LEGITIMIDAD CULTURAL Y OMNIVORIDAD: ¿HACIA UN “RÉGIMEN GENERAL DE TEXTOS”?

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LEGITIMIDAD CULTURAL Y OMNIVORIDAD: ¿HACIA UN “RÉGIMEN
GENERAL DE TEXTOS”?
ALBERT GARCIA ARNAU
Universidad Complutense de Madrid
albertgarcia1984@gmail.com
Resumen: A través de la visión extensiva e inclusiva de "texto" propuesta por la semiología, la
presente comunicación se propone cuestionar la continuidad de la estructura de jerarquización de
las artes, los géneros y las obras que caratcerizó al régimen de consumo cultural de la alta cultura
hasta finales del siglo XX. A través de idea de "omnivoridad inclusiva" nos planteamos si los
mecanismos tradicionales de distinción han sido o no modificados de forma sustancial ante la nueva
estructura de legitimidad cultural a la que hemos venido a denominar "régimen general de textos".
Palabras clave: Omnivoridad inclusiva, distinción, régimen general de textos, cultura legítima,
capital cultural
LEGITIMIDAD CULTURAL Y OMNIVORIDAD: ¿HACIA UN “RÉGIMEN
GENERAL DE TEXTOS”?
«Para poder analizar la cultura de masas hace falta disfrutar secretamente
con ella, que no se puede hablar del juke box si te repugna tener que introducir en la
máquina la monedita... ¿Por qué entonces no usar mis tebeos y mis novelas
policíacas como objeto de trabajo?» (Eco 2006:18).
Como ya expusiera Roland Barthes al tratar de explicar el propósito de la semiología y su
diferencia con el del mero análisis lingüístico:
“En su Curso de Lingüística General, publicado por primera vez en 1916, Saussure postulaba la existencia
de una ciencia general de los signos, o Semiología, de la cual sólo una parte correspondería a la Lingüística.
En términos generales, pues, la semiología tiene por objeto todos los sistemas de signos, cualquiera que fuere
la sustancia y los límites de estos sistemas: las imágenes, los gestos, los sonidos melódicos, los objetos y los
conjuntos de estas sustancias —que pueden encontrarse en ritos, protocolos o espectáculos— constituyen si no
«lenguajes», al menos sistemas de significación” (Barthes 1971:13).
Fieles a su afán multidisciplinario, los estudios culturales fueron herederos de estas aportaciones
de la semiología. Una de las consecuencias más importantes que ello tuvo en el desarrollo de sus
abordajes de la cultura, fue la utilización de una noción de «texto» que no se limitara a los mensajes
escritos, sino que incluyera, también, todo tipo de objetos culturales. Cualquier bien cultural en
torno al cual se pueda generar una interpretación puede ser entendido como “texto” y puede ser
“leído”. Las “lecturas” ya no son asumidas como decodificaciones pasivas de un mensaje cerrado
antes de su emisión —como sucedía en los antiguos modelos de comunicación— sino que más bien
son entendidas como “movilizaciones particulares de los textos” (DeNora 2004:38). De este modo,
cada lectura implica una interpretación particular que pone en relación —“articula” en el sentido de
DeNora— al emisor, al receptor y al contexto de la comunicación, y, es en esta encrucijada —
situada social e históricamente—, en la que se genera ese constructo social llamado «sentido». Lo
que se ha modificado, en esencia, tras el llamado “giro cultural” que sufrieron los estudios
culturales, es el modelo de comprensión del acto comunicativo, que se ha vuelto más abierto y
menos unidireccional/monolítico; un proceso mediado, como desarrolló largamente Antoine
Hennion en su “Pasión Musical” (Hennion 2002).
La idea de plantear una noción inclusiva de «texto» implica la posibilidad de extender el análisis
cultural no sólo a los bienes explícitamente codificados, sino a todas las producciones simbólicas de
una sociedad en un momento histórico concreto. Se trataría de pensar en términos de «mapas de
sentido» (Hall 2005), de ver el texto como “un tejido de citas provenientes de los mil focos de la
cultura” (Barthes 1984:65) o, en el caso específico de la música, de pensar en «redes semióticas de
asociaciones musicales y extramusicales» (DeNora 2004). Pero toda esta idea de apertura teórica
nace en contraposición a un sistema cultural dominante particular y también históricamente situado.
Podríamos hablar de un “régimen cultural clásico”, entendiendo por ello un sistema de textos en el
que la “alta cultura” es considerada como un ente particular, definido y distinto, cuyas fronteras son
férreas y claras; donde se conforma un canon estético y de valorización vinculado a la cultura de la
élite y que tiende a identificarse a los patrones de parcelación y jerarquización que suelen
identificarse a la —siempre pasada por un tamiz romántico— tradición de las Bellas Artes1.
A más pequeña escala —analizando en su caso la situación de la literatura en las primera etapas
del campo— Bourdieu ya planteaba con claridad la existencia de un sistema de parcelaciónjerarquización de las artes validado por la illusio del campo naciente. Para él, “el vértice de la
jerarquía es ocupado por la poesía la cual, consagrada como el arte por excelencia por la
tradición romántica, conserva todo su prestigio”, mientras que encontraremos “en el lado opuesto,
al teatro, al que se impone directamente la sanción inmediata del público burgués” (Bourdieu
1
No tratamos de decir aquí que las tradicionales Bellas Artes hayan sido ajenas al debate interno en cuanto a sus
sistemas de valorización, jerarquización y legitimidad. De sobras son conocidas las pugnas entre las distintas formas
de expresión, por ejemplo la tradicional pugna «imagen vs. palabra» que han enfrentado a la pintura y la literatura,
por no hablar del caso de la música cuyo reproche más común —por parte de las otras artes— ha sido su falta de
expresividad codificada. La parcelación tradicional de las artes ha terminado por constituirse una forma de
mantenimiento de un equilibrio tenso entre formas de expresión que hasta el siglo XIX parecía haberse conseguido
con una definición de espacios soberanos de cada arte y una cierta preponderancia velada de la “palabra” en el
sistema de jerarquización. Parte de ello puede observarse en el desprecio de la imagen que se destila de la crítica
cultural del siglo XX —y no sólo a la frankfurtiana— y la reivindicación constante del libro-fetiche —
lingüísticamente estructurado— como forma “verdadera” de expresión del pensamiento frente a cualquier otra
forma de expresión (como, por ejemplo, el audiovisual).
1998:194). En el caso específico de la música, podría asumirse el sistema de jerarquización y
valorización fundamental de los géneros en los términos que propone la educadora musical Lucy
Green:
“La música clásica ha mantenido de hecho una posición hegemónica de superioridad cultural desde la
Ilustración. La ideología ha ratificado y mantenido de forma inmanente el dominio de una institución musical
de élite que, junto con sus productos cosificados, ha tratado aparentar su superioridad: y lo ha hecho
propagando la idea de que existe una masa musical que, con sus productos profanos, no ha sido nunca muy
musical. Por tanto, una compleja y múltiple división ha sido creada y mantenida entre la élite y los modos
musicales de producción y recepción, y entre la élite y los estilos de la música de masas a los que esos modos
corresponden” (Lucy Green citada en Martin 1995:33).
Existiría, pues, una jerarquización de las artes así como, a su vez, una jerarquización dentro de
cada una de las propias artes, en las que la música no es una excepción. Género, estilo y modos
musicales de producción y recepción, han venido marcando y reproduciendo este sistema de
jerarquización de lo cultural.
No es necesario hacer grandes averiguaciones para percatarse de que —aun de forma
inconsciente— las constantes arremetidas de la Crítica Cultural contra la cultura de masas y sus
objetos, no lograron sino reforzar este orden de parcelación y jerarquización de la cultura
dominante. Los abordajes de la crítica acababan reforzando la tradicional separación entre una alta
cultura —la cultura “legítima”— y sus complementarios: todo el resto; así como una clara relación
jerárquica que sitúa a la primera como paradigma cultural dominante. La cultura de masas
(simpleza, repetición, fórmula, réclame o incluso la propia noción de “desmoronamiento del aura”)
era observada por la crítica frankfurtiana como la mera imposición de los intereses de un sistema
económico, mientras que la esencia de la alta cultura quedaba ilesa en la contienda (Adorno and
Horkheimer 1998). Se trata de la misma lógica que había llevado a Benjamin a criticar al cine como
forma de expresión aludiendo a su propia “naturaleza” como medio de expresión (Benjamin 1989) o
a Adorno a despreciar al jazz, y a la música popular en general, como promotores de una velada
cultura de la “estandarización” (Adorno 2000).
El mencionado desprecio —cuando no hostigamiento— de las nuevas formas artísticas
agrupadas bajo el manto de lo popular-masivo, fue una constante durante los años de hegemonía
teórica de la Crítica —visión compartida, por lo general, con las visiones culturales del elitismo
moralista (véase por ejemplo Ortega y Gasset 1966)—. Sin embargo, como ya constatamos, la
hegemonía de esta visión comenzó a resquebrajarse en los 60, cuando ciertas voces contestatarias
—algunas ya socializadas al calor de las nuevas formas culturales de la sociedad de masas— se
alzaron contra la sanción moralista de la parcelación-jerarquización de los estilos y géneros
artísticos así como de la reproducción de una “frontera de legitimidad” y un “sistema de
valorización” que mantuviera la separación entre dos universos del arte (alta cultura y cultura
popular).
Es el caso del Umberto Eco de Apocalípticos e Integrados (Eco 2006) que, desde una visión
crítica, desafió a la tradición de la Crítica así como al propio sistema cultural dominante en su época
planteando abiertamente la cuestión de la legitimidad cultural de la cultura popular, no sólo a través
de un cuestionamiento teórico, sino también predicando con el ejemplo, esto es, analizando desde el
mito de Superman hasta la canción de consumo. Si bien Eco planteó una subversión práctica contra
este sistema de jerarquización y valorización, también lo hizo Pierre Bourdieu a la hora de objetivar
el propio sistema de parcelación, jerarquía y valorización de la cultura a través de la noción de
“capital cultural”, así como mediante su conceptualización de los criterios y las bases sociales del
gusto como entramado sociocultural articulado. En su caso, Bourdieu fue un paso más allá, llegando
a concebir esta jerarquización (entre géneros, autores, obras...) como el fruto de un sistema de
valorización basado en la illusio y en las estrategias de distinción. Llegó a hablar directamente de la
existencia de “sistemas de gustos jerarquizados en cuanto a su grado de legitimidad” (Bourdieu
1998:264) que son a la vez cambiantes y están, por lo tanto, historificados.
El problema del planteamiento bourdiano, sin embargo, es que tiende a plantear una suerte de
homología, más o menos directa, entre los procedimientos de valorización de la cultura dentro de
este “sistema de jerarquización cultural” y los mecanismos de distinción. Homología que se traduce
en la idea de que aquello que es minoritario —o, mejor dicho, cuyo consumo no es generalizado—
es, en cierto modo, distinguido; cuando comienza a ser consumido por una mayoría —una idea, por
otra parte ya planteada por Georg Simmel en su abordaje de la moda como fenómeno social
(Simmel 1957)—, el efecto de distinción se disipa y la obra/género/autor se “vulgariza”, su
consumo se hace banal. Dicho por él mismo: “la jerarquía entre los géneros (y entre los autores)
según criterios específicos del juicio de los pares es, más o menos exactamente el inverso de la
jerarquía según el éxito comercial” (Bourdieu 1998:193). En este sistema se pueden distinguir, para
Bourdieu, tres universos culturales de consumo: la «alta cultura» —legitimidad, consagración y
máxima valorización social—, «la cultura media» —la cultura de la “pretensión”, trata de imitar sin
llegar a alcanzar a la alta cultura a la par que se pretende distinguir de su referente “inferior” y
reúne a las “obras menores de las artes mayores”— y una «cultura popular» (Bourdieu 2006). Este
análisis bourdiano plantea de una forma demasiado aproblemática la identificación de los
mecanismos de distinción con el sistema mismo de valoración social de la cultura. Su enfoque
serviría para establecer, como de hecho hizo en La Distinción, un “mapa semiótico” de consumo
según el estatus socioeconómico siguiendo la base de una división social centrada en la interacción
de capital cultural y capital económico, esto es, el funcionamiento de un snobismo cultural, pero no
serviría para dar cuenta de muchos de los fenómenos culturales actuales.
Sin embargo, hay que entender, que el de Bourdieu es también un análisis histórico y situado;
pertenece a la Francia de los años 60-70 y, como todo abordaje de un campo social específico,
necesita ser actualizado a la luz de los cambios históricos y sociales que se suceden y pueden
reconfigurar las estructuras del campo de forma profunda y decisiva. El mapa semiótico del gusto
ha cambiado —y no sólo por la vulgarización de ciertos objetos, géneros artísticos y actividades—
y ni los propios mecanismos de distinción parecen funcionar del mismo modo.
Fue en esa línea que años más tarde Peterson y Kern (1996), ya desde la óptica de los estudios
culturales, postularían —observando en su caso la sociedad americana— el inicio de un cambio
sustancial en esta cultura dual centrada en dos polos —alta cultura/cultura popular— hacia la
irrupción del eclecticismo como nuevo criterio dominante de valorización social de lo cultural.
Frente al antiguo criterio de “distinción” ampliamente desarrollado por Bourdieu (centrado en los
valores del exclusivismo, cuyo objetivo —no necesariamente consciente— era remarcar la
diferencia, esto es reforzar la distinción de lo distinto siguiendo una estrategia de exclusividad y
exclusión), el nuevo criterio de valorización introducía tintes de inclusividad. Un gusto más extenso
era más valorado, más cosmopolita y “moderno”. Su teoría se basa en la observación de un cambio
fundamental en las pautas de consumo de las élites culturales entre los años 80 y 90, consistentes en
una visible transición de un patrón de elitismo snob —univoridad de “alta cultura”— hacia un
régimen de consumo cultural omnívoro.
Por su parte, Ariño Villaroya (2007) ha venido a replantear el problema cuestionándose la
adecuación explicativa de la teoría de la omnivoridad y planteando la existencia de distintos
«regímenes de consumo cultural2». Centrándose en la cuestión musical, y a través del análisis
cuantitativo, esboza tres tipos ideales de regímenes de audición musical: “tradicional”, “omnívoro
cultivado” y “moderno”, cada uno asociado a géneros musicales y grupos sociales específicos. Si
bien Peterson y Kern apostaban por la explicación en términos del cambio producido en el consumo
cultural a finales del siglo XX, Ariño Villaroya, incide en que no debe tomarse la omnivoridad
como patrón de práctica universal y apuesta por entender que sigue habiendo diferencias ostensibles
a nivel de consumo entre los distintos grupos y estratos sociales. Pero lo cierto es que, aún
tratándose de visiones más o menos contrapuestas, en ambos casos vienen a constatarse dos
cuestiones fundamentales. La primera es que el análisis que Bourdieu planteaba en “La Distinción”
requeriría hoy de una necesaria actualización y revisión que tuviera en cuenta los nuevos patrones
de acceso a la cultura (con especial atención al surgimiento de Internet: las redes P2P, las radios
digitales, los podcast, el streaming, etc.). La segunda cuestión es que, sean los que sean los motivos
que lo justifiquen, para ambos se hace evidente un cambio fundamental en las reglas de juego del
2
Para Ariño Villaroya “el concepto de régimen de práctica o de apropiación musical hace referencia al conjunto de
elementos que definen la forma de apropiación individual de los bienes simbólicos en un universo estético singular;
comporta una determinada combinación de géneros tanto como las modalidades de su consumo y el sistema de
reglas que las gobiernan” (Ariño Villarroya 2007:142).
capital cultural, ya que el monopolio histórico de su principal criterio de valorización/jerarquización
—el de la distinción que provee la “alta cultura”— empieza a tambalearse, como hemos podido ver,
a finales del siglo XX.
Aquí es donde propongo la noción de «régimen general de textos», que dé cuenta del cambio
en un sistema cultural donde los patrones dominantes del “régimen clásico” empiezan a mutar. El
sistema cultural que siguió al surgimiento de la reproducción mecánica vino aparejado a la
aparición de la Industria Cultural —el sistema de producción/difusión que conceptualizaron Adorno
y Horkheimer— pero a la vez, o precisamente por ello, comenzó poco a poco a generar “redes
semióticas” cada vez más grandes, internacionales e intertextuales. Como expone Ariño Villarroya:
“estos treinta años han sido pródigos tanto en cambios tecnológicos como estructurales, y éstos se han dado
no sólo en la estratificación dentro de cada país sino en su interrelación planetaria. La revolución digital y el
ascenso de la cibercultura han modificado radicalmente el acceso a los flujos simbólicos, y la movilidad
sociocultural ha difundido pautas culturales entre estratos y clases, rompiendo los esquemas precedentes. Las
fronteras se han vuelto más borrosas y las jerarquías se han difuminado”
(Ariño Villarroya 2007:133).
El mismo Ariño —aún crítico con el uso indiscriminado de la noción de omnivoridad—
reconoce que, fruto de todas estas circunstancia históricas, se ha venido produciendo un
“desplazamiento del sistema de clasificación” y que puede decirse que en el nuevo paradigma
cultural “la variedad cultural, el eclecticismo, la omnivoridad o la inclusividad, en definitiva la
apertura y la tolerancia, definen las pautas culturales mejor que la lógica de la distinción” (Ariño
Villarroya 2007:135). Si utilizáramos los términos de capital cultural de Bourdieu, podríamos decir
que lo que parece observarse es un cambio sustancial en el criterio de valorización de dicho capital.
Frente a la tendencia dominante a la distinción, esto es, a la reafirmación de la diferencia para
marcar una asimetría simbólica que se visibilice en el gusto, en el actual «régimen general de
textos», un cierto “eclecticismo tolerante” mezclado con un cierto aire de “exotismo de la
experiencia” lleva a la inclusión de obras, géneros y artes —antes arrojados a los márgenes de las
subculturas o de la cultura de masas— dentro de las fronteras de la cultura legítima. A su vez, y
derivado de ello, estar familiarizado con estos objetos pasa a ser valorizado como capital cultural.
Es el caso, por ejemplo, de los clásicos del rock, las novelas gráficas más célebres o las “músicas
del mundo”3, cuyo conocimiento ya se considera parte de la cultura general fundamental en el
“sentido de juego” de las nuevas élites culturales. Hoy, cada vez más, ya no resulta incompatible —
ni se hace extraño— que alguien se declare amante, simultáneamente, de Beethoven, Leonard
Berstein y los Rolling Stones o que reconozca leer “cómics” —novela gráfica— sin ningún tipo de
“pudor cultural” (como el que se traslucía en la justificación de Eco al hacer subir al estrado
filosófico a su vieja colección de cómics). Es más, comienza a observarse con suspicacia, sobre
todo entre los círculos jóvenes de alto capital cultural —como si se tratara de un radicalismo
cultural ciego— a los distintos tipos de univoridad.
Y es que, por supuesto, tampoco esta nueva tendencia de reestructuración de los sistemas de
valorización del capital cultural hacia un patrón de tolerancia y omnivoridad ecléctica elimina del
todos los mecanismos de distinción. ¿Podría ser el nuevo criterio omnívoro una nueva forma de
reafirmación de la superioridad del capital cultural de las élites? Lo que parece claro es que los
nuevos sistemas de valorización no calan del mismo modo en todos los estratos socioculturales.
Ariño, por ejemplo, destaca que el eclecticismo u omnivoridad es especialmente común entre los
licenciados universitarios, aquellos que, en principio, presentan una mayor proporción de capital
cultural. No es extraño que, sobre todo entre la gente más mayor, así como entre los más jóvenes, se
observe una palpable continuidad de las dietas culturales unívoras, ya estén éstas centradas en la
alta cultura o en la cultura popular.
Sin embargo, la categorización de Ariño, centrada en la cultura musical, se basa en el análisis de
los resultados de un barómetro del CIS de 1999. Han pasado años desde entonces, y las primeras
décadas del nuevo siglo se han caracterizado por la extensión masiva de métodos digitales de
acceso a la cultura centrados en Internet así como la presumible profundización correspondiente en
3
La categoría “músicas del mundo” [world music] nace como un intento de la industria cultural de clasificar bajo la
misma etiqueta comercial a una multiplicidad de fenómenos musicales globales que comprendan elementos étnicos
o “particularidades locales”. Su origen reciente atiende, en parte a este cambio fundamental en los criterios de
legitimidad de lo cultural y en parte al intento de integrar la diversidad —envolviéndola bajo un manto de riqueza
cultural y exotismo— en el mercado de bienes culturales legítimos.
las tendencias de “generalización” de la escucha y “democratización” de los gustos musicales ya
esbozadas por él. Han sido quince años desde el surgimiento del “fenómeno Napster”. Tras su caída,
se han sucedido nuevos métodos de acceso a la música que han profundizado en la dimensión
“exhibitiva” —aquella que ya destacara Benjamin y, antes que él, Paul Valéry (Valéry 2003)—. El
incremento en la accesibilidad de la música en la era digital —que vino seguida del incremento en
la accesibilidad a otros bienes culturales como el cine o los libros digitales— ha venido,
presumiblemente, a acelerar tendencias ya existentes respecto al progresivo desmoronamiento de un
régimen textual clásico basado en la polarización cultural —y compartimentación estanca— de
“alta cultura” y “cultura popular”.
Al difuminarse las barreras culturales que separaban a estos dos reinos por un muro de
legitimidad cultural, se ha abierto la veda a la práctica sistemática —y cada vez menos marginal—
de “lecturas” (y “escrituras”) intertextuales que transgredan la separación tradicional 4. Algunas de
las formas artísticas surgidas en la era de la reproducibilidad mecánica —hip hop, Bastard pop, etc.5
—, de hecho, se han constituido en paradigmas del nuevo régimen textual y carecerían de sentido
fuera de él —cuando no se las sancionaría directamente como plagio o utilización ilícita de bienes
culturales—. Como relata Marc Martínez (2010) al estudiar el caso concreto de la intertextualidad
sonora y discursiva en el rap francés, el samplig —préstamo intertextual sonoro y/o musical— se ha
constituido en parte fundamental del ethos de la cultural hip-hop; del mismo modo la
intertextualidad —o quizás incluso transtextualidad—, parece haberse erigido en el rasgo
fundamental del ethos del nuevo régimen cultural.
Es importante recalcar que la idea aquí propuesta de un «régimen general de textos», no asume
una reconfiguración de todas las obras en un plano de valorización de igualdad ni, como ya hemos
mencionado, la eliminación absoluta de un principio de distinción. Lo que plantea es la transición
4 El germen de esta lógica puede apreciarse en Umberto Eco (2006), cuando formula los paralelismos —y también
las diferencias— entre el mito de Superman, héroe moderno por excelencia y los héroes de la mitología clásica. Se
trata de dos narrativas que se sitúan una a cada lado de la “barrera” y cuya puesta en relación intertextual —lectura
interconectada en pié de igualdad— habría sido considerada ilegítima, o incluso impensable, para las élites
culturales apocalípticas que criticaba el semiólogo italiano.
5 Para ver un análisis interesante de las nuevas formas de creación basadas en las nuevas posibilidades intertextuales
ver (Katz 2010) y su análisis del mash-up, la batallas de música hip-hop entre Djs o el caso de la musique concréte.
de un sistema de jerarquización clásico que vinculaba el género y la distinción culto-popular con el
sistema de valorización social del arte a un nuevo sistema (aún en construcción). En el régimen
general de textos sigue habiendo objetos culturales utilizados como elementos de distinción, es sólo
que el criterio de su valorización ya no es su pertenencia a un género específico (rock, música
académica, poesía, etc.), ni siquiera su adscripción a los subcampos de producción bourdianos
(“puro”/“comercial”).
Esta etapa se caracteriza, más bien, por la proliferación de la intertextualidad/transtextualidad
más allá de las barreras de género y la extensión de una producción “mixta” que anida en el espacio
intermedio que antes separaba la “alta cultura” de la “cultura popular”, se trata del florecimiento de
lo que podría denominarse “alta cultura popular” 6. Es la época de la “ópera rock”, de la “música
fusión”, de la hibridación entre lo culto y lo popular, lo moderno y lo antiguo, lo “cercano”
(patrones estéticos occidentales ya sean cultos o populares) y lo “lejano” (músicas del mundo), que
crea un sistema estético que no es identificable exactamente con el canon clásico ni completamente
moderno, sino que genera un espacio poblado por esta curiosa mixtificación que tratamos de reflejar
a través de la idea del régimen general de textos.
Pero hay que remarcar que tampoco este criterio de omnivoridad inclusiva debe ser utilizado
indiscriminadamente, pues no todo objeto de consumo es igualmente legítimo. El sistema de
6
La segunda mitad del siglo XX ha sido especialmente prolífica en lo concerniente a este tipo de obras que,
perteneciendo a géneros en origen vinculados a la cultura popular, han sido concebidos siguiendo los principios de
lo que Bourdieu denominaría la filosofía de l'art pour l'art así como un nivel de complejidad técnica e innovación
estética propia de las vanguardias artísticas más rompedoras, pero sin renunciar por ello a la difusión masiva de los
medios. En el mundo del cómic ya pusimos como ejemplo el reconocimiento que supuso distinguir con un Pulitzer
al MAUS de Art Spiegelman, aunque la tendencia siguió evolucionando con obras —ya clásicas del género— como
V de Vendetta, Watchmen o Sandman. En el mundo de la creación y producción de contenidos audiovisuales para
TV destacamos el éxito de series como Los Soprano a finales de los 90 que sentó el precedente del auge que
experimentarían las “nuevas series” a partir del 2000 (The Wire, Dexter, Mad Men, etc.) hasta el que fue uno de los
hitos cumbre de su legitimación con la involucración personal de Scorsese en la dirección del capítulo piloto de
Boardwalk Empire. En el mundo de la música, la difusión masiva de bandas de rock con planteamientos sonoros
progresivos como los Who, Pink Floyd, Queen o, en la actualidad bandas como Muse, que cuentan en su haber
haber alcanzado públicos de masas mientras rompían claramente con las fórmulas tradicionales de la
“comercialidad” sonora industrial a la vez que se acercaban a desarrollo identificables con estructuras más
“clásicas” u operísticas. En España, ese mismo proceso podría ser encarnado por el giro artístico sufrido por el
grupo de rock Extremoduro a partir de su disco La Ley Innata (2008). Si hubiera que poner un hito musical a esta
tendencia de cierta música popular a asumir criterios estéticos de l'art pour l'art quizás fuera éste el giro artístico de
la última etapa de los Beatles —a partir de Sgt. Pepper's (1967)— (Del Val and Pérez Colman 2009) contribuyó de
forma crucial a una cierta difusión de las —antes notoriamente claras— fronteras que separaban a las dos grandes
culturas musicales.
valorización-jerarquización de los objetos culturales no desaparece sino que ha comenzado un
proceso de reestructuración que escapa a los moldes canónicos o tradicionales. Hoy una película de
animación puede ser considerada cultura legítima e incluso “objeto de culto” (El viaje de Chihiro,
El Muro, Las aventuras del príncipe Achmed, La Tumba de las Luciérnagas, Mary and Max, Up,
Wall-E, etc.), pero eso no significa que la animación vaya a ser, a partir de ahora valorada en pié de
igualdad a los géneros más consagrados, ni siquiera que todos los prejuicios respecto a la animación
se hayan desvanecido completamente. Lo mismo puede aplicarse a la mayor parte de las
producciones culturales contemporáneas. Lo que permite la idea de un «régimen general de textos»
es concebir una reestructuración del universo textual que se caracteriza por el desmoronamiento de
ciertos principios de legitimidad cultural y por el establecimiento de otros nuevos que aún se están
configurando pero que, a ciencia cierta, generarán sus propios mecanismos de distinción.
Por todo ello, la idea de distinción de Bourdieu no debería de ser desechada sino actualizada.
Esta nueva etapa cultural, que algunos se aprestarían a calificar de “posmoderna”, establece nuevos
criterios de distinción (omnivoridad, eclecticismo, etc.), pero no eliminia, en sí, los mecanismos de
dominación cultural y violencia simbólica basados en el capital cultural y la práctica de estrategias
de distinción. Es el caso del capital musical en su modalidad “erudita”, pasa a valorarse, a modo de
capital, el dominio extensivo de registros culturales y géneros artísticos. Poder hablar, en el caso de
la música, con la misma naturalidad de Chopin o Bach, de Schönberg o Stokhausen, de los Beatles,
Los Manolos o Vetusta Morla, se valora —es “reconocido”, en términos bourdianos, bajo la nueva
illusio— como elemento de distinción en los círculos de alto capital cultural. ¿Vale todo? No, no
todo vale y sería inocente asumirlo como parecieron asumirlo las visiones más naïve de los estudios
culturales. Sigue existiendo un espacio cultural de lo que los poseedores de mayores proporciones
de capital cultural consideran el “mal gusto”. Recuérdese, a ese respecto, la importancia que
Bourdieu otorgaba al «dis-gusto» —le dégoût (juego de palabras con «goût») literalmente "asco,
rechazo"— a la hora de definir el gusto. El gusto se estructura de forma especialmente clara en
nuestros rechazos, en aquello que despreciamos. Prueben a entrar en la facultad escuchando
reggaetón por el altavoz de su móvil, hablar con sincera admiración del Reguetón, de Camela o
Andy y Lucas en una fiesta cool o a exponer la increíble influencia de Georgie Dann en las actuales
derivas del pop indie español. Bromas aparte, creo que precisamente en el sarcasmo —y en la
sonrisa que quizás les haya arrancado, en el caso de haber logrado mi objetivo— se encuentra la
clave de lo que quiero expresar: no todo está permitido, ni aún tras el supuesto desmoronamiento de
la barrera de legitimidad que separaba a las dos culturas. El régimen general de textos no sitúa a
todos los objetos culturales en pié de igualdad, aunque sí abra la posibilidad a que las dos culturas
tradicionalmente polarizadas se den la mano incluso en los ambientes más selectos. Podríamos
incluso llegar a pensar a la omnivoridad y al eclecticismo como parte del nuevo sistema de
“dominación cultural” en el que el sentido de juego es aún más complicado, pues se exige a aquel
que participe de él, una mayor extensión de su dominio erudito, al fin y al cabo, de su capital
cultural incorporado, con las consecuencias en la reproducción de la desigualdad que esta situación
puede implicar. En resumidas cuentas cabría preguntarse —aún a riesgo de no poder cerrar, de
momento, esta cuestión—, ¿estamos caminando realmente hacia un «régimen general de textos» o
sencillamente asistimos a una mutación de los principios clásicos de los mecanismos de distinción?
¿O acaso avanzamos, como proponía Ariño hacia una parcelación distinta según distintos
“regímenes de consumo cultural”, identificados con distintos grupos sociales? Nuestra apuesta sería
tratar de articular las tres perspectivas pues, estrictamente, no hay incompatibilidades en pensar los
tres abordajes como complementarios.
Por un lado, a un nivel cultural macro, todo apunta a que asistimos a la tendencia general hacia
un cambio en los sistemas de jerarquización-valorización cultural —lo que hemos llamado la
transición de un “régimen clásico” a un “régimen general de textos”—; por otro lado asistimos a la
reconfiguración, ligada a este proceso, de los mecanismos de distinción, centrados cada vez más en
una suerte de “inclusivismo tolerante” que, sin embargo —y de forma un tanto paradójica—, puede
funcionar como nuevo principio de exclusión (capital cultural); por último, y como ya hemos
mencionado, se observa que las tendencias del nuevo sistema de valorización implícito en el
régimen general de textos no calan del mismo modo —como ya reflejara Ariño— en todos los
estratos de población, por lo que la idea de manejar, simultáneamente la noción de “regímenes de
consumo cultural” puede ayudar a articular las diferencias y los mecanismos específicos de
dominación del nuevo sistema de valorización.
Desarrollar de forma pormenorizada los cambios particulares concernientes a estos principios de
estructuración de la valorización cultural es aún un proyecto difícil de abordar, entre otras cosas, por
encontrarnos en pleno periodo de transición/reestructuración del actual “sistema cultural”. Lejos de
pretender agotar esta cuestión, en el presente texto he pretendido, trazar la continuidad en la
evolución de la cuestión de los sistemas de valorización y jerarquización del consumo cultural,
poniendo en relación varias perspectivas teóricas y algunos conceptos clave, con especial atención a
aquellos que han abordado la cuestión desde la óptica de la sociología de la música.
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