LA FIGURA DEL EXCLUIDO MARGINAL: EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA EN

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LA FIGURA DEL EXCLUIDO MARGINAL: EXPERIENCIA ETNOGRÁFICA EN
EL CENTRO ASISTENCIAL DE LA COMISIÓN ANTI-SIDA DE BIZKAIA
Ander Mendiguren Nebreda1
Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea (UPV/EHU)
Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva (CEIC/IKI)
ander.mendiguren@ehu.eus
Resumen
La intención de la presente comunicación es compartir las reflexiones que desarrollé en
el Trabajo Final de Máster y que constituyen el punto de partida de mi tesis doctoral
acerca de la figura del «excluido marginal». Mediante la toma del rol de voluntario en el
centro de media exigencia de la Comisión Anti-SIDA de Bizkaia, pude dar comienzo a
un proceso etnográfico mediante el que he elaborado marcos interpretativos, aún abiertos
e inacabados, para comprender una realidad en los márgenes de lo vivible.
En el contexto actual, caracterizado por la propagación de múltiples situaciones de
expulsión respecto a las dinámicas instituidas, mi interés se centra en aquellas vidas
determinadas, no tanto por limitaciones de carácter material, sino por un frame
estigmatizante relativo a los fenómenos de la drogadicción, las enfermedades de
transmisión sexual y la patología mental. Por ello, he tratado de mostrar la arbitrariedad
de ese marco, que enfatiza su precariedad de carácter ontológico al definirlas como
elementos enfermos que hacen peligrar el cuerpo social, siendo condenadas a la
marginación.
Por otro lado, he atendido a la influencia que las técnicas de gobierno contemporáneas
ejercen en la configuración identitaria de quienes se encuentran en esa forma de exclusión
extrema. Frente al modelo punitivo y criminalizador que caracteriza a EEUU, en nuestro
contexto se ha desarrollado todo un entramado institucional de atención socio-sanitaria
que trata de aportar soluciones diversas. Por ello, emergen toda una serie de expertos y
1
El autor es beneficiario del Programa Predoctoral de Formación de Personal Investigador No Doctor del
Gobierno Vasco desde enero de 2016. Sin embargo, esta comunicación sintetiza el Trabajo Final del Máster
de Modelos y Áreas en Investigación Social en la UPV/EHU cursado en 2014/2015.
entidades autónomas –centros de día, albergues, tratamiento de toxicomanías,
trabajadores y educadores sociales…–.
En este sentido, gran parte de la investigación se ha dirigido a tratar de comprender el
modo en el que el dispositivo asistencial de la Comisión Anti-SIDA trata de producir
determinados tipos de subjetividad e incorporarlos a sus usuarios. De este modo, he
podido constatar un cambio en los modos de gerencia de la exclusión marginal, que han
dejado de sostenerse en el poder regulador, normativo e impositivo característico de la
modernidad, para apoyarse sobre nuevas tecnologías que, basadas en una perspectiva biopsico-social, en la nueva cultura psiquiátrica y en la lógica del acompañamiento, tratan
de empoderar al usuario para que se convierta en un «experto de sí mismo» que trate de
maximizar sus posibilidades. En coherencia con la figura neoliberal del agente que debe
afrontar problemas estructurales y tratar de ampliar su calidad de vida mediante
decisiones biográficas, esas dinámicas pueden incrementar el sufrimiento cotidiano de
dichos sujetos.
Palabras Clave: Etnografía — Drogodependencia — SIDA — Gubernamentalidad —
Autorresponsabilización.
1. INTRODUCCIÓN AL MARCO DE LA INVESTIGACIÓN
La presente comunicación pretende abordar algunas de las reflexiones contenidas en mi
Trabajo Final de Máster, un documento que fue resultado de mi experiencia etnográfica
–aún en proceso– mediante la toma del rol de voluntario en un recurso asistencial que
atiende a seres configurados como no-tan-humanos y sumidos en dinámicas
aparentemente invivibles.
En este escrito comienzo con una práctica reflexiva en torno a cuestiones de carácter
epistemológico y metodológico. Para ello, abro a la intervención crítica el proceso de
producción de ‘conocimiento’, descentrando mi posición de sujeto investigador y
mostrando cómo los propósitos del estudio emergieron a lo largo del viaje etnográfico y
la interacción cotidiana.
Tras abrir la «caja negra», trato de contextualizar el terreno y construir el «objeto» que
pretendo analizar. Para ello, propongo diferenciar las formas de exclusión que conforman
la ‘nueva cuestión social’, resultado directo de la crisis del programa institucional
moderno y sus dinámicas integradoras, de aquellas vidas con las que he interactuado a lo
largo del trabajo de campo. Los seres que conforman mi «objeto», aquellos que encarnan
la figura del «excluido marginal», están determinados, no sólo por su precariedad
material, sino por un frame estigmatizante que, haciendo hincapié en sus ‘carencias
individuales y psicológicas’, los enmarca como una forma de sub/ex-humanidad.
En este sentido, el primer objetivo del proceso etnográfico ha sido, partiendo de las
conversaciones y narraciones de los sujetos con los que he interactuado, mostrar la
arbitrariedad de ese marco, tratando de comprender el modo en el que ha determinado su
trayectoria vital. He tratado de mostrar el modo en el que esos seres han estado
condicionados por los discursos relativos a los fenómenos de la drogadicción, las
enfermedades de transmisión sexual y la patología mental. Esos discursos se materializan
en determinadas formas de gobierno; y, por ello, el segundo objetivo ha sido analizar e
interpretar las dinámicas del dispositivo asistencial, atendiendo a las consecuencias que
las lógicas que despliega pueden tener en sus usuarios.
Destaco la humildad de la que parte esta comunicación, que no propugna una explicación
minuciosa ni totalizadora, sino que trata de esbozar posibles marcos interpretativos ante
un fenómeno complejo, multidimensional y opaco. De todas formas, es un punto de
partida inicial para el desarrollo de mi tesis doctoral.
2. ABRIENDO LA «CAJA NEGRA» DEL PROCESO DE ETNOGRÁFICO
Frente a los discursos que no asumen que la ‘verdad’ es un artefacto social poderoso
(Bourgois y Schonberg, 2009), soy consciente del carácter ‘situado y encarnado’ del saber
que he producido (Haraway, 1995). Por ello, voy a exponer las grietas de un proceso de
retroalimentación continuo e inacabado (Ferrándiz, 2011) que tras someterse a la ‘lógica
de la representación’, ha terminado borrando la «experiencia del viaje etnográfico»,
aplanando la articulación y naturalizando lo monstruoso en un relato –Trabajo Final de
Máster– en el que se produjo una ficción ilusoria de coherencia (Casado y Gatti, 2001).
Comienzo relativizando la idea de ‘razón centrada en el sujeto’, porque mi práctica
académica está condicionada por una posición de enunciación impura. Partiendo de la
simple dicotomía proyectada por Bauman (1999) y como sujeto que habita dinámicas
sociales instituidas –resumiendo, hombre, de clase media, heterosexual, blanco, con
estudios superiores, trabajo, hábitos de vida saludables, deportista…–, mis marcas
sociales me sitúan más cercano a la lógica del ‘turista’ que a la del ‘vagabundo’: vivo un
presente frenético con capacidad de elección.
Mi práctica también ha estado condicionada por un cuerpo académico y la obligación de
ajustarme a unos modos de hacer legítimos para las ciencias sociales. La ficción de
‘acercamiento’ ha sido posible a través de determinados ‘dispositivos de focalización’2,
constructos históricamente situados (Bourgois y Schonberg, 2009), que han condicionado
el modo en el que he perfilado mi objeto, así como “el tipo de aproximación a la realidad,
seleccionando y enfatizando un tipo de datos y de técnicas” (Ferrándiz, 2011: 41).
El salto al terreno se planeó mediante la ficción de un proyecto inicial, un plan de ruta
diseñado desde la ‘torre de marfil’ para acercarme a un objeto de estudio: «seres que
practican la mendicidad». Ese primer paso, poco tuvo que ver con los caminos recorridos,
en los que se desbarataron las motivaciones iniciales. Mi viaje comenzó inesperadamente,
con la realización de una entrevista a la trabajadora de un centro de incorporación social.
Este desplazamiento hacia el campo me produjo un ‘shock cultural’ inicial (Velasco y
Díaz de Rada, 1997), porque al entrar en el dispositivo asistencial todos los usuarios,
aparentemente sorprendidos, posaron sus miradas en mí, haciéndome sentir como un ser
extraño.
2
Le deben mucho al director del TFM, Gabriel Gatti, así como a los consejos de una larga lista de profesores
(Amaia Izaola, Francisco Ferrándiz, Amaia Bacigalupe, Imanol Zubero, Mari Luz Esteban, Mikel
Villarreal, Andrés Dávila…) y doctorandos (Ivana Belén Ruiz, Joseba García, Iñaki Robles).
Mientras conversaba con la profesional –mi gatekeeper–, imbuido por esa sensación de
shock, fui considerando la posibilidad de realizar un voluntariado como medio de
inmersión en ese espacio de gestión de la «exclusión marginal». Tras una segunda
reunión, en la que convencí al director del centro, se produjo la iniciación ritual
etnográfica (Ferrándiz, 2011). Sin plan previo, Hasiera –centro de media exigencia de la
Comisión Anti-SIDA–, se convirtió en el punto neurálgico de la investigación, donde
acudí a lo largo de cuatro meses media de 15 horas/semana –he seguido acudiendo para
mantener contacto con el campo–. La necesidad de adaptarme a las exigencias del nuevo
terreno, me obligó a una redefinición constante e inacabada de mi posición, cartografías
y propósitos metodológicos.
Por motivos éticos, mi entrada fue explícita y en ningún momento escondí mi condición
de investigador. De todas formas, haciendo uso de la ‘cualidad camaleónica del
etnógrafo’, la toma del doble papel investigador/voluntario, fue decisiva para
incorporarme al funcionamiento del centro. Dicha auto-instrumentalización me sometió
a una tensión agotadora porque debía, simultáneamente, participar activamente en las
actividades y mantener la «imaginación etnográfica» a pleno rendimiento (ibidem).
Gracias a una situación metodológica que posibilita técnicas flexibles y múltiples
(Velasco y Díaz de Rada, 1997), he podido aplicar aquellas que mejor se ajustaban al
contexto. La observación participante ha sido central, posibilitando mi adaptación al
campo, sus contornos y perfiles sociales. Además de atender a las dinámicas del centro y
al comportamiento de usuarios y profesionales, ese «estar ahí» ha propiciado
conversaciones espontáneas en forma de «relatos no solicitados» –muy útiles para aliviar
mi miedo a violentar el espacio y las interacciones–. Por un lado, los profesionales me
explicaban sus prácticas, el funcionamiento del centro y aspectos significativos de la vida
de los asistidos. Por otro, los usuarios me narraban aspectos centrales de su cotidianeidad
y experiencia vital, que necesariamente encierra una dimensión social (Bertaux, 2005).
Para registrar lo observado y escuchado, fui tomando notas en mi teléfono móvil que
después acumulaba en el diario de campo.
Tras haber adquirido cierto grado de confianza, realicé una serie de entrevistas más
formales para sistematizar el registro y producción de datos –poco directivas, empleando
grabadora, posteriormente transcritas y analizadas–. Entre los trabajadores seleccione a
tres –en función de unos criterios lógicos–: primero, Adrián, el director del dispositivo;
segundo, Leire, la única profesional –trabajadora social– contratada; y, finalmente, el
educador social Marcos, de los de ‘prácticas’ quien más tiempo pasaba en el centro. Mi
propósito era que me describieran el funcionamiento, objetivos y prácticas del
dispositivo, así como su concepción sobre las trayectorias vitales de los asistidos. Entre
los usuarios seleccione a Julián, por la relación empática establecida, y a Dani, por su
disposición y gran capacidad narrativa.
Mediante esa producción de datos, en un ejercicio constante de descripción, traducción,
explicación e interpretación, he trasladado mi experiencia a unos marcos académicos
interpretativos. El saber que contiene el Trabajo Final de Máster es resultado de una
articulación, una “interacción social del investigador con los sujetos de estudio” (Velasco
y Díaz de Rada, 1997: 49). Mi presencia en el terreno, tanto en condición de voluntario
como de investigador, ha alterado su cotidianeidad; y, a su vez, he estado subordinado y
condicionado por las exigencias del ‘objeto’. En este sentido, el haber entrado un circuito
de intereses personales y grupales, me ha obligado a tratar de gestionar un ‘equilibrio
inestable’. Por lo tanto, el ‘conocimiento’ producido es resultado, tanto de la imaginación
etnográfica como de la reciprocidad y las experiencias compartidas.
3.
CONTEXTUALIZANDO
Y
DESBROZANDO
EL
TERRENO
PARA
PERFILAR EL TIPO DE EXCLUSIÓN EN EL QUE ME HE SUMERGIDO
Parto de un enfoque que se aleja de una perspectiva sustancialista de la pobreza-exclusión,
entendidas como una construcción social y cultural condicionada por el contexto espacial
e histórico. Partiendo de los argumentos de Simmel3 (2014), Serge Paugam (2007)
establece tipos ideales –pobreza integrada, descalificadora y marginal– que he
considerado especialmente útiles para desbrozar el terreno y perfilar mi «objeto».
Sumidos en un periodo socio-histórico que se caracteriza por la crisis del programa
institucional moderno (Dubet, 2010) y la caída de sus centros ordenadores de sentido, al
compás de los procesos de desregulación, flexibilización y liberalización, debemos
afrontar un clima anómico cargado de incertidumbre y desprotección. Como resultado, se
ha producido una acumulación de «residuos humanos» (Bauman, 2005) que supone la
propagación de formas de vida en situación de expulsión respecto a las dinámicas sociales
3
El pobre no se define por sus carencias, sino que es la reacción de la sociedad, por medio de la asistencia
–dirigida al sostenimiento del status quo–, la que configura su estatus: «forma parte de lo social, pero en
situación diferenciada».
instituidas. Esa generalización de los procesos precarizadores ha supuesto la eclosión de
situaciones de exclusión (Cabrera, 1998) entre las que considero necesario discernir.
Primero nos encontraríamos con lo que Paugam (2007) define como «pobreza
descalificadora», resultado directo de la erosión de las lógicas integradoras del periodo
fordista, fundamentalmente, el trabajo y el Estado de Bienestar. Es la «nueva cuestión
social», un proceso que, al desestabilizar hasta a los estables (Castel, 1997), afecta al
conjunto de la sociedad. Por ello, se extiende una enorme angustia colectiva, un
sentimiento de inseguridad que parece afectar a todas las categorías sociales.
Junto a esos «nuevos residuos», perduran formas de exclusión en las que los «pobres»
son definidos como inadaptados y «casos sociales», lo que Paugam (2007) clasifica como
«pobreza marginal». En nuestro contexto, esos «residuos liminales» suelen clasificarse
como integrantes del difuso colectivo designado como Personas Sin Hogar. Un
conglomerado de seres en el que a grandes rasgos se distinguen dos perfiles, por un lado,
el inmigrante joven y sano –marcado por la experiencia migratoria–; y, por otro, aquel
cuya situación se explica por «problemas personales» como la drogadicción o las
patologías mentales –normalmente autóctono– cuya situación se explica por «problemas
personales» como la drogadicción o las patologías mentales (Moreno, 2009).
A lo largo del proceso etnográfico me he interesado por los segundos, seres que encarnan
la figura del «excluido marginal» en las sociedades contemporáneas, cumpliendo la
función de «afuera constitutivo» en el «espacio interno» de la sociedad. Definidos como
una excepción residual, se encuentran sometidos por un frame estigmatizante que los
define como sub/ex-humanos. Mediante un discurso que enfatiza sus rasgos particulares
e individuales son considerados «monstruos a corregir y/o eliminar».
Esa producción discursiva legitima una gestión en la que cumple un papel determinante
la influencia ejercida por el nexo entre saber y poder, mediante discursos que establecen
límites entre lo normal y lo patológico. Por ello, los seres que encarnan la figura del
«excluido marginal» están especialmente sometidos a formas de control social que
disciplinan sus cuerpos mediante la convergencia de disciplinas académicas, sanitarias y
jurídicas que construyen marcos epistemológicos definidos como ciencia y salud legítima
(Bourgois, Lettiere y Quesada, 1997). Se trata de un «biopoder» en el que intervienen un
amplio abanico de leyes, intervenciones médicas, ideologías y hasta estructuras de
emociones.
En nuestro contexto, para gestionar esas formas de vida a las que se atribuyen ‘problemas
individuales’, se ha desarrollado –especialmente, en Bilbao– todo un entramado
asistencial de carácter socio-sanitario. La Comisión Ciudadana Anti-SIDA de Bizkaia4
forma parte activa en esa red, mediante dos centros contiguos. Uno de ellos es el "Centro
de Día de Atención y Emergencia Sociosanitaria a Drogodependientes y Personas en
Situación de Exclusión Social" –‘La Comi’– que se dirige a un perfil bastante concreto:
personas que por problemas de adicción a las drogas, se encuentran en una situación de
grave, tanto social como sanitaria. Proporciona información y material preventivo,
atención primaria en cuidados sanitarios, alimentación básica, servicio doméstico de
higiene… Cuenta con 20 plazas abiertas durante 10 horas/día y no exige un abandono del
consumo de drogas.
El otro –donde soy voluntario– es el Centro de Incorporación Social Hasiera cuyo
objetivo es profundizar en el apoyo y acompañamiento socio-sanitario. Cuenta con quince
plazas y abre entre semana (lunes, martes y jueves de 9.00h a 13.30 y de 15.00 a 18.00;
miércoles de 9.00 a 16.30; viernes de 9.00 a 14.00). Se trata de un recurso dirigido a
personas en situación de exclusión social extrema, especialmente condicionadas por
limitaciones en su autonomía física-psíquica –drogodependencia, minusvalías, patologías
mentales y enfermedades de transmisión sexual– y sus habilidades sociales.
El marco teórico de Hasiera, en consonancia al de la Comisión Anti-SIDA, es de carácter
bio-psico-social y se sostiene sobre la lógica del acompañamiento. Al ser de mediaexigencia, hace mayor hincapié en una intervención de carácter rehabilitador –sin exigir
abstinencia– y en la necesidad de compromiso con las actividades ofrecidas –asamblea,
taller de reciclaje y restauración, de deporte, de cine, de ‘inclusión digital’, tertulias–.
También ponen en marcha sesiones de apoyo, como el Programa de Atención
Individualizada (PAI), ‘tutorías individualizadas’ y la ‘construcción del caso’. A su vez,
se realizan acompañamientos respondiendo a las necesidades de los usuarios –he
acompañado a usuarios al psiquiatra, módulo psico-social, hospital, juzgados…–.
En ambos dispositivos, el perfil mayoritario es el de hombre de edad mediana, con una
problemática crónica de poli-consumo de drogas, diagnosticado con VIH –o hepatitis– y
4
Asociación no gubernamental sin ánimo de lucro, pionera a nivel estatal, que nació, resultado del
movimiento ciudadano, en 1986. En el año 1988 comenzó un Programa de Intercambio de Jeringuillas
(PIJ); y, posteriormente, en 1990, con el Trabajo de Calle. Fue en 2001 cuando pusieron en marcha la que
se ha constituido como su actuación central: "Centro de Día de Atención y Emergencia Sociosanitaria a
Drogodependientes y Personas en Situación de Exclusión Social". Finalmente, en 2013 pusieron en marcha
el Centro de Incorporación Social Hasiera.
que vive en grave exclusión social – ‘sin hogar’ y/o con patologías mentales–. Por lo
tanto, a diferencia de los que conforman la masa de excluidos en la ‘nueva cuestión
social’, la investigación atiende a vivencias en las que converge “la condición de enfermo
con la de toxicómano, lo que les hace vivir en un «mundo aparte» dentro del mundo, de
por sí «apartado», de los sin hogar” (Cabrera, 1998: 345).
Tal como he afirmado, estos seres expulsados del estatus de humanidad completa son los
que encarnan la figura del «excluido marginal» en nuestro contexto sociohistórico. Están
sometidos a un proceso arbitrario, contingente e histórico, en constante reproducción,
profundamente determinado por los condicionamientos materiales, pero, principalmente
sostenido por discursos, acciones, dispositivos e instituciones que ubican a determinados
seres en lugares cargados de significados que quienes viven las dinámicas sociales
normalizadas no asumen como propios. Esos procesos de exclusión-marginación van
acompañados de ‘racionalizaciones ideológicas’ que mantienen “un cierto grado de
compatibilidad tanto con la estructura económico social de la sociedad como con su
código cultural dominante (Romaní, 1992: 261).
Estos «náufragos abandonados en el vacío social (Bauman, 2005), funcionan como
«afuera constitutivo» del orden social, “sujetos abyectos y marginados, aparentemente al
margen del campo de lo simbólico” (Hall, 2003: 35). Al no ajustarse a las normas de
reconocibilidad, son negados ontológicamente, “no son del todo –o nunca lo son–
reconocidas como vidas” (Butler, 2010: 17). Seres asociales y desviados, patologías
encarnadas que perturban los elementos saludables de la ‘vida social normal’.
Aparentemente incapaces de operar en el mismo mundo de los individuos “normales y
racionales” son relegadas a habitar las “zonas invivibles” de la vida social (Butler, 2002).
Todo ello supone un profundo deterioro y estigmatización de su estatus social, lo que
refuerza los sentimientos de habitar los márgenes, siendo sistemáticamente tutelados por
la asistencia sociosanitaria y sus profesionales. Deben vivir con “la imagen que le
devuelve la sociedad, y que termina interiorizando, de no ser útil, de formar parte de lo
que a veces se llama los «indeseables»” (Paugam, 2007: 18-19).
4. SUFRIENDO LOS MARCOS DEL «JUNKIE CON SIDA LOCO»
Mi intención en este apartado es mostrar la arbitrariedad del frame producido en torno a
la drogadicción, el SIDA y la enfermedad mental, reflejando el modo en el que ha
condicionado determinadas vidas. Tal como afirma Dani, “hoy es el día todavía (…)
Entras a una tienda y no te hacen caso (…). No sé, 40 años de junkie tiene que dejar
alguna marca… el estigma sigue ahí (…).Al que es diferente lo miran raro”. Del mismo
modo, esos marcos determinan su construcción identitaria: “muchos vienen con esta idea
de que yo sólo soy un puto junkie” (Adrián).
Para comprender los discursos producidos en torno la droga hay que asumir que los
sentidos y efectos de su consumo se construyen culturalmente (Bourgois, 2000). Por
ejemplo, mientras existe un consumo generalizado de substancias, sólo aquellos que
tienen prácticas al margen de los rituales instituidos son definidos como drogadictos. Dani
expresa de un modo inmejorable esa arbitrariedad: “A mí, mi madre me dice, ‘hijo es que
ese es un drogadicto’. ‘Mamá, y tú’ (…). ‘Te tomas todos los días dos optalidones y un
café nada más levantarte’”.
La concepción dominante en torno a las drogas proviene de EEUU, desde donde se
extendió una política prohibicionista que no se sostiene en criterios de salud ‘objetivos’,
sino en una moral puritana-calvinista (Romaní, 1992). Un discurso que ha deshumanizado
a «adictos junquizados», definiéndolos como acabados, viciosos, irresponsables, etc.
(Sánchez, 1998), legitimando formas de gobierno de carácter punitivo –represión
selectiva– que agudizan la vulnerabilidad de los drogodependientes más precarios. Un
frame que los responsabiliza individualmente de sus consumos autodestructivos sin
atender a las estructuras y conflictos sociales-personales (Manzanos, 2005).
Para los seres con lo que he interactuado el acceso al mundo de las drogas fue un modo
de socialización e identificación grupal en un contexto en el que se vivió como un medio
de transgresión (Montañés, 1992). En una conversación con María, usuaria de Hasiera,
me relato cómo se inició en el ritual de consumo de heroína, de un modo ingenuo, a los
13 años: “entré en el bosque y vi a un grupo de chicos y chicas. Allí conocí a Pantera, que
me dijo: ‘les estoy cuidando, soy la enfermera, ¿Quieres ayudarme?’ Yo le respondí que
sí. Aprendí a pincharles; pero terminé pinchándome”. Julián cuenta su primera
experiencia, a los 16 años: “dijimos de meternos un chute cada uno (…). Uno de ellos se
arrepintió al final (…) yo le dije: ‘si no te lo metes tú me lo meto yo’”. Además, sus
hermanos eran consumidores asiduos: “mi hermano tuvo un accidente (…) cuando iba al
Hospital, me mando llevarle hachís y cocaína. Ahí ya empecé a consumir cocaína por la
nariz”. Por otro lado, otros usuarios con los que he conversado afirman que el ejército fue
un espacio determinante: “es donde más fácil tienes para drogarte. Ahí probé la heroína
y es donde me enganche” (Luis).
Fue un momento en el que la droga estaba en todos lados, “no tenías que dar dos pasos;
en el bloque que vivía mi ama había dos camellos (…), no hacía falta ni salir de casa”
(Dani). Progresivamente, en compañía de su grupo de iguales, fueron incrementando su
consumo “pillábamos los fines de semana al principio, después los fines de semana y los
miércoles, y luego ya a diario” (Julián). Entraron en un círculo vicioso, en el que por
múltiples motivos, su consumo fue exponencialmente más abusivo, que “no es más que
un medio por el cual las persona en estado de desesperación interiorizan sus frustraciones,
su resistencia y su sensación de impotencia” (Bourgois, 2000: 334).
Paulatinamente, devinieron en «cuerpos adictos» guiados por la necesidad de drogarse,
un imperativo que pasó a regular su vida. María me comento que “pasaba de los chicos,
mi novio era la droga, la heroína”. Conseguir su dosis se convirtió en su necesidad central,
subordinando todo lo demás a mantener su dosis y evitar el mono que lo definen como
“(…) una gripe multiplicada por diez (…) un dolor muscular, un sudar en frío, se te
humedece el cuerpo (…). Yo estaba en la cama y hacerme la pierna raca, raca, como
calambrazos; los codos, muchos dolores…” (Dani).
El SIDA ha sido una enfermedad cargada de miedos y «fantasías punitivas». En el
comienzo de la «batalla» –se empleaban metáforas de contienda– contra el SIDA
determinados sujetos pasaron a formar parte de «grupos de riesgo», que debido a su
“comportamiento desviado” –perversión sexual o suicidio irracional por compartir
jeringuillas– fueron enmarcados como culpables en la extensión del virus. Se trató de un
esfuerzo, tal como afirma Sánchez (1998), de señalar “culpables de la epidemia entre los
grupos sociales que más se alejan de la normalidad” (p. 208). Ser portador del virus era
ponerse en evidencia como miembro de una “comunidad de parias” (Sontag, 1989),
porque “el SIDA lo atribuían a putas, maricones y junkies; éramos la escoria, se vendió
esa imagen de que éramos la escoria” (Dani).
A lo largo de mi estancia en el terreno, he podido comprobar como ese frame ha
provocado, en mucho casos, “una muerte social anterior a la física” (ibidem). El modo en
el que la trayectoria vital de María se vio drásticamente alterada debido a la detección del
virus es muy significativo. Tras varios años de juventud enganchada a la heroína,
consiguió desintoxicarse, estudió para ser matrona y ejerció en el hospital de Basurto.
Pero cuando le dijeron que estaba infectada, “no quería pasarle la enfermedad a alguien
inocente dejé el trabajo antes de que me dijeran nada. Imagínate, si se me rompía el
guante, allí con toda la sangre (…) podía contagiarle” (María).
De este modo, condicionada por un discurso biomédico y social alarmista, se
autoexcluyó, abandonó la «vida social» y volvió a engancharse a la heroína. En este
sentido, son sujetos que a lo largo de su trayectoria vital no sólo han sido rechazados por
el otro, sino que debido a su sentimiento de culpabilidad, vergüenza y miedo, muchos
decidieron auto-expulsarse de lo social instituido. Dani vivió el diagnóstico como “una
sentencia de muerte, yo… aparte mal, depresiones, mi vida cambió antes de decirme que
tenía SIDA y un después de tener SIDA, no por la enfermedad sino por el palo
psicológico”. El diagnóstico supuso la recaída en consumos autodestructivos: “Cuando le
dije al doctor: ‘¿Cuánto?’ (…) ‘Un año o dos como mucho’. ¿Qué haces? Pues llevártelo
todo por delante” (Dani).
Actualmente, el SIDA se ha desdramatizado mucho (Sánchez, 1998). Esto se debe a un
proceso de normalización en el que Dani asegura que influyo: “Rock Hudson, el Mercury,
gente así famosa, también hubo un antes y un después de que ellos murieran. (…) la gente
percibió que ya no era tan malo como creían, que caía gente buena”. Pero, todavía muchos
de los sujetos con los que he interactuado en el terreno siguen atravesados por ese
imaginario alarmista de una época “en la que apenas se conocía esta enfermedad y que
había mucho miedo también, ¿No? Mucha alarma social” (Leire). Además, todavía
circula, en algunos espacios, un miedo irracional. En el caso de María, sus familiares más
cercanos la marginaron mediante prácticas cotidianas que perduran a día de hoy: “desde
entonces he tenido mi cuchara, mi tenedor y mi cuchillo” (María).
Actualmente, frente a la perspectiva en la que el drogodependiente era un transgresor
antisocial y un delincuente que debía ser encarcelado, ahora prima –en nuestro contexto–
la figura del drogodependiente como ‘ser vulnerable y sufriente’ que debe recibir
asistencia bio-psico-social. En este sentido, tanto la gestión como la existencia de los
seres con los que he interactuado en el terreno han sido redefinidas haciendo hincapié en
su condición de enfermos5 –por sus adicciones, clasificadas como patologías, y/o por
enfermedades mentales clásicas–.
Para cuestionar ese nuevo frame, parto de la idea de que los marcos que definen los límites
de la patología mental son arbitrarios, siendo los profesionales de la salud “quienes van a
institucionalizar y definir la enfermedad con el beneplácito de todos nosotros, que
depositamos en sus conocimientos académicos y científicos la fuente del saber que
Esto se debe a un “proceso de sanitarización”, de “traducción sanitaria de un problema de sociedad”
(Fassin, 2004: 302), resultado de una lucha de competencias entre diferentes discursos, saberes y agentes
en los que se terminan interrelacionando las «políticas de lo viviente» y «políticas de la vida».
5
remedie nuestros males” (Montañés, 1992: 246). En el caso de los «excluidos marginales»
esos criterios son todavía más contingentes. Por ejemplo, Cabrera (1998), advierte que:
“(…) la vida en las calles, con lo que implica de inseguridad y pérdida de control de
la situación, es por sí misma desestabilizadora, razón por la que no sería nada extraño
encontrar síntomas de desequilibrio psicológico en personas que llevan un régimen
de vida de por sí estresante” (p. 352).
Además, hay toda una serie de prácticas que sólo cobran sentido en su contexto vital,
pudiendo ser adaptativas. Por ejemplo, su excesiva paranoia es racional en su
cotidianeidad; y, en cuanto a sus comportamientos agresivos, pueden deberse a
comportamientos tácticos de protección. Por otro lado, el consumo de drogas puede
activar ciertas conductas que pueden parecer patológicas. También hay que destacar que
el sufrimiento que supone vivir con el peso del frame que los define como seres liminales,
los determina psicológicamente: “ese desprecio de la sociedad como diciéndote eres un
apestado,…duele, duele aquí (pone la mano en el corazón), pero más que aquí, aquí (pasa
la mano del corazón a la cabeza)” (Dani).
Por lo tanto, la cuestión de la detección de psicopatologías en estos sujetos, que viven
circunstancias tan especiales, es especialmente compleja, siendo imposible realizar un
diagnóstico adecuado e imparcial. Es decir, “¿Dónde fijar la frontera entre lo que sería
indicativo de una depresión severa y otra leve, cuando la persona entrevistada vive en
condiciones tales que deprimirían al ser humano más positivo y optimista?” (Ibidem:
353). A Dani le diagnosticaron:
“las clásicas cuando estas enganchado, de trastorno límite de la personalidad,
disfunción de la afectividad o algo así,… que no tenía cariño a nada más que a la
droga (…) no sé si será verdad o mentira, lo hice porque me lo dijo una psiquiatra
para conseguir la paga”.
Por lo tanto, en la configuración de la figura del «excluido marginal» se ha pasado de la
concepción de delincuente que incumple la ley a la de persona enferma que precisa de
atención sanitaria (Romaní y Rekalde, 2002). Dicha resignificación discursiva se
materializa en nuevas formas de gobierno que producen nuevos tipos subjetivos y
vivencias –los propios usuarios se definen como personas enfermas–. En el nuevo marco
médico-psiquiátrico el cuerpo de los enfermos se piensa como un cuerpo que precisa de
tratamiento psicológico y psiquiátrico –la mayoría de veces a través de la
psicofarmacología–. Esta imposición del discurso biomédico, centrado en la precariedad
ontológica, supone una invisibilización de la precariedad social. La conducta de esos seres
se suele entender en función de un modelo que tiende a responsabilizar a los sujetos de
su situación “en función de características personales tales como su deterioro psiquiátrico
o funcional (Koegel, 1998: 29).
En el campo de la salud mental y la drogodependencia –cuya combinación se define como
trastorno dual– se adjudican motivos emocionales e individuales a sus padecimientos. Por
lo tanto, esa preeminencia de perspectivas clínicas y epidemiológicas, supone no atender
a los orígenes socioculturales de los malestares que empujan a lógicas autodestructivas.
Esto se debe a que, tal como afirma Scheper-Hughes (1997): “Un cuerpo enfermo no
implica ninguna crítica. Tal es el privilegio de la enfermedad, que juega un papel social
neutro y constituye una condición que exime de culpas” (p. 174). Por lo tanto, se presenta
la precariedad social como un caso perteneciente a la precariedad vital, de modo que es
absorbida por una dimensión natural que desarma el escándalo político de la exclusión y
la marginación. Presentadas como personas que han caído en la droga y se han contagiado
del SIDA por su propia responsabilidad –mermada por la patología mental–, se
individualiza y psicologiza su condición, realizando una abstracción de lo social.
Además, ese frame que muestra la condición de estos sujetos como resultado de una
«tragedia médica individual», es interiorizado. Además, entienden que esa condición es
resultado de las decisiones individuales que han tomado en la vida, siendo recurrentes
frases como: “he aprovechado lo peor de la vida”, “ahora estoy sufriendo todo lo que he
hecho”, “soy la oveja negra, porque me drogo”… Creen en la responsabilidad individual
y consideran, en la mayoría de los casos, que su marginalidad se debe a sus propias
carencias psicológicas y/o morales. Es decir, no creen que ninguna ‘justificación
estructural’ puede absolverlos de las consecuencias de sus actos, que con frecuencia han
sido violentos, parasitarios y autodestructivos (Bourgois, 2010).
Finalmente, en mi intento por desmontar ese discurso que presenta la situación de los
excluidos marginales en términos de «tragedia médico individual», afirmo que muchos
de los sujetos con los que he interactuado en el terreno podrían ser redefinidos como los
«supervivientes mutilados» de uno de los fenómenos sociales más importantes de la
segunda mitad del siglo XX en los países occidentales. Tal como afirma Dani, “éramos
15 o 16 y quedamos 3. Los demás todos se cayeron entre el 85 y el 95… todos, o sea ibas
a un entierro hoy y estabas hablando con una persona y a la semana siguiente estabas en
el entierro de esa persona, o sea que era muy, muy traumatizante”.
5. EVOLUCIÓN DE LOS MODOS DE GOBIERNO: HASIERA COMO
DISPOSITIVO ASISTENCIAL CONTEMPORÁNEO
Partiendo de la tesis de que el estatus social del pobre viene definido por su interrelación
con la sociedad (Simmel, 2014), propongo una perspectiva de orientación foucaultiana
que atienda al modo en el que la «gubernamentalidad» desplegada para gestionar a los
excluidos hace mella, tanto en la dimensión social, instaurando lógicas y dispositivos para
la producción de subjetividad, como en la constitución de su estructura humana psíquica
y carnal (Lewkowicz, 2004). Actualmente, en la gerencia occidental de la exclusión
marginal parece posible discernir dos tipos ideales que se articulan en función de un frame
que oscila de la categoría de delincuente a la de enfermo.
Por un lado, un modelo más característico de la realidad estadounidense, donde en vez de
invertirse para desarrollar una red de atención comunitaria prima un régimen punitivo
neoliberal sostenido en base a políticas de ‘tolerancia cero’ para eliminar a los pobres de
la vida pública (Wacquant, 2006). Una «gubernamentalidad» que configura al «excluido
marginal» como un delincuente y que provoca la intensificación de “la contención física,
la violencia y la desigualdad” (Bourgois, 2000: 371). Por otro, en Europa, aunque el
progresivo desmantelamiento del Estado Benefactor y la primacía de las políticas
neoliberales impregnan la situación actual, sigue siendo importante la intención de
recuperar esos residuos –definidos en términos de ‘cuerpos enfermos’–. En palabras de
Bourgois (2011), “Estados Unidos representa una caricatura de los procesos abusivos de
la gubernamentalidad que producen sufrimiento inútil y subjetividades lumpenizadas.
Estoy al tanto de que España es diferente y menos neoliberal” (p. 25).
Por ello, en nuestro contexto, al compás del proceso de sanitarización de los «excluidos
marginales», se ha ido tejiendo “un conjunto de acciones encaminadas a ordenar los
sistemas sanitario y social para ofrecer una respuesta integral a las necesidades de
atención sociosanitaria que se presentan simultáneamente en las personas que padecen
situaciones de dependencia” (Ararteko, 2008: 55). Por ello han surgido toda una serie de
dispositivos –módulos psicosociales, centros para el tratamiento de toxicomanías, centros
de día, comunidades terapéuticas…–. Esa nueva pluralización de las tecnologías
«sociales» refleja
“la pérdida de centralidad de variadas tecnologías de regulación que, durante el siglo
XX, se intentaron ensamblar en una red de funcionamiento único y, en contrapartida,
se produce la implantación de una forma de gobierno que actúa a través de la
conformación de poderes y voluntades de entidades autónomas” (Rose, 1998: 36).
A diferencia de las instituciones modernas –como el ‘manicomio’–, que imponían
subjetividades de un modo disciplinario ejerciendo un «poder normalizador» (Foucault,
2012), estos nuevos centros socio-sanitarios pueden ser definidos como ‘galpones’
(Lewkowicz, 2004), que tratan de ofrecer servicios ‘flexibles y líquidos’ acordes a la
realidad actual. El propio director de Hasiera hace alusión a ese proceso: “Se ha abierto
la posibilidad de tratarla de una manera, no sé, como un poco más, eh, no sé cómo decirlo,
de una manera un poco más líquida. Pensando en Bauman”. En este sentido, el dispositivo
en el que he realizado la etnografía es un «microcosmo» dentro de “una densa red de
relaciones sociales que van más allá del lugar específico que se está estudiando”
(Wacquant, 2012: 138).
Hasiera parte de un marco teórico coherente con la nueva cultura psiquiátrica y proponen
un trabajo socio-sanitario y comunitario que atienda de un modo respetuoso a sus
usuarios. Tal como señala el director del centro, la problemática fundamental de los
asistidos por el dispositivo es la psicopatología: “son espacios para el tratamiento
contemporáneo de las problemáticas de salud mental más alejadas del lazo social”.
Proponen prácticas que se sustentan en los principios básicos establecidos por el
Colectivo crítico para la Salud Mental (García, 1992): Un tratamiento integral del sujeto
–más allá de su enfermedad mental y/o toxicomanía– que mediante un trabajo en red,
coordinado e interdisciplinar, fomente el establecimiento de lazos entre el usuario y su
comunidad. Para ello, parten de la lógica del ‘acompañamiento social’, un modo de
asistencia más ético y respetuoso que se adapta a las singularidades de la persona para
‘empoderarla’.
En contra de la asistencia pública homogeneizante, «para todos igual», parten de la idea
de que no hay soluciones ni estrategias únicas, porque cada persona acompañada es
diferente. El objetivo de los profesionales es que Hasiera, mediante una profunda
implicación, se convierta en un espacio vacío y creativo capaz de conectar con las
invenciones y singularidades de cada usuario. Rechazando una gestión disciplinaria y
controladora, proponen una modalidad de asistencia igualitaria que tome en serio la
voluntad y el consentimiento de los asistidos. Tal como afirma Marcos, lo que se hace en
el centro es “también, intentar más ayudar a las demandas (…), igual no se obliga”.
En este sentido, me gustaría señalar el modo en el que estos principios se materializan en
la estructura arquitectónica de Hasiera, que es muy diferente a los dispositivos diseñados
siguiendo la «lógica del panóptico». Frente a una estructura que expresa una relación
jerárquica característica de las instituciones carcelarias, este centro refleja una relación
mucho más igualitaria: es un espacio totalmente abierto y las paredes del despacho de los
profesionales son de cristal transparente, de modo que los usuarios, en una situación de
igualdad, pueden ver lo que los trabajadores hacen en todo momento.
El recurso parte de la premisa de que los usuarios “no necesitan ser gobernados por otros,
sino que se gobernarán y se controlarán por sí mismos, y se cuidarán solos” (Rose, 1998:
27), porque tal como afirma Leire “es que nosotros tampoco trabajamos marcando los
objetivos a las personas, sino que es al contrario. Son las propias personas las que marcan
el objetivo”. El trabajador, frente a la figura del vigilante que disciplina o la del
profesional que receta remedios, debe cumplir la función de acompañante. Tal como
comenta la profesional recién contratada, “A mí también me pasaba. Bueno, cuáles son
los objetivos de estas personas, porque a veces crees que, joo, llegas aquí y dices, mmm,
me pierdo un poquito en el hecho de que la meta la pongo aquí o la pongo aquí”.
Frente a la imposición de objetivos unívocos producto del saber profesional, toma
especial importancia las elaboraciones individuales del sujeto asistido a quien hay que
escuchar y respetar. De este modo, se dota de protagonismo a los usuarios, que establecen
relaciones dialógicas con los profesionales, para “de alguna manera, darles a ellos ese
empoderamiento o esa herramienta para que puedan decidir” (Leire). Tratan de generar
una atmósfera de no-obligatoriedad, en la que se sientan cómodos y valorados: “Se
sienten a gusto, ¿No? Con el hecho de no sentirse obligados a hacer ciertas actividades, a
que las actividades pues son voluntarias. (…) no se les impone vamos a hacer esta
actividad porque nosotros vemos que está bien” (Marcos).
Estas dinámicas son producto de regímenes de gobierno novedosos, que se sirven de
técnicas que producen distancia entre las decisiones del dispositivo y los usuarios, los
cuales son concebidos como sujetos de responsabilidad y autonomía. De este modo, se
produce una “«reversibilidad» de las relaciones de autoridad”:
“Lo que comienza siendo una norma que debe ser implantada en el interior de los
ciudadanos puede ser reformulada como una demanda que los ciudadanos pueden
hacer a las autoridades. Los individuos tienen que convertirse en «expertos de sí
mismos», pasar a establecer una relación de autocuidado, que se basa en la
preparación y la información, con sus cuerpos, mentes, formas de conducta y con los
miembros de sus propias familias” (Ibidem: 38-39).
Por lo tanto, es una tecnología de gobierno más sutil6 que la disciplinaria, en las que se
produce una nueva especificación del sujeto de gobierno, que los define como individuos
que tratan de “maximizar su calidad de vida mediante actos de elección, confiriendo a sus
vidas un sentido y un valor en la medida en que pueden ser racionalizadas como el
resultado de elecciones hechas o de opciones por tomar” (Ibidem: 37). Dani resume la
función del centro de un modo inmejorable:
“Hasiera para mí es una evolución de ‘La Comi’ supercojonuda. Escoger gente que
venía a la Comi que no tenían proyectos de nada y autogenerarles, o sea generarles
una confianza en sí mismos y a partir de ahí que trabajen, trabajando con ellos para
que a partir de ahí se trabajen su espacio, su manera de vivir o tener un sitio como
tienen aquí, con ordenadores, algo de trabajo manual”.
En cuanto a los talleres y actividades que se ponen en marcha tienen como propósito, más
que capacitarlos para el mercado laboral, ocupar su tiempo y que recuperen su sentido de
autovalorar y autoestima. En este sentido, llama la atención que los profesionales
entienden el taller de reciclaje como ‘una manera en la que metafóricamente los sujetos
crean en la posibilidad de las segundas oportunidades’. Es decir, un ejercicio
invisibilizado para que adquieran conciencia acerca de la posibilidad de cambiar, de
mejorar, de reciclarse y realizarse a sí mismos.
Por otro lado, “es un dispositivo que integra a los sujetos en un nexo moral de
identificaciones y lealtades mediante los mismos procesos en los que parece representar
sus opciones más personales” (Ibidem: 37). Este modo de integración moral pude
apreciarlo sobre el terreno apreciando como los usuarios del centro han interiorizado la
normatividad del centro. Se enfadan cuando alguien llega tarde o cuando un usuario no
se compromete con las actividades propuestas; y, en ocasiones, se dirigen con reproches
a quienes abandonan su plaza. Ese sentimiento de pertenencia se refleja en propuestas
como la de escindirse del centro de baja-exigencia de la Comisión Anti-SIDA, espacio al
que metafóricamente denominan como ‘el lado oscuro’: “más de una vez han querido
separar también Hasiera, como un proceso diferente en el que han estado hace cuatro
días, también, pero en el que están otras personas” (Leire).
6
Es una tecnología de poder sutil desde el comienzo, porque aunque las posibilidades de elección de los
usuarios sean reducidas, se presenta su acceso como si fuese una elección totalmente libre e individual.
Por lo tanto, parece que esos modos de gestión también producen ‘sujetos dóciles’, pero,
mediante ‘prácticas más discretas’, en contraposición a otros dispositivos disciplinarios
como Proyecto Hombre en los que “el saber está del lado de la institución” (Adrián). En
Hasiera, en cambio, se intenta “una deslocalización del saber, que el saber está del lado
del sujeto (…). No se trata ni de que el saber esté, nosotros de hecho nos hacemos muchas
veces diluir, desaparecer, que no se nos vea mucho” (Adrián). Es una atención que intenta
mostrarse ‘distraída’, más adecuada para los ‘casos más problemáticos’ en los que “no
vale el acto educativo ordinario (…) el dispositivo se cae, se destroza” (Adrián).
En Hasiera, la ‘producción silenciosa de sujetos dóciles’ se realiza, no mediante el poder
normalizador, sino a través de lo que Foucault (1990) define como «poder pastoral». Una
modalidad que se sustenta en un conocimiento particular, individualizante, entre el pastor
–el centro– y cada una de las ovejas –los usuarios–. El pastor debe, de un modo
encubierto, “saber lo que ocurre, y lo que hace cada uno de ellos” y “saber lo que sucede
en el alma de cada uno, conocer sus pecados secretos” (Foucault, 1990: 151). Para ello,
cuentan con una serie de prácticas concretas que se sostienen en base a dos instrumentos
esenciales.
En primer lugar, ‘el examen de conciencia’ (Ibidem), mediante el Programa de Atención
Individualizada (PAI), que consiste en una entrevista inicial para acceder al centro, en la
que se recoge información integral –salud, patologías mentales, formación, situación
legal…– con el objetivo de elaborar una valoración estandarizada del posible usuario. De
este modo, acuerdan las tareas necesarias para alcanzar las metas marcadas por la persona
usuaria y el profesional, asumiendo que “cada usuario, al final tiene su propio recorrido,
su propia historia, entonces cada uno marca sus objetivos” (Leire). Tras el PAI, se pone
en marcha ‘la dirección de conciencia’ (Ibidem), una evaluación continua a través de
tutorías individualizadas entre el usuario y el profesional, en la que se intentan promover
la autonomía del asistido, marcando objetivos a corto y largo plazo. Es un espacio para la
escucha empática, en el que el usuario cuenta sus preocupaciones y necesidades. Permite
un seguimiento del usuario para que los propios trabajadores en función de “cuáles son
sus demandas y viendo cómo podemos acompañarles en todo esto” (Leire).
A su vez, para profundizar en ese examen y coordinar esa dirección, proponen un trabajo
en red interdisciplinar. Para saber con mayor profundidad que ocurre en el ‘alma’ y
‘mente’ de cada usuario, hacen una reunión todos los jueves en la que participan tanto
trabajadores de Hasiera (incluyendo becarios y voluntariado) como otros profesionales,
que atienden el caso desde otros dispositivos y disciplinas. Se intenta reconstruir el caso
individual a través de una conversación en la que se comenta la vida privada de los
usuarios, planteando sus problemas y los posibles modos de ayudarlos, siempre lo más
discretamente, para que tomen ‘el camino correcto’.
Es evidente que la gestión biopolítica ejercida por Hasiera genera un menor ‘sufrimiento
social innecesario’ que los modos de gubernamentalidad dominantes en el contexto
estadounidense (Bourgois y Schonberg, 2009). Los profesionales viven el trabajo con
entusiasmo y los usuarios se muestran, casi siempre, agradecidos por el trato que reciben.
Este modelo socio-sanitario es éticamente deseable a otras formas de gobierno; y, en este
sentido, aquellos recortes que limitan las posibilidades y hacen peligrar este tipo de
dispositivos, sólo pueden conducirnos a escenarios más desalentadores.
De todos modos, teniendo en cuenta la ambigüedad constitutiva del trabajo social –es
reactivo, «promueve el cambio sin alterar el orden»– y asumiendo que “nada puede
escapar a los efectos del poder” (Ibidem: 18), considero necesario profundizar en la crítica
y continuar por la senda de la «epistemología de la sospecha». Esto se debe a que, tal
como afirma Bourgois, “hasta las mejores intenciones de ayudar y asistir a los
socialmente vulnerables también puede, simultáneamente, perpetuar –o hasta exacerbar–
la opresión, la humillación y la dependencia de un modo u otro” (Bourgois, 2000: 168169). Por ello, hay que ir más allá del debate que enfrenta a los políticos de izquierda, que
quieren inundar las calles de trabajadores y educadores –especialistas en
psicología/psiquiatría–, y los de derecha, que pretenden eliminar la asistencia pública y
ahondar en el régimen punitivo en favor de las grandes empresas y los sectores
adinerados.
Por lo tanto, considero indispensable atender a las posibles «consecuencias perversas» de
esos nuevos modos de gobierno. El ‘poder pastoral’ ejercido desde el centro intenta que
los usuarios se hagan conscientes de su situación, que se comprendan a sí mismos y narren
su relato, para posteriormente pensar su bienestar en nuevas formas. Son prácticas que
ejercen un poder individualizador, que promueven una nueva relación con uno mismo en
la que los individuos deben efectuar “cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su
alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una
transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza,
sabiduría o inmortalidad” (Foucault, 1990: 49).
Se parte de la idea de que cada persona es un mundo; y, aunque haya condicionantes
sociales, asumen que desde su intervención es imposible cambiar esas dinámicas
estructurales, “lo social está ahí sí, pero nosotros no lo podemos cambiar. Cada persona
tiene que trabajar en base a lo suyo, a lo individual” (Leire). Por lo tanto, su objetivo, es
que los usuarios logren “reconceptualizarse a sí mismos en términos de su propia voluntad
de estar sanos, y de gozar de una normalidad maximizada” (Rose, 1998: 31). Para ello, se
ponen en marcha toda una serie de prácticas
“que ligan a cada individuo con el consejo de los expertos al tiempo que adoptan la
apariencia de ser el resultado de una elección individual libre. La regulación pasa a
ser así un asunto ligado al deseo de cada individuo de dirigir su propia conducta
libremente con el fin de lograr la maximización de una concepción de su felicidad y
realización personal como si fuese obra suya, pero semejante maximización del
estilo de vida implica una relación con la autoridad a partir del mismo momento en
que se define como el resultado de una libre elección” (Ibidem: 38).
Por ello, este «biopoder» intenta que los individuos tomen iniciativa, pasen a reformular
su existencia y traten de «realizarse a sí mismos». Es decir, son programas en los que “los
individuos desfavorecidos han llegado a ser considerados potencial e idealmente como
agentes activos en la construcción de su propia existencia” (Ibidem: 39). Desde una
perspectiva crítica, considero que esta definición como «yo activamente responsable»,
ejerce una fuerte «violencia simbólica» (Bourgois y Schonberg, 2009) sobre aquellos
seres dependientes y estigmatizados que tienen que asumir que su destino, así como su
futuro, es producto de decisiones individuales.
En definitiva, la intervención de Hasiera parece ser coherente respecto a una
«gubernamentalidad» sostenida en la gran metanarrativa del gerenciamiento –autohacerse
responsable, competitivo, flexible, autónomo, creativo…–, que produce una imagen de
nuestro mundo como un problema de auto-estima y empoderamiento. El problema es que
son sujetos profundamente dependientes –económicamente, de múltiples fármacos, de
drogas… y de la asistencia socio-sanitaria en general–, de modo que sus fracasos y sus
problemas son interiorizados individualmente. Por lo tanto, su imposibilidad de
construirse como sujetos autónomos en un mundo que lo exige, incrementa su frustración
y la violencia simbólica a la que se encuentran sometidos. En esta línea se podría
interpretar el dispositivo Hasiera como la cara más amable del nuevo «régimen
securitario y autorresponsabilizador actual».
6. CONCLUSIONES
El cierre al que me vi obligado en el Trabajo Final de Máster fue abierto y flexible por
varios motivos: (i) el relato construido fue resultado de una articulación, determinada por
las múltiples experiencias compartidas sobre el terreno; (ii) a pesar de los vínculos
empáticos establecidos, no se produjo una inmersión etnográfica lo suficientemente
profunda; (iii) los avances desarrollados en mi tesis doctoral ha supuesto el regreso al
terreno y la elaboración de nuevas «guías de trabajo» para orientarme en el laberinto del
campo. De todos modos, voy a tratar de sintetizar y enfatizar aquellos elementos que me
parecen más significativos.
En primer lugar, he tratado de discernir entre las diferentes formas de exclusión presentes
en la actualidad, tratando de proponer una posible interpretación ante aquellas situaciones
de exclusión más extrema que suelen ser reducidas en términos de «tragedia médico
individual». Son vidas que se encuentran condicionadas por un marco estigmatizante en
el que tiene una influencia el nexo entre poder y saber legítimo –sobre la drogadicción, el
SIDA y las patologías mentales– que se materializa en leyes, dispositivos, ideologías,
sentimientos… Atender a la experiencia vital de algunos usuarios me ha permitido
desvelar la arbitrariedad de ese marco.
He partido de la cuestión de la drogadicción, que está atravesada por un discurso
prohibicionista y moralista sobre el que se sostienen prácticas punitivas que incrementan
el sufrimiento de los drogadictos más precarios. A éstos se les responsabiliza
individualmente de sus consumos; pero, tal como muestran sus relatos, su inmersión en
el mundo de las drogas fue un modo de socialización. Paulatinamente, en un incremento
progresivo de su consumo y en compañía de su grupo de iguales, devinieron en «cuerpos
adictos» dominados por una absoluta dependencia corporeizada.
Después he atendido al modo en el que el diagnóstico de SIDA afecto a estos sujetos. Era
una enfermedad que se vivía como una invasión y que enmarcó a ciertos sujetos como
sus culpables activos, lo que incrementó su rechazo y sentimiento de responsabilidad. El
desconocimiento médico y la alarma fortalecieron el rechazo social, provocando la
autoexclusión de estos seres de la «vida social» y su recaída en consumos
autodestructivos.
A continuación, he tratado de atender a la redefinición del drogodependiente como
enfermo, un proceso de sanitarización en el que gran parte de sus problemas han sido
atribuidos a psicopatologías. En este sentido, sostengo que si los marcos que definen los
límites de la patología mental son siempre arbitrarios, lo son más a la hora de clasificar a
seres excluidos-marginales.
Por lo tanto, en ese nuevo frame es determinante el discurso biomédico, que se centra en
la precariedad ontológica enfatizando la cuestión de la patología, lo que supone una
invisibilización y abstracción de lo social. De este modo, se ha tendido a responsabilizar
a los sujetos de su situación, definida como una «tragedia médica individual». Este nuevo
marco consigue que esas vidas no se presenten como resultados de fenómenos sociales,
sino como personas que han caído en la droga y se han contagiado por sus propias
decisiones o por sufrir un déficit psíquico.
Esa resignificación en el nivel discursivo –de delincuente a enfermo–, supone el
despliegue de nuevas formas de gobierno que tienen influencias significativas en la
experiencia vital de esos seres. Mediante el análisis de Hasiera como «dispositivo light»
de gestión de esos sujetos, sostengo que se puede interpretar como la versión más cálida
e inclusiva del nuevo «régimen securitario y autorresponsabilizador actual». Es decir,
reorganizado en torno a una lógica benefactora y un modelo de tratamiento mucho más
respetuoso, produce sujetos dóciles mediante prácticas discretas.
Aunque es una gestión biopolítica mucho menos punitiva y productora de dolor humano
que la estadounidense, ello no es óbice para que su intervención pueda ser coherente
respecto al modelo de gubernamentalidad neoliberal dominante. Desde una perspectiva
crítica, considero que la definición de los usuarios como «yo activamente responsable»
supone una autorresponsabilización todavía mayor sobre quienes no pueden construirse
como sujetos autónomos en un mundo que lo exige.
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