VICTIMISMOS FUERA Por Carmen Rigalt Todo llega a su tiempo. Algunas cosas incluso sin esperarlas (y a traición). No es una adivinanza: yo también padezco glaucoma. Lo digo sin ánimo de arrogarme ningún protagonismo. vida he tenido A lo largo de la amigas que presumían de haber parido con más dolor que las demás o de haber pasado mayor número de veces por el quirófano. El victimismo se agazapa detrás de muchos comportamientos inocentes. Yo misma he caído en esa trampa sin pretenderlo. Heredé el victimismo de mi madre, que a su vez lo heredó de la suya, y así sucesivamente. A mi madre siempre le ha gustado rodearse de médicos, y todavía ahora, cuando me oye toser va y dice, como una autómata que recurre al estribillo: “háztelo mirar”. Ella nunca ha necesitado ese consejo porque se lo ha hecho mirar todo. Una vez, el médico le sugirió operarse de la vesícula y mi madre nos convocó a todos para comunicarnos la noticia. Le extrajeron unas piedras como castañas y el doctor comentó: “llevaba usted una bomba de relojería”. En mala hora. Desde aquel instante, mi madre no ha parado de evocar la bomba de relojería para explotarla ante sus cuñadas. Las mujeres de mi generación estamos en racha de problemas. Nos acostamos con insomnio y nos levantamos con cáncer de mama. Somos bastante resistentes al tabaco y no tanto al efisema pulmonar. Nos salen al encuentro síntomas de artrosis, sequedad ocular y chorraditas múltiples. Sin embargo, de todas las mujeres de mi pandilla, yo soy la única que tropieza con los bordillos de la calle y palpa el aire cuando está frente a una puerta de cristal. Podría utilizar el victimismo para arañar unos cuantos mimos, pero no quiero desairar mi dignidad. Desde hace diez meses, cuando me detectaron un glaucoma, no he consentido más ayuda que la necesaria para sobrevivir airosamente. A mí alrededor ha cambiado el paisaje, que se ha hecho más conciso, pero también las personas. Ahora mucha gente me pasa la mano por el hombro ofreciéndose a intercambiar cromos y experiencias oftalmológicas. Lo agradezco. Debuté por sorpresa con un glaucoma avanzado y para mí todo es nuevo, empezando por la génesis de la propia enfermedad, que a estas horas todavía presenta algunos interrogantes. Hoy, mi prioridad es mantener el hilo de visión que quedó a salvo del zurriagazo. El “resto”, le llaman los oftálmólogos inoportuno. con un desdén profesional Me niego a compartir semejante lenguaje. Con lo poco que tengo todavía puedo ver mucho. Mi “resto” es un tesoro, y no pienso darle tratamiento de “parte” sino de “todo”. Desde hace casi un año mi vida ha cambiado a peor, pero las limitaciones no me hacen sentir más infeliz. Es verdad que ahora paseo menos por la calle, pero no me importa porque nunca me ha gustado pasear. Es más: estoy aprovechando la ocasión para alimentar un sueño que hasta hace nada sólo me servía para rellenar algún relato literario. Como soy vaga y poco andariega me permito el lujo de imaginar que voy en cochecito de niño con las piernas bajo una mantita y con la capota transparente echada si las condiciones climatológicas son adversas. Me veo en mitad del sueño cruzando pasos de peatones, plazas, parques, ferias y manifas, empujada por alguien de mi familia. Cuando eso ocurra ya no me quedará campo visual, pero todo lo que contemplaré con los ojos del alma será en cinemascope y tecnicolor. Así es la esperanza. Así es la vida. Para ver bien basta con soñar mejor.