¿Qué fue del olor a pan reciente? María olía a pan, a pan recién sacado del horno. María me miraba y sonreía. Sonreía y después reía con la boca bien abierta. María tenía los dientes un poco separados y los labios gruesos. Mis amigos decían que era un poco fea, pero a mí me parecía que tenía los dientes más bonitos de toda la panda, la boca más preciosa del pueblo y la cara más guapa del mundo entero. Y además, María siempre me sonreía y luego se reía y, por encima de todo, olía a pan reciente, un olor que evocaba calor, compañía, ternura; mañanas de hacer los recados a la abuela y tardes de lluvia bajo los soportales de la plaza. Aquel verano fue el último que pasé en el pueblo, fueros mis últimas carreras por las eras, las últimas batallas de cantazos, los últimos baños en el río, los últimos tirones de orejas de mi abuelo y el primer y el último beso de María. María no se rió a carcajada limpia después de sonreírme, sino que se acercó muy rápido, me besó y echó a correr como alma que lleva el diablo, cuando oyó que su madre le llamaba. Era el día que regresaba a mi casa, el final de las vacaciones, y no sabía aún que no volvería a verla. No sabía que ese beso que no terminó, sería el último que me diera. Desconocía también que mis padres ya no se querían y pronto dejarían de soportarse. Nadie me dijo que jamás regresaríamos al pueblo ni que mi abuelo estaba subiendo poco a poco a una nube de la que nunca más bajaría hasta morir, ajeno a todo, en una residencia con gente que se subía a las nubes para vivir en ellas y no volver a bajar. Ahora, cuando ya ha pasado mucho tiempo de casi todas las cosas, siento añoranza de momentos que no estoy seguro de haber vivido o tan sólo he imaginado. Ahora quiero volver a lugares donde quizás jamás haya estado. Ahora quiero reencontrarme con gente con la puede que sólo haya soñado. Pero mientras circulo despacio por esta carretera que ya en nada se parece al viejo camino que conducía al valle, sé que María existió, que me sonreía y se reía, que olía a pan reciente y que me empezó a besar, que aún siento su pequeño beso y percibo su olor. Ahora que llego al pueblo, noto que es distinto pero que las cosas más importantes no han cambiado: las vigilantes montañas que lo rodean, los viejos árboles de la ribera, el campanario de la iglesia o la luz y las sombras de esos días medio nublados que hacen mirar al cielo, desconfiadamente, a los labradores. No ha cambiado la mirada de las ancianas, sentadas en la puerta de su casa ni la cara de sorpresa de los críos cuando el balón va hacia la carretera. Creo que cuando vamos cumpliendo años nos vamos llenando de dudas y de incertidumbres, nos volvemos escépticos y nos sentimos escarmentados tras muchas decepciones. Creo también que necesitamos alguna certeza, algo a lo que agarrarnos sin miedo a caer, que anhelamos verdades inalterables en este mundo virtual. Por eso vuelvo al valle, por eso y por María. Por su sonrisa, su risa, su olor y por ese beso inconcluso que tanto me ha hecho soñar. Vuelvo y no sé si la encontraré, y si lo hago no sé si la reconoceré, y si la reconozco no sé si tendré el valor para decirle quién soy, porque, de eso estoy bien seguro, María no se acordará de mí ni será capaz de encontrar detrás de estas pintas de oficinista, a aquel muchacho que temblaba como una hoja cada vez que la veía. El pueblo debe haber crecido mucho, ya que me dicen en el bar que si quiero encontrar a María, pregunte en el ayuntamiento y allí me darán razón de donde buscarla. La puerta del despacho de la alcaldía está abierta y mis nervios hacen que sin apenas dar los buenos días me dirija a la alcaldesa atropellando mis palabras: que si soy nieto de Juan el estanquero, que si me fui del pueblo siendo mozo, que si la panda de chiquillos, que si María, que si la nieta de Adela la morruda, que dónde la puedo encontrar, que no se crea usted que busco nada malo, que sólo quiero encontrarla, que puede que lo que necesite sea encontrarme a mi mismo ,que…….Casi me ahogo de tanto hablar sin respirar y ¿para qué?...Para nada. Para darme cuenta de que también en los pueblos la gente se ha vuelto antipática y rancia. La “señora” alcaldesa me corta en seco y me dice sin levantar los ojos de los papeles, que no tiene tiempo de atenderme y que en su agenda de trabajo no está previsto ocuparse de los melancólicos de la capital. Tendría que haber dado un portazo al marcharme, aunque si lo hubiera hecho puede que no hubiera oído como la alcaldesa me decía “Para asuntos de besos inacabados tendrá que esperar a que den las siete y a que me arregle un poco”, mientras yo me pegaba un tropezón en la escalera y escuchaba el sonido de una risa acompañada de un suave olorcillo a pan recién hecho.