La comprensión de los textos Antonio Sánchez En muy pocas ocasiones se tiene que enfrentar la historiografía de la filosofía contemporánea a los problemas de transmisión y recepción de los textos, pues tales inconvenientes, como es natural, afectan en mayor medida al estudio histórico de obras antiguas. Sin embargo, las cuestiones referentes a la comprensión e interpretación de los textos, por no ser dependientes únicamente de la distancia temporal, sino también de uno de los caracteres propios del lenguaje, su significatividad, no han dejado de preocupar al historiador de la filosofía, constituyendo un tema clave de la reflexión filosófica que, tras haber interesado a muchos historiadores y a expertos en el comentario de textos, habría alcanzado ya perfiles concretos, un carácter teórico y no simplemente metodológico, en la hermenéutica actual. En la medida en que el texto despliega ante nosotros un horizonte de significaciones no siempre explícitas, esto es, en la medida en que el texto, tan deficiente como exuberante, no sólo muestra sino que también oculta su sentido, accedemos a él con la conciencia de que nos precipitamos en un enigma. No podremos leer sin correr el riesgo de la comprensión. La gran complejidad de la terminología filosófica en el período contemporáneo —ese darse de bruces con escrituras que se resisten a la traducción, e incluso a la comprensión de los que leen en la misma lengua original— añade una dificultad más a todas las que el texto contiene por su misma naturaleza evasiva, y ya nos viene a poner sobre aviso, con la rotundidad del rasgo ortográfico, del esfuerzo intelectual tan enorme que habremos de derrochar en la tarea intrincada de la lectura. Para hacernos imaginar esta tarea Heidegger habló de Holzwege: «‘Holz’ [madera, leña] es un antiguo nombre para el bosque. En el bosque hay caminos [‘Wege’], por lo general medio ocultos por la maleza, que cesan bruscamente en lo no hollado. Es a estos caminos a los que se llama ‘Holzwege’ [‘caminos de bosque, caminos que se pierden en el bosque’]. Cada uno de ellos sigue un trazado diferente, pero siempre dentro del mismo bosque. Muchas veces parece como si fueran iguales, pero es una mera apariencia. Los leñadores y guardabosques conocen los caminos. Ellos saben lo que significa encontrarse en un camino que se pierde en el bosque»1. Leer es una actividad semejante a andar por senderos del bosque, y recorremos las líneas con idéntica sensación de pérdida, y con la misma seguridad del senderista que sólo en la pérdida sabe que es posible el encuentro. El sentido de un texto puede aparecer de súbito, como en un repentino claro del bosque, después de haber andado un buen trecho tras la palabra que se hurtaba «lejana como oscura corza herida»2. La filología de textos clásicos, la teología exegética y la práctica jurídica ya habían desarrollado métodos muy sofisticados de interpretación de textos antes de que surgiera la filosofía hermenéutica. Sin embargo, a partir de Nietzsche y de Dilthey el planteamiento hermenéutico adquirirá nuevas dimensiones que configurarán su actual aspecto. En principio se entiende por ‘hermenéutica’ más un talante, una cierta disposición a la hora de enfrentarse al texto, que una filosofía claramente definida y elaborada por una escuela concreta cuyos miembros compartiesen puntos de vista comunes, lo cual se pone claramente de manifiesto a la vista de 1 2 HEIDEGGER, M., Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1995, pág. 9. La voz distante, en un lorquiano «Soneto del amor oscuro». 2 los muy diversos autores a los que cabría atribuir semejante interés (Schlegel, Schleiermacher, los ya mencionados Nietzsche y Dilthey, Heidegger, Gadamer, Ricoeur, Apel, Rorty, Habermas, Vattimo, etc) y de la gran disparidad que descubrimos en sus orientaciones filosóficas. Incluso se podría decir que cada filósofo tiene su peculiar forma de enfrentarse al texto, y en esa medida sólo puede hablar de su propia hermenéutica, situación en la que también se encuentra el que esto escribe. Aún así, no podré dejar de referirme a una orientación hermenéutica muy concreta, pues, habiendo aprendido a leer textos cerca del profesor Lledó, que a su vez fue alumno de Gadamer, bien me puedo considerar un lejano discípulo de éste último, un gadameriano de segunda generación. Vayamos, pues, a las consideraciones que creemos pueden ser de interés en lo que respecta a la comprensión del texto. En primer lugar, y como «primer principio de toda hermenéutica», que diría Heidegger3, la comprensión es un modo de ser, una posibilidad de acceso al sentido que se basa en la misma forma de realización histórica del ser que comprende. Pues no se trata de la apropiación teórica de algo ajeno, de una recreación del proceso de gestación y elaboración del texto, como pretendía Schleiermacher, sino que la comprensión es un acontecimiento en el que también viene a tomar noticia de su ser aquél que comprende. Éste, por tanto, no está libre para elegir el pasado, para revivir el texto desde la distancia histórica con un grado controlable de objetividad científica, pues está incardinado en una situación, en un horizonte que se va perfilando en la comprensión al mismo tiempo que desde él se otorga sentido al comprender. La comprensión está determinada por una situación histórica, pero la situación histórica se determina en la medida en que se comprende, esto es, en la medida en que se concreta y se reconoce como tradición, como pasado de un presente. Según lo dicho podemos apreciar que la tradición sólo se mantiene viva en el presente de la interpretación, que es preci3 HEIDEGGER, M., Der Begriff der Zeit, Tübingen, Niemeyer, 1989, pág. 26. 3 samente el lugar del diálogo. Es en el lenguaje donde se concreta la situación histórica y con ella la tradición; fuera del lenguaje, como pretendida referencia objetiva, la tradición no es más que una conciencia perdida y enajenada4. Pero esto no significa, como planteaba el ‘historicismo’, que la comprensión sea simplemente una interpretación desde la situación histórica, enteramente arbitraria o, en el mejor de los casos, ostensiblemente condicionada. Por el contrario, el texto, el objeto de la comprensión, se hace patente como algo que se nos enfrenta en la medida en que, como tal, ofrece una resistencia a ser integrado. Así dice Gadamer: «El que quiere comprender no puede entregarse desde el principio al azar de sus propias opiniones previas e ignorar lo más obstinada y consecuentemente posible la opinión del texto... hasta que éste finalmente ya no pueda ser ignorado y dé al traste con su supuesta comprensión. El que quiere comprender un texto tiene que estar en principio dispuesto a dejarse decir algo por él. Una conciencia formada hermenéuticamente tiene que mostrarse receptiva desde el principio para la alteridad del texto»5. La comprensión exige una apertura hacia el texto, una disposición a la escucha, a «leer lo que pone»; y esto es factible gracias a que el comprender no está ya clausurado desde un principio («cuando se comprende la tradición no sólo se comprenden textos, sino que se adquieren perspectivas, y se conocen verdades»6). Sin embargo, parece que no podemos salir del ‘círculo hermenéutico’. Porque la apertura al texto no puede entenderse ni como neutralidad ni como autocancelación; se comprende desde un horizonte de comprensión que encierra un contexto de sentido, esto es, unas propias opiniones previas y unos prejuicios. Y si tales 4 «Es cierto que una tendencia objetivadora —señala Lledó— lleva a suponer que la interpretación está ‘detrás’ del texto, en un mundo ideal que, en cierto sentido, fuera independiente del lector. Pero el reflujo de las palabras leídas llega, por así decirlo, a la playa de la intimidad» (LLEDÓ, E., El surco del tiempo, op. cit., págs. 29-30). 5 GADAMER, H.-G., Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1977, pág. 335. 6 Ibid., pág. 23. 4 prejuicios determinan la comprensión de forma inevitable tendremos que asumir su circularidad, tendremos que admitir que sólo se atiende a lo que ya ha sido puesto como clave de lectura. La comprensión es interpretación de algo que ya ha sido interpretado. Al abrirnos al texto asumimos una extrañeza, pero no para fundirnos con ella, con las intenciones y el mundo de su autor, sino para tomar noticia de la conexión de sentido que había sido ya proyectada para incitarnos a la interpretación. No simpatizamos con un referente, sino con nuestras propias claves de sentido. De tal manera que en la comprensión la extrañeza del texto persiste, y lo hace como extrañeza asumida e interiorizada en nuestra interpretación, como extrañeza que se ha hecho familiar. Podríamos seguir por este camino, pero caeríamos en el error de cambiar una referencialismo del texto por un referencialismo del intérprete. Lo interesante de la aportación de Gadamer a la teoría de la interpretación, lo que hace que nos pueda interesar actualmente como teoría capaz de revelar las inquietudes del historiador de la filosofía, es su pugna por mantener la tensión dialéctica entre el texto y el intérprete sin dar por supuesta la realidad absoluta de ninguno de ellos. La distancia entre el texto y el intérprete no puede eliminarse; por el contrario, la comprensión se determina como diálogo posibilitado por la fusión activa de horizontes que, a su vez, se encuentran siempre abiertos y en formación, puesto que, si la lectura del texto desde un presente es un momento de la comprensión misma, ésta a su vez forma parte de la historia del intérprete, que de este modo se comprende a sí mismo al interpretar la historia. El intérprete adviene en el comprender según adviene la comprensión del texto. El momento de la comprensión no sólo es aquél en el que tiene lugar la determinación del texto a partir de una situación histórica, a partir de unos prejuicios, sino también el momento en el que el intérprete puede tomar conciencia de su situación, como históricamente determinada. Así puede decir Gadamer que «un pensamiento verdaderamente histórico tiene que ser capaz de pensar al mismo tiempo su propia historicidad»7. La realidad de la historia ha de aparecer con el 7 Ibid., pág. 370. 5 mismo grado de evidencia que la realidad de la comprensión histórica. Y con ello se difumina la posición privilegiada del presente. O dicho de otro modo, al ser reintegrado el presente en el tiempo, desaparece. Ya no podrá ser un momento de reposo donde pudiésemos emplazar la referencia como autoconciencia realizada, esto es, como sujeto absoluto; el presente, por el contrario, no dejará nunca de ser temporal, una continua reinterpretación según un horizonte de pasado y un horizonte de futuro. El sujeto temporal, se reinterpreta desde un presente sin reposo, desde un presente infinito, porque está continuamente adviniendo y cayendo en un presente sin fondo. Y esta transformación que sufre el intérprete, esta continua caída en lo otro que se produce en la interpretación, le pone en evidencia que su ser no está nunca completamente dado, y que por consiguiente tampoco sus prejuicios permanecen, sino que pueden ser alterados en la misma comprensión. La lectura va a acabar siendo crítica de las propias condiciones subjetivas de interpretación gracias al no acabamiento del sujeto, a su temporalidad constituyente. «En realidad el horizonte del presente está en un proceso de constante formación en la medida en que estamos obligados a poner a prueba constantemente todos nuestros prejuicios. Parte de esta prueba es el encuentro con el pasado y la comprensión de la tradición de la que nosotros mismos procedemos. El horizonte del presente no se forma pues al margen del pasado. Ni existe un horizonte del presente en sí mismo ni hay horizontes históricos que hubiera que ganar. Comprender es siempre el proceso de fusión de estos presuntos ‘horizontes en sí mismos’»8. La tensión de la hermenéutica, de la comprensión del texto, se crea entonces entre lo que el intérprete ha instituido —lo que ha aceptado por comprensión, el punto de vista desde el que lee— y la transformación temporal en la que no deja de estar inmerso, de la cual el propio texto es también un acontecimiento. Y de este modo, la hermenéutica de Gadamer, aceptando en cierto modo la objetividad hegeliana, también la supera, porque introduce el hecho de la temporalidad. La 8 Ibid., pág. 376-377. 6 interpretación se revela infinita, porque no llega nunca a determinarse del todo, pero limitada porque, en cuanto temporal, no puede acceder a todas las interpretaciones, no goza en ningún instante de la simultaneidad de todos los puntos de vista, sino que se ve determinada a leer siempre desde una concreta situación, aquélla que al intérprete le está históricamente permitida. Con esto la hermenéutica cobra su verdadero sentido: no se trata tanto de revelar la correcta interpretación como de poner en evidencia los prejuicios desde los que se lee, superar sus limitaciones, en definitiva, partir hacia la comprensión de lo Otro, que permanece en su relativa alteridad, evitando el malentendido que crearía el prejuicio falso, esto es, aquél que no fuera consciente de sus propios límites, del ámbito en el que cual se ha gestado y desde el que se produce la comprensión. En la medida en que respetemos la alteridad del texto sabremos que nuestra lectura será siempre un rescatar la ausencia; pero en la medida en que sólo confirmando su ausencia el texto se hace presente veremos que tal resolución, aún trágica, es la única que nos está permitida. «...el verdadero sentido contenido en un texto o en una obra de arte no se agota al llegar a un determinado punto final, sino que es un proceso infinito. No es sólo que cada vez se vayan desconectando nuevas fuentes de error y filtrando así todas las posibles distorsiones del verdadero sentido, sino que constantemente aparecen nuevas fuentes de comprensión que hacen patentes relaciones de sentido insospechadas... Junto al lado negativo del filtraje que opera la distancia en el tiempo aparece simultáneamente su aspecto positivo para la comprensión. No sólo ayuda a que vayan murien-do los prejuicios de naturaleza particular, sino que permite también que vayan apareciendo aquéllos que están en condiciones de guiar una comprensión correcta»9. «Ya hemos visto que la comprensión comienza allí donde algo nos interpela. Esta es la condición hermenéutica suprema. Ahora sabemos cuál es su exigencia: poner en suspenso por completo los propios prejuicios. Sin embargo, la suspensión de todo jui- 9 Ibid., págs. 368-369. 7 cio, y, a fortiori, la de todo prejuicio, tiene la estructura lógica de la pregunta»10. «La esencia de la pregunta es el abrir y mantener abiertas posibilidades. Cuando un prejuicio se hace cuestionable, en base a lo que nos dice otro o un texto, esto no quiere decir que se lo deje simplemente de lado y que el otro o lo otro venga a sustituirlo inmediatamente en su validez. Esta es más bien la ingenuidad del objetivismo histórico, la pretensión de que uno puede hacer caso omiso de sí mismo. En realidad el propio prejuicio entra realmente en juego en cuanto que se está ya metido en él»11. Con la hermenéutica de Gadamer se nos abre un horizonte de posibilidades en el que su obra se emplaza como punto de partida y como objeto de lectura y reflexión. Todo se subsume al cabo en el texto y esta teoría de la interpretación resulta, a su vez, interpretada. Habermas va a hacer hincapié en la función liberadora que se debe exigir a la comprensión, pues se trata no sólo de interpretar a la luz de la herencia cultural, en pos de los significados, sino de descubrir las ideologías subyacentes en la tradición y los modos en que tales ideologías justifican la validez de sus discursos. Apel, por su parte, no admite que el método adecuado para considerar los problemas de comprensión pueda reducirse a los planteamientos hermenéuticos, y apunta que es necesaria una objetivación científica de la tradición, alejada de la visión dogmáticonormativa a la que estamos acostumbrados a partir de la Ilustración. Ricoeur, cuyos planteamientos me han interesado tanto como los de Gadamer, distingue la ‘hermenéutica de la sospecha’, eminentemente crítica, aquélla que no se deja seducir por los símbolos más evidentes y busca en un transfondo las ocultas significaciones esenciales, y la ‘hermenéutica de la escucha’, abierta siempre a la sobreabundancia de sentido que se acumula en los signos. Pese a las diferencias que las separan, todas estas perspectivas coinciden en algunos rasgos que a estas alturas de siglo ya podemos considerar orientaciones ineludibles de la 10 Ibid., págs. 369. 11 Ibid., págs. 369. 8 historiografía contemporánea, se trate del estudio de textos antiguos o de obras modernas o contemporáneas. En primer lugar, cabría hablar del interés por mantener el diálogo con un texto que no se agota en ninguna de sus lecturas y que, todavía más en el caso de los textos actuales, puede estar incluso alterándose de manera explícita al mismo tiempo que es leído. No hay lectura definitiva, con lo cual ninguna lectura es suficiente. Siempre se puede pensar más. Lo cual supone decir, en segundo lugar, que la historia de la filosofía no está nunca acabada, pues es un texto continuamente abierto que se construye desde la contemporaneidad. En el diálogo con los textos se está realizando la filosofía actual. O dicho de otra forma: la historia de la filosofía, en cuanto hermenéutica, es filosofía contemporánea, pues nos descubre nuestra temporalidad esencial. El acto en el que pensamos el pasado no es separable del modo en el que el presente se nos hace continuamente manifiesto. Hay una continua reinterpretación de horizontes, redefinidos en cada momento de conocimiento, en cada apertura de un nuevo campo de presencia, de una nueva interpretación. La historicidad de la filosofía cobra un nuevo valor porque su fundamento ha sido emplazado en una temporalidad constitutiva, infinitamente abierta, en la que ya no es posible situar las dimensiones temporales como momentos absolutos, autónomos, al modo en que lo hacía la historiografía hegeliana, heredera de la idea aristotélica de tiempo. El presente se constituye en una salida hacia fuera de sí, en un éxtasis; el presente está ya adviniendo hacia su ser sido. Por supuesto, y como pone de relieve la obra de Ricoeur12, este carácter temporal es esencialmente problemático, la fuente de una tensión y de una paradoja, pues, ¿cómo pensar que estamos separados del pasado histórico y también pensar que el pasado es en la medida en que se está dando el presente?13. Otro de los rasgos comunes a los diversos autores que se han preocupado de la ‘interpretación’ es su interés por el lenguaje, 12 RICOEUR, P., Tiempo y narración, Madrid, Cristiandad, 1983-84. 13 Esta paradoja y algunas más me ocuparon en mi libro Tiempo y sentido, Madrid, Biblioteca Nueva-UNED, 1999, escrito éste que debe mucho a las reflexiones sobre el ‘tiempo’ de Paul Ricoeur. 9 aún más, el valor crucial que otorgan al lenguaje, caracterizado ya desde la reflexión de Heidegger como el lugar del Ser. De este modo, la hermenéutica no puede evitar plantearse la filología y la teoría de la comunicación de una manera radical, como formas básicas de la misma comprensión y, por consiguiente, más allá de la condición que la tradición académica les había otorgado de simples instrumentos de trabajo, de meras técnicas de investigación. En cuanto ‘arte de interpretar’, la filología no se puede limitar únicamente a la clarificación de una estructura lingüística que permaneciese exterior al intérprete, sino que es acceso al sentido, pues en el lenguaje se halla la clave del ser del hablante, justamente la forma en la que éste se hace manifiesto. Al cabo, filología y filosofía coinciden. Por último, también debemos prestar atención a la insistencia de la hermenéutica en la ‘crítica de los prejuicios’, que si bien en algunos autores no llega a radicalizarse hasta el punto de convertirse en una ‘crítica de las ideologías’, no por ello deja de representar un asunto de común preocupación. La lectura del texto tiene que poner en evidencia tanto el horizonte desde el que se lee como el horizonte desde el que el texto resulta comprensible. No se trata de desarrollar un procedimiento de comprensión, pretendiendo la imposible lectura definitiva, sino de iluminar las condiciones bajo las cuales se comprende. Cada texto, como el arpa de Bécquer, como el libro de Borges, está esperando un lector que sepa pulsar sus claves, un lector preparado para la recepción. El mejor lector, el mejor historiador, será aquél que sea capaz de descubrir cómo el texto ha llegado a alcanzar un cierto significado, esto es, será aquel padre platónico que pueda dar buena cuenta de él. Algunos, como Deleuze o Braudillard, pensarán que no hay nada que descubrir, que todo se halla expuesto haciendo alarde de una obscenidad descarada; otros, sostendrán que hay que rebuscar profundamente entre los surcos de la escritura, en los tiempos de silencio. Unos y otros intentan ser lectores. Y en esta tensión sostenida e inconclusa de la lectura se gesta la filosofía contemporánea y la historia de la filosofía, sin acorde de resolución, en la ausencia de seguridades, bifrontes, con un ojo en el no se sabe dónde y otro en el más lejos aún, y tan perdidos como siempre. 10 «Todo se nos escapa, y todos, y hasta nosotros mismos. La vida de mi padre me es tan desconocida como la de Adriano. Mi propia existencia, si tuviera que escribirla, tendría que ser reconstruida desde fuera, penosamente, como la de otra persona; debería remitirme a ciertas cartas, a los recuerdos de otro, para fijar esas imágenes flotantes. No son más que muros en ruinas, paredes de sombra. Ingeniármelas para que las lagunas de nuestros textos, en lo que concierne a la vida de Adriano, coincidan con lo que hubieran podido ser sus propios olvidos. Lo cual no significa, como se dice con demasiada frecuencia, que la verdad histórica sea siempre y en todo inasible. Es propio de esta verdad lo de todas las otras: el margen de error es mayor o menor»14. 14 YOURCENAR, M., Memorias de Adriano, Madrid, 1986. 11