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Empresa y sociedad
El mayor contrato
26 de mayo de 2005
De la edición impresa de The Economist
Al transformar las cuestiones sociales en estrategia, las grandes empresas pueden
reformular el debate sobre su rol, afirma Ian Davis
EL gran debate a largo plazo sobre el rol de la empresa en la sociedad se encuentra
actualmente atrapado entre dos posiciones ideológicas opuestas y trilladas.
En un lado del debate actual se encuentran quienes afirman que (para utilizar la frase de
Milton Friedman) el “negocio del negocio es el negocio”. Esta creencia está mayormente
asentada en las economías anglosajonas. Según esta visión, las cuestiones sociales son
periféricas con respecto a los desafíos del management corporativo. El único objetivo
legítimo de la empresa es crear valor para el accionista.
En el lado opuesto están los partidarios de la “responsabilidad social de la empresa” (RSE),
un movimiento en rápido crecimiento, de carácter más bien confuso, que abarca tanto a las
empresas que afirman que ya practican la RSE como a los grupos de activistas escépticos
que afirman que las empresas deben ir más allá para mitigar sus impactos sociales. A
medida que otras regiones del mundo —partes de la Europa continental y central, por
ejemplo— avanzan hacia el modelo anglosajón de valor para el accionista, el debate entre
ambas partes ha ido adquiriendo una importancia cada vez más global.
Y es una pena. Porque ambas perspectivas ocultan de modos distintos la importancia de las
cuestiones sociales para el éxito de la empresa. Y también caricaturizan con poco espíritu
de servicio la contribución de la empresa al bienestar social. Ya va siendo hora de que los
CEO de las grandes empresas reformulen este debate y rescaten de las críticas su alto valor
intelectual y moral.
Las grandes empresas deben transformar las cuestiones sociales en estrategia, de tal manera
que ésta refleje la importancia real de su negocio. Deben articular la contribución social de
la empresa y definir su objetivo último con más sutileza de la que se desprende de la visión
mundial “el negocio del negocio es el negocio” y de manera menos defensiva que la
mayoría de los enfoques actuales en materia de RSE. Ello puede contribuir a que la relación
existente entre las grandes empresas y la sociedad en este sentido sea percibida como un
“contrato social” implícito; lo cual viene a ser adaptar Rousseau al mundo de la empresa,
podríamos decir. Este contrato comporta obligaciones, oportunidades y ventajas mutuas
para ambas partes.
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Sin embargo, para explicar la base de tal enfoque puede resultar útil determinar en primer
lugar las limitaciones de los dos polos ideológicos actuales. Comencemos por “el negocio
del negocio es el negocio”. En este caso no se trata de una cuestión básicamente jurídica.
En muchos países, como por ejemplo Alemania, la obligación legal es en todo caso para los
grupos de interés, e incluso en los Estados Unidos la primacía legal de los accionistas está
abierta a una muy amplia interpretación.
El problema con la actitud de “el negocio del negocio” es más bien que puede impedir a la
dirección ver dos importantes realidades. La primera es que las cuestiones sociales no son
tan tangenciales con respecto al negocio del negocio, sino fundamentales para el mismo.
Desde un punto de vista defensivo, las empresas que ignoran el sentimiento público se
convierten en vulnerables a un ataque. Sin embargo, las presiones sociales también pueden
funcionar como indicadores prematuros de factores centrales para la rentabilidad
corporativa, como por ejemplo la normativa y el marco de política pública en el que las
empresas deben operar, el deseo por parte de los consumidores de ciertos bienes por encima
de otros, y la motivación (y la predisposición a ser contratado en primer lugar) de los
empleados.
Las empresas que tratan las cuestiones sociales como molestas interrupciones o
simplemente como una manera injustificada de atacar al negocio están haciendo la vista
gorda con respecto a las fuerzas venideras que tienen el poder, fundamentalmente, de
alterar su futuro estratégico. Si bien es posible que el efecto de la presión social sobre
dichas fuerzas no sea inmediato, ello no constituye motivo alguno suficiente para que las
empresas demoren el estar preparadas para hacerles frente. Incluso desde una perspectiva
estricta del valor para el accionista, la mayor parte del valor de mercado de las acciones —
generalmente más del 80% en los mercados públicos de los Estados Unidos y de Europa
occidental— depende de las expectativas de flujo de tesorería de las empresas más allá de
los tres años siguientes.
Existen muchos ejemplos del impacto a largo plazo de las cuestiones sociales sobre las
empresas. Y están creciendo a un ritmo muy rápido. En el sector farmacéutico, una
tormenta de presiones sociales durante la pasada década —que eran consecuencia de
cuestiones como las percepción pública de que se cobraban unos precios excesivos por los
fármacos contra el VIH en los países en vías de desarrollo, por ejemplo— se está
traduciendo actualmente en un endurecimiento generalizado (y en ocasiones aparentemente
indiscriminado) del marco normativo. Mientras tanto, en el sector de la alimentación y la
restauración, el debate sobre el prolongado incremento de la obesidad se está traduciendo
actualmente en la exigencia de nuevos controles sobre la comercialización de los alimentos
poco saludables. En el caso de las grandes instituciones financieras, las preocupaciones
sobre los conflictos de intereses y la venta inadecuada de productos han conducido
recientemente a cambios en las prácticas centrales y en la estructura del sector. Para
algunos grandes revendedores, la resistencia del público y de los planificadores a la
creación de nuevas tiendas está limitando las oportunidades de crecimiento. Y todo ello es
no decir nada de hasta qué punto las presiones sociales y políticas han reconvertido y
redefinido la industria del tabaco, pongamos por caso, o los sectores petrolífero y minero a
lo largo de las últimas décadas.
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En todos estos casos, se han puesto en juego miles de millones de dólares de valor para el
accionista como consecuencia de cuestiones sociales que en última instancia acaban
alimentando motores fundamentales del rendimiento corporativo. En muchos casos, una
perspectiva de “el negocio del negocio es el negocio” ha impedido ver a las empresas
consecuencias (o cambios en su “contrato social” implícito) que a menudo podrían haberse
previsto.
Y tan importante como esto es que dichas consecuencias no sólo han comportado riesgos
para las empresas, sino que también han generado oportunidades de creación de valor. En el
caso del sector farmacéutico, por ejemplo, en el creciente mercado de los medicamentos
genéricos (es decir, no protegidos por una patente); en el caso de los restaurantes de comida
rápida, en el sentido de servir comidas más saludables; y en el caso de la industria
energética, en el sentido de cubrir una demanda rápidamente creciente (igual que la presión
normativa) de combustibles más limpios como el gas natural. Las presiones sociales
indican a menudo la existencia de necesidades sociales o de preferencias de consumo no
cubiertas. Las empresas pueden verse beneficiadas si las perciben y les dan respuesta antes
que sus competidores.
Juicios de valor
Paradójicamente, el lenguaje del valor para el accionista puede dificultar a las empresas la
maximización del valor para el accionista en este sentido. Practicado como un mantra
irreflexivo, puede llevar a los directivos a concentrarse excesivamente en mejorar el
rendimiento de sus empresas a corto plazo, desatendiendo así importantes oportunidades y
cuestiones a largo plazo. Este éstas se encontrarían no sólo las presiones sociales, sino
también la confianza de los consumidores, la inversión en innovación y otras posibilidades
de crecimiento.
El segundo punto que la perspectiva de “el negocio del negocio es el negocio” oculta para
muchas empresas está relacionado con el primero: la necesidad de plantearse cuestiones
relativas a su ética y a su legitimidad. Por motivos de integridad y por su propio interés
progresista, las grandes empresas deben hacer frente a dichas cuestiones, tanto de palabra
como en la práctica.
No es ni suficiente ni inteligente afirmar que es cosa de los gobiernos dictar las leyes, y que
las empresas deben simplemente limitarse a operar dentro de dichas normas. Ni tampoco
resulta suficiente, aunque a menudo resulte válido, señalar que muchas de las críticas que se
hacen a las empresas son inmerecidas, o que quienes lanzan las acusaciones también
deberían examinar sus propias prácticas y su propia responsabilidad social.
Independientemente de si las críticas son válidas o no, su efecto acumulativo puede
determinar el contexto estratégico de las empresas. Es pues imperativo que las empresas
intenten liderar estos debates, en vez de reaccionar a ellos.
Además, en algunas partes del mundo, especialmente en algunos países pobres en vías de
desarrollo, tanto la normativa legal como la prestación de servicios públicos básicos brillan
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por su ausencia, lo cual puede muy bien hacer que la perspectiva de “el negocio del negocio
es el negocio” sea poco útil como pauta para la acción corporativa. Si las empresas que
operan en tales entornos se concentran de manera demasiado estrecha en leyes locales mal
definidas o temen los amplios debates sobre su supuesto comportamiento, entonces es
probable que tengan que hacer frente a cada vez más críticas sobre sus actividades, y que
incurran por tanto en un mayor riesgo de verse implicadas en las tensiones políticas locales.
¡RSagghhh!
¿Es la RSE la respuesta? Ojalá lo fuera. Y no es para criticar las muy loables iniciativas que
en materia de RSE llevan a cabo las empresas individuales, ni para discutir la evidente
necesidad de que las empresas (igual que cualquier otra entidad social) sean responsables.
Es más bien para examinar las amplias prescripciones que los grupos y activistas
implicados en la RSE han fijado para las empresas. Por lo general, entre las mismas figuran
“el diálogo con los grupos de interés”, “los informes sociales y medioambientales” y las
políticas corporativas en cuestiones éticas. Este enfoque es demasiado limitado y
demasiado defensivo y está demasiado desconectado de la estrategia corporativa.
La postura defensiva de la RSE surge de su génesis
La postura defensiva de la RSE surge de su génesis. Su popularidad como conjunto de
tácticas entre las empresas fue impulsada en gran parte por una serie de campañas
anticorporativas que tuvieron lugar a finales de la década de 1990, y que a su vez cobraron
mayor fuerza por las protestas antiglobalización que se produjeron más o menos en la
misma época. Desde entonces las empresas se han visto arrastradas a la RSE, atraídas por
biensonantes pero vagas nociones tales como “el triple resultado” (la idea según la cual las
empresas pueden servir simultáneamente objetivos sociales y medioambientales y obtener
beneficios). Las empresas han visto en la RSE un modo de evitar las críticas de las ONG y
contra su reputación, así como de mitigar los aspectos y las consecuencias más duros del
capitalismo.
Esta actitud defensiva inicia la discusión con el pie equivocado, ciertamente, en lo que
debería afectar a los líderes empresariales. Las grandes empresas realizan unas
contribuciones enormes y de vital importancia a la sociedad moderna, contribuciones que
no son lo bastante bien expresadas, reconocidas o comprendidas. Entre éstas se encuentran
las ganancias en productividad, la innovación y la investigación, el empleo, las inversiones
a gran escala, el desarrollo y la organización del capital humano. Todo ello es, y será,
esencial para el futuro bienestar económico nacional y global. Las grandes empresas
también proporcionan un vehículo para la inversión que es probable que sea central para la
prestación de pensiones en una OCDE que está envejeciendo. En los países más pobres en
vías de desarrollo, mientras tanto, la entrada de empresas multinacionales (a través de la
inversión extranjera directa) ha aportado a menudo capital, tecnología, habilidades y otros
elementos de vital importancia para la reducción de la pobreza. No es una coincidencia que
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los países en desarrollo pongan tanto énfasis en atraer a grandes empresas y la inversión
que ello puede suponer para sus economías.
¿Una cosa llamada sociedad?
La RSE se limita a una ser una agenda para la acción corporativa, porque no logra captar la
importancia potencial de las cuestiones sociales para la estrategia corporativa. Hay que
reconocer que las empresas que emprenden con las ONG un “diálogo con los grupos de
interés” serán más conscientes de antemano de las cuestiones potenciales. Sin embargo,
recabar la opinión de las ONG es sólo una parte de lo que hay que hacer para comprender el
alcance de las presiones sociales que en última instancia pueden afectar a motores clave de
la empresa, tales como la normativa, las pautas de consumo y demás.
Uno de los siguientes pasos obvios que las empresas deben dar, una vez han comprendido
la posible evolución de estas amplias presiones sociales, es planificar las opciones a largo
plazo y las respuestas a las mismas. Sin embargo, las típicas iniciativas en materia de RSE
—una nueva política ética por aquí, por ejemplo, o un brillante informe sobre sostenibilidad
por allí— resultan a menudo tangenciales en este sentido. Es perfectamente posible que una
empresa pueda seguir muchas de las prescripciones de la RSE y que siga sin embargo
sufriendo muy de cerca los cambios sísmicos de su entorno empresarial impulsado
socialmente.
Uno de los problemas en este sentido es que muchas empresas han elegido basar sus
funciones de RSE demasiado estrechamente dentro de sus departamentos de atención al
público o corporativos. Si bien es cierto que ejercen un rol táctico importante, a menudo
dichos departamentos están pensados para rebatir las críticas, y tienden a operar a cierta
distancia de los niveles de toma de decisiones dentro de la empresa.
En las limitaciones tanto de la RSE como del razonamiento “el negocio del negocio es el
negocio” se encuentra el perfil de un nuevo enfoque para la empresa (tan importante para
las empresas chinas, indias o alemanas como para las empresas norteamericanas y
británicas), del cual destacan tres aspectos principales:
El primero es una prescripción muy simple. Las empresas deben introducir procesos
explícitos para asegurarse de que las cuestiones sociales y las fuerzas sociales emergentes
se discuten al más alto nivel como parte de la planificación estratégica general. Ello
significa que los directivos ejecutivos deben educar e implicar a sus consejos de
administración. Y significa, también, que deben desarrollar amplias métricas o resúmenes
que describan de manera útil las cuestiones importantes, esencialmente del mismo modo en
el que la mayoría de empresas analizan las tendencias de los clientes en la actualidad. El
riesgo de que los grupos de interés
—incluyendo a los gobiernos, los grupos de
consumidores, los abogados y los medios de comunicación— se movilicen alrededor de
cuestiones concretas puede estimarse a grandes rasgos basándose en las agendas y los
intereses conocidos de dichos grupos. Así, por ejemplo, que el debate sobre la obesidad iba
a repercutir a no muy largo plazo sobre las empresas alimenticias era parcialmente
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predecible a partir de la creciente inversión de los gobiernos en problemas de salud
relacionados con la obesidad, del inevitable interés de los medios por dicha cuestión, y del
interés de algunos abogados por encontrar nuevos objetivos corporativos con los que litigar.
Sin embargo, cuando el sector se implicó en la cuestión lo hizo a la defensiva, luchando
para ponerse a nivel del debate público. En el futuro, las empresas deben hacer mucho más
para comprender dichas cuestiones y anticiparse a las mismas.
Ser grande no es tan fácil
Tanto el segundo como el tercer aspecto están relacionados con la idea de que existe un
contrato implícito entre las grandes empresas y la sociedad, o en realidad entre el conjunto
de los sectores económicos y la sociedad —el contrato que constituye el sujeto del presente
artículo. Los detractores han conseguido a menudo dar la imagen de que dicho contrato es
una ganga en un único sentido que beneficia a las empresas a costa de la sociedad. Sin
embargo, la realidad es mucho más compleja. Las actividades que las empresas llevan a
cabo han comportado claramente beneficios sociales, y también costes. De modo similar,
sin embargo, en un contrato hay dos partes, y las empresas deben reconocer que a cambio
de la capacidad de funcionar están sujetas a normas y restricciones. En ocasiones el
contrato puede ser objeto de una tensión evidente. La reciente reacción en contra de las
grandes empresas que se ha producido en los Estados Unidos puede interpretarse en el
sentido que la sociedad está buscando modificar los términos del contrato, basándose en la
percepción popular de que las empresas han abusado de su rol. De modo similar, en
Alemania las empresas están luchando actualmente para defenderse de las acusaciones en el
sentido que su contrato con la sociedad está fundamentalmente desequilibrado.
El segundo aspecto requiere que las empresas no sólo comprendan sus “contratos”
individuales, sino, también, que los gestionen activamente. Para ello pueden elegir entre
una variedad de tácticas potenciales tales como: proporcionar una información más
transparente; realizar cambios en materia de I+D o reorganizar los activos para captar las
oportunidades esperadas de futuro o para suprimir las responsabilidades percibidas;
introducir cambios en el enfoque normativo; y, a nivel del sector, desarrollar y desplegar
estándares voluntarios de comportamiento.
Algunas empresas y sectores ya están experimentando con tales enfoques; prueba de ello es
el reciente anuncio de General Electric de duplicar su inversión en investigación en materia
de tecnologías respetuosas con el medio ambiente. Sin embargo, hay margen para realizar
muchas más actividades en este sentido, a condición de que se alineen con los objetivos
estratégicos corporativos. Reorganizar la conducta a nivel de todo el sector y de manera
cada vez más global puede ser especialmente importante, ya que las fechorías percibidas de
una empresa pueden afectar al conjunto del sector en el que ésta opera.
Un punto importante es que todas las empresas darán respuestas tácticas bastante distintas
dependiendo de las circunstancias, de manera que no siempre resultarán apropiadas las
soluciones estándar o simplemente biensonantes. La transparencia es un buen ejemplo de
ello. Es fácil, pero erróneo, afirmar que nunca puede haber bastante transparencia. Lo que
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podría ser bueno para una empresa farmacéutica que intenta recuperar la confianza de sus
clientes podría resultar perjudicial para un administrador de fondos de protección. Y,
naturalmente, un código de conducta voluntario tendría una lectura muy distinta según se
tratara de un revendedor o de una empresa minera de extracción de cobre.
Ello me lleva al tercer aspecto del nuevo enfoque para los líderes empresariales. Éstos
deben conformar los debates sobre las cuestiones sociales de manera mucho más
consciente, lo cual significa que deben establecer estándares de integridad y de
transparencia cada vez más altos dentro de sus propias empresas. Y significa también que
deben implicarse de manera mucho más activa en los debates externos y en los medios de
comunicación sobre las cuestiones sociales que conforman su contexto empresarial.
Un punto de partida puede ser que los CEO expresen públicamente el objetivo de la
empresa en términos menos áridos que el valor para el accionista. El valor para el
accionista debería seguir viéndose como la medida crítica del éxito empresarial. Sin
embargo, puede resultar más exacto, más motivador —y ciertamente más beneficioso para
el valor para el accionista a largo plazo— describir el objetivo último de la empresa como
la provisión eficiente de bienes y servicios que la sociedad desea.
Éste es un objetivo enormemente valioso, incluso noble. Es la base fundamental del
contrato entre las empresas y la sociedad, y constituye el fundamento de las interacciones
reales de la mayoría de la gente con las empresas. Los CEO podrían señalar que los
beneficios no deberían considerarse un fin en sí mismos, sino más bien una señal de la
sociedad en el sentido que su empresa está teniendo éxito en su misión de proveer algo que
la gente desea —y que está haciéndolo de tal manera que utiliza los recursos de manera
eficiente con respecto a otros posibles usos. Desde esta perspectiva, la creación de valor
para el accionista o de beneficios son la medida, y la recompensa, del éxito en la provisión
a la sociedad del objetivo empresarial más fundamental. Las medidas y las recompensas
reflejan los valores predominantes de la sociedad correspondiente.
Al dejar de concentrarse de manera lingüísticamente rígida en el valor para el accionista,
las grandes empresas también pueden dejar claro ante el gran público que comprenden los
elementos de compensación que son inherentes a su contrato social. El debate entre la
empresa y la sociedad es esencialmente un debate sobre la gestión de dichos elementos de
compensación y sobre el acuerdo acerca de los mismos.
Cuestiones discutibles
¿Qué puede significar esto en concreto? Actualmente no faltan precisamente grandes
cuestiones sociales que afectan directamente a muchas grandes empresas y que requieren
un nuevo debate. Entre éstas figuran las siguientes: garantizar que la ayuda y los regímenes
de comercio promueven con éxito el desarrollo en África y en otras regiones pobres (el
despegue económico de dichas regiones representaría un beneficio potencial de primer
orden para los mercados globales, y también para la seguridad internacional); promover un
enfoque más sofisticado y sensible tanto desde las empresas como desde los gobiernos para
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equilibrar los riesgos y las compensaciones sociales de las nuevas tecnologías; liderar el
diálogo sobre los retos de la atención sanitaria y de las pensiones en muchos países
desarrollados; y apoyar los esfuerzos para resolver los conflictos regionales.
Obviamente, la cuestión relevante debe hacerse corresponder con la empresa concreta.
Algunas empresas y organizaciones empresariales han adoptado una actitud pública muy
firme con respecto a éstas y otras cuestiones similares. Sin embargo, por lo general el
activismo corporativo organizado de alto nivel es más notable por su ausencia.
Los líderes empresariales no deberían tener miedo a abogar en mayor grado por el contrato
entre la empresa y la sociedad. La receptividad pública con respecto al liderazgo
empresarial activo en cuestiones como éstas puede ser mucho mejor de lo que algunos
podrían inclinarse a pensar. A pesar de la pobre imagen y de la mala prensa de las grandes
empresas en los últimos tiempos, las encuestas sugieren que la gente conserva una creencia
en la capacidad de las empresas para proporcionar una contribución positiva a la sociedad.
Hace más de dos siglos, el contrato social de Rousseau contribuyó a sembrar entre los
líderes políticos la idea de que éstos deben servir al bien público, para que su propia
legitimidad no se vea amenazada. Los CEO de las grandes corporaciones actuales deberían
aprovechar la oportunidad para replantear y reforzar sus propios contratos sociales con el
fin de ayudar a garantizar, a largo plazo, los miles de millones invertidos de sus accionistas.
Ian Davis es director ejecutivo mundial de McKinsey & Company
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