María y la Iglesia, María la Iglesia y cada alma engendran hoy a Cristo. Nuestro pueblo tiene una gran devoción a la Santísima Virgen María, acude a Ella, en Ella se inspira. María es la Virgen y Madre, de Jesús el Salvador, el Señor. Esta fe y esta relación con Santa María, no siempre desarrolla todas sus potencialidades. Antes que nada reconocer a María es reconocer a Jesús. Así presentan siempre la realidad las Sagradas Escrituras, la Tradición y la Liturgia de la Iglesia. Reconocer a María como elegida de Dios y llena de la gracia del Espíritu Santo es afirmar que Jesús está en el centro del plan de Dios, de la Historia de la Salvación. Afirmar que María es Madre de Dios, es proclamar que Jesús es verdadero hombre, nacido de mujer, y al mismo tiempo que el que nace es verdadero Dios, de la misma naturaleza del Padre. La virginidad perpetua de María indican precisamente que es madre de quien tiene sólo a Dios como Padre, de quien es en un sentido único el Hijo de Dios, el Hijo eterno engendrado antes de todos los siglos. Al mismo tiempo las escrituras nos señalan a María, llena de la gracia del Espíritu Santo, toda obra de Dios, como quien – por la misma obra de Dios - con su libertad, en perfecta obediencia acepta la encarnación del Hijo de Dios: ‘he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra’. Así se puede afirmar con los Santos Padres que María es Madre del Hijo de Dios, de la Palabra hecha carne, antes por la obediencia de la fe, que por la carne. Todo sucede según el designio amoroso del Padre, todo es gratuita venida del Hijo, todo es por obra del Espíritu Santo, acción de la Santísima Trinidad – todo es gracia y gratuito – y, por esa gracia, todo acontece en el corazón de María, en su obediencia total y pura, que condesciende al designio divino y se suma a él. Dios envía a su Hijo, el Hijo se encarna por obra del Espíritu Santo en el seno de María, que acepta, obedece y colabora. Esta realidad última hace nueva toda la existencia del hombre y del universo: Dios se hace hombre, para que el hombre sea hecho Dios por participación. Esta realidad suprema acontece – en un único misterio – en María y en la Iglesia. En la elección de María está la elección de la Iglesia, en la santificación de María está la santificación de la Iglesia. La Iglesia en María y como María es madre de Cristo, puesto que engendra a los hijos de Dios, por participación de la muerte y resurrección de Jesús. La Iglesia es virgen como María ya que es fecundada por la Palabra de Dios por obra del Espíritu Santo, para engendrar a quienes son hijos de Dios por adopción: no por voluntad humana, ni por semilla de varón, sino de Dios. Así la Iglesia Virgen y Madre, santo por la acción del Espíritu engendra a Cristo en los hombres. Es esta obra totalmente de Dios, de la Trinidad, por el poder de la Palabra y del Espíritu, en las acciones de Cristo muerto y resucitado. Y, al mismo tiempo, interviene la acción de la Iglesia por la obediencia de la fe. La Iglesia no es un instrumento muerto. Madre, Virgen, obediente y fiel, deja que en ella Dios haga maravillas por encima de todo poder humano: engendra hijos de Dios para la vida eterna. Este mismo misterio, por pura participación y gracia acontece en cada cristiano creyente, nacido de Iglesia, por obra del Espíritu Santo. Cado uno ha sido elegido antes de la creación del mundo para ser santo y e irreprochable ante Dios por el amor. Cada uno espera haber sido elegido en Cristo a ser hijo de Dios. Pura gracia. Y por esa misma gracia, por la obediencia de la fe, movido por el Espíritu, cada uno ha de engendrar a Cristo en su alma. ¡Reconoce cristiano tu dignidad! ¡Reconoce para que has sido creado y recreado en Jesús! Misa el misterio de la Navidad en ti y entrégate a él. Escucha la vocación del Padre, obedece a su elección, en la Iglesia, acepta que Cristo nazca en ti y tú renazcas en él. Para alabanza de la gloria de la gracia del Padre, que nos amó en su Hijo querido.