Famaillá: campos dentro del campo. Una aproximimación a las especificidades del Operativo Independencia[1] El Operativo Independencia es un fenómeno complejo que no se ajusta a la difundida definición que lo parcializa como una “incursión militar previa a la dictadura”. Operativo Independencia puede leerse como un punto de inflexión en el proceso represivo que comienza a desplegarse a partir de la muerte de Perón con las acciones de la Triple A y de otras fuerzas parapoliciales y paramilitares, como el Comando Nacionalista del Norte. Esta estrategia represiva tiene su marco de inteligibilidad en el proceso de avance de las luchas populares inaugurado por el Cordobazo en 1969. En este sentido, el Operativo Independencia no “inaugura” la represión sino que se monta sobre una serie de hechos previos que se venían desarrollando en diferentes grados como el asesinato de luchadores populares, las prácticas de torturas, la desaparición de activistas, y la legitimación de la figura del “subversivo”, entre otros. El Operativo Independencia jugó también un rol importante en la construcción de un consenso político y social en vistas a la instalación de lo que luego fuera el “Proceso de Reorganización Nacional”. La acción de los grupos parapoliciales y paramilitares amparados por un sector del Estado[2], además de tener un objetivo de aniquilamiento específico para los sectores en lucha, a nivel social fueron generando la percepción de una situación caótica y violenta que predisponía a ciertos sectores sociales a reclamar orden. Otro aspecto relevante del Operativo Independencia fue el decreto secreto que institucionaliza, sistematiza y centraliza la represión por parte del Estado. Oficialmente, el Operativo Independencia se inicia durante el gobierno constitucional de Estela Martínez de Perón con el Decreto Secreto Nro.261 del 5 de febrero de 1975 que ordenaba al ejercito “ejecutar las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán”. El decreto fue firmado por la presidente en acuerdo general de ministros. Este hecho ubica al Operativo Independencia como una bisagra que cuestiona las interpretaciones que plantean un corte radical entre un “gobierno democrático” y una dictadura militar. Creemos que este aspecto es una de las claves centrales para comprender el silencio histórico que rodeó al Operativo Independencia. Operativo Independencia como el momento de inauguración de las prácticas sociales genocidas en el país. Como tal, constituyó un plan sistemático con características de laboratorio y escuela de estas prácticas sociales genocidas desplegadas por la dictadura militar en todo el país a partir de 1976. El Operativo Independencia como plan sistemático posee 3 planos de aplicación interrelacionados y en movimiento: plano represivo se sistematiza la interacción de 3 factores implícitos : la guerra de baja intensidad, desarrollada en Vietnam y Argelia, cuyo objetivo es cortar las apoyaturas sociales de los que han sido delimitados como “enemigos” a través de la represión basada en elementos psicológicos y propagandísticos Doctrina de Seguridad Nacional y la noción de “fronteras ideológicas” que sustenta, desde el Estado, el concepto de “enemigo interno”. En el Operativo Independencia, y específicamente en Famaillá estas definiciones adquirían ciertas especificidades por la presencia de la guerrilla en el monte. Por un lado, se produce un despliegue de fuerzas militares en el sur tucumano que montan un escenario de guerra. Por otro lado, la amplitud y ambigüedad propia de la definición de enemigo interno se multiplicaba geométricamente en la medida que la población de Famaillá constituía el centro de “abastecimiento natural” de la guerrilla. la compra de cantidades importantes de mercadería (hecho común en familias numerosas que vivían alejadas de la ciudad y hacían compras quincenales) se convertían automáticamente en sospechosas de pasar alimentos a la guerrilla instalada en el monte. plano político, se entrelazan diferentes formas de colaboración y complicidad entre el Estado, las Fuerzas Armadas, los partidos políticos, los grupos económicos, la iglesia, los medios de comunicación, etc., entretejiendo un discurso que legitima el movimiento en el plano represivo (legal y físico) así como las apoyaturas y construcciones de consenso desde lo social. El objetivo que estructura este nivel es la eliminación de formas de autonomía y resistencia encarnadas por distintos sectores de la sociedad, legitimado por el discurso hegemónico de la figura de la “subversión”. Durante el desarrollo del Operativo Independencia en 1975 se rastrean cientos de declaraciones, actos, y solicitadas protagonizados por distintos sectores de la sociedad civil tucumana que apoyan y legitiman la acción del ejército. Esta creación de consenso, sin duda alguna contribuye a garantizar la aceptación sin resistencia de la futura dictadura militar, por parte de un importante sector de la sociedad. plano social donde se hacen carne en una serie de prácticas los discursos legitimadores del accionar genocida, pero también el plano donde se desarrollan las resistencias frente a los perpetradores, en forma más organizada o en forma más individual, como mecanismos de adaptación activa a la realidad. laboratorio lo cual implica la preparación, instauración y ensayo de prueba-error de un plan sistemático de persecuciones, secuestros, desapariciones forzadas de personas, apropiación de niños y creación de Centros Clandestinos de Detención (en adelante, CCD). En este sentido, el Operativo Independencia tuvo un carácter de escuela para el terrorismo de estado, tanto en la formación de los perpetradores como en los ensayos de mecanismos de terror que se aplicarían en los CCD y en la sociedad. Particularidades que tuvieron estos dispositivos en el Operativo Independencia, que lo distinguen del proceso genocida posterior y las experiencias en las grandes urbes: MILITARIZACIÓN DE LA POBLACIÓN. Antes del inicio del Operativo Independencia, aproximadamente desde mediados de 1974, comienzan a extenderse en la zona del sur de Tucumán practicas represivas y persecutorias enmarcadas en “operaciones antiguerrilleras”. La Escuela Diego de Rojas comienza a funcionar para esa época como un centro de detención y tortura. Esta escuela se conocerá posteriormente como la Escuelita de Famaillá, el primer CCD de la Argentina. Con el inicio del Operativo Independencia, aproximadamente 1.500 hombres del Ejercito, Gendarmería Nacional, Policía Federal y Provincial ocuparon militarmente el sur tucumano, al mando del General Acdel Vilas, primero, y el General Antonio Domingo Bussi, . Esta militarización en el pueblo de Famaillá y sus alrededores instaló un escenario de guerra, no previsto por la población. Cuando relatan el comienzo del Operativo Independencia, los pobladores remarcan una cierta sensación de sorpresa e “invasión”: “Cuando llegan (los militares), llega una tropa de más de tres cuadras de largo con todo, camiones, unimog, y entraron de prepo, no preguntaron a nadie y se instalaban ahí…” Una vez instaladas en la población, las fuerzas represivas fueron un verdadero ejército de ocupación, militarizando todos los aspectos de la vida cotidiana del pueblo. Los pobladores que vivían cerca de las bases eran requisados cada vez que salían de sus casas, en las zonas rurales los soldados usaban sus baños. En casos más extremos, como el de la Escuelita de Famaillá, los militares controlaban estrictamente los horarios de entrada y salida de las casas y las actividades de los miembros de la familia. Los militares ocuparon también las principales instituciones del pueblo. Esta ocupación variaba en sus formas, por ejemplo: en el hospital de Famaillá se puso directamente un interventor militar, en la iglesia se reemplazó al cura por un capellán del ejército, y en el caso de las escuelas, se establece el control de los contenidos y mensajes que se debía transmitir a los niños. Las fábricas e ingenios continuaron bajo las directivas de la patronal pero se militarizaron. Por ejemplo en el caso del Ingenio La Fronterita, funcionaba una comisaría, una base militar y un CCD dentro del ingenio, y las mesas de negociación entre la patronal y el sindicato, contaba con la participación de un representante del ejercito. A esto se sumaron una serie de mecanismos de control, persecución y hostigamiento a la población que incluía la realización de censos, la emisión de credenciales de trabajo que funcionaban como permisos de circulación, y los controles a comerciantes que tenían órdenes de notificar si veían a “personas extrañas”, corriendo el riesgo de ser ellos mismos “sospechosos” y detenidos si no notificaban por lo menos una vez alguna “visita rara”. También eran controladas las compras de mercaderías y el consumo. Estas formas de lo que consideramos como “militarización” y la instauración de un “escenario de guerra”, implicaron el despliegue de practicas concentracionarias en la población, reforzadas por un alto nivel de visibilidad. La gran cantidad de CCD, cuya importancia numérica está también relacionada con el nivel de militarización, estaban instalados a la vista de los pobladores. Baste mencionar que 2 de ellos quedaban frente a la plaza principal del pueblo, y uno de los cuales se emplazaba en un sector de un edificio que paralelamente funcionaba como escuela. En la práctica de militarización, la evidencia o visibilidad de los CCD no era un escollo en la medida que se justificaba por la existencia de una guerra: los CCD pasaban a ser lugares de reclusión de detenidos. En la práctica, esta enorme visibilidad funcionaba en la población como un potente difusor del terror, que se reforzaba por los relatos de vecinos, compañeros de trabajo, o conocidos que salían de los CCD y contaban o llevaban las marcas de aquello que permanecía oculto a la mirada de la población. frecuente el secuestro de pobladores por cortos períodos, de días e incluso horas, que luego se reiteraban sistemáticamente. el pueblo comienza a funcionar con características de gueto. Las fuerzas represivas penetraron brutalmente en la cotidianeidad de la gente, en sus lugares de reunión y protección, en las familias, y en los pequeños y grandes círculos que hacen a la comunidad. Estos mecanismos no operan solo bloqueando la posibilidad física de los espacios de encuentros sino que también instalan la desconfianza en torno a estos espacios. Estas acciones represivas se complementaron con las llamadas “acciones sociales” que buscaban un acercamiento entre el ejército y la población y con mecanismos de cooptación de figuras importantes del pueblo, referentes sociales, como el cura, el doctor, y los comerciantes, entre otros. Por lo tanto, decimos que el “escenario de guerra” es el contexto en el que se significan estas practicas concentracionarias: es el perpetrador –el Estado, las fuerzas armadas y sus apoyos civiles– quienes instauran la imagen de “guerra” y definen la noción de subversivo. La idea, siempre ambigua de la subversión, se materializa en el enemigo, la guerrilla en el monte, infiltrada en la población. La sospecha recorre toda la zona y las subjetividades de los pobladores. Esta zona de ambigüedad, en la que no quedan lugares seguros, y las prácticas de control y represión que reticulan la población se constituyen en un fuerte condicionamiento que habilita y fomenta prácticas de delación y prácticas de colaboración con los militares por parte de los pobladores, colaboración que en gran parte se realizaba bajo la amenaza de un muerte segura. A nivel subjetivo, esa ambigüedad e inseguridad se interioriza. Una pregunta de un sobreviviente completa esta imagen: ”¿cuándo nos hemos convertido en subversivos nosotros?”. La cosmovisión del perpetrador arrasa las formas de definición de la población y crea en esta desestructuración subjetiva un terreno fértil para el acatamiento del discurso del perpetrador, como una de las formas posibles de adaptación a la nueva situación. Si bien se acepta la existencia de un enemigo, la noción de subversión y su aplicación para con la población en general, configura roles en un caleidoscopio vertiginoso, donde nada es como se cree, no hay lugar de certeza o seguridad, pero lo que sí es certero, es que el perpetrador es quien define los márgenes de ambigüedad. Estas prácticas desarman y reconfiguran roles sociales, construye nuevas formas desde la fragmentación, la paranoia y la delación. Crea un caleidoscopio desde el estallido de las formas de relación cotidianas. Lo cultural se reconstruye desde el arrasamiento de las formas sociales, políticas, históricas y culturales que sustentaban formas de vida con fuertes rasgos de solidaridad y comunitarismo. Un proceso gestado antes y durante el Operativo Independencia y que continua hasta nuestros días. Hoy por hoy, las profundas huellas dejadas por este proceso, que se materializan en matrices autoritarias, en silenciamiento, en miedos sublimados, no sólo permanecen sustentadas por un marco de impunidad que revive el temor a que vuelvan los procesos represivos totales sino que se reactualizan a través de las prácticas políticas cotidianas. Estas continuidades y silenciamientos entrampan la historia del sur tucumano en la “época de la subversión”. La tarea liberadora que ha empezado en parte de su población ha sido la apertura de grietas en ese silencio, por las que se cuelan a borbotones retazos de esa historia. La creación de espacios colectivos de encuentro que funcionen como sosténes del proceso de elaboración de un pasado traumático es parte del proceso en curso. [1] Famaillá se encuentra ubicada en la zona sur de la provincia de Tucumán. Lugar donde se asienta militarmente el comando tactico del Operativo Independencia a partir de febrero de 1975. [2] Específicamente, el Ministerio de Bienestar Social, a cargo de López Rega, tomó en sus manos el financiamiento y apoyo de las fuerzas represivas parapoliciales. Por otro lado, todos los sectores represivos dentro del Estado, tenían relación con estos grupos de choque. Por Ej. Seineldín era el nexo entre el Ejercito y la Tripe A. GRUPO DE INVESTIGACION SOBRE GENOCIDIO EN TUCUMAN