Esa tarde me acompañaban, como cada sábado, Toño y

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En el Gran Edificio
LEANDRO GIANCOLA*
Como cada sábado, esa tarde me acompañaban Toño y Chema. Caminábamos
desde nuestra vereda hasta la capilla para ir la catequesis, de Marciano 3. Así
llamábamos al profesor por su acento extraño.
Un reflejo del sol nos hizo cambiar el rumbo.
El rayo de luz se nos metió en los ojos. Tuvimos que cerrarlos. Luego, de
restregarnos los ojos, vimos que el reflejo venía del Gran Edificio del pueblo, uno
blanco, de cuatro pisos y al que nunca habíamos podido entrar, porque sus
dueños viven fuera del pueblo. Están lejos de México, en el Norte.
Esa tarde, producto del ventarrón de la noche anterior, una de sus ventanas se
abrió.
Para Toño, Chema y yo aquel rayito fue como el guiño de un ojo del Gran Edificio.
Estaba vivo y nos invitó a entrar. Así como el rayo se nos metió en los ojos,
nosotros nos metimos en el suyo.
Toño y yo lo hicimos rápido, Chema tardó un poco porque tenía miedo. Él es
menos aventurero que nosotros.
Lo primero que hicimos fue competir a ver quién subía primero las escaleras. El
ganador fue Toño, sus piernas son el doble de largas que las mías y hasta tres
veces más largas que las de Chema.
Subimos tan rápido a la terraza que no tuvimos tiempo de ver que había dentro de
la casa.
-
Hey -dijo Chema-. ¿Será verdad lo que dicen de esta casa?
-
¿Qué dicen de esta casa? -preguntamos Toño y yo al mismo tiempo.
-
Que vivían monstruos y gigantes. Su mascota era un dragón -respondió
Chema.
-
Sí, sí, sí. Así es, eso siempre lo dice mi primo Chuy -recordó Toño.
-
Entonces vamos a bajar -dije yo.
La bajada no fue tan rápida como la subida. Nuestros pasos fueron lentos.
Estábamos llenos de curiosidad y miedo.
Todo se parecía en cada uno de los pisos del Gran Edificio. Las camas, las sillas,
las mesas y todo lo que veíamos estaba cubierto por telas blancas y negras, llenas
de polvo. Las blancas se veían negras y las negras se veían blancas.
No encontramos nada que pudiera usar un gigante, mucho menos un plato donde
le pudieran dar de comer a un dragón. Recorrimos cada piso unas cinco veces.
Los tres nos llenamos de polvo.
-
¡Vengan! ¡Vengan! Aquí es -dijo Toño.
-
¿Aquí es qué? -preguntó Chema.
-
La tierra de los gigantes –le respondió Toño.
Era un cuarto largo, más largo que los salones de la escuela. No tenía ventanas.
Estaba ubicado en el segundo piso. En el suelo vimos la ropa de los gigantes y los
pelos de los monstruos. También encontramos las antorchas que el dragón
encendía cada vez que los gigantes y los monstruos necesitaban tener luz.
Solo encontramos sus cosas, no vimos a ninguno de ellos. Lo que vimos no nos
produjo miedo, nos hizo reir. Las piernas de esos gigantes eran mucho más largas
que las mías y mucho más largas que las de Toño,.
Cada uno de nosotros escogió un objeto. Toño, Chema y yo nos convertimos esa
tarde en un gigante, un monstruo y un dragón. Jugamos en todos los pisos del
Gran Edificio y lo convertimos en un castillo. Nos divertimos un montón.
Antes de cansarnos, la campana de la capilla sonó. Volvimos a aquella habitación
del segundo piso, le devolvimos sus cosas.
Bajamos a planta baja, buscamos la ventana y salimos. Nos quitamos el polvo y
seguimos el camino. Atrás nuestro, se iba haciendo pequeño el Gran Edificio de
color blanco.
* Escritor y periodista venezolano
Giancola.leandro@notas.com
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