Articulo de la Dra. Isabel Güell publicado en la revista MENTE SANA nº 23 pagina 56. Marzo 2007 ¿Dónde viven los recuerdos? Uno de los grandes retos en neurociencia es conocer qué mecanismos usa el cerebro para recordar. Las últimas investigaciones revelan que la memoria no es un archivo cerrado, sino un ejercicio de recreación. Una canción, un aroma. El recuerdo de una noche de verano. Los sabios consejos de nuestros padres... ¡Cuántas experiencias acumuladas: viajes, besos, estudios, trabajos…! Sin embargo, ¿dónde se encuentran estas experiencias vividas en realidad?, ¿qué es lo que recuerda tu memoria?, ¿guardas tu vida grabada como si fuera una película o sólo unos cuantos recuerdos inconexos conforman tu pasado? Un breve paseo por los conocimientos actuales sobre la memoria y sus entramados neuronales abrirá nuestro particular baúl de los recuerdos. Aunque la memoria se puede definir como la capacidad para reconocer o recordar la experiencia previa, si pretendemos adentrarnos en su funcionamiento es preciso descomponerla en sus distintos eslabones: registro de la información, fijación, retención, almacenamiento, reconocimiento, recuerdo y reproducción. Y todo ello forma parte de lo que llamamos memoria. ¡Cuánta complejidad! Sin embargo, una simple ojeada a ciertos detalles cotidianos de nuestras vidas bastará para que aprendamos a identificar los distintos tipos de memoria empleados por la maquinaria de nuestro cerebro. Un cerebro organizado para recordar, pero, muy especialmente, para olvidar, como descubriremos entre otras fascinantes sorpresas sobre su funcionamiento. Seguro que todavía recuerdas el día en que tu hijo aprendió a montar en bicicleta. De aguantar el equilibrio a duras penas y caer continuamente pasó a pedalear a toda velocidad y sin manos. Unos movimientos aprendidos conscientemente y con esfuerzo terminaron por pasar al baúl de la memoria inconsciente, como claro ejemplo de la existencia de dos grandes bloques de memoria: memoria consciente o explícita y memoria inconsciente o implícita. Por otro lado, resulta muy curiosa la apreciación siguiente: retenemos un número de teléfono el tiempo justo para marcarlo y luego lo olvidamos; no obstante, nos acordamos del nombre de nuestros padres durante toda nuestra vida. Ésta sería la diferencia entre la memoria a corto plazo (inmediata, de fijación o reciente) y la memoria a largo plazo (de evocación o remota). Estamos hablando de distintos tipos de memoria dependiendo del tiempo que nuestro cerebro retiene la información. Se establece una tercera clasificación que dependerá de si el recuerdo está ligado o no a una vivencia personal. Aquellos sucesos que recordamos enmarcados en el tiempo y que, como son autobiográficos, son susceptibles de distorsiones personales y, por tanto, en cierta manera, pueden considerarse recuerdos poco fiables, se clasifican dentro de lo que conocemos como memoria episódica. Por su parte, la memoria semántica, desligada de la experiencia personal, es nuestra biblioteca de conocimientos: fechas, hechos, objetos, nombres... Se trata de una memoria formada y potenciada a partir de la repetición y la capacidad de categorizar y generalizar. Y podríamos seguir encasillando las distintas maneras que tenemos de guardar nuestros recuerdos. Sólo debemos volver a fijarnos en nuestro quehacer diario. Entras en el salón, te detienes, ¿qué es lo que ibas a hacer? Decides ir al baño y ocuparte después de sacar la ropa de la lavadora. ¡Maldita memoria de trabajo!, una memoria que, con los años, tiende a fallar como consecuencia del envejecimiento normal de nuestro cerebro. Por último, no debemos olvidar la metamemoria o facultad de tener conocimiento de nuestra propia capacidad memorística: tener en la punta de la lengua un nombre, saber lo que no se sabe. Memoria explícita e implícita, a corto y largo plazo, semántica y episódica, de trabajo, metamemoria, visual, verbal... Conocer el funcionamiento de todo este universo de memorias y poder incidir sobre ellas nos abre un sinfín de posibilidades, como la de ayudar a recuperar la memoria de las personas afectadas por determinadas lesiones o enfermedades cerebrales. Por increíble que parezca, hemos comenzado a desvelar el armazón de esta función básica en los seres vivos: la memoria. Tras años de ardua investigación, todo indica que nuestro cerebro se organiza a modo de circuitos de alguna manera intercomunicados; un circuito para la memoria consciente, otro para la inconsciente, y se postula un tercer circuito para la que denominamos memoria emocional. Asimismo, aunque actualmente sabemos que la memoria humana prácticamente se reparte por todo el cerebro, ciertas áreas o estructuras son determinantes para cada tipo de memoria. El circuito de la memoria consciente se extiende desde los lóbulos frontales, encargados de la memoria a corto plazo, a los lóbulos temporales, con el hipocampo como área esencial para la memoria a largo plazo. No obstante, a la hora de profundizar sobre el funcionamiento de nuestra memoria, una pregunta es crucial: ¿Cómo un recuerdo a corto plazo pasaría a convertirse en un recuerdo a largo plazo? Aunque todavía quedan numerosos aspectos por aclarar, en la actualidad sabemos que para que un recuerdo se instale en nuestra memoria de forma duradera es necesario que la corteza frontal remita la información o el recuerdo al hipocampo. También se considera que la mayor parte de este procedimiento tiene lugar durante el sueño en su fase REM. Las investigaciones no cesan de asombrarnos. El hipocampo proyecta o devuelve la experiencia a la corteza y, en cada representación, la experiencia queda más profundamente grabada. Con el tiempo, las memorias quedan tan firmemente establecidas en la corteza que ya no necesitan el hipocampo para recuperarlas, la lección queda finalmente aprendida o el recuerdo, memorizado para siempre. ¿Cómo aprendemos? ¿Cómo aprenden nuestras neuronas a partir de la experiencia? La capacidad de aprendizaje representa un cambio relativamente permanente en la conducta del organismo como resultado de la experiencia. De alguna manera, cada vez que aprendemos algo nuevo se van a producir cambios en las estructuras de nuestras neuronas. Ya Santiago Ramón y Cajal, en 1928, había sugerido que el proceso de aprendizaje podía estar relacionado con cambios morfológicos duraderos en la zona de comunicación entre las neuronas. Pero, ¿cómo buscar estos cambios en el interior de nuestro cerebro? ¿Cómo buscar un recuerdo específico? Éste es el reto científico. De hecho, los estudios por parte del investigador Eric Kandel, médico y premio Nobel en Medicina, junto a un grupo de científicos aplicados a la Aplysia, un caracol marino sin concha, resultaron determinantes. Este animal, con un sistema nervioso extremadamente sencillo, abrió las puertas al conocimiento de cuál es el proceso de aprendizaje de nuestro cerebro. Durante la investigación con la Aplysia se pusieron de manifiesto cambios en las sinapsis (o zonas de unión entre neuronas) cuando se sometía al animal al aprendizaje de la asociación entre una descarga eléctrica y una señal que indicaba la aparición de dicho estímulo nocivo. Explicado de un modo muy resumido, actualmente sabemos que cada experiencia nueva intensifica las descargas eléctricas neuronales a través de ciertas sinapsis y debilita otras. El patrón que forma estos cambios representa el recuerdo inicial de la experiencia. Mediante un proceso conocido como potenciación a largo plazo, cada vez que dos neuronas se disparan juntas se fortalece su enlace y con el tiempo quedan permanentemente unidas y se forma una determinada memoria. Así pues, un recuerdo puede definirse como un grupo de neuronas que se excitan juntas según la misma pauta cada vez que se activan. Una vez entendido esto, ya estamos en condiciones de plantearnos una de las preguntas más fascinantes del campo de las neurociencias: ¿dónde se almacenan los recuerdos? ¿Existe algo parecido a un baúl de los recuerdos en el interior de nuestro cerebro? Pues todo parece indicar que no existe un almacén de memoria propiamente dicho sino que pedazos de un recuerdo determinado están almacenados en diferentes redes neuronales distribuidos por todo nuestro cerebro, y que dichas piezas se juntan al recuperarlo. Los recuerdos, por lo tanto, no se encuentran catalogados en un depósito central sino que hay que reconstruirlos cada vez que los evocamos. El cerebro no almacena infinitas películas diarias sino que reconstruye los recuerdos a partir de un número manejable de elementos de experiencias reutilizables. ¡Qué sistema de trabajo más imaginativo! Pensándolo con detenimiento, ¡qué horrible vida tendríamos si nuestro cerebro fuera grabando cada detalle de nuestra existencia! Un sinfín de detalles insignificantes almacenándose sin descanso. Por el contrario, el ahorro conseguido por nuestro cerebro es espectacular: una alegría, la sensación de placer o de frío, un olor… serán piezas reutilizables para completar diferentes historias sobre nuestro pasado. Pero, ¿dónde se juntan estas piezas? En algún lugar deben juntarse las piezas, ya que nuestro cerebro evoca recuerdos a menudo enlazados. El neurólogo portugués Antonio Damasio, pionero en estos temas, propone que la unión de estas piezas tiene lugar en zonas de convergencia cercanas a las neuronas sensoriales que registraron el hecho por primera vez. Piezas que se trocean y se vuelven a unir, ¡menudo rompecabezas más inquietante! Realmente, los continuos avances en neurociencias no cesan de aportar luz hacia el interior de nosotros mismos aunque, en ocasiones, a costa de abrir nuevos y misteriosos interrogantes sobre nuestras propias vidas. Porque, visto lo visto, ¿son realmente fiables nuestros recuerdos? ¿Queda alguien capaz de meter la mano en el fuego para defender unos recuerdos en primer lugar troceados, luego distribuidos por todo el amplio mapa neuronal y, por último, reconstruidos por nuestro anímicamente cambiante cerebro? Isabel Güell. Neuróloga y directora de la Unidad de Memoria de Neurodex. Autora de el libro El cerebro al descubierto (Kairós). Publicado en la revista Mente Sana nº 23.