Introducción Una noche de enero de 1729, Francisco de Milla y Andrés de Zurita salieron de paseo por el campo . Tenían la intención de “dar música” juntos pero la repentina desaparición de Andrés dio por tierra con los planes para aquella velada. Al día siguiente, Zurita se justificó frente a su amigo. Se había apartado por miedo, “me ha pasado un caso grande”, le explicó. Por curiosidad, había ingresado al rancho donde la india Luisa vivía con su hija Antuca, en el pueblo santiagueño de Pitambalá. Era ya muy tarde y sin embargo no halló en la casa “sino las camas tendidas” y la ausencia de las dos mujeres. Se escondió entonces en un rincón, dispuesto a esperarlas pero fue sólo “al cuarto del alba” que las vio regresar. Ambas estaban desnudas y lo único que Zurita alcanzó a oír fue un reproche que la hija le dirigió a la madre: “que para qué iban todas las noches tan lejos a cansarse”. Esas palabras consiguieron que Andrés de Zurita huyera del rancho con la velocidad del viento. Al parecer, no sólo nuestro curioso músico se dedicaba a espiar a las dos indias. Don Joseph Landriel, vecino de Atamisqui, también había escuchado inquietantes conversaciones privadas entre Luisa y Antuca. “Por hacer daño a la señora Clara, hemos de matar a su marido”, le había oído decir a la madre. A las pocas horas, vio a las dos mujeres desnudarse y partir hacia el río hasta que “debajo de la barranca se metieron”. Landriel se decidió a seguirlas pero también en él el miedo pudo más y optó por el regreso a su casa. ¿Por qué dos mujeres solas despertaban tanto temor? ¿Dónde se suponía que pasaban sus noches? ¿Que relación guardaba su desaparición tras las barrancas, la desnudez y la muerte anunciada del vecino? Entre los campesinos santiagueños la celebración de cónclaves nocturnos en el corazón del monte parecía ser un secreto a voces. Pero ni Zurita ni Landriel osaron ponerle un nombre a aquellas reuniones *** La historia de Luisa de Pitambalá surge de un proceso judicial iniciado contra ella en 1729. No fue necesario para los testigos proporcionar más referencias que las mencionadas sobre el lugar o las actividades que convocaban a Luisa y a Antuca porque todos sabían de qué se trataba. Y era justamente por eso que les temían tanto. Por aprender el arte, madre e hija desafiaban la espesura del monte y la oscuridad de la noche: en la salamanca las estaban esperando. Ese arte consistía en “hacer daño” aunque también allí era posible aprender a repararlo. En una misma escuela y con los mismos maestros, habrían de formarse hechiceros y médicos. Este libro se ocupa de la magia y de sus usos hechiceriles y terapéuticos en Santiago del Estero (y de manera subordinada en San Miguel de Tucumán) en tiempos coloniales. Más precisamente, estarán en el centro de nuestra atención los sujetos sospechosos de producir daño, conducidos por ello a los estrados judiciales. Así entonces, nuestro acceso al reino de la magia y de sus practicantes se debe a la judicialización de ciertos episodios que, como el de Luisa de Pitambalá, nos han llegado en un relato escrito a varias voces. Seguramente, el enlace entre hechicería y fuente judicial le evoca al lector los ya innumerables estudios existentes sobre la Inquisición y sus perseguidos. Hace muchos años que la historiografía europea ha renovado su abordaje sobre aquellos viejos expedientes: ya no se limita a preguntarse por los inquisidores, más bien aguza su mirada etnográfica y se dispone a escuchar a los acusados con el mismo espíritu y la misma atención que el antropólogo le dedica a sus informantes. En este sentido, Carlo Ginzburg es uno de los autores más representativos del “nuevo paradigma” en el estudio histórico de la brujería . Con admirable maestría, el historiador italiano consiguió demostrar que las creencias mágicas populares se mantuvieron durante mucho tiempo “como una cultura de algún modo alternativa” frente a la ortodoxia religiosa . Ese mundo folclórico, verdadera alteridad para el inquisidor, podía ser descubierto con el auxilio de aquellas confesiones que por su contenido inverosímil habían sido antes dejadas de lado por la investigación histórica. Sin embargo, resultaba insoslayable que los reos no podían sustraerse ni a las presiones físicas y psicológicas ejercidas por los inquisidores para obtener sus testimonios, ni a la fuerza y coherencia de su demonología. Desde esta perspectiva, se comprende que Ginzburg reconozca en el estereotipo del sabbat europeo, componente central de las cazas de brujas de los siglos XVI y XVII, una “formación cultural de compromiso: el híbrido resultado de un conflicto entre cultura folklórica y cultura docta” . La clave de lectura aportada por Carlo Ginzburg no pasó desapercibida para quienes se ocuparon de la “bastarda” hija americana de la Inquisición europea . En este sentido, Pierre Duviols encontró en el bello estudio de Ginzburg sobre los benandanti friulanos un adecuado modelo teórico y metodológico para abordar los procesos andinos de extirpación de idolatrías del siglo XVII. Objeto de I benandanti era reconstruir el proceso de demonización de un ancestral complejo de creencias y rituales campesinos ligados a la fertilidad de la tierra . La descripción de tales ritos agrarios, que originariamente suponían la lucha entre dos bandos, el de los brujos y el de los benandanti, había sido gradualmente alojada en el estereotipo del sabbat. Tan rotundo había sido el éxito de los inquisidores que hasta los mismos benandanti terminaron por apropiarse del sabbat y confesaron su participación en los diabólicos cónclaves. De manera análoga, en América también había tenido lugar un proceso de demonización de las religiones nativas y la actividad de los extirpadores tenía que ver en ello. Por un lado, los clérigos católicos llegaban a estas costas cargando con sus propias coordenadas teológicas; por el otro, su misión era erradicar aquellos residuos de las antiguas creencias que se obstinaban en perdurar en las comunidades indígenas, protegidas por la acción mancomunada de caciques, chamanes y campesinos. El objeto del clero era “extirpar” la “idolatría”, vale decir el pecado de rendirle culto a una criatura como si fuese Dios. La idea de que el pacto diabólico presidía esas acciones cultuales y la identificación del idólatra con el hechicero hicieron que la persecución religiosa de los indios y la inquisitorial fueran, con todas sus diferencias, comparables . Por fin, del mismo modo que los procesos de extirpación, también los inquisidores de los tres tribunales del Santo Oficio abiertos en América tuvieron que prestarse a un singular “duelo de imaginarios” en sus intentos de juzgar la hechicería . Aunque desde muy temprano se les privó de jurisdicción sobre la población indígena, lo cierto es que los indios siempre aparecen entreverados en los relatos de hombres y mujeres, españoles y de castas, involucrados en episodios de maleficio, magia amorosa o curanderismo. Así es que la alteridad cultural se abre paso también en el más especializado de los tribunales religiosos: lo hace irrumpiendo con sus recetas y con sus hierbas, con sus conjuros, su materia médica y sus aproximaciones peculiares a lo sagrado y a lo diabólico . Aunque extremadamente escueto, este rodeo historiográfico nos ha alejado un poco de la santiagueña Luisa y de sus salamancas. Es hora de que regresemos a ella, puntualizando las principales diferencias que separan a nuestra hechicera y a sus jueces de los sujetos recién evocados. En primer lugar, divide las aguas el tipo de tribunal que se ocupó de los reos de Santiago del Estero y San Miguel de Tucumán. Fue la justicia capitular, civil y lega, la que recogió denuncias, promovió sumarias generales y recepcionó las eventuales querellas de los vecinos. Por ese mismo motivo, los jueces privilegiaron una faceta del delito de hechicería que no era la que más preocupaba al Santo Oficio o a la Extirpación y que concernía a los aspectos estrictamente criminales de las causas. En este sentido, la enfermedad o la muerte de una persona atribuida a accidente extraordinario, lo cual justificaba la clasificación del expediente como proceso por hechicería, era un delito fronterizo con el homicidio. En segundo lugar, tuvo consecuencias relevantes la relativa lejanía de nuestras cabeceras capitulares respecto de las principales capitales virreinales. Esta situación periférica hizo posible una administración de justicia que gozó de extraordinaria autonomía y que se guió más por el sentido común de sus agentes que por los corpus legales en vigencia. De este modo, procedimientos como la tortura –legales y permitidos pero raramente utilizados por la justicia inquisitorial o civil de otras jurisdicciones (y tanto menos por la Extirpación)-, sentencias tan poco frecuentes como la pena capital y alegatos del todo inconsultos son normales en estas fronteras del imperio colonial español. Por último, sobresale en algunos de los procesos judiciales que hemos de utilizar un estereotipo particular, al que habremos de prestarle especial atención: se trata de la ya mencionada salamanca. En trabajos referidos a otras regiones hemos hallado descripciones que presentan llamativas semejanzas con las que atesoran nuestros procesos. Sin embargo, dos cuestiones destacan a las salamancas de Santiago: la pluricentenaria perduración de la creencia hasta nuestros días y su configuración mestiza . El primer señalamiento nos invita a realizar un análisis del estereotipo en la larga duración, atento a las sucesivas resignificaciones que a lo largo de siglos lo fueron vaciando de algunos de sus componentes originarios y en particular de su contenido étnico. En cuanto a la segunda dimensión del análisis, la referencia es a una problemática estrictamente colonial -la de los procesos de mestizaje- y exige un profundo conocimiento del contexto local. *** Además de la asistencia a salamancas, a Luisa de Pitambalá se le achacaban la muerte de dos criadas mulatas –con las que había reñido poco tiempo antes- y la enfermedad de los hijos de su amo. Según los testigos, si estos últimos habían logrado escapar a una muerte segura, había sido gracias a las oportunas amenazas del padre, que forzaron a la hechicera a reparar prestamente el daño. También una tercera mujer presa “del mesmo mal de hechizos” fue considerada víctima de Luisa. Frente a la mirada atónita de algunos pobladores, la maleficiada había echado por la boca una misteriosa bolsita. Se trataba de un dispositivo mágico (encanto) que llevaba la firma de Luisa: en efecto, la talega había sido cerrada con una cinta negra que la india, desafiando la repugnancia de los asistentes, había hurtado en un velorio. Esta breve narración resume bien algunos elementos recurrentes en las cosmovisiones que reconocen un orden mágico de causalidad. El resentimiento y el enojo como motor del daño, la capacidad del hechicero para repararlo, la utilización de encantos que se introducen en el organismo de la víctima, la transmisión hereditaria de los poderes y saberes mágicos, el consenso acerca de la eficacia de la magia son todos elementos que responden a una lógica en buena medida universal. En otras palabras, la magia configura una estructura de pensamiento y, en el interior del pensamiento mágico, la hechicería o la brujería pueden ser consideradas causas socialmente relevantes para explicar el infortunio o el fracaso personal o colectivo. Este mismo carácter estructural de la magia nos sirve como pretexto para acometer la aventura de navegar entre pasado y presente. Mencionamos ya la vigencia que mantiene el estereotipo de la salamanca; pues bien, también el modo peculiar de concebir salud y enfermedad tiene profundas raíces mágicas en nuestra región. De aquí que, aunque el núcleo de nuestro análisis abarque el siglo XVIII, debamos remontarnos al período prehispánico y alcanzar los umbrales de nuestro presente para ofrecer explicaciones más completas y satisfactorias. En congruencia con lo dicho, nuestro corpus documental principal consiste en un conjunto de veinte procesos contra hechiceros juzgados en Santiago del Estero y San Miguel de Tucumán, pero también serán contempladas crónicas tempranas del siglo XVI y material etnográfico, sobresaliendo en este sentido el aportado por la Encuesta Nacional de Folclore de 1921. Somos conscientes de que estos últimos registros nos están hablando de la cultura campesina del siglo pasado, y que ésta es conservadora pero no inmóvil. No obstante, creemos que vale la pena el desafío de su confrontación con los históricos, no para proyectar datos del presente hacia el pasado ni para cubrir con ellos vacíos documentales, sino para que ambos se iluminen mutuamente. El énfasis en las continuidades que acabamos de señalar no le quita especificidad a la hechicería colonial, corazón de nuestro estudio . Es obvio que una insalvable distancia separa al prestigioso especialista religioso de la comunidad indígena prehispánica de la hechicera que ejercita su arte diabólico en la sociedad colonial y a ésta del "estudiante" salamanquero de nuestros días. En todo caso, una de las facetas más interesantes que el tramo colonial de nuestra historia nos invita a reconstruir es aquel proceso de mestizaje o hibridación cultural, que afectó también las actividades mágicas, y lo hizo en buena medida “de abajo hacia arriba”. Esta dinámica singular generó no pocas paradojas ya que la magia es capaz de unir, aunque más no sea temporalmente, a sujetos de jerarquías socioétnicas contrapuestas, en un marco en el que pocos descreían de su eficacia. Para bien o para mal, el español que acudía a la hechicera indígena o al curandero negro debía someterse a su voluntad: una temporaria reversión de las relaciones de poder tiene lugar en el acto de curación, adivinación o daño a terceros. La situación del proceso judicial, por el contrario, volvía a poner las cosas en su lugar y los jueces –notables locales- decidían la suerte de la hechicera y retomaban el poder sobre ella. Como contrapartida de la universalidad de las prácticas mágicas, este libro busca también incorporar la mirada local, en otras palabras, deliberadamente atiende a la "variante" tucumano santiagueña. En efecto, ¿qué puede comprenderse de los episodios de persecución de hechiceros si se ignora el entramado social en el que éstos estallaron, el mundo en el que aquellos sujetos desarrollaron su existencia? Como veremos, las prácticas hechiceriles y terapéuticas que emergen de los procesos están permeadas de referencias que sólo resultan inteligibles desde un adecuado conocimiento del contexto. Intentar desentrañarlas a partir de la extrapolación mecánica de fenómenos como la brujomanía europea de los siglos XVI y XVII y aún de la extirpación de idolatrías andina, sólo puede acercarnos muy parcialmente al mundo de los hechiceros (o mejor dicho de las hechiceras, que son la abrumadora mayoría entre los reos) que pueblan nuestros procesos . Desprovistas de su escenario, las atractivas (y a menudo truculentas) historias contenidas en los expedientes judiciales podrían haber transcurrido casi en cualquier parte ya que, como hemos dicho, la hechicería es un componente estructural de múltiples sociedades. Por el contrario, acercarse a las brujas desde “su” mundo , que obviamente no se limitaba a la magia sino que abarcaba la vida material, las relaciones con los vecinos, las pequeñas cosas de todos los días, contribuye a enriquecer desde una disposición nueva y diferente nuestra experiencia de ese mundo. En otras palabras, el conflicto que se plantea sobre estas hechiceras nos abre una suerte de ventana desde la cual observar su contexto desde una perspectiva microhistórica. *** Esta obra está estructurada en cinco capítulos. Acompañante y guía del lector en cada uno de ellos será la india Lorenza, rea principal del más fascinante de los procesos de nuestro corpus y que nos pareció un acto de justicia invocar también en el título del libro. El capítulo I es contextual y propone un recorrido por el territorio que cobijara a nuestras hechiceras coloniales. Está concebido no sólo como un itinerario geográfico sino también como una exploración de la cartografía social de la campaña de Santiago, y en particular de sus pueblos de indios, comunidades de la que provienen la mayor parte de las reas procesadas por hechicería. El capítulo II está dedicado a los jueces, promotores fiscales y defensores que actuaron en las causas. La situación de “diálogo” de los procesos nos impone preguntarnos por ambos interlocutores. De aquí que creyéramos imprescindible reconstruir el perfil y las trayectorias de quienes modelaron, ajustaron y también escucharon y creyeron en las respuestas de acusados y testigos. Ninguno de estos sujetos, como veremos, era portador de una cultura docta; se trataba de jueces legos, de encomenderos y comerciantes que conocen sumariamente los rudimentos del derecho de forma y la vulgata de la teología y demonología católicas. Esperamos demostrar que, a la postre, la cultura de esta élite poco letrada se encontraba profundamente permeada por la multiforme cultura “popular”. En definitiva, los jueces y los testigos españoles que declararon frente a ellos temieron como todos los demás el poder de hechiceros y salamancas. A partir del capítulo III ingresamos en la parte más específicamente mágica del libro. Comenzamos con una presentación del corpus y un análisis que busca rescatar el perfil del reo juzgado por hechicería y de sus víctimas, las dinámicas de los episodios judiciales, la intervención de adivinos y curanderos colaborando con las autoridades capitulares. En otras palabras, en el tercer capítulo se enfocan las regularidades y denominadores comunes que atraviesan la muestra, además de proponer una tipología que contempla diferencias y matices dependientes de variables tales como el carácter individual o colectivo de las actividades mágicas, las relaciones cercanas o distantes entre sospechoso y víctima, el contexto rural o urbano que sirve de escenario a los episodios, el "humor" de los cabildos locales, más o menos incrédulos o sensibles a la acumulación de accidentes extraordinarios y a sus consecuencias. En complementariedad con el enfoque del capítulo III, los dos últimos se refieren a los usos más específicos de la magia. En el IV, nos ocupamos del arte del maleficio pero sobre todo de su escuela: la ya citada salamanca. De tal manera, habremos de concentrarnos especialmente sobre dos procesos - sustanciados en 1715 y 1761- en los que el estereotipo de la escuela de brujería aparece descripto en todos sus detalles. Concebidas actualmente como espacios mágicos donde el iniciado aprende el arte que le interesa siguiendo las lecciones del Zupay, a las salamancas se les ha reconocido generalmente origen hispano en razón de su similitud con las tradiciones populares ibéricas, que autores de la talla de Cervantes y Juan Ruiz de Alarcón volcaron a la literatura en el siglo XVII. Nuestra hipótesis, fundada sobre el examen de los expedientes judiciales del siglo XVIII, es que si bien no faltan en el estereotipo algunos clásicos motivos demonológicos europeos, las salamancas son un producto mestizo, en el cual dicha demonología tiene un papel visible pero subordinado. Intentaremos demostrar que las salamancas representan la resignificación de rituales ligados a una cosmovisión indígena antigua, cuyos atributos originarios conocemos sólo aproximadamente. En fin, las salamancas conformaban un exponente más de una cultura híbrida que se expresaba también en otras manifestaciones como el vestido, las pautas de consumo y un idioma que reinó durante siglos en las áreas rurales, el quichua “santiagueño”, pletórico de palabras mixtas, mitad quichua, mitad españolas. Por último, el capítulo V se extiende sobre los presuntos antagonistas de los hechiceros, los curanderos. Presuntos antagonistas porque sus prácticas suelen ser a menudo confundidas con la de los primeros, en la convicción de que quien goza de poder para hacer daño goza también de la facultad de deshacerlo… Por eso es que el médico o la médica pueden estar en el lugar del reo pero también en el del colaborador de la justicia, corroborando en este último caso el origen preternatural de la dolencia de la víctima e identificando al culpable del hechizo. Al igual que las salamancas, el arte de estos especialistas, por lo general itinerantes y forasteros, también cristaliza en un producto híbrido, capaz de reunir y sumar sin contradicciones materia médica, técnicas diagnósticas y terapéuticas de las más diversas procedencias. Los médicos del monte forman un variopinto cortejo, no existe por cierto una ortodoxia en materia de medicina y sin embargo comparten una serie de principios que le otorgan a su "ciencia" una lógica a su modo coherente y que, creyendo en un orden de causalidad natural, no desdeña por ello la causalidad mágica. Finalmente, y también del mismo modo que las salamancas, este sistema médico ha logrado perdurar en la llamada medicina tradicional o folclórica. De aquí que los materiales etnográficos hayan de completar en este capítulo los procedentes de los expedientes judiciales. Todos los capítulos, y especialmente los dos últimos, incluyen extensas y pormenorizadas descripciones. Es una estrategia narrativa deliberada, que se propone transmitirle al lector aquella sensación del todo particular que Arlette Farge denominó "la atracción del archivo" . Y es que por cierto son los fondos judiciales los que con mayor inmediatez nos acercan el color, las sombras, el movimiento y la diversidad de matices del paisaje social del pasado que anhelamos reconstruir. Son a la vez los expedientes que mejor dan cuenta de la especificidad, de las diferencias de este complejo mundo campesino respecto de otros que, descriptos con trazos gruesos, enfrentaban la vida acudiendo a estrategias muy similares. ¿No nos transmite acaso una impactante sensación de cercanía el legajo judicial y el testimonio folclórico? Comunicar esa vivencia al lector (y esto conlleva la difícil tarea de deslindar aquello que es relevante no sólo para el autor, en constante riesgo de perderse en los vericuetos de las historias de sus personajes, sino también para el lector) es parte de nuestra exploración.