres había sido descubierto, o de Beddoes, y en este
caso indicaba una complicidad entre él y el señor Trevor. Hasta aquí
todo estaba perfectamente claro. La afirmación de Víctor de que la
carta resultaba incoherente e incomprensible demostraba que debía
estar escrita valiéndose de un alfabeto misterioso o utilizando una
clave que sólo conocerían el remitente y el destinatario.
Estando en este punto de mis reflexiones, llegó una criada con una
lámpara, y detrás de ella Víctor Trevor con estos papeles que ve
usted aquí sobre mis rodillas. Venía muy pálido, pero bastante
tranquilo. Se sentó enfrente de mí, puso la lámpara sobre la mesa y
leyó en voz alta lo siguiente:
Acabó nuestro depósito de caza para la risa. Ahora, el
guardabosque Hudson ha recibido y dicho en un telegrama: “Todo y
salve el faisán hembra, su favorito, el de la cabeza moñuda”.
Me parece que mi cara, oyendo estas palabras, no debió reflejar
menos asombro que la suya hace un momento. Volví a leerlas y
releerlas, y me ratifiqué en mi idea de que aquellas incoherencias
tenían un sentido oculto. Pero éste no podía conocerse sin la clave.
Sin embargo, no me desanimé, y poco a poco fui rasgando el velo.
La palabra “Hudson” indicaba claramente el objeto de la carta y que
ésta no era del marino, sino de Beddoes. Intenté leer al revés, pero
“moñuda cabeza, la de su favorito” no decía nada. Procuré entonces
leer suprimiendo, de cada dos palabras, una: “Acabó nuestro de caza
la risa”. Tampoco esto tenía sentido. De pronto, y sin saber cómo,
todo lo vi claramente, y dando una palmada sobre la mesa, leí:
“Acabó la risa. Hudson lo ha dicho todo. Salve su cabeza”.
Victor ocultó la cara entre las manos, diciendo:
–¡Dios mío, eso es peor que la muerte! Es el deshonor... ¿Y qué
significan esas palabras de “guardabosque? Y “faisán hembra”?
–Aunque no tienen nada que ver con la carta, son bastante
sugestivas, y tal vez nos servirían para descubrir al autor de ella, si
no lo conociéramos ya. Él, indudablemente, empezó escribiendo:
“Acabó... la ... risa...”, etcétera. Y luego fue rellenando los huecos
con las primeras palabras que se le ocurrieron. Y como éstas se
refieren a la caza, es innegable que el autor de esta carta es un
ferviente discípulo de San Huberto.
–Ahora recuerdo que, efectivamente, invitaba a mi pobre padre
todos los años por el otoño para que fuera a cazar con él.
–Entonces ya no hay que dudar más. Beddoes es el autor de la
carta. Ahora sólo falta saber qué clase de relaciones podían existir
entre dos hombres ricos y respetables y ese granuja de Hudson.
–¡Ay querido Holmes! Mucho me temo que haya un crimen de por
medio. Yo no tengo secretos para ti y voy a enseñarte la confesión
que mi padre escribió el día de nuestra riña con Hudson. He hallado
estos papeles donde dijo el doctor. Toma y léelos en voz alta; yo no
he tenido valor de hacerlo.
Cogí estos mismos papeles que ve ahora sobre mis rodillas, querido
Watson, y leí el título: “Notas acerca del viaje del Gloria Scott desde
su partida de Falmouth, el 8 de octubre de 1855, hasta su pérdida,
el 6 de noviembre, a 15º 20’ de latitud norte y 25º 14’ de longitud
oeste”. Luego hice una pausa y empecé a leer las notas que en
forma de carta estaban escritas.
Queridísimo hijo de mi alma:
Ahora que estoy a punto de perder mi posición y caer en el
deshonor que emponzoñan estos últimos años de mi vida, me creo
en la obligación de hablar sincera y lealmente, haciendo confesión
general de mis faltas pasadas. ¡Bien sabe Dios que no lo hago por
temor al castigo ni a perder la consideración de los demás!... Mi
mayor pena sería que tú, hijo mío, te avergonzaras y renegaras de
tu padre. Por eso quiero ser yo el primero en hablar, antes que otros
lo hagan. No obstante, si –lo que pido todos los días al
Omnipotente– no se descubre nada y este papel cae en tus manos,
te ruego, por lo que consideres como lo más sagrado, por la
memoria de tu santa madre, que lo quemes antes de acabar la
lectura y no vuelvas a acordarte más de ello. Ahora, si llega un día
en que me denuncian y me arrojan de mi casa, o que la muerte
paralice mi lengua para siempre, entonces léelo; habrá llegado la
hora de hablar claro. Te juro que todo lo aquí escrito es la pura
verdad. ¡El Señor tenga piedad de mí!
Yo, querido hijo, no me llamo Trevor. Mi verdadero nombre es
James Armitage. Ahora comprenderás el porqué de mi emoción
cuando tu amigo habló de las iniciales que tengo en el brazo. Como
James Armitage entré en una casa de banca de Londres, y como
James Armitage fui condenado a la deportación por haber cometido
una gravísima falta. Yo tenía una deuda de esas que consideramos
de honor, y para pagarla eché mano de fondos que no me
pertenecían, contando con reponerlos antes de que se enteraran.
Desgraciadamente no fue así, y una requisa inesperada vino a
descubrir el déficit. Las leyes eran muy rigurosas hace treinta años,
y me vi en compañía de treinta y siete condenados en las escotillas
del navío Gloria Scott, con rumbo a Australia.
Entonces estaba en su período culminante la guerra de Crimea, y el
Gobierno tenía en el mar del Norte los barcos que se empleaban
para el transporte de los deportados, y, por lo tanto, tenía que echar
mano de otros más pequeños y faltos de condiciones. Nosotros
fuimos embarcados en el Gloria Scott, un barco que sirvió muchos
años para el comercio de trigo con China. En este viaje llevaba,
además de los treinta y ocho pájaros de calabozo, veintiséis
hombres de tripulación, dieciocho soldados, un capitán, tres
contramaestres, un médico, un capellán y cuatro cabos de vara.
Unas cien personas en total.
Los tabiques que separaban las celdas, en vez de ser de roble,
como los que se emplean en los buques dedicados a transportar
presidiarios, eran de una delgadez y fragilidad extremadas. Mi
compañero de la izquierda, un individuo que me llamó la atención en
cuanto lo vi al lado mío en el muelle de salida, era un joven imberbe
y pálido, de nariz aguileña y fuertes mandíbulas. Llevaba la cabeza
altivamente erguida, y era tal su estatura que el más alto de
nosotros no le llegaba al hombro. Aquella cabeza llena de arrogancia
y de orgullo, que se erguía con un ademán de reto sobre todas las
demás, vencidas y humilladas, fue para mí como luz que vislumbra
un viajero perdido en la nieve y en la oscuridad. A medianoche oí un
murmullo, y acercándome al tabique comprendí que mi vecino de la
izquierda había logrado agujerear la madera para hablarme.
–¡Hola! –me dijo–. ¿Cómo te llamas?
Yo le contesté francamente, diciéndole mi nombre y mi desgracia.
Entonces él añadió:
–Yo me llamo Jack Bendergast, por la gracia de Dios, y me parece
que vas a bendecir mi nombre antes de que nos separemos.
El caso de Bendergast me era muy conocido, pues causó un gran
escándalo en Inglaterra. Bendergast pertenecía a una gran familia,
pero se entregó de tal modo al vicio y empleó tan mal sus
prodigiosas cualidades, que estafó enormes sumas a los principales
comerciantes de Londres.
–¡Ja, ja, ja! Veo que conoces perfectamente todos mis negocios –
dijo con cierta satisfacción cuando le pregunté si era él aquel
Bendergast–. ¿Y te acuerdas del golpe de cerca de ciento cincuenta
mil libras?...
–Sí, me acuerdo.
–¿Y que no se pudieron encontrar?
–En efecto.
–Pues bien; ¿dónde dirás que está ese dinero?
–No sé...
–Aquí, entre el pulgar y el índice. Mi nombre solo vale más libras
esterlinas que pelos tienes en la cabeza. ¿Y no te parece bastante
estúpido e ilógico, querido, que un hombre de mis condiciones y de
mi posición se resigne a hacer el viaje en la escotilla infecta de un
barco medio podrido y lleno de ratas y gusanos? Y como eso no
puede ser, no será. Estoy dispuesto a salir de aquí en unión de todos
mis compañeros. Quisiera tener una Biblia para jurarlo sobre ella.
Confieso que al principio no concedí importancia a aquellas
palabras; pero poco a poco la voz de mi vecino se fue haciendo más
persuasiva y más seria, y por último, después de prometerle
solemnemente que guardaría el secreto, me confesó que había una
conspiración para apoderarnos del barco en alta mar. El complot fue
urdido antes del embarco por una decena de presidiarios, a la
cabeza de los cuales figuraba, naturalmente, Bendergast.
–Tenemos –me dijo– un poderoso aliado, en el cual tengo tanta
confianza como en mí mismo. Es el depositario de los fondos, y es...
el capellán. Se embarcó con sus papeles en regla y con los bolsillos
llenos de dinero, bastante para comprar este barco desde la quilla
hasta la punta del palo mayor. La tripulación es toda suya, y cuando
entré en el barco ya estaba comprada. Mercer, el segundo
contramaestre, y dos de los cabos de vara son satélites suyos. Si
quisiera podría comprar hasta el capitán...
–¿Y cuáles son tus proyectos?
–Enrojecer un poco más los trajes encarnados de algunos de esos
soldaditos... ¿Qué te parece?
–Pero ¿no están armados?
–¿Y qué? También nosotros lo estaremos, querido. Ten seguro,
como hemos tenido madre, que dispondremos cada uno de un par
de pistolas, y si con esto y con la ayuda de la tripulación no nos
apoderamos del barco, mereceremos acabar nuestros días en un
colegio de niñas. Ahora habla con tu vecino de la derecha y ve si
podemos contar con él.
Así lo hice. Mi otro vecino se llamaba Evans, y era, como yo, un
hombre que había dado un mal paso. Luego ha cambiado de
nombre; vive rico y considerado en el sur de Inglaterra. Desde el
primer momento se mostró conforme con el complot, que, después
de todo, era nuestra única tabla de salvación. Antes de dejar el golfo
de Gascuña todos los presidiarios estábamos convenidos, excepto
uno tan cobarde que no se podía esperar nada de él, y otro que
estaba bastante enfermo.
No era muy difícil conseguir lo que nos proponíamos. Los marineros
estaban de acuerdo con nosotros. El capellán entraba libremente en
todas las celdas con pretexto de exhortarnos y de entregarnos
estampitas y opúsculos religiosos. Y menudearon tanto sus visitas,
que a los cuatro días ya teníamos cada uno, debajo de la cama, una
lima, un par de pistolas, quinientos gramos de pólvora y veinte
balas. Únicamente el capitán, dos contramaestres, dos cabos de
vara, el doctor y los dieciocho hombres al mando del teniente Martin
eran nuestros enemigos. Aunque seguros del éxito, aguardamos a
tenerlo todo bien preparado, y señalamos una noche próxima para
dar el golpe. La casualidad hizo que fuera antes de lo que
pensábamos. Verás cómo.
Una tarde, estando el doctor en la celda de uno que se hallaba algo
indispuesto, apoyó la mano sobre la cama y notó el bulto de una
pistola. Si hubiera tenido más sangre fría tal vez nos hubieran
cogido; pero como era un hombrecillo muy nervioso, dio un grito y
palideció de tal modo, que el enfermo comprendió que lo habían
descubierto, y saltando sobre él lo estranguló antes de que pudiera
dar la voz de alarma. Como el doctor había dejado abierta la
escotilla, todos nos precipitamos sobre cubierta. Los dos centinelas y
un cabo que acudieron al ruido fueron arrojados al mar. Corrimos en
seguida hacia el camarote del capitán, pero cuando ya estábamos
cerca sonó un pistoletazo detrás de la puerta, y al abrirla vimos al
capitán de bruces, con la cabeza destrozada sobre un mapa del
Atlántico, clavado en la mesa. Detrás de él, con la pistola todavía
humeante, estaba el capellán.
Salimos de allí, y entrando en el salón próximo a la cámara,
empezamos a saltar y a reír como locos, subiéndonos sobre los
divanes y las butacas; Wilson, el falso capellán, descerrajó uno de
los armarios y sacó una caja de botellas de jerez y les rompió los
golletes contra el borde de una mesa. Llenamos los vasos y nos
disponíamos a brindar por nuestra libertad cuando sonó una
espantosa descarga y una humareda terrible llenó el salón,
privándonos de la vista durante unos minutos. Cuando se disipó,
vimos los cadáveres de nueve hombres –Wilson entre ellos–
tendidos en el suelo y sobre las mesas. ¡Nunca olvidaré aquel
momento en que el jerez y la sangre se mezclaron!... Hubo un
momento de estupor; pero Bendergast fue el primero que reaccionó,
y mugiendo como un toro, se abalanzó a la puerta seguido de todos
nosotros. En la popa aguardaban el teniente con diez soldados.
Habían disparado por la claraboya que daba al salón. Nos arrojamos
sobre ellos antes de que tuvieran tiempo de cargar otra vez. Se
batieron como leones; pero al cabo venció el número, y a los cinco
minutos ya no vivía ninguno. ¡Qué matanza, Dios mío! Bendergast
semejaba un demonio. Para sus brazos de hierro los hombres no
parecían pesar nada, y con la mayor facilidad los arrojaba por la
borda. El sargento cayó herido al mar, y durante un rato nadó detrás
del barco, hasta que uno de nosotros se compadeció de él y le saltó
el cráneo de un pistoletazo. Sólo quedaban los contramaestres y los
cabos de vara.
Entonces surgió una violenta disputa. La mayor parte, contentos
con vernos libres, no queríamos cometer más crímenes, y si
habíamos muerto a los soldados fue porque tenían armas para
defenderse, pero en cambio considerábamos una cobardía atacar a
hombres indefensos. Pero Bendergast y los suyos no quisieron
escucharnos.
–Nuestra impunidad –decían– consiste en concluir con todos; no
debemos dejar con vida a ningún testigo.
Al fin, y a ruegos nuestros, nos autorizó para abandonar el navío y
embarcarnos en una lancha antes de que se cometieran los últimos
asesinatos. Se nos entregaron a cada uno un traje de marinero, un
barrilete de agua, un poco de ron, una caja de galletas y una
brújula. Bendergast nos echó una carta marítima, diciéndonos que
éramos náufragos del Gloria Scott, que se hundió a 15º de latitud
norte y 25º de longitud oeste. Luego cortó el cable que nos unía al
barco y quedamos a merced de las olas.
Y ahora llego a la parte más terrible de mi historia, hijo mío. El
Gloria Scott empezó a alejarse de nosotros. Sentados junto al timón,
Evans y yo nos pusimos a estudiar nuestra posición y la ruta que
debíamos seguir. Nos hallábamos a 500 millas al sur de Cabo Verde y
a 700 al oeste de la costa africana. Como el viento era del norte,
juzgamos que el punto más próximo y mejor para desembarcar sería
Sierra Leona, y hacia allá impulsamos nuestra embarcación, dejando
al Gloria Scott a la espalda. De pronto vimos surgir una nube de
humo negro y espeso, que se ensanchó y se estrelló contra el cielo,
deshaciéndose en la fase del crepúsculo. En seguida estalló un ruido
semejante a un trueno, y cuando se disipó la humareda vimos que el
Gloria Scott había desaparecido. Viramos inmediatamente, y a fuerza
de remos llegamos al sitio donde las aguas inquietas y ardientes
habían tragado al barco. Aquí y allá flotaban trozos de madera,
alguna caja..., un barril vacío... y ya nos alejábamos tristemente
impresionados por la catástrofe, cuando vimos sobre un madero a
un hombre. Fuimos hacia él y lo metimos en la lancha. Era un
marinero llamado Hudson, y se hallaba en tal estado de terror y
sufría de tal modo por las cruentas quemaduras que tenía en todo el
cuerpo, que hasta el día siguiente no pudo contar lo sucedido. Por él
supimos que Bendergast y su gente se apresuraron a matar a los
dos vigilantes y al segundo contramaestre. No faltaba más que el
primero, un hombre vigoroso y valiente. Cuando vio cerca de sí al
presidiario con el puñal sangriento en una mano y una pistola en la
otra, logró romper sus ligaduras y se dejó caer en la sentina.
Una decena de penados cayeron detrás de él y lo encontraron
arrodillado ante uno de los barriles de pólvora, con una caja de
cerillas en la mano. Un segundo después el Gloria Scott se hundía
para siempre.
Al día siguiente nos recogió el bergantín Hotspur, que navegaba
hacia Australia. El capitán creyó lo que le dijimos, y el Almirantazgo
declaró que el Gloria Scott había naufragado el 6 de noviembre de
1855, a 15º 20’ de latitud norte y 25º 14’ de longitud oeste.
Después de un viaje feliz, el Hotspur nos desembarcó en Sydney,
donde Evans y yo entramos en las minas de oro, con nombre
supuesto.
Ya comprenderás lo demás. Evans y yo hicimos fortuna, viajamos, y
volvimos a Inglaterra como unos aventureros que vienen a morir en
su país natal. Durante veinte años hemos llevado una vida feliz,
creyendo que el pasado se hundió para siempre. ¡Juzga cuál sería mi
terror cuando vi aparecer al marinero Hudson! Ahora comprenderás
también, hijo mío, la razón de mis humillaciones y de mis
consideraciones con ese hombre, de cuyo silencio depende mi
porvenir, y piensa cuánto será mi dolor viéndole en camino, con la
boca llena de amenazas, del Hampshire.
Aquí terminaba la narración, y un poco más abajo una mano
temblorosa escribió estas palabras casi invisibles:
Beddoes me ha escrito que H. lo ha dicho todo. ¡Dios tenga piedad
de nosotros!
–Ya sabe, querido Watson, la dramática historia del Gloria Scott. El
joven Trevor partió con el corazón destrozado, y no he vuelto a
saber más de él. En cuanto a Beddoes y Hudson, desaparecieron sin
dejar rastro alguno. Tal vez Hudson matara a Beddoes. Quizás
Beddoes matara a Hudson. No sé.
La Casa Vacía
1
Todo Londres, y especialmente la gente aristocrática, quedó
consternado el día 30 de marzo de 1894, por la muerte de Ronald
Adair, que tuvo lugar en condiciones tan extraordinarias como
inexplicables. Sin embargo, se omitieron no pocos detalles, y la
confesión de los culpables hizo que el asunto perdiera su interés a
poco de ser conocido. Han pasado cerca de diez años; la gente se
olvidó de ello, como se olvidó y olvidará de cosas más importantes
aún, y sólo yo, por razones especiales que luego comprenderá el
lector, resucito los hechos y procuro eslabonarlos de un modo claro y
preciso.
El crimen era ya de por sí bastante emocional; pero, no obstante,
yo lo hubiera olvidado como uno de tantos, a no ser por lo que trajo
tras de sí, y que fue una de las mayores y más terribles impresiones
que he recibido y creo que recibiré en mi vida.
Aun ahora, que ya están muy lejos de mí aquellos días de
conmoción y de aturdimiento, siento nuevamente aquella
sugestionadora emoción, mezcla de asombro, de alegría y de
incredulidad, que me quitó la voz y vació el cerebro de ideas.
Todos cuantos hayan acogido con benevolencia esta serie de
narraciones, donde procuré sujetar aquella compleja y admirable
personalidad de un hombre único, se habrán acostumbrado a los
misterios, ocultaciones y esperas necesarios e inevitables en muchos
casos, y que en algunos, como en éste, duran cerca de diez años.
He aquí la razón de que haya tardado tanto tiempo en hablar. La
prohibición de hacerlo expiró el día 3 del mes pasado.
***
Estos mismos asiduos y benévolos lectores comprenderán que yo
me hubiese ido poco a poco acostumbrando al vivir ajetreado y
quimérico de Holmes y a sentir su interés por las causas criminales.
Más de una y dos veces intenté emplear sus procedimientos
deductivos y analíticos, más por mi recreo personal, lo confieso, que
por sentir un ingénito amor y quijotismo por todas las injusticias y
humanos dolores.
Ningún crimen me conmovió tanto como la muerte de Ronald Adair.
Conforme iba leyendo las declaraciones, las pruebas acumuladas en
el sumario, más y más me acordaba de Sherlock Holmes y más
comprendía la irreparable pérdida que con su muerte había sufrido la
sociedad.
Seguramente él se hubiera apasionado por este asunto pletórico de
extraños detalles y confusas pruebas, y los esfuerzos de la policía
hubieran sido maravillosamente secundados con igual entusiasmo y
maestría como lo fueron en otras ocasiones.
Todos los días, lo mismo en mis ratos de ocio como en mis
paseatas de enfermo a enfermo, el maldito crimen daba vueltas en
mi cerebro, apresándome las ideas y lanzándome a quiméricas
divagaciones.
No obstante la resonancia que tuvo y la poca gente que se
quedaría sin enterarse de ello, como ha pasado mucho tiempo y el
olvido es muy humano, voy a reconstituir los hechos.
Ronald Adair era el hijo segundo del conde de Maynooth,
gobernador de una colonia australiana, cuyo nombre he olvidado.
Ronald vivía con su madre, que volvió a Inglaterra, para que le
operasen unas cataratas, y su hermana Hilda, en Londres, en el
número 427 de Park Lane. El joven era consideradísimo en la alta
sociedad, y no se le conocían vicios de ninguna clase ni enemigos de
ningún género. Tuvo relaciones formales con la señorita Edith
Woodley; pero estas relaciones se rompieron de común acuerdo
hacía algunos meses, sin que nada pareciese indicar que este
acontecimiento arrastraría consecuencias buenas o malas. Su vida
era y continuó siendo plácida, sencilla, sin escándalos que la hicieran
surgir ante el público, sin trastornos que le desprestigiaran. Su
conducta no podía ser más normal ni más frío su temperamento.
Y, sin embargo, sobre este aristócrata lleno de desprecio para el
mundo y que tan lejos del mundo parecía estar, cayó la mano de la
muerte la noche del 30 de marzo de 1894.
El único vicio que se le conocía a Ronald Adair (y aun éste no tenía
importancia, por la falta de apasionamiento que ponía en él) era el
juego. Formaba parte de los círculos de Baldwin, de Cavendish y del
Club de la Bagatela.
Se ha demostrado que el día de su muerte jugó a primera hora de
la tarde al whist en este último círculo. Sus compañeros, el señor
Murray, Sir John Hardy y el coronel Moran, han declarado que fue
aquélla una partida en que menos dinero se cruzó, y que si Adair
perdió cinco libras, no podía esto afectarle lo más mínimo, teniendo
en cuenta lo considerable de su fortuna. Por otra parte, era siempre
un jugador afortunado y prudente, que sabía retirarse a tiempo.
Precisamente, hacía unas cuantas semanas, teniendo por compañero
al coronel Moran, había ganado cuatrocientas veinte libras esterlinas
a Godfrey Bilner y Lord Balmoral.
La noche del crimen volvió a su casa a las diez en punto. Ni su
madre ni su hermana estaban en casa, pues habían ido a pasar la
velada con unos parientes. La doncella declaró que lo oyó entrar en
su cuarto, situado en el segundo piso, con una amplia ventana que
daba a la calle. Unos momentos antes ella estuvo encendiendo la
chimenea y abrió los cristales para que saliera el humo.
Hasta las once, hora en que volvieron Lady Maynooth y su hija, no
se oyó el menor ruido en el cuarto del joven aristócrata. Deseosa su
madre de saludarlo antes de acostarse, intentó entrar en la
habitación y se encontró con que la puerta estaba cerrada con llave.
Primero llamó con los nudillos, luego pronunció el nombre de su hijo,
después le gritó, pero sus voces, que fueron aumentando poco a
poco de diapasón, quedaron sin respuesta.
A sus gritos acudió gente y derribaron la puerta.
El desgraciado joven yacía en el suelo junto a la mesa, con la
cabeza horriblemente destrozada de un balazo, sin que en el cuarto
se hallara arma alguna. Sobre la mesa había dos billetes de Banco
de diez libras cada uno y diecisiete libras y diez chelines en monedas
de oro y de plata, cuidadosamente apiladas. En un papel, y enfrente
de algunos nombres de amigos suyos, había unas cuantas cifras, lo
cual parecía indicar que la muerte lo sorprendió cuando estaba
haciendo el balance de sus deudas de juego.
Conforme se fue estudiando más el crimen, apareció más confuso e
inexplicable. Nadie pudo sospechar por qué aquella noche
precisamente (y no haciéndolo nunca) se encerró el joven por
dentro. Quedaba la suposición de que fue el asesino quien echó la
llave y salió del cuarto saltando por la ventana.
Pero también se descartó esta conjetura, porque el asesino, al caer
desde una altura de más de veinte pies, habría destrozado un
macizo de flores que había debajo de la ventana, y no sólo las flores
estaban intactas, sino también el suelo y el césped que separan la
casa de la calle. Resultaba, pues, indudable que quien cerró la
puerta por dentro fue el mismo Adair. Ahora bien, ¿cómo había
muerto? La pared de fuera no presentaba la menor señal de haber
alguien trepado por ella, y únicamente un tirador notabilísimo, de
una precisión casi imposible, podía tirar desde la calle,
aprovechándose de estar abierta la ventana, y causar con un
revólver una herida semejante.
Por último, Park Lane es un sitio muy frecuentado, y a cien metros
de la casa había una parada de carruajes. Nadie oyó el menor ruido
que se pareciera a una detonación y, sin embargo, a pocos pasos de
la populosa calle había aparecido un cadáver con la cabeza
destrozada por una bala de revólver, de esas que tienen la forma de
una seta y estallan con el choque.
Tales eran las misteriosas circunstancias que rodeaban a este
crimen, donde el mayor motivo de confusión era el móvil del
asesinato, toda vez que no pudo ser venganza, porque no se le
conocía al muerto ningún enemigo; ni tampoco el robo, puesto que
se hallaron sobre la mesa cerca de cuarenta libras esterlinas.
Durante mucho tiempo estuve dándole vueltas al asunto,
esforzándome en continuar el método que con tanto lucimiento vi
seguir a mi inolvidable amigo en muchas y distintas ocasiones.
Confieso que no conseguí lo más mínimo.
Aquella tarde, sin saber cómo, me encontré a eso de las seis en
Park Lane, en la parte de Oxford Street. Un grupo de papanatas
parado en medio de la acera me indicó cuál era la casa del crimen.
Un hombre de alta estatura y muy delgado, con gafas azules,
peroraba en medio de otro grupo que iba engrosando poco a poco.
Sin saber por qué, se me ocurrió que aquel individuo fuera tal vez
algún policía disfrazado, y curioso de oír lo que decía, me aproximé
al corro. Pronto me separé de allí, cansado y desencantado de oírle
decir vaciedades y tonterías. Al apartarme me tropecé con un
individuo que estaba detrás de mí, y di lugar a que se le cayera una
porción de libros que llevaba entre las manos.
Ayudándole a recogerlos, me fijé en el título de uno de ellos –Los
orígenes de la religión arbórea– y entonces comprendí que el buen
hombre debía de ser algún bibliófilo que, bien para comerciar con
ellos o bien para su personal recreo, coleccionaba libros raros y
curiosos. Le presenté mis excusas, pero indudablemente debían
tener para él gran valor los volúmenes derribados, pues
contestándome con un gruñido me volvió la espalda y vi desaparecer
rápidamente, entre la multitud, su encorvada espalda y sus espesas
patillas blancas.
2
Después de inútiles observaciones, entre las cuales figuraban la
convicción de que cualquiera podía entrar en el jardín por la poca
altura de las tapias y la seguridad de que nadie podía entrar por la
ventana, por su altura y por la absoluta carencia de puntos de apoyo
en la lisa pared, volví hacia Kensington más preocupado que nunca.
Hacía un momento que estaba sentado cerca de la ventana,
hojeando un reciente tratado de terapéutica, cuando entró la criada,
anunciándome una visita. Di orden de que la dejaran pasar, y ¡cuál
no sería mi asombro cuando vi entrar al anciano bibliófilo! Era el
mismo, con su cuerpo esquelético y encorvado, su rostro macilento,
sus largas patillas blancas, como la revuelta cabellera, y con sus
ocho o diez volúmenes bajo el brazo.
–Parece que le causa asombro mi visita –dijo, con voz
extrañamente burlona.
Yo asentí con la cabeza.
–Pues no hay motivo para ello. Yo soy un hombre honrado y
enemigo de faltar a nadie. Por eso cuando lo he visto entrar en esta
casa, entré detrás de usted, mascullando para mis adentros, éstos o
parecidos propósitos: “Voy a ver a ese gentleman y a decirle que me
perdone si le contesté demasiado bruscamente, pues nada más lejos
de mí que el pensamiento de ofenderle. Al contrario, le estoy
profundamente agradecido por haberme ayudado a recoger mis
libros”.
Yo me eché a reír.
–Veo que es usted excesivamente meticuloso. La cosa no tiene
importancia alguna.
Él protestó:
–¡Oh! Ya lo creo que la tiene; sí, señor.
Me encogí de hombros.
–Bueno; como quiera. ¿Y cómo ha sabido dónde vivía y cómo me
llamaba?
–Es que, con perdón suyo, tengo el alto honor de que seamos
vecinos. Al final de Church Street tengo una modesta tienda de
libros, donde me regocijaría infinitamente recibir una visita suya. No
sé por qué, se me figura que usted también debe ser algo aficionado
a la lectura. Mire; precisamente traigo aquí algunos volúmenes muy
curiosos: Pájaros de Inglaterra, un Catulo, La guerra santa... Son
veradaderas gangas. Con cinco volúmenes puede llenar ese hueco
que tiene ahí en el segundo estante de la librería. Tal como está,
resulta muy poco estético.
Esta observación me hizo girar la vista hacia la biblioteca, y cuando
volví la cabeza... vi..., ¡oh prodigio inexplicable!..., vi... en persona,
vivo, sonriente, a Sherlock Holmes.
Me levanté, lo miré breves momentos con una estupefacción sin
límites, luego se me fue enturbiando la vista, me repiquetearon las
sienes, me zumbaron los oídos, y caí de espaldas, sin conocimiento.
***
Cuando volví en mí, estaba sentado en un sillón; en los labios tenía
sabor de coñac y sobre mi rostro se inclinaba, inquieto y cariñoso, el
de mi antiguo, el de mi inolvidable amigo.
–Dispénseme, querido Watson –dijo aquella voz que creí rota para
siempre–, dispénseme... Nunca pude imaginar que mi presencia le
causara un efecto semejante.
Yo no me cansaba de mirarle. Mi cara debía reflejar un asombro
rayano en la estupidez. Holmes sonreía.
–¿Pero qué? ¿Todavía duda?
Al oírle por segunda vez, recobré el habla y la acción, y cogiéndole
de un brazo, grité:
–¡Holmes! ¡Sherlock! ¿Es posible? ¿Es usted? ¿No es una
alucinación mía? ¿Es posible que haya resucitado?
–Sí; he resucitado –contestó sonriendo.
Luego, sin duda al ver el aspecto de loco que iba tomando mi
rostro, se puso más serio, y apretándome las manos cariñosamente,
añadió:
–Vamos, vamos, está usted muy excitado. Nunca pude imaginarme
que esta pequeña comedia le causara un efecto tan grande.
–No; si ya estoy repuesto. Ya... ¡Pero si es que no puedo creer a mi
vista! ¡Holmes! Créame: ¡me parece mentira! ¡Y pensar que hace un
momento le hablaba tan tranquilo, sin sospechas de ningún género!
Y nuevamente le cogí el brazo, que sentí bajo mis dedos delgado y
musculoso, como en los días lejanos.
–¿Qué? ¿Mira a ver si soy de carne y hueso?
Yo me eché a reír.
–La verdad: ¡sí! Ahora que ya estoy seguro de que no es usted un
fantasma, siéntese aquí, a mi lado, y cuénteme sus aventuras.
Deben ser extraordinarias.
Holmes se sentó frente a mí y encendió un cigarro con aquella su
antigua despreocupación. Continuaba con el levitón del viejo librero,
pero encima de la mesa se encontraban la peluca y las patillas junto
al montón de libros.
Estaba un poco más delgado, y el brillo febril de sus ojos y la
palidez casi inverosímil de su rostro indicaban claramente que su
salud debía haber sufrido rudos golpes.
–¡Qué gusto da estirarse, amigo Watson! –exclamó después de un
rato de silencio–. No en balde se violenta un hombre de mi estatura
para figurar durante días y días que es mucho más bajo.
–Cada nueva palabra suya –interrumpí– es un acicate más de mi
curiosidad. Estoy deseando que me explique todo lo ocurrido.
–Calma, calma, querido Watson. Se me presenta una noche...
–Se nos...
–Bien; se nos presenta una noche de bastante ajetreo y no poco
peligro. De modo que, si le parece, dejaremos las explicaciones para
luego, cuando ya estemos completamente tranquilos.
–Pero...
–Pero, ¿qué?
–Nada. Que me devora la curiosidad.
–Bien, hombre, vamos a satisfacerla. ¿Está dispuesto a venir esta
noche conmigo?
–¡Donde quiera y cuando quiera!
Holmes me estrechó las manos, conmovido.
–¡Gracias, Watson! Esta contestación me evoca los pasados días. Es
usted el mismo de siempre. Supongo que tomaremos un bocado
antes de partir.
Yo me levanté apresuradamente, di las órdenes a la criada y,
volviendo al despacho, me senté junto a Holmes, diciendo:
–Conque vamos a ver: ¿cómo salió usted de la sima?
–¿De la sima? ¡Si no caí en ella!
–¿Que no cayó en la sima?
–No.
–¿Entonces, su carta...?
–Completamente sincera y verídica. Cuando vi la siniestra figura del
profesor Moriarty cerrándome la única salida del desfiladero, me
sentí perdido para siempre. En sus ojos se leía una sentencia
inexorable. Incapaz de humillaciones y de pedir una vida que de
antemano me sería negada, lo saludé cortésmente, rogándole que
me permitiera escribir cuatro líneas de despedida. Puse la carta
debajo de la pitillera, y sin decir una palabra más, eché a andar por
el estrecho sendero, delante de Moriarty, que iba pisándome los
talones. Cuando llegué al final me detuve, y apenas tuve tiempo de
volverme, cuando me sentí fuertemente estrechado por los brazos
del profesor. Por su pensamiento, como por el mío, pasó la misma
idea: íbamos a morir matando. Hubo un momento de angustia. Los
dos cuerpos llegaron casi al borde del abismo. Afortunadamente, yo
poseo ciertos conocimientos del baritm 1, que me han servido de
mucho en distintas ocasiones y que me sirvieron en aquélla. Con un
violento esfuerzo le descoyunté los brazos y pude librarme de él.
Lanzó un grito terrible, vaciló, procuró conservar el equilibrio, pero
no pudo, y cayó de espaldas. Inclinado sobre el abismo, seguí su
carrera: primero rebotó contra una roca, se destrozó el cráneo
contra un pico de más abajo y, por último, se hundió en el torbellino
de las aguas que continuaron furiosas y con gran estruendo,
después de tragarse el cadáver.
Holmes hizo una pausa, quitó la ceniza del cigarro con la uña del
dedo meñique y dio tres chupadas tranquilamente.
–Pero ¿y las huellas? –exclamé–. Yo mismo examiné el sendero, y
no vi ninguna pisada que indicase la vuelta.
–¡Qué impaciente es usted! En cuanto vi desaparecer el cuerpo de
Moriarty, comprendí lo milagrosamente que me había salvado; pero
también que Moriarty no era el único hombre que había jurado mi
muerte. Por lo menos quedaban otros tres, a quienes la muerte del
jefe habría de excitar terriblemente y recrudecer su odio contra mí.
Ninguno de ellos (sin serlo tanto como su jefe) era enemigo
despreciable, y tarde o temprano lograrían su deseo. En cambio, si
yo dejaba que se extendiera la creencia de mi muerte, estos
individuos recobrarían poco a poco la tranquilidad y la audacia;
olvidarían, en una palabra, toda clase de precauciones y darían con
ello lugar a que más tarde o más temprano los reventara yo. Debía,
pues, ocultar a todo el mundo mi salvación, y trabajaron con tal
rapidez mis ideas, que tengo la seguridad de que el profesor
Moriarty no había llegado aún al fondo del Reichembach cuando ya
había tomado yo mi resolución.
”Me levanté y examiné la pared rocosa que había detrás de mí. En
el pintoresco estudio que publicó usted respecto de mi desaparición,
dijo que esta roca estaba cortada a pico y sin el menor saliente. Esta
afirmación no era del todo exacta, porque la pared presentaba
algunas asperezas y hasta un ligero reborde, aunque estaba tan
alto, que casi parecía inaccesible. Sin embargo, yo no podía volver
por el sendero sin dejar huellas de mi paso. Debía, pues, intentar la
ascensión de la montaña, lo cual, según comprenderá, amigo
Watson, no tenía nada de fácil.
”A mis pies mugía el torrente y hasta (ya sabe que no tengo nada
de cobarde) me parecía que Moriarty me llamaba con grandes y
desaforadas voces desde el fondo del precipicio.
”Emprendí la ascensión lentamente. El menor paso en falso podía
serme fatal. Más de una vez mis manos arrancaron un puñado de
hierbas que creí seguro sostén, o mis pies resbalaron sobre la pared
húmeda y viscosa. Por fin, y a costa de no sé cuántas desolladuras y
flaquezas, presta y valerosamente dominadas, llegué al reborde de
que le hablé antes. Es una especie de plataforma bastante ancha,
recubierta de fino y suave musgo, en la cual un hombre podía
tenderse cómodamente y pasar inadvertido. Así lo hice, y allí estaba
cuando usted me buscaba en el sendero y en las cercanías tan triste
como inútilmente.
”Lo seguí con la vista en todas sus evoluciones, y tuve la suficiente
fuerza de voluntad para no gritarle cuando lo vi volver hacia el hotel
cabizbajo y melancólico.
”Quedé un poco más tranquilo, creyéndome ya libre de asechanzas
y mortales sorpresas, cuando una enorme piedra resbaló desde lo
alto, pasó sobre mí, cayó al sendero, y del sendero se hundió
ruidosamente en el agua. Atribuí primero este incidente a la
casualidad, pero minutos después cayó un segundo bloque, y un
tercero, sin tocarme, pero pasando junto a mí silbantes y
aterradores. Levanté la cabeza, y en la cumbre, recortándose
nítidamente sobre el cielo azul, vi la silueta de un hombre.
”Entonces comprendí toda la magnitud del nuevo peligro. Moriarty
no vino solo; él o los acompañantes presenciaron desde lejos la
lucha, me vieron, vencedor, subir al reborde musgoso, y tranquila y
fríamente procuraban vengar a su jefe desde lo alto de la roca.
”Como comprenderá, amigo Watson, era absolutamente preciso
tomar cuanto antes una resolución. Volví a mirar hacia arriba y vi
que mi enemigo se disponía a arrojar otro bloque mayor que los
anteriores. Con mucha sangre fría, con una presencia de ánimo que
aún me asombra, emprendí el descenso, mil veces más peligroso
que la subida.
”Casi rozándome pasó el cuarto pedazo de roca, mis pies y mis
manos resbalaron, un velo de sangre me cegó, perdí las fuerzas, y
sangriento, destrozado, caí de espaldas en medio del sendero. El
golpe de la caída me hizo recobrar la conciencia del peligro. Me
levanté y eché a correr.
”Protegido por la oscuridad de la noche, corrí no sé cuánto; ignoro
cuántas montañas subí y qué número de desfiladeros crucé...
”Una semana más tarde me encontraba en Florencia, sano y salvo,
seguro de que mi muerte era un hecho consumado e innegable para
todo el mundo.
”Sólo una persona, mi hermano Mycroft, supo la verdad. Espero,
amigo Watson, que no se ofenderá por esto que a primera vista
parece falta de confianza en usted. Debe tener en cuenta que yo
deseaba que no se dudase lo más mínimo respecto de mi muerte, y
por eso tenía la seguridad de que si hubiera estado usted
convencido de lo contrario, no habría tenido tal vigor ni tan
sugestiva y convincente sinceridad la versión que dio de mi última
aventura.
”Muchas veces, durante estos tres años, he cogido la pluma para
escribirle lo que ahora le digo de palabra; pero siempre la dejé caer,
temeroso de que su cariño y su alegría le hicieran cometer alguna
indiscreción que tal vez me fuese fatal.
”Aun esta misma tarde, cuando nos tropezamos, salí huyendo y sin
atreverme a decirle lo más mínimo, porque comprendía que el
menor gesto de asombro, la más trivial palabra suya, me hubieran
perdido para siempre.
”Respecto de mi hermano, ya comprenderá usted que si me confié
en él ha sido porque no tenía otro remedio. Mi vida, en vista del
resultado del proceso, que dejó en libertad a dos de los cómplices de
Moriarty (precisamente los más temibles y peligrosos para mí), mi
vida, repito, necesitaba ser de vagabundaje y de constante cambio
de lugares. Para ello necesitaba dinero abundante, y Mycroft me lo
enviaba a los distintos sitios donde estuve.
”He viajado por el Tíbet durante dos años y he tenido el placer de
conocer Lhassa y de pasear algunos días con el Gran Lama.
”Tal vez llegaran a sus oídos las notables exploraciones que por
estos sitios hacía un noruego llamado Ligerson, y si tal cosa sucedió,
¡qué lejos estaba usted de adivinar que bajo este nombre se
ocultaba su invariable amigo!
”Luego atravesé toda la Persia, visité La Meca e hice al califato de
Khartum una rápida e interesante visita, de la cual se conservan los
detalles más salientes y curiosos en el Foreign Office. Me interné en
Francia, y dirigí durante algún tiempo un importante laboratorio en
Montpellier.
”Al cabo de unos cuantos meses me enteré de que sólo quedaba en
Londres uno de mis enemigos, y ya me disponía a volver a
Inglaterra, cuando este asunto de Park Lane me hizo apresurar la
vuelta. No ya solamente por su aspecto misterioso me interesaba
este crimen; había y hay en él ciertas particularidades que me
interesaban especialmente.
”Volví, pues, a Londres, y desde la estación me dirigí a Baker
Street, donde mi aparición causó un ataque de nervios a nuestra
excelente patrona. Todo estaba como si yo hubiese salido la víspera
de aquel cuarto. Mi hermano Mycroft había cuidado de todo durante
mi ausencia.
”Me lavé, comí sin ganas, y al acodarme por la noche en la
barandilla del balcón, mi pensamiento viajó hasta usted, y un
imperioso e irresistible deseo de verlo se apoderó de mí”.
***
Tal fue, lectores míos, la historia emocionante que en una noche de
abril oí de aquellos labios que creí mudos para siempre, mientras mis
ojos no se saciaban de contemplar la amada figura de Sherlock
Holmes, un poco más delgada, un poco más vieja, pero siempre
noble, altiva y audaz.
Cuando terminó de hablar me tendió los brazos y nos estrechamos
silenciosamente durante unos minutos. Pronto surgió en él la
personalidad inquieta y voluntariosa, enemiga del sentimentalismo y
de la ociosidad, y separándose de mí, exclamó:
–Ya ve, querido amigo, cómo el trabajo es el supremo antídoto del
dolor. Durante estos tres años no estuve inactivo un solo día...
–Pero esta noche...
–Esta noche, Watson, mucho menos. Hemos de trabajar muy
rudamente, y si triunfo (que así lo espero), bien puede admirarme y
bien puedo enorgullecerme de la victoria.
En vano le rogué que me explicase de lo que se trataba. A mis
reiteradas súplicas sólo contestaba repitiendo:
–Mañana..., mañana...
–Sin embargo, Holmes...
–Nada, querido Watson; quiero que lo sepa todo por sus mismos
ojos. ¿Qué hora es?
–Las nueve.
–Tenemos media hora para cenar y arreglarnos. A las diez debemos
estar en la casa vacía.
3
A las nueve y media salimos de casa.
Como en los días lejanos, igual que en las noches pretéritas, me vi
sentado en un coche al lado de mi amigo, con el revólver en el
bolsillo y la ansiedad en el corazón. Volvían a mí las aventuras y
había en mi alma la fragante sensación de un renacimiento.
Holmes iba, como antiguamente, silencioso y taciturno. De cuando
en cuando las manchas de luz de los faroles que se asomaban por
las ventanillas del carruaje iluminaban brevemente su cara, y yo leía
en las arrugas de la frente, en la boca obstinadamente cerrada, el
trabajo lento y absorbente de la meditación.
Ignoraba qué clase de fiera íbamos a buscar en la selva oscura y
enmarañada del Londres criminal; no sabía dónde íbamos a
encontrarla; pero en la actitud meditabunda del gran cazador
comprendí que la expedición había de ser peligrosa, así como en la
fugaz y cruel sonrisa que a veces desunía sus labios la no muy
envidiable suerte que había de correr la fiera.
Por un momento creí que nos dirigíamos a Baker Street; pero al
llegar a Cavendish Square, Holmes mandó parar el carruaje. Al saltar
a tierra lo vi mirar en torno suyo con una mirada inquieta y
escrutadora. Luego me hizo seña de que le siguiera y echó a andar.
Confieso que, a pesar de mi conocimiento de Londres, hubo un
momento en que no supe dónde estábamos ni adónde íbamos. Por
tales encrucijadas, callejuelas y recovecos me condujo aquel
hombre.
Al fin desembocamos en una calle estrechuca y triste que
terminaba en Manchester Street, desde donde fuimos a Blandford
Street. De pronto, Holmes empujó una verja, que giró
silenciosamente sobre sus goznes, y nos hallamos en un patio
oscuro y desierto; luego abrió con una llave, que sacó del bolsillo, la
puerta de servicio de la casa y la cerró detrás de nosotros.
Un silencio absoluto y una total oscuridad reinaban en torno
nuestro. Nuestros zapatos resonaban lúgubremente sobre los
ladrillos. Yo tendí la mano y tenté la pared, cuyo papel colgaba en
largos jirones, dejando al descubierto el yeso. Los dedos huesudos y
helados de Holmes me cogieron de la muñeca y me dejé conducir a
través de algunas habitaciones, hasta dar en otra donde los cristales
polvorientos de dos ventanas apenas dejaban pasar la luz tenue y
medrosa de la calle. Sólo el centro de la habitación estaba
semiiluminado. En los rincones la sombra era impenetrable.
Mi compañero me puso la mano sobre el hombro, y arrimando los
labios a mi oreja, murmuró:
–¿Sabe dónde estamos?
Yo me aproximé hacia una de las ventanas y miré a través de los
cristales sucios de polvo.
–En Baker Street –contesté lleno de asombro.
–Justo.
–¿Y esta casa...?
–Estamos en Camden House, situada frente por frente de nuestro
antiguo alojamiento.
–¿Y para qué hemos venido aquí?
–Pues sencillamente por las hermosas vistas que tiene esta
habitación. Tenga la bondad de acercarse un poco más al cristal,
amigo Watson, y mire la ventana de enfrente, la de nuestra casa. Me
parece que durante estos tres años habrá perdido usted la
costumbre de recibir sorpresas.
Me aproximé a los polvorientos cristales y miré la tan conocida
ventana. Apenas se fijaron en ella mis pupilas no pude contener un
grito de estupor. Los visillos estaban corridos y una luz intensa
iluminaba la habitación. Sobre el cuadrado luminoso se recortaba
perfecta y claramente la silueta de un hombre sentado en un sillón;
el rostro, de perfil, recordaba uno de aquellos retratos negros de que
tan gustosos eran nuestros antepasados. Pero lo extraño, lo
diabólico, lo incomprensible, lo que me conmovió de asombro, para
luego estremecerme de terror, era que aquella figura de rasgos
enérgicos, de nariz ganchuda, era la de.... Sherlock Holmes.
De tal manera me sorprendió esta cualidad extraordinaria, que
quedé un rato inmóvil y sin voz; luego alargué la mano para ver si
Holmes estaba todavía conmigo. Junto a mí sonó una risa apagada.
–Y bien, ¿qué le parece? –me preguntó.
–¡Es prodigioso! –contesté–. ¡Admirable!
–Su asombro me regocija, porque es prueba de que los años no
han agotado mi ingenio ni mis recursos.
Y en su voz se reflejaba el orgullo de los artistas creadores.
Después, cambiando de tono, prosiguió:
–¿Verdad que se me parece?
–¡Ya lo creo! ¡Yo no tendría inconveniente en apostar que era usted
mismo!
–¡Bah! Después de todo, no hice más que concebir el proyecto. El
mérito del parecido corresponde al señor Oscar Nennier, que ha sido
quien modeló la figura.
–¿Y de qué es?
–De cera. Está puesta ahí desde esta tarde.
–Pero ¿con qué objeto?
–Porque es el caso, amigo Watson, que tengo interés especialísimo
en que varias personas me crean en casa precisamente cuando yo
esté fuera de ella.
–Entonces, ¿cree usted que es vigilado?
–No es que lo crea, sino que estoy seguro de ello.
–¿Y por quién?
–Por mis antiguos enemigos: por aquella plácida y encantadora
sociedad cuyo jefe yace en el precipicio de Reichembach.
–Pero ¿saben que está usted aquí, en Londres?
–De eso no estoy seguro; pero sí de que ya conocían mi salvación y
de que tarde o temprano había de volver a Londres. Por lo tanto, no
dejan ni un solo día de acechar nuestra antigua casa, esperando
saber de este modo mi vuelta.
–¿Y cómo se ha enterado de ese espionaje?
–Porque el otro día, anteayer, conocí al que estaba de centinela. Es
un tal Parker. Fue uno de los íntimos amigos de Moriarty y el que me
arrojó desde la cumbre los bloques y los pedazos de roca con la
sana intención de destrozarme. Es uno de los criminales más
empedernidos y más peligrosos de Europa.
–En ese caso...
–En ese caso, querido doctor, vamos a procurar que se coja los
dedos contra la puerta. Ya que él me vigila a mí, voy a vigilarlo yo a
él.
Poco a poco fui comprendiendo el admirable y astuto plan de
Holmes.
Aquella silueta angulosa era el señuelo y nosotros los cazadores.
Ya no volvimos a cruzar palabra. Silenciosos, hundidos en la
oscuridad, vigilábamos la calle acechando a los yentes y vinientes.
Holmes estaba impasible y taciturno, pero en sus ojos brillantes y en
el aspecto sobradamente inmóvil de su cuerpo se notaba que estaba
siempre alerta.
Era fría la noche. El viento inclemente aullaba en la estrechez de la
calle, aporreando las ventanas, tableteando en las puertas,
gozándose en hacer temblar las luces de los faroles. La gente iba y
venía, rápida, taconeadora, envueltos unos en abrigos de pieles,
otros hundidas las cabezas en bufandas; pero todos apresurados,
con un gesto de disgusto y hostilidad en las facciones amoratadas
por el frío.
Dos o tres veces me pareció ver pasar y repasar a un mismo
individuo, y me fijé también en dos hombres que, luego de mirar
detenidamente nuestra antigua casa, se ocultaron en una puerta
cochera un poco más arriba.
Llamé la atención de Holmes respecto de aquellos individuos, pero
se limitó a hacer un gesto de impaciencia y continuó examinando la
calle con la anterior impasibilidad.
De cuando en cuando daba un corto y silencioso paseo, hundiendo
rabiosamente las manos en los bolsillos. Indudablemente los hechos
no se realizaban tal como él había imaginado.
En un reloj lejano sonaron doce campanadas. La agitación de
Holmes aumentó. Los paseos se alargaban, y en el silencio de la
noche se oían rechinar sus dientes y un eco impreciso de rabiosas
palabras.
Me
disponía
a
consolarle,
cuando
levanté
inconscientemente los ojos y miré la especie de transparente
luminoso frontero a la polvorienta ventana.
Como la vez primera, lancé un grito de asombro, y deteniendo a
Holmes en uno de sus paseos, exclamé:
–¡Se ha movido!
Efectivamente, la silueta ya no estaba de perfil.
Holmes me contestó bruscamente. Los tres años transcurridos no
habían limado las asperezas de su carácter ni dulcificado sus
violencias al encontrarse con un cerebro menos privilegiado.
–¡Claro que se ha movido! ¿Me cree tan imbécil que pensara en
engañar a dos de los bandidos más listos de Londres con un
monigote que estuviese toda la noche en la misma posición?
Estamos aquí hace dos horas, y durante ese tiempo la señora
Hudson ha movido ocho veces el maniquí; es decir, cada cuarto de
hora. Durante largo rato la estuve adiestrando del modo que había
de hacerlo para que no se notara su sombra. Así, pues... ¡Ah!
Y se calló de pronto. En la semioscuridad que nos rodeaba vi
avanzar su cabeza con un gesto de ansiedad. Afuera, la calle
permanecía desierta. Los dos espías debían continuar (aunque no los
veíamos) refugiados en la puerta. Reinaba un augusto silencio.
Todo estaba negro, excepto el transparente luminoso de la ventana
donde se destacaba, rígida y precisa, la silueta de Holmes.
Junto a mí sonó silbante la contenida respiración de Holmes.
Un minuto después me arrastró hasta el rincón más oscuro de la
estancia y me puso la mano sobre los labios. Sus dedos temblaban,
demostrando una agitación extraña en este hombre acostumbrado a
dominarse a sí mismo y a amordazar sus sentimientos. Sin embargo,
nada parecía justificar aquella actitud. La calle permanecía desierta.
El silencio reinaba en torno nuestro. En el cuadrado de luz la silueta
continuaba tranquila e impasible.
De pronto, a mis oídos, menos sutiles que los suyos, llegó la causa
de tales precauciones. Lejos, muy lejos, pero en el interior de la casa
donde estábamos, hubo un ruido breve y confuso. Luego se percibió
más claro el golpe de una puerta que se abría y se cerraba. Después
se oyeron pasos en el vestíbulo y poco a poco se fueron
aproximando hasta nosotros. Realmente producían un calofrío de
terror aquellas pisadas que se extendían y se acercaban por la
amplitud de las desiertas estancias.
Holmes se aplastó contra la pared. Yo, acariciando
inconscientemente la culata del revólver, hice lo mismo.
Nuestros ojos, acostumbrados a la penumbra que nos rodeaba,
vieron destacarse en el hueco sombrío de la puerta la figura de un
hombre. Se detuvo un instante, como escuchando. Yo me llevé la
mano al pecho para contener los latidos del corazón.
La sombra adelantó con pasos sigilosos, con el cuello extendido, las
manos prontas a cualquier sorpresa. Avanzaba, avanzaba hacia
nosotros; pasó rozándonos y llegó hasta la ventana. Si llega a
sorprendernos, antes de que se hubiese dado cuenta habría tenido
una bala en el cráneo.
Ya junto a la ventana, acechó un segundo; después, suavemente,
dulcemente, levantó el vidrio algunos centímetros 2 y se arrodilló
para mirar por la abertura. Libre del grueso vidrio polvoriento, entró
la luz de la luna y le envolvió la cara por completo. Yo vi sus narices
contraerse y dilatarse agitadamente. El jadeo de su pecho subía a
los labios temblorosos. Luz de fiebre brillaba en sus pupilas.
Era un hombre ya de edad, calvo, con la nariz enérgicamente
aguileña y un espeso y largo bigote gris. Echado sobre la nuca
rebrillaba el sombrero de copa, y por entre la negrura del abrigo
surgía el blancor charolado de una camisa de frac.
Sin embargo, a pesar de lo correcto de su indumentaria, de la
distinción de su semblante, había en él algo de salvaje, de
inexplicable crueldad.
En la mano derecha tenía un objeto que al principio creí un bastón,
pero que al dejarlo caer en el suelo produjo un sonido metálico.
Luego sacó del pecho un bulto no muy grande y se absorbió en un
examen que terminó con el ruido de un gatillo al montarse.
Después se inclinó más hacia adelante, sonó un chirrido áspero de
muelle que se va abriendo poco a poco, para terminar en un encaje
seco.
Suspiró de satisfacción, y entonces le vimos entre las manos una
carabina de extraña forma. Abrió la culata, metió algo en ella y la
volvió a cerrar. Luego, arrodillándose nuevamente, apoyó el cañón
en el reborde de la ventana. La luz de la luna iluminó el bigote gris
junto al gatillo y el ojo brillante que buscaba el punto vulnerable.
Alargué curiosamente la cabeza, buscando el blanco. Si hubiera
podido tirarse una línea recta desde el cañón de la carabina, habría
terminado en la silueta del maniquí.
Hubo una pausa angustiosa... El dedo se apoyó en el gatillo, sonó
un silbido débil, e inmediatamente llegó hasta nosotros el ruido de
unos cristales rotos.
En el mismo momento Holmes saltó con la agilidad de un tigre
sobre el tirador y lo derribó en tierra. Pero éste se levantó en
seguida, y a no ser porque yo intervine y de un culatazo en el
cráneo lo hice rodar por el suelo por segunda vez, no lo hubiera
pasado muy bien mi compañero.
Le puse una rodilla encima, le agarroté con ambas manos la
garganta, y Holmes lanzó un silbido. En la calle se oyó un rumor de
gente que corría, y dos minutos después un individuo seguido de
dos policías entraban en la habitación.
–¡Calla! ¿Es usted, Lestrade? –dijo Holmes con voz tranquila y
serena.
–Yo soy, querido Holmes. En cuanto supe que se trataba de usted,
no dejé que interviniera otro en el asunto. No sabe cuánto celebro
volver a verlo.
–Gracias, Lestrade –repuso Holmes, estrechándole enérgicamente
la mano–. En realidad, era vergonzoso lo que ocurría. Sólo en un
año se han cometido tres asesinatos, sin que hayan sido
descubiertos los autores.
Yo me había incorporado. Nuestro prisionero jadeaba entre los dos
guardias. Algunos trasnochadores empezaban a agruparse frente a
las ventanas.
–¿Ha traído usted velas? –preguntó Holmes.
Los dos guardias sacaron de entre los capotes sus linternas.
Lestrade contestó afirmativamente, y encendió dos velas que llevaba
en el bolsillo, entregándome una y quedándose él con la otra.
Entonces mi compañero bajó el cristal y cerró las contraventanas.
Todas las miradas se fijaron en el detenido.
Era el suyo un rostro siniestro, de fuertes mandíbulas, de amplia
frente. Desde el primer momento se comprendía que aquel hombre
nació para grandes empresas. No podían mirarse sus ojos claros,
azules, de un brillo metálico y siniestro, su nariz audaz y agresiva, su
frente surcada de infinitas arrugas, sin sufrir un estremecimiento.
Todos nosotros le fuimos indiferentes. Sólo en Holmes posó una
mirada de odio y de asombro a la vez.
–¡Demonio! –rugió–. ¡Es usted un hombre extraordinario!
–¡Ah, coronel! –contestó sonriendo Holmes–. Todo en la vida
vuelve por los antiguos cauces, y todos nos encontramos más pronto
o más tarde, como dijo el otro. Ya hacía mucho tiempo que no nos
veíamos; ¿verdad? La última vez fue..., fue... ¡Ah! Sí; en el precipicio
de Reichembach, donde usted se entretuvo en tirarme chinitas.
El coronel continuaba mirándolo con los ojos desorbitados y la boca
abierta, murmurando:
–Es usted el demonio..., el demonio...
Mi compañero se volvió hacia nosotros, y siempre sonriendo,
continuó:
–Perdónenme, señores, que no lo haya hecho antes. Tengo el gusto
de presentarles al coronel Sebastian Moran, que prestó servicio en el
ejército de Su Majestad en las Indias. Allí tenía fama de ser uno de
los cazadores más notables; mejor dicho, el primero en las cacerías
de tigres. ¿No es cierto, coronel? Vamos a ver. ¿Tendría la bondad de
decirnos cuántos tigres ha matado en este mundo?
El viejo no contestó. Sus ojos llameaban, se mordía el bigote
rabiosamente y algo pasó por su rostro que nos recordó las fieras de
aquellos lejanos países evocados por la voz de Holmes.
–¿Qué? ¿No se acuerda? ¡Cómo ha de ser! ¡Paciencia! Pero la
verdad, coronel: resulta muy extraño que un hombre tan listo como
usted y tan experto en lides de este género se haya dejado engañar
como un niño. Después de todo, no he hecho más que caricaturizar
su procedimiento de atar un corderillo a un árbol y esperar oculto en
otro a que sus balidos atrajeran a la fiera.
El coronel Moran hizo un movimiento para lanzarse sobre Holmes,
pero se lo impidió la fuerte sujeción de los guardias. La cólera
parecía haber llegado a su grado máximo. El rostro estaba
congestionado: el pecho jadeaba con estertor de fragua.
–Después de todo, mi querido y excelente coronel –prosiguió
Holmes, imperturbable–, aparte que ha obrado usted aquí dentro, y
no fuera, como yo creía, y donde lo acechaba mi compañero
Lestrade, no ha resultado mal del todo la sorpresa, ¿verdad?
El coronel Moran, volviéndose hacia Lestrade, exclamó:
–¡Esto es indigno, señor inspector! No pretendo discutir ahora si
tiene o no derecho a detenerme, pero sí me parece que lo tengo
para no sufrir las burlas de este hombre. Puesto que he caído en
manos de la justicia, me parece que no es éste el modo de obrar.
Debe hacerse con más seriedad y menos estupideces.
–Tiene mucha razón –contestó el policía.
Y luego, volviéndose hacia Holmes, repuso:
–¿Tiene algo más que alegar en contra de este hombre?
Holmes había cogido la carabina y la examinaba minuciosamente.
–¡Vaya un arma, señores! –exclamó como si no hubiera oído la
última pregunta–. Tiene todas las de la ley: es segura, infalible,
silenciosa, disimulable... ¡Una verdadera joya! Yo conocí a Von
Herder, un ingeniero alemán y ciego, que la construyó bajo la
dirección del respetable profesor Moriarty (que en paz descanse).
Sin embargo, nunca hasta ahora había tenido el gusto de examinar
esta arma que tantas muertes ha causado. Se la recomiendo, amigo
Lestrade; por medio de ella se pueden descubrir muchas cosas.
–Bien, bien –dijo Lestrade, cogiendo la escopeta–. Vamos, señores,
tengan la bondad de echar a andar.
Los dos guardias se dispusieron a salir del cuarto.
–¡Ah! Holmes –exclamó Lestrade, deteniéndose cerca de la
puerta–, ¿no tiene ninguna pregunta que hacerme ni ningún consejo
más que darme?
–No... Es decir, sí. ¿De qué va a acusar a ese hombre?
–¿Que de qué lo voy a acusar? Pues muy sencillo: de tentativa de
asesinato en la persona de Sherlock Holmes.
–No, Lestrade, de ningún modo. Yo no quiero figurar en este
asunto. Únicamente a usted debe corresponder la gloria de esta
importante detención. Así como así, más tarde o más temprano,
dados su talento y su sagacidad, le hubiera usted detenido.
–¿A este hombre?
–A ese hombre.
–Sin embargo..., a no ser por lo ocurrido esta noche...
–Querido: ese individuo es el coronel Sebastian Moran, que dio
muerte a Sir Ronald Adair por medio de una bala explosiva lanzada
con su carabina de viento a través de la ventana abierta, en un
cuarto situado en el segundo piso de la casa número 427 de Park
Lane, el día 30 del mes pasado. Y ahora, querido Watson, si no le
molestan las corrientes de aire, vamos a fumar un cigarro a la casa
de enfrente.
4
Gracias a los cuidados de Mycroft Holmes y de la señora Hudson,
todo estaba igual en nuestro cuarto de Baker Street. En cuanto pasé
el umbral me sentí rejuvenecido, y el perfume de los días lejanos me
envolvió como una caricia de bienvenida. En un rincón estaba la
mesita de los experimentos, manchada la madera por las
quemaduras de los ácidos. Sobre la mesa grande estaban aquellos
formidables cuadernos donde había la vida y milagros de tantas
personas, la caja del violín, el pipero y otras mil cosas, queridas
compañeras de nuestra vida pretérita, entre las cuales se destacaba
la babucha persa, siempre llena de aromoso tabaco.
Al entrar me pareció que había en el cuarto dos personas. Luego vi
que sólo estaban la señora Hudson y el monigote que tan
importante papel había representado en el reciente drama.
Era un perfecto y asombroso busto de mi amigo y estaba de tal
modo colocado sobre una columna cubierta con una bata de
Holmes, que entonces comprendí el admirable efecto que causaba
desde la calle y desde la casa de enfrente.
–Qué, señora Hudson –dijo Holmes–, ¿lo ha hecho todo según le
encargué?
–Sí, señor. Cada cuarto de hora me ponía de rodillas y cambiaba de
posición el muñeco.
–Muy bien. Es usted una mujer excelente. ¿Y la bala? ¿Sabe dónde
ha ido a parar la bala?
–¡Ya lo creo! Por cierto que me parece ha estropeado esta hermosa
obra de arte. Como ve, ha atravesado la cabeza y fue a incrustarse
aquí, en la pared. Tome.
Holmes la cogió, y alargándomela, dijo:
–Fíjese, amigo Watson; se trata de una bala de revólver, lo cual le
probará el talento del criminal. ¿Quién ha de imaginarse que una
bala semejante ha sido lanzada con un fusil de viento? Muchas
gracias, señora Hudson; se ha portado magistralmente.
La excelente mujer sonreía con las manos en los bolsillos.
–¿Me necesita para algo más, señor Holmes?
–No; retírese a descansar, que buena falta le hace.
–Buenas noches, señor Holmes. Buenas noches, señor Watson.
Los dos contestamos simultáneamente:
–Buenas noches, señora Hudson.
***
En cuanto nos quedamos solos, Holmes se quitó la americana, se
puso la bata gris que cubría la columna y se sentó, lanzando un
suspiro de satisfacción.
–¡Ajajá! Ahora, amigo Watson, si no tiene sueño, voy a contarle
algunas cosas muy interesantes.
Hizo una breve pausa. Yo me creí con cuatro años de menos. Era la
antigua vida que volvía, las antiguas confidencias en aquel cuarto
inolvidable. Holmes había cogido el busto de cera y lo examinaba
atentamente.
–¡Caramba! Los años han pasado por ese hombre sin alterar su
pulso ni atenuar la precisión de su vista. Fíjese, Watson. La bala ha
entrado por la nuca, y me hubiese destrozado el cerebro por
completo. Ahora comprenderá usted lo justificada que es la fama de
tirador que tiene el coronel Moran. ¿No ha oído hablar de él?
–Nunca.
–¡Ah gloria, gloria!... ¡Qué limitada eres!
Yo me eché a reír.
–Después de todo –continuó Holmes–, esta ignorancia suya no
tiene nada de particular, puesto que, si la memoria no me es infiel,
recuerdo que tampoco había usted oído hablar del profesor Moriarty,
una lumbrera de su siglo. ¿Quiere alargarme el Indice biográfico, ése
que está ahí junto a las babuchas? ¡Ése!
Le entregué el libro y empezó a pasar negligentemente las hojas,
dando fuertes chupadas al cigarro.
–Realmente, la letra M es una de las más curiosas. Como si no
bastara con Moriarty, suficiente por sí solo para ennoblecer un
registro de esta especie, aquí tenemos a Morgan, el envenenador; a
Miwidew, el asesino de funesta memoria; a Mothew, que me rompió
un diente en la sala de espera de la estación de Charing Cross; a...
¡Ah! Aquí está nuestro hombre.
Y me tendió el libro. Yo lo cogí y leí en voz alta lo siguiente:
MORAN (Sebastian). Coronel retirado. Mandó el 1º de Zapadores
de Bengalore. Nació en Londres en 1840, y es hijo de Sir Augustus
Moran C. B., antiguo cónsul en Persia. Educado en Eton y Oxford. Ha
figurado en las campañas de Jowaki, del Afganistán, de Chaziabah,
de Sherpur y de Cabul. Ha publicado dos obras tituladas: Las
cacerías en el Himalaya occidental (1881) y Tres meses en las selvas
de la India (1884).
Clubes Angloindio, Tankerville y La Bagatela.
Al margen, y de letra de Holmes, había escrito lo siguiente:
El segundo entre los más peligrosos de Londres.
–¡Es extraño! –exclamé, cerrando el libro–. La carrera de este
hombre resulta la de un militar valiente y aguerrido.
–Y así fue –contestó Holmes–. Es un hombre que no conoció nunca
el miedo, y en la India, donde tantos alardes de valor se han hecho,
aún corren historias y anécdotas respecto de su bravura e intrepidez.
Pero de igual modo que en ciertos árboles brotan de pronto enormes
y repugnantes protuberancias, así en la vida de algunos hombres
surgen a veces cambios bruscos e inesperados. Yo tengo la creencia
de que todo individuo no es más que un desdoblamiento de sus
antepasados, y que las impensadas y súbitas orientaciones hacia el
bien o hacia el mal no son más que resultado de influencias
ancestrales.
–Es una teoría...
–Teoría o hecho innegable, no me parece ahora ocasión oportuna
de discutirlo. El caso es que en un momento determinado la vida del
coronel Moran se torció por el camino del mal. Comprendiendo que
su estancia en la India había llegado a ser insostenible, pidió el retiro
y volvió a Londres, donde adquirió en seguida una triste y funesta
reputación. Por esa época trabó íntimo conocimiento con Moriarty y
fue el segundo jefe de la banda. Moriarty le pagaba generosamente
y no hacía uso de él más que en los casos extremos que requerían
gran tacto y no poco talento.
”¿Recuerda usted la muerte de la señora Stenart, en Lander, el año
1887? ¿No? Pues bien; fue uno de los crímenes más ruidosos y más
hábiles, y aunque no se pudo comprobar nada en contra de Moran,
yo estoy seguro de que él fue uno de los factores principales.
”Recordará también que cuando hace tres años lo fui a visitar a su
casa cerré las contraventanas, despertándole la curiosidad y un poco
de compasión por creerme un maniático. Pues bien; ya conocía la
existencia de ese temible fusil y sabía que estaba en las manos de
uno de los tiradores más hábiles del mundo.
”Cuando partimos para Suiza, nos siguió en compañía del profesor
Moriarty, y él fue quien me hizo pasar tan malos ratos al borde del
precipicio.
”Aunque lejos de Inglaterra, ya comprenderá usted que, parte por
afición y parte por personal interés, seguía en los periódicos todos
los sucesos ingleses y analizaba los crímenes de alguna resonancia,
esperando ver asomar el nombre del coronel Moran.
”Mientras este hombre fuese dueño de sus acciones, mi vida en
Londres sería imposible. Un constante peligro de muerte me hubiera
rodeado, y al fin, en un día cualquiera, ese hombre habría sido el
vencedor. Mi espíritu vacilaba antes de tomar una determinación
definitiva. Si yo lo mataba a él, era muy probable, casi seguro, que
fuese condenado por asesinato; si lo denunciaba, la justicia se
encogería de hombros no teniendo pruebas fehacientes en que
apoyarse y sí únicamente sospechas de un hombre que ya sabe
usted la fama de visionario que tiene.
”No me quedaba, pues, más remedio que encogerme de hombros,
cruzarme de brazos y esperar. Sin embargo, continuaba leyendo
todos los periódicos de Londres, seguro de que más tarde o más
temprano el coronel cometería una torpeza que lo perdiese para
siempre.
”Por fin apareció el asesinato de Ronald Adair; y al leer y releer las
circunstancias que le rodeaban, lancé el ¡eureka! griego. Desde el
primer momento comprendí que el asesino era el coronel Moran.
Debía de haber estado jugando en el Círculo con Adair, luego le
debió seguir hasta su domicilio, y por último disparar desde la
carretera, a través de la ventana abierta, con la famosa carabina de
viento. Aquellas extrañas balas explosivas, propias de un revólver
que no se encontró, eran más que suficientes para hacerme ver la
mano de este hombre en el crimen.
”Lleno de alegría volví a Londres después de tres largos años de
ausencia, y el mismo día en que llegué me vio un espía del coronel.
En seguida adiviné lo que iba a pasar. Moran, advertido por el espía
y relacionando mi vuelta con el crimen que acababa de cometer,
había de ponerse en guardia y acechar la ocasión propicia para
disparar sobre mí su arma terrible.
”Entonces fue cuando ideé la construcción del muñeco. Entre la
señora Hudson y yo lo colocamos del mejor modo posible; avisé a la
policía citándola para aquella noche ante mi casa, y yo decidí entrar
en la de enfrente, que estaba desalquilada, para ver desde allí todo
lo que ocurriese. Afortunadamente, y sin que yo sospechara lo más
mínimo, el coronel Moran eligió el mismo escondite para cometer el
crimen con toda clase de seguridades”.
Hubo una pausa. Holmes encendió un nuevo cigarro y posó, con
cierta satisfacción voluptuosa, la mirada sobre el busto de cera que
yacía a sus pies.
–Como ve, amigo Watson –dijo, echando una bocanada de humo,
que se deshizo en caprichosas volutas azules–, he acertado en casi
todo. ¿Desea saber algo más? ¿Tiene alguna duda?
–Sí.
–¿Sí?... ¿Cuál?
–El móvil que ha impulsado al coronel Moran a matar a Sir Ronald
Adair.
–¡Ah! Procuraré explicarlo, aunque siempre basándome en
conjeturas, es decir, a condición de que no repute como artículos de
fe mis palabras. Por otra parte, como todavía no ha declarado el
asesino, todo el mundo puede formarse las hipótesis que desee, sin
que esto quiera decir que unas estén más cerca de la verdad que
otras, ni que ésta sea mejor que aquélla...
–Conformes; pero yo tengo más confianza en su imaginación que
en la mía o en la de muchos otros.
Holmes se inclinó irónicamente, aunque en el fondo agradeciera mi
contestación.
–Es usted muy amable, Watson. Pero, sin embargo, no creo que
sea preciso ser un lince en esta ocasión para reconstituir los hechos.
Según se desprende del sumario, el coronel Moran y el joven Adair
se asociaban siempre para jugar, y de este modo habían ganado
fuertes sumas en distintas ocasiones. Tal vez Moran, el día del
asesinato, cometiera alguna trampa (lo cual no tiene nada de
particular, porque entre sus virtudes tiene la de ser un admirable
fullero), y el joven Adair se percatara de que tal trampa había sido
hecha. Tratándose de un muchacho de muy buena familia e
intachable por todos conceptos, no quiso dejar las cosas de aquel
modo, y en cuanto se vio a solas con Moran le recriminó su conducta
y le hizo prometer que se daría de baja en el Círculo, so pena de
denunciarlo. Quizás el joven no hubiese ido tan lejos, mucho menos
teniendo en cuenta que durante largo tiempo Moran había sido
consocio suyo, y tal vez le salpicara el lodo de que estaba envuelto
el coronel. Pero éste no lo creyó así, y sabiendo que al expulsarlo de
los clubes perdería sus medios de vida, decidió evitar a toda costa
que hablase Adair. Entonces concibió el asesinato.
”Y aquella misma noche, cuando Sir Ronald contaba sobre la mesa
sus ganancias para devolver a su ex socio el dinero que habían
ganado gracias a una fullería, recibió en pleno cráneo una bala, que,
al estallar, le causó la muerte.
”La puerta cerrada para evitar indiscreciones, la lista de amigos y
cantidades, demuestran plenamente que el joven se ocupaba en la
honrada operación que le he dicho. ¿No lo cree usted así?”
–Así lo creo. A pesar de los años transcurridos, veo que usted
continúa con igual lucidez y con las mismas prodigiosas facultades
de siempre.
Holmes se encogió de hombros.
–Veremos si el proceso es tan bondadoso conmigo como usted.
Pero resulte lo que resultare, tengo una seguridad: la de que el
coronel Moran no ha de preocuparme en lo sucesivo. La famosa
carabina de viento irá a aumentar el museo de Scotland Yard, y su
amigo Sherlock Holmes podrá consagrarse con toda tranquilidad al
estudio y resolución de cuantos problemas se le vengan
presentando.
1 Baritm: lucha japonesa (N. del T.)
2 En la mayor parte de las casas de Londres las ventanas son de las llamadas “de guillotina”. (N. del T.)
KKK
Finalizaba un día de los últimos de septiembre. Llegaba rápida la
noche. Desde el amanecer no había cesado la lluvia de golpear
contra los cristales. Por la chimenea entraban aullidos, lamentos,
quejas tristes y melancólicas, que apisonaban el corazón. Holmes,
sentado delante de los leños encendidos, se entretenía hojeando en
sus papeles, y yo mataba las horas dejándome arrastrar por el
encanto de una tragedia marítima de Clark Rusell.
–¡Calle! –exclamé de pronto, levantando la cabeza–. ¡Han llamado
a la puerta! ¿Quién será? Algún amigo suyo…
–Excepto usted– contestó secamente Holmes–, no tengo un solo
amigo. Enemigos, sí, tengo muchos.
–Será alguien que venga a consultarle.
–En este caso, apuradillo debe de estar cuando se arriesga a salir
en una noche tan endiablada. Seguramente será alguna visita para
la patrona.
Esta vez Holmes se equivocó, porque al poco rato oímos unas
pisadas que se detuvieron junto a la puerta y una mano golpeó
fuertemente la madera con los nudillos.
–Adelante –dijo Holmes, colocando la lámpara cerca del sillón
donde había de sentarse el visitante.
Se abrió la puerta y entró un joven alto, de unos veintidós años,
bien vestido, y de cara fina y aristocrática. Su chorreante paraguas y
sus chanclos llenos de barro decían claramente cuál era el estado de
las calles. Estuvo un rato indeciso, girando la mirada lleno de
curiosidad y zozobra por toda la habitación.
–Ante todo, debo pedirles perdón –murmuró, ya un poco más
dueño de sí mismo– por venir a estas horas tan intempestivas y
llenar la alfombra de agua y lodo.
–No se ocupe de eso, y déme el abrigo y el paraguas para que se
vayan secando ahí fuera. ¿Viene de la parte sudoeste?
–Sí; de Horsham.
–Lo he supuesto al ver la tierra arcillosa de los chanclos.
–He venido en busca de sus consejos.
–Y yo tendré mucho gusto en poder dárselos.
–Y para que me auxilie.
– Eso ya no es fácil.
–Hace mucho tiempo que le admiro, señor Holmes. Yo soy amigo
del comandante Pendergast, a quien salvó usted cuando aquel
escándalo del Club Tankerville.
–¡Ah, sí! Le acusaban de fullero.
–El comandante me ha asegurado que es usted capaz de resolverlo
todo.
–Es demasiado injusto el comandante.
–Me ha dicho también que nunca fue usted derrotado.
–Desgraciadamente, eso no es verdad. He sido vencido cuatro
veces. Tres por hombres, y la cuarta por una mujer.
–Eso no es nada en comparación de los infinitos éxitos que ha
tenido.
–Realmente, no puedo quejarme mucho. Pero observo que estamos
de pie. Siéntese aquí, en este sillón, y dígame lo que desea de mí.
–Se trata de un caso bastante extraordinario –dijo el joven,
sentándose.
–Todos los casos sobre los cuales vienen a consultarme son
extraordinarios. No acuden a mí, sino en último extremo.
–Sin embargo, creo que muy pocas veces se le presentará un
suceso tan interesante y tan extraño como este mío.
–Vamos a ver –murmuró Holmes, sonriendo y repantigándose en el
sillón para oír más cómodamente.
El joven acercó las piernas al fuego de la chimenea, después tosió,
y empezó a hablar del siguiente modo:
–Me llamo John Opeshaw, y aunque siempre es molesto hablar de
genealogías y hacer historia retrospectiva, no tengo más remedio
que hacerlo, pues se trata de un caso de familia:
”Mi abuelo tuvo dos hijos: mi tío Elías y mi padre Joseph. Mi padre
tuvo en Coventry una fábrica de bicicletas, con la cual hizo bastante
dinero; más tarde inventó un neumático irrompible Opeshaw, que le
aumentó el capital no poco, y luego, vendiendo la propiedad de él,
obtuvo lo suficiente para retirarse de los negocios y gozar de una
vida tranquila.
”El tío Elías emigró a América siendo muy joven, se hizo plantador
en Florida y se enriqueció tanto como mi padre. Durante la guerra,
combatió en el ejército de Jackson a las órdenes de Hood, que le
nombró coronel. Al firmarse la paz dejó el servicio, volvió a sus
plantaciones, y así vivió por espacio de tres o cuatro años. El año
1870 volvió a Europa y compró una pequeña propiedad en el
condado de Sussex, no lejos de Horsham. Era un hombre muy
original, nervioso, violento y muy poco sociable.
”Ni una sola vez durante su estancia en Horsham fue a la capital,
limitándose a pasear por su jardín o por las tierras cercanas, cuando
no se encerraba en su cuarto semanas enteras. Era muy aficionado
al aguardiente, fumaba como una chimenea y no gustaba tener
amigos.
”Yo entonces tenía doce o trece años, y, sin saber cómo, me
conquisté sus simpatías. En 1878, ocho o nueve años después de su
vuelta a Inglaterra, le pidió a mi padre que me dejara ir a vivir con
él. Realmente, no tuve por qué quejarme de este deseo suyo.
”Fue muy bueno conmigo, y en los ratos en que estaba libre del
alcohol jugábamos a las damas o al ajedrez. Me dejaba dar órdenes
a los criados y discutir con los proveedores, hasta tal punto, que
antes de los dieciséis años ya sabía yo ser un perfecto amo de casa.
Me entregó las llaves de todo y me dejaba entrar y salir a mi gusto,
siempre que no le interrumpiera en sus ocupaciones. Sin embargo,
había en el piso alto una especie de buhardilla, siempre cerrada, y
en la cual a mí (como a toda la demás gente de la casa) me estaba
terminantemente prohibida la entrada. Alguna vez que, curioso
como todo muchacho, miré por el ojo de la cerradura, solo vi
maletas viejas, baúles y otros trastos rotos y polvorientos que suelen
haber en esta clase de habitaciones.
”Cierto día, en marzo del año 83, vi sobre la mesa del comedor y
delante del plato de mi tío una carta con sello extranjero. Aquello me
asombró. Mi tío no recibía casi nunca cartas ni papeles de ninguna
clase, puesto que carecía de amistades y todas sus compras y
encargos los pagaba siempre al contado. A él también le chocó, y
revolviendo entre los dedos la carta, dudó un momento antes de
abrirla.
”Es de la India –dijo– . ¿De quién diablos podrá ser?
”Y al rasgar el sobre nerviosamente, cayeron cinco pepitas de
naranja. Yo me eché a reír; pero pronto me detuve al ver el cambio
que se había operado en mi tío Elías. Sus labios se cerraron con
fuerza, sus ojos se desorbitaron con un gesto de espanto, su piel
adquirió la palidez de un cadáver, el papel se agitaba y crujía entre
las manos temblorosas.
”Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ya llegó la hora! –exclamó cuando pudo
hablar.
”–¿Qué pasa? –pregunté lleno de asombro.
”–¡La muerte! ¡La muerte!
”Y levantándose precipitadamente, salió del comedor y se encerró
en su cuarto.
”Yo quedé aterrado. Cogí el sobre y vi en el reverso, en el punto de
unión de las cuatro puntas, la K escrita con tinta roja y repetida tres
veces. Dentro no había más que las cinco pepitas de naranja. ¿Qué
misterio sería aquel? Cada vez más intrigado, salí del comedor, y en
la escalera encontré a mi tío que bajaba con una llave mohosa (sin
duda, la del desván) y una cajita de cobre parecida a un cofrecillo.
”–Pueden hacer lo que quieran –murmuró–, pero yo procuraré
destruir lo que…
”Y luego, reparando en mí, añadió en voz más alta:
”–Dile a María que encienda la chimenea de mi cuarto, y envía a
buscar a Forham, el notario de Horsham.
”Así lo hice; y cuando llegó el abogado y le llevé al cuarto de mi tío,
ya el fuego ardía alegremente en la chimenea y en el cinc se
amontonaban unas cuantas cenizas, sin duda, de papeles quemados
recientemente, y un poco más lejos estaba abierto y vacío el
cofrecillo. Al fijarme en él, noté algo que a primera vista me había
pasado inadvertido. Sobre la tapa había grabadas tres Kaes iguales a
las del sobre.
”–Deseo, John –me dijo mi tío–, que sirvas de testigo en este acto
para mí de gran importancia. Voy a dictar mi testamento. Lego todos
mis bienes a tu padre, de quien indudablemente serás el único
heredero. Si puedes gozar de esta fortuna, tanto mejor, si no, yo te
aconsejaría que se la otorgaras a tu peor enemigo. Por ahora, no
puedo ser más explícito.
”Dicto la redacción del documento, puse mi firma al lado de la suya
y el notario se llevó el testamento.
”Ya comprenderán en qué estado de ánimo quedaría yo después de
estos hechos. Di mil vueltas al asunto, hice mil conjeturas, deshice
no pocas suposiciones, sin dar con la clave del enigma.
”Luego, y poco a poco, me fui tranquilizando conforme iba viendo
que no sucedía nada de particular. Sin embargo, mi tío dejó de ser el
mismo. Bebía como nunca, y, como nunca, se hizo intratable.
”Pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su cuarto, y de vez
en cuando salía al jardín con un revólver en la mano y gritando
como un loco palabras inconexas. Luego, al quedarse tranquilo,
cerraba todas las puertas, corría los cerrojos y sus ojos miraban en
torno de él con un terror inmenso de bestia acosada.
”Por último, señor Holmes, y omitiendo algunos detalles
insignificantes por no abusar de su paciencia, una noche salió de
casa, y esta salida le fue fatal. Por la mañana le encontramos en el
jardín con la cabeza dentro de un depósito de agua corrompida.
”Como su cuerpo no tenía la menor señal de violencia, el depósito
apenas medía dos pies de profundidad y, además eran conocidísimas
las excéntricas costumbres de mi tío, atribuyeron la desgracia a un
suicidio. Pero yo, que sabía su miedo a la muerte, no creí tal cosa;
sin embargo, prevaleció la opinión de los demás, y mi padre entró
sin más averiguaciones en posesión de la herencia”.
–Un momento –interrumpió Holmes–. Dígame las fechas precisas,
exactas, en que recibió su tío la carta y cuando apareció su cadáver.
–La carta llegó el 10 de marzo de 1883; la muerte tuvo lugar siete
semanas después, el 2 de mayo.
–Gracias. Continúe.
–El primer acto de mi padre, ya en posesión de la herencia, fue un
minucioso registro de la buhardilla misteriosa. Allí encontramos el
cofrecillo, y en el interior un papel donde estaba escrito lo siguiente.
K K K.
Cartas. Diario. Recibos. Lista
“No hallamos en los baúles ni en las maletas ni en ninguno de los
infinitos cachivaches del desván ningún otro indicio. El papel del
cofrecillo se refería indudablemente a los que guardaba y fueron
quemados por mi tío la noche del 10 marzo.
”Mi padre se estableció en Horsham en enero de 1884, y durante
un año no pasó nada digno de mención. El 4 de enero de 1885,
cuando me disponía a sentarme a la mesa, entró mi padre, convulso,
pálido, con un papel en la mano y en la otra cinco pepitas de
naranja. A pesar de que siempre se había burlado de lo que llamaba
mi historia de fantasmas, me tendió el sobre, diciéndome con voz
ronca:
”–¿Qué demonios quiere decir esto, John?
”Yo me estremecí.
”–¡Las tres kaes!
”–Sí; pero aquí hay un papel.
”Me acerqué y leí por encima de un hombro:
Colocar los papeles bajo el reloj del sol.
”–¿Qué papeles serán esos? –preguntó mi padre.
”–Seguramente los que quemó el tío Elías.
”–¡Bah! –continuó, ya más dueño de sí–. Estamos en un país
civilizado y no creo que debamos preocuparnos de tonterías.
”–Sin embargo, yo daría parte…
”–No; ¿para qué? No quiero que se burlen de mí.
”–Bueno; entonces lo haré yo.
”–De ningún modo. Te prohíbo que digas una sola palabra.
”Mi padre era muy testarudo, y yo ya sabía que era perder el
tiempo intentar convencerlo de algo. Callé, pues, y desde aquel día
los más tristes presentimientos hicieron nido en mi alma.
”Tres días después de la recepción de la carta mi padre fue a visitar
a un amigo suyo: el comandante Freebody, de Pordhow Hill. Pasaron
dos días, y en la tarde del segundo recibí un telegrama del
comandante rogándome que fuera a verle en seguida.
”Mi padre había caído en una de las muchas hendiduras que tiene
el terreno en esa parte y se lo encontró con el cráneo destrozado.
”Según parece, mi padre salió de Pordhow anochecido, e ignorando
las canteras que había en el camino, cayó en una de ellas, lo cual,
según el juez, no tenía nada de particular. Yo mismo, después de
examinar cuidadosamente las circunstancias en que ocurrió esa
muerte, no pude menos de reconocer que había sido una desgracia
puramente casual; y el cadáver conservaba todas sus alhajas y
dinero. Sin embargo, a pesar de esa convicción, no podía reprimir
una cierta inquietud, y en ciertos momentos surgía en mi alma la
seguridad de que mi padre murió asesinado.
”Como yo era el heredero único y forzoso de mi padre, entré en
posesión de la fortuna, seguro de que nada ni nadie podría
contrarrestar la acción misteriosa de los asesinos de mi tío y de mi
padre.
”Transcurrieron dos años y ocho meses. Durante ese tiempo he
vivido feliz y tranquilo en Horsham, y ya estaba seguro de que la
maldición, el castigo o lo que fuera de mi familia, se había detenido
en la generación anterior, cuando de pronto, ayer por la mañana, he
recibido la carta fatal”.
El joven sacó de uno de sus bolsillos del chaleco un sobre todo
arrugado, y, abriéndolo, dejó caer en la mesa cinco pepitas secas de
naranja.
–Aquí tiene el sobre –continuó–; el sello es de Londres, distrito
Este; y aquí tiene la carta, redactada de igual modo que la de mi
padre:
K K K Colocad los papeles bajo el reloj del sol.
–¿Y qué ha hecho? –interrumpió Holmes.
–Nada.
–¿Nada?
–Realmente –prosiguió Opeshaw, hundiendo la cara entre las
manos finas y pálidas–, realmente, no sé qué hacer. Estoy
desesperado como un conejo fascinado por una serpiente. Me siento
entre las redes de la fatalidad, y me dejo arrastrar, sin fuerzas, sin
actos voluntarios.
–¡Eso no! –exclamó enérgicamente Sherlock Holmes–. Hay que
obrar, y obrar con serenidad, si no, está usted perdido.
–Ya di parte a la policía…
–¿Y qué?
–Nada. Oyeron sonriendo la historia, creyendo, sin duda, que todas
estas cartas no son más que bromas de mal gusto, y que la muerte
de mi padre y la de mi tío no han sido sino desgracias inevitables.
Holmes cerró los puños con rabia.
–¡Siempre lo mismo! ¡Estúpidos!
–No obstante, me han dado un agente para que me guarde mi
casa.
–¡Ah! ¿Y ha venido con usted ese agente esta noche?
–No; porque le han ordenado que no se moviera de casa.
Holmes hizo un gesto despreciativo.
–¡Torpes!... ¿Y por qué ha tardado tanto en venir a consultarme?
–Yo no le conocía. Contándole hoy al comandante Pendergast lo
que me pasaba, me alabó de tal modo su talento y sus triunfos en
asuntos de esta clase, que decidí seguir sus consejos y venir a verle
inmediatamente.
–Sí; pero han pasado dos días desde que recibió usted la carta. En
fin, veremos. ¿No tiene ningún otro detalle, ningún otro indicio que
pueda ayudarnos a romper el misterio?
–Me parece que sí –contestó John Opeshaw.
Y sacando de uno de los bolsillos del gabán un papel descolorido y
rugoso, continuó:
–Este papel está, como ve, quemado por uno de sus extremos, y lo
encontré en el suelo del cuarto de mi tío la noche misma que otorgó
su testamento, después de reducir a cenizas el contenido del
cofrecillo. Se conoce que el viento lo salvó antes de que se
consumiera del todo. Sin embargo, a no ser que se mencionan aquí
las cinco pepitas de naranja, no creo que tenga nada de particular.
–¿Y la letra es de su tío?
–Sí.
–¿Está seguro?
–Segurísimo.
Holmes se inclinó, con el papel en la mano, bajo la luz de la
lámpara.
Yo hice lo mismo.
Era una hoja cuyos bordes dentados probaban que fue arrancada
de un libro. Decía lo siguiente:
Marzo de 1869.
Día 4. Ha llegado Hudson. Todo está igual.
Día 7. Enviadas las pepitas a MacCaulay en Pasamore y a John Swain
en San Agustín.
Día 9. Ha desaparecido MacCaulay.
Día 10. Ha desaparecido John Swain.
Día 12. Visita a Pasamore. Todo va bien.
–Muchas gracias –dijo Holmes después de leer el papel, y
devolviéndoselo al joven–. Ahora es preciso que vuelva a su casa y
en seguida empiece a trabajar.
–¿Qué tengo que hacer?
–Una cosa muy sencilla. Va a meter esta hoja es ese cofrecillo de
que me ha hablado, acompañada de cuatro líneas diciendo que su
tío quemó todos los papeles antes de morir, salvo ese que usted
ofrece. En seguida pone el cofrecillo debajo del reloj de sol. ¿Me ha
comprendido?
–Perfectamente.
–Por ahora no hay que pensar en la venganza ni en cosa parecida.
Lo primero es apartar el peligro que le amenaza a usted. Luego ya
descubriremos el misterio y castigaremos a los culpables.
John Opeshaw se levantó, y mientras se ponía el abrigo, dijo:
–Le estoy agradecidísimo. Me ha devuelto la vida. Voy a seguir
inmediatamente sus consejos.
– Sí, sí. Hágalo en seguida, porque realmente corre el riesgo de
morir asesinado. ¿Cómo piensa volver a su casa?
–En el tren que sale a las diez de Waterloo.
–Bien. Aún no son las nueve. Las calles están muy frecuentadas a
estas horas, y, por lo tanto, me parece que está en seguridad. De
todos modos, tenga muchísimo cuidado.
–Llevo armas.
–Muy bien. Yo voy a consagrarme al estudio de su enigma.
–¿Entonces nos veremos en Horsham?
–No; el secreto está en Londres.
–Bueno. Yo vendré mañana o pasado a saber lo que hay. Señores…
Y estrechándonos las manos, salió. Afuera el viento silbaba y la
lluvia azotaba los cristales. A mí la extraña aventura me parecía
como esos montones de algas que el mar arroja a la playa las
noches de tempestad, y que luego vuelve a recoger y a tragarse,
quedando limpia la arena nuevamente.
Sherlock Holmes encendió la pipa, se tumbó en un sillón y dio en
perseguir con la mirada las volutas azuladas que nacían en la pipa y
se rompían en el techo.
–Creo, amigo Watson –dijo después de un rato de silencio–, que
estamos en presencia de uno de los sucesos más extraños de mi
carrera.
–Excepto la marca de los cuatro.
–Tal vez. Pero yo sé decirle que este John Opeshaw corre mucho
más peligro que aquellos Sholtos.
–¿Y por qué ese peligro? –pregunté–. ¿Quiénes son esos Kaes y
por qué se encarnizan con esta pobre familia?
Sherlock Holmes cerró los ojos y empezó hablar con aquel tono que
a veces era doctoral y enfático:
–De igual modo que Cuvier reconstruía con un solo hueso el
esqueleto de todo un animal, el observador debe, con un solo hecho,
con un resultado cualquiera, reconstruir los hechos anteriores,
extraer las causas de los efectos. Para ello es preciso que el
observador, el lógico ideal, digámoslo así, no desperdicie ni un solo
detalle, por nimio que parezca a flor de mirada, y sepa aprovecharlo.
Esto, que parece tan sencillo, implica, según le demostraré, una
verdadera ciencia, ciencia profunda y seria, extraña en esta época
en que todo el mundo cree ser sabio y que tiene la cultura de los
diccionarios enciclopédicos. Y, sin embargo, nada más fácil que
adquirir ciertos conocimientos y profundizar en las materias que
comprenden la profesión de cada uno. Si no recuerdo mal, me
parece que en cierta ocasión hizo usted una a modo de lista de mis
conocimientos, ¿verdad?
Yo me eché a reír.
–Efectivamente. Recuerdo que era un documento bastante original.
Según mis observaciones, no sabía usted una palabra de filosofía, ni
de astronomía, ni de política; de botánica, muy poco; de geología,
algo más, sobre todo, en el análisis de barros. También recuerdo que
lo califique de excéntrico en química; desigual en anatomía, pero
muy fuerte en literatura folletinesca y judicial. Además, mencionaba
sus gustos, tales como el violín, el boxeo, la esgrima y el tabaco.
Holmes sonrió con su sonrisa enigmática.
–Veo que estuvo usted un tanto severo. No importa. No todo puede
conservarse en el cerebro; para eso están las bibliotecas. Por
ejemplo, va a ver cómo nos sirve la nuestra. ¿Quiere darme la letra
K del Diccionario Americano? Ese… No, ese no; ese, el que está
encima. ¡Ese! Gracias. Bueno; ahora razonemos y deduzcamos un
poco. Lo primero que debemos imaginar es que el coronel Opeshaw
tuvo alguna razón para salir de América, donde tan bien le iba, y
volver a Europa. A su edad no gusta cambiar de sitio, y mucho
menos para venir de aquella tierra admirable y fecunda a encerrarse
en un villorrio inglés. Por otra parte, aquel amor suyo a la soledad y
al retraimiento demuestra cierto temor de algo o de alguien, temor
que quizá era la causa de su marcha desde América. En cuanto al
objetivo o causa de ese temor, es indudable que está íntimamente
relacionado con la carta que recibió el coronel y las que luego
recibieron sus herederos. ¿Os habéis fijado en la procedencia de
esas cartas?
–Sí; la primera trajo el sello de Pondichery, la segunda de Dundee y
la tercera de Londres.
–Eso es. ¿Y qué deduce usted de esa diferencia de lugares?
–Pues muy sencillo. Pondichery, Dundee y Londres son puertos;
luego la persona que escribió las tres cartas iba embarcada.
–Perfectamente. Ya empezamos a desenredar la madeja.
Continuemos. Respecto a la carta de Pondichery, hubo un intervalo
de siete semanas entre la amenaza y su cumplimiento; respecto a la
de Dundee no transcurrieron más que tres o cuatro días.
¿Qué deduce de ello?
–No sé…
–Indudablemente, el autor o los autores de las cartas viajaban en
un barco a velas, y se conoce que enviaban sus extrañas sentencias
de muerte antes de ponerse en marcha para el mismo punto. Fíjese
en el poco tiempo que medió entre la llegada de la segunda carta y
el asesinato. En cambio, si hubiera venido de Pondichery en un
vapor, hubiera llegado al mismo tiempo y no siete semanas después.
¿Qué le prueba esto? Que la carta vino en un vapor y los autores de
ella en un barco de vela.
–Es posible.
–A mí me parece probable. Ahora comprenderá por qué le he
recomendado tanto al joven Opeshaw que no se descuide lo más
mínimo. El tiempo que ha tardado la fatalidad en caer sobre los
otros dos sentenciados estuvo en relación directa con la distancia
que existía entre las oficinas remitente y destinataria. Y ya recordará
que la última carta lleva el matasellos de Londres…
–Pero, ¡Dios mío! –exclamé–, ¿qué motivo habrá para esta
persecución tan cruel?
Holmes se encogió de hombros.
–Con un poco de lógica se explica todo. Innegablemente, los
documentos que poseía Opeshaw tenían una gran importancia para
la persona o personas que viajaban en el velero. Los asesinos, pues,
indudablemente, deben ser varios; son hombres resueltos a todo
con tal de conquistar aquellos papeles que guardaba el viejo Elías.
Además, el misterioso “K K K” no representa las iniciales de un
individuo, sino de varios, de una asociación perfectamente
organizada.
–¿Qué asociación?
–¿No ha oído hablar nunca del Ku Klux Klan? –dijo Holmes, bajando
la voz.
–Nunca.
Holmes abrió el Diccionario Americano y leyó:
Ku Klux Klan. Este es el nombre de una terrible sociedad secreta, la
cual lo adoptó como onomatopeya del ruido que hace una carabina
al armarse. Se constituyó en América, después de la guerra civil, por
algunos confederados, y tuvo importantes ramificaciones en
Luisiana, Carolina, Georgia y Florida.
Era una gran fuerza, ejercía omnímodo poder sobre los electores
negros, y anulaba bien por medio de la muerte o de la simple
expatriación, a cuantas personas intentaban oponerse a us deseos.
Antes de herir, los miembros de esta sociedad enviaban un especie
de mensaje a la víctima; unas veces bajo la forma de un tallo verde,
o de una hoja de roble, o de cinco pepitas de alguna fruta. Al recibir
este aviso, el condenado debía cambiar por completo su vida y hacer
todo lo contrario que había hecho hasta entonces. Si no hacía caso,
la muerte era inevitable, una muerte extraña, imprevista. Estaba de
tal modo organizada esta sociedad, que aún no se ha dado el caso
de que nadie la desafiara impunemente ni de que se descubrieran
los autores de algún castigo. En 1869 se disolvió por completo, y
desde entonces no han faltado aisladas tentativas de reorganización.
–Observe, amigo Watson –continuó Holmes, dejando de leer–, que
la súbita disolución de esta sociedad coincide con la vuelta de
Opeshaw a Europa. Tal vez esta desaparición suya fue la causa y el
efecto de lo otro. Como el viejo Opeshaw trajo consigo algunos
documentos que quizá comprometieran a algunos de los miembros
de la disuelta sociedad, se explica esta persecución encarnizada, sin
duda, para recobrar los papeles. Recuerde el papel que nos ha
enseñado John Opeshaw, y que dice sobre poco más o menos:
“Enviadas las pepitas a A., B y C”. Es decir: “Se avisa a A., B. y C.”.
Luego: “A. y B. han desaparecido”. En cuanto a C., indudablemente
tuvo un fin trágico. Ya comprenderá, amigo Watson, que lo que le he
aconsejado a Opeshaw es su única salvación. Pero, en fin,
dejémonos por hoy de cábalas y deducciones. Mañana será otro día.
Déme el violín y procuremos que sus melodías nos hagan olvidar
este tiempo tan triste y estas infamias humanas, más tristes aún.
***
A la mañana siguiente abonanzó el tiempo, y un sol pálido sonreía
entre las nubes y vertía temblores de oro en los tejados y en los
charcos de la gran ciudad.
Cuando bajé al comedor ya estaba Holmes sentado a la mesa y
había concluido su desayuno.
–Dispénseme que no le haya esperado –me dijo–; pero parece que
me va a faltar tiempo para ese maldito asunto de Opeshaw.
–¿Qué piensa hacer?
–No sé; depende de cómo se presenten las cosas. Tal vez tenga
que ir a Horsham.
–¿Va a ir directamente?
–No; pasaré antes por la City. Llame para que le traigan su
desayuno.
Mientras aguardaba, reparé en algunos periódicos que había
encima de una silla. Cogí uno de ellos, lo hojée distraídamente, pero
de pronto vi una cosa que me hizo lanzar una exclamación de horror.
–¿Qué pasa? –preguntó Holmes.
–Que ya es tarde.
–¿Cómo?
Y aunque procuraba disimular, noté en él una gran inquietud.
–Oiga usted.
Y febril, aterrado, leí lo siguiente:
DRAMA EN EL PUENTE DE WATERLOO
La noche última, entre nueve y diez, el policeman Cook, de
vigilancia en el puente de Waterloo, oyó un grito de socorro, seguido
del ruido de un cuerpo al caer al agua. Lo oscuro de la noche, la
crudeza de la tempestad, impidieron que se pudiera salvar
inmediatamente a la persona que había pedido auxilio. No obstante,
como en seguida se reunieron más agentes, se extrajo el cuerpo de
un joven llamado John Opeshaw, a juzgar por un sobre encontrado
en un bolsillo de la americana.
Se cree que, yendo apresuradamente para tomar el tren que sale
de la estación de Waterloo, y no conociendo bien el camino, dio un
paso en falso y cayó al agua, sin tiempo más que para dar un grito
pidiendo socorro. Este desgraciado accidente debía llamar la
atención de las autoridades respecto al estado en que se hallan los
pontones y el embarcadero.
Cuando terminé de leer, permanecimos un rato inmóviles y
silenciosos. Holmes ya no disimulaba; parecía muy contrariado.
–¡Vaya un fracaso, amigo Watson! –dijo al fin con voz ronca y
amarga–. Ya no es solo un sentimiento de pena lo que me
conmueve; es de orgullo profesional también. Si Dios quiere, yo
vengaré a ese desgraciado joven, a quien yo mismo envíe a la
muerte.
Y levantándose del sillón, se puso a pasear nerviosamente.
Sus pálidas mejillas habían enrojecido levemente; sus manos
huesudas y largas se crispaban en el puño. De pronto se paró, y
mirándome cara a cara:
–¡Qué lista debe ser esa gente! –exclamó–. Hay que tener en
cuenta que la orilla del río no es el camino de la estación, y que,
además, hay siempre mucha gente en el puente de Waterloo. En fin,
veremos quién vence. Me voy.
–¿Adónde? ¿Va a avisar a la policía?
–No. Me basto yo solo.
Y cogiendo el sombrero salió precipitadamente.
Durante todo el día estuve ocupado en mis asuntos, y hasta bien
entrada la noche no pude ir a Baker Street. Holmes no había vuelto
aún. Serían las diez cuando llegó. Entró pálido, extenuado, y sin
darme las buenas noches fue derecho al aparador, comió
ávidamente un pedazo de pan y bebió un vaso de agua.
–Veo que tiene hambre –le dije.
–Estoy desfallecido. Desde el desayuno no había vuelto a tomar
nada.
–¿Nada absolutamente?
–Nada absolutamente. No he tenido tiempo de pensar en ello.
–Y qué, ¿ha conseguido algo?
–Sí.
–¿Ha encontrado la pista?
–Ya lo creo. Le aseguro que el joven Opeshaw será vengado y que
se cumplirá el refrán de “Quien a hierro mata…”. Tendrá gracia,
¿verdad?
–No lo entiendo.
Holmes cogió una naranja y le extrajo las pepitas. Luego separó
cinco, las cerró en un papel, y escribió: “S.H., para J.C.”.
Después guardó todo en el sobre y puso la siguiente dirección:
Para el capitán JAMES CALHOUM
A bordo del Lone Star
Savannah (Georgia).
–Esta carta –continuó, riendo– le será entregada en cuanto llegue a
puerto, y será para él, como para Opeshaw, heraldo de su muerte.
–¿Y quién es ese capitán Calhoum?
–El jefe de la banda. A los otros también les llegará su hora.
–¿Y cómo lo ha descubierto?
Holmes sacó del bolsillo un gran papel lleno de fechas y de
nombres.
–Me he pasado el día –dijo– consultando los registros del Lloyd y
he seguido paso a paso la marcha de todos los barcos que hicieron
escala en Pondichery en enero y febrero del año 83. Treinta y siete
barcos son los inscritos en los registros de esa ciudad durante
aquellos dos meses. Uno de ellos, el Lone Star, me llamó enseguida
la atención, porque su nombre es el de uno de los Estados Unidos
de América.
–El de Texas, ¿no?
–No sé; pero ese nombre me suena a americano.
–Ha acertado. Siga.
–Luego miré en los registros de Dundee, y cuando vi que el Lone
Star estaba inscrito en aquel puerto en enero del 85, la suposición se
hizo certidumbre. Por último, consulté la lista de los barcos anclados
actualmente en Londres.
–¿Y qué?
–Que el Lone Star ha llegado la semana última. Corrí enseguida al
muelle Alberto, y allí supe que el Lone Star había salido aquella
misma mañana con rumbo a Savannah. Telegrafié a Gravesend, y
me han contestado que ya pasó por allí. Hay viento este, y el Lone
Star debe haber pasado ya las Goodwins y estar a la vista de la isla
Wigth.
–¿Y qué va a hacer entonces?
–Esté tranquilo. No pienso dejarles en paz. Me consta únicamente
que el capitán y los dos segundos de a bordo son americanos; los
otros son daneses y alemanes. También me consta que los tres
bajaron al muelle la noche última. Y antes de que el Lone Star llegue
a Savannah llegará mi carta; y, además, la policía de ese puerto
sabrá por el cable que esos tres caballeros son autores de tres
crímenes por lo menos.
***
Sin embargo, “el hombre propone y Dios dispone”, y los asesinos
de John Opeshaw no recibieron las cinco pepitas de naranja, ni
supieron nunca que un hombre tan arriesgado como ellos les
perseguía. Aquel año hubo violentas tempestades en el equinoccio.
Esperamos largo tiempo noticias del Lone Star, hasta que un día
supimos que allá, en las lejanías del Atlántico, se había visto flotar
entre las olas el codaste de un navío que llevaba las iniciales L.S.
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