LA UNIVERSIDAD DE JUSTO SIERRA Está todavía por escribirse la interpretación milagrosa de la historia de México; la más penetrante, quizá, de cuantas puedan intentarse, porque verdaderamente nunca un pueblo se ha salido tantas veces con la vida, tan a contrapelo de todos los dictados de la humana sabiduría política. Edmundo O’Gorman A partir de la consumación de la independencia, la Universidad de México quedó al garete de los avatares políticos de nuestro convulso siglo XIX. De ello resultó que, para los liberales, la Universidad, institución a la que consideraban enemiga del progreso y de la ilustración, y bastión del dogma católico, debía ser suprimida. Los conservadores, en cambio, hicieron de su reinstalación un principio fundamental, a la vez que acusaron a los liberales de radicales y peligrosos. Abocado al tema, en su magistral ensayo sobre la Universidad de México, si bien con sesgo un tanto conservador, Edmundo O’Gorman transfiere los diferendos ideológicos en enconos políticos, no obstante lo cual, su exposición es, como siempre, una ineludible invitación a la reflexión histórica. Dice O’Gorman: La Universidad suprimida por odio contra lo colonial; reinstalada por odio contra quienes la suprimieron, ya no pudo escapar al toma y daca de los partidos que, alternando en gobierno, heredaban consignas y lealtades, frases hechas y etiquetas, que hacían cada vez más espeso el bosque de las mutuas incomprensiones...La historia, que es vida, no admite el criterio lógico y abstracto en que se funda un juicio para decretar la falsedad de algo. Lo que digo, lo digo como explicación de razón histórica que aclara de qué modo la Universidad y también la metafísica, la teología y la filosofía, se fueron convirtiendo en santo y seña de la reacción. En todo caso, en un breve repaso de esta cadena de clausuras y reaperturas diremos que la primera clausura ocurrió en 1833, durante la presidencia de Santa Anna, siendo vicepresidente Valentín Gómez Farías, quien junto con José María Luis Mora emprendió la primer reforma educativa con un espíritu inequívocamente laico y la Universidad fue suprimida. Santa Anna, atendiendo las demandas conservadoras, la reestableció en 1934. En 1857, Comonfort la suprimió nuevamente. El gobierno conservador de Félix Zuloaga decretó el 5 de marzo de 1858 su restablecimiento, pero al triunfo del partido liberal, Ignacio Ramírez, secretario de Justicia e Instrucción Pública notificó el cierre de la Universidad. Al amparo de los invasores franceses, los conservadores quisieron revivir la vieja Universidad, pero su clausura la confirmó el decreto expedido por Maximiliano el 30 de noviembre de 1856. A la caída del imperio, en 1867, el sistema republicano quedó restaurado. La ley juarista de 2 de diciembre de 1867 fue el cimiento de la reorganización de la educación y la filosofía positivista, impulsada por Gabino Barreda, su directriz. El positivismo, como principio normativo de la educación, implicaba suprimir la metafísica y el derecho eclesiástico y proponía, en cambio, reorganizar la educación de acuerdo con los progresos de la ciencia y su indefectible método. La obra que Justo Sierra emprendió a favor de la Universidad, en 1881, fue de la mayor importancia porque, si bien la apertura de ésta se realizó hasta 1910, su labor fue el antecedente que la hizo posible después de superar varios obstáculos. El primero surgió en 1881, precisamente, inmediatamente después que dio a conocer en el periódico La Libertad su proyecto para la creación de la Universidad. En la sesión del 7 de abril presentó oficialmente su iniciativa ante el Congreso. El artículo 7° de esta iniciativa consagraba la adopción del positivismo como doctrina básica de la instrucción universitaria; el artículo 2° declaraba la emancipación científica de la proyectada Universidad y el artículo 6° enunciaba su estructura. Se sostenía la Escuela Preparatoria furiosamente impugnada por los conservadores, pero defendida por los positivistas porque “se ha procurado que la instrucción preparatoria no tuviese el carácter vicioso que tenía la antigua instrucción universitaria, o la llamada filosofía, que consistía principalmente en enseñar a los alumnos, sin método ni aplicaciones algunas, ciertas fracciones de determinadas ciencias y nunca el conjunto de sus principios fundamentales”. Al darse a conocer públicamente el proyecto de Sierra, inspirado, como es de notar, en la filosofía positivista, las reacciones fueron en su mayor parte opuestas. El peso de las objeciones se centraba, claro está, en la orientación positivista. Y es que aquí volvemos al problema insalvable: el positivismo se había convertido en la filosofía oficial de los liberales y cimbraba los pilares de la ideología conservadora: la enseñanza de la teología, la metafísica y el catecismo. Desde los días previos a la presentación del proyecto de Sierra, el ministro Mariscal había expuesto las razones por las que el gobierno repudiaba la adopción del texto de Bain en la Preparatoria. Estas eran: favorecía un sistema corruptor al negar la posibilidad de trascendencia espiritual; era anticonstitucional porque implicaba un ataque a la libertad de conciencia, y porque la opinión pública lo había rechazado. Ciertamente, con aguda lógica, el ministro afirmaba que el positivismo es un dogma en cuanto afirma que “no puede haber certidumbre alguna respecto a las cuestiones del orden moral, la existencia de dios, la del alma, los destinos futuros del hombre...su postulado de que no puede saberse nada acerca de los grandes problemas trascendentales, involucra un ataque a la religión y al ateísmo por igual”. Reforzando estos ataques, en abril de 81, el Dictamen sobre el proyecto de presupuesto de egresos consideraba que “de nada sirve la Preparatoria. Es una especie de garita donde se detiene al alumno cinco años, al cabo de los cuales piensa en dedicarse a una carrera especial, o no dedicarse a ninguna”. El mismo mes, el ministro Ezequiel Montes publicó su proyecto de Ley Orgánica de la Instrucción Pública que contiene la ofensiva más seria dirigida contra el positivismo mexicano. Afirma Montes que al eliminar los estudios filosóficos (sustento religioso) de la educación, se pasó al extremo opuesto: Reduciendo la ciencia a la pura observación experimental; negando los principios fundamentales que se fundan en las ciencias morales; estableciendo la impotencia de la religión para llegar mas allá de los datos que suministran los sentidos; estableciendo la impotencia de la razón para llegar más allá de los datos que suministran los sentidos; envolviendo en un desprecio sistemático los problemas trascendentales en que se ha ocupado y ocupa la metafísica, fácil era prever el inmenso vacío que quedaba en la educación, dejando a los jóvenes expuestos a las desastrosas influencias de las doctrinas ateístas y materialistas, sin ninguna guía moral que formase sólidamente su carácter y les sirviese de norma en las vicisitudes de la vida. Pasando por alto claros ejemplos históricos que desmentirían el pundonor de no pocos políticos ostensiblemente católicos, Montes aseveraba que las consecuencias de una educación carente de principios religiosos serían de la mayor importancia porque “¿Cuál será el porvenir de la Nación si la clase más instruida carece de moral y toma por norma de sus actos la pasión, el interés y el egoísmo?”. Sierra respondió en defensa del positivismo calificando el texto de Montes como una de esas recaídas teológicas”. Su plan, dijo, carece de razones científicas y no contiene sino “frases de literatura moral” que son “desenvolvimiento retórico de ciertas ideas filosóficoreligiosas”. Luego de un detallado análisis de los argumentos de Montes, concluye que “no tiene la menor idea de lo que es el positivismo”. Sostiene que es posible una ética que no esté fundada en principios absolutos no porque no existan, “sino porque la ciencia no puede conocerlos”. Y en defensa de la Preparatoria, que en su opinión ofrece “la instrucción mínima completa que requiere todo hombre civilizado”, dice que no tiene por objeto principal preparar a los estudiantes que van a las profesionales, “sino formar hombres que sepan pensar, que no sean extraños a las bases de que parte el progreso moderno”. Como resultado de estos intensos debates, se hizo claro que el momento para reabrir la Universidad no era el más propicio. Sierra aceptó la conveniencia de esperar mejor ocasión para replantear su iniciativa, pero no la abandonó del todo. Al tener lugar la apertura del Consejo Superior de Educación Pública, en su discurso del 13 de abril de 1902, anunció que se demandarían facultades al Poder Legislativo para establecer una Universidad Nacional que, de espaldas al tradicionalismo, sólo miraría el porvenir. Volvió sobre el tema durante las sesiones del Consejo Superior de Educación en 1905, lo mismo que en su informe como secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes de 30 de marzo de 1907. Por fin, el 26 de abril de 1910, presentó una iniciativa de ley ante los congresistas, en la que dijo: Empezaré por confesar, señores diputados, que el proyecto de creación de la Universidad no viene precedido por una exigencia clara y terminante de la opinión pública. Este proyecto no es popular, en el rigor de acepción de esta palabra; es gubernamental. No podía ser de otro modo, pues se trata de un acto por el cual el gobierno se desprende, en una porción considerable, de facultades que hasta ahora había ejercido legalmente, y las deposita en un cuerpo que se llamará Universidad Nacional. Repasó las objeciones que se habían formulado con anterioridad y destacó que, ampliados los esfuerzos en materia de instrucción, la Universidad venía a ser el coronamiento de una grande obra de educación nacional. Impugnó el valor dela Real y Pontificia Universidad, e hizo, en contraste, el elogio de la que se proyectaba poner en vigencia que, a diferencia de aquella, debía ser laica, porque, según expresó, “la ciencia es laica”. Puesta a debate, la iniciativa fue aprobada por el Congreso y promulgada como ley el 26 de mayo de 1910. No se piense, sin embargo, que Sierra negaba el valor de la espiritualidad y aun de la religiosidad. Su defensa del positivismo se correspondía, en todo caso, con una posición intelectual y política. Los intentos de Sierra por conciliar principios aparentemente antagónicos pudieran explicarse, según atisba O’Gorman, en virtud de su vocación histórica, que lo lleva a fijar su atención “cada vez más en lo propiamente humano”. M.C.LL. Fuentes. García Stahl, Consuelo, Síntesis Histórica de la Universidad de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1975. Gómez Navas, Leonardo, Política Educativa de México I, México, Editorial Patria, 1968. Llinás Álvarez, Edgar, Revolución, educación y mexicanidad, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1979. O’Gorman, Edmundo, “Justo Sierra y los orígenes de la Universidad de México” en, Seis estudios históricos de tema mexicano, México, Universidad Veracruzana, 1960. Vázquez, Josefina, Nacionalismo y educación en México, México, El Colegio de México, 1979.