GURU Y PRESCRIPTOR

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El niño de la cuna ( La Rioja arcana )
Era una habitación pequeña, con dos camas, una a cada lado, en medio de ambas
una amplia ventana permitía el tenue paso de la luz en las noches estrelladas, justo
debajo de la ventana una vetusta cuna de madera era la cama del niño de nuestra
historia. En cada una de las camas dormían dos jóvenes, sus edades iban de los
diez a los veinte años, eran alegres y ruidosas, sus palabras se mezclaban con
ligeras risas, era la hora de sus mas intimas confidencias; las cuatro vigilaban
cualquier movimiento extraño del niño de la cuna, que aunque no las entendía, las
escuchaba atónito, eran sus tías; para ellas mas que su primer sobrino, era el
juguete del que habían carecido en su infancia.
La casa era antigua, sus abuelos, labradores en un pequeño pueblo al pié de un
monte, tenía tres plantas, en la planta baja estaba la cocina de fuego bajo, el hogar
siempre encendido con grandes leños, la abuela siempre vigilante de la comida y de
la enorme olla colgando encima del fuego donde hervían remolachas, patatas,
berzas y otras hortalizas que servían de alimento para los cerdos que se criaban en
la cuadra, en un rincón cerca del fuego el padre de la abuela, siempre callado; al
lado de la cocina, un amplio comedor al que se pasaba por una puerta de vaivén; la
entrada a la casa tenía un amplio zaguán con una gran puerta al fondo por donde
pasaban los animales hacia la cuadra, en la primera estaban las gallinas y las
cabras, en la segunda la mula y la burra, y en la tercera los cerdos que a su vez
tenían otra entrada por la calle para poderla limpiar con mas facilidad. En el primer
piso estaban los dormitorios y en el segundo el “alto” donde se guardaba el trigo, la
cebada, la tinaja de las magras, se colgaban los chorizos, pero lo que hacía las
delicias del niño era el gran horno redondo donde una vez cada ocho o diez días la
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abuela y las tías amasaban y cocían el pan, era pan de verdad, cuando pasaba el
tiempo y se ponía un poco duro se lo untaban con tocino y asado a la parrilla le sabía
a manjar de dioses; como el niño siempre estaba revolviendo, para que las dejara
amasar tranquilas le hacían un panecillo pequeño con un trozo de chorizo dentro que
conseguía calmarlo.
La casa se ponía en marcha al amanecer, a él le dejaban dormir, su despertar solía
ser un toque de gaita fuerte y continuado, era el cabrero, bajaba corriendo a la
cocina y le decía a la abuela que le dejara soltarlas, abría la puerta grande de la
cuadra y soltaba las cabras que las tías previamente habían ordeñado, el cabrero
recogía las cabras casa por casa, formaba el rebaño y las llevaba al campo a pastar,
lo que realmente le llamaba la atención era la vuelta de las cabras del campo, sin
necesidad de la ayuda del pastor, cada una se paraba en la puerta de su casa, daba
la impresión que aquellos cornúpetas estaban dotados de inteligencia.
A la entrada del zaguán, a la izquierda, había un pequeño mostrador donde el abuelo
guardaba, además de otros artilugios, un aparato que terminaba en forma de zapato
y que el abuelo que era muy habilidoso lo utilizaba para arreglar todo tipo de calzado
deteriorado que hubiera en la casa, el niño se quedaba extrañamente quieto
contemplando su destreza.
El pueblo como ya he dicho se encontraba al pié de una montaña poblada de robles
y hayas, en invierno era muy frío, para paliarlo, el concejo habilitaba a cada casa una
corta de árboles que una vez cortados se convertían en troncos con los que
calentarse durante esos crudos meses, durante varios días los hombres de la casa
subían al monte a talarlos y cortarlos, iban bien pertrechados de sierras y hachas de
filos aguzados, una sola vez el niño subió con ellos, con tan mala suerte que en una
de sus travesuras se pego un tajo con una de las hachas. Aquí el autor podía haber
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variado a su antojo la línea del relato, suponiendo que esto sea un auténtico relato,
simplemente habiéndole gangrenando la herida, le hubiera cortado el pié y lo hubiera
dejado cojo cambiando el curso de su vida y la línea de ésta historia, pero como no
es esa la intención del autor, lo voy a dejar en un corte profundo con la consiguiente
alarma de toda la familia; como sangraba de manera abundante, el abuelo que
seguramente se habría visto en otras peores, según contaba, había estado en la
guerra de Cuba, calentó vino se lo aplicó con un pañuelo a la herida, le hizo un
torniquete y acabo felizmente con la hemorragia, la llegada al pueblo fue apoteósica,
los gritos de la abuela y los lloros de las tías se oían desde la entrada al pueblo, una
vez dadas las explicaciones pertinentes, que consiguieron tranquilizarlas, se llevó al
niño al médico, que cual hábil hilandera cosió los desperfectos y de la herida nunca
mas se supo. He de hacer un pequeño corte en el relato, para comentar, que el
pueblo no tenía agua corriente y que los aseos brillaban por su ausencia, las
necesidades mas urgentes se realizaban en la cuadra al abrigo de los animales, las
de menor aprieto se podían hacer en el campo al abrigo de la naturaleza, la gente
cuando se bañaba lo hacía en grandes barreños con agua traída de la fuente; pero
Dios con su infinita sabiduría había compensado las carencias higiénicas y de otro
tipo con un Galeno de auténtica categoría, manejaba el bisturí y la aguja como el
mejor cirujano y a falta de medicinas conocía las propiedades curativas de las
hierbas cual brujo de la edad media, menos mal que la inquisición había
desaparecido.
El autor no puede dejar de pensar que hubiera ocurrido si el niño se hubiera cortado
la pierna, aunque esa no sea su intención, los abuelos ante tamaña desgracia se
hubieran tirado seguramente por un barranco, los padres del niño nunca hubieran
entendido la desgracia de su hijo y habrían culpado a toda la familia, con la que
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seguramente nunca mas se hubieran hablado, en fin que la desgracia se hubiera
abatido sobre todos de forma despiadada, pero claro, al autor se le puede acusar de
cualquier despropósito, pero nunca de despiadado.
Pero sigamos con la historia que había ideado desde el principio, lo importante es
lograr que el niño sea feliz.
Había una iglesia, decían que era antigua, era como todas las iglesias antiguas, por
eso no la describo, ocuparía demasiado espacio, tenía una campana para llamar a
los feligreses a los oficios religiosos y tenía la mala costumbre de repicar a las tres
para fastidiar la siesta de los citados feligreses, el niño que aunque era pequeño no
era tonto, en su ingenuidad pensaba que cada día iba menos gente a la iglesia por
culpa del toque de las tres; un día la campana sonó a esa hora, su sonido era
diferente, mas revolucionado, enseguida se escuchó la palabra “fuego”, está
ardiendo una era, los vecinos acudieron rápidamente a intentar extinguirlo, la
empresa fue imposible, todos los haces de la cosecha de aquel año perecieron por la
voracidad del fuego, las caras desoladas de toda la familia hicieron pensar al tierno
infante que sobre la casa había caído una maldición. No os he contado que el niño
había estado jugando en la era con unos amiguitos antes de la hora de la comida,
podéis tranquilamente pensar que los inocentes niños jugaban con cerillas,
circunstancia que hubiera podido cambiar la orientación del relato. Ese mismo día y
mientras jugaba en la era, se le clavó una rampla en la palma de la mano, pasaron
los días, se le fue infectando, para que no se la vieran encogía los dedos, la abuela
se dio cuenta, tenía la mano llena de purulencias, lo llevaron al sanador, iba
asustado, la cara del médico era un poema, ¿como no lo habéis traído antes?, cogió
el bisturí y sin pensárselo dos veces empezó a hurgar en la mano hasta que la dejó
limpia de pus y al niño medio inconsciente y con la lección aprendida, el susto no le
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duró mucho tiempo; después de habérsele curado la mano y por su buen
comportamiento el abuelo le dijo que lo iba a llevar a empalar caparrones, antes de
salir comió unas ciruelas claudias y como le dieron sed, bebió agua fría del barril, el
cólico le dio en el campo antes de empezar la tarea, el susto del abuelo monumental,
los caparrones sin empalar y la consiguiente bronca de la abuela. Llegados a éste
punto del relato y dado el comportamiento del protagonista, el autor tiene dudas de si
seguir con la idea original de crear ese niño feliz o iniciar nuevamente el relato y
además de cortarle la pierna, cortarle la mano y dejarlo cojo y manco, pero,
superadas las dudas y dada la ingenuidad del niño, todas las cosas que le ocurren
una vez pasadas reafirman la felicidad del niño y la del autor en su idea inicial.
El verano acaba, aparece un taxi, los niños se aglomeran a su alrededor, es su
padre, viene a llevárselo, tiene que comenzar sus estudios, llora desconsolado, sus
abuelos y tíos lo despiden con lágrimas, le consuelan, le dicen que pronto tendrá
vacaciones y volverá con ellos.
El autor no quiere entrar a relatar su vida de estudiante, lo único que quiere comentar
para que sirva de aclaración al lector, es que el niño era un buen estudiante. Quizás
la promesa de sus padres de dejarlo ir con sus abuelos era su compensación. Las
vacaciones en el pueblo cada día las vivía con más intensidad, a medida que iba
creciendo asimilaba mas fácilmente las enseñanzas que sus tíos y abuelos le
proporcionaban, fue conociendo poco a poco el sacrificio y la abnegación que
representaba el trabajo, cada nueva labor aprendida le servía de enseñanza y le
colmaba de alegría. Un día fue de dulero, parece ser que en aquella época se
habían comprado bastantes animales caballares jóvenes y la dula se hacía por turno,
lo llevó uno de sus tíos, se lo pasó muy entretenido, los animales como eran jóvenes
y trotones no les hacían demasiado caso, hubo que correr mucho para conseguir que
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no se desperdigaran demasiado y se perdieran, llegaron a casa reventados, como
compensación durmió como un bendito acompañado de los sueños mas felices.
Era mas divertido ir de pastor de ovejas, no hacía falta correr, los perros controlaban
perfectamente el rebaño y el tío tenía tiempo de contarle cosas de la “mili”,
anécdotas divertidas que le habían ocurrido, el niño lo escuchaba embelesado; el
almuerzo y la comida eran siempre los mejores momentos del día, a veces se hacía
largo, aunque si se acercaban al río la diversión era mayor, el tío, lo hacía para
complacerlo; era un pescador de primera y mientras las ovejas pastaban en la orilla,
siempre le daba tiempo a coger alguna trucha y cangrejos que entonces abundaban,
en su compañía el niño aprendió a pescar valiéndose únicamente de las manos.
A mable lector, si has llegado hasta este punto de las andanzas del protagonista me
podrás echar en cara que no he puesto nombre a ningún personaje, pero pienso,
que los nombres no tienen ninguna importancia, seguro que me dais la razón,
tampoco os he dicho ni el nombre de la ciudad de donde procedía, ni el del pueblo
de los abuelos, de lo que si estoy seguro es que vuestra sagacidad os habrá
permitido ubicar la región donde transcurre el relato.
La siega era una de las labores mas duras, se iniciaba el día al amanecer y así poder
llegar cuanto antes a la pieza, los segadores se ponían la zoqueta en la mano
izquierda para evitar los cortes que pudiera producirles la hoz, y golpe a golpe y a
base de riñones conseguían su objetivo; el abuelo no le dejaba al niño ni acercarse,
ni participar en la siega recordando la aventura del monte, cuando acababan y
miraban atrás se veían los haces perfectamente dispuestos para su acarreo y
transporte a la era; la comida en comunidad descargaba la tensión acumulada
durante el trabajo, el apetito era feroz, se podían comer hasta las piedras, luego una
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pequeña siesta y vuelta al trabajo. Para el acarreo se procuraban juntar varios
animales de familiares o amigos para así tener que hacer el menor número de viajes.
Ahora me podríais preguntar ¿Le han cambiado su comportamiento los estudios?,
rotundamente no, el niño, que crece en estatura e inteligencia, tiene dos caras, una
con su familia y otra, de la piel del diablo, el resto del tiempo. El pueblo es como
todos los pueblos, hay chicos y chicas, los primeros cometen todo tipo de fechorías
menores, nuestro protagonista siempre está a la cabeza de todas, es el primero en
reírse de los mas inocentes, el que encabeza las incursiones para robar fruta de las
huertas, el que inicia el levantamiento de faldas a las chicas para verles las bragas,
en fin, que como estudia en la capital es bastante chulito. El pueblo, como he dicho
anteriormente, por si se os ha olvidado, aunque no tiene agua corriente, tiene para
compensar, un estupendo galeno, del que ya os he contado sus habilidades, y para
recelo del niño, cura titular; como información imprescindible he de deciros que
estudia interno en un colegio de religiosos, el citado cura lo requería de manera
obsesiva como monaguillo, como buen religioso y para que la abuela le obligara a
hacerlo, la halagaba muy finamente diciéndole que era el único que sabía contestar
las oraciones en latín. La abuela y las tías, éstas cantaban en el coro, todos los
Domingos y fiestas iban a misa, mientras el abuelo se quedaba en casa cuidando el
puchero y los tíos durmiendo, nunca iban, cuando era pequeño creía que era por el
toque de las tres, aunque ahora piensa que puede haber otros motivos, nunca se lo
ha preguntado, tampoco le importa mucho porque no lo hacen. Los domingos, el
cura da la paga a todos los monaguillos por ayudarle, a él, siempre le da algo más,
es su única ventaja. El autor no quiere desprestigiar al cura, ya que es un personaje
secundario, pero se habla de andanzas y compañías nada recomendables, seguro
que son habladurías de los enemigos de la religión como en todas partes, el niño
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aunque tiene alguna duda no se las cree, a pesar de que le tiene alguna manía por
obligarle a ser monaguillo.
La trilla era divertida, el primer paso lo daba el abuelo, tenía que valorar si iba a
llover o no, si el día iba a ser bueno se trillaba; los haces se extendían por la era,
primero se daba una pasada con los animales a pata, luego se ponía el trillo, el niño
se montaba como si estuviera en un tiovivo; de vez en cuando se daba una vuelta a
la parva, hasta que la paja estaba bien cortada y las espigas bien aplastadas, por
último se amontonaba y se aventaba, el montón se ponía en la línea que indicaba el
abuelo y según la dirección del viento; el trigo se medía en un recipiente de madera
que tenía una rampa inclinada de una fanega de capacidad y la paja se recogía en
unos mantones enormes para su traslado al pajar.
Una de sus mejores aventuras la vivió con un tío, casado, había tenido una camada
de tetones y los iba a bajar a vender a la cabecera de la comarca, le invito a ir con él,
era una nueva experiencia, para el niño era como ir de excursión, el viaje en carro
duró dos horas, entre berrido y berrido de los cochinillos le fue contando sus
andanzas por Madrid, antes, durante y después de la guerra civil en la que había
participado, en casa de la abuela ese tema era “tabú”; entre historias y cuentos se
liaba cigarrillos del paquete de cuarterón, haciendo una gracia le dio a probar uno, en
ese momento se convirtió en fumador, según las noticias del autor ese vicio
adquirido de la forma mas tonta en una apacible excursión puede que lo lleve a la
muerte, según dicen las autoridades sanitarias actuales, pero esa es otra historia.
Tampoco el autor siguió la pista de los tetones, aunque supone que el tío los
vendería a alguno de los tratantes que pululaban por la plaza del mercado, lo que si
sabe es que cuando volvieron a casa los cochinos habían desaparecido.
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La vendimia era tiempo de alegría, se recogía el fruto del esfuerzo del año, eran días
de risas y bromas, al niño le gustaba, el trabajo era duro, renque a renque había que
arrancar a las cepas sus jugosos frutos; cada vendimiador llevaba su cesto que una
vez lleno se depositaba en el camportón y luego al trujal donde se pisaba la uva para
convertirla en vino, el pisado de la uva era uno de sus mayores divertimentos.
Un día apareció un camión con una enorme cuba de acero, era un signo de
progreso, venía a recoger el vino, tenía una espita grande en su parte alta, se
transportaba el vino en grandes pellejos hasta llenarlo. El vino era entonces muy
barato, eso decía el abuelo.
Para poner fin al relato de sus experiencias, os voy a contar como vivía el niño la
matanza, se hacía en invierno, se madrugaba y la casa se ponía “patas arriba”, la
primera operación era conseguir que el cerdo a matar fuera puesto en posición
horizontal encima de una banca, luego venía el sacrificio del animal, había que
sangrarlo bien, el abuelo que era el matarife decía que sino la carne no estaba
buena, la sangre caía encima de un balde, la abuela la batía para que no se
coagulara, con la sangre se hacían las morcillas, las de la abuela eran dulces y se
comían de postre, llevaban pan y azúcar y estaban buenísimas; el cerdo se
chamuscaba en la calle con paja y helechos, el pellejo chamuscado era lo primero
que se podía comer sin que el veterinario diera el visto bueno, en días sucesivos y
una vez descuartizado, se salaban los jamones y se hacían los chorizos, como final
del día de la matanza la cena era siempre picadillo revuelto en la sartén.
El niño sin darse cuenta había pasado de la infancia a la pubertad, le apuntaba una
ligera pelusilla en el bigote y notaba ciertos signos en su cuerpo que le indicaban ese
cambio, por las noches tenía extraños sueños que al día siguiente se reflejaban en
las sábanas, eran sueños inconfesables que si el cura, del que había dejado de ser
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monaguillo y del que se había distanciado de manera notable, lo hubiera sabido, le
habría obligado a rezar por lo menos cinco rosarios para darle la absolución; por
esas fechas y en las fiestas del pueblo, al abrigo de la oscuridad, bailando bien
apretado con la chica que mas le gustaba, al roce de sus piernas, de su plano
vientre y al ligero contacto con sus incipientes senos unidos a un beso tenue,
hicieron que su dormida virilidad despertara, en aquel momento se dio cuenta que
había dejado de ser el niño de la cuna.
Si habéis conseguido llegar hasta aquí, el autor os da las gracias por vuestra
perseverancia, su única pretensión era hacer feliz al niño; para ser feliz no se
necesita un lecho de rosas, se puede ser feliz en cualquier parte, solo se precisa
saber gozar en paz de lo que la vida nos proporciona. Solo me queda la duda, que
vosotros mismos resolveréis, al final no acabo de estar seguro, si el escrito es un
relato corto, un cuento, un ligero análisis filosófico o simplemente una historia
costumbrista.
Naiara
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