LUCERNA - 11 : BERNARD HAITINK Y ROBERT SCHUMANN Nabi Desde que se eligió el tema (el Leitmotiv) para este Festival de Lucerna y se lo puso bajo la advocación de Psyche, el espectador o el crítico podían albergar el temor de que la locura, la de los compositores en particular, fuese uno de los tópicos dominantes. Afortunadamente no sucedió así; poco y nada se habló de la relación tan remanida entre música y locura, un tema que atrae a multitudes de melómanos improvisados y psicoanalistas de café. Hay que señalar el mérito de los programadores que se abstuvieron de traer el tema a colación como si la creatividad musical tuviese algo que ver con el malhadado DSM5 de las presuntas “enfermedades mentales”. Por supuesto que deben aparecer en los programas de mano ciertos datos biográficos del compositor y no es irrelevante que varios de ellos hayan terminado sus vidas en asilos psiquiátricos, en cuyo caso uno tendría que preocuparse más por quienes los han encerrado que por el destino al que fueron condenados por una sociedad incapaz de entender, de escuchar, sus “rarezas” o “anormalidades”. Sabemos que el tema del “músico loco” ha dado lugar a una cantidad de obras literarias, teatrales o cinematográficas centradas en personajes históricos o ficticios y que algo parecido sucede también con filósofos, escritores, pintores y hasta ajedrecistas. Una reseña de esos “casos” tomaría muchas páginas. El peligro del que hablamos fue exitosamente soslayado por el aun hoy enérgico director Bernard Haitink quien, a sus 85 años, ha dedicado muchos desvelos a recrear las obras sinfónicas de Robert Schumann (1810-1856). El director neerlandés trajo a colación un viejo pero siempre actual debate: ¿cómo valorar hoy en día las composiciones de los años finales del músico? ¿se aprecian en ellas signos de trastorno demencial, pérdidas de la capacidad creadora, desorganización del discurso musical? o, por el contrario, ¿es que la crítica tradicional, apegada a valores convencionales, no ha sabido distinguir las audacias y los adelantos técnicos musicales de esa producción postrera de un compositor que, a no dudarlo, sufría, y sufría lo indecible, por infinidad de razones que escapan a los esfuerzos de psiquiatras, médicos, psicobiógrafos, psicoanalistas y también a las efusiones sentimentales de los guionistas de Holywood y otros compasivos personajes siempre dispuestos a la simpatía y a la patética identificación con quienes no piden ni esperan nada de ellos? Para discutir el tema “Schumann” no hay que leer el DSM5 ⎯ si no sirve en nuestros días más que para las compañías de seguros y los estadígrafos, ¿cómo serviría para entender a quien murió hace 150 años? Lo único que cabe es ejecutar y escuchar atentamente esa música, sin prejuicios, sin apresurarse ni a la condenación ni a la redención, valorando el conflicto entre las formas tradicionales de la sonata, la sinfonía y el concierto y la posibilidad de trascender esas formas aun a riesgo del fracaso, de la disparidad interna, de las dudas del autor mismo acerca del mérito de esas innovaciones. Eso fue lo que propuso Haitink con la Orquesta de Cámara de Europa que él dirige: ir a lo que menos ha gustado y lo que menos se conoce, la segunda sinfonía (op. 61), el torso de una sinfonía sin movimiento lento (op. 52), el concierto para violín (sin número de opus, 1853), nuevas lecturas de su obertura para Manfredo de Byron, y de la sinfonía renana (op. 97), etc., al mismo tiempo que en otro escenario músicos de cámara desmenuzaban las bellezas de los Märchenerzählungen (op. 132). Las interpretaciones de Haitink fueron, como era de esperar, enérgicas, vivaces, enfáticas, coloridas, libres del peso de las lecturas sapientes de los críticos que con su desconfianza alimentan la del gran público, aunque no siempre las composiciones de los años ’50 saliesen bien libradas. Solo quien maneja los cristales puede romperlos; solo quien se arriesga en lo desconocido puede fracasar; el peligro no acecha a quien toma tranquilamente su vino en esas copas. Lo importante es recalcar que las que se escucharon no son las obras de un trastornado y que Schumann mostró, en estos conciertos, que siguió siendo un visionario que, desde el opus 1 de las Variaciones Abegg hasta el final de su vida, combinó a sus personajes imaginarios de la “liga de David”, Florestán y Eusebio, en un diálogo interior entre el ardiente emprendedor y el poeta reflexivo que nada tienen de “esquizofrénico”. ni el uno ni el otro ni la contraposición ejemplar de ambos. Que se acumulen los diagnósticos: sifilítico, ciclotímico, Asperger, psicótico, melancólico; todos ellos dan risa cuando se piensa que no es la “enfermedad” lo que afecta al creador sino el esfuerzo denodado por no sucumbir ante los apremios de la vida, de los padres que cargan con las taras de sus propios ancestros, de los amores frustrados, de la incomprensión y la rivalidad con los pares, de las luchas heroicas de esos Manfredos que engendran esas “creaciones” que son sus “síntomas” con los que se libran de la locura vestida como “normalidad”, de la normopatía de las vidas anónimas de tantos bienpensantes que, como a otros músicos (por no hablar sino de ellos) son encerrados en manicomios y abrumados con “diagnósticos” y “tratamientos”. A continuar. LUCERNA 12 – HEINZ HOLLIGER Y SU SCARDANELLI-ZYKLUS Nabi A este tema de la relación entre psyche, creación artística y locura, le faltaba todavía arribar a su acmé en este Festival de Lucerna. La culminación se alcanzó mediante la obra más insólita, arriesgada y hasta podría decirse alucinada de cuantas se escucharon. Durante 16 años, Heinz Holliger (Berna, Suiza, *1939), entre 1975 y 1991, estuvo trabajando en la musicalización de las poesías escritas por Hölderlin y firmadas con el nombre de Scardanelli, producidas por el poeta mientras estaba encerrado en una torre de la ciudad turingia de Tübingen entre 1807 y 1843, año de su muerte. En 1806 Hölderlin había sido declarado loco, encerrado contra su voluntad y tratado por los protopsiquiatras de la época que lo torturaron, lo amarraron con chalecos de fuerza, aprisionaron su cabeza con artefactos de cuero de suela de zapatos que tenían agujeros para la nariz y los ojos, lo contaminaron con sarna para que sangrase y lo sometieron a otras bellezas propias de la profesión. Después de 231 días de “terapia” lo declararon loco incurable y lo entregaron a un próspero carpintero de la ciudad que lo recibió en su casa y allí, en una torre junto al río que hoy pueden visitar los turistas, vivió hasta el día de su muerte, 36 años después. Como había nacido en 1770 (¡el mismo año que Beethoven!) puede decirse con exactitud que pasó la mitad de su vida en la cordura (¿qué es eso?) y la otra mitad en la locura (ídem). Un joven poeta amigo suyo, que murió prematuramente, lo visitó hasta 1830 y redactó lo que es sin duda el mejor informe psiquiátrico producido en el siglo XIX. Puede leerse (en inglés) en http://www.wbenjamin.org/holderlin.html#note1 aunque el nombre de Scardanelli ahí no se menciona. Nuestro buen amigo, buen psiquiatra y buen escritor, Jesús Ramírez Bermúdez, ha publicado un excelente ensayo sobre los años Scardanelli que nos complacemos en recomendar http://www.alcmeon.com.ar/16/09_ramirez.pdf Volvamos a Lucerna y a Holliger. De nueva cuenta este improvisado crítico mupsical tiene que lamentar su carácter de apuntador de las maravillas que tiene la suerte de recibir en esta ciudad suiza que es una de las más bellas (¿la más?) del mundo. Heinz Holliger comenzó su carrera musical como el mayor oboísta de quien hay memoria, capaz de enriquecer en una medida sin precedentes las posibilidades de su instrumento y de ser honrado por los más preclaros músicos contemporáneos con composiciones a él dedicadas (Henze, Ligeti, Lutoslawaki). Sus grabaciones (muchas en DGG) son paradigmáticas. Desde 1977 comenzó también a dirigir orquestas y le han adjudicado llevar la batuta en las mejores del mundo. No contento con esto, estudió composición con Pierre Boulez y ha ganado el aplauso y los premios más importantes que se atribuyen a los músicos de hoy en día. En 1998 le tocó, precisamente, ser “compositor residente” en Lucerna, como hoy lo son Unsak Chin y Joseph Maria Staud de quienes tanto hemos hablado. Desde hace años dedica sus afanes como compositor a resaltar las virtudes de músicos y escritores considerados como alienados, encerrados por locos (no es casual que lo digamos así). Musicalizó los Gesänge der Frühe de Robert Schumann, los poemas de Scardanelli y estrenó una ópera: Schneewittchen con texto de Robert Walser (el genial novelista suizo que murió en un manicomio en 1956). El público de este Festival lucernés llegó de manera incauta a un concierto anunciado para las 11 de la mañana. Pocos o nadie sabía lo que le esperaba y lo que se escondía tras la información de género: Scardanelli Zyklus, “para solo de flauta, orquesta y coro mixto” que iba a ser dirigida por Holliger, el compositor, con la participación solista de Felix Renggli. ¿Quién podía presentir que se interpretaría una obra de 2 horas 20 minutos de duración, ejecutada sin pausas por un coro traído de Letonia integrado por 20 (excepcionales) cantantes y donde los no muchos instrumentos se empleaban para susurrar en variaciones sonoras casi estáticas los “insensatos” poemas de Hölderlin dedicados a las árida extrañeza de los sonidos, en la extrema atención y en la extrema paciencia solicitada al oyente para apreciar el estado mental de Hölderlin durante esas décadas de su vida, lo que significa entrar con él a esa torre, vivir ese aislamiento, someterse a fuerzas incomprensivas e incomprensibles, entregarse a la observación de los cambios del tiempo, de la nieve, de la lluvia, del sol, de la naturaleza, allí donde nada parece pasar salvo el repiqueteo constante de lo claro y lo oscuro, lo frío y lo caliente, lo oscuro, lo húmedo, la desesperanza que lleva a escribir poemas para nadie que se firman: “humildemente, Scardanelli” y que se fechan de manera estrafalaria especificando años que oscilan entre 1654 y 1940. En medio de esta sucesión de murmullos, de música microtonal, de intervalos inesperadamente largos, inesperadamente breves, aparecen los aullidos y las estridencias de la flauta solista encargada de transmitir los resplandores enceguecedores, el deslumbre de una notación musical escrita contra el instrumento que obliga a inventar neologismos como los de la locura de este Scardanelli: es un universo sonoro desflautizador, postatómico, supraflautístico, exhaustante, antifláutico, rupturista, hiperflautado. El hecho es que los asistentes al desconcertante concierto estuvieron (estuvimos) fascinados, apabullados y entusiasmados, sin nadie que mirase el reloj o quisiese dejar la sala, hechizados y embelesados por este fluir de sonidos sobrenaturales. Pocas veces la música ha producido un efecto semejante en un público excitado hasta el paroxismo. Por supuesto, no dice el aficionado escritor de estas notas que sea música para tocar en cualquier parte y que lo que importa es la novedad como si se tratase de La consagración de la primavera. Tampoco se arriesgaría a recomendar la obra aunque, eso sí, sabe que no es una partitura para partir, para repartir en pedazos, para destruir el efecto hipnótico dividiéndola en “cachos” para escuchar mientras se piensa en lo que se hará cuando termine. Aunque uno llegó desprevenido es bueno que quien vaya tenga una idea de eso a lo que va. Pasa con Holliger lo que con el cine de Bela Tarr, el director húngaro de películas evocadoras de esta misma atmósfera lunática como Satantango, las Armonías de Werckmeister (tan holligerianas o hölderlinianas sin saberlo) o, quizás más aun, con El caballo de Turín, obra que, no por casualidad, desde su título, aunque no por su contenido, refiere a Nietzsche. Queda mucho por decir de este Festival de Lucerna pero… Ya no continuará.