Javier Tusell Los católicos en la vida pública El documento que, corno instrumento pastoral, ha sido recientemente aprobado y publicado por la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, reviste una trascendencia tal que se puede decir que señala un cambio cardinal en la vida del catolicismo en España. Mi interpretación, que, por supuesto, no pretende resultar la única posible ni tiene argumentos para ser considerada la más válida, va a procurar señalar hasta qué punto el texto de la Comisión Permanente supone una reacción ante la situación heredada y cuál es el contenido de la misma que, por supuesto, se basa en la doctrina tradicional de la Iglesia, .pero a la que da una especial significación en el momento presente y, sobre todo, respecto de una situación como la española con unas características muy marcadas. Me parece que se puede decir, con justicia, que el documento de la Comisión Permanente se caracteriza por su consistencia ideológica y por no haber evitado, aparte del contenido puramente teórico, la referencia a la situación presente en España y los Cuema y Razón, núm. 22 Enero-Abril 1986 medios prácticos a los que hay que recurrir para cambiarla. En mi opinión, en última instancia, contra lo que se dirige la instrucción pastoral de la Comisión Permanente de los obispos españoles es contra las últimas herencias del nacional-catolicismo Entiendo por tal no tanto una teología o doctrina como una determinada sensibilidad surgida después de la Guerra Civil española, y de la que la Iglesia de nuestro país (y, en general, el catolicismo) no se sobrepone hasta el Concilio Vaticano II, y aún después de éste vive en el ambiente (aunque sea antagónico) creado por aquella sensibilidad. - El nacionalcatolicismo es desde luego un ímpetu de reconquista por parte de la religión católica de la sociedad española y en ese sentido tiene incluso una cierta grandeza. Ahora bien, esta voluntad de reocupación de la sociedad española por la Iglesia muy pronto demostró sus gravísimos inconvenientes. Los tenía intelectuales porque significaba el repudio de la modernidad y un ansia de totalidad, que convertía al catolicismo en «insa- ciable», como ha escrito Marías, quiere esto decir que para gran parte de los católicos de la época el catolicismo implicaba no sólo creer en determinados artículos de fe o recibir los sacramentos, sino además opinar que el único catolicismo posible era el español, y que ello suponía determinadas posiciones políticas que, en definitiva, no eran otras que las de identificación con el régimen existente en España. Sin extenderme con respecto a lo que pudiera ser el nacionalcatolicismo, me interesa recalcar hasta qué punto esa insaciabilidad llevaba a la identificación de lo político y lo religioso, una identificación tan estrecha que los dirigentes políticos a veces se expresaban en tono religioso y que, con frecuencia, los pronunciamientos episcopales podían ser entendidos como estrictamente políticos. Pasado tanto tiempo no tiene sentido ahora probablemente condenar el nacional-catolicismo, porque, ante todo, como ya he señalado, fue mucho más una determinada sensibilidad que una verdadera doctrina. Pero sí que tiene sentido recordar sus consecuencias. Una de ellas, la más paradójica, fue la de que, a partir de un determinado momento y frente a toda apariencia, el nacionalcatolicismo provocó una virtual ausencia, tanto de doctrina como de organización, de los católicos en la vida pública nacional. Llama, en efecto, la atención la ausencia de pronunciamientos del episcopado acerca de cuestiones de la vida pública nacional durante el periodo de la postguerra civil. No podía haber tales pronunciamientos públicos simplemente porque ello hubiera supuesto por lo menos una disonancia parcial con respecto a la estructura del régimen entonces existente en España. Pero hubo también una falta de organización de los católicos porque, si bien las asociaciones de apostolado tuvieron una nutrida afiliación durante bastante tiempo, ésta se encontraba abocada o bien a permanecer dentro del estricto margen del régimen político existente, o bien a enfrentarse estérilmente con él, lo que provocaba al mismo tiempo su división o una politización excesiva que le hacía abandonar lo propiamente religioso para adentrarse por el camino de la política. Interesa señalar que, sin duda, el nacional-catolicismo fue superado por la Jerarquía eclesiástica española a partir del impacto del Concilio Vaticano II. Precisamente por esto no tienen demasiado sentido las afirmaciones que frecuentemente se hacen acusando al nacional-catolicismo como si fuera algo que todavía existiera en la conciencia católica española. Lo cierto es que sectores intelectuales del catolicismo español lo superaron desde poco antes del Concilio Vaticano y que, por supuesto, la Jerarquía lo hizo en los años inmediatamente posteriores al mismo, adelantándose a la sociedad española y, por supuesto, al sistema político de nuestro país. Ahora bien, esa superación, en lo que tenía de contraposición al nacional-catolicismo, tuvo también sus inconvenientes en el terreno asociativo y en el de las propias actitudes de una porción del catolicismo español. Los conflictos políticos supusieron el desmantelamiento de las organizaciones de apostolado, pero no fue eso lo más grave. Una reacción bastante frecuente en el seno de nuestro catolicismo fue la de proceder por reacción contra el nacional-catolicismo: ya que en el pasado había habido un exceso de mezcla de lo político con lo religioso, había que romper radicalmente con esta tendencia. Lo lógico hubiera sido promover la participación de los cató- lieos en la vida pública dentro de unas comunes bases organizativas y de un pluralismo obviamente necesario. Sin embargo, la herencia del nacionalcatolicismo pesaba todavía, y las consecuencias se vieron entonces. No se reconstruyó el tipo de asociacionismo que había existido en el pasado y que existía también en toda Europa, con mayor o menor extensión. Las actitudes de los católicos no parecían practicar un pluralismo en lo estrictamente político que a su vez estuviera sólidamente fundamentado en una unidad en lo religioso, sino que parecieron multiplicarse hasta el infinito. Hubo quizá, además, un aspecto más peligroso: se siguió practicando un exceso de vinculación entre el sentimiento religioso y la política. Si antes ello inducía a la aceptación entusiasta del régimen vigente, ahora las consecuencias eran una actitud subversiva con respecto a él. La diferencia consistía en que, si en el pasado, sin ningún tipo de mediación secular, se pretendía traducir la religión al terreno de la política en el marco de aquel régimen, ahora, sin ningún tipo de mediación, tampoco se pretendía la condena del mismo. De allí se pasaba, además, a buscar la fundamentación de la postura propia al margen de la tradición intelectual y cultural católica, encontrándola en otros cuarteles ideológicos más o menos afines pero en realidad cada vez más lejanos de lo propiamente característico del catolicismo. Si a esto añadimos la evidente sensación de desorientación experimentada por una porción del catolicismo durante los años de la transición, tendremos un completo panorama de las razones que han movido a los obispos españoles a llegar a un pronunciamiento de tanta trascendencia. La instrucción pastoral de la Comi- sión Permanente del Episcopado Español se divide en cuatro apartados, de los que, en opinión del que esto escribe, el más trascendente es el segundo, que versa sobre los fundamentos cristianos en la vida pública. Es significativo que este apartado empieza precisamente con la alusión a las «diversas circunstancias históricas» que han provocado la desorientación de los católicos. Los obispos españoles consideran que no resulta aceptable ni la imposición por parte de la Iglesia de sus propios principios en el ordenamiento civil ni la eliminación de la intervención católica en este terreno. Recuerdan, entonces, lo que siempre ha sido doctrina de la Iglesia, es decir, en suma, que existe una unidad del designio de Dios sobre la tierra y que, por lo tanto, aunque el mundo de lo secular (incluida la política) esté frecuentemente pervertido, puede ser también convertido. El cristianismo no es sólo culto privado, puesto que no hay parcela de la realidad sustraída a su efectiva presencia. Lo temporal es, desde luego, autónomo, pero la ordenación de todo lo creado a su salvación final interesa al cristianismo y a la Iglesia. Hay comportamientos, instituciones y estructuras que favorecen el marco en el que se hace posible el cristianismo, pero las hay también que son fuente de precisamente todo lo contrario. Esta doctrina tradicional en la Iglesia parece evidente que debiera ser reaprendida por los católicos españoles, y por ello nuestros obispos señalan la enorme trascendencia que tiene el compromiso del cristiano en la vida pública. Denominan a este compromiso «caridad política», con unas palabras que resultan expresivas, aparte de tener una extraordinaria belleza. Se trata de un compromiso activo y operante, fruto del amor cristiano a los demás hombres, considerados como hermanos en favor de un mundo más justo y más fraterno. En este sentido señalan hasta qué punto la dedicación a la vida política debe ser reconocida como una de las más altas posibilidades morales y profesionales del hombre. Hasta el momento, los obispos españoles han señalado la vinculación entre la condición de cristianos y una determinada actuación en la vida pública, elemento imprescindible para destruir las últimas raíces de la actitud nacional-católica. Señalan a continuación los fundamentos de esa actitud cristiana que, en primer lugar, residen en una concepción de la persona. Ahora bien, para hacer presente esta concepción, resulta imprescindible no sólo una actuación individual, sirio la participación en un asociacionismo. Otro elemento de radical importancia en el documento episcopal es el de la mediación secular. Si algo caracterizaba tanto al nacionalcatolicismo como a sus derivaciones, incluso antitéticas, era la inexistencia de una mediación entre lo religioso y lo estrictamente político. Pues bien, los obispos españoles señalan, en este momento, que para un cristiano la actuación en la vida pública, que es un deber, debe realizarse a través de una mediación secular. Es decir, los cristianos deben estar siempre inspirados en los valores del evangelio, pero pueden y deben traducirlos de una forma plural, de tal manera que ninguna mediación secular puede arrogarse el ser la traducción necesaria y obligatoria de la moral evangélica para la totalidad de los cristianos, excepto en situaciones extremísimas. Sentados estos principios, los obispos españoles descienden a un terreno más próximo, la acción concreta y cotidiana. Afirman que el cristiano no debe llevarse de forma inequívoca por una ideología, sino mantener una actitud crítica con respecto a ella. Aseguran que la democracia no es indiferencia ni confusión, o su misión una nivelación en la que cada ciudadano acabe por ocultar sus propias convicciones de raíz íntima. Manifiestan, además, la radical originalidad de la presencia cristiana en la vida pública, que les da una capacidad de purificarla constantemente y de potenciar sus posibilidades. Señalan, además, que para la Iglesia española constituye en el momento presente un verdadero desafío histórico el enfrentarse con esta situación de los cristianos en la vida pública sin nostalgia ni revanchismo, sino insistiendo precisamente en esa originalidad que puede y debe ser el atributo fundamental de la actuación de los cristianos en la vida pública. Como he señalado, me parece que esta segunda parte del Documento episcopal es la que reviste mayor trascendencia teórica y da respuesta a los interrogantes causados por un pasado inmediato. Ahora bien, lo sencillo hubiera sido permanecer estrictamente en este terreno y no trascenderlo hasta la actividad práctica y la denuncia de la situación existente en nuestro país. Frente a lo que ha sido habitual con frecuencia en los pronunciamientos del episcopado, hay una arriesgada y veraz referencia a la situación de nuestra sociedad. Es arriesgada porque puede dar la sensación de un pronunciamiento demasiado político, cuando no lo es. En realidad, lo que hacen los obispos españoles es señalar en la primera parte de su documento las deficiencias reales de nuestra sociedad, ejerciendo una función de magisterio moral no sólo sobre los cristianos, sino respecto de la totalidad de los españoles, función que podrá ser aceptada o no, pero que encierra una indudable veracidad como descripción del presente. En este juicio (y ello no debe ser olvidado), los obispos españoles, frente a quienes ven fundamentalmente aspectos negativos de nuestra realidad, aprecian los positivos, como el desarrollo de una sensibilidad ante los valores de la persona y la promoción de un sentimiento de solidaridad. Sin embargo, no pueden dejar de señalar también los aspectos negativos: la difusión de actitudes pragmáticas sin fundamentación moral y de una permisividad en todos los terrenos, que excluye la fundamentación ética de las actitudes y que revela una desconfianza ante Dios y la religión, considerados como residuo a eliminar. Todo ello, en parte, tiene que ver con la evolución política española. Desde luego, en este preciso momento los obispos españoles hacen una alusión a la situación gobernante actual de predominio del Partido Socialista. Ven un evidente peligro de que, por parte de dicho partido, al que no mencionan literalmente, se pretenda remodelar el conjunto de la sociedad gracias al peso de la Administración y al dirigismo del Estado frente a una actitud apática por parte del conjunto de la población o de buena parte de él. Señalan, a continuación, que, así como por razones políticas no habrá conflicto entre el Estado y la Iglesia, sí que puede haberlo por la presencia de determinados valores en la vida nacional, impulsados desde el poder político con la pretensión de cambiar el conjunto de los valores morales de una sociedad. Me parece que un elevadísimo porcentaje de cristianos en España no estamos en contra de unas reformas sociales que impongan cambios y, en consecuencia, sacrificios importantes, pero que, por el contra- rio, difícilmente aceptaríamos ese cambio en las pautas morales. Esta crítica ha sido recogida por la mayor parte de la prensa de la oposición al actual partido en el poder. Conviene que no se olvide que inmediatamente a continuación los obispos españoles señalan la urgencia de tener en cuenta a la hora de actuar en la vida pública la realidad de una crisis económica gravísima cuyas cargas hay que repartir, ejerciendo el principio cristiano de la solidaridad con los más desfavorecidos. La tercera y la cuarta parte del documento episcopal traducen al terreno de la práctica los principios sentados, sobre todo, en la segunda parte del documento. La presencia de los cristianos en la vida pública se lleva a cabo a través de actividades individuales como el ejercicio profesional y el derecho al voto, que deberá tener en cuenta todos los componentes del bien común en el momento de ser emitido, y a través, también, del asociacionismo. Interesa especialmente al cristiano la referencia que se hace a las asociaciones de inspiración cristiana. Entre estas asociaciones obviamente están los partidos, y sobre ellos se repite la doctrina tradicional que, en definitiva, es la mantenida por el núcleo teórico más importante del documento: son posibles las asociaciones de inspiración cristiana, pero no debe permitirse la identificación entre esta inspiración cristiana y una sola opción política o social mientras que, por otro lado, hay que evitar las deformaciones de la inspiración cristiana. Hay también asociaciones eclesiales en el ámbito temporal sobre las que los obispos españoles ofrecen sugerencias concretas de actividad en el terreno de la educación y la cultura, de la familia, el profesional, etc. Finalmente, la Iglesia española adquiere un compromiso público que se refiere a lo que denominan como comportamiento eclesial para la acción en la vida pública. Manteniendo la unidad eclesial y la pluralidad de opciones, la Iglesia se compromete públicamente a ofrecer oportunidades de formación básica a los seglares llamados a esa vida pública, así como apoyo especializado en los distintos campos de actuación. Si hubiera que juzgar de alguna manera el documento de los obispos españoles, yo me atrevería a calificarlo como un testimonio de que han realizado el aprendizaje de la libertad. Dicho aprendizaje no consiste sólo en la distinción entre el terreno de lo religioso y el de lo político, ni en la identificación entre ambos, sino precisamente en fecundar el terreno de lo político aportando las convicciones más íntimas y más radicales, que son precisamente las religiosas. De un documento de estas características lo que espera un cristiano es que, por un lado, esté sólidamente enraizado en la tradición intelectual y cultural del catolicismo y, por otro, aporte soluciones concretas a los problemas del presente. La instrucción pastoral lo hace de una manera perfecta. Se dirige fundamentalmente a los católicos, a los que reclama un esfuerzo de renovación, adaptación y autenticidad. Pero no solamente exige de ellos este esfuerzo, sino que se puede decir que contribuye evidentemente al bien de la totalidad de la sociedad española, una sociedad que, si goza de instituciones políticas democráticas, es posible preguntarse seriamente si ha realizado en todas las ocasiones el aprendizaje práctico de la libertad. J. T.