Concordia sin acuerdo ENRIQUE GONZÁLEZ FERNÁNDEZ* E s el gran tema y el subtítulo del libro de Julián Marías titulado Tratado sobre la convivencia, de 2000, recopilación de artículos —encabezados por uno publicado en Cuenta y Razón el año 1996— que él quería que se hubiera denominado a la inversa: Concordia sin acuerdo. Tratado sobre la convivencia, pero al final se impuso el criterio del editor. Es el gran tema, también, que debe considerarse en esta hora de España. Porque los ánimos se están encrespando de manera tan preocupante que es necesario reparar que, por encima de los desacuerdos y las naturales discrepancias, debe prevalecer el gran valor de la concordia, el único sagrado para todos, aunque algunos, quizá sin darse demasiada cuenta, pongan en cierto peligro. Si no hay acuerdo, debe haber siempre concordia. Y como nunca habrá acuerdo entre tantos puntos de vista porque cada uno tiene sus discrepancias y diferencias, no debe olvidarse cuidar la concordia que nos une a todos. Es menester, a fin de evitar ese fallo de la memoria que puede repercutir en la tremenda discordia, una labor educativa sobre la convivencia. Julián Marías ha realizado esa extraordinaria pedagogía principalmente desde la cátedra de los periódicos. En primer lugar hay que huir de las polémicas. Es preferible decir con buena educación lo que parece verdadero y justo, sin exasperarse lo más mínimo. Pocos son los que se dan cuenta que es un gran error polemizar, que es contraproducente la desmesura, la grosería, la insolencia. Todo ello es, en definitiva, una estupidez, que además conduce a la discordia. Lo verdaderamente inteligente es mantener con el que se discrepa, aunque esa diferencia sea enorme, una actitud positiva y abierta, respetuosa, educada, civilizada. Además hay que tener presente que ninguna visión agota la realidad, por lo cual las discrepancias son conciliables bajo la concordia, cuyo fundamento es la realidad misma mirada desde diferentes perspectivas que pueden y deberían hacerse convergentes yendo más allá de cada una de ellas. En Verdad y perspectiva, escribe Ortega * Doctor en Filosofía y ciencias de la Educación. 1 que la “realidad, precisamente por serlo y hallarse fuera de nuestras mentes individuales, sólo puede llegar a éstas multiplicándose en mil caras o haces”. Por ello “la realidad no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa”. Como no se puede inventar la realidad, “tampoco puede fingirse el punto de vista”. En consecuencia, “cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mi pupila no está otra: lo que de la realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituibles, somos necesarios”. Según Ortega, “la perspectiva es uno de los componentes de la realidad. Lejos de ser su deformación, es su organización. Una realidad que vista desde cualquier punto resultase siempre idéntica es un concepto absurdo... Esta manera de pensar lleva a una reforma radical de la filosofía y, lo que importa más, de nuestra sensación cósmica... Cada vida es un punto de vista sobre el universo” (El tema de nuestro tiempo). La perspectiva posibilita acceder a la verdad de lo real. Porque la realidad es vista perspectivamente. La falsedad, en cambio, consiste en ser infiel a la perspectiva, al punto de vista; también en hacer absoluto un punto de vista particular. Escribe Marías que perspectiva “quiere decir una entre varias posibles, y una perspectiva única es una contradicción” (Ortega. Circunstancia y vocación). Cada persona debe saber apreciar su propia verdad, consecuencia de su insustituible perspectiva, así como las perspectivas y verdades de los demás. Sería inhumano sacrificar el propio punto de vista. Según Marías, “renunciar al propio punto de vista es renunciar a uno mismo” (Literatura y generaciones). Ortega define la verdad como “coincidencia del hombre consigo mismo” (En torno a Galileo). Por eso la verdad es una cuestión de amor propio, de autenticidad, de ser fiel a sí mismo. El hombre alterado, no ensimismado, infiel a su perspectiva, vive una vida falsa. En Azorín: Primores de lo vulgar, escribe Ortega que “un ser que desprecia su propia realidad no puede verdaderamente estimar nada ni haber en él nada de verdad”. Cuando se vive en la actitud de desprecio ante la propia perspectiva, contra la verdad, se vive contra la realidad, o mejor dicho contra lo que uno ve. Pero existe otra manera de vivir contra la verdad: se da al negar hostilmente el punto de vista ajeno, cuando alguien desea eliminar las perspectivas que no le agradan. Es lo contrario del amor a los demás, a sus propias y diferentes perspectivas. La imposición totalitaria y absolutista de una única visión, excluyente de las demás, es, aparte de inmoral, una falsedad. Escribe Marías que “toda perspectiva es justificada y verdadera, con una condición: que no se crea única. Cada uno tiene un punto de vista particular, esto es inevitable y no tiene inconveniente mientras se sabe que es un punto de vista particular, y que hay otros. Cada visión es verdadera, pero la realidad no se reduce a ninguna de ellas, sino a la totalidad de puntos de vista que sólo posee Dios. La deformación que impone la perspectiva particular no es un mal si se tiene en cuenta que ha de integrarse con otras” (La mujer en el siglo xx). Un error gravísimo ocurre cuando hay quienes erigen su punto de vista particular en punto de vista absoluto. La gravedad estriba en erigir un único punto de vista, exclusivo y excluyente; este fundamentalismo es algo diabólico. Por eso escribe Ortega en Meditaciones del Quijote que “Dios es la perspectiva y la jerarquía: el pecado de Satán fue un error de perspectiva”. Julián Marías explica esa frase de la siguiente manera: “Siempre que se erige un punto de vista particular en punto de vista absoluto, en lugar de situarlo en su lugar justo dentro de la perspectiva total, se comete un error que consiste en usurpar el punto de vista de Dios — permítase la expresión—, que es precisamente la infinitud de todos los puntos de vista posibles, la integración jerárquica de todas las perspectivas. Por 2 eso suelo decir que todas las pretensiones de absolutismo del intelecto, de afirmación de un sistema particular con exclusión de los demás, son formas de satanismo, por muy inocuas y aun piadosas que puedan ser en la intención” (Ortega. Circunstancia y vocación y comentario a las Meditaciones del Quijote). Ortega, en El tema de nuestro tiempo, advierte que la suma de las perspectivas individuales, la omnisciencia, la verdadera razón absoluta es “el sublime oficio que atribuimos a Dios”. Porque Dios “está en todas partes y por eso goza de todos los puntos de vista”. Téngase presente la serie de conflictos que surgen en nuestro mundo cuando hay aversión hacia las verdades y perspectivas ajenas, consideradas como enemigos que hay que destruir, o por lo menos despreciar. Ilustremos este caso con un aspecto social como puede ser el provincianismo. En El tema de nuestro tiempo, Ortega define el provincianismo como un error de óptica, en virtud del cual el sujeto cree que está en el centro del mundo. En su comentario a las Meditaciones del Quijote, Marías pone de relieve que el pensamiento orteguiano “excluye todo provincianismo. Mientras provincial es el que pertenece a una provincia, provinciano es para Ortega el que cree que su provincia es el mundo”. Con gracioso ingenio, Ortega solía repetir que “el provinciano, a diferencia del provincial, es el que cree que su provincia es el mundo, y su pueblo una galaxia”. Este provincianismo, identificado con el nacionalismo, ya fue criticado por Ortega el año 1908, en un artículo titulado Meier-Graefe, donde denuncia el peligro del imperialismo alemán, construido sobre lo culturalmente falso. En tal fecha le parece a Ortega que la labor educativa alemana —como cualquier otra obra educativa nacionalista— es “una fábrica de falsificaciones”. Este fenómeno, que “falsifica hombres” y que llega a considerar ciertos estilos como enemigos de la patria, es una manifestación del “vicio nacionalista de la intolerancia: en este sentido merece, como todo nacionalismo, exquisito desprecio”. Frente a la intolerancia, al fanatismo, al absolutismo del intelecto, al provincianismo o nacionalismo, a la afirmación excluyente de un único punto de vista o al satanismo, hay que subrayar que la teoría perspectivista de la verdad hace posible la concordia. Escribe Marías en un artículo titulado Verdad y mentira que la “verdad es el único fundamento posible de la concordia”. Si sobre la realidad caben muy diversas perspectivas, innumerables puntos de vista, esa realidad “impone un núcleo de coincidencia a todas esas posturas diferentes, visiones distintas de la misma cosa”. Esas verdades que son parciales y que no se excluyen pueden y deben complementarse. “En cambio, si se inventa la realidad, peor aún si se la mutila, se la adultera, se la falsifica, no hay manera de ponerse de acuerdo, y en cuestiones que afectan a la vida colectiva sobreviene la discordia”. Ahora bien, en otro artículo titulado Verdad y concordia, Marías muestra que la concordia no hay que confundirla con la unanimidad, ni siquiera con el acuerdo. “La diversidad de lo humano, la índole conflictiva de la vida, tanto la privada como la colectiva, excluye la homogeneidad, la unanimidad, que siempre es impuesta, precisamente a costa de la verdad, de su desconocimiento o falsificación. El desacuerdo es muchas veces inevitable. Pero no se puede confundirlo con la discordia. Ésta es la negación de la convivencia, la decisión de no vivir juntos los que discrepan en ciertos puntos”. En cambio, la condición de la concordia es “el escrupuloso respeto de lo que es verdad, es decir, de la estructura de la realidad. Lo cual excluye la homogeneidad, la unanimidad, que rara vez existe”. Ha sido una constante histórica la “opresión de los discrepantes, el no reconocerlos y respetar sus diferencias, 3 la posibilidad de convivir con ellos”. Hoy se da también la actitud de los discrepantes que intentan imponerse. “Lo que suele llamarse integrismo o fundamentalismo es el ejemplo actual de esta actitud”. Estos fundamentalistas rompen la convivencia, “negándose a convivir como porciones en unidades superiores y con diversidad”. Es el caso del nacionalismo: “con diversos motivos —o pretextos—, que pueden ser las diferencias reales, históricas, religiosas, lingüísticas, que son conciliables con la convivencia y han sido normales en casi todo el mundo, o bien con fundamento en algo tan problemático y discutible como la diversidad étnica, se rompen las unidades amplias, aunque tengan una realidad muy superior a la de sus componentes, y se subraya lo diferencial, desdeñando lo común, que puede ser de magnitud y alcance incomparable”. El nacionalismo, por tanto, al deformar la realidad, es un error: “una interpretación falsa de la realidad propia y de sus relaciones con otras o con los conjuntos a que se pertenece. Casi siempre, esa desvirtuación de la realidad, que engendra el descontento y el malestar, es decir, la falta de verdadera instalación, y con ello el desasosiego, es algo inventado por algunos, de origen individual, contagiado a otros y que finalmente arraiga, se convierte en la interpretación vigente, dificilísima de superar. Este es el origen de la inmensa mayoría de las discordias que afectan a nuestro planeta”. Julián Marías termina así ese artículo: “Se trata, pues, de lo que acontece a la verdad; cuando se la desconoce o se la niega, no sólo se pierde la libertad y se es siervo de la falsedad, sino que ello acarrea la destrucción de la concordia, de la capacidad de convivir conservando todas las diferencias, las discrepancias ocasionales; en suma, el conjunto de las diversas y verdaderas libertades”. En mi libro El Renacimiento del Humanismo. Filosofía frente a barbarie, me he ocupado detenidamente de estas cuestiones, y añado a todo ello que la verdad del Humanismo hace referencia a que todo hombre, por el hecho de serlo, es esencialmente verdadero (aunque no siempre lo sea en sentido moral) porque es reflejo, imagen, de la Verdad que es Dios mismo. Si para alcanzar la verdad es necesario tener en cuenta las perspectivas de los demás hombres, recuérdese que el descubrimiento de la perspectiva fue capital en la pintura del Renacimiento: mientras que en el Medioevo no se tenía en cuenta, en los cuadros renacentistas contemplamos que las figuras más alejadas son pequeñas en relación con las cercanas. La perspectiva renacentista posibilita que el Humanismo logre la teoría (del griego theoría, contemplación) de la verdad (alétheia, patencia, manifestación, descubrimiento, desvelamiento), lo que en la Grecia antigua se llamaba “la medida del hombre”. Se introduce así la visión de la realidad desde la perspectiva de la persona. Ortega escribe que la tolerancia es “la actitud propia de toda alma robusta... Conviene que nos mantengamos en guardia contra la rigidez, librea tradicional de las hipocresías. Es falso, es inhumano, es inmoral, filiar en la rigidez los rasgos fisonómicos de la bondad” (Meditaciones del Quijote). Es preciso reconocer que “sobre la realidad caben muy diversas perspectivas, innumerables puntos de vista, no digamos sobre realidad tan ondulante como la humana” (Verdad y mentira, en El curso del tiempo, II). Ante la realidad se tienen posturas diferentes, visiones distintas. “Todo lo que un hombre ha visto es verdad” (tout ce qu’un homme a vu est vrai), decía Gratry, a cuya filosofía dedicó Marías su tesis doctoral. Las distintas visiones de la realidad, los diferentes puntos de vista son verdaderos. Lo que un hombre ve — si es visión, no deformación o ficción— es verdad. Cualquier hombre, por tanto, tiene su propia verdad porque tiene su propia perspectiva desde la cual mira la realidad. Es una cuestión visual. Al ser la vida circunstancial, la verdad también lo 4 es. ¿Significa esto un relativismo? De ningún modo: cada verdad es parcial y debe completarse con las demás, ya que nadie puede abarcar con su vista toda la realidad. “Esas verdades, parciales, no tienen por qué excluirse mutuamente; en principio pueden completarse”. Todo ello se sitúa en los antípodas de la intolerancia, porque las diferentes perspectivas son factores de integración y no de exclusión. El conjunto de las perspectivas —visiones incompletas— es lo que puede lograr la visión completa, la visión más verdadera. En su último libro, La fuerza de la razón, escribe Marías que el desacuerdo, “que es inevitable y con frecuencia necesario, supone la concordia y se nutre sustancialmente de ella. Es una cuestión de jerarquía: la concordia es lo más importante, el suelo común en el cual descansan el acuerdo o el desacuerdo”. La “insolencia, ya por sí misma debe suscitar la repulsa”. “Los planteamientos insolentes casi siempre son, además, falsos. Basta con un ligero examen, tal vez una consideración de su enunciado, para mostrar su invalidez”. Los planteamientos agresivos usan el método de la imposición. “Basta con la atención a lo que dicen, el simple repensar sus enunciados, para descubrir su falta de justificación, probablemente su evidente error. La fuerza de algunos movimientos se debe a la debilidad, sobre todo mental, de los que aceptan la imposición verbal e insolente sin pararse un momento a repensarla y descalificarla. Dime quién trata de imponerse verbalmente y te diré quién carece de razón”. Advierte Marías una propensión a la exasperación, a la agresividad, al desplante, una tendencia a vociferar, manotear, insultar, amenazar. “Se ha depositado en mí durante largos años la convicción de que todas esas actitudes revelan debilidad, inseguridad, frecuente cobardía. La firmeza educada y correcta es lo contrario de todas esas formas de flaqueza”. Y cita la frase de Leonardo da Vinci: Donde se grita no hay verdadera ciencia. “Responder a las muestras de agresividad con algo comparable es una peligrosa tentación. Los que se enzarzan en una competencia de agresividad pierden su razón y, lo que es más evidente, su fuerza. El que está seguro de algo no tiene que levantar la voz ni exaltarse”. Conserva la serenidad, la calma, la firmeza, la buena educación. La confianza de Marías se deposita en los hombres que muestran esos caracteres; en ellos pone su esperanza de una vida inteligente y llena de cordura. Hombres que no caen en la grosería, en el insulto, en las llamadas “palabrotas”, afición iniciada hacia 1930 primero en Francia, luego por imitación en los demás países y lenguas. “Casi siempre se ve que el que usa gestos o palabras agresivos, hostiles, insultantes, sospecha que no tiene razón y que carece además de energía para defender adecuadamente lo que pretende. Suple con sus excesos su falta de convicción, su debilidad interna, su sospecha de que puede estar haciendo el ridículo”. Julián Marías siempre ha estimado la simpatía, la ha buscado, la ha agradecido cuando la ha encontrado, la he echado de menos cuando falta. En la simpatía se adivina una dosis de bondad profunda. “Hay personas de talante antipático, que son avinagradas; lo cual es síntoma de maldad”. En esa tarea de buscar la concordia ha encontrado Julián Marías, a lo largo de su vida, muchas dificultades, como puede leerse en sus interesantísimas memorias, Una vida presente, y causa asombro ver cómo siempre se ha sobrepuesto a ellas con valor. Él piensa que “es un acierto de la lengua española que el sentido primario de esa palabra sea el de valentía, más que el de lo valioso, porque sin una dosis de valor perecen todos los valores” (Persona). Tengamos el valor de defender, sobre el circunstancial y humano desacuerdo, sobre la exasperación de esta hora de España, la concordia con los buenos modales, la elegancia y el respeto, sin caer nunca en la terrible tentación, 5 cobarde, del insulto, de la insolencia, de la grosería. 6