“Sobre el dolor” - Ernst Jünger (1934) El dolor. A través de su relación con el dolor podemos analizar a un ser humano, al ser humano, a la humanidad. Si quisiésemos se podría hacer la historia del dolor. En nuestro tiempo disponemos de una nueva relación con el dolor, que el autor se dispone a desentrañar. Tendemos a relegar el dolor del reino del azar, una zona eludible, de la cual podemos escapar. Pero si observamos fríamente, con una mirada analítica, es muy probable que nos demos cuenta que el acoso de ese sentimiento es ineludible, nos alcanza a todos. Particularmente su carácter indiscriminado intensifica la amenaza: la indiferencia que posee el dolor hacia nuestro ordenamiento de valores. No hay ninguna situación humana que tenga seguro contra el dolor, “Qué indiferente le resulta al germen patógeno destruir una brizna de paja o un cerebro genial”. Esto nos lleva a que dudemos de nuestros valores, hace que acechemos lugares en que existan protección y seguridad. Queremos escapar del dolor. Tiempos pasados. En el espíritu de un tiempo pasado, donde se habían tomado ciertas medidas prácticas como la abolición de la tortura, la invención de la anestesia, los seguros y todo un mundo de confort técnico y político, no resultaba extraño pensar que el dolor era un prejuicio que la Razón podía rebatir. El siglo XIX se vio marcado (para los europeos) por una sensación de seguridad. El hecho de conquistar el globo terráqueo sin utilizar pólvora y recibir tributos constantes por la conquista, la transformación de las realidades en conceptos generales (de los bienes en dinero, de lo vínculos naturales en vínculos jurídicos) produjo una cierta ligereza y una libertad de movimiento de la vida. El bienestar que en ellos se nota es onírico, indoloro: al ver una película cuya acción transcurra a finales del siglo XIX o a comienzos del XX, con sus modas femeninas cortadas a la medida del goce y no del deporte o del trabajo nos sumerge en un estado narcótico. Nos es lícito preguntarnos entonces donde está el sitio donde se soportan las cargas, entre tanta ligereza. Las fricciones mas groseras se sofocan artificialmente, pero el dolor llena sus espacios, infiltrándose gota a gota. Así, el aburrimiento es su experiencia de “disolución de dolor en el tiempo”. No hay nada mas sintomático de finales del siglo XIX, que el surgimiento de los dominios de la psicología, ciencia relacionada con el dolor íntimo, el dolor anímico surgido de la omisión del sacrificio. Esto desemboca en una atmósfera de desconfianza, un sentimiento de que alguien nos está descomponiendo: una literatura de ciegos que andan buscando incesantemente responsables. Aquí resultan sospechosos todos los contentos bajo el dominio de los conceptos generales. En la sentimentalidad moderna el cuerpo es idéntico al valor, lo que significa que si el dolor lo golpea, no lo hace como a un puesto avanzado sino como al poder principal y núcleo esencial de la vida misma. De ahí que en esta época la estrategia sea expulsar el dolor y excluirlo de la vida. No pasaba lo mismo en la época de dominio heroico, donde se lo incluye en la vida y se dispone de él de modo que en todo tiempo se esté preparado para un encuentro con el dolor. El siglo XX. Ya para principios del siglo XX podemos decir que el mundo de la persona singular que se complace en sí misma y se inculpa a sí misma es un mundo que dejamos atrás. Al tratar al cuerpo como un objeto , resulta posible crear con medios artificiales el “puesto de mando a distancia” del que se carecía en el sentimentalismo. El ataque del dolor pasa a tener un significado puramente táctico, y el cuerpo es sacrificable desde gran distancia. Ya no se trata de escapar al dolor sino de resistirlo. En la realidad de un mundo técnico, el ser humano se va convirtiendo literalmente en un componente más del mundo. Con la “extirpación” de la sentimentalidad se ataca a la libertad individual y sus posibilidades de movimiento resultantes en las mas diversas áreas. Un síntoma de esto fue el servicio militar obligatorio. Su carácter de obligatorio se vio eclipsado por un nuevo sentido en el cual se ve al servicio militar como “el estado determinante de la vida”. La ofensiva contra la enseñanza generalizada destruye una segunda zona de la sentimentalidad. Sus efectos son mucho menos visibles, quizás por que la gente sigue manteniendo como fetiches los conceptos que sustentan el principio de la enseñanza generalizada, en especial al concepto de cultura. Pero ese actuar no produce modificación alguna en los hechos. La ofensiva contra la libertad individual incluye necesariamente la ofensiva contra la enseñanza generalizada. Esto se torna evidente cuando nos vemos forzados a negar la libertad de investigación. Cuando ha de mantenerse un poder, y éste sabe que cosas deben saberse y cuales no, la investigación libre está de mas. Así, un rango superior asigna a la investigación sus tareas, y el saber se ve amputado en todas las situaciones decisivas. A todo esto le corresponderá una transformación de la estructuración de la enseñanza: a ciertas clases sociales a las que se les confiere poca fiabilidad se les cierran caminos hacia algunas especialidades, se ataca a la libre elección de profesión. También es notable como ya subyace desde la enseñanza primaria, la instrucción militar. En todas estas medidas descubrimos una tendencia explícita o implícita a la disciplina (entendiendo por esta como “la forma mediante la cual se mantiene al ser humano en contacto con el dolor”). Esta situación florece visualmente en varios aspectos: En toda suerte de instrucción dirigida encontramos enseguida que la intervención de reglas y prescripciones fijas e impersonales tiene su decantación en el “endurecimiento del rostro”, frente a lo que en el mundo liberal se consideraba un buen rostro: nervioso, móvil, cambiante. El uniforme: la comunidad de atuendo se extiende no sólo a todas las edades de la vida sino incluso a la diversidad de sexos. El uniforme como una coraza contra el dolor (un muerto en uniforme es contemplable con mayor frialdad que uno sin él). Los edificios: los Bancos, que expresan el carácter de equipamiento bélico y de defensa, como grandes alcázares que defienden nuestro dinero. Lo que nos lleva a pensar en la seguridad relativa que proporciona el dinero. Estas nuevas articulaciones disciplinadas excedieron lo político. La masa, ahora disciplinada, pertenece al mundo de los conceptos generales, y basta soplar sobre ella para que se esfume. Ésta se mueve con argumentos morales, necesita estar convencida de que el adversario es malvado. Tapa con gritos de júbilo los huecos dudosos en las relaciones de poder, y se desvanece cuando se hacen notar indicios de una salud robusta. La masa, disciplinada, se devaluó. Sólo le quedó una libertad: la de aclamación. Pasó de ser una magnitud moral a ser un mero objeto. Tal objetización pasa a ser una característica segura de todos los espacios donde el dolor representa una de las experiencias directas y obvias. El sentimiento de cercanía (de valor no simbólico, sino fundado en sí mismo) desaparece para dejar lugar al movimiento a distancia de las unidades vivientes. La vida, las personas y sus articulaciones se convierten en objeto. Nosotros consideramos como una característica elevada, dice Jünger, el hecho de que la vida pueda distanciarse de si misma. Eso no pasa en ningún lugar donde la vida se reconoce en si misma como el valor normativo, donde no es contemplada meramente como un puesto avanzado. Pero la técnica – la disciplina- es diferente a cada situación (¿?) La técnica. La técnica es el gran espejo donde se puede ver con claridad la creciente objetización de nuestra vida, y que se halla a resguardo del dolor. La revolución objetiva está sometiendo al ser humano de manera imperceptible, y sin que proteste, a una legalidad modificada. El autor encuentra llamativo como en las primeras leyes sobre los ferrocarriles se expresa claramente el empeño de hacer recaer sobre el propio ferrocarril la responsabilidad de todos los daños resultantes del puro hecho de su existencia, y como hoy se ha impuesto, por el contrario, la concepción de que el peatón no sólo ha de adaptarse al tráfico, sino que también se lo hace responsable de las infracciones cometidas contra la disciplina del tráfico. Las víctimas reclamadas por el proceso técnico se nos aparecen necesarias porque se dan en un marco en el cual “el dolor es uno de los fenómenos inevitables del orden del mundo”1. Como vemos, se establecen nuevas valoraciones: en el siglo XIX era un incidente habitual que un joven muriera en duelo; hoy suena extravagante. Por la misma época se tuvo por loco a un tipo que se precipitó en el Danubio con su avión, y a otro que se rompió el cuello subiendo una montaña, siendo a principios del siglo XX la muerte por vuelo a vela, o en los deportes de invierno, parte de las cosas que suceden. La fotografía y el cine. El hombre se fue dedicando a crear ámbitos extraños en los que el empleo de órganos artificiales de los sentidos crea un alto grado de coincidencia típica con la objetización que vive a diario. La fotografía como ojo artificial, es insensible e invulnerable. Trabaja en espacios que se hallan cerrados a los ojos humanos: atraviesa el cielo, se sumerge en el océano, atraviesa la misma materia. Es una expresión de nuestro modo peculiar de ver, que es ciertamente un modo cruel, una forma de “mal de ojo”, una especie de “toma de posición” mágica. 1 Ya Bismark insertó en un debate sobre la pena de muerte la consideración de que no se nos ocurre cerrar las minas aunque cabe calcular estadísticamente con antelación el número de víctimas que exigirán. Lo fotografiado deja de estar ligado a un espacio y tiempo particular, ya que puede ser reflejado como en un espejo en cualquier lugar, y ser repetido tantas veces se quiera. Estos constituyen indicios de la existencia de una gran distancia. El hecho de la lejanía se destaca aún más claramente en el cine, donde se genera un espacio en el que es posible considerar al dolor como una ilusión: nos reímos de situaciones drásticas en las películas de humor, nos gusta el cine catástrofe al que miramos en silencio. Y a medida que progresa la objetización, crece la cantidad de dolor que somos capaces de soportar. Detrás del carácter de diversión de estos medios, Jünger alerta, se esconden formas especiales de disciplina. En esos espacios, dice, la transmisión de órdenes ha de ser mas segura, penetrante e inviolable que en ninguna otra parte. “Es de prever que también eso vaya poniéndose de manifiesto a medida que la participación, la conexión, especialmente en el servicio radiofónico, se convierta en algo obligatorio”. El deporte. El carácter instrumental de estos fenómenos no se limita a la zona propia del instrumento, sino que intenta someter también a el cuerpo humano mismo. Ese es el sentido mismo de “ese proceso peculiar que denominamos deporte”, y que cabe diferenciar de los juegos de la Antigüedad en tanto que a nosotros nos importa más el proceso de medición exacta que la competencia misma (por ejemplo, las olimpíadas). “Nuestra extraña tendencia a fijar récord en cifras, hasta las menores fracciones espaciales y temporales, brota de la necesidad que sentimos de estar informados con máxima exactitud de los resultados que es capaz de alcanzar el cuerpo humano como instrumento”. El deporte pasa a ser una profesión, una parte del proceso de trabajo, y es incluso mas evidente que éste ya que en el deporte falta lo utilitario propiamente dicho. Una conclusión. Lo dicho hasta ahora evidencia suficientemente que nuestra relación con el dolor se ha modificado de hecho. El nuevo espíritu que viene dando forma a nuestro paisaje, es cruel. Deja sus huellas en los seres humanos, en los que elimina los lugares blandos y endurece las superficies de resistencia. Aun podemos notar la situación de pérdida y simplificación del mundo, pero hay generaciones que están naciendo inmersas, y que se encuentran muy alejadas de todas las tradiciones con las que nacimos nosotros, dice Jünger. Ante un mundo con estados armados hasta los dientes, que se orientan al despliegue de poder y que disponen tropas cuyo destino es indudable, surge la pregunta: ¿estamos asistiendo a la inauguración del espectáculo donde la vida sale a escena como voluntad de poder y nada más? El proceso de objetización va aumentando sin interrupción, se le va de las manos al hombre, pero nada de eso lo exime de responsabilidad: en vano se mira para arriba en busca de culpables. Lo que caracteriza a las víctimas de este proceso es la nivelación de los viejos cultos, la esterilidad de las culturas, la mediocridad. Comprendemos la coexistencia de una gran capacidad organizadora, por un lado, y de un completo daltonismo con respecto al valor, por otro, comprendemos la fe sin contenidos, la disciplina sin legitimación, y por qué la técnica y el ethos se han vuelto sinónimos de una manera tan asombrosa. Todas estas cosas indican que se está a punto de pasar al estado donde se supere la voluntad del hombre. Y la relación del ser humano con la profecía indica que en lo mas íntimo de si se halla informado de la situación. Su relación con el orden dado es pasiva. Pero en el seno de la situación es el dolor el único criterio que promete informaciones ciertas. Así como sucedió en el siglo XIX, es en el dolor donde se delata hoy la impronta negativa de una estructura metafísica. “La consecuencia práctica que para la persona singular se deriva de lo dicho hasta aquí es la necesidad de participar, pese a todo, en el equipamiento bélico –tanto si divisa en él la preparación para el desastre como si cree reconocer en las colinas en que las cruces se hallan carcomidas por la acción del tiempo y se han desmoronado los palacios aquella inquietud que suele preceder a la erección de nuevos estandartes del general en jefe”.