mc condo y el crack: dos experiencias grupales

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MC CONDO Y EL CRACK: DOS EXPERIENCIAS GRUPALES
IGNACIO PADILLA
I
Advierto con cierta alarma que últimamente mis amigos y aun mis críticos han
resuelto erigirme como una especie de cronista de los recientes desarrollos de
la nueva novela hispanoamericana, honor extraño que a estas alturas no sé si
agradecerles o reprocharles. Supongo que me lo tengo bien ganado, pues es
verdad que no hace ahora tanto tiempo desde que emprendí con tanta
ingenuidad como entusiasmo la sinuosa labor de analizar desde dentro lo que,
a mi entender, venía siendo y será siempre un lustro período sustancial para
nuestras letras. Entre otras cosas, aquel fervor produjo en su momento una
sucinta historia del crack en tres capítulos y medio, así como un largo ensayo
contra el realismo mágico que no tengo intención alguna de publicar y, desde
luego, un alud de aguerridas declaraciones donde lo mismo quise encarecer con
justicia a las nuevas voces de la literatura latinoamericana como aclarar hasta el
cansancio, y no siempre con éxito, los malentendidos y generalizaciones que
mis colegas y yo mismo íbamos produciendo a medida que navegábamos por
vez primera en la procelosa altamar de la opinión pública.
Añado a todo esto que no me arrepiento de lo dicho, como tampoco creo
que quieran hoy desdecirse quienes entonces hablaron o escribieron conmigo a
favor de una nueva manera de leer y escribir la literatura en América Latina.
Hay quienes piensan aún que nos inventamos todo esto para acarrearnos
publicidad, pero no somos tan listos. Otros creen haber entendido que
decidimos liberarnos de la pesada sombra de nuestros ilustres abuelos del
boom, pero no somos tan tontos. La antología de McCondo, el manifiesto del
Crack, y todo cuanto ha ocurrido recientemente con la nueva novela
latinoamericana gracias o a pesar del Crack y de McCondo, fueron fenómenos
naturales, necesarios y espontáneos que nos sobrepasaron, y es por eso que
siguen siendo válidos. No me canso de agradecer a mi buena estrella haber
sido parte de esta odisea donde la proverbial soledad del quehacer literario
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encajó felizmente con la emergencia de la tribu, que es finalmente lo que nos
hace humanos.
Pero es justamente haber tripulado esta nave de los locos lo que ahora
genera mis dudas. Es haber hablado tanto y tan desordenadamente de ella lo
que explica mi reticencia a seguir haciéndolo, o peor, a pensar todavía que es a
mí o a cualquiera de nosotros a quienes a estas alturas corresponde hacerlo.
Cuando un autor nuevo tiene mucho qué decir pero carece de interlocutores,
está obligado a alzar la voz para hacerse oír, y bien está que lo haga, si lo
desea, en compañía de sus contemporáneos. Pero cuando al fin se ha iniciado
un diálogo, lo más sensato es escuchar, permitir que los demás digan lo que
entienden que somos. A siete años de distancia de la debacle oficial del
espejismo magicorrealista y de la emergencia dichosa de tantas voces nuevas,
claras y distintas en la literatura hispanoamericana, creo que ha llegado el
momento de dejar que sean otros quienes juzguen, festejen o escarnezcan
cuanto ha ocurrido y cuando desde entonces se escribe en el así llamado
subcontinente.
No quiero decir con todo esto que de aquí en adelante los escritores
latinoamericanos tengamos que limitarnos a escribir nuestros libros de la mejor
manera posible. Acaso por un tiempo pensé que esa y no otra debía ser nuestra
labor. Pero en estos años el mundo ha cambiado mucho, y algunos de nosotros
hemos cambiado mucho con él. La era que se anunciaba tímida e incierta
cuando empezamos a hacernos oír, ha irrumpido al fin de una manera tan
brutal como inquietante, y es precisamente de nuestro papel en esta nueva era
de lo que preferiría hablar, ya no como miembro o portavoz de un grupo, sino
como autor individual interesado en cuestionar a quienes comparten su labor
en estos tiempos.
No quiero sin embargo parecer del todo descortés, y por eso, más que
repetir una historia bien conocida o especular tramposamente en los efectos de
McCondo o el Crack, comienzo por defender cuatro aspectos que considero
imprescindible dejar claros antes de sugerir uno de los muchos rumbos que
quizás deberían o podrían seguir nuestros pasos.
II
Comienzo por restarnos mérito o eximirnos de la culpa de haber aniquilado al
realismo mágico. Bien le gustaría al romántico que hay en mí jactarse de que
macondianos y craqueros torcimos a dos manos el cuello del alcaraván
magicorrealista, pero el escéptico que crece cotidianamente en mí me obliga a
reconocer que apenas tuvimos parte en esa caída que Emir Rodríguez Monegal
anunció con firmeza desde 1973. Lo que debiera asombrarnos no es entonces
que el aberrante oximorón se haya disuelto en el aire, sino que haya tardado
tanto en hacerlo sin que nadie llegase nunca a definirlo, no se diga a establecer
con claridad la nómina de autores que lo perpetraban. El realismo mágico
llevaba en su nacimiento académico y editorial el mal que le mató, y lo único
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que hicimos nosotros fue proclamar su muerte, escribir su epitafio y cantarle
algún responso. Para cuando se publicaron la antología de McCondo y las
novelas del Crack, numerosos escritores y críticos latinoamericanos habían
caído ya en la cuenta de que el realismo mágico había dado de sí. De esta
suerte, cuando también los editores españoles y la crítica internacional, a
despecho de la academia estadounidense, aceptaron también esta coyuntura, la
mesa quedó puesta para un cambio significativo en la literatura en español. A
las manifestaciones aisladas del Crack y de McCondo, se sucedieron en poco
tiempo grandes fracasos editoriales y abjuraciones de los autores que por años
habían vivido a la sombra de la literatura bananera. Luego vinieron también
otros autores, el Congreso de la Lengua en Zacatecas y el que organizó en
Madrid la editorial Lengua de Trapo. Si bien los autores participantes en este
último encuentro no eran entonces tan conocidos como lo serían dos o tres
años más tarde, bastaría leer la prensa de esos días para admirar la fuerza y la
unanimidad con que autores jóvenes de todas las tendencias, dentro y fuera del
grupo del Crack y de la antología de McCondo, señalaron la frivolidad de sus
antecesores inmediatos y clamaron por un rostro más digno para la novela
latinoamericana. Más allá de lo que se afirmaba juguetonamente en el citado
manifiesto o en el prólogo de la antología, las obras que acompañaban a ambos
documentos hablaban por sí solas de un deseo de renovación que estaba
destinado a tomar diversas rutas hacia delante. Ante este panorama, no parecía
ya tan temerario afirmar que tanto el Crack como McCondo, incluso a despecho
de quienes formaban parte de ellos, habían fungido en parte como portavoces y
en parte como catalizadores de un proceso que de cualquier modo iba a ocurrir
más temprano que tarde.
Mi segunda aclaración va íntimamente ligada con la anterior, y es que la
artillería juvenil de los autores y los textos de McCondo y del Crack no iba en
modo alguno dirigida a los representantes del boom, menos aún contra Borges
o Rulfo, ni siquiera contra Carpentier y su mal interpretada tesis de lo real
maravilloso. En este sentido, justo es reconocer que algunos de los miembros
de ambos grupos incurrimos al principio en un error de plantemiento, pues
asumimos que tanto fuera como dentro de América Latina el concepto de
realismo mágico era entendido como nosotros lo entendíamos, esto es, no en
términos de la creación de aquellos autores denodadamente realistas o
fantásticos que en los sesentas pusieron a la literatura latinoamericana en el
mapa mundial, sino en términos de la frivolización que de sus obras hicieron
sus imitadores, perversión de la que sin embargo fuimos también partícipes los
lectores, los editores, la prensa y, sobre todo, la academia. Cuando Alberto
Fuguet planteó en el prólogo a McCondo su desapego, o mejor, su despegue
del universo marqueciano, no lo hizo porque éste careciera de valor, menos aun
porque los autores antologados lo creyeran así, sino porque otros menos
diestros que el escritor colombiano habían comenzado a caricaturizarlo creando
por ello esperpentos no sólo de la literatura, sino del continente
latinoamericano. Todo autor tiene derecho a inventarse o elegirse las realidades
que le vengan en gana, pero los autores que formaban parte de la antología de
McCondo querían evidentemente proponer nueva maneras de abordar la
realidad, maneras más acordes con su visión personal de la literatura o con su
experiencia de América Latina de hoy, con su visión del mundo. De manera
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similar, el manifiesto del Crack insistió en su libertad para volver no sólo a los
grandes maestros latinoamericanos, sino a los clásicos que los habían
alimentado, a eso que hace que la literatura sea en verdad universal, no así
monopolio de países, subcontinentes o colonias.
En tercer lugar, creo que es imperioso encarecer el carácter
profundamente lúdico y contradictorio de McCondo y el Crack. Ni la irreverencia
con que el prólogo y los textos mismos de la antología macondiana
cuestionaron el tránsito excesivo en la carretera de los Buendía ni la arrogancia
con que los craqueros encomiaron la literatura difícil, podrían entenderse
seriamente sin humor. Habitantes como somos de un subcontinente que goza
del saludable afán de reírse de sí mismo, los autores de ambos grupos
invitaban lo mismo al cambio que la sonrisa inteligente. De ahí, que, entre otras
cosas, tanto la antología de McCondo como el manifiesto del Crack parezcan y
estén lógicamente llenos de contradicciones, tan naturales cuando se habla
desde el mundo del revés. Más que un manifiesto, el del Crack es un
antimanifiesto, de la misma manera en que la de McCondo es una antisuma,
una contrantología donde los autores no por fuerza estaban de acuerdo en lo
que hace a propuestas estéticas. Si en un principio los textos o el tipo de textos
que proponía la antología macondiana se leyeron como si fuesen aglutinables
dentro de una línea que en mucho recordaba a Carver o a Gifford, bastaba
leerlos con cuidado para notar que tal unidad no era una quimérica. De igual
manera, aunque en ciertos cuentos de McCondo se pugnaba por una novela
primordialmente urbana y realista, no faltaban por eso los textos rurales o
definitivamente fantásticos. En cuanto al Crack, cuyo hombre, como el de
McCondo es también una humorada, el sólo hecho de que el manifiesto
estuviese armado con fragmentos personalísimos debía tomarse en un sentido
paródico. Si bien se abogaba ahí por la literatura difícil, no se demonizaba al
mercado editorial, si por un lado se invitaba a la ruptura con las tendencias
recientes de la literatura en español, se defendía también a ultranza la
continuidad de la tradición de la gran novela hispanoamericana, si por una
parte se esgrimía el derecho del escritor a sentirse parte de la humanidad y
deslindarse de los localismos, no por ello se dejaba de hablar desde un sentido
profundamente latinoamericano ni se renunciaba a escribir sobre América
Latina. No he hallado hasta hoy ninguna contradicción inconciliable en estas dos
quijotadas, pero estoy seguro de que sus incontestables bachilleres sabrán
encontrarlas y estará muy bien que así sea, pues nadie a querido aquí
pontificar, sino jugar en serio para sacudir a las conciencias tranquilas,
abotargadas, de la literatura en ese entonces.
Parto de esta última reflexión para cerrar con una cuarta nota aclaratoria
que ahorrará a algunos muchos dolores de cabeza: no hay una propuesta
estética que unifique al Crack y a McCondo, ni siquiera percibo una que vincule
a sus miembros entre sí. El atractivo de estos grupos y de la generación en la
que surgen es precisamente su diversidad, una pluralidad que no empobrece en
modo alguno el carácter intensamente gregario de estos escritores. Lo que nos
ha congregado de esta forma no es una estética, sino una actitud hacia la
literatura y hacia el lector: hacia la literatura porque ésta merece ser escrita con
admiración y reverencia; hacia el lector, porque éste merece que se respete su
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inteligencia y se le exija por tanto que participe activamente en el proceso
literario.
Querámoslo o no, aun sin unidad estética o defendiendo en ciertos casos
la soledad y la individualidad del escritor, la suerte o la desgracia nos han
agrupado. Querámoslo o no, difícilmente seremos una generación perdida,
como se alude a los representantes de la gran novela estadounidense, ni un
archipiélago de soledades, como se definió cierta vez a los poetas de la
generación de la revista Contemporáneos. A veces motivados por antiguos lazos
de amistad, como es el caso del Crack, y a veces simplemente por coincidencias
literarias o temporales igualmente válidas, como ocurrió con McCondo, los
miembros de esta generación hemos mostrado de cualquier modo una
tendencia colectivizadora que brilla por su ausencia en nuestros antecesores
inmediatos. Es natural que con el tiempo estas agrupaciones se disgreguen y
que los autores pugnen por su individualidad, pero lo que no desaparecerá son
la actitud y las circunstancias que nos llevaron en su momento a reunirnos y
que probablemente seguirán haciéndonos escribir a pesar de sus diferencias
estéticas con sus contemporáneos.
III
Hasta aquí los cuatro aspectos que deseaba aclarar sobre el Crack y McCondo,
aspectos de los que, por otra parte, espero no volver a tratar en mucho tiempo
porque sé que serán cuestionados, debatidos y probablemente desbaratados no
sólo por la crítica, sino por los propios autores participantes. Me atengo ahora a
lo dicho y procedo a reflexionar no sobre lo que hemos sido hasta hoy, sino
sobre lo que siento que no hemos sido y sobre lo que, a título muy personal,
me gustaría que empezáramos a ser. Es cierto que, bien que mal, hemos
cumplido con casi todo lo que exigen los más conspicuos clasificadores
generacionales: la coincidencias de edad y de lugar, las lecturas, los modelos,
los antimodelos, las relaciones personales y literarias. Nos han faltado, sin
embargo, dos elementos indispensables para contar con una auténtica
estructura generacional: una contienda y una idea del mundo.
Se ha dicho hasta el cansancio que quienes nacimos en torno al
turbulento 1968 somos la generación del desencanto, la generación del fracaso
de las utopías, la generación de la indiferencia. Acaso es precisamente por esa
razón, o porque a nadie le gusta ser definido en términos de incógnita o de
ausencia, que muchos de nosotros crecimos haciendo de la literatura nuestra
única causa verdadera. Lectores ávidos, escritores escrupulosos, ciudadanos
despolitizados y enfriados ante la ligereza ecológica, globalifóbica y
políticamente correcta que se nos ofrecían como vagas alternativas al
derrumbamiento de las utopías, los miembros de esta generación
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supuestamente desamparada hallamos en la lectura o en la escritura de ficción
cobijo para nuestras pasiones y emplazamos inicialmente nuestros ímpetus
hacia un combate meramente literario que, como he indicado, duró poco
porque el bando contrario estaba derrotado de antemano.
Está claro que la brevedad de tal batalla no significa que haya terminado
una contienda literaria que nos obliga a seguir escribiendo de la mejor manera
posible. Siento, empero, que en los últimos la corriente de la historia ha puesto
en evidencia que una contienda literaria no basta para autorizar al espíritu
creador, ni siquiera para legitimar lo que escribimos. Nuestra generación tiene
muchas historias nuevas qué contar y tiene los medios para hacerlo
dignamente, pero no veo en ella una clara perspectiva del mundo en el que
vive, una visión que hoy se ha vuelto más necesaria que nunca. Ahora tenemos
ante nosotros una contienda mucho más ardua de la que tuvieron los
intelectuales durante la Guerra Fría, quienes al amenos heredaron de sus
padres una idea que defender. Ahora tenemos la oportunidad, que no el deber,
no sólo denunciar las consecuencias atroces del derrumbamiento de las utopías,
sino generarlas nuevas.
Demasiado poco nos duró el gusto del cegador desplome del muro de
Berlín, demasiado pronto hemos empezado a atestiguar que hay formas de
totalitarismo en las que nadie o muy pocos autores recientes habían
reflexionado. No me refiero sólo al terror con que el fundamentalismo islámico
ha iniciado nuestro siglo, sino al fanatismo redencionista, puritano y
mañosamente filantrópico con que los supuestos vencedores de la Guerra Fría
quieren imponernos hoy su paz caliente sin aceptar que podrían estar
equivocados. No me refiero sólo al desparpajo con que las grandes
trasnacionales han empezado a controlar nuestras ideas y nuestros cuerpos o
envenenar nuestra tierra, sino a la violencia igualmente fanática y suicida de
quienes dicen estar dispuestos a todo con tal de detener una globalización tan
necesaria como inevitable. No hablo sólo de quienes insisten en las
discriminaciones de género, raza o religión, sino a los que piensan que esas
diferencias desaparecerán con la manipulación hipócrita de las leyes o con una
censura lingüística que va creando un estado de terror seudomoral que
destruye al arte y esclerotiza a la razón.
No creo estar diciendo nada nuevo, y es justamente eso lo que me
alarma. De tal forma nos hemos habituado a convivir con los extremos, que nos
hemos vuelto perezosos para cuestionarlos. Después de todo parece natural
que nuestra civilización se ampare en la inercia cuando aquellos a quienes
corresponde encontrar el justo medio, apelar a la razón y proponer las nuevas
formas de la coexistencia pacífica, nos encontramos dedicados a polémicas
literarias o a discusiones en torno a libros que a media humanidad le importan
poco. Me pregunto ahora cuánto puede durar un artista, no se diga una
generación intelectual, sobre una ruta de indiferencia o exquisitez que acabará
por separarnos de lo humano, aquello que a fin de cuentas justifica y alimenta
al arte mismo. Me pregunto también quién va a proponer las nuevas utopías y a
señalar los errores de las que hoy se nos ofrecen cuando los pocos intelectuales
que se han atrevido a hacerlo, rara vez miembros de nuestra generación o de
nuestro continente, han sido descastados o censurados por el fanatismo o por
el patrioterismo. Y me pregunto finalmente qué esperanza podemos darle a
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América Latina en su dolorosa transición democrática si insistimos en no
involucrarnos en ella. Reconozco que la lista es amplia y que nadie tiene por
qué acometer esta labor ni sentirse comprometido a nada. No creo ni he creído
nunca en la literatura comprometida, pues creo con Borges que sólo existe la
buena o la mala literatura. Mucho me temo, sin embargo, que mis pasiones y
mis terrores recientes han empezado a hacerme dudar de mi propia capacidad
para existir y escribir dignamente al margen de la realidad, pues me parece que
un mundo donde los artistas no piensan ni dicen lo que piensan de él corre el
serio riesgo de ser también un mundo donde ni siquiera valdrá la pena que
escriban.
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