La economía política de la americanización en México. De la gran depresión a la crisis de la deuda Rolando Cordera Campos* Leonardo Lomelí Vanegas** I. Introducción La “americanización de la modernidad” adquiere en México perfiles peculiares y extremos interpretativos notables. No sólo se trata del país y de la zona geográfica que conforma la frontera del “extremo occidente” con los Estados Unidos, sino que en su territorio tuvo lugar a partir de la segunda mitad del siglo XIX el esfuerzo más sostenido por construir un proyecto nacional, un Estado y una formación socio económica, capaz de modular las tendencias unificadoras y, en su caso, de absorción total que desde sus orígenes han acompañado a la excepcionalidad americana. En ella confluyen en terca dialéctica las pulsiones imperiales e imperialistas, de dominio directo de economías y sociedades, con las visiones republicanas no exentas de salvacionismo y misión occidentalizadora, con su cauda de progreso y democracia, que en el siglo XX le dieron a Estados Unidos la centralidad cultural, tecnológica y productiva en la que la mencionada americanización de la modernidad tenía, ¿tiene?, sus fuerzas productivas principales. Puede proponerse de entrada, que el Estado nacional mexicano fue hecho a contrapelo de las fuerzas históricas primordiales que decretaban su desaparición en aras del despliegue del progreso civilizatorio y revolucionario propio de la nación del Norte. La dictadura de Porfirio Díaz fue en su momento justificada ante tal escenario que no era inventado, sino que había determinado en gran medida los primeros años formativos de la nación independiente. A lo largo del gobierno del general y dictador, la sombra de la intervención americana y su presencia inicial en la explotación de recursos naturales o la * Profesor Emérito de la Facultad de Economía de la UNAM, coordinador del Centro de Estudios Globales y de Alternativas para el Desarrollo de México y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. ** Profesor de Tiempo Completo de la Facultad de Economía de la UNAM, titular de la Cátedra Extraordinaria José Ayala II en Economía Política Contemporánea y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. 1 construcción de infraestructura, tuvo lugar en abierta disputa con los capitales europeos, a través de los cuales parte de las elites dirigentes del Porfiriato buscaban balancear la impronta americana y por la vía del equilibrio económico y financiero dar lugar a una geopolítica y una geoeconomía en las cuales fincar y sostener la vida y la hegemonía del Estado nacional. En buena medida, este juego estratégico acompañó la reconstrucción estatal y de la economía política nacional después de la Revolución, de Calles y Obregón a Cárdenas y Alemán, hasta culminar en la combinatoria de política económica y de desarrollo más exitosa y ambiciosa a este respecto durante los años sesenta del siglo XX. En estos años, se pone en práctica una estrategia pragmática pero con visión de largo plazo para el desarrollo y la modernización social, que permitió a México navegar las tormentas de la Guerra Fría sin caer en los tumbos y vuelcos políticos que caracterizaban a gran parte de la región y que, como fruto de la confrontación bipolar, o so pretexto de ella, daban lugar a formas dictatoriales que coadyuvaban a la reproducción oligárquica del orden político y social. Daban lugar también a periodos más o menos largos de inflación y desequilibrios monetarios que afectaban los ritmos de crecimiento general de la economía y bloqueaban la modernización de las sociedades. La Alianza para el Progreso propuesta por el presidente Kennedy al inicio de la década del sesenta, buscaba alinear a América Latina con militancia clara en la bipolaridad pero asimismo pretendía abrir un camino congruente de modernización a la americana para el conjunto del subcontinente, cuyas sociedades asistían al espectáculo de su secular atraso y subdesarrollo de cara a una intervención inédita de la Guerra Fría en sus fronteras: la Revolución Cubana y su discurso de modernización original, antiamericano a la vez que soberano, a través de un socialismo que se querría innovador y, al mismo tiempo, en condiciones de erigir una forma de ser cosmopolita alternativa a la que ofrecía la experiencia americana. Los gobernantes mexicanos aprovecharon esa coyuntura global-regional, para hacer avanzar su proyecto, afirmar el autoritarismo presidencialista en su doble vertiente política y económica, y ampliar el margen de independencia en su relación con Estados Unidos. Las varias formas de capitalismo asociado con creciente presencia de la inversión multinacional que se experimentaron en esos lustros, propiciaron o aceleraron mutaciones 2 significativas en la estructura productiva mexicana. La sociedad se volvió cada vez más urbana y la población creció con celeridad, mientras la industria se orientaba a la producción en masa de los bienes durables de consumo que entonces condensaban el progreso y la modernidad que acompañaban a la americanización del mundo y de México. Emergen los nuevos grupos medios que se nutren de esas pautas de consumo, y para asegurar la reproducción de las nuevas estructuras, la inversión responde a la pauta dominante de participación transnacional predominantemente americana, dirigida a los mercados internos por encima del interés tradicional del imperialismo clásico por los recursos naturales y su exportación. A partir de los años treinta del siglo pasado, al calor de las reformas de estructura y la movilización popular cardenistas, el nacionalismo económico desplegado por México se vuelve funcional a las nuevas dinámicas de la inversión americana, pero no deja de intentar formas y combinatorias que modulen una americanización impetuosa del consumo y los reflejos culturales, determinados por las nuevas formas de acumulación. La sociedad mexicana se apropió de esos cambios estructurales mediante nuevas formas de conducta social. El reclamo democrático hace su primera entrada en la escena en 1968 y la respuesta brutal y criminal del Estado remite a formas de nacionalismo autoritario incongruentes del todo con las pautas de consumo y reproducción económica y social promovidas por el propio Estado a través de la estrategia del Desarrollo Estabilizador. Los equilibrios del autoritarismo post revolucionario se muestran como en realidad siempre lo fueron, inestables y progresivamente costosos, tanto desde el punto de vista fiscal como político general, pero los grupos dirigentes del Estado, en ese entonces todavía de la mano de las elites económicas, se empeñan en prolongar pautas y estilos de gobernar, formas de distribución social altamente concentradas y las propias formas instaladas de modular y administrar la americanización. Se pretende renovar el nacionalismo económico regulando la inversión extranjera y promoviendo la mexicana con leyes ad hoc y diversas intervenciones directas del Estado en la inversión y la formación de empresas, e incluso se intenta revisar la asociación estratégica con Estados Unidos que era propia de aquella fase de la Guerra Fría. Se promueven las relaciones intensas y extensas con el Tercer Mundo y 3 se busca revitalizar el ejercicio de principios fundamentales de la política exterior, pero los cambios buscados y efectuados no parecen estar en sintonía con la novedad del mundo que irrumpía en medio de crisis financieras y energéticas formidables: la nueva globalización, que arrasaba las reglas de oro del sistema de Bretton Woods, abría las balanzas de capitales y ponía en jaque, con la pujanza tecnológica y de mercado de las multinacionales, el sistema de soberanías instalado a partir de la segunda posguerra. La aventura renovadora del nacionalismo mexicano topa con un mundo en desbocada transformación, mientras Estados Unidos sufre la colosal derrota de Vietnam y estrena su propia revolución conservadora que, como la impuesta por la Primera Ministra Tatcher en Gran Bretaña, abre a su vez la puerta a la modernización neo liberal. Sin bases materiales, conceptuales y políticas sólidas para acompasar los efectos de este tumultuoso y abrumador cambio del mundo, México y su Estado sufren sus crisis más severas en la economía, en los sistemas de convivencia social y comunitaria y sus formas básicas de supervivencia. Reaparece la pobreza de masas, cada vez más urbana, los mecanismos de protección social y laboral flaquean o de plano son reducidos a su mínima expresión y la reforma del Estado es vista como una necesidad vital para la subsistencia nacional. La última intentona por extender la vida del nacionalismo desemboca en una crisis política estructural de proporciones inéditas y el conjunto de la formación social mexicana experimenta una “gran transformación” que disloca estructuras y formas de vida, pero no desemboca en escenarios de desarrollo y bienestar social satisfactorios. La revolución neo liberal que empieza a fraguarse durante los primeros años setenta como respuesta al “populismo” del presidente Echeverría, adquiere carta de naturalización y legitimidad con la nacionalización de la banca decidida por el presidente López Portillo, y a través de las corrosivas crisis económicas y financieras que marcan el final del siglo XX mexicano se impone como fórmula única para salir de las crisis y reconstruir la economía política en consonancia con el nuevo mundo global que al terminar el régimen bipolar encabeza en soledad Estados Unidos de América. Como colofón de esta azarosa saga, se recupera como bendición y ya no como amenaza la americanización de México, cuya modulación y administración fue asumida por más de un siglo como un componente del 4 proyecto del Estado nacional mexicano. Ahora, dicha americanización es entendida y propuesta como el proyecto nacional. Crueldad o ironía histórica: estos primeros años de recambio radical del proyecto arrojan resultados negativos en la economía, la vida social y la cohesión nacional que sostenían la idea de la originalidad mexicana. Los ritmos de crecimiento económico han caído estrepitosamente, la pobreza masiva define la vida urbana y la desigualdad se ha afirmado como la marca histórica de México. La americanización, como futuro ineluctable, pasa por mediaciones inesperadas en la democratización de la política, uno de cuyos vértices se acerca a discursos y reclamos no sólo de justicia social sino de afirmación nacional, mientras el Estado se ve despojado de sus resortes elementales de articulación política y apoyo a la cohesión social. La paradoja del momento no puede ser más cruel e irónica: la primera generación de americanos nacidos en México, que anunció Carlos Monsiváis en los años setenta, es relevada por la primera generación mexicana que abandona en masa país y territorio, acorrala el “American way of life” y confluye en una redefinición tumultuosa, larvada y estentórea, de un sistema político-económico que cada vez menos parece capaz de asegurar la reproducción de la americanización de la modernidad por las vías que se pensaban propias de la civilización capitalista avanzada: la innovación productiva y la ampliación del consumo de masas; las formas republicanas para la renovación de la vida pública; la democracia y los derechos humanos como divisa fuerte de su expansión y liderazgo globales. Lo que se apodera del escenario es la impronta imperialista y violenta, y en el interior la negación de libertades y derechos. Mala hora del mundo para propugnar en México un cambio con el signo de la americanización. II. La americanización y el estado del mundo El vocablo Globalización, más que designar un fenómeno novedoso, recoge tendencias que han acompañado al capitalismo desde sus inicios, y que entre 1870 y 1914 se volvieron un orden y no sólo un sistema económico y monetario de alcances planetarios. A partir de este año, dicho orden fue hecho pedazos con la Primera Guerra y, luego de ella, con las crisis 5 económicas, los proteccionismos de los Estados desarrollados y los totalitarismos, fascista y estalinista, mientras que el sistema capitalista mismo se veía amenazado por la emergencia de un sistema que se presentaba y era visto por muchos como alternativo. Vino la Segunda Guerra Mundial que, como gran licuadora cultural y tecnológica, puso cara a cara a razas, culturas, territorios y naciones. A su término, con la reconstrucción de Europa y Japón, y la erección del sistema de Bretton Woods y de Naciones Unidas, bajo el liderazgo indiscutido de Estados Unidos, se busca darle al proceso global la asignatura de evitar que “lo que ocurrió” en los veintes y treinta del siglo XX volviese a suceder. Son los años de Keynes y el Estado de Bienestar, pero también de los primeros discursos del derecho al desarrollo, inspirados por el éxito americano y los primeros pasos de la reconstrucción europea, cuya visión se incorporó al amplio proyecto articulado por las Naciones Unidas y que en América Latina adquiere carta de naturaleza como una doctrina global para el desarrollo con las elaboraciones de la CEPAL conducida por Raúl Prebisch. Sabemos que esa globalización se vio mediada o de plano interrumpida por el régimen bipolar de la Guerra Fría, que sin embargo propicia que el capitalismo internacional bajo la conducción americana haya vivido su “edad de oro” como la llamara Eric Hobsbawn. Esta era dorada auspicia una renovación en profundidad de la competencia ínter capitalista que desemboca en unas décadas de estancamiento y crisis del capitalismo, así como en la emergencia de nuevos poderes y capacidades productivas que alteran el orden global administrado por Estados Unidos. Esta fase termina con el desplome de la URSS y de la bipolaridad y el surgimiento de nuevas tendencias globalizadoras. En estos años puede hablarse de una globalización desbocada que no encuentra un orden global correspondiente, pero que sí ve resurgir el poderío y la dinámica militar, tecnológica, y económica de Estados Unidos que queda como único centro de un orden global en construcción. La declaración del primer presidente Bush después de la primera guerra del Golfo, de que un “nuevo orden” mundial emergía, se probó en el mejor de los casos como una optimista hipótesis de trabajo. 6 III. La globalización latinoamericana La acelerada evolución del proceso de globalización en los últimos veinticinco años ha afectado, en distintos grados, las estructuras económicas y políticas domésticas del sistema estados nacionales que surgió en la segunda post guerra. Conviene asumir, sin embargo, que el dinamismo de esta nueva inserción de las economías nacionales en el mercado internacional sigue condicionado por sus respectivas historias nacionales, por diversas características y el tipo de políticas de “acompañamiento” de cada caso particular 1. Es decir, el Estado sigue operando como un vehículo a la vez que como un filtro del proceso, a pesar del surgimiento indudable de otros vectores de poder y capacidad hegemónica que, como las multinacionales o las instituciones financieras internacionales, parecen capaces de pasar por encima de los órdenes jurídicos y sedimentos culturales condensados en los estados nacionales. Ha sido en esta reciente fase de globalización, que la desigualdad en la distribución de los ingresos en el interior de los países en desarrollo, y entre éstos y los países de mayor ingreso se acentuó. El rezago profundo registrado por América Latina en estos años suele atribuirse a un deficiente proceso de integración en la globalización financiera pero también a los efectos de la crisis de la deuda externa vivida durante la penúltima década del siglo XX 2. A la vez, cada día parece más claro que la dinámica y la morfología de la globalización latinoamericana responden también a la percepción, la participación y el compromiso de las elites políticas, empresariales e intelectuales, así como al grado de corresponsabilidad que pueda darse entre los distintos actores económicos y sociales. Es en esta matriz que pueden encontrarse los factores que explican los resultados del proceso de globalización en cada nación. Aún con estas diferencias, podemos señalar las tres décadas siguientes a la segunda Guerra Mundial como una etapa de crecimiento sostenido (la CEPAL estima una tasa promedio de 6.2% anual entre 1950 y 1982), basada en una industrialización dirigida y 1 2 Chang, en Ocampo, 2004 Ocampo, 2004, pp. 12-14 7 protegida por el Estado, que llevo a la ampliación y consolidación de un mercado nacional. A su vez, los servicios sociales se extendieron a la par que el empleo “formal” crecía, y en relativamente pocos años, hubo un cambio definitivo en la distribución de la población, que de ser predominantemente rural se concentró en algunas ciudades que crecieron fuera de toda planeación, generando nuevos desequilibrios y demandas sociales. Las políticas proteccionistas se implementaron para garantizar a las empresas el tiempo de maduración necesario para integrarse plenamente al mercado, así como para crear mercados. Esta creación artificial, a través de un sistema nacional de producción de productores capitalistas, pronto entró en sintonía con las tendencias dominantes en la economía norteamericana, volcada a la producción en masa de bienes durables y siempre dispuesta a aprovechar las nuevas condiciones de la economía internacional. La falta de competencia que resultó de la operación práctica de este sistema, estimuló la ineficiencia industrial, por lo general con cargo al fisco y los consumidores. El crecimiento se fue agotando y cada etapa de la sustitución de importaciones se hizo más difícil y costosa, tanto fiscal como socialmente; a la vez, se formaron grandes grupos de presión, como los sindicatos y las cámaras industriales, que buscaron sostener la protección a cualquier costo 3 . La inflación se aceleró en medio de un exceso de liquidez internacional impulsada por los cambios en el mercado petrolero en los años setenta, mientras el financiamiento del déficit externo descansaba crecientemente en la contratación de préstamos. Luego, al enfrentar Estados Unidos la combinatoria de estancamiento con inflación mediante aumentos drásticos en su tasa de interés, estos préstamos encaran aumentos en la tasa nominal de interés del 20% y, junto con la crisis de los precios del petróleo, marcan el inicio de la crisis de la deuda y el comienzo de la década perdida para América Latina. De haberle atribuido a la crisis un carácter estructural, hubiera sido necesario y legítimo acudir a la suspensión de pagos y a una reestructuración de la deuda mediante una distribución de sacrificios entre prestatarios y prestamistas. No ocurrió así, la crisis fue vista como un tropiezo de liquidez, y las instituciones de Bretton Woods cambiaron de piel y discurso para convertirse en abiertas operadoras de las cúpulas del poder financiero mundial. La 3 Rosenthal, 2001 8 culpa recayó en los proyectos nacionales y los Estados que los promovían, mientras los bancos que habían propiciado el sobre endeudamiento de América Latina quedaban libres de culpa y obligaciones. Se trató, en palabras de James Galbraith, de un “crimen perfecto”4. La desaceleración que implicó este tropiezo se estima en una caída de la tasa de crecimiento promedio del PIB de 5.2% entre 1950 y 1970 a 1% en los ochenta. El crecimiento medio anual del PIB de 1990 a 2003 fue de 2.6% y 0.9% el del producto per cápita. Mientras que de 1945 a 1980 el crecimiento de las mismas variables fue de 5.5% y 2.7% respectivamente5. A pesar de haberse observado una cierta recuperación del coeficiente de inversión en estos últimos años, los países latinoamericanos, no han logrado recuperar por más de dos décadas sus niveles de inversión en infraestructura como proporción del producto. Debido al tipo de política macroeconómica implementada, la vulnerabilidad financiera en que se han visto inmersas nuestras naciones está reflejada en el papel que jugaron los grandes flujos de capital en los vaivenes del crecimiento económico. La volatilidad de la cuenta de capital ha superado como determinante del ciclo económico a la apertura comercial, a la IED, la demanda externa y a los términos de intercambio 6. Puede decirse que el capitalismo crece a saltos, a través de crisis y formidables momentos de “destrucción creativa” como planteara Schumpeter. De aquí la necesidad histórica del vocablo “cambio estructural”. Sin embargo, debe admitirse que en este caso las crisis financieras y económicas del periodo fueron abiertamente aprovechadas para imponer el cambio estructural como una ideología que respondía a la ideología mayor del globalismo desplegada por Estados Unidos. De aquí la rápida importación de los criterios de eficiencia y la competitividad como justificación de los enormes costos sociales del cambio y de las crisis. Prácticamente todos los países de la región adoptaron el cambio estructural de mercado para la globalización como divisa única. Lo que siguió fue una revisión drástica, a la baja, del papel del Estado en la economía y una apertura acelerada en las relaciones económicas con el exterior, un importante proceso de privatización y desregulación y una liberalización financiera amplia. El cambio se presentó a través de 4 5 6 Ocampo 2004b, p. 35 Ibíd., pp. 29-33 9 dislocaciones sectoriales y regionales que desembocaron en un empobrecimiento masivo y una aguda concentración del ingreso7. Al convertir la pauta de crecimiento anterior en una "Leyenda Negra", se minimizaron sus logros. Sin duda, se esbozaron formas un tanto novedosas de inserción productiva, pero lo que predominó fue la adopción de técnicas y fórmulas retóricas, una modernización epidérmica, que no llevó a una efectiva nueva ruta de expansión que propiciara una nacionalización de la globalización que, a su vez, permitiera organizar el crecimiento y la distribución en congruencia con los nuevos reclamos de convivencia política y social inherentes a la democracia representativa. Las tendencias a la conformación de un mercado de alcance planetario, ponen en cuestión las formas conocidas de regulación económica, la capacidad de los Estados para ejercer su soberanía y para encontrar fórmulas societales que encaminen los procesos democráticos por senderos de credibilidad, estabilidad y legitimidad. La globalización a la americana no ha podido desplegar una nueva forma de entendimiento e intercambio efectivamente global, y hoy tiene enfrente a una migración mundial desbocada a través de la cual las masas del mundo subdesarrollado y de las naciones dislocadas por el cambio buscan ajustarse subversivamente al desarrollo y la modernidad ofrecidos. La conclusión más importante a que llegan muchos análisis recientes del cambio estructural para la globalización de América Latina, es que el factor determinante de sus dinámicas y resultados no han sido la liberalización o el proteccionismo per se, sino cómo se han implementado las políticas, en qué contexto y su combinación con “otras medidas” (como el fomento industrial o el desarrollo social). Es crucial, nos dice Chang, orientar la actividad económica a la generación de alto valor agregado, “lo que las fuerzas del mercado por sí solas no pueden provocar a una velocidad [y en una forma] deseable desde el punto de vista social”8. Las relaciones dinámicas con el mercado exterior presentan, a lo largo de la historia económica, diferentes formas de apertura, y visiones separadas únicamente por la historia y el tiempo. 7 8 Cfr. Ibarra 2000 Chang, en Ibid., p. 73 10 III. La relación con Estados Unidos en la estrategia de desarrollo del Estado mexicano posrevolucionario. La Revolución Mexicana y la Primera Guerra Mundial dieron fin a un período de consolidación del Estado nacional en el que fue posible diversificar las relaciones económicas de México con el exterior, buscando en Europa un contrapeso a la influencia norteamericana, tanto más temida por la vecindad geográfica y los antecedentes históricos de la relación. La consolidación de la hegemonía norteamericana y el repliegue de los capitales europeos como consecuencia de la primer gran guerra del siglo XX, se conjugó con la difícil construcción de un nuevo Estado, que surgió de la lucha armada con las vastas facultades legales que le confería la Constitución de 1917 y que despertó el recelo de los inversionistas extranjeros y sus gobiernos, pero con muchas dificultades internas y externas para ejercerlas y pacificar el país. Los problemas que surgieron durante la Revolución y el intervencionismo norteamericano, crearon un clima de tensión entre los dos países que se prolongó por más de una década a partir de la caída de Porfirio Díaz, en 1911. Después de una intervención directa del embajador norteamericano en la caída del gobierno del presidente Francisco I. Madero, de la ocupación de Veracruz por la armada de los Estados Unidos y de la expedición punitiva que envió el presidente Wilson a perseguir a Francisco Villa en territorio americano después del ataque del jefe revolucionario a la población fronteriza de Columbus, la promulgación de la Constitución de 1917 y en particular el régimen de propiedad que estableció el artículo 27 constitucional provocaron airadas reacciones en Washington. A pesar de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación estableció que la no retroactividad de la ley no afectaba las concesiones mineras y petroleras expedidas por el gobierno de Porfirio Díaz, el gobierno norteamericano exigió garantías especiales para los intereses de sus ciudadanos en México, apoyó a las empresas norteamericanas en su resistencia a pagar nuevos impuestos al gobierno mexicano y finalmente, aprovecharon el derrocamiento del gobierno de Venustiano Carranza en 1920 para romper relaciones con México y condicionar su restablecimiento a que se garantizaran 11 los intereses de los ciudadanos y empresas estadounidenses en México y al pago de las indemnizaciones por los daños que hubieran podido sufrir durante la Revolución Mexicana. La nueva etapa de la relación entre México y Estados Unidos comienza a gestarse en 1923, con la firma de los llamados Tratados de Bucareli, pero se encarrila definitivamente hasta el ingreso de México en la Segunda Guerra Mundial, en 1942. Después de dos años de negociaciones infructuosas para restablecer las relaciones diplomáticas entre México y los Estados Unidos, el presidente Obregón accedió a discutir con el gobierno norteamericano las garantías de no retroactividad del artículo 27 y sus leyes reglamentarias sobre los intereses de sus ciudadanos y las indemnizaciones por daños sufridos durante la Revolución. El resultado de las negociaciones fueron los Tratados de Bucareli, a partir de los cuales el gobierno de los Estados Unidos reconoció al de México. Sin embargo, la relación no estuvo exenta de sobresaltos, como en 1926, cuando en la prensa de los Estados Unidos se habló de una inminente invasión a México en contra del “bolchevique” presidente Calles, quien se había acercado a la Unión Soviética y había apoyado al movimiento de Sandino en Nicaragua. Sin embargo, el envío de un nuevo embajador, Dwith D. Morrow, quien se convirtió en socio y amigo de Calles, permitió superar el incidente. Años después, el presidente Cárdenas pudo sortear la difícil prueba para las relaciones bilaterales que representó la expropiación petrolera gracias en buena medida a la capacidad diplomática del embajador norteamericano Josephus Daniels y a la actitud conciliadora del presidente Roosevelt. El periodo de crecimiento que inicia con la presidencia de Lázaro Cárdenas encuentra como directrices principales el desarrollo de infraestructura y la construcción efectiva del mercado interno en México. La modernidad en ese momento, frente a una economía aún primario exportadora, dependió de un incipiente proceso de industrialización. Las relaciones comerciales con los Estados Unidos durante el inicio del periodo de crecimiento son significativas: ese país fue origen y destino de 51% de las exportaciones y el 61% de las importaciones mexicanas en 1934, y representan los niveles más bajos desde entonces. 12 A pesar de que no hubo ruptura de relaciones, la expropiación petrolera dio lugar a un nuevo enfriamiento en las relaciones bilaterales que comenzó a ceder paulatinamente a partir de 1940, cuando el general Manuel Ávila Camacho asumió la presidencia. El gobierno de los Estados Unidos se mantenía a la expectativa ante la guerra europea y buscó un acercamiento con México, que después de 1938 había incrementado la venta de petróleo y la compra de equipo a Alemania e Italia, como consecuencia del embargo comercial que la Gran Bretaña y los Estados Unidos habían decretado contra la industrial petrolera mexicana. El gobierno norteamericano dio fin al embargo petrolero contra México, que a su vez dejó de vender petróleo a los países del Eje Roma-Berlín-Tokio. Cuando Estados Unidos entró en guerra con las potencias del Eje, en diciembre de 1941, se incrementó la actividad diplomática con México para garantizar el control de la frontera, el abasto de materias primas y mano de obra barata para mantener la producción agrícola de este país ante el esfuerzo bélico que se avecinaba. En junio de 1942 México entró también en la guerra, después del hundimiento de dos barcos petroleros por submarinos alemanes. A partir de ese momento, las relaciones con Estados Unidos se estrecharon. Por primera vez desde que en 1909 se reunieron Porfirio Díaz y William H. Taft, los presidentes de México y Estados Unidos se reunieron para discutir la colaboración mexicana en la guerra. Aunque la participación militar fue simbólica (un escuadrón de la Fuerza Área Mexicana participó en el frente del Pacífico), la participación económica fue importante. Se firmó el programa bracero, por medio del cual México aportó trabajadores agrícolas a Estados Unidos, se incrementó la exportación de materias primas para la industria y el mercado estadounidenses y se renegoció la deuda externa mexicana en condiciones excepcionalmente favorables. En 1945, el 83% de las exportaciones y el 82% de las importaciones estaban comprometidas con Estados Unidos. La Segunda Guerra mundial estrechó la integración del comercio y la oportunidad de acelerar el desarrollo industrial se benefició debido a la demanda ya no sólo de recursos naturales, sino de manufacturas. La entrada al mercado estadounidense se debió a una coyuntura, nunca a una visión estratégica de integración entre ambos países. Sin embargo, a partir de 1946, la proporción de exportaciones 13 compradas por Estados Unidos regresó a los niveles previos al conflicto: alrededor del 70% del total. Fueron las importaciones las que se mantuvieron con una participación de un poco más del 80% durante los siguientes diez años. El alto componente de importaciones que trasciende la coyuntura, es indicio de uno de los problemas estructurales que afectarían a la economía mexicana a partir de entonces: la dependencia tecnológica y de bienes de capital. Si bien durante la bonanza mexicana de 1933-1981 el PIB se multiplicó por 17 en 48 años; la integración comercial con el, ya desde entonces, principal socio comercial y económico de México, se acrecentó. A partir de 1946, con el final de la Segunda Guerra Mundial y el surgimiento de la bipolaridad que organizó la geopolítica mundial durante las siguientes cuatro décadas, los gobiernos mexicanos se dedicaron a administrar una relación cada vez más compleja con Estados Unidos aceptando la creciente dependencia comercial, pero tratando de que fuera funcional con el objetivo de apoyar la industrialización del país. El presidente Miguel Alemán (1946-1952) propuso un capitalismo “a la mexicana” que aprovechara la cercanía con los Estados Unidos para incentivar a la inversión americana, estimular el comercio entre los dos países y mantener en lo fundamental una alianza estratégica, pero sin renunciar a las posiciones que la política exterior mexicana había venido asumiendo desde el triunfo de la Revolución Mexicana sobre el derecho a la autodeterminación de los pueblos y el principio de no intervención. Fue así como una relación de cooperación en materia de seguridad e inteligencia con Estados Unidos y un clima propicio a la intensificación de las relaciones económicas con ese país coexistieron con una política exterior independiente, que condenó las intervenciones norteamericanas en varios países de la región durante la posguerra. A cambio, el gobierno de Miguel Alemán fue más allá de las posiciones moderadas de Manuel Ávila Camacho y desde su campaña presidencial promovió la transformación del Partido de la Revolución Mexicana en Partido Revolucionario Institucional, eliminando todo vestigio de la retórica socialista que había caracterizado a los posrevolucionarios de la década anterior. Como parte de este proceso, los sindicatos mexicanos asumieron también posiciones cada vez más moderadas y la Confederación de Trabajadores de México asumió un discurso anticomunista contrario a su ideología fundacional, a tal grado que su fundador, 14 Vicente Lombardo Toledano, terminó siendo expulsado. A partir de ese momento cambió la actitud del gobierno hacia el Partido Comunista Mexicano y el gobierno alemanista hizo un gran esfuerzo por deslindar a la Revolución Mexicana de cualquier posición que pudiera parecer pro-soviética. La alianza de largo aliento con los empresarios y la relación especial con Estados Unidos fueron los pilares que junto con la activa política de promoción del desarrollo por parte del Estado soportaron el crecimiento económico de México durante la posguerra. Sin embargo, la alianza que hizo posible este círculo virtuoso de crecimiento económico también impuso límites muy rígidos a la capacidad del Estado mexicano para llevar a cabo transformaciones sociales más agresivas, como lo muestra el incidente ocurrido a principios del gobierno de Adolfo López Mateos (1958-1964). Probablemente como parte de un intento por congraciarse con quienes habían solicitado un viraje hacia la izquierda y un regreso a los orígenes revolucionarios del régimen en los meses previos a su postulación, o tal vez como una respuesta frente a los desafíos que planteaba la revolución cubana a un gobierno que se asumía como heredero de la primera revolución social del siglo, lo cierto es que el presidente Adolfo López Mateos declaró al hincarse su sexenio que su gobierno sería de “extrema izquierda dentro de la Constitución”. El secretario de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, fue más explícito al declarar que por izquierda el presidente entendía “estar atentos a las necesidades y a los afanes de las grandes mayorías”, lo que a final de cuentas no era sino “la esencia de la Revolución Mexicana”.9 A pesar de las explicaciones del gobierno, los empresarios publicaron un desplegado el 24 de noviembre de 1960 intitulado con la pregunta ¿Por cuál camino, señor presidente? En el texto los más connotados miembros de la iniciativa privada mostraban su inquietud por la posibilidad de que el país se estuviera dirigiendo al socialismo, por la vía de una intervención cada vez mayor del Estado en la economía. Los empresarios reivindicaban la experiencia exitosa de varios países industrializados que habían basado su progreso material en la libertad del mercado, con Estados Unidos a la cabeza. Al final, los firmantes 9 Enrique Krauze, La presidencia imperial. Ascenso y caída del sistema político mexicano (1940-1996), México, Tusquets Editores, 1997, p. 268. 15 ratificaban la tesis de Juan Sánchez Navarro de que el camino más corto hacia el desarrollo era el de la colaboración entre el gobierno y la iniciativa privada, pero exigían una definición. El encargado de responder y dar garantías a los empresarios fue el secretario de Hacienda, Antonio Ortiz Mena, que declaró que el objetivo del gobierno era “favorecer el desarrollo económico del país sin competir con la iniciativa privada”.10 El gobierno norteamericano tampoco dejaba de ver con desconfianza la retórica demasiado izquierdista para su gusto de ciertos sectores del régimen priísta. El 18 de febrero de 1963 apareció un artículo sobre la sucesión presidencial en la revista U.S. News and World Report, según el cual por primera vez desde 1929 el futuro de México era incierto, debido a que el país se encontraba “acosado por perturbaciones que ahora salen a la superficie. La inquietud de los campesinos, la intervención del gobierno en los negocios, la selección del próximo presidente…son problemas que se presentan al mismo tiempo”. El artículo tomaba como pretexto la “Alianza para el Progreso” propuesta por el presidente John F. Kennedy, sobre la que se especulaba que podría ser probada primero en México, para exponer la situación del país en los meses anteriores a que se resolviera la sucesión presidencial. La revista norteamericana presentaba un panorama sombrío: la presión de los campesinos sin tierra sería un factor importante para que aflorara la oposición al gobierno, a través de la recién creada Central Campesina Independiente; magnificaba el apoyo de Lázaro Cárdenas a la nueva central y anticipaba un enfrentamiento directo entre el expresidente “izquierdista” y el gobierno de López Mateos; la reaparición en la escena política de la iglesia católica, que después de años de discreción había vuelto a salir a la calle aprovechando su campaña contra el comunismo; adicionalmente, la economía podía caer en una recesión debido a la fuga de capitales promovida por los hombres de negocios que temían la inestabilidad política y estaban en desacuerdo con la intervención gubernamental en la Economía.11 Todas estas tensiones se recrudecerían a medida que se acercara la fecha en la que el presidente López Mateos tuviera que decidir quien sería su sucesor. 10 11 Enrique Krauze, op. cit., p. 269. Historia documental del Partido de la Revolución. Volumen 8. p. 110. 16 Aunque la mayor parte del artículo se dedica a pintar un escenario catastrofista que no correspondía a la realidad mexicana, era reflejo de la preocupación de un sector importante de inversionistas nacionales y extranjeros, los mismos que habían reaccionado ante lo que consideraban el “izquierdismo de López Mateos”. Las críticas a las restricciones legales a la inversión extranjera y en general, al crecimiento del sector público de la economía mexicana, eran representativas de esa posición. Pero también había una interesante apreciación en el artículo: la presión que suponían no sólo para el régimen de López Mateos, sino para la legitimidad del sistema político, por un lado la revolución cubana y por el otro las presiones demográficas que comenzaban a traducirse en demandas insatisfechas de reparto de más de tierras en el campo y de dotación de servicios públicos en las ciudades que habían crecido vertiginosamente en las últimas décadas. En opinión de los analistas norteamericanos, esos problemas estaban erosionando la cohesión del sistema político ante el evidente disgusto de su ala izquierda por lo que consideraban la tibieza del gobierno mexicano frente a Estados Unidos, en particular durante la reciente crisis de los misiles. Finalmente, presentaban la disyuntiva a la que se debería enfrentar en su opinión López Mateos: En esta situación de trastornos políticos y económicos, hay que tomar una decisión vital en los meses venideros. Se trata de la selección que haga el partido “oficial” del candidato para suceder al presidente López Mateos. La tendencia política del próximo presidente, según dicen funcionarios de aquí, será afectada también por la situación mundial, en particular por la política de los Estados Unidos hacia Fidel Castro. Estos funcionarios trazan la siguiente perspectiva: Si Castro y el comunismo continúan en Cuba, en rara coexistencia con los Estados Unidos, el sucesor del presidente López Mateos puede ser un hombre seleccionado por la simpatía con que cuente entre los izquierdistas mexicanos, con la esperanza de que éstos se adhieran al nuevo gobierno. Si, por otro lado, la política estadounidense indica que tiene intención de destruir al comunismo en Cuba, de una manera o de otra, el candidato podría ser un político fuerte que pudiera unificar al país fácilmente en torno suyo, si tuviera que enfrentarse firmemente con levantamientos provocados por la extrema izquierda.12 12 Historia documental del Partido de la Revolución. Volumen 8. p. 112. 17 Se consideraba que los secretarios de Gobernación, Gustavo Díaz Ordaz, de la Presidencia, Donato Miranda y de Hacienda, el legendario secretario del desarrollo estabilizador, Antonio Ortiz Mena, eran los que tenían más posibilidades, en ese orden, de suceder a López Mateos. El elegido fue Gustavo Díaz Ordaz, que durante la crisis de los misiles en Cuba quedó encargado por el presidente López Mateos, de gira por Asia, de informar a Estados Unidos que en caso de que estallara la guerra podrían contar con el apoyo de México. Formado políticamente en Puebla, entre los sectores más conservadores del partido oficial, su llegada a la Presidencia de la República representó un endurecimiento mayor de la política gubernamental frente a los grupos de izquierda dentro y fuera del sistema y complicó aún más la polarización que la guerra fría y el triunfo de la Revolución Cubana habían exacerbado en el país. El gobierno de Díaz Ordaz enfrentó diversos movimientos sociales, protestas de burócratas, movimientos estudiantiles en los estados y el movimiento estudiantil de 1968, que en la víspera de los juegos de la XIX Olimpiada exhibió el autoritarismo del régimen y sus soluciones extremas. La desclasificación de archivos en Estados Unidos ha permitido confirmar lo que se sospechó por años: el papel de los servicios de inteligencia norteamericanos en azuzar la paranoia anticomunista del presidente mexicano. Durante su gobierno contrasta el clímax del período de crecimiento económico con estabilidad de precios que fue bautizado por uno de sus artífices, el secretario de Hacienda Ortiz Mena, como desarrollo estabilizador, con la peor crisis de legitimidad que hubiera enfrentado el régimen posrevolucionario. Esta crisis de legitimidad y el agotamiento de la expansión económica de la posguerra llevaron al presidente Luís Echeverría (1970-1976) a plantear ajustes a la estrategia de crecimiento. Echeverría propuso una estrategia a la que denominó desarrollo compartido, planteada inicialmente la continuación del desarrollo estabilizador pero con una política redistributiva que debería contribuir a superar la elevada concentración del ingreso, la pobreza y los rezagos sociales que habían sido ampliamente documentados en diversos estudios que habían puesto en tela de juicio la justicia social asociada al llamado “milagro mexicano”, que contrastaba con la filiación pretendidamente revolucionaria de los 18 gobiernos mexicanos. Para que la estrategia funcionara, se requería una reforma fiscal que no se pudo concretar ante la oposición beligerante del sector privado, situación que evidenció los límites de la capacidad de reforma y conducción de la economía a que había dado lugar la alianza con los empresarios y la relación con Estados Unidos que había articulado el presidente Miguel Alemán para impulsar la industrialización del país, un cuarto de siglo antes. El sector privado supo explotar la retórica anticomunista y atacó abiertamente al gobierno mexicano para evitar la reforma, recurrió a la fuga de capitales como medio eficaz de presión y aprovechó el discurso tercermundista del presidente Echeverría para presentarlo como un populista de izquierda ante la opinión norteamericana. Aunque formalmente la buena relación entre ambos gobiernos se mantuvo, la posición de Washington frente a los gobiernos priístas comenzó a endurecerse paulatinamente, al mismo tiempo que ganaban terreno las posiciones de quienes consideraban factible que un gobierno mexicano más afín a los intereses de Estados Unidos pudiera llegar al poder por la vía de las urnas si se llevaban a cabo reformas para garantizar una competencia electoral efectiva. Desde los años setenta y sobre todo a partir de 1982 tomó fuerza la tesis de que la democratización de México podía llevar a un bipartidismo en entre el PRI y el PAN, en el que éste último partido representaba posiciones más afines a las de los Estados Unidos en materia económica e internacional. En contra de estas posiciones se pronunciaban los sectores que defendían la tesis dominante en la relación con México desde la época de los presidentes Truman y Alemán, según la cual era preferible tolerar la independencia y aún el activismo de México en política exterior, a cambio de una relación económica fructífera para los capitales americanos, de una frontera políticamente estable y de cooperación con los servicios de inteligencia americanos. La debilidad relativa de los gobiernos estadounidenses de los años setentas, entrampados entre el escándalo de Watergate y el desenlace de la Guerra de Vietnam, aunada al escenario inédito al que se enfrentaba la economía mundial con el final de la estabilidad monetaria y financiera basada en los acuerdos y las instituciones de Bretton Woods y las crisis de los precios del petróleo, pospuso hasta la década de los ochenta el cambio en la relación con México que se veía venir desde la época de Echeverría. En este 19 compás de espera, el auge petrolero permitió alimentar por algunos años la esperanza de mantener el crecimiento económico sin llevar a cabo cambios profundos en la economía y las finanzas, que las tendencias de la economía en su conjunto y la dinámica de sus sectores evidenciaban como impostergables. Antes del estallido de la crisis de la deuda, el proceso de sustitución de importaciones había logrado resultados satisfactorios en la industrialización del país, pero de mediano alcance. Los bienes de consumo lograron incorporar cierta complejidad tecnológica, y junto con los bienes intermedios lograron aceptables niveles de encadenamiento hacia atrás. La creación de una tecnología nacional y la producción de bienes de capital, la parte “dura” de la sustitución de importaciones, nunca alcanzó una fase de desarrollo efectivo. Dada una industrialización inacabada, las restricciones externas al crecimiento y un manejo irresponsable de las finanzas públicas en el país, se escuchaban voces de cambio hacia otro modelo de crecimiento. La apertura y posterior americanización de la estructura económica de México estaba por llegar. El estallido de la crisis de la deuda externa en 1982 ha sido visto como el final de una etapa en la historia del desarrollo mexicano. No fue para menos, en ese año el producto interno bruto (PIB) descendió en 0.62 y 4.2% al siguiente, que al contraste con las altas tasas de crecimiento previas dimensiona la profundidad del choque ocurrido en el sistema productivo nacional. Algo similar ocurrió con la formación de capital que registró una caída de 15.9% en 1982 y 27.8% en 1983. En especial, la inversión pública resintió un declive significativo que afectó proyectos en curso o detuvo el inicio de otros que eran vistos entonces como cruciales para hacer realidad una siembra productiva y a largo plazo de la riqueza petrolera que había llevado al auge económico del país a partir de 1978. Por su parte, los precios crecieron por encima del promedio de los años anteriores, la tasa de inflación alcanzó un 98.8%, el tipo de cambio se devaluó como en cascada13 y arrancó una fuga de capitales que no parecía tener otro fin que el agotamiento de las reservas internacionales de México. 13 De 26.4 pesos por dólar al final de 1981 a 150 por dólar al final de 1982 20 Tómese nota, que entre 1978 y 1981 la economía mexicana creció a tasas superiores al 8%, de 8.96% en 1978, 9.7% en 1979, 9.23% en 1980 y 8.77% en 1981. La formación de capital superó el crecimiento del PIB: avanzó en 15.12%, 20.2%, 14.9% y 14.7% en los mismos años. Ciertamente, los precios registraban ya índices de crecimiento altos, superiores a los que habían marcado el arranque de la inflación en los primeros años setenta. En 1978, la inflación creció en 17.51%, para elevarse al 18.20%, 26.23% y 28.08% en los años siguientes. Por su parte, la deuda pública externa en 1975 se elevó a 16.42% del PIB, para llegar en 1978 al 23.61%. A partir de ese año, sin embargo, gracias sobre todo a las elevadas tasas de expansión del producto, la deuda bajo al 22.1%, 17.36% y 21.15% en los tres años siguientes. Gracias a la dinámica de las exportaciones petroleras, el déficit en la cuenta corriente parecía estar bajo control, pero ya en 1981 representó un 5.23% del PIB, por encima del nivel que había precipitado la devaluación de 1976 (5.05% en 1975 y 4.22% en 1976). Era claro que el alto nivel de endeudamiento empujaba el déficit externo a la alza, sobre todo si se considera que en 1981 se dio un cambio significativo en la composición del endeudamiento a favor de la deuda a corto plazo y en detrimento de la de largo plazo. Entre 1978 y 1980, la deuda pública externa de corto plazo fue de 1.2% a 0.77% del PIB, en tanto que en 1981 llegó a significar el 4.29% del PIB. Con todo las expectativas y realidades que trajo consigo la bonanza petrolera de esos años, era claro que las relaciones básicas de la dinámica macro económica no apuntaban al equilibrio y que, además, con todo y las ganancias externas producidas por las ventas de crudo, el país encaraba ya con toda fuerza su talón de Aquiles histórico condensado en la tendencia al desequilibrio externo. De cualquier forma, puede decirse que el trauma de 1982 puso a flote contradicciones de todo tipo, sumergidas o a flor de tierra, que apuntaban a la necesidad de cambios urgentes. Empujados por el draconiano ajuste externo decidido por el gobierno del presidente De la Madrid, y poco después por la convicción en las cúpulas del poder político y económico de que el ajuste era no sólo insuficiente sino incapaz para enfrentar los desafíos de una economía desequilibrada y estancada, se planteó la hipótesis del agotamiento de la estrategia de desarrollo anterior, que en caso de confirmarse requería a su 21 vez que se plantearan una agenda de reformas que permitiera contar en un plazo tan corto como fuera posible con una nueva estrategia de desarrollo. Gráfica 1 Filtro Hodrick-Prescott de la tasa de crecimiento del PIB 1921-2004 10% 5% 2002 1998 1994 1990 1986 1982 1978 1974 1970 1966 1962 1958 1954 1950 1946 1942 1938 1934 1930 1926 1922 0% -5% -10% -15% Fuente: Cálculos propios con base en datos de INEGI Como se observa en la gráfica 1, tras un periodo donde la tendencia de la tasa de crecimiento era ascendente hasta alcanzar una meseta en el final de la década de los años sesenta, la dinámica de crecimiento se redujo lentamente durante la década siguiente. Durante los años setenta, a pesar de las altas tasas de crecimiento alcanzadas durante los años 1978-1981 durante el llamado auge petrolero, el filtro muestra la profundización de la tendencia descendente, hasta dar lugar a partir del estallido de la crisis de la deuda en 1982 a un cambio de tendencia, caracterizado por una alta volatilidad en el ciclo económico y una reducción considerable y rápida del ritmo de crecimiento. La inestabilidad que caracterizó la economía a partir de la crisis de la deuda de 1982 también se observó en la tasa de acumulación de la economía, lo que explica en gran medida el cambio de la tendencia de crecimiento de largo plazo observado a partir de la década de los ochentas. Desde 1960 hasta 1981 el porcentaje de la FBCF con respecto al PIB tuvo una ascenso continuo hasta llegar al 26.5% en este último año, después de superar una reducción pequeña durante la crisis de 1976. De 1981, en adelante, la acumulación de capital entró en una ruta declinante hasta llegar a niveles inferiores al 20% del PIB, con una 22 cota mínima en 1995 del 14.5%. Las recuperaciones observadas desde este año, en que el país encara la peor de sus caídas económicas, no han podido superar la trayectoria impuesta por las crisis de los años ochenta y como consecuencia México enfrenta en la actualidad un serio reto en cuanto a la posibilidad real que tenga de “recuperar” un futuro deteriorado seriamente ya por la falta de inversión publica y privada. El retroceso de la primera, además, ha implicado notables daños a la infraestructura, en parte humana y social, de México y muchas de sus omisiones se expresan ya como agudos embotellamientos que estrangulan las posibilidades de retomar la senda de crecimiento histórica que se abandonó en 1982. Gráfica 2 Filtro Hodrick-Prescott Formación Bruta de Capital Fijo/PIB 1960-2004 27% 25% 23% 21% 19% 17% 15% 2004 2002 2000 1998 1996 1994 1992 1990 1988 1986 1984 1982 1980 1978 1976 1974 1972 1970 1968 1966 1964 1962 1960 13% Fuente: Cálculos propios con base en datos de INEGI Como puede apreciarse en la gráfica, aún cuando la formación bruta de capital alcanza su máximo histórico durante el auge petrolero, una vez aplicado el filtro Hodrick Prescott se revela que en realidad la tendencia de largo plazo era apuntaba a una disminución que tocó fondo a fines de la década de los años ochentas. A partir de entonces, aún cuando la formación bruta de capital fijo se haya recuperado como porcentaje del PIB, no ha recuperado los niveles que alcanzó a mediados de la década de los setenta, debido a 23 que el incremento de la inversión privada no a logrado compensar el desplome de la inversión pública. No sólo en el ámbito económico, también en el político y social, el país ha registrado desde entonces mutaciones enormes, articuladas por el proyecto de globalizarlo cuanto antes y, por esa vía, sacarlo de la espiral de sobre endeudamiento, inflación, devaluación y descalabros productivos que caracterizaron el final de los años setenta y la totalidad de los ochenta. La crisis fue desde luego financiera y monetaria e inmediatamente económica y productiva, pero también recogió y dio lugar a una dramática ruptura en el modo como acostumbraban relacionarse los grupos dirigentes del Estado con los grupos dominantes en la economía. La nacionalización bancaria de aquellos años reveló las enormes brechas existentes en el esquema de cooperación entre el sector público y el privado que, durante el gobierno anterior, el del presidente Echeverría, habían empezado a aflorar al calor de diversos acontecimientos económicos y políticos y del activismo presidencial que buscó sellar con crecimiento económico las fallas en el sistema político que 1968 había desvelado a un costo muy alto en vidas y expectativas juveniles. La “regla de oro” del sistema mexicano, como gustaba llamarla el senador José Luis La Madrid, empezó a conocer sus últimos tiempos. El reconocimiento de la presidencia mexicana como el lugar de las decisiones de última instancia en la política del poder pero también en la economía, empezó a ser acremente cuestionado desde las propias cúspides de la empresa privada y la necesidad de corregir a fondo el régimen del presidencialismo autoritario heredado de la Revolución Mexicana se volvió idea fuerza del reclamo democrático que hasta entonces habían protagonizado, sobre todo, grupos populares, sindicatos, organizaciones agrarias y los estudiantes que lo habían convertido en exigencia fundamental, primordial de la democracia. La crisis económica de aquellos años llevaba casi de manera natural a preguntarse si debajo de los desequilibrios financieros domésticos y externos, y detrás del conflicto entre el sector público y el privado, no había desarreglos y desencuentros mayores en el conjunto de la organización estatal que propiciaban enfrentamientos recurrentes que buscaban saldarse con medidas de corto plazo, que afectaban las finanzas públicas y luego al entorno 24 macro económico, hasta aterrizar en descalabros cambiarios cada vez mayores y en una corrosión progresiva de un sistema financiero cuyo punto crítico es, al final del día, la confianza que pueda generar en el público, en los poderes de hecho y de derecho y desde luego en los prestamistas e inversionistas internacionales. Sin embargo, en los primeros momentos después de la crisis de aquel año, de lo que se trataba, al decir del presidente De la Madrid que tomó posesión en medio de la tormenta, era de “evitar que el país se nos fuera entre las manos”. Al calor del fracaso de la batería de recetas convencionales con que se quería alcanzar el ajuste externo, se comenzó a deliberar en torno a la idea del cambio estructural. No se trató de una deliberación abierta y pública, mucho menos democrática, pero con insistencia se planteó en las cumbres de la economía y las finanzas, desde luego en los corredores del poder político, que este cambio estructural, hacia una economía abierta y de mercado, liberada hasta donde fuera posible de sus adiposidades corporativas y estatistas, camino único para que el país pudiera adaptarse e inscribirse sin tardanza en los portentosos cambios del mundo. De lo que se trataba, como se insistía en la escena internacional, era de reencontrar la vía del mercado y del capitalismo que se había bloqueado en buena parte de Europa y Asia, pero también en América Latina y África durante la Guerra Fría que, paradójicamente, había propiciado en buena parte del mundo la exploración de caminos intermedios, “terceras vías” del tipo más diverso. A partir de la caída del Muro de Berlín todo se volvió reformismo para la globalización que el llamado Consenso de Washington codificó en discurso y receta universal, y que habrían de declinar por igual checos y polacos, rusos y mexicanos, peruanos y brasileños. A los chilenos los habían forzado a hacerlo a sangre y fuego durante la dictadura de Pinochet y a los argentinos les había causado enormes destrozos de sus tejidos sociales y colectivos básicos, así como decenas de miles de muertos, en un enfrentamiento provocado por la utopía negra de implantar “una economía de mercado y una sociedad cristiana”. El proyecto así, a pesar de sus implicaciones negativas previstas por muchos, era cosmopolita y en clara sintonía con el 25 globalismo neo liberal que entonces pretendía haber logrado convertirse en pensamiento único. Muchas reformas se hicieron para cumplir con el cometido de globalizar a México. Todas ellas, modificaron más o menos radicalmente las relaciones del Estado con el resto de la sociedad, y la reforma política consumada casi al final del siglo y del ciclo reformista neo liberal así lo confirmó. Economía y política responden ahora a otros códigos y claves; sus imperfecciones e ineficiencias pueden todavía atribuirse a los ecos del Viejo Régimen, pero en lo fundamental deben entenderse como fallas y defectos de los nuevos arreglos, fallas del mercado, como ocurre siempre salvo en la imaginería neo liberal, pero también, en realidad sobre todo, fallas de un Estado que no acaba de definir su perfil ni de dar lugar al surgimiento de un nuevo orden democrático y de una nueva economía política, que permitan darle un sentido histórico a tanto cambio y reforma como los que México ha vivido. Este sentido histórico tiene que tener como punto duradero y sustentable de apoyo, a un crecimiento alto y sostenido que pueda estar por lo menos a la altura de las necesidades de empleo emanadas de la demografía. La reforma económica no ha podido fortalecer al Estado en sus finanzas, y más bien lo ha afectado por su permisividad fiscal hacia el comercio exterior y su secular ineficiencia para recaudar los impuestos que marcan las leyes. Hoy, a medida que se agudiza la percepción de las enormes desigualdades y de las cuotas mayúsculas de pobreza que afectan a las ciudades, el éxito exportador difícilmente puede servir para apoyar la legitimidad del sistema político democrático. Con la entrada en vigor del TLCAN el modelo exportador de México selló la americanización de su economía, la concentración del comercio exterior se agudizó, durante el primer año de la vigencia del tratado las exportaciones hacia Estados Unidos alcanzaron el 84.6% del total mientras que a principio de la década de los noventa eran del 72.2%. La economía mexicana ha entrado en proceso de sincronía con la economía norteamericana, de acuerdo a palabras del anterior secretario de hacienda, la economía nacional se ve afectada por los ciclos económicos de Estados Unidos con un rezago de seis meses. 26 La nueva configuración de la estructura del crecimiento de la economía de México ahora depende de forma explícita e importante de nuestro vecino del norte, sus ciclos se hacen nuestros, la decisión de sus consumidores le da o le quita el empleo a nuestros compatriotas, incluso cabría preguntarse si la reactivación de la economía estadounidense a través de sus excesivos gastos militares no activa también nuestra economía, hoy más que nunca podemos estar montados en un motor de crecimiento que de acuerdo a nuestra tradición en la política internacional, nuestro pacifismo y nuestro respeto a la autodeterminación de los pueblos y el principio de no intervención puede ser contradictoria a nuestras tesis internacionalistas. Los ciclos de paz y de guerra en Estados Unidos se convierten en políticas de gasto y por ende de crecimiento y contracción económica afectando con un breve rezago a la economía mexicana, nuestro modelo secundario exportador es frágil, y la soberanía económica se trastoca debido a la excesiva vinculación de nuestra economía con la del norte. Bibliografía Ayala Espino, José Luis, Estado y desarrollo: la formación de la economía mixta mexicana (1920-1982), México, Fondo de Cultura Económica-Secretaría de Energía, Minas e Industria Paraestatal, 482 pp. (Serie La Industria Paraestatal en México). Bulmer Thomas, Víctor (compilador) El nuevo modelo económico en América Latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, (Lecturas de El Trimestre Económico 84). Cárdenas, Enrique, José Antonio Ocampo y Rosemary Thorp (compiladores), Industrialización y Estado en la América Latina. 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