LUCERNA 9 – JOHANNES MARIA STAUD (*1974) Y THOMAS BERNHARD Nabi El segundo compositor residente del Festival de Lucerna de este año es un austriaco, J.-M. Staud, que el domingo 17 fue muy festejado porque estrenaba a la vez sus 40 años y su monodrama Der Riss durch den Tag (La grieta ⎯la ranura, el desgarrón⎯ a lo largo del día). A cargo de la ejecución estaba el Ensemble intercontemporain, la agrupación fundada por Pierre Boulez, ahora dirigida por Matthias Pintscher. Unas cuantas obras de Staud han sido estrenadas e interpretadas por las principales orquestas europeas bajo las más celebradas de las batutas: Boulez, Rattle, Barenboim, Jansons, etc. Pero él desconfía del valor de sus “éxitos” y sabe que no hay nada que festejar. Ha dicho “Cuando se escucha, en un concierto de abono de la Filarmónica de Viena, que una de mis obras fue ejecutada y no suscitó ninguna oposición ni resistencia siento claramente que me he equivocado, que hice algo falso”. La grieta a lo largo del día (2011), la primera de las dos obras suyas que escuché, para narrador y conjunto orquestal, tiene un hilo conductor autorreferencial, es música cuyo tema es la música misma y la visión que tiene el compositor cuando observa los signos del pasado totalitario y de la amnesia de sus compatriotas como consecuencia de una “culpa reprimida” (verdrängte Schuld ⎯ los términos no podrían ser más freudianos). Evoca, por ejemplo, en la primera de las cinco partes, un día de aniversario de la destrucción de Dresde, cuando él camina por esa ciudad, no como un despreocupado paseante en los “cuadros en una exposición”, sino armado con el escalpelo afilado de un ojo crítico. Sus pasos lo llevan por la avenida que lleva el elocuente nombre de “balcón de Europa” y reflexiona que, justo ese día, en la emblemática Semperopera levantada junto al Elba, se está por ejecutar un programa de música orquestal íntegramente dedicado a Wagner. Allí, él “cuenta” sus sensaciones, tanto con la partitura musical como con el texto recitado por el narrador, (iba a ser Bruno Ganz, el actor zuriqués de las películas de Wenders y Herzog pero no pudo llegar por estar lastimado). En la obra poético-musical se recita un monólogo interno, seguramente el del mismo Staud, que observa las huellas de la historia a través de los signos suprimidos de la dictadura que se ven sofocados por los ruidos corrientes de la vida citadina. La pregunta obsesiva que se hace es la de cómo es posible percibir esos horrores sepultados en los escombros de la ciudad derruida y a la vez seguir llevando una vida individual “normal”, durmiendo con tranquilidad. La obra es una desconstrucción de la música tonal del pasado, una aventura en nuevas formas de expresión musical que apunta a un futuro que ni él ni este crítico mupsical (que se interna con Staud en ese paisaje austroalemán) pueden prever. Pero, dentro de lo sintético que debe ser en este comentario, no puede dejar de evocar al preclaro escritor austriaco Thomas Bernhardt (1939-1981) que se ocupó, como novelista, dramaturgo y poeta, a lo largo de toda su vida, de exhibir el fascismo desesperante y corrupto soterrado en la mayoría de los prósperos austriacos de la posguerra que aprovecharon la coyuntura de la guerra fría para levantar económicamente a su país y ocultar un pasado vergonzante. Staud, creo, es la continuación directa, en el plano musical, como Oskar Kokoschka y Lucien Freud (de origen austriaco, nacido en Berlín) en la pintura y como Thomas Bernhard en la literatura, de esa obra autobiográfica insoportable para Viena, para Salzburgo y para el país formado después de la anexión (Anschluss) de 1938. Las obras de Staud son subversivas en el mejor de los sentidos de la palabra y apuntan todas a provocar la irritación, a hacerse detestables para la corriente oficial del arte de sus satisfechos conciudadanos reunidos para comer Sachertorte frente a la Ópera de Viena. Eso no puede sorprender en el país que, al mismo tiempo que a Hitler, ha engendrado lo más explosivo y renovador que la filosofía, la literatura, el psicoanálisis, la arquitectura, la música y las artes plásticas produjeron en el siglo XX. En esa escuela que es, en última instancia, la que arranca con el expresionismo de comienzos del siglo XX y estalla con el postexpresionismo de la posguerra, se asienta el arte musical de Johannes M. Staud. Largamente podría desplegar este paralelismo pero lo interrumpo en el momento mismo de señalarlo para ir a la otra obra de Staud, este sí un estreno mundial, el de su Concierto para violín,cuerdas y percusión con la Orquesta Sinfónica de Lucerna con la actuación como solista de Midori (Osaka, *1971). A continuar. LUCERNA 10 – JOHANNES MARIA STAUD Y MIDORI Nabi Pareciera que es otra faceta, ahora apolítica, de Staub, la que se nos presenta con su sorprendente y fascinante Concierto para violín,cuerdas y percusión. Sin embargo, si se presta atención a la forma (¿y a qué otra cosa se prestaría atención en la música?) se advierte que la misma violencia cortante, presente desde el título mismo de la obra anterior, se manifiesta en el Concierto, que, no sobra decirlo, fue fantásticamente interpretado por la Orquesta Sinfónica de Lucerna y por la impetuosa y taconeante Midori, tan taconeante que parecía sumarse a los instrumentos de percusión. (La hubiésemos preferido con pantuflas en el tablado del escenario). Importa poco al crítico improvisado firmante de estas notas que Staud refiera el origen de su obra a las esculturas de David Nash, un artista plástico inglés que a menudo usa como material para sus obras a la madera con distintos grados de quemadura y que esas tablas cenicientas lo hubiesen inspirado para hacer una música con distintos grados de brillantez sonora y buscar nuevos matices del gris y el negro. Como en todo concierto para violín que se respete hay notas agudas y notas graves que no están más ardidas que las primeras. La única madera que importa, para el caso es la del Guarneri de Midori, a quien está dedicada la pieza, y también las que no se oyen, la de los alientos “de madera” (así eran antes, ahora son muy metálicos) que, de manera provocativamente original, están ausentes en la composición y en la ejecución de esta obra. El rasgo fundamental de la partitura es su concisión, su austeridad. Dijo Staud: “No me interesa la opulencia y aquí no hay ninguna”. Ni siquiera hay una cadenza a menos que se considere que toda la obra es una cadenza infinitamente modulada para bien de la solista. ¿Original? Sí; sin duda alguna; tan original como puede serlo una composición en la que se condensa todo el pasado de la música occidental de concierto tanto por lo que se incluye como por lo que se deja de lado. En la orquesta sinfónica convencional hay una suerte de “colchón de aire” amortiguador entre las cuerdas y la percusión formado precisamente por los instrumentos de aliento. Aquí el autor ha decidido prescindir de ellos y radicalizar el contraste entre los otros dos grupos. Quien se atrevió primero ⎯cree, no está seguro, no lo sabe de fijo Nabi⎯ fue Bela Bartok con su Música para cuerdas, percusión y celesta de 1936, una obra seminal cuya presencia solapada se adivina y se presiente a todo lo largo de esta partitura contemporánea. Bartok adoptó una disposición espacial genial con las cuerdas a ambos lados del escenario y el recurso al piano como un instrumento más de percusión en el centro, agregándose a la celesta. En el Concierto de Staud ese lugar de la celesta es trasladado a la percusión, en particular al xilofón, que adquiere un rol protagónico. Pero no se trata tan solo de parentescos en la instrumentación. La subyacencia no confesada de la Música de Bartok es perceptible emocionalmente a todo lo largo de este concierto que puede incluirse en la nocturnidad característica del compositor húngaro y que, tal vez, pueda asociarse con las alusiones de Staud a las maderas carbonizadas que, según dice, le han servido de modelo. La antemencionada austeridad es la de esos sugerentes y magnéticos sonidos de aquella música del húngaro, entonces revolucionaria y hoy ya clásica, prebélica, que, puede uno acotar, se sabe bien cómo llegó hasta nuestro joven contemporáneo austriaco. El puente entre Bartok y Staub es György Ligeti, seguramente el compositor más influyente y el más citado, cuando no el más interpretado, en este Festival de Lucerna. Ligeti, víctima del fascismo en la guerra, del comunismo stalinista en la postguerra y de Stanley Kubrick que tomó su música sin pedirle autorización para 2001, odisea del espacio, es el continuador directo de su compatriota Bela Bartok. Fue Ligeti quien se hizo cargo, desde sus primeras obras, de elaborar esas nocturnidades bartokianas y de crear mundos sonoros microtonales que encuentran su culminación en esa creación fabulosa, paradigma de la música de nuestros días, que es la ópera El gran macabro. Staud no tiene empacho en reconocer que sus composiciones proceden de las de Ligeti y las de éste de Bartok. A todo lo largo del concierto que estrenó Midori se siente y se aprecia este pasaje. Bartok se atrevió, en contadas oportunidades, a trabajar con cuartos de tono pero fueron Berio, Boulez y Ligeti quienes, en el surco abierto por nuestro Julián Carrillo, se transformaron en apóstoles de la microtonalidad, ese rasgo distintivo de este fantástico concierto de Staud que, ojalá, llegue pronto a los estudios de grabación y ⎯pues es así como se entera uno de la música de ahora⎯ a you-tube. A continuar.