L . E

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LAS EMOCIONES EN EL NÚCLEO DE LA SOCIALIDAD. EL YO
SINTIENTE Y LA INTIMIDAD DE LO SOCIAL1
Madalena d’Oliveira-Martins
madalenaom@gmail.com
ABSTRACT
Desde su nacimiento como subcampo, en la década de 1970, la sociología de las
emociones ha mostrado la centralidad de la dimensión emocional de la experiencia
humana en el análisis de la realidad social. Estos estudios, llevados a cabo desde
diversas perspectivas por autores como Randall Collins (1975; 1981; 1990; 1993;
2005), David R. Heise (1979; 1989; 1993; 1995; 1999), Theodore D. Kemper (1978;
1981; 1990), Thomas J. Scheff (1977; 1979; 1990; 1991; 2011), Arlie R. Hochschild
(1975; 1979; 1983; 2012; 2013), entre otros, avanzan hacia una comprensión de la
dimensión social de las emociones y de la dimensión emocional de lo social. Es
precisamente en el punto de encuentro de esta doble direccionalidad donde se puede
percibir el carácter nuclear de las emociones en el ámbito social y, muy concretamente,
su relevancia en la configuración de las interacciones sociales y personales.
Para comprender el consiguiente carácter nuclear de las emociones, así como su
importancia para el desarrollo de la teoría social y de las metodologías heurísticas
sociales, el presente trabajo se sirve del aparato conceptual desarrollado por Hochschild,
muy especialmente su concepción del «yo sintiente» —que es guiado por reglas del
sentimiento y que realiza gestión emocional—, y de la idea de intimidad de lo social
abordada por Sánchez de la Yncera. Si, por un lado, la noción del «yo sintiente» nos
alerta sobre la capacidad de los sujetos de sentir y sobre la conciencia que tienen de las
pautas sociales que configuran sus sentimientos, por otra, la intimidad de lo social alerta
sobre el hecho de que es precisamente en los espacios de socialidad donde se potencia y
actualiza el carácter social fundamental de lo íntimo. Así pues, si se considera el espacio
colectivo como el lugar por antonomasia de la intimidad, se podría percibir con mayor
claridad la radical relación entre lo social y lo emocional.
El análisis del alcance de estos conceptos permitirá arrojar luz sobre esos
espacios en los que las fronteras entre lo íntimo y lo público se desdibujan, y en los que
lo social y lo emocional se fusionan de forma esencial. Además, considerando la
heterogeneidad que configura tanto las experiencias emocionales como las redes
1
Este trabajo se inscribe en el proyecto «Cultura emociona e identidad» del Instituto Cultura y Sociedad,
Universidad de Navarra.
2
sociales del mundo actual, ese punto de fusión entre lo emocional y lo social
proporcionará una vía de acercamiento a la dimensión más frágil y menos palpable de
las interacciones sociales.
PALABRAS
CLAVE: yo sintiente, intimidad de lo social, reglas de los
sentimientos, experiencia emocional; socialidad.
3
Sólo podemos decir que un poema tiene, en cierto modo,
vida propia, que sus partes conforman algo diferente a
un cuerpo de dados biográficos cuidadosamente
ordenados; que el sentimiento o la emoción o la visión
resultante del poema es diferente del sentimiento, de la
emoción o de la visión de la mente del poeta.
—T. S. Eliot, El bosque sagrado
INTRODUCCIÓN
El interés sociológico por las emociones, cristalizado en las teorías pioneras de
Arlie R. Hochschild (1975; 1979; 1983; 2012; 2013), Randall Collins (1975; 1981;
1990; 1993; 2005), David R. Heise (1979; 1989; 1993; 1995; 1999), Theodore D.
Kemper (1978; 1981; 1990) y Thomas J. Scheff (1977; 1979; 1990; 1991; 2011), ha
crecido de modo proporcional al papel cada vez más destacado que estas adquieren en
las sociedades contemporáneas. Las transformaciones sociales de finales del siglo XX,
que respaldan el acentuado destaque de las emociones con respecto a otras épocas en las
que su papel era menos sobresaliente —aunque no menos importante—, funcionan
como impulso determinante para el nacimiento del subcampo de la sociología de las
emociones. Este fenómeno, por su parte, puede ser entendido como el fruto de un modo
«natural» de proceder de la sociología, que desde sus comienzos como ciencia se ha
visto obligada a ajustar metodologías y teorías a una realidad social en constante
proceso de transformación. De tal forma que, si por un lado la sociología, dotada de
flexibilidad conceptual y metodológica, pretende describir y entender la realidad social
versátil, por otro, las más recientes transformaciones sociales le incitan a ajustar y crear
conceptos y herramientas metodológicas para poder adentrarse en el campo de estudio
de la dimensión emocional de la experiencia humana. Este acercamiento de la
sociología a las emociones no solo permite reconsiderar el alcance de teorías clásicas en
las que las emociones se estudian de forma marginal, sino también proponer nuevas
teorías y análisis que, incluyendo y considerando la dimensión emocional, aspiren a una
comprensión más cabal de la realidad social y de la acción humana.
La «nueva» sociología de las emociones tiene como objeto de estudio las
emociones y la dimensión emocional de lo social. De este modo, estudia la acción
social, las estructuras sociales y las relaciones intersubjetivas a través de su carácter
4
emocional y, a la vez, profundiza en el conocimiento —sociológico— de las propias
emociones. Precisamente porque las emociones y las experiencias emocionales están
presentes en todos los ámbitos sociales, el nacimiento de este subcampo supone un paso
fundamental en la dirección de un conocimiento más profundo y completo de los
fenómenos sociales. Como explica Hochschild (2014: 19), pionera del subcampo y
quien lo acuña,2 «[l]a emoción es el corazón de lo que es la sociología. Si hacemos
sociología política, necesitamos preguntarnos acerca de los sentimientos detrás de una
creencia política y de dónde provienen. Si hacemos sociología económica, necesitamos
preguntarnos qué sentimientos animan nuestras creencias sobre la economía, nuestras
preferencias como consumidores, las alegrías y tristezas durante el comercio de
acciones en la bolsa de valores. Todo campo de la sociología tiene emoción en su
núcleo». Por tanto, la sociología de las emociones no puede ser considerada como un
subcampo aislado de la sociología, sino que, desde una perspectiva específica, se
presenta como un área fundamental y nuclear para el desarrollo de la misma.
Ahora bien, si bien es cierto que las teorías de los clásicos de la sociología
consideran la dimensión emocional y contribuyen con aspectos notables para el estudio
sociológico de las emociones —como es el caso de las teorías de Marx, Simmel, Weber,
Durkheim, Cooley, Norbert Elias, etcétera—, también ocurre que, en ningún caso, han
desarrollado per se una teoría social de las emociones (Denzin, 1985: 223). Es solo a
mediados de la década de los 70 cuando surgen los primeros trabajos sociológicos en
los que, tanto desde una perspectiva teórica como metodológica, las emociones asumen
un papel nuclear. Las propuestas de Hochschild, Collins, Heise, Kemper y Scheff son
un buen ejemplo de ello y están en el origen del giro emocional que en esos años se
pone en marcha en la teoría social.
Como apunta y describe Kemper (1990: 3-4), la década de los setenta es muy
fecunda para sociología de las emociones. Entre los primeros trabajos que atribuyen a
las emociones un papel central está el libro de Randall Collins, Conflict Sociology.
Toward an Explanatory Science, aparecido en 1975. En la exposición que hace de su
teoría del conflicto el sociólogo articula una serie de argumentos en los que las
emociones ocupan un terreno propio. En ese mismo año, Hochschild publica un
2
En su artículo, «The Sociology of Feeling and Emotion: Selected Possibilities», publicado en la
compilación de ensayos de diversos autores Another Voice: Feminist Perspectives on Social Life and
Social, ed. de Marcia Millman y Rosabeth Moss Kanter (Nueva York: Anchor Books, 1975), 280-307,
Hochschild habla por primera vez de la «sociología de las emociones».
5
importante artículo, «The Sociology of Feeling and Emotion: Selected Possibilities», en
el que alerta por primera vez sobre la necesidad de forjar una teoría social de las
emociones. Además, en este artículo bosqueja los pilares de una perspectiva teórica que
abre paso a otras investigaciones sociológicas de las emociones. También en el año
1975, Thomas J. Scheff organiza en San Francisco la primera reunión de la ASA
(American Sociological Association) dedicada a las emociones. Con todo, es solo a
finales de los años 70, en 1978 y 1979 respectivamente, cuando se publican los dos
primeros libros dedicados al estudio sociológico de las emociones: A Social
Interactional Theory of Emotions y Catharsis in Healing, Ritual and Drama. También
durante estos dos años Kemper (1978), Shott (1979) y Hochschild (1979) publican
artículos de referencia sobre las emociones: «Toward a Sociology of Emotions: Some
Problems and Some Solutions», «Emotion and Social Life: A Symbolic Interactionist
Analysis» y «Emotion Work, Feeling Rules, and Social Structure».
A partir de entonces los estudios sociológicos sobre las emociones se
multiplican, y el subcampo empieza a consolidarse y a expandirse. Y con la
solidificación del proyecto de una teoría social sobre las emociones surgen también las
primeras ramificaciones teóricas. Estas no suponen necesariamente incompatibilidad o
contradicción de posiciones y perspectivas, sino que son un buen testigo de la
complejidad que supone tal empeño (Bericat, 2015). Y si se pudiera definir un punto
nuclear a partir del que se articulan las diferentes teorías sociológicas sobre las
emociones, reduciendo aparentemente su complejidad, cabría sostener con Thoits
(1990: 180) que para todas ellas la emoción es significativamente «social en sus
orígenes (así como también es social en sus consecuencias)». Y esto sería cierto incluso
en aquellos numerosos casos en los que se complementan perspectivas sociales con
otras que abarcan la dimensión más natural y biológica de las emociones.3 En cualquier
caso, lo que aquí conviene destacar es que la proliferación de estudios sociológicos
sobre las emociones apunta por un lado, a la importante dimensión social de las
emociones y, por otro, a la igualmente importante dimensión emocional de la realidad
social. En el punto de encuentro de ambas dimensiones se aprecia con mayor claridad el
3
Esto apunta al «nudo reconciliador» —biológico-social— en el que coinciden cada vez más autores.
Como explica la filósofa Ana Marta González (2013: 12), «entender las emociones por referencia a la
acción que las suscita y a la que ellas mismas tienden a suscitar es un buen modo de situar los aspectos
naturales de la emoción en el contexto cognitivo-práctico en el que mejor pueden comprenderse. Pero, en
todo caso, dicha comprensión reclama poner en primer término los fines de nuestras acciones y el
contexto significativo que se abre en función de ellos».
6
papel esencial de las emociones en los procesos sociales y para la teoría social, y
viceversa. Las emociones no solo se originan en espacios y situaciones de interacción
social —lo que apunta al carácter esencialmente social de las emociones—, sino que
son elementos determinantes en la configuración de la realidad social —lo que, a su
vez, apunta al carácter esencialmente emocional de la realidad social—.
LAS PROPUESTAS CONCEPTUALES DE HOCHSCHILD: EL «YO SINTIENTE»
Este carácter esencialmente social de las emociones4 y esencialmente emocional
de la realidad social se hace particularmente evidente en la teoría de Hochschild. Como
se ha apuntado ya, la socióloga es una de las primeras en situar la dimensión emocional
en el centro de la investigación sociológica y, al hacerlo, aspira a avanzar hacia una
sociología integradora, que deja visibles todos los elementos de la realidad social sin
esconderse por detrás de sus propias categorías y métodos. En este sentido, el estudio de
las emociones plantea un nuevo desafío y las emociones surgen como la dimensión de
la realidad social destacada para llevarlo a cabo. De hecho, en su intento de comprender
el mundo social, y a sí misma como participante activa en él, Hochschild, sirviéndose
también de las agudezas de otros sociólogos, encuentra en las emociones y en los
sentimientos los prismáticos idóneos para estudiar pormenorizadamente y en
profundidad la acción social —lo que la ordena y lo que está por detrás de sus procesos
de (re)configuración—. Sus primeros avances en la sociología de las emociones la
encauzan en una línea de investigación específica, que Bericat identificó con gran
agudeza como una «sociología “con” emociones» (Bericat, 2005: 149). Y, a la vez que
se adentra en la dimensión emocional y en la realidad social para mejor comprenderlas,
con sus trabajos Hochschild (1983; 2008; 2013) hace visibles muchos de los elementos
que permiten comprender, en su mayor complejidad, sentimientos y emociones tales
como la alienación, la ansiedad, la ira, el agotamiento, el miedo, la vergüenza o la
alegría. Al estudiar las dinámicas emocionales en los ámbitos de servicios, comercial y
familiar, la socióloga desvela las dinámicas y los significados que se retroalimentan en
la configuración de estos sentimientos y emociones. Es decir, aunque no ofrezca una
4
Véase d´Oliveira-Martins (2012: 235-247).
7
definición para cada uno de ellos, muestra aspectos de son determinantes en su
configuración.
Aunque aquí no procede detenerse en la interesante problemática en torno a la
definición de emoción, y a la distinción entre emociones y sentimientos, conviene
resaltar que Hochschild ensaya algunas formulaciones que son un importante punto de
referencia para comprender el alcance de su teoría. Sin embargo, con ellas no pretende
ofrecer una definición cerrada y conclusiva, a modo de fórmula universal, ni entra en las
reconocidamente pertinentes y provechosas discusiones sobre el estatuto epistemológico
de las emociones. Entre las propuestas que se despliegan por sus trabajos, cabe destacar
tres que aúnan los principales elementos de lo que, para la socióloga, son las emociones
y los sentimientos. En una primera formulación, Hochschild (2008: 111) precisa:
«[c]abe aclarar que por “emoción” me refiero a la conciencia de la cooperación corporal
con una idea, un pensamiento o una actitud, y a la etiqueta adosada a esa conciencia.
Por “sentimiento” entiendo una emoción más suave». Aquí Hochschild muestra ya su
tendencia a combinar elementos que habitualmente se estudiaban por separado: por un
lado, la cooperación corporal y, por otro, los pensamientos, ideas, etiquetas y actitudes.
En The Managed Heart (2003: 229) ofrece otra formulación muy significativa: «[l]a
emoción, yo sugiero, es un sentido biológicamente dado, y uno de los más importantes.
Como otros sentidos —el oído, el tacto o el olfato— es un medio a través del cual
sabemos de nuestra relación con el mundo, y es por eso crucial para la supervivencia de
los seres humanos en la vida en grupo. Sin embargo, la emoción es única entre los
sentidos porque está relacionada no solo con una orientación hacia la acción como
también con una orientación hacia la cognición». Como se comprueba en esta
formulación, Hochschild pone un énfasis en el aspecto cognitivo —aludiendo a las
emociones como fuentes de apoyo de los procesos cognitivos— y se resiste a la
dicotomía entre lo biológico y lo social. Y, en el mismo libro (2003: 17), aparece aún
otra formulación: «[d]efiniría el sentimiento como la emoción, como un sentido, como
el oído o la visión. De modo general, lo experimentamos cuando las sensaciones
corporales se unen con lo que vemos o imaginamos. Como el sentido del oído, la
8
emoción comunica información. Tiene, como Freud dijo de la ansiedad, una “función de
señalar”. Del sentimiento descubrimos nuestra propia perspectiva del mundo».5
En estas formulaciones se destacan cuatro rasgos fundamentales y configuradores:
las emociones poseen un sustrato biológico; el sustrato biológico se hace patente en la
cooperación del cuerpo con ideas, pensamientos y conductas; las emociones están
dirigidas a la acción y a la cognición; y, finalmente, las emociones comunican
información acerca de la posición que uno ocupa en el mundo. Estos elementos
definitorios de las emociones y los sentimientos permiten anticipar la postura intermedia
de Hochschild,6 quien incorpora las nociones «naturales» de las emociones en una
comprensión más amplia de cómo estas son vividas por los sujetos y de cómo los
factores sociales las configuran y son por ellas configurados. Con ello la socióloga no
solo desafía la idea de que la dimensión biológica de las emociones es primordial y
definitoria, 7 sino que acentúa con fuerza el carácter esencialmente social de las
emociones.8 Las emociones, desde esta perspectiva, no tienen una realidad ontológica
esencial, inmutable, sino que son un proceso y están abiertas/sujetas a transformaciones.
Y en la medida en que en su origen están combinaciones de elementos híbridos,
biológicos y sociales, internos y externos, los factores sociales ejercen un papel
determinante en el proceso de formación de las emociones, configurando no solo lo que
siente y ve, sino también lo que se espera ver y sentir.
La dimensión consciente de las experiencias emocionales, que sale a la luz en las
formulaciones que Hochschild ofrece de emoción y sentimiento, es uno de los puntos
5
En este punto, Hochschild (2003:231) añade un matiz importante con respecto a esta función: «[el
señalamiento es complejo —no es la simple transmisión de información sobre el mundo exterior. No es
un decir. Es un comparar».
6
Esta postura intermedia, por otra parte, ya era evidente en las nociones biológicas helenas, de cariz
marcadamente aristotélico, así como en la psicología medieval. Son un ejemplo de ello las indagaciones
de Aristóteles (1978: 15-25) y Santo Tomás (1959: 285) acerca del alma, de los afectos y del
conocimiento. También en David Hume (2002: 561) se perciben rasgos de una postura intermedia.
7
La teoría de Hochschild, en su postura intermedia, hace eco de lo que decía Norbert Elias (1987: 346-9)
en su artículo «On Human Beings and Their Emotions: A Process-Sociological Essay» cuando alertaba
sobre las capacidades biológicas imprescindibles y esenciales para aprender y estar abierto al mundo,
haciendo hincapié en la relación intrínseca entre el mundo de la naturaleza y el humano, entre la biología
y el despliegue de la vida humana.
8
Como explica Hochschild (2003: 230): «No es simplemente verdad que el aspecto maleable de las
emociones el “social” (el foco de atención de los teóricos interaccionistas) y que el aspecto rígido de las
emociones es su vínculo biológico a la acción (el foco de atención de los teóricos organicistas). Más bien,
el aspecto rígido de las emociones (que es precisamente aquello que intentamos manejar) también es
social».
9
clave para su teoría de las emociones y da pie a una de sus grandes aportaciones a la
teoría social: la imagen del yo sintiente o sensible (sentient self). Esta imagen, que
Hochschild perfila complementando las imágenes más conocidas del yo consciente,
cognitivo o racional (ejemplificada en la teoría de Goffman, 1994: 29-87) y del yo
inconsciente (ejemplificada en el ámbito del psicoanálisis), hace referencia a un «yo que
tiene capacidad de sentir y conciencia de tal capacidad. Lejos de calcular con frialdad o
expresar ciegamente emociones incontroladas, el yo sensible es consciente de sus
sentimientos, así como de las numerosas directrices culturales que los configuran»
(2011: 114). La imagen del yo sensible/sintiente es crucial en la teoría de Hochschild y
fundamental para el desarrollo de la sociología y, muy concretamente, de la sociología
de las emociones. A partir de ella se dilata la imaginación sociológica y se abren
posibilidades para el estudio emocional de la realidad social; de la acción y de la
interacción, así como de la normatividad que condiciona las situaciones y las estructuras
sociales. Por un lado, al concebir un actor que es capaz de sentir, que tiene consciencia
de tal capacidad y quiere sentir, Hochschild destaca el papel activo y creativo de los
individuos. Por otro, alude al aspecto social (re)configurador inherente a los procesos y
a las experiencias emocionales.
El yo sintiente de Hochschild, motivado por el hecho de que quiere sentir, de que
sabe que es capaz de hacerlo y de que es consciente de las pautas culturales y sociales
que configuran tanto su querer sentir (las expectativas que pone en determinadas
circunstancias) como su sentir (lo que realmente siente), hace una gestión de sus
emociones. Es decir, las ajusta, las cambia o (re)configura, según las circunstancias, las
expectativas personales o de terceros, lo que entiende que debe sentir, etcétera. Al hacer
esto, a través de la evocación, transformación o la supresión (Hochschild, 2008: 240-1),
realiza lo que Hochschild llama «elaboración emocional» (emotion work). Si bien es
cierto que es el sujeto el que hace la gestión de sus emociones, esto no implica que el
proceso sea estrictamente privado sino todo lo contrario; no hay experiencia emocional
sin el/lo otro (imaginado, percibido, interpelado, etcétera). Su papel activo se hace
evidente precisamente en la medida en que está en relación con otros y con el mundo y,
por tanto, en la medida en que depende de y crece con ellos en un espacio social común.
Las reglas de los sentimientos, que guían la gestión emocional, son un buen ejemplo de
esta interdependencia e interconectividad social y personal. Estas, como explica
Hochschild (2003: 18), «son normas usadas en la conversación emocional para
10
determinar aquello que se debe y es debido en el discurrir de un sentimiento. A través
de ellas, podemos saber lo que es “adecuado” en la relación, en cada rol». Una vez más,
se hace patente la relación estrecha entre lo emocional y lo social. El sujeto, al gestionar
sus emociones, profundiza en la dimensión emocional del juego relacional que se pone
en marcha en cada experiencia y en cada contexto. Al considerar la imagen del yo
sintiente se abren espacios de análisis sociológico que inciden sobre el intercambio
bidireccional y constante de elementos sociales y emocionales que se configuran
mutuamente.
La teoría de las emociones de Hochschild, en la medida en que pone acento en las
ideas de que las emociones acompañan las acciones racionales y de que son fuente de
información sobre el yo y su posición en el mundo, abre un camino que permite rastrear
las complejidades que configuran el ámbito de la experiencia social. Además, desde esta
perspectiva teórica, no solo es posible estudiar las acciones más extremas y explosivas
—que suelen ser identificadas con la pura emotividad—, sino también aquellas acciones
racionales más cotidianas, en las que la dimensión emocional aparece de forma
constante y persistente —aunque es más invisible— y en las que, de cierta forma, se
materializan las complejidades subyacentes a toda situación social. Y esto es lo que aquí
se quiere destacar. Es decir, además del tipo de complejidades que se manifiestan en las
experiencias emocionales «intensas», hay otro tipo de complejidades que no tienen
tanto que ver con escenarios puntuales sino más bien con las situaciones dramáticas del
día a día en las que el sujeto se encuentra abierto a la radical novedad que suponen los
encuentros sociales, con sus reglas y su carácter móvil o cambiante. El yo sintiente, que
es consciente de sus emociones y activo con respecto a las mismas, participa en la
novedad del encuentro social en la medida en que, con su simple presencia, está sujeto a
las fuerzas configuradoras de la situación —otros sujetos, el espacio, las normas,
etcétera— y es agente configurador la misma. O sea, la dimensión emocional no solo
conecta a los individuos con lo ya sentido, con lo que se espera sentir, etcétera, sino
que, también con ese nexo experiencial, se abre a lo que la nueva situación propicia,
ejerciendo su papel configurador. En este sentido, la «simple presencia» a la que se
aludía antes no es tan simple como en un primer término se puede imaginar, sino que
requiere considerar a un individuo que se «lanza» a la situación y que «está ahí
proyectado» con sus quereres, creencias, experiencias acumuladas, expectativas y
planes futuros. Estos aspectos, aunque no sean reflexivamente pensados —
11
habitualmente no lo son— ni estén presentes en la conciencia, intervienen en el
despliegue de los acontecimientos y su (re)alimentación es afectada por ellos.
El «estar en la situación» al que alude la imagen del yo sintiente hace referencia a
ese núcleo de la socialidad, donde se hace patente la dimensión esencialmente social de
las emociones y la dimensión esencialmente emocional de lo social. Es decir, hablar de
emociones y sentimientos implica, necesariamente, reconocer un afuera que es
personalmente compartido. Si bien las emociones y los sentimientos se suelen entender
desde una perspectiva «individual», en la medida en que son expresadas y sentidas por
el individuo —que tiene un sustrato biológico que lo permite— y tienen una dimensión
de incomunicabilidad o intraducibilidad —que alude a la experiencia única y original de
cada yo—, es preciso reconocer que estas nacen y se forman en el ámbito de lo
estrictamente social, en el ámbito de las alteridades que son compartidas. En este el
núcleo de la socialidad9 el yo experimenta una «emoción existencial». Es decir, algo así
como un «estado de ánimo poético del yo finito hacia la objetividad del mundo en su
conjunto» (Gomá, 2015: 24). Esta noción de una «emoción existencial» apunta
precisamente a ese aspecto nuclear de las experiencias sociales en el que el yo crece —
también emocionalmente— hacia dentro. Este «hacia dentro» no hay que entenderlo en
el sentido de un dentro limitado individual, sino como un «hacia dentro» de crecimiento
infinito, social y personal. En este espacio móvil que caracteriza los ámbitos de
interacción, todos nos lanzamos a ser-con-otros. La imagen del yo sensible encuentra en
el núcleo de la socialidad el espacio de su máxima expresión, ya que apunta
precisamente a esa apertura al mundo de la que todos somos capaces y que, de
realizarse personalmente y con el corazón accesible al otro y lo otro, es una inevitable
fuente de vida —propia y común—.
LA NOCIÓN DE INTIMIDAD DE LO SOCIAL
Para profundizar un poco en este núcleo de la socialidad y ver cómo ahí el yo
sintiente alcanza su máxima expresión, detengámonos ahora un momento en la idea de
intimidad de lo social. Con esta noción, Sánchez de la Yncera (2005: 90) quiere
«señalar el nudo, o el núcleo, de la actividad más propiamente social que se da en los
9
En este punto se siguen algunos puntos de la reflexión que desarrolla de Javier Gomá en su Aquiles en el
Gineceo. Esto permite establecer un puente entre las aportaciones conceptuales de Hochschild y la noción
de intimidad de lo social de Sánchez de la Yncera.
12
ámbitos de convivencia».10 Se trata, por tanto, de depositar especial atención en la
estrecha relación entre lo social y lo íntimo. Esto puede causar cierta perplejidad si
pensamos —sencillamente— en lo íntimo como algo propio, no revelable o traspasable,
y, en cambio, en lo social como algo compartido, visible e intercambiable. Pero
acudamos a algunas definiciones. Veamos, por ejemplo, el comienzo de la voz
«intimidad» (Helena Béjar, 2013) del Diccionario de sociología: «“[z]ona espiritual
reservada de una persona o un grupo, especialmente una familia” (D. de la Real
Academia), “parte reservada a lo más particular de los pensamientos, afectos o asuntos
interiores” (J. Casares). G. Simmel la entiende como “esfera interior (…) en la cual no
puede penetrarse sin destrozar el valor de la personalidad que reside en todo individuo”.
A su vez, lo íntimo es una noción superlativa y cargada de connotaciones positivas por
aludir a lo más profundo o personal de la naturaleza humana». Las palabras
«reservada», «particular», «interior» sugieren, en cierto sentido, algo que tiene su valor
precisamente porque que está guardado y no se revela. Sin embargo, la última frase de
la voz que aquí se trae alude «a lo más profundo y personal de la naturaleza humana»,
lo que no significa necesariamente referirse a lo «reservado», a lo «particular» o a lo
«interior» en contraposición con lo exterior. Pardo (1996: 12), en La intimidad y en
tono crítico hacia el uso que la sociología hace del término, ofrece una recopilación de
las definiciones más comunes de intimidad: «se trata de “lo más recóndito e intrínseco
de la persona” o “lo más interno e inexpresable del hombre”, “lo más inefable”, “lo más
interno del individuo”, “un ámbito casi inefable de la naturaleza humana”, con “un
carácter en cierto modo sagrado”, “por su propia inexpresabilidad”». También aquí
parece que prima la idea de la intimidad como algo asocial, estrictamente psicológico.
Estas deficientes y acepciones de lo que es la intimidad, al referirse a «lo
reservado», a «lo sagrado», a lo «particular», a lo «más profundo» ponen énfasis en
aquello que de singular tiene eso que es íntimo. Y, si bien no se puede reducir a ello
estas acepciones, ya que dejan espacio a interpretaciones, es necesario alertar con Pardo
que no es lo mismo hablar de intimidad que de privacidad (1996: 9-30). No obstante, el
10
La intimidad de lo social hace referencia a una dimensión de la realidad a la que también alude Gomá
en su libro Aquiles en el Gineceo (2015: 159): «La experiencia de la vida es una forma de experiencia y
en cierta medida reposa en las plurales vivencias que cada sujeto conoce, pues sin ellas sería un saber
vacío y abstracto (…) De modo que es un saber que se despierta en el contacto la experiencia pero, una
vez alcanzado, es a priori de ella y su fundamento. En este proceso cognoscitivo, lo decisivo, en
consecuencia, no está tanto en acumular experiencias como en tenerlas de tal naturaleza que le permitan
al yo aprehender la vida en su conexión; o mejor, está en hallar en cada experiencia su modo de
participación en la totalidad de la vida».
13
autor se sirve de esta advertencia para sugerir que, según las definiciones que se
manejan en las investigaciones sociológicas, la intimidad carece «por completo de
realidad social» (1996: 12), y es precisamente este el polo opuesto de la noción en la
que aquí se quiere profundizar. La intimidad de lo social no solo alude a la intrínseca
relación entre la intimidad y lo social en el sentido de que lo intimo gana su forma en
los espacios colectivos, sino que la misma idea de intimidad pertenece a esos espacios, a
esas realidades, y no está simplemente «en el interior del sujeto». Esta idea, sin
embargo, necesita ser aclarada. Decir que lo íntimo se refiere sencillamente a aquello
que está en el interior del sujeto es reductor, lo que, por otro lado, no implica decir que
el sujeto no tiene «un interior» en el que la intimidad «habita». Sin embargo, lo íntimo,
concebido en toda su riqueza, es esencialmente social en el sentido de que ese «interior»
tiene una configuración social y es socialmente compartido —pero nunca arrebatado o
robado—. Además, el hecho de que haya un aspecto «singular» y único de la intimidad
tampoco quiere decir que esta no sea social o socialmente vivida, sino todo lo contrario.
Precisamente porque lo es nacen personalidades, vivencias únicas y plurales.
En este sentido, como explica Sánchez de la Yncera (2005: 102), «[l]a apuesta por
esa “intimidad de lo social” va más allá de entenderla como una dimensión intrínseca de
los ámbitos de la convivencia, que es preciso tematizar con las otras para evitar las
reducciones de la realidad social. Y es que la convivencia se muestra como socialidad
íntima en su propio carácter intrínseco de actividad reflexivamente curvada por su
repercusión sobre sí misma, y por su propio sentimiento y continua (o discontinua)
representación de sí misma, es decir, por el hecho mismo de poder saber (y poder
intentar controlar) su continua re-“percusión” sobre sí; y en el consiguiente efecto de
autotensado y de autodistanciamiento reflexivo. Y su “intimidad” —lo que llamamos la
“intimidad de lo social”— comparece, entonces, como la intimidad humana por
excelencia. Así es como se entendería mejor, y de entrada, la socialidad humana, como
un juego de convivencia cuya clave, cuyo reto, está en la efectiva acogida de la
realización conjunta de la diversidad de lo humano». Es decir, la idea de la intimidad de
lo social, además de apuntar a un ámbito esencial de los contextos de interacción —en
el que se refleja la orientación de las personas —y de los grupos— «“dentro de” y “en”
unidades más amplias» (Sánchez de la Yncera, 2005: 131) de convivencia—, lo concibe
como el ámbito en el que se puede hablar de la intimidad humana en su sentido más
radical. Una especie de crecimiento en espiral hacia dentro, hacia los otros y, en última
14
instancia, hacia sí mismo, hacia lo íntimo social. A esta radical intimidad humana hace
referencia Sánchez de la Yncera cuando habla de la «actividad más propiamente
social», que está en constante movimiento y transformación, y que alcanza su máxima
fuerza cuando el sujeto logra lanzarse al gran desafío de ser con otro y hacia otros.
Este es uno de los aspectos más notables de los espacios de interacción: la
determinación de individualidades —con perspectivas parciales y ricas sobre los nudos
de convivencia— que se logra propiamente en lo compartido y vivido con otros. De
hecho, la individualidad alude precisamente al aspecto único e irrepetible de la
organización de los elementos que nos son dados por otros y por el mundo, y en los que
se identifica lo propiamente común. Los hacemos «nuestros» porque no son, de suyo,
creación individual. Es decir, al dar un sentido propio a los diferentes aspectos de la
realidad social, a través de la experiencia de —y en— los espacios comunes, nos
hacemos caminantes que tratan de llegar a ser lo que son y que se descubren «siendo
con». En efecto, la intimidad de lo social hace referencia a todo lo que está dentro de lo
social que nos permite ser lo que somos; es lo nuclear de la experiencia colectiva y de la
intimidad personal. Aunque dicha intimidad de lo social es inabarcable —resulta casi
impensable—, sabemos y sentimos que está siendo. Estas ideas resuenan en las palabras
de Mead (2008: 375) cuando decía, al matizar su concepto del «otro generalizado» y
discutir el modo cómo los individuos asumen las actitudes de los otros involucrados en
su comportamiento social, que «[l]o importante es si esas variadas formas de las
actividades pertenecen con tal naturalidad a cada miembro de una sociedad humana
como para que cuando toma el rol de otro se encuentra con que las actividades de ese
otro pertenecen a su propia naturaleza».11
El «descubrimiento» de las actividades de otros como pertenecientes a la
naturaleza de uno mismo es el punto de inflexión que permite situar a lo individual, en
lo que tiene de original y novedoso, en lo íntimo de la realidad social y, en otro sentido,
lo íntimo de la realidad social como el espacio en el que se despliega y desarrolla lo
individual. Siguiendo a Mead, Sánchez de la Yncera (2005: 134) describe el
«reconocimiento del estatuto social de lo individual en dos pasos. Mead consideraba,
que el primero lo encontramos en el sitio que en su exploración de la experiencia
humana Hegel concedió al individuo, pues esto supuso un hito en el desarrollo de la
doctrina —significativamente Mead la calificaba de “psicológica”— que venía a
11
Cursivas añadidas.
15
reconocer la “presencia” del mundo objetivo en la experiencia individual». El segundo
paso, «Mead lo trata como un “final”, y consiste en haber llegado a concebir las propias
experiencias individuales (incluso las más innovadoras y contrafácticas) como parte de
la realidad objetiva de la naturaleza, y específicamente a tomarlas como experiencias de
individuos que son parte de una sociedad altamente organizada y que entran en
conflicto, siempre en algún aspecto acotado, con las interpretaciones establecidas de
ellas». En este segundo paso cabe resaltar el reconocimiento de la «propia naturaleza»
como social, compartida en su individualidad. Es decir, en la intimidad de lo social —
con su carácter móvil, cambiante y dilatable— se «materializa» la más alta intimidad
personal —también con su carácter móvil, cambiante y dilatable—; el reconocimiento
del modo en que uno se sabe sí-mismo implica identificar en los otros aquello que uno
es —o no es—. Cobra importancia, no solo el posible rasgo diferenciador o
identificador sino, sobre todo, aquél elemento —íntimo— que permite la analogía, la
comparación, la identificación: ese ser lo mismo con y en las infinitas diferencias.
La idea de la intimidad de lo social está articulada por la continua, móvil y
recíproca correspondencia entre —y configuración de— lo social y lo individual. Una
articulación que se concreta en la postura activa del sujeto que se encuentra
necesariamente con la fuerza propulsora de la intersubjetividad y viceversa. Dicha
articulación se hace visible en la autoconfiguración de los espacios colectivos a través
de la propia acción colectiva —intersubjetiva y personal—. Aquello hacia lo cual uno se
orienta solo está ahí en cuanto punto de referencia y, al entrar en el ámbito de la
intersubjetividad, gana nuevos límites —provisorios—. Es decir, al entrar en los
escenarios de convivencia llevamos en la mochila experiencias acumuladas,
expectativas, etcétera, que serán reordenadas —cuando no literalmente sustituidas—
según los elementos del escenarios con los que nos identificamos o de los que nos
distanciamos. El aspecto emocional —puro, es decir, aquel que en el momento preciso
determina la apertura personal— de esta «entrada en escena» es determinante a la hora
de considerar la dimensión nuclear de la socialidad, esa intimidad social.
ENTRE
EL SENTIR Y EL SER: LAS EMOCIONES EN EL NÚCLEO DE LA
SOCIALIDAD
Ni la imagen del yo sintiente que describe Hochschild ni la idea de la intimidad de
lo social que ofrece Sánchez de la Yncera inciden sobre aspectos «novedosos» de —o
16
«no presentes en»— la realidad social, sin embargo, ambos autores dan nombre a
aspectos y dimensiones que necesitan reconsideración sociológica. Si, por un lado, la
imagen del yo sintiente abre un espacio para la indagación sociológica de las emociones
y de los sentimientos y su vinculación con lo social y lo personal, por otro, la intimidad
de lo social dilata el espacio conceptual que permite reflexionar sobre las inherentes
complejidades de los espacios de interacción social. Ambas nociones ganan
protagonismo en el contexto de la cuestión básica de la «entrada personal en situación».
En efecto, al considerarla en los escenarios de convivencia podrían identificarse las
diferentes dimensiones de la realidad social que se viven en cada situación, así como los
diferentes
vínculos
personales
con
ellas,
concretamente,
los
movimientos
configuradores de la emotividad. El acercamiento a dichas dimensiones permitiría
averiguar y describir cómo las emociones influyen en la configuración de la puesta en
escena personal; es decir, cómo ejercen su papel de fuentes de información del yo y de
ecos vivenciales de las acciones. De hecho, es preciso advertir que adentrarse en una
situación «compartida» requiere una apertura a la «potencial alteridad», a lo otro que en
la situación se presenta de forma estrictamente novedosa e inesperada. 12 Desde la
sociología, es preciso considerar esta apertura desde el punto de vista general de todos
los actores que entran en situación, es decir, conviene advertir el flujo retroalimentador
entre la apertura individual y el contexto de interacción, y entre todos los individuos o
los diferentes grupos en conjunto. Los diferentes aspectos de la realidad social en cada
situación, las miradas, los tonos de voz,13 las expectativas, la memoria de eventos
pasados y de proyecciones futuras, etcétera, son piezas fundamentales no solo desde la
12
En este punto, los estudios sobre las dinámicas de grupo ofrecen muchas pistas para mejor entender la
«puesta en escena» y sus fuerzas configuradoras. Véanse Bion, W. E. (1994). Experiencias en grupos.
México D. F.: Paidós y Pichon-Riviére, Enrique (1999). El proceso grupal. Buenos aires: Nueva Visión.
13
Ya Mead (1968: 89) alertaba sobre la importancia del gesto en las interacciones sociales: «[e]l gesto en
general, y el gesto vocal en especial, indica uno u otro objeto dentro del campo de la conducta, un objeto
de interés común a todos los individuos involucrados en el acto social así dirigido hacia o sobre ese
objeto. La función del gesto es posibilitar la adaptación entre los individuos involucrados en cualquier
acto social dado, con referencia al objeto o [sic] objetos con que dicho acto está relacionado; y el gesto
significante o símbolo significante proporciona facilidades mucho mayores, para tal adaptación y
readaptación, que el gesto no significante, porque provoca en el individuo que lo hace la misma actitud
hacia él (o hacia su significación) que la que provoca en otros individuos que participan con el primero en
el acto social dado, y así le torna consciente de la actitud de ellos hacia el gesto (como componente de la
conducta de él) y le permite adaptar su conducta subsiguiente a la de ellos a la luz de la mencionada
actitud». Sin embargo, Mead alude a un ámbito de análisis en el que no se hacen patentes las múltiples y
variadas interpretaciones que pueden hacerse del gesto significante.
17
perspectiva particular del sujeto que se lanza «con todo» y, por tanto, para entenderla en
su complejidad, sino también desde la perspectiva de los participantes en interacción.14
Las emociones están en el núcleo de la socialidad precisamente porque funcionan
como impulso vital que alerta para y posibilita el «caer en la cuenta» —del otro, de lo
otro, y de sí— en cuanto vida «lanzada» a la situación. Son, al fin y al cabo, uno de los
elementos fundamentales de ese núcleo de la actividad propiamente social, al que se
refiere Sánchez de la Yncera (2005: 90), y su flujo constante acompaña la transitoriedad
de esos momentos en los que —conscientemente o inconscientemente— uno se presenta
«entero» en su ser y en su sentir. Y no hace falta que haya un «encuentro verdadero»
para que así ocurra, sino que en los mismos «desencuentros» o en la misma crudeza que
a veces supone la vida con otros uno está ahí abierto al otro y sujeto a las
transformaciones que pueden devenir de la interacción. En efecto, referirse a un
momento nuclear de la actividad social implica considerar una confluencia de aspectos
en la que se atisba el carácter estrictamente provisorio y propulsor de vida que
caracteriza el encuentro social y la vida humana. Y, aunque esto no significa ausencia
de normatividad, sí implica estar con los ojos puestos en lo que hay de novedoso, único,
maleable, móvil, estrictamente abierto en cada situación generada por la actividad
social. En este sentido, la imagen del yo sintiente es una aportación importante para la
teoría social, aunque solo sea porque alude precisamente a esos momentos de la acción
social que tienen difícil descripción, en los que se producen pequeñas —y muy
significativas— transformaciones del mundo social y personal. Alude a la experiencia
abierta de ser con otros y llegar a ser lo que se es; y a esos espacios, vividos con otros
pero no necesariamente percibidos o pensados reflexivamente, en los que coliden el
orden social con su normatividad vigente y la posible fuerza desestabilizadora que
alimenta la pura creatividad de la acción.
Al hacer hincapié en la dimensión consciente de la experiencia emocional —a
través de la imagen del yo sintiente— y en el aspecto regulador que configura dicha
experiencia —a través de las reglas de los sentimientos—, Hochschild apunta a ese
espacio conceptual en el que lo personal y lo social se autoconfiguran y se
retroalimentan. Apunta a ese «espacio» que es nombrado por Sánchez de la Yncera
14
Estas ideas están desarrolladas en un trabajo que está en curso, que se titula «El peso (in)soportable del
“tener que ser”. Una mirada hacia las encrucijadas de la socialización desde los avances de la teoría de
roles», realizado en colaboración con Edurne Jabat, Rubén Lasheras, Ignacio Sánchez de la Yncera y
Marta Rodríguez Fouz.
18
como la intimidad de lo social. Las emociones, en su movimiento de configuración, se
nutren y son resultado del movimiento de influencia recíproca de los ámbitos social y
personal. Los sentimientos y las emociones, así como las reglas de los sentimientos, se
amoldan a cada acontecimiento y a cada situación. Son flexibles en la medida en que
resultan de la combinación compleja de varios elementos de distintas dimensiones de la
realidad. Así entendidas, las emociones son una dimensión esencialmente social; es
decir, se consideran las emociones como aspectos de la experiencia en cuyas formación
y configuración lo social interviene. Asimismo, si hablamos de un núcleo de la acción
social como el «espacio» en el que lo personal y lo social confluyen significativamente,
es imprescindible considerar ese «espacio» como aquel en el que de forma más evidente
se percibe la dimensión esencialmente emocional de la realidad social. Dicho de forma
más sencilla, las emociones tienen un aspecto social determinante ,y lo social, un
aspecto emocional igualmente determinante. Considerar la intimidad de lo social y el yo
sintiente permite echar una mirada —sociológica— a la confluencia de aspectos y
elementos transversales a las distintas dimensiones de la realidad que determinan la
complejidad de los ámbitos de interacción y de los encuentros sociales. Estas nociones
permiten, así, abordar el carácter estrictamente provisorio y novedoso de cada situación
en la medida en que hacen referencia a la vida en conjunto que está en constante
transformación, algo a lo que la teoría social debería atender.
Como diría T. S. Eliot (2004: 121), «el sentimiento o la emoción o la visión
resultante del poema es diferente del sentimiento, de la emoción o de la visión de la
mente del poeta», pero no existe la emoción resultante del poema sin el poeta que
siente, y seguramente el poeta que siente —aunque de forma diferente al lector, pero
con él— se vea transformado —también en sus emociones y sentimientos— por la
emoción resultante del poema, por la emoción que brota en la intimidad de lo social.
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