La espiritualidad del desierto, una propuesta para hoy Diego M. M

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Sal Terrae 96 (2008) 825-837
La espiritualidad del desierto,
una propuesta para hoy
Diego M. MOLINA, SJ*
Introducción
No es infrecuente en estos tiempos leer noticias e informes alarmantes
acerca de la progresiva desertización del planeta. Parece que amenaza,
aproximadamente, a una tercera parte de la superficie terrestre, y
afecta a las vidas de 850 millones de personas. Y, en alguna manera,
se ha hecho familiar y próxima a los habitantes de latitudes donde
tradicionalmente no se conocían los desiertos.
La desertización, el avance de los desiertos existentes, pero
también la desertificación, la degradación de las tierras, los humedales
y ecosistemas, que se acercan y se instalan entre nosotros
calladamente, se erigen en metáfora de una experiencia espiritual
antigua, sólida y fecunda: la espiritualidad, precisamente, del desierto.
En la tradición bíblica, como se puede leer en el artículo anterior
de Enrique Sanz, el desierto tiene una fuerza simbólica tremenda: al
desierto se sale, por el desierto se camina, a través del desierto se
conquista la tierra...
Entre los cristianos de los primeros siglos, como entre los
piadosos judíos de la época de los Macabeos (1 Mac 2,29), salir al
desierto se convirtió en un gesto para manifestar la ruptura, la
denuncia y el deseo de renovación del cristianismo.
Pero ¿qué pasa cuando la desertización y la desertificación se
plantan entre nosotros? ¿Que pasa cuando, sin salir al desierto, éste
avanza hacia nosotros y ocupa nuestra existencia? ¿Qué pasa cuando
nuestra vida se deteriora, se degrada? ¿Qué perfiles adquiere entonces
la experiencia espiritual del desierto? Porque el experto en desiertos
que fue Ch. de Foucauld se atrevió a decir: «El desierto no sostiene al
débil; lo aplasta. El que gusta del esfuerzo y la lucha, ése puede
sobrevivir».
El desierto que fue
«Si quieres ser perfecto,
anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres...»
(Mt 19,21)
El nacimiento de la vida eremítica, de la vida separada de las
ciudades, que hasta ese momento habían sido el modelo del imperio
romano, se debió a diversas causas y puede ser enjuiciado de maneras
diferentes1. El monacato es un fenómeno variopinto en el que
intervienen muchas variables. Nació en Egipto y tiene el símbolo más
preclaro en San Antonio Abad, que se retiró al desierto alrededor del
año 270, cuando contaba dieciocho años de edad. La marcha al
desierto nació como respuesta a un deseo de radicalidad en el
seguimiento de Cristo y suponía una crítica radical a los valores
urbanos, a los que se había asimilado el cristianismo de principios del
siglo IV. Fue una reacción contracultural frente a los valores
imperantes en la Roma del siglo IV, pero también contra las corrientes
que pretendían cristianizar la cultura pagana, colocando como máxima
el texto evangélico citando al comienzo de este epígrafe y
concretándolo en una ascesis rigurosa en todos los aspectos de la vida.
Suponía también un rechazo de las dignidades (también del sacerdocio
ministerial) e independencia del poder civil y eclesiástico.
¿Qué ocurre en el desierto?
a) El desierto es el lugar donde Dios está más cerca, porque no hay
nadie más. En los apotegmas de los Padres del Desierto se lee:
«Un obispo, llamado Apphy, mientras fue monje estuvo sometido a
una disciplina de vida muy austera. Luego, cuando llegó a obispo,
quiso, incluso en el mundo, someterse a la misma austeridad, pero sus
fuerzas le habían abandonado. Entonces, prosternándose ante Dios, le
dijo: “¿Es que a causa de mi episcopado tu gracia se alejará de mí?” Y
obtuvo esta revelación: “No, pero antes estabas en el desierto y, ya
que no había nadie, Dios acudía en tu ayuda. Ahora, en cambio, estás
en el mundo, y en el mundo están los hombres”»2.
Si bien es verdad que Dios ayuda siempre, también lo es que
aparece de forma más clara donde más se le necesita. Como dice
Gregorio de Nisa, al que se encuentra en una situación extrema, le
parecen pequeñas las ayudas que Dios les ha ido dando, y entonces
tiene lugar la manifestación del Ser trascendente, «que se muestra de
un modo en que pueda ser captado por quien lo recibe»3. Ningún otro
lugar existe en el que las tentaciones se presenten de forma tan clara
como el desierto; ninguno en el que nuestra fe se ponga a prueba de
manera tan clara; y ninguno en el que los asideros posibles hayan
desaparecido tan palpablemente.
b) El desierto es el lugar de la libertad total, en el que surge la
tentación y la lucha.
El pueblo de Israel sale de la esclavitud de Egipto y marcha al
desierto. Pablo deja su antigua vida y se mete en la extensión del
desierto. Jesús va a comenzar su misión, y antes va al desierto. Frente
a las ataduras, internas y externas, que todo ser humano tiene, el
desierto se presenta como el lugar sin fronteras en el que la libertad
total puede ser experimentada.
Es ahí donde se puede vivir lo que Casaldáliga expresó en su
poema «Mi soledad»4:
«Mi soledad soy yo.
No hay compañía
que me acompañe todo.
En honda gran medida
vivir es andar solo».
Esta experiencia de vida a fondo perdido pone de manifiesto
también la multitud de obstáculos que tiene esta vida (la vida) para el
ser humano. El lugar sin límites posibilita así la vivencia de los límites
que todos tenemos para soportar tal libertad. Los Padres del desierto
experimentaron fuertemente las dificultades de este camino, a través
de las numerosas tentaciones que tuvieron que soportar. Las rigurosas
penitencias, el control de los deseos, la tosquedad del paisaje... y la
soledad en la que se encontraban eran obstáculos por los que había
que pasar para experimentar la libertad y, en definitiva, a Dios5.
c) El desierto es lugar de encuentro, de intimidad... es noche
estrellada.
Nadie marchó al desierto para luchar consigo mismo y con sus
demonios. La meta de la fuga era el encuentro con Dios, sin que
hubiera otras realidades que pertubaran al corazón. En este sentido, el
desierto se transfigura en una metáfora del paraíso perdido, en un
nuevo jardín del Edén, que exige nuevos ojos y un profundo proceso
de liberación interior para poder ser disfrutado, pero que está ahí a la
espera... En el desierto el tiempo se «ralentiza»; la prisa y la agitación
dejan paso a la contemplación pausada; la multitud de imágenes se
reducen a la pesadez creadora de un yermo que esconde oasis; el habla
se convierte en escucha...6
El desierto que nos llega
«Alguien estaba allí, y pude ver su silueta,
aunque no el aspecto que tenía. Todo era silencio...»
(Job 4, 16)
No vivimos hoy la experiencia del desierto como los Padres antiguos.
No escapamos hoy al desierto para allí encontrarnos con nuestras
luchas, nuestros miedos y nuestro Dios. Hoy, más bien, el desierto
viene a nosotros. De la misma manera que asistimos atónitos al avance
de los desiertos, nos encontramos de pronto, en la vida, arrojados a
experiencias de desierto que presentan variados matices. El desierto,
el desierto puro que no tolera ni la vida, acampa cuando
experimentamos el sufrimiento y dolor inocente, la enfermedad
destructora, la traición nunca sospechada, la muerte escandalosa... Son
experiencias, muchas veces, de fracaso, pérdida, silencio y abandono,
ultrajes a la vida que desborda cada día en nuestras luchas, conquistas,
disfrutes y goces.
En Cien años de soledad, cuando el gitano Melquíades regresa a
Macondo, el narrador explica: «El gitano iba dispuesto a quedarse en
el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado
porque no pudo soportar la soledad»7. Para la vida actual es muy
importante volver a recuperar la conexión que hay entre fe y soledad
radical, entre fe y muerte, entre la experiencia de Dios y la experiencia
que se ha llamado la «noche oscura» y que tiene que ver con el
desierto, ya que las explicaciones dadas durante mucho tiempo ya no
satisfacen.
A lo largo de la historia, la experiencia cristiana ha querido
profundizar en Dios a partir de buscarlo, comprenderlo y entenderlo.
Una de las preguntas sobre las que pensadores, filósofos y
teólogos han dado vueltas es: ¿quién es Dios? Es también una de las
preguntas fundamentales de los creyentes y, en definitiva, de todo ser
humano desde siempre. Muchas han sido las respuestas a esta
pregunta, pero al ser respondida nos encontramos continuamente con
que las diferentes respuestas, o bien acaban en abstracción («Dios es
aquel ser por encima del cual nadie puede ser pensado», como diría
San Anselmo), o bien se refugian en las diferentes acciones que
atribuimos a la divinidad (Dios es el que liberó a los israelitas de
Egipto; Dios es el que me curó de tal o cual enfermedad).
Cuando la pregunta «¿quién es Dios?» no encuentra una respuesta
convincente, entonces se pasa a la pregunta «¿dónde está Dios?». La
dificultad para determinar la esencia de Dios anima la búsqueda de
aquellos lugares donde Dios habita. Pero tampoco contamos hoy con
la certeza acerca del lugar donde Dios se encuentra. Y ello, porque
todos los lugares donde alguna vez pareció habitar han resultado
falsos o, al menos, problemáticos:
Durante mucho tiempo, la Iglesia había sido el lugar donde Dios
se encontraba; pero han sido tantas las acciones realizadas en nombre
de Dios, también por la institución eclesial, que su explicación
recurriendo a la cultura de la época sirve para justificar las diferentes
acciones humanas, pero no para seguir manteniendo que Dios actuó en
esas acciones. A los que en la actualidad quieren hacernos ver que
Dios vive del lado de los victoriosos, de los poderosos de la tierra que
deciden sobre política internacional, guerras preventivas... habría que
recordarles que desde que Bartolomé de las Casas denunció las
atrocidades cometidas durante la conquista de América, se rompió la
idea de que aquellos que decían conocer al verdadero Dios actuasen
también en su nombre. Galileo nos sustrajo a la ilusión de localizar a
Dios por encima de la tierra, en un cielo donde habitara; desde él, la
interacción entre el cosmos y lo divino se tornó problemática, y Dios
volvió a quedarse sin un lugar en el que estar.
Cuando se capta que es difícil encontrar el lugar (o los lugares)
donde Dios habita, se replantea la cuestión y se pregunta: ¿cuándo
encontramos a Dios en nuestra historia? Se piensa que encontrar a
Dios en la historia es más fácil que encontrarlo en un lugar
determinado. Es así como los «signos de los tiempos» han ganado
importancia en nuestra época, especialmente desde que la Gaudium et
Spes tomara esta expresión como una de las ideas rectoras del
documento. Esta también es una respuesta insuficiente, como las otras,
porque supone que el silencio de Dios no es más que una manera de
hablar y que, en el fondo, Dios sí aparece actuando a través de los
diversos acontecimientos históricos, ya sean movimientos sociales,
políticos... ante los que hay que estar atento para poder discernir su
presencia. Sin embargo, con esto no hacemos más que subrayar la
imposibilidad objetiva para determinar dónde habita Dios, en qué
lugar y cuándo lo podemos encontrar.
Estos intentos han manifestado nuestra resistencia a aceptar el
misterio que entraña el desierto que nos llega.
Porque los creyentes afirmamos que hay un Dios, un Dios bueno,
que existe desde siempre –¿cómo podría ser de otra manera?– y que
está al comienzo y al final de todo lo que existe, ofreciendo salvación
desde el comienzo mismo del mundo y del ser humano. Que el mundo
es algo creado y que, por tanto, no es la mera consecuencia de una
casualidad maravillosa. Los cristianos narramos la historia de un Dios
que ha estado siempre a la búsqueda del hombre y a la búsqueda de un
pueblo. Es la historia de todas las maneras y veces en que Dios ha ido
como ensayando intentos de encuentro total con la humanidad. Los
cristianos afirmamos, en fin, que al comienzo y al final de la vida de
todo hombre, al comienzo y al final de este mundo, se encuentra Dios,
un Dios al que hemos conocido «definitivamente» en Jesús de
Nazaret.
Sin embargo, la realidad es tozuda. A pesar de esta presentación
del cristianismo que acabamos de realizar; a pesar de que ese Dios se
ha manifestado en Jesucristo de forma definitiva, el hecho es que a lo
largo de la historia, la historia del mundo y la historia propia de cada
uno, Dios se ha ido escapando, Dios ha ido emigrando, conservando
siempre su cualidad de misterio, de inefabilidad, de insondabilidad.
Nuestra época es una época en la que las anteriores cuestiones y
respuestas se han agostado. Es por eso por lo que creemos que Dios se
ha eclipsado, que la sociedad ha vuelto la espalda a Dios. El hombre
sumiso de la cristiandad desapareció, y con él la importancia social de
Dios; y hoy, después de que ha desaparecido también el hombre
prepotente de la modernidad, nos encontramos con el hombre
escéptico, que, sin embargo, sigue queriendo encontrar el sentido de
su vida, y quizá es el momento oportuno para presentar con arrojo una
espiritualidad del desierto.
Esta espiritualidad ha de servir tanto a nivel personal como
comunitario, ya que también la comunidad cristiana está viviendo una
situación de exilio, de peregrinación por el desierto, de invierno... Las
causas son muchas, pero la realidad es palpable en todos los niveles8.
La espiritualidad para afrontar el desierto
«Porque para entrar en esta riqueza de sabiduría
la puerta es la cruz, que es angosta»
(San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual,
Canción XXXVI, Declaración)
En nuestra vida de fe
El desierto es una oportunidad, que exige hacer un proceso no siempre
fácil. Es necesaria una pedagogía para vivir nuestra fe en tiempos en
los que a Dios no se le entiende ni se le encuentra ni se le comprende
con facilidad.
Hay algo en la metáfora del desierto que hoy es vital recuperar: el
abandono en Dios aun en momentos de dificultad, de no ver...
Tenemos que recuperar la importancia y la bondad de las crisis, de las
noches oscuras (pequeñas o grandes), de las luchas espirituales para
poder encontrarnos con Dios. Tenemos que desarrollar ojos nuevos
para comprender que el desierto no es una losa que imposibilita toda
salida, sino un camino que lleva a la tierra de promisión.
Frente a la idea de que la vida de Jesús fue un camino triunfal
hacia una meta que ya era conocida por él desde el principio, creo que
es bueno subrayar que toda la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta
su muerte, fue una entrega hasta el final desde un amar a fondo
perdido; y lo hizo basándose únicamente en una fe pura en la fuerza y
en la verdad del amor como lo que da el sentido a la propia vida y,
sobre todo, basándose en la fe pura en el Amor que tiene (que es) su
Padre.
En la vida de Jesús van a aparecer dos elementos que siempre
están indisolublemente unidos y que se muestran más claramente
cuando la experiencia de la noche oscura se hace más densa en su
vida, algo que ocurre durante su pasión y su muerte:
– Por una parte, la experiencia del silencio y de la «lejanía» de
Dios: el Dios callado ante el fracaso de la predicación de Jesús
y, por ello, ante el fracaso del propio plan divino; el Dios
ausente ante la traición de aquellos que lo habían dejado todo
para seguirle; el Dios invisible durante la gran prueba de la
cruz que vivió Jesús.
– Por otra parte, el que el Padre, el que Dios sigue siendo aquel a
quien el Hijo se entrega en confianza filial.
Decir «fe pura» supone, por eso, decir confianza sin límite, y
supone también decir ausencia de apoyos sin límite; y estas dos
realidades al mismo tiempo. Jesús vive y muere sintiendo muchas
veces el abandono y el silencio de Dios, pero también entregándose
totalmente a ese Padre, que se ha eclipsado por entero en ciertos
momentos.
Para Jesús, en definitiva, como para nosotros, la experiencia de
Dios significó en gran medida un precipitarse en la nada, un perder
todo apoyo sobre el que fundar su propio existir, hasta perder incluso
el apoyo del Padre, y desde ese abismo abandonarse confiadamente en
manos de Dios, «por ser Dios quien es».
Y ante este misterio, que es la manera como Dios se presenta ante
nosotros y como lo experimentamos de forma aguda en los momentos
de desierto, lo que nos queda es la adoración, porque Dios siempre va
a ocultar su rostro cuando intentemos desvelar quién es o qué es;
siempre va a escapar cuando queramos determinar dónde vive; y
siempre va a huir cuando lo queramos utilizar para explicar el
sufrimiento o queramos hacer componendas fáciles sobre temas
difíciles (como son el dolor, su lejanía o la muerte).
El desierto nos invita, más que a explicar, a testimoniar, a ser
testigos de Dios, algo que exige pasar inevitablemente por una etapa
de desierto9. Si somos capaces, en medio del yermo que muchas veces
es hoy nuestra experiencia de fe, de confiar, como Jesús, hasta el final,
de esperar contra toda esperanza, entonces estará empezando a surgir
en nosotros una nueva relación con Dios. En el fondo, no se trata de
creer apoyados en nuestra experiencia, de tener fe por lo que hemos
sentido, sino de dejar que Dios sea Dios en nosotros. Se trata de sentir
hasta los huesos un «vacío posibilitador», a fuerza de silencio y de
escondimiento de Dios, para dar lugar a que nuestra fe no se apoye
tanto en las imágenes de Dios que ya tenemos y se apoye un poco más
en Dios mismo.
El desierto de nuestras vidas nos dice que la ausencia de Dios es,
por una parte, apariencia, ya que Dios habla aun a través de ese
silencio, y, por otra parte, es totalmente real, ya que Dios no se deja
atrapar por nuestras explicaciones, ni siquiera por nuestras
experiencias. Dios aparece y está presente siempre al ser humano
como silencio y como escondimiento; es el silencio y el
escondimiento de un Dios que deja que la creación siga su curso y que
el mundo se convierta en hogar de tanta masacre y destrucción, pero
que se implica en un diálogo con el ser humano que muchas veces nos
resulta incomprensible, pero que es el camino para entrar en la
auténtica revelación de quién es el Insondable.
La vida y la muerte de Jesús, nuestra vida y nuestra muerte, nos
invitan a comprender que Dios no es manipulable; nos obligan a
aceptar que Dios es como es y que no puede ser hecho a medida
humana; y nos fuerzan a contemplar el misterio de Dios, no para
entenderlo, sino para dejarnos embargar por él, para que podamos
decir a ese Dios: creo aunque no te entiendo; creo aunque no te veo;
creo aunque no te encuentro. La experiencia profunda de fe, entonces,
puede abrirse a los oasis que están presentes en toda nuestra vida,
aunque aparezcan escondidos.
Ante la situación de la Iglesia
Ante el hoy de la comunidad cristiana podemos tomar varias posturas:
desde la catastrofista hasta la ilusoria. Cuando las estadísticas
presentan datos nada halagüeños, cuando nuestras iglesias se van
quedando vacías, cuando las fuerzas más activas de la comunidad
eclesial se van reduciendo... podemos retirarnos a los cuarteles de
invierno y esperar allí pasivamente el tan deseado vuelco de la
situación, o podemos vivir esta experiencia como una etapa de
crecimiento tanto de la propia comunidad eclesial como de nuestra
relación con la Iglesia. Ante esta situación, descrita con profusión en
multitud de libros y artículos, deberíamos desarrollar una serie de
actitudes que posibilitasen vivir el desierto como momento de
purificación eclesial y de encuentro con Dios:
– Espiritualidad del empequeñecimiento10: como en los primeros
siglos de la Iglesia, la situación espiritual de la comunidad
cristiana en general rebosa acomodación con los valores del
mundo en el que vive. La conversión de la Iglesia en una
empresa de servicios, a la que la sociedad ha asignado un papel
determinado en el mundo, y la pérdida del papel social de la
Iglesia, que ya no determina los valores del mundo occidental,
no es una derrota en la misión de la Iglesia, sino una llamada a
ser aquello que siempre quiso ser: signo y profecía, comunidad
contracultural frente a las pretensiones de todas las ofertas de
salvación que no van más allá de los límites intramundanos. La
Iglesia se está empequeñeciendo en número, en poder, en
influencia..., cuestiones todas que no conforman el centro de su
mensaje. Triste sería que este empequeñecimiento llevara a
tomar derroteros que redujesen el mensaje, para seguir
manteniendo el estatus anterior; más triste aún que
confudiésemos empequeñecimiento con inutilidad del mensaje
evangélico. La comunidad cristiana debe re-conocer al Dios
que renunció al poder y que se situó como «uno de tantos» en
medio de la historia, y debe poner en práctica lo que ya
proclamó en el Vaticano II: es compañera de camino de todos
los hombres y mujeres que trabajan por que este mundo sea
más el mundo de Dios. La comunidad cristiana debe potenciar
los lugares en los que se comparte y se vive la fe, en los que se
comparten los bienes y se practica la hospitalidad... Muchas
comunidades así ya han surgido y son los oasis que, en medio
del yermo, nos recuerdan que el desierto es un lugar donde la
vida sigue11.
– Esperar contra toda esperanza: los problemas intraeclesiales
son numerosos y deben ser resueltos. Con todo, la Iglesia sigue
siendo un instrumento querido por Dios para que la salvación
siga actuando en esta historia. La pertenencia a la Iglesia tiene
también su grado de cruz, de incomprensión ante la manera
como Dios decidió seguir presente entre nosotros. Aun cuando
no hay que justificarlas, no habría que escandalizarse tanto por
las dinámicas poco evangélicas que a veces se encuentran en la
institución eclesial, ni habría que extrañarse por la falta de
coherencia de aquellos que tienen (o tenemos) la misión de
entregar la vida por todos. Son muchos los ejemplos de grandes
cristianos en el siglo XX que han vivido períodos de su
pertenencia eclesial como una noche oscura y han seguido
esperando, contra toda esperanza, que Dios cumpla con la
Iglesia lo que dijo por boca del profeta Oseas: «La llevaré al
desierto y hablaré a su corazón» (2,16).
Algunos aprendizajes sobre el desierto
Como ya hemos dicho, no vivimos tiempos en los que salir al desierto
sea para nosotros una urgencia, un deseo, una necesidad para ahondar
y mejorar la vida que vivimos. Salir al desierto es, en todo caso, un
turismo de aventura, un reto...12 Quizá deberíamos recuperar el gusto
por adentrarnos en todo lo que el desierto como metáfora sugiere:
abrir espacios de soledad y silencio; ejercitar una sana sobriedad;
afrontar retos; lidiar con nuestros instintos más básicos...
Podría ser bueno también que discerniéramos, como lo hacemos
en lo que al cambio climático se refiere, el por qué de los desiertos
que nos llegan. En las reglas de discernimiento de la primera semana
de los Ejercicios Espirituales, San Ignacio de Loyola plantea al
ejercitante las «tres causas principales porque nos hallamos
desolados» [EE 322], y le provoca para que rastree en su vida las
conductas, actitudes o inercias que han podido favorecer la
experiencia de desolación. Porque, si bien es cierto que Dios calla, no
es menos cierto que, en muchas ocasiones, somos nosotros los que le
condenamos al silencio.
Conviene recordar también que el desierto es un espacio sin
fronteras que, en su infinitud aparente, provoca, en primera instancia,
una experiencia de radical libertad que nos enfrenta con discursos
aprendidos, frases estereotipadas13.
Esa radical libertad de tanta palabra repetida es, además, una
invitación a una búsqueda de Dios menos pretenciosa. El Dios que se
comunica en silencio reclama de nosotros renunciar a la gratificación
inmediata, a la fidelidad condicionada, al seguimiento con éxito
garantizado... El desierto es, entonces, una oportunidad para la «fe
pura». Como dice Santa Teresa:
«Vienen tiempos en el alma, que no hay memoria deste huerto, todo
parece está seco y que no ha de haber agua para sustentarle, ni parece
hubo jamás en el alma cosa de virtud. Pásase mucho trabajo, porque
quiere el Señor que le parezca al pobre hortelano que todo el que ha
tenido en sustentarle, y regalarle, va perdido. Entonces es el
verdadero escardar, y quitar de raíz las yerbecillas, aunque sean
pequeñas, que han quedado malas, con conocer no hay diligencia que
baste, si el agua de la gracia nos quita Dios: y tener en poco nuestro
nada, y aun menos que nada. Gánase aquí mucha humildad, tornan
de nuevo a crecer las flores»14.
Por último, el desierto entraña un peligro muy particular: el
espejismo, esa particular ilusión óptica que quiere esconder y rechazar
los peligros. No por hablar de las bondades del desierto, de su
particular espiritualidad, de sus oportunidades, debemos olvidar las
palabras de Ch. de Foucauld que citábamos al principio de este
artículo: «El desierto no sostiene al débil; lo aplasta. El que gusta del
esfuerzo y la lucha, ése puede sobrevivir». Atenuar las dificultades,
ignorar la necesidad de un guía y olvidar los pertrechos no son signo
de mayor osadía y valentía, sino todo lo contrario: de una escasa
valoración de lo que el desierto significa, de sus oportunidades y
riesgos, de la necesidad de prepararse para cuando llega.
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Miembro del Consejo de Redacción de Sal Terrae. Profesor de Teología en la
Facultad de Teología de Granada. <diegomolina@probesi.org>.
Interesante es el artículo de J.A. MARÍN, «Rutilio y San Jerónimo de frente al
monasticismo»: Teología y Vida 39 (1998) 353-363.
Apotegmas de los padres del desierto, Sígueme, Salamanca 1986, 43.
Cf. GREGORIO DE NISA, Sobre la vida de Moisés, Ciudad Nueva, Madrid 1993,
149-152; aquí, 151.
P. CASALDÁLIGA, El tiempo y la espera, Sal Terrae, Santander 1986, 67.
Cf. la carta de San Jerónimo a Eustoquia (Carta 22,7), en la que el santo describe
todas sus tribulaciones. Cf. F. MORENO, San Jéronimo. La espiritualidad del
desierto, BAC, Madrid 2007, sobre todo, 17-31.
Desde otra perspectiva, a partir de las leyendas que hay sobre las madres del
desierto, cf. M. FORMAN, OSB, Orar con las Madres del desierto, Mensajero,
Bilbao 2007, 59-71.
G. GARCÍA MÁRQUEZ, Cien años de soledad, Cátedra, Madrid 200717, 142.
Cf., entre la numerosa bibliografía que hay sobre este punto, el número «Iglesia y
cristianismo en Europa» de esta revista: Sal Terrae, enero-febrero 2006.
De difícil y provechosa lectura es el libro de M. REYES MATE, Memoria de
Auschwitz. Actualidad moral y política, Trotta, Madrid 2003, especialmente las
páginas dedicadas a la autoridad del testigo (167-216).
Tomo esta idea de J. CHITTISTER, El fuego en estas cenizas. Espiritualidad de la
vida religiosa hoy, Sal Terrae, Santander 1998, 99. La autora lo aplica a la Vida
Religiosa, pero es fácilmente trasladable a la vida cristiana en general.
Pienso en comunidades del tipo de San Egidio y en los numerosos grupos de
cristianos que viven su cristianismo de forma más anónima en la multitud de
pequeñas comunidades en parroquias, movimientos apostólicos, colegios...
Podemos recordar la denuncia, y en alguna manera profecía, del escritor A.
VÁZQUEZ FIGUEROA en Los ojos del tuareg, Plaza & Janés, Barcelona 2003, 44:
«La auténtica locura estriba en correr como posesos a través de los pedregales y
las dunas, sin respetar la propia vida ni la de cuantos encuentran en su camino.
Locura es robar y envenenar un agua sin la que estamos condenados a morir, o
amenazar con un arma a quien te ha recibido con los brazos abiertos. Y si ha
aceptado tomar parte en semejante estupidez, debe aceptar que en un momento
determinado su estupidez le arrastre».
P. CASALDÁLIGA, El tiempo y la espera, Sal Terrae, Santander 1986, 14: «Cuanto
menos Te encuentro, más Te hallo, / libres los dos de nombre y de medida. /
Dueño del miedo que Te doy vasallo, / vivo de la esperanza de Tú vida».
SANTA TERESA DE JESÚS, Vida, Cap. XIV, 6.
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