Elementos para la construcción de una política social Héctor Palomino Los problemas centrales que debe encarar la política social en el contexto de la depresión económica actual provienen de la crisis del mercado de trabajo y la necesidad de enfrentar a la vez la pobreza y el desempleo generalizados. Antes de los ’90, varios de los institutos vinculados con el bienestar social tales como el sistema de seguridad previsional, los servicios de salud y otros, se articulaban con el salario: esa articulación ya no existe para más de la mitad de la población económicamente activa, y la presión combinada de la informalidad y el desempleo determina dificultades de nuevo tipo para la política social. Estas dificultades nuevas imponen la necesidad de revisar los enfoques prevalecientes de política social, anclados en diferentes premisas. Uno de esos enfoques se apoya sobre la premisa de la “modernización” a través de reformas estructurales, y es preconizado por los organismos multilaterales de crédito. En este enfoque la política social es de carácter compensador, transitorio y de corto plazo, destinado a atender las necesidades emergentes de la población afectada por las reformas, bajo el supuesto de que los efectos benéficos de estas en el mediano o largo plazo bastarán por sí mismas para resolver los problemas de integración social. Vistos los efectos de las reformas estructurales en la Argentina y los procesos de desintegración social a los que asistimos, se impone la necesidad de revisar este enfoque. Un enfoque alternativo al expuesto es el que plantea la posibilidad de retorno a la situación previa a los ’90, rearticulando el salario con los institutos de bienestar, es decir con el sistema de previsión, de salud y otros servicios sociales. Pero la validez de este enfoque depende no sólo de la creación de empleo, sino de su articulación con la protección social. El problema es que esta ya no es automática como en el pasado, sino que requiere, al mismo tiempo, implementar mecanismos que la restablezcan. Es decir, no basta con promover cualquier tipo de empleos, sino empleos con protección social. Pero esta tarea es gigantesca, habida cuenta de que requiere operar sobre más de la mitad de la población económicamente activa. En esta perspectiva la rearticulación del salario con la protección social constituye un objetivo de largo plazo, aunque más no sea por las dimensiones de las tareas que su concreción involucra. Por ejemplo, los esfuerzos articulados en la promoción del empleo a través de inversiones en obra pública seguramente garantizan la rapidez en la generación de fuentes de trabajo. Sin embargo, éstas no aseguran la generación de puestos estables y protegidos, entre otras cosas porque la activación del empleo directo opera sobre un sector en el que prevalece la inestabilidad y la precarización laboral. La propuesta de un seguro de empleo-formación para jefes y jefas de hogar de carácter masivo constituye una propuesta de interés para explorar la posibilidad de generación de empleo con protección social, garantizando al mismo tiempo la subsistencia de los desempleados y sus familias. La ventaja de esta propuesta reside en que sostiene el trabajo como articulador básico de la integración social, y promueve la movilización de recursos hoy inactivos a causa precisamente del desempleo. Las dificultades que presenta esta propuesta no provienen de esos principios, adecuados a la crítica situación actual de la Argentina, sino más bien de las dificultades que presenta su implementación, originadas en la indeterminación del número de beneficiarios potenciales y, por lo tanto, del monto de recursos necesarios para su puesta en marcha. Esa indeterminación en el cálculo proviene de la brecha existente entre los criterios estadísticos utilizados para la medición del desempleo, de su definición social, muy alejada de aquellos parámetros. Esa brecha conceptual debe ser salvada de alguna manera para estimar los recursos requeridos (“cuánto” y “a cuántos”) para la implementación de un seguro de este tipo. Otro enfoque proviene de sustituir el trabajo como mecanismo privilegiado de integración social, y promover esta a través de un principio de derecho ciudadano que otorgue una renta básica universal. La sustitución del trabajo como principio de integración social fue concebido en la década de los ’80 en Europa para afrontar los problemas del desempleo, y a favor de la capacidad de generación de riqueza de las sociedades del mundo industrializado. Un supuesto de este enfoque es precisamente la capacidad de la economía para satisfacer las necesidades básicas de toda la población, que es lo que permite imaginar, de manera estimulante sin duda, que ya no es necesario trabajar para vivir o, al menos, “no trabajar tanto”. De allí el problema de aplicar este principio a la sociedad argentina en su situación actual, en la que precisamente está en cuestión la capacidad de la economía para asegurar las necesidades básicas de la población. Estas sólo pueden ser provistas mediante la movilización de recursos hoy improductivos, en particular los provenientes de la enorme masa de desempleados. La sustitución del trabajo como principio de integración social, en el preciso momento en que resulta necesario resolver agudos problemas de desempleo, no parece demasiado oportuna. Otra opción consiste en promover el desarrollo de una economía social, sobre la cual existen a la vez variados enfoques, formas y mecanismos, que van desde la promoción de diversas estrategias de desarrollo local, hasta modalidades de intercambio social, como el trueque, que prescinden de la moneda de curso legal. Varios de estos enfoques están basados sobre muy diversas experiencias de los países latinoamericanos, en las que se ha encarado la elaboración de mecanismos sociales para asegurar la subsistencia cuyo potencial ha permitido integrarlos luego, progresivamente, en la economía formal. La exploración de varios de estos mecanismos que se han revelado eficaces para asegurar la subsistencia de la población, ha sido encarada por la sociedad argentina en las últimas dos décadas, en parte de manera espontánea y en parte a favor de los mecanismos promovidos en programas ad hoc por los organismos multilaterales de crédito. Una de las cuestiones centrales en estos enfoques es cómo pasar de meros mecanismos de subsistencia a actividades sustentables articuladas con el desarrollo económico. Precisamente los programas de desarrollo local permiten resolver esa brecha, al menos en el mediano plazo. Otra cuestión central es cómo resolver la cuestión de la informalidad de base de estos emprendimientos, en un contexto de difusión masiva de una “informalidad precaria” como la que se registra en la Argentina actualmente. Por último debe considerarse que la política social no funciona en el vacío, sino que debe tomar a su cargo lo que existe para transformarlo y superarlo. A diferencia de la situación existente en la formulación original del Plan Fénix, desde mayo de 2002 el gobierno nacional viene aplicando como eje de su política social un programa de subsidios mínimos para jefes y jefas de hogar, de carácter masivo, que alcanza aproximadamente a dos millones de personas en situación de indigencia. Si bien en teoría los subsidios deberían otorgarse a cambio de contraprestaciones en trabajo por parte de sus beneficiarios, su distribución comenzó antes de la implementación de programas de trabajo para su inserción. Se presume que la mayoría de los beneficiarios actuales recibe actualmente el subsidio sin contraprestación laboral, por lo que la continuidad en el tiempo de esta situación, puede preverse, terminará por consolidarla como la entrega de subsidios sin contraprestación. Obviamente existen, además, situaciones híbridas, por lo que una parte de quienes reciben el subsidio realizan contraprestaciones laborales, otra parte no realiza contraprestaciones, y finalmente otra parte realiza contraprestaciones intermitentes. Lo que enseña esta experiencia es que, en nombre de la urgencia para atender las necesidades de la población, puede llegarse a la indeterminación de la política social. Este no es un problema menor, que se agrega a la difusión de prácticas clientelares en el otorgamiento de los subsidios, lo cual afecta su universalidad y el principio de derecho ciudadano con el que se pretendió fundamentarlo. Más allá de la situación generada en el presente por el actual programa de subsidios a jefes y jefas de hogar, de indeterminación de la política social, debe considerarse el condicionamiento que introduce en la aplicación futura de programas que otorguen subsidios a cambio de contraprestaciones laborales. De optar por esta vía, cualquiera sea su formulación, seguramente generará un “doble estándar” de subsidios: los actuales de bajo monto –dada la dificultad política de su eliminación, al menos en el corto plazo– y otros de monto más elevado –precisamente para incentivar la contraprestación laboral–. Sea que las políticas sociales futuras se encaren por alguno de los senderos comentados, es decir que apliquen los principios de la cultura del trabajo, de los derechos de ciudadanía independientes del trabajo, o los del desarrollo local, o bien por una combinación de ellos, tal como figuran en la formulación actual del Plan Fénix, deberán hacerse cargo de las asimetrías generadas por la política social vigente, por la crisis del sistema de seguridad social –que requiere por sí misma un debate ampliado–, y por la crisis del sistema de salud. Es decir que a la urgencia de implementar el combate a la pobreza y el desempleo, como los problemas sociales básicos que se deben afrontar actualmente, se suma la de resolver una serie de problemas estructurales de índole a la vez económica y social. Lo que enseña la experiencia de los resultados de la aplicación de la actual política social es que no hay una avenida de mano única para estas soluciones, que no todas concurren en el mismo sentido y que se requiere articularlas de modo tal que las urgencias de corto plazo no conspiren contra las soluciones estructurales de mediano y largo plazo.