1 ASPECTOS ECONÓMICOS Y DE LA VIDA COTIDIANA EN LOS TIEMPOS DE MAYO Alberto José Figueras Sub-Director del Instituto de Economía Facultad de Ciencias Económicas (UNC y CEA-CONICET) Es interesante, además de instructivo, tomarnos un tiempo para revisar algunos atrayentes aspectos de la vida cotidiana en la época de Mayo. Así nos proponemos ver el régimen tributario en el primer acápite, las oportunidades de trabajo en el segundo, la cocina en los tiempos de la emancipación en el siguiente, y luego el aspecto urbano que presentaba el centro de los acontecimientos, la ciudad de Buenos Aires. I. EL RÉGIMEN TRIBUTARIO Como en todas las épocas y en todos los lugares, los ingresos tributarios del Virreinato del Río de la Plata, que solamente contaba treinta años, se movían al ritmo de la situación económica (y ésta era influenciada por, e incidía sobre, la situación política). Comencemos por decir que la Real Ordenanza de Intendencias(i) de 1782/1783 aumentó la ejecutividad de las ocho gobernaciones intendencias del Virreinato, tornando más ágil el cobro de impuestos. Por supuesto que no existía ninguna transferencia interjurisdiccional de fondos tributarios, y cada área o jurisdicción (en realidad cada “cabildo”) se las arreglaba como podía, autónomamente, con lo que conseguía recaudar (y aproximadamente así continuaría hasta 1935, cuando se promulgan las primeras leyes de coparticipación). Los principales gravámenes vigentes a principios del siglo XIX eran el almojarifazgo y la alcabala. Sus nombres ya nos remiten al comercio, dada su evidente raíz árabe (una etnia tradicionalmente muy conectada al comercio, desde tiempos remotos). El primero era análogo a nuestros impuestos al comercio exterior (al igual que los llamados derechos de círculo, o derechos de “circulación”), y sus tasas giraban entre el 2 y 15% del valor de aforo. Por su parte, la alcabala gravaba las ventas (era pues algo así como un tributo a los ingresos brutos). También se cobraba el diezmo que alcanzaba a la producción agropecuaria, con tasa del 10%. Contrariamente a lo que muchos pueden creer, en ese momento, no era cobrado por la Iglesia sino por la Corona, y tenía afectación específica: debía destinarse a sostener hospitales, asilos e iglesias. Salvando las distancias, era un gravamen para fines de beneficencia, o si se quiere de “seguridad social”, como se le llama hoy. Luego, estaba el décimo real, por ser del 10% (antes llamado el quinto real, pues otrora alcanzaba el 20%) que tributaba la explotación minera. Tuvo su peso en el Alto Perú, que formaba parte del Virreinato, pero como el actual territorio argentino no contaba con yacimientos de envergadura, en nuestra actual área nacional no tuvo gran relevancia. No debe olvidarse el derecho de sellos, con idéntico alcance que los actuales; y dos clases de contribuciones o impuestos sobre el salario, que no alcanzaban a los privados sino sólo a funcionarios y sacerdotes (casi como hoy, dicho con triste ironía, ya que si bien el impuesto a las ganancias de cuarta categoría grava a los empleados públicos como a los privados…, éstos suelen evadirlo con frecuencia, en todo o en parte). Estos últimos, los sacerdotes, debían pagar la mesada eclesiástica (una doceava parte de su ingreso anual); y la “annata” y “media annata” que gravaban la totalidad y la mitad, respectivamente, de las 2 primeras retribuciones recibidas por los funcionarios al asumir el cargo. Resultaban entonces impuestos similares a nuestras ganancias de cuarta categoría. A su vez, si tomamos la primera década a partir del pronunciamiento de Mayo, puede decirse que el 75% de lo recaudado provenía de la Aduana, y el resto por cobro de papel sellado y patentes. Las patentes eran anuales y abarcaban distintos aspectos, desde expendio de bebidas hasta la patente por tenencia de un perro, pero en general el tributo recaía sobre negocios y establecimientos “industriales”. Los más gravados eran los saladeros y las graserías. En 1812, se creó un juego de lotería como fuente de recursos permanente del erario público(ii). Recién el 19 de diciembre de 1821, en tiempos del gobierno de Juan Gregorio de Las Heras, se aprueba en la Ciudad de Buenos Aires la contribución directa, que era un impuesto al patrimonio de los ciudadanos (quienes realizaban una declaración jurada del mismo). Los solteros cuyo capital no excediera de mil pesos, y los casados que no excedieran de dos mil pesos estaban exentos. II. EL MERCADO LABORAL En cuanto al trabajo, en aquellas ciudades hidalgas de Indias, como las llamara J. L. Romero, el repertorio de posibilidades era más bien estrecho. Los hijos de la clase dirigente (y algunos más, protegidos de ésta) podían llegar a ser sacerdotes, abogados, militares o funcionarios de la administración colonial. Aunque, tal vez, el destino más probable era seguir siendo comerciantes o hacendados…, como sus padres. Incluso algunos pocos “protegidos” podían ir más allá de las posibilidades de recursos de sus modestos hogares. Este fue el caso de los Moreno, especialmente de Mariano (que abrió el camino para su hermano Manuel), quien llegó a graduarse en la muy prestigiosa Universidad de Chuquisaca merced a la desinteresada protección primero de Fray Cayetano Rodriguez (en Buenos Aires), y luego en el Alto Perú del canónigo Matías Terrazas (secretario del arzobispo), en cuya casa viviera en Charcas. Este tipo de experiencia, solía contarnos nuestro recordado profesor de la Facultad de Ciencias Económicas de la UNC, Don Raúl Arturo Ríos, fue vivida, antes y después de Moreno, por otros jóvenes, pero siempre eran grupos minoritarios; y lo común era continuar por tradición y necesidad la actividad de los padres, o bien en un ramo muy cercano. Sin embargo, pese a esa inercia nos dice Sáenz Quesada “las historias de vida de este período revelan que era factible el rápido ascenso social”; y cita el caso del santanderino Jerónimo de Matorras, quien de mozo de pulpería llegó, un cuarto de siglo después, a gobernador de Salta del Tucumán(iii). Para dar una idea de dimensión, de 1759 jefes de familia censados en 1778, el 24% se identifica como comerciante y el 28% eran artesanos (Saenz Quesada, 2001). Los oficios, a diferencia de Europa, eran de libre acceso (salvo el caso del oficio médico cuya idoneidad estaba controlada por el Tribunal de Protomedicato, presente desde los tiempos del Virrey Vértiz). Hubo pedidos al Cabildo de Buenos Aires para organizar corporativamente algunas actividades en “gremios”, como la petición de los zapateros hacia 1790. Pero aquella iniciativa tuvo la tajante oposición del síndico Procurador del Cabildo, un rico comerciante que había nacido en el Alto Perú, en Potosí…, se llamaba Cornelio Saavedra. Los argumentos de su Dictamen recuerdan a las actuales defensas de la flexibilidad laboral (y derivaban de modo indirecto, de la ejecutiva pluma del gestor de política pública que tuvo la Escuela Fisiocrática, Jacques Turgot, 1727-1781)(iv). Saavedra, basándose en la obra de Valentín de Foronda, Cartas sobre Economía Política (que se fundaban en Turgot), escribe en su dictamen “El Autor 3 de la naturaleza impuso al hombre (…) vivir con el sudor de su rostro; y así el derecho de trabajo es el título más sagrado (…) del género humano”. Pero de toda la oferta laboral, de la población económicamente activa, el grupo más numeroso eran los esclavos. A comienzos del siglo XIX el sesenta por ciento de las actividades artesanales estaban a cargo de mulatos y esclavos negros. También en la mayoría de las tareas de las estancias se utilizaba la mano de obra esclava. Y allí, en las tareas de campo, no debe olvidarse la presencia del tipo sociológico por excelencia de nuestro territorio, así del Litoral como del profundo noroeste, el gaucho. Su vida de trabajo es ambigua: en sus comienzos, libre; y luego ocasionalmente conchabado, pero siempre en las labores del mundo rural. Mucho se ha polemizado sobre los orígenes del vocablo que lo denomina. La versión más aceptada lo relaciona con la voz quechua wacka (pobre, indigente, y también huérfano). De allí derivaría guacho; y por transliteración “gaucho”. III. LA COCINA EN LOS TIEMPOS DE LA EMANCIPACION La última década ha sido pródiga en publicaciones gastronómicas, vistas desde la historia. Así tenemos “Historias curiosas de la gastronomía”, de L. Goligorsky (Barcelona, 20015), “Los sabores de la patria”, de V. Ducrot (Bs. As, 1998), “La comida criolla”, de M. Elichondo, (Bs. As. 1997), y los varios artículos del número 380 de “Todo es Historia” (Bs. As., marzo 1999), entre otros. Basándonos en su lectura diremos que la cocina criolla de principios del siglo XIX era pobre en variedad de productos, y rica en cantidad..., la frugalidad no era la costumbre. Como se ve, no hemos cambiado mucho a pesar del aporte inmigratorio. La cocina nacional, comparada a otros países, incluso de América, es muy limitada; basta comparar la variedad presente en el listado de un restaurante promedio de nuestro país con aquellos del extranjero para llegar a esa conclusión. El consumo de verduras y frutas fue limitado. Lo que abundaba era la carne vacuna, fresca y en conservas, fueran cecinas (v) o bien saladas (tasajo o charqui), y en algunas áreas caprina, e incluso en menor medida ovina. El consumo de pollo no existía, y el ave por excelencia era la paloma. Famosos fueron sus criaderos, los “palomares” (tal el palomar de Caseros, todavía existente como monumento histórico ya que fue “testigo” de la derrota de Rosas en 1852). Las únicas alternativas dietéticas a las proteínas cárnicas eran el pescado, a la vera de los grandes ríos litoraleños, y los huevos, por doquier. El plato fuerte más extendido en las “ciudades” era la “olla”, lo que hoy llamamos más comúnmente “puchero”, copia doméstica del tradicional “cocido” (o guiso) castellano, adaptado a las provisiones existentes a mano por estas tierras (charque, maíz, papas, batatas, zapallo). En las áreas rurales, también abundaba la carne asada fresca. En el noroeste, eran comunes las comidas derivadas del maíz: choclos hervidos, o asados al rescoldo, las humitas y los tamales (todavía ricos platos típicos en Catamarca, Salta o Tucumán). Desde ya es inolvidable el locro, una vianda guisada en base a maíz y carne. Tampoco podemos olvidar la papa, que madura se conservaba como “chuño” (es decir helada). Se diría hoy que se “frizaba”. Otra comida masiva, particularmente en las fiestas populares, por ejemplo el día del Santo Patrono, era la empanada (digamos, un “guiso envuelto” en masa). Las verduras de quinta, pese a la proximidad y extensión de las chacras, no entraron en la comida criolla hasta las primeras décadas del siglo XX. En cuanto a los postres, en el norte, como hoy, abundaban los dulces regionales; y más trabajados ya (como en España) las confituras conventuales, que a menudo las monjitas solían preparar. La comida infantil típica era la mazamorra, maíz con leche endulzada. 4 María Sánchez Ximénez de Velasco y Trillo, “Mariquita”(vi), elogia los dulces y la repostería de la alta clase porteña, pero menosprecia los platos fuertes por sobreabundantes y pesados. Por su parte, se dice que preparaba menús sofisticados “a la francesa”, siendo su lema de cocina: “Pocos platos pero sanos y el que quiera, que repita”. María Sáenz Quesada dice que defraudaba a sus vecinos, los Ortiz de Rozas, que gustaban platos abundantes y sazonados. ¿Y el pan? El proceso era trabajoso. Muy trabajoso. Se amasaban dos clases de pan, blanco y negro, que dependían de la harina empleada. De la harina flor (harina blanca, muy bien tamizada) se elaboraba el pan blanco, que era muy costoso y por eso poco extendido hasta el último cuarto del siglo XIX, cuando baja el precio de las harinas sin salvado. De la harina acemita, que tenía un alto porcentaje de salvado, se obtenía el pan negro, llamado el “pan del pueblo”, un pan más denso y pesado que el blanco. Cabe aclarar que se conocían como “panaderías” a los lugares de producción, no a los lugares de despacho, ya que se vendía en las plazas, en las pulperías…, o a domicilio, con las “jardineras”, como lo vivimos en nuestra niñez. Estos panes se solían guardar en petacones de cuero por el bicherío que abundaba en las casas de aquellos tiempos Ni siquiera se desechaba cuando seco adquiría la dureza de una piedra, ya que se incorporaba a los guisos o a las salsas para espesarlas (como hoy se usa la maicena) (Cfr. Garuti, 1999). “En materia de bebidas, el vino reinaba en las ciudades (...), el aguardiente de caña y de maíz prevalecía en el campo (...) acompañados con el omnipresente mate, infusión (...) que aún nos caracteriza” (Aguirre, 1999). Es decir que, en nuestra tierra, entre las bebidas se distinguía el mate, nombre que proviene del quechua “mati” (calabaza), que se dio primero al recipiente y luego por extensión a la infusión. Era parte de la vida colonial porteña. Se lo servía a distintas horas y acompañaba al “deporte” de la época, las tertulias. Era cebado habitualmente por esclavos de origen africano, en recipientes de plata cincelada por los maestros plateros, algunos de increíble pericia. Existían recipientes con pie (de uno, tres y cuatro patas), muy útiles, ya que el agua caliente hacía difícil sostenerlos de modo directo. También los había de madera y de origen frutal, la insustituible calabaza. A su vez, las bombillas eran de madera, de metal y de caña (y su filtro incluso podía ser de fibra vegetal entretejida). Para el cebado, se usaba la antigua “caldera”, sin mayores semejanzas con la actual “pava”, ya que carecía de pico tubular y tampoco tenía tapa (salvo las más sofisticadas). Era, en definitiva, una simple jarra con asa lateral y un corto pico o vertedera, en el borde superior de su cuello. Los mates eran incluso una forma de manifestar status, con grado tal de elaboración que algunos pesaban tres o cuatro kilos de buen metal precioso. Eran una bebida y, a la vez, una ocasión de ostentación. También estaba presente el chocolate, servido con las chocolateras americanas, que tenían la extraña particularidad de carecer de pico pues el chocolate americano, a diferencia del europeo era muy espeso, y los obturaba; así que sencillamente se levantaba la tapa y se vertía por el cuello. Para cerrar nada mejor que la palabra textual de un testigo calificado y agudo de aquellos tiempos coloniales, Mariquita Sánchez Velazco (Cfr. “Recuerdos del Buenos Aires Virreinal”, citado en Zavalía Lagos, 1986) “Las gentes vivían de un modo muy sencillo. El general almuerzo (se refiere al desayuno) era chocolate o café con leche, con pan o tostadas de manteca o bizcochos. Nada de tenedor. Se comía a las 12 en las casas pobres, a la una en las de media fortuna; las más ricas a las tres, y cena a las diez u once. En las casas ricas había una mezcla de comida española y francesa.”. Y, por otro lado, “Los vinos que venían de España eran para la gente rica. En el pueblo, era de San Juan y Mendoza el que bebían.” 5 Es interesante escuchar su relato también en otros puntos. En lo referido a casas de comidas: “No había sino una fonda, la de Los Tres Reyes (…). Había también una confitería francesa en la calle de San Francisco; tenía fama de buen café y las tostadas y pastelitos. De muchas casas mandaban allí. Había otros cafés, pero poca cosa (…). Una de las diversiones más generales era el reñidero de gallos.” Y en relación a la moda de las mujeres y a la vestimenta, afirma: “Los sastres eran lo más malo. Los elegantes hacían sus encargos, pero tardaban tanto en venir, que muy pocas gentes se vestían bien. (…) La gente pobre andaba descalza. (…) y muy mal vestida.”; y agrega, “Voy a pintar el vestido de las elegantes de aquel tiempo. En la calle, siempre de basquiña (…) había lujo de encajes y bordados. Los brazos desnudos en todo tiempo, y escote: una mantilla y un aire, que se llamaba gracioso, de cabeza levantada (…)”. Y agregaríamos nosotros, engalanadas con vistosos peinetones, cuya moda se inició hacia 1800. Debe aclararse que la moda de los grandes peinetones (aquéllos de más de un metro incluso), de la cual mucho se suele hablar, es muy posterior, hacia 1830, y sólo duró un lustro. Y se debió a la capacidad comercial de Manuel Mateo Masculino, quien era oriundo de Medina del Campo, en Castilla. Habiendo llegado a Buenos Aires en 1823, con 26 años, introdujo la moda de las grandes dimensiones con una serie de trucos (y mentiras), propios de un marketing moderno. Murió en 1859, en su ciudad adoptiva. Muchas de sus creaciones pueden admirarse en el Museo Histórico Cornelio Saavedra (en la calle Crisólogo Larralde, casi esquina Av. de los Constituyentes, a la vera de la Av. General Paz, en la Ciudad de Buenos Aires) IV. LA CIUDAD DE “LOS HECHOS” DURANTE AQUEL AÑO X Cuando asistimos a cualquier evento, en algún lejano lugar, solemos recorrer interesados el sitio de los hechos para embebernos de su realidad. Fieles a esa costumbre y atentos a los hechos de la Semana de Mayo que hemos recordado en este año 2010, resulta interesante recorrer aquella Buenos Aires, cronológicamente lejana. Una ciudad es, antes que nada, la manifestación singular de una sociedad, delimitada en un particular espacio, en un momento dado. Es pues la manifestación de una sociedad que construye y se edifica. Una mirada al entorno urbano, en este caso del pasado, además de enriquecedor, nos permite una mejor comprensión de los procesos que en ella se desarrollaban pues es una manera de espiar en su trasfondo. De allí que resultará revelador transitar aquella “ciudad de los hechos” emancipadores. La perspectiva edilicia de Buenos Aires se vio conmovida por el rápido y espasmódico crecimiento económico de fines del siglo anterior (el XVIII) y el primer lustro del que entonces corría (el XIX)…, en eso muy parecido a nuestro tiempo del año 2010. Y esto pese al reiterado estado de guerra entre España e Inglaterra, que cerraba muchas puertas (o para mejor decir, muchos puertos)…, pero el motor estaba en la evasión, el contrabando… ¡hasta de esclavos! Según Ferns, las exportaciones habían llegado hacia fines del XVIII a $ 5.470.000, bajando a $ 355.000 en 1797 por la guerra. Obviamente la cifra es de tráfico lícito…, pero el grueso iba bajo cuerda. Todo igual que ahora: crecimiento, evasión tributaria (en la Aduana por el contrabando) y…, cambio en la estructura urbana (y casi en equivalentes períodos). La población pasó de 24.000, en 1778, a 45.000/50.000 habitantes en 1810. Se poblaron el Alto de San Pedro Telmo y la zona de quintas de Barracas (especialmente la Calle Larga de Barracas o bajada de Santa Lucía, hoy Montes de Oca). Más allá, se encontraban los barracones, donde se almacenaba lo que los barcos de menor calado descargaban. De allí, vino su nombre, “Barracas”. El área de la gente rica, la gente “decente” o principal se decía, era la ubicada al 6 sur de la Plaza Mayor (hoy de Mayo). Hacia el norte, por el contrario, predominaba la gente carenciada, los negros libertos y el mestizaje. Siete décadas más tarde, con la epidemia de fiebre amarilla, la situación se invierte: las familias acaudaladas se desplazan hacia el norte, y el área de San Telmo y Monserrat queda más bien para los menos favorecidos por la fortuna. El paisaje de la cuadrícula colonial estaba condicionado en su despliegue urbano por los numerosos y rebeldes arroyos que cruzaban la capital del virreinato. Lamentablemente hoy todos entubados, sin duda que su presencia a cielo abierto brindaría un entorno más confortable, más bucólico. Marcando un cierto límite sur, a seis cuadras de la Plaza Mayor, aproximadamente por el sitio ocupado por las manzanas que encierran las actuales Av. Independencia y calle Chile, por la zona conocida entonces como el Zanjón de Granados, corría en su tramo final el Tercero del Sur. En el norte, a ocho cuadras de la Plaza, por la hoy calle Tres Sargentos, desembocaba el Arroyo de Matorras; y varios kilómetros más allá, por el Camino del Alto, hacia San Isidro, el Arroyo Maldonado resultaba un obstáculo difícil de sortear (hoy, bajo la Av. Juan B. Justo, sigue siendo temible). El Paseo de Compras (el mall, el shopping) de la época estaba bajo las arcadas de la Recova Vieja, construida durante el auge inmobiliario del primer lustro del XIX, que generara la expansión de las exportaciones rurales (¿no les recuerda esto, quizás, algunos acontecimientos actuales?), y que, a la altura de la calle Defensa, dividía la Plaza Mayor en dos: la Plaza de la Victoria (frente al Cabildo) y la del Fuerte o Plaza de Armas (la fracción de espacio más hacia el este). Digamos de paso que la “Columna del 25 de Mayo” (su nombre oficial), levantada en 1811, mal llamada Pirámide, pues en realidad es un obelisco, fue ubicada originalmente en la Plaza de la Victoria, cerca del Cabildo, y fue con posterioridad que se la coronó con una representación de la República y se la trasladó al emplazamiento actual en el centro mismo de la Plaza, que fuera unificada al demoler la Recova Vieja, hacia fines del Siglo XIX. Aquellas eran las épocas de la intendencia de Torcuato de Alvear, el hijo del Gral. Carlos María de Alvear y el padre del Presidente radical Marcelo Torcuato de Alvear. Hacia el río, donde hoy se encuentra la Casa Rosada, se había construido entre 1713 y 1720, una “fortaleza” con cuatro bastiones para resguardar la ciudad pero que en los hechos resultó muy poco eficaz a la hora de la defensa. Aunque su solar, desde los primeros tiempos, fue, y sigue siendo, la sede del poder máximo (gobernadores, virreyes, directores, presidentes, allí residieron oficialmente con la sola excepción de J. M. de Rosas, que se instalaría en su Caserón de Palermo Viejo, entre Libertador y Sarmiento, en el Parque Tres de Febrero, más precisamente en el área donde se encuentran el monumento de 1999 al propio Rosas, el de Sarmiento de 1900, y el llamado Monumento de los Españoles de 1927). Sobre el costado sur de la Plaza, estaban los Altos de Escalada (Defensa e H. Yrigoyen), donde hoy se encuentra el AFIP. Siguiendo por la calle Irigoyen, hacia Bolivar (entonces calle “de la Santísima Trinidad”), se encontraba la llamada “Vereda Ancha”, sobre la cual, poco más tarde, en 1818, se construyó un soportal conocido como la “Recova Nueva”. Cerrando el lado oeste, se ubicaba el histórico edificio del Cabildo, construido a partir de 1725, con once arcadas (con el tiempo, perdió seis de ellas, tres con la apertura de la Av. de Mayo, inaugurada en 1894, y las otras tres con la presencia de la Diagonal Roca o del Sur, ya en el siglo XX). Donde se encuentra actualmente el edificio de la Municipalidad de Buenos Aires, entre Av. De Mayo y Diagonal Roque Sáenz Peña, se levantaba la casa de Duval (los Altos de Riglos), donada por el Estado a San Martín en 1818 (¿luego de confiscada?) y los Altos de Urioste, que según las crónicas fuera en su momento la primera residencia privada de dos plantas). Sobre la calle “de las Torres” (hoy Rivadavia), estaba, como actualmente, la Catedral (aunque sus torres se habían desplomado cincuenta años antes y nunca más las recuperaría, la vía de tránsito persistía con aquel nombre evocativo). Pero aquella Catedral no tenía el aspecto 7 que hoy le conocemos. No contaba con ese frontis neoclásico y con sus doce grandes columnas, que la aproxima más al aspecto edilicio de los templos paganos de la Antigüedad Clásica que a la tradicional arquitectura cristiana. Se dice que el diseño actual, de la década de 1820, definido por el gobierno de Rivadavia, pretendía alejarse así de la perspectiva colonial, remedando presuntamente con ese estilo neoclásico las ideas del republicanismo francés. Sobre ese mismo costado norte de la Plaza, entre Reconquista y Rivadavia, se encontraba la Casa de Azcuénaga; y cruzando la calle Reconquista se hallaba el Teatro de La Ranchería y otras viviendas particulares. Hoy allí se erige el enorme edificio del Banco de la Nación, con la majestuosa cúpula de Alejandro Bustillo, de los años cuarenta, con 50 metros de diámetro, una de las mayores del mundo. Siguiendo más aún hacia la zona norte, casi en los suburbios, en la hoy Plaza San Martín, se levantaba la Plaza de Toros y más allá, en el sitio de las actuales Estaciones Ferroviarias, ya nos topábamos con la costa. Era una zona de contrabandistas y arrabaleros. Si nos volvemos a desplazar, ahora caminando hacia el área sur, más allá de la Plaza, entre Moreno, Alsina, Perú y Bolivar, se encontraba la Iglesia de San Ignacio y el Real Colegio de San Carlos (o Convictorio Carolino) (originalmente fundado por los jesuitas, extraditados en 1767, y luego refundado por el Virrey Vértiz y Salcedo). A esta área se le conocería desde 1820 como la “Manzana de las Luces”. Muy próxima, a cien metros, se levantaba la Iglesia de San Francisco, con su inmenso interior, entre las hoy calles Alsina y Defensa. No es para olvidar que, en frente mismo, se encuentra hoy el muy interesante Museo de la Ciudad, que no está dedicado, como otros, a nombres “ilustres” que en su momento pertenecieron al poder, sino que se dedica a la gente común, al hombre sencillo, al ciudadano sufrido y anónimo…, y que somos nosotros mismos. Allí nos reconocemos…, no en el Museo Histórico Nacional de Parque Lezama ni en el Museo de Artes Decorativos en la Av. Del Libertador, sino en este simple muestrario de cosas comunes, del hombre de la calle, que no blandió espadas ni concretó grandes discursos pero que con su trabajo “hizo por la Argentina” seguramente más que aquellos cuyos nombres las calles recuerdan. Doscientos metros más al sur todavía, se encontraba (y se halla) la Iglesia de Santo Domingo (en cuyo atrio hoy descansan los restos del Dr. Manuel Belgrano). La familia Belgrano era vecina, al igual que otras de la élite, como la de los Alzaga o la de los Sarratea. Precisamente, sobre Venezuela, a mitad de cuadra entre Defensa y Bolivar, sobre la vereda norte se encuentra la Casa de Liniers, que fuera originalmente de su suegro, Martín de Sarratea, y donde en 1806, ya siendo propiedad de Liniers, Carr Beresford firmara la rendición inglesa (hoy pertenece a la Editorial Estrada, propiedad de una rama de los descendientes de Liniers). Por aquel Año X, las casas céntricas eran de ladrillo, con muros encalados, y comenzaba a extenderse el uso de las tejas gamberas. Por lo común, sólo de planta baja, organizadas en torno a tres patios como las casas andaluzas y más remotamente pompeyanas, de las cuales derivan. Las edificaciones de dos pisos eran raras, y se conocían como “los altos”, tales los Altos de Escalada (frente a la Plaza) o los Altos de Elorriaga (todavía existente, entre Defensa y Alsina, en la esquina norponiente…, una de las pocas sin ochava). En esas casas de alto, señoriales, abundaban los balcones, muchos de ellos de cubillo, o sea sin volar. Los ambientes eran muy amplios, juzgados con nuestros patrones; y en los fríos inviernos platenses exigían la presencia de grandes braseros; y para los más ricos, chofetas de plata (braseros portátiles para calentar las manos). También eran comunes los sahumadores para amortiguar los olores, no siempre agradables. Los espacios privados, tal como los entendemos hoy, no eran habituales en aquellas residencias (ni siquiera en las más distinguidas). Todos eran espacios compartidos. Los actos más singulares, despertar, acostarse, agonizar, morir, rara vez 8 ocurrían en soledad. La vida cotidiana era familiar…, y ésta, comunitaria. Una vida solidaria en vez de solitaria. Completamente diferente a la de hoy, tan “individualista”…, a lo sajón. Como escribiera Mariquita, “Cada día me convenzo que la casa es la vida”. No existía agua corriente, por lo que se utilizaba el agua de lluvia, recolectada en los aljibes. Los techos eran preferentemente planos, precisamente para esta finalidad de recolectar las precipitaciones pluviales. Pero el aljibe era un lujo con el que no muchos contaban, y debía recurrirse al agua del río, por cierto no muy pura, que repartían los aguateros. La presencia de muchos sedimentos, obligaba a dejarla sedimentar, y luego traspasar a cántaros, para recién luego consumir. En cuanto a las casas, afirmaba Mariquita: “Vamos a explicar las comodidades de aquel tiempo(…). Las casas de gran tono de Buenos Aires (…) eran muy pocas (…). Las salas de las casas ricas contaban con sillas de jacarandá, damascos, ricas alfombras venidas de España por encargo. Pero esas salas sólo se usaban ciertos días; todo el año se recibía en el aposento o en una salita que había en el patio, al frente de la calle, para vigilar la casa mejor. (…) Una copa (vii) en tiempo de invierno era lo más confortable. Lo más gracioso era que las gentes parecían no tener frío. (…) Había mucha escasez de muebles, muy ordinarios. Es cierto que había mucha plata labrada, pero ésta era indispensable. La loza era muy cara y muy escasa (…). Aún de la misma casa del Virrey, que era aquí un rey chiquito, el día que había una gran comida, el mayordomo, con gran reserva, venía a las casas ricas a pedir muchas cosas. (…)”. A diferencia de las otras grandes urbes virreinales de América, mucho más ricas, las edificaciones porteñas eran comparativamente modestas, aún en el caso de las familias acaudaladas. Carentes de adornos en sus fachadas despojadas, a lo más contaban con un par de pilastras en el ingreso, y rejas o cancelas de hierro forjado (que no fundido)(viii). En tanto que el río, aquel Mar de Solís, estaba bien presente, aunque la flota española, por razones de puerto natural ventajoso, fondeaba en Montevideo. La baja profundidad impedía acercarse a las naves de buen calado; y por eso los viajeros debían transbordar a carros para alcanzar la ribera. El único paseo resultaba ser la Alameda, hoy Avenida Leandro Alem, flanqueada por la ciudad y el río. A vuelo de pájaro, la mancha urbana densa de aquella ciudad de los primeros acontecimientos emancipadores recordaba un triángulo, con una base de unas 20 cuadras sobre la costa del río, por entonces mucho más cercana (las hoy calles Balcarce/25 de mayo solamente reconocían la vereda al poniente, y la ribera ya era río a la altura de Paseo Colón y Av. L. Alem), y vértice a la altura de la Plaza del Congreso. No se puede dejar de mencionar que en la manzana de Corrientes, Pellegrini, Lavalle y Cerrito, se levantaba la Parroquia de San Nicolás de Bari, donde por primera vez se vio en Buenos Aires el pabellón de Belgrano, nuestra bandera nacional. En su lugar, hoy tenemos la Plaza de la República y el Obelisco, ya que la iglesia se demolió en los años ´30, junto con todas las manzanas (entonces aproximadamente una docena) encerradas entre Pellegrini y Cerrito, para dar paso a otro emblema porteño, la Avenida 9 de Julio. En definitiva, el ejido urbano hacia el oeste (luego de salvar el zanjón, conocido como “Tercero del Medio”, a lo largo de la hoy calle Libertad) no llegaba más allá de la actual calle Callao, a cuya altura ya la edificación era muy dispersa. A la lejanía, como zona netamente rural, estaban los pueblos de San José de Flores, en el oeste, y de Belgrano hacia el noroeste. Mucho más alejado aún se ubicaba el rico San Isidro (donde quedaba la quinta de Mariquita Sánchez, hoy museo Beccar Varela; y la casa de Francisco de Tellechea, luego de J.M. de Pueyrredón, también museo en nuestros días) y más al norte todavía, en el delta, el modesto San Fernando. Eso era todo en las cercanías…, lo demás un inmenso vacío (con la excepción de Luján). 9 V. PALABRAS FINALES Hemos deambulado por el mercado laboral, la presión tributaria, la vida cotidiana e incluso por las calles de aquel tiempo del Buenos Aires colonial. Esperamos, con ilusión, que la visita a aquel tiempo haya sido por demás agradable…, o al menos un descanso ameno en el increíblemente trajinado y competitivo mundo de hoy, que cada vez nos reclama más…, hasta el límite mismo de nuestro colapso psicofísico. BIBLIOGRAFÍA: Aguirre, P., 1999; Toda la carne al asador, Todo es Historia 380, Marzo Bischoff, E., 1986; Historia de Córdoba, Plus Ultra, Bs. As Delmas, C., 1964; Histoire de la civilisation européenne, PUF, Paris. De Titto, R., 2010; Hombres de Mayo, Norma, Bs. As. Garufi, J., 1999; El pan nuestro de Buenos Aires, Todo es Historia 380, Marzo, Bs. As. Hosne, R., 1998; Historias del Río de La Plata, Planeta, Bs. As. Ibáñez, J.C., 1967; Historia Argentina, Ed. Troquel, Bs. As. 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Pero en 1849 se construyó uno de los primeros hipódromos argentinos, conocido como “cancha de carreras”, en la zona del Pueblo de Belgrano. iii El párrafo puede parecer contradictorio, pero ambas afirmaciones pueden ser ciertas: en primer lugar, lo común era continuar la tradición, pero al mismo tiempo, el ascenso social era posible, aunque por grupos minoritarios. Lo que se quiere remarcar es que existía una cierta capilaridad social. iv Turgot, siendo Ministro de Finanzas de Luis XVI, en 1776, emitió los famosos seis Edictos de supresión de las corporaciones y de la consiguiente libertad de trabajo. Según Schumpeter, la más clásica de las plumas de la historia del análisis económico, Turgot es un autor más original y claro que Adam Smith. v Si bien en español castizo cecina significa carne salada y seca (al aire, al sol o al humo), también es un argentinismo para referirse a lo contrario, a la carne seca sin sal…, paradojas idiomáticas. vi Casó en 1805 con su primo Martín Thompson (que llegaría a ser, con el grado de coronel, el primer prefecto naval, y así lo recuerda un busto en Puerto Madero), luego de un sonado romance que llegó a los tribunales, por eso la conocemos desde los libros de “primaria” como Mariquita Sánchez de Thompson. Según la tradición, en su mansión de la Calle del Empedrado (hoy Florida) se entonó por primera vez el Himno Nacional. El clavicordio que presumiblemente se usara es conservado en el Museo Histórico Nacional, en Parque Lezama. Mariquita enviudó en 1817, y casó en segundas nupcias, con 31 años, en 1820, con Washington de Mendeville (que años después sería Consul General de Francia). vii Es decir, un simple brasero. viii El hierro forjado es una variedad de hierro puro, a partir de un horno sencillo, trabajada a martillo. Las variedades de hierro fundido exigen la presencia de hornos más sofisticados.