LO QUE LA PERSPECTIVA INTERSECCIONAL PUEDE APORTAR A LA LUCHA CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO. Emma Gómez Nicolau Universitat de València emma.gomez@uv.es Abstract: Los avances legislativos sobre la violencia de género (Ley 1/2004 de medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género) fueron bien recibidas en los fórums Europeos. De hecho, España fue uno de los estados participantes en la comisión de expertos de la UNESCO de buenas prácticas legislativas para combatir la violencia de género. Sin embargo, a pesar de la creciente visibilidad de la violencia de género como problema social en España, los marcos de reconocimiento y acción de la violencia de género fallan en el reconocimiento de la violencia como un problema relacionado con las desigualdades y la justicia social. Numerosas investigaciones han puesto en evidencia que, el marco hegemónico de reconocimiento de la violencia de género se aleja de las políticas de localización y niega sistemáticamente la agencia de las mujeres, al mismo tiempo que simplifica la complejidad de la violencia de género a través de diversas estrategias: la subsume a la violencia doméstica y esencializa el concepto de género, anulando su carácter histórico, relacional y procesual. Bajo la imagen reificada de los sujetos de la violencia, se dificulta el reconocimiento de las diferentes formas que toma la violencia y que nos permite hablar de violencias, en plurar. En la presente comunicación se analizan los fundamentos teóricos de la perspectiva interseccional para el abordaje político de la violencia de género, destacando las posibles aplicaciones de estos marcos de reconocimiento y acción en las políticas públicas españolas que se incardinan en las lógicas de la redistribución, el reconocimiento y la representación. Las aproximaciones interseccionales advierten de la necesidad de incorporar los análisis de los múltiples ejes de opresión que constituyen los contextos de la violencia, permitiendo así dar cuenta de cómo las experiencias culturales de la violencia están mediadas por formas estructurales de opresión. Palabras clave: interseccionalidad, violencia de género, políticas públicas. I. Introducción: la teoría y la práctica, echando la vista atrás Aunque la ineterseccionalidad como perspectiva analítica fue inaugurada y reivindicada desde los márgenes en el año 1991, ha tardado mucho a entrar en el centro de los feminismos y, más aún en el ámbito de la violencia de género. Con esta denominación, de género, la violencia se ha analizado y pensado desde este único eje de opresión, el género en el contexto español y, sobre ésta perspectiva, se construyen las tramas discursivas sobre la violencia de género que, sin embargo, no siempre ayudan a entender o enfrentarse a la dinámica de la violencia. La perspectiva interseccional plantea, desde la teoría y la práctica feminista, la interconexión de los diferentes sistemas de poder y las estructuras patriarcales y que, por tanto, opera y discrimina de diversas maneras, a través de los diferentes ejes de diferenciación y estratificación social. La gente, por tanto, experimenta la opresión de maneras diferentes, mediante la acción de los ejes de opresión a través de los que se construyen y que tienden a reforzar tanto los procesos que discriminan como los que privilegian. Así pues, aunque el género, entendido éste como el orden de género que rige en una sociedad determinada (Connell, 2009), sea el un eje de opresión fundamental sobre el que se ejerce lo que en nuestro marco contextual se entiende como violencia de género, las indagaciones sobre la misma no se agotan con el género. De hecho, la clase social pero también la etnia, la edad, la discapacidad y las identidades de género articulan los procesos de violencia pero también los procesos de precarización y marginalización social. La violencia de género, por tanto, no ocurre en solitario, sino que sucede entrelazada a otras formas de opresión entre las que no podemos olvidar tampoco la localización geográfica dado que no podríamos entender la realidad de la violencia de género sin estudiar los contextos históricos en sus dimensiones sociales, económicas y políticas. Entendemos, siguiendo a Platero, que no se trata en desarrollar unas políticas del detalle sino en centrar la mirada en los ensamblajes o agenciamientos que se generan en nuestro contexto, donde las experiencias con la violencia se hacen más presentes. A lo largo de esta comunicación, vamos a tratar los principales aspectos del actual marco de reconocimiento de la violencia de género en el contexto español que dificultan u oscurecen una comprensión profunda de la misma para, efectivamente, implementar políticas públicas que puedan ser efectivas e inclusivas. Los avances legislativos sobre la violencia de género (Ley 1/2004 de medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género) fueron bien recibidas en los fórums Europeos. Diversas iniciativas públicas se han sucedido en los últimos 10 años, incluida la aprobación de la Ley Orgánica de Igualdad de Género. De hecho, España fue uno de los estados participantes en la comisión de expertos de la UNESCO de buenas prácticas legislativas para combatir la violencia de género. La buena reputación, no obstante, se fundamenta en la dimensión simbólica: la creciente visibilidad de la violencia de género como problema social en España y la astucia política para situar en el centro del debate político y social una realidad complicada, incómoda y que, sin duda alguna, en el proceso se ha transformado el modo en el que la sociedad española piensa sobre la violencia de género. Tampoco podemos olvidar que, en los últimos años, el movimiento feminista español se ha reactivado poderosamente (como muestra la Marcha 7N que tuvo lugar en Madrid en pasado 7 de noviembre de 2015), aunque no podemos negar que, la institucionalización de la violencia de género también supuso, en su momento, el repliegue del movimiento feminista (Marugán y Vega, 2001). A pesar de esta buena reputación de las políticas españolas en el seno de la Unión Europea, y más aún de la Ley 1/2004 de medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, los marcos de reconocimiento y acción de la violencia de género niegan la violencia como un problema relacionado con las desigualdades y la justicia social más allá de la acción del patriarcado. Y, desde el punto de vista de la efectividad de las políticas públicas implementadas, los datos no son muy optimistas (ver https://cedawsombraesp.wordpress.com/). En las siguientes páginas vamos a tratar algunos de los aspectos del marco normativo español y su aplicación que, sin duda alguna, podrían enriquecerse mediante la inclusión de una perspectiva interseccional. No negamos, no obstante, que la lógica universalista de la práctica legislativa supone un reto importante. También entendemos, no obstante, que un texto legislativo pensado desde la unidimensionalidad del sexo —porque el concepto género, en definitiva, se biologiza— podría haberse desarrollado e implementado atendiendo a la perspectiva ineterseccional. Por tanto, esta aportación no se concibe como una crítica banal a la ley sino como un ejercicio de complejización para un mejor entendimiento de las violencias fundamentadas en el orden de género. Siguiendo a Platero, el interés en al interseccionalidad como perspectiva que pone de relevancia las inclusiones y exclusiones que encierra toda lucha por ser consideradas sujetos de derechos, que pone de manifiesto que las categorías sociales no preceden a la existencia de los sujetos ni son independientes las unas de las otras, constituye, en definitiva, un esfuerzo para generar propuestas con contenido político trasformador (Platero, 2012: 28-29). II. El concepto: el género domesticado Uno de los puntos de convergencia de las críticas al actual marco normativo reitera que, aunque parte de la perspectiva de análisis de género y apunta a una definición amplia de la violencia, a lo largo de su articulado la reduce al campo de acción de la violencia doméstica. Aunque su planteamiento inicial abre conceptualmente la violencia de género a las expresiones que tienen lugar tanto en el marco de las relaciones familiares, como en las que se perpetran en el espacio público como las que se perpetran o ejercen bajo el amparo de los Estados, a lo largo del articulado vemos como sólo se intenta dar respuesta a la violencia en parejas heterosexuales cuando la víctima es la mujer. Es decir, a los planteamientos más ambiciosos de analizar todas las violencias bajo el prisma analítico del género, en el caso de la legislación española aunque se enuncia, no se practica. Las confusiones terminológicas y analíticas del constructo político ‘violencia de género’ introducido definitivamente en el discurso público en el proceso de aprobación de la Ley 1/2004 no han hecho sino encender una multiplicidad de usos sociales y adaptaciones del término que, en el caso de los medios de comunicación analizados se traduce en el uso de diversos términos —violencia doméstica, machista, de género o contra las mujeres— que harán referencia a un hecho unitario: la muerte de una mujer por parte de su pareja masculina o expareja. Desde este planteamiento conceptual, nos encontramos con diversos problemas: Por una parte, falla en reconocer la dimensión más estructural de las relaciones de género y, en definitiva, se centra en la dimensión terrenal de los sujetos implicados en la violencia hacia los cuales se orientan las medidas punitivas y asistenciales. Enuncia el problema desde una perspectiva de género que se fundamenta en la dimensión cultural y estructural pero actúa sobre lo individual. Esta incongruencia entre el análisis y la prognosis ha sido ampliamente expuesta por Bustelo y Lombardo (2006), que nos demuestran desde su estudio comparativo que esta problemática no es exclusiva del contexto español. En este sentido, el uso de la perspectiva de género tiene un efecto significativo en la sensibilización social y es capaz de poner de manifiesto que actúa en múltiples niveles y a través de estrategia concretas. Esta dimensión simbólica se reivindica todavía más a través de las iniciativas de catalogar la violencia de género como crímenes de odio. Esta postura, que reivindicaría el papel simbólico de elevar a crimen de odio la violencia contra las mujeres y que parte de otorgar al patriarcado la principal función explicativa, tiene, sin embargo diversas consecuencias. Siguiendo el trabajo de Gill y Mason Bish (2013), las dificultades de aplicar un tipo punitivo como éste, que se desdibujaría por la complejidad de demostrar que, efectivamente, hay una voluntad intencionada de hacer daño debido al odio. Este planteamiento es el que, en mayor o menor medida, se traduce en nuestro ordenamiento jurídico. En la construcción legal del hombre-agresor, éste encarna la idea de sujeto moderno y la violencia de género será interpretada, según el discurso hegemónico, como una conducta racional, pensada y calculada para retener el poder y dominar a las mujeres, interpretación heredera del feminismo radical de los 80. Los esfuerzos analíticos para distinguir dominación y violencia (García Selgas y Casado 2010; Rodríguez Martínez 2011; Wieviorka 2006) nos llevan a distanciarnos, sin embargo, de esta definición: mientras que la dominación —situación de desigualdad y opresión que puede o no ser violentas— exigiría legitimación por parte tanto de quien domina como de quien es dominado que “se adhieren al orden social porque no dispone de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador” (Bourdieu 2000, 51); la violencia aparecería cuando su uso queda desprovisto de legitimidad, cuando sobrepasa lo que se considera socialmente aceptable en un contexto determinado. Atendiendo a esta diferenciación, muchos postulan que la violencia aparece justo cuando el poder deja de estar legitimado. Para Castells y Subirats (2007, 138-145), la violencia será un síntoma del agrietamiento del patriarcado. Desde una perspectiva menos optimista, Kimmel lo teoriza como la percepción masculina de ‘derecho frustrado’: la violencia significaría tomar el poder que se cree que con derecho de poseer (Kimmel 2007, 101-102). La violencia sería reactiva (Wieviorka 2006) y su uso sería compensatorio para poder restablecer, aunque sea por un instante, la sensación de tener el poder. El uso de la violencia, por tanto, sería expresivo y estaría relacionado con las dificultades de llegar a encarnar el modelo de masculinidad hegemónica (Connell 2009; Connell y Messerschmidt 2005) en un contexto de desigualdad creciente, donde las barreras económicas, sociales y políticas dificultan la tarea de devenir sujeto. Así, a la visión de la violencia como una estrategia racional de los hombres para mantener y reproducir el orden patriarcal se contrapone la que verá en la violencia de género el receptáculo de los desequilibrios, zozobras y desasosiegos contemporáneos (Casado Aparicio 2012, 12) que imprimen, no sólo las transformaciones en las relaciones de género sino también la profundización en las desigualdades en los órdenes económicos y de acceso a los modelos hegemónicos de masculinidad y feminidad. Esta tesis ha sido expuesta en investigaciones que han estudiado a hombres implicados en relaciones violentas quienes pocas veces postulan la vuelta al poder del padre ni apuestan por una estricta división del trabajo (Anderson y Umberson 2001; Garcia Selgas y Casado 2010). Según Kaufman, “las entrevistes con violadores y con hombres que han golpeado a mujeres muestran no sólo desprecio hacia ellas, sino frecuentemente un odio y un desprecio mucho más profundos hacia sí mismos. Es como si, incapaces de soportarse, atacaran a otros posiblemente para infligir sentimientos similares a quienes han sido definidos como un blanco socialmente aceptable, para experimentar una sensación momentánea de poder y control” (Kaufman 1994, 9). Porque, en palabras de María Jesús Izquierdo, “quien tiene el poder y además se encuentra en una posición dominante consigue el sometimiento sin necesidad de agredir” (Izquierdo 2007, 228). Con esto no se pretende negar la existencia de discursos sociales profundamente machistas sino que tratamos de poner de manifiesto cómo los modos de visibilización de la violencia de género en el contexto español, han producido una sustantivación del maltratador que se asimila con un modelo de varón machista, celoso de las transformaciones en las relaciones de género con lo que, al mismo tiempo, la violencia se convierte en un residuo del pasado en la senda de la democratización (Casado 2012). En esta interpretación de la violencia como racional y estratégica, las políticas públicas se centran en reforzar el sistema punitivo mientras se desatienden los marcos específicos de acción de las violencias. III. Patriarcado y los otros ejes de opresión El concepto que se pondrá en circulación en el discurso público en el Estado español responderá a una definición hegemónica construida sobre tres ideas principales: que la violencia de género es algo que puede distinguirse de otras violencias que ocurren en el entorno familiar; que la violencia de género se explica por la opresión de género, el patriarcado o la dominación masculina; que las posición de víctima es estable y comprende a “las mujeres por el hecho de ser mujeres”, tal y como se expresa en el preámbulo de la ley española. Un concepto que se desarrolla sobre las bases teóricas del feminismo estadounidense de la Segunda Ola (Rodríguez Martínez, 2011), sobre todo el que se corresponde con feminismo radical y que entenderá el género desde lo social y la violencia como elemento inherente al patriarcado que usaran los hombres para mantener la dominación. El debate público en el Estado español iniciado a finales de los 90 y que ocupará el espacio mediático en 2003 vendrá a legitimar esta definición que establece una verdad sobre la violencia contra las mujeres, y se hace oír tanto en los foros de decisión político como en la academia (Comas D’Algemir; Bosch y Ferrer; Lorente Acosta entre otras), de acuerdo con la cual las mujeres estarían sometidas a un proceso de construcción de su identidad —dado que género les afectaría sólo a ellas— mientras que los hombres quedaran naturalizados despojando al ‘género’ de su carácter relacional, histórico y cambiante (Connell, 2009). El esencialismo que contiene esta perspectiva ha sido ampliamente criticada y debatida por los feminismos potsestructruralistas (Flax, Benhabib, Haraway, etc.) pues la idea de un sistema de opresión que se reproduce sólo cambiando y adaptando sus modos de acción de manera imperceptible, pero siempre con el objetivo de someter las mujeres en beneficio de los hombres dejaba muchos interrogantes abiertos: ¿Son todos los hombres violentos? ¿Están todas las mujeres oprimidas de la misma manera? ¿Qué ocurre con las mujeres que son explotadas por parte otras mujeres para el beneficio de las clases sociales dominantes? ¿Qué relación mantiene la violencia con el orden de género? Si la aproximación del feminismo radical permitía criticar la aparente naturalidad de la diferencia sexual a partir de la deslegitimación de las desigualdades de género, también alimentaba una visión holística de la violencia que la acabará confundiendo con la dominación (García Selgas y Casado Aparicio, 2010): todo signo o indicio de marca de género será susceptible de ser entendido como violencia sin tener en cuenta los contextos de la acción —las condiciones de vida bajo el capitalismo neoliberal, la pobreza, las sujeciones estructurales para establecer criterios de elección, las redes familiares y de soporte mutuo, etcétera. Las diferencias entre las mujeres en términos de clase, raza, etnicidad, edad u orientación sexual se oscurecerán ante la promoción de un sujeto del feminismo; el principio de norma jerárquica que rige las sociedades occidentales y los análisis de las relaciones de poder y los usos de la violencia (hooks, 2002) habrían sido ignorados por una definición sencilla que se sustentaría bajo una concepción del género biologizado que lo acabará confundiendo con el sexo (Butler, 2007). Una de las implicaciones políticas de las críticas al modelo analítico hegemónico de la violencia de género será la reivindicación de los análisis sobre la agencia y las estrategias de resistencia. El ordenamiento jurídico español vigente desde 2004 realiza un salto cualitativo al pasar de un marco de comprensión de la violencia fundamentado en las diferencias sexuales —y que habría privilegiado su comprensión a través de las explicaciones sociopsicológicas, el análisis de las tipologías de agresores y la interpelación de las mujeres como víctimas— a otro que se fundamenta en las desigualdades y en la distribución desigual de recursos, la cultura como amalgama de la dominación y la violencia se entiende desde lo estructural (Guzmán y Jiménez, 2015). Desde la perspectiva interseccional, aportarán Guzmán y Jiménez, el enfoque de género mantiene tres limitaciones principales aun cuando se plantea desde la lógica de las desigualdades: En primer lugar, homogeneiza las condiciones estructurales de las personas por razón del género, lo que puede conllevar explicaciones naturalistas, universalistas y culturalistas. En segundo lugar, diluye las diferencias existentes entre las condiciones individuales y estructurales de las personas que expresan condiciones diferentes a la heteronormatividad, franjas etarias, discapacidad, diversidad étnicoracial, condiciones de estatus de ciudadanía y distintas posiciones económicas. Por último, excluye que cada una de las diferencias puede adquirir valores distintos dependiendo de los contextos de acción (Guzmán y Jiménez, 2015:603). Por tanto, la perspectiva unitaria es la que se maneja en el ordenamiento jurídico, con graves exclusiones directas, como las de mujeres lesbianas y mujeres trans —incluidas finalmente en 2011 siempre que la violencia provenga de una pareja o expareja hombre—, pero, sobre todo, con una grave desatención por aquellas manifestaciones e identidades que son determinantes en cada contexto, y que se encarnan por los sujetos sujetos (Platero, 2012) y, definitivamente, con la victimización secundaria a través de la acción de políticas públicas racistas, clasistas, lesbófobas, etcétera. Sin tratar de minimizar la carga explicativa que tiene el género a la hora de explicar la violencia —tanto desde el punto de vista de producción de las masculinidades como desde los análisis de la prevalencia en la victimización—, los riesgos de biologizar y ontologizar las posiciones agresor-víctima con la única explicación del marco cultural del patriarcado, nos lleva a la reificación de la mujer-víctima a partir de una construcción identitaria mítica que no responde a la heterogeneidad de las condiciones sociales en las que se experimenta la violencia sino que lo hace a una “hipervisibilidad identitaria de ciertas construcciones que finalmente han delimitado la inteligibilidad de la identidad del sujeto víctima desde una posición hegemónica que presenta como reconocible en el discurso a sujeto objetualizado” (Núñez Puente y Fernández Romero 2015: 274). Sujetos objetualizados y carentes de agencia que contrastan con la multiplicidad de situaciones sociales en las que se encarna la violencia y en los que se ensamblan y articulan los diversos ejes de opresión. El discurso hegemónico sobre la violencia de género, dificulta, así pues, las IV. Exclusiones: efectos no deseados de las políticas públicas unitarias La primera reflexión sobre la interseccionalidad que exploraba el locus de los ensamblajes étnico-raciales y el género que construyen un campo específico de acción de la violencia. El feminismo negro estadounidense puso de manifiesto estas intersecciones que organizaban un espacio social en la que la experiencia de la violencia de las mujeres negras no era la misma que la que experimentaban las mujeres blancas, ni tampoco los hombres de color. Esta reflexión incluso ha sido parcialmente asumida en la práctica legislativa en el Estado español que, en el Real Decreto 557/2011, de 20 de abril, por el que se aprueba el Reglamento de la Ley Orgánica 4/2000, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, tras su reforma por Ley Orgánica 2/2009, el capítulo segundo establece la residencia temporal y el permiso de trabajo para la mujer extranjera irregular que denuncia violencia de género. Efectivamente, esta medida, aunque siguiendo la lógica de la judicialización de la violencia de género, atiende una realidad concreta en la que, como bien afirmaba Cemberlé Williams Crenshaw en 1991, la realidad de la migración genera una vulnerabilidad extraordinaria dada la a menudo dependencia de la condición de ciudadanía, la barrera idiomática, así como la presión de los Estados que hace que, en muchos casos, se prefiera la violencia conyugal que no la violencia del Estado, la posible deportación y el fin del proyecto migratorio (Crenshaw, 2012: 94-95). No obstante, tal y como ocurre en la elaboración de políticas públicas europeas, la intereseccionalidad se incluye con más facilidad en los textos legislativos que no son específicos de violencia de género, sino que hacen referencia a políticas sectoriales centradas en colectivos vulnerabilizados (minorías étnicas, personas con discapacidad o pobreza) que en los específicos sobre violencia de género donde se encuentran escasas referencias a las preocupaciones interseccionales (Lombardo y Rolandsen, 2016:7) Dar por válida la perspectiva intereseccional desde una política pública implica, como explican Lombardo y Rolandsen es exponer la manera en que las políticas públicas pueden estigmatizar a personas ubicadas en situaciones particulares (Lombardo y Rolandsen, 2016: 2). En este sentido, estudios como el de Chantler, ponen de manifiesto las limitaciones de los servicios de asistencia dada la violencia que se ejerce hacia las mujeres a las que se supone que ayudan. El racismo en las instituciones como los refugios pero también las soluciones individualistas, dirá Chantler, no funcionan para las mujeres racializadas entre las cuales los valores de interdependencia son más poderosos que los de la independencia (Chantler, 2006). En el caso del Estado español, la adopción de la perspectiva interseccional debiera propiciar la revisión de los protocolos de atención para poner en evidencia los procesos de victimización secundaria que propician (Larrauri, 2003; Cubells et al., 2010), dado el actual modo de reconocimiento de la violencia de género. La denuncia como paso obligatorio para acceder a los recursos estatales y para iniciar el camino marcado por las instituciones para salir de las situaciones de violencia, pone de manifiesto la perspectiva igualadora y homogénea que se tiene de los sujetos de la violencia y que se identifican con algunas mujeres. La mirada interseccional pone de manifiesto que la denuncia no puede ser una buena idea para todos los casos. Dado que la denuncia se interpreta como la estrategia legítima para salir de la violencia, de la responsabilización se transita a la culpabilización cuando se retira la denuncia articulando un doble juego argumental: En primer lugar, niega tota capacidad de agencia de las mujeres más allá de la denuncia. Paterson advierte que “las mujeres resisten de maneras muy diversas incluyendo la obediencia y la sumisión, el engaño, la ruptura formal o informal de la relación, la intervención de las instituciones, la reducción a la exposición, la intervención de la policía, la salida del hogar y la venganza violenta, incluyendo el homicidio” (Paterson 2006, 2), también utilizan sus redes sociales y comunitarias y construyen respuestas autónomas y singulares de acuerdo a la posición social que ocupen. En segundo lugar, obvia las consecuencias que tiene para las personas situadas en situaciones de dominación, utilizar instrumentos como el poder judicial. Conviene recordar cómo, desde la criminología feminista (Larrauri, 2003; Maqueda, 2007, Paterson, 2006; Howe, 2008) se ha destacado que los procesos judiciales resultan hostiles para las mujeres que denuncian a sus compañeros. Las autoras han advertido de: la desconfianza hacia las declaraciones de las mujeres, las falta de recursos económicos que se ponen a su disposición, o la falta de consideración hacia la persona que pone la denuncia por lo que respecta a la información que se le suministra sobre el procedimiento y los plazos. La vía penal, de acuerdo con las autoras, es una estrategia, no la solución, y a menudo se vuelve en contra de las que denuncian: porque no cubre sus expectativas, porque absuelve a la otra persona, porque no dota de recursos… De acuerdo con Larrauri: “el sistema penal puede favorecer la creación de estereotipos que las perjudican. Por ejemplo, se repite el mito de lo irracionales que son las mujeres que pretenden desistir del proceso penal, en aras de una reconciliación o en un intento de minimizar la violencia; se alude a las mujeres que denuncian penalmente o para conseguir ventajas en la separación; o, contrariamente, se señala el absurdo proceder de las mujeres que denuncian y luego no quieren separarse” (Larrauri 2003, 275). La diversidad de posiciones y experiencias que encierran las decisiones de las mujeres quedan borradas en el proceso de construcción simbólica de la mujer víctima de violencia de género. Independientemente de la posición estructural que ocupen, la misma catalogación como víctimas les arrebata su capacidad de agencia, siempre que esta no pase por los canales institucionales reglados. V. De la violencia a las violencias La exclusión de los sujetos de la violencia es, sin duda alguna, una de las consecuencias del actual marco de reconocimiento de la violencia de género. Hace tiempo que Ristok (2002) veía la necesidad de queereficar las violencias, atender la dinámica de la violencia más allá de las realizaciones de género específica sino a través de su intersección con otros ejes de opresión. La violencia en las parejas LGTBQ, pero sobretodo las violencia hacia las personas LGTBQ no pueden dejar de interpretarse como un violencia que, fundamentalmente, se articula sobre un determinado orden de género. En el caso de lo primero, el discurso hegemónico ha negado la inclusión de las mujeres lesbianas en la imagen objetualizada de la víctima de violencia de género y, en todo caso, se admite su inclusión únicamente si se entiende que la relación “reproduce” una relación heterosexual (Ristok, 2002), negando así la capacidad subversiva de las identidades butch-femme entendidas como una copia paródica de un original ficticio (Butler, 2007: 269-273) y homogeneiza las experiencias identitarias asumiéndolas a la heteronorma. Esta negación, sin duda, se sostiene dada la perspectiva unitaria de género relegada a sexo sobre la que se construye el discurso hegemónico de la violencia de género. La violencia entre lesbianas cuestiona la primacía de la desigualdad de género para explicarla violencia y obliga a situarnos en un análisis foucaultiano del poder relacional, no ontológico, en el que elementos como la red afectiva, la visibilidad identitaria o el grado de presión lesbófoba de los contextos de acción constituyen el espacio interseccional de la violencia. Explicación que, a mi juicio, sirve igualmente para la diversidad de identidades transgénero. Pero, explorar los ensamblajes en los que la violencia se ejerce a travesados por los contextos de homofobia nos sitúa, como ya indicaba Renzetti (1989) en el análisis de las violencia que se sufren en el espacio público fruto del régimen de género. Y si la violencia sexual y el acoso forman parte de las violencias de género —aunque no dentro de nuestro ordenamiento jurídico—, también lo hacen las violencias homófobas, lesbófobas y tránsfobas (Arisó et al., 2010). Hablar de violencias nos aleja del concepto de violencia doméstica en el que se enmarca nuestro ordenamiento jurídico. Saca la violencia del entorno de la familia para ubicarla en la dimensión estructural en la que las personas que la ejercen y la sufren, aparte de estar sometidos y sometidas a un régimen de género, también están sometidas a un régimen capitalista, hererosexista, clasista, racista y abelista. Dar cuenta de ello permite vislumbrar los espacios de intervención y de transformación más allá del orden de género. VI. Conclusiones. Por un cambio de paradigma Esto nos lleva a una última reflexión: hacer del concepto violencia de género un concepto paraguas que incluye la violencia en las relaciones íntimas, la violencia entre iguales, la violencia en la sociedad, en las instituciones y las perpetradas por los estados, debe, no obstante, plasmarse en políticas públicas concretas que puedan atender los contextos en los que la violencia ocurre y poner en evidencia las intersecciones. En caso contrario, las políticas públicas no aciertan al poner como sujetos de la violencia a las ‘medias sociales’. Las políticas universalistas sólo pueden atender con acierto a las mujeres que encajan en un patrón de mujer violentada que tienen acceso al sistema judicial, que tiene posibilidades de entender sus procesos y que tolera los procesos de institucionalización. El marco hegemónico de interpretación de la violencia como aquella que se ejerce contra las mujeres por el hecho de ser mujeres propicia esta interpretación, usando el género como eje igualador de la desigualdad. No obstante, las aproximaciones interseccionales advierten de la necesidad de incorporar los análisis de los múltiples ejes de opresión que constituyen los contextos de la violencia (Sokoloff y Dupont, 2005). Los procesos de empobrecimiento, la etnia, la orientación sexual y la identidad agravan las dificultades a las que se enfrentan las personas que sufren violencia desde los márgenes. Sin embargo, estas dificultades no pueden entenderse como particularidades individuales sino como fruto de posiciones sociales que están atravesadas por dimensiones estructurales (Jiwani). El discurso hegemónico que recalca que ‘la violencia nos afecta a todas’, oculta que nos afecta de maneras diferentes. Heteronormatividad, sexismo, clasismo, etcétera se nos muestran como matrices de dominación y opresión que deben introducirse para el análisis de las violencias. Unas violencias que no son patrimonio de ninguna realización de género y sobre las cuales actualmente, opera un modo de reconocimiento hegemónico que dificulta interpelar a los sujetos de la violencia. En este sentido, el trabajo y la investigación desde los márgenes nos urge para complejizar el modelo de comprensión y desarrollar un marco de acción público que sea capaz de dar respuesta a los límites que esos matrices de opresión sitúan desde la acción política. Más allá de la discusión entre universalismo y relativismo cultural, la mirada interseccional propicia el análisis de las prácticas culturales sobre las que se erigen marcos de pensamiento y acción que estigmatizan y discriminan para dar con políticas que puedan ser transformadoras. Bibliografía Anderson, Kristin L. i Umberson, Debra (2001): “Gendering violence. 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