LO QUE LA PERSPECTIVA INTERSECCIONAL PUEDE APORTAR A LA Abstract:

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LO QUE LA PERSPECTIVA INTERSECCIONAL PUEDE APORTAR A LA
LUCHA CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO.
Emma Gómez Nicolau
Universitat de València
emma.gomez@uv.es
Abstract:
Los avances legislativos sobre la violencia de género (Ley 1/2004 de medidas de
Protección Integral contra la Violencia de Género) fueron bien recibidas en los fórums
Europeos. De hecho, España fue uno de los estados participantes en la comisión de
expertos de la UNESCO de buenas prácticas legislativas para combatir la violencia de
género. Sin embargo, a pesar de la creciente visibilidad de la violencia de género como
problema social en España, los marcos de reconocimiento y acción de la violencia de
género fallan en el reconocimiento de la violencia como un problema relacionado con
las desigualdades y la justicia social.
Numerosas investigaciones han puesto en evidencia que, el marco hegemónico de
reconocimiento de la violencia de género se aleja de las políticas de localización y niega
sistemáticamente la agencia de las mujeres, al mismo tiempo que simplifica la
complejidad de la violencia de género a través de diversas estrategias: la subsume a la
violencia doméstica y esencializa el concepto de género, anulando su carácter histórico,
relacional y procesual. Bajo la imagen reificada de los sujetos de la violencia, se
dificulta el reconocimiento de las diferentes formas que toma la violencia y que nos
permite hablar de violencias, en plurar.
En la presente comunicación se analizan los fundamentos teóricos de la perspectiva
interseccional
para el abordaje político de la violencia de género, destacando las
posibles aplicaciones de estos marcos de reconocimiento y acción en las políticas
públicas españolas que se incardinan en las lógicas de la redistribución, el
reconocimiento y la representación. Las aproximaciones interseccionales advierten de la
necesidad de incorporar los análisis de los múltiples ejes de opresión que constituyen
los contextos de la violencia, permitiendo así dar cuenta de cómo las experiencias
culturales de la violencia están mediadas por formas estructurales de opresión.
Palabras clave: interseccionalidad, violencia de género, políticas públicas.
I.
Introducción: la teoría y la práctica, echando la vista atrás
Aunque la ineterseccionalidad como perspectiva analítica fue inaugurada y reivindicada
desde los márgenes en el año 1991, ha tardado mucho a entrar en el centro de los
feminismos y, más aún en el ámbito de la violencia de género. Con esta denominación,
de género, la violencia se ha analizado y pensado desde este único eje de opresión, el
género en el contexto español y, sobre ésta perspectiva, se construyen las tramas
discursivas sobre la violencia de género que, sin embargo, no siempre ayudan a
entender o enfrentarse a la dinámica de la violencia.
La perspectiva interseccional plantea, desde la teoría y la práctica feminista, la
interconexión de los diferentes sistemas de poder y las estructuras patriarcales y que,
por tanto, opera y discrimina de diversas maneras, a través de los diferentes ejes de
diferenciación y estratificación social. La gente, por tanto, experimenta la opresión de
maneras diferentes, mediante la acción de los ejes de opresión a través de los que se
construyen y que tienden a reforzar tanto los procesos que discriminan como los que
privilegian.
Así pues, aunque el género, entendido éste como el orden de género que rige en una
sociedad determinada (Connell, 2009), sea el un eje de opresión fundamental sobre el
que se ejerce lo que en nuestro marco contextual se entiende como violencia de género,
las indagaciones sobre la misma no se agotan con el género. De hecho, la clase social
pero también la etnia, la edad, la discapacidad y las identidades de género articulan los
procesos de violencia pero también los procesos de precarización y marginalización
social. La violencia de género, por tanto, no ocurre en solitario, sino que sucede
entrelazada a otras formas de opresión entre las que no podemos olvidar tampoco la
localización geográfica dado que no podríamos entender la realidad de la violencia de
género sin estudiar los contextos históricos en sus dimensiones sociales, económicas y
políticas. Entendemos, siguiendo a Platero, que no se trata en desarrollar unas políticas
del detalle sino en centrar la mirada en los ensamblajes o agenciamientos que se generan
en nuestro contexto, donde las experiencias con la violencia se hacen más presentes.
A lo largo de esta comunicación, vamos a tratar los principales aspectos del actual
marco de reconocimiento de la violencia de género en el contexto español que dificultan
u oscurecen una comprensión profunda de la misma para, efectivamente, implementar
políticas públicas que puedan ser efectivas e inclusivas. Los avances legislativos sobre
la violencia de género (Ley 1/2004 de medidas de Protección Integral contra la
Violencia de Género) fueron bien recibidas en los fórums Europeos. Diversas iniciativas
públicas se han sucedido en los últimos 10 años, incluida la aprobación de la Ley
Orgánica de Igualdad de Género. De hecho, España fue uno de los estados participantes
en la comisión de expertos de la UNESCO de buenas prácticas legislativas para
combatir la violencia de género. La buena reputación, no obstante, se fundamenta en la
dimensión simbólica: la creciente visibilidad de la violencia de género como problema
social en España y la astucia política para situar en el centro del debate político y social
una realidad complicada, incómoda y que, sin duda alguna, en el proceso se ha
transformado el modo en el que la sociedad española piensa sobre la violencia de
género. Tampoco podemos olvidar que, en los últimos años, el movimiento feminista
español se ha reactivado poderosamente (como muestra la Marcha 7N que tuvo lugar en
Madrid en pasado 7 de noviembre de 2015), aunque no podemos negar que, la
institucionalización de la violencia de género también supuso, en su momento, el
repliegue del movimiento feminista (Marugán y Vega, 2001).
A pesar de esta buena reputación de las políticas españolas en el seno de la Unión
Europea, y más aún de la Ley 1/2004 de medidas de Protección Integral contra la
Violencia de Género, los marcos de reconocimiento y acción de la violencia de género
niegan la violencia como un problema relacionado con las desigualdades y la justicia
social más allá de la acción del patriarcado. Y, desde el punto de vista de la efectividad
de las políticas públicas implementadas, los datos no son muy optimistas (ver
https://cedawsombraesp.wordpress.com/).
En las siguientes páginas vamos a tratar algunos de los aspectos del marco normativo
español y su aplicación que, sin duda alguna, podrían enriquecerse mediante la inclusión
de una perspectiva interseccional. No negamos, no obstante, que la lógica universalista
de la práctica legislativa supone un reto importante. También entendemos, no obstante,
que un texto legislativo pensado desde la unidimensionalidad del sexo —porque el
concepto género, en definitiva, se biologiza— podría haberse desarrollado e
implementado atendiendo a la perspectiva ineterseccional. Por tanto, esta aportación no
se concibe como una crítica banal a la ley sino como un ejercicio de complejización
para un mejor entendimiento de las violencias fundamentadas en el orden de género.
Siguiendo a Platero, el interés en al interseccionalidad como perspectiva que pone de
relevancia las inclusiones y exclusiones que encierra toda lucha por ser consideradas
sujetos de derechos, que pone de manifiesto que las categorías sociales no preceden a la
existencia de los sujetos ni son independientes las unas de las otras, constituye, en
definitiva, un esfuerzo para generar propuestas con contenido político trasformador
(Platero, 2012: 28-29).
II.
El concepto: el género domesticado
Uno de los puntos de convergencia de las críticas al actual marco normativo reitera que,
aunque parte de la perspectiva de análisis de género y apunta a una definición amplia de
la violencia, a lo largo de su articulado la reduce al campo de acción de la violencia
doméstica. Aunque su planteamiento inicial abre conceptualmente la violencia de
género a las expresiones que tienen lugar tanto en el marco de las relaciones familiares,
como en las que se perpetran en el espacio público como las que se perpetran o ejercen
bajo el amparo de los Estados, a lo largo del articulado vemos como sólo se intenta dar
respuesta a la violencia en parejas heterosexuales cuando la víctima es la mujer. Es
decir, a los planteamientos más ambiciosos de analizar todas las violencias bajo el
prisma analítico del género, en el caso de la legislación española aunque se enuncia, no
se practica. Las confusiones terminológicas y analíticas del constructo político
‘violencia de género’ introducido definitivamente en el discurso público en el proceso
de aprobación de la Ley 1/2004 no han hecho sino encender una multiplicidad de usos
sociales y adaptaciones del término que, en el caso de los medios de comunicación
analizados se traduce en el uso de diversos términos —violencia doméstica, machista,
de género o contra las mujeres— que harán referencia a un hecho unitario: la muerte de
una mujer por parte de su pareja masculina o expareja.
Desde este planteamiento conceptual, nos encontramos con diversos problemas:
Por una parte, falla en reconocer la dimensión más estructural de las relaciones de
género y, en definitiva, se centra en la dimensión terrenal de los sujetos implicados en la
violencia hacia los cuales se orientan las medidas punitivas y asistenciales. Enuncia el
problema desde una perspectiva de género que se fundamenta en la dimensión cultural y
estructural pero actúa sobre lo individual. Esta incongruencia entre el análisis y la
prognosis ha sido ampliamente expuesta por Bustelo y Lombardo (2006), que nos
demuestran desde su estudio comparativo que esta problemática no es exclusiva del
contexto español.
En este sentido, el uso de la perspectiva de género tiene un efecto significativo en la
sensibilización social y es capaz de poner de manifiesto que actúa en múltiples niveles y
a través de estrategia concretas. Esta dimensión simbólica se reivindica todavía más a
través de las iniciativas de catalogar la violencia de género como crímenes de odio. Esta
postura, que reivindicaría el papel simbólico de elevar a crimen de odio la violencia
contra las mujeres y que parte de otorgar al patriarcado la principal función explicativa,
tiene, sin embargo diversas consecuencias. Siguiendo el trabajo de Gill y Mason Bish
(2013), las dificultades de aplicar un tipo punitivo como éste, que se desdibujaría por la
complejidad de demostrar que, efectivamente, hay una voluntad intencionada de hacer
daño debido al odio.
Este planteamiento es el que, en mayor o menor medida, se traduce en nuestro
ordenamiento jurídico. En la construcción legal del hombre-agresor, éste encarna la idea
de sujeto moderno y la violencia de género será interpretada, según el discurso
hegemónico, como una conducta racional, pensada y calculada para retener el poder y
dominar a las mujeres, interpretación heredera del feminismo radical de los 80. Los
esfuerzos analíticos para distinguir dominación y violencia (García Selgas y Casado
2010; Rodríguez Martínez 2011; Wieviorka 2006) nos llevan a distanciarnos, sin
embargo, de esta definición: mientras que la dominación —situación de desigualdad y
opresión que puede o no ser violentas— exigiría legitimación por parte tanto de quien
domina como de quien es dominado que “se adhieren al orden social porque no dispone
de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador”
(Bourdieu 2000, 51); la violencia aparecería cuando su uso queda desprovisto de
legitimidad, cuando sobrepasa lo que se considera socialmente aceptable en un contexto
determinado. Atendiendo a esta diferenciación, muchos postulan que la violencia
aparece justo cuando el poder deja de estar legitimado. Para Castells y Subirats (2007,
138-145), la violencia será un síntoma del agrietamiento del patriarcado. Desde una
perspectiva menos optimista, Kimmel lo teoriza como la percepción masculina de
‘derecho frustrado’: la violencia significaría tomar el poder que se cree que con derecho
de poseer (Kimmel 2007, 101-102). La violencia sería reactiva (Wieviorka 2006) y su
uso sería compensatorio para poder restablecer, aunque sea por un instante, la sensación
de tener el poder.
El uso de la violencia, por tanto, sería expresivo y estaría relacionado con las
dificultades de llegar a encarnar el modelo de masculinidad hegemónica (Connell 2009;
Connell y Messerschmidt 2005) en un contexto de desigualdad creciente, donde las
barreras económicas, sociales y políticas dificultan la tarea de devenir sujeto.
Así, a la visión de la violencia como una estrategia racional de los hombres para
mantener y reproducir el orden patriarcal se contrapone la que verá en la violencia de
género el receptáculo de los desequilibrios, zozobras y desasosiegos contemporáneos
(Casado Aparicio 2012, 12) que imprimen, no sólo las transformaciones en las
relaciones de género sino también la profundización en las desigualdades en los órdenes
económicos y de acceso a los modelos hegemónicos de masculinidad y feminidad. Esta
tesis ha sido expuesta en investigaciones que han estudiado a hombres implicados en
relaciones violentas quienes pocas veces postulan la vuelta al poder del padre ni
apuestan por una estricta división del trabajo (Anderson y Umberson 2001; Garcia
Selgas y Casado 2010). Según Kaufman, “las entrevistes con violadores y con hombres
que han golpeado a mujeres muestran no sólo desprecio hacia ellas, sino frecuentemente
un odio y un desprecio mucho más profundos hacia sí mismos. Es como si, incapaces de
soportarse, atacaran a otros posiblemente para infligir sentimientos similares a quienes
han sido definidos como un blanco socialmente aceptable, para experimentar una
sensación momentánea de poder y control” (Kaufman 1994, 9). Porque, en palabras de
María Jesús Izquierdo, “quien tiene el poder y además se encuentra en una posición
dominante consigue el sometimiento sin necesidad de agredir” (Izquierdo 2007, 228).
Con esto no se pretende negar la existencia de discursos sociales profundamente
machistas sino que tratamos de poner de manifiesto cómo los modos de visibilización
de la violencia de género en el contexto español, han producido una sustantivación del
maltratador que se asimila con un modelo de varón machista, celoso de las
transformaciones en las relaciones de género con lo que, al mismo tiempo, la violencia
se convierte en un residuo del pasado en la senda de la democratización (Casado 2012).
En esta interpretación de la violencia como racional y estratégica, las políticas públicas
se centran en reforzar el sistema punitivo mientras se desatienden los marcos específicos
de acción de las violencias.
III.
Patriarcado y los otros ejes de opresión
El concepto que se pondrá en circulación en el discurso público en el Estado español
responderá a una definición hegemónica construida sobre tres ideas principales: que la
violencia de género es algo que puede distinguirse de otras violencias que ocurren en el
entorno familiar; que la violencia de género se explica por la opresión de género, el
patriarcado o la dominación masculina; que las posición de víctima es estable y
comprende a “las mujeres por el hecho de ser mujeres”, tal y como se expresa en el
preámbulo de la ley española. Un concepto que se desarrolla sobre las bases teóricas del
feminismo estadounidense de la Segunda Ola (Rodríguez Martínez, 2011), sobre todo el
que se corresponde con feminismo radical y que entenderá el género desde lo social y la
violencia como elemento inherente al patriarcado que usaran los hombres para mantener
la dominación. El debate público en el Estado español iniciado a finales de los 90 y que
ocupará el espacio mediático en 2003 vendrá a legitimar esta definición que establece
una verdad sobre la violencia contra las mujeres, y se hace oír tanto en los foros de
decisión político como en la academia (Comas D’Algemir; Bosch y Ferrer; Lorente
Acosta entre otras), de acuerdo con la cual las mujeres estarían sometidas a un proceso
de construcción de su identidad —dado que género les afectaría sólo a ellas— mientras
que los hombres quedaran naturalizados despojando al ‘género’ de su carácter
relacional, histórico y cambiante (Connell, 2009).
El esencialismo que contiene esta perspectiva ha sido ampliamente criticada y debatida
por los feminismos potsestructruralistas (Flax, Benhabib, Haraway, etc.) pues la idea de
un sistema de opresión que se reproduce sólo cambiando y adaptando sus modos de
acción de manera imperceptible, pero siempre con el objetivo de someter las mujeres en
beneficio de los hombres dejaba muchos interrogantes abiertos: ¿Son todos los hombres
violentos? ¿Están todas las mujeres oprimidas de la misma manera? ¿Qué ocurre con las
mujeres que son explotadas por parte otras mujeres para el beneficio de las clases
sociales dominantes? ¿Qué relación mantiene la violencia con el orden de género? Si la
aproximación del feminismo radical permitía criticar la aparente naturalidad de la
diferencia sexual a partir de la deslegitimación de las desigualdades de género, también
alimentaba una visión holística de la violencia que la acabará confundiendo con la
dominación (García Selgas y Casado Aparicio, 2010): todo signo o indicio de marca de
género será susceptible de ser entendido como violencia sin tener en cuenta los
contextos de la acción —las condiciones de vida bajo el capitalismo neoliberal, la
pobreza, las sujeciones estructurales para establecer criterios de elección, las redes
familiares y de soporte mutuo, etcétera. Las diferencias entre las mujeres en términos de
clase, raza, etnicidad, edad u orientación sexual se oscurecerán ante la promoción de un
sujeto del feminismo; el principio de norma jerárquica que rige las sociedades
occidentales y los análisis de las relaciones de poder y los usos de la violencia (hooks,
2002) habrían sido ignorados por una definición sencilla que se sustentaría bajo una
concepción del género biologizado que lo acabará confundiendo con el sexo (Butler,
2007). Una de las implicaciones políticas de las críticas al modelo analítico hegemónico
de la violencia de género será la reivindicación de los análisis sobre la agencia y las
estrategias de resistencia.
El ordenamiento jurídico español vigente desde 2004 realiza un salto cualitativo al pasar
de un marco de comprensión de la violencia fundamentado en las diferencias sexuales
—y que habría privilegiado su comprensión a través de las explicaciones
sociopsicológicas, el análisis de las tipologías de agresores y la interpelación de las
mujeres como víctimas— a otro que se fundamenta en las desigualdades y en la
distribución desigual de recursos, la cultura como amalgama de la dominación y la
violencia se entiende desde lo estructural (Guzmán y Jiménez, 2015).
Desde la perspectiva interseccional, aportarán Guzmán y Jiménez, el enfoque de género
mantiene tres limitaciones principales aun cuando se plantea desde la lógica de las
desigualdades: En primer lugar, homogeneiza las condiciones estructurales de las
personas por razón del género, lo que puede conllevar explicaciones naturalistas,
universalistas y culturalistas. En segundo lugar, diluye las diferencias existentes entre
las condiciones individuales y estructurales de las personas que expresan condiciones
diferentes a la heteronormatividad, franjas etarias, discapacidad, diversidad étnicoracial, condiciones de estatus de ciudadanía y distintas posiciones económicas. Por
último, excluye que cada una de las diferencias puede adquirir valores distintos
dependiendo de los contextos de acción (Guzmán y Jiménez, 2015:603). Por tanto, la
perspectiva unitaria es la que se maneja en el ordenamiento jurídico, con graves
exclusiones directas, como las de mujeres lesbianas y mujeres trans —incluidas
finalmente en 2011 siempre que la violencia provenga de una pareja o expareja
hombre—, pero, sobre todo, con una grave desatención por aquellas manifestaciones e
identidades que son determinantes en cada contexto, y que se encarnan por los sujetos
sujetos (Platero, 2012) y, definitivamente, con la victimización secundaria a través de la
acción de políticas públicas racistas, clasistas, lesbófobas, etcétera.
Sin tratar de minimizar la carga explicativa que tiene el género a la hora de explicar la
violencia —tanto desde el punto de vista de producción de las masculinidades como
desde los análisis de la prevalencia en la victimización—, los riesgos de biologizar y
ontologizar las posiciones agresor-víctima con la única explicación del marco cultural
del patriarcado, nos lleva a la reificación de la mujer-víctima a partir de una
construcción identitaria mítica que no responde a la heterogeneidad de las condiciones
sociales en las que se experimenta la violencia sino que lo hace a una “hipervisibilidad
identitaria de ciertas construcciones que finalmente han delimitado la inteligibilidad de
la identidad del sujeto víctima desde una posición hegemónica que presenta como
reconocible en el discurso a sujeto objetualizado” (Núñez Puente y Fernández Romero
2015: 274). Sujetos objetualizados y carentes de agencia que contrastan con la
multiplicidad de situaciones sociales en las que se encarna la violencia y en los que se
ensamblan y articulan los diversos ejes de opresión. El discurso hegemónico sobre la
violencia de género, dificulta, así pues, las
IV.
Exclusiones: efectos no deseados de las políticas públicas unitarias
La primera reflexión sobre la interseccionalidad que exploraba el locus de los
ensamblajes étnico-raciales y el género que construyen un campo específico de acción
de la violencia. El feminismo negro estadounidense puso de manifiesto estas
intersecciones que organizaban un espacio social en la que la experiencia de la violencia
de las mujeres negras no era la misma que la que experimentaban las mujeres blancas,
ni tampoco los hombres de color.
Esta reflexión incluso ha sido parcialmente asumida en la práctica legislativa en el
Estado español que, en el Real Decreto 557/2011, de 20 de abril, por el que se aprueba
el Reglamento de la Ley Orgánica 4/2000, sobre derechos y libertades de los extranjeros
en España y su integración social, tras su reforma por Ley Orgánica 2/2009, el capítulo
segundo establece la residencia temporal y el permiso de trabajo para la mujer
extranjera irregular que denuncia violencia de género. Efectivamente, esta medida,
aunque siguiendo la lógica de la judicialización de la violencia de género, atiende una
realidad concreta en la que, como bien afirmaba Cemberlé Williams Crenshaw en 1991,
la realidad de la migración genera una vulnerabilidad extraordinaria dada la a menudo
dependencia de la condición de ciudadanía, la barrera idiomática, así como la presión de
los Estados que hace que, en muchos casos, se prefiera la violencia conyugal que no la
violencia del Estado, la posible deportación y el fin del proyecto migratorio (Crenshaw,
2012: 94-95). No obstante, tal y como ocurre en la elaboración de políticas públicas
europeas, la intereseccionalidad se incluye con más facilidad en los textos legislativos
que no son específicos de violencia de género, sino que hacen referencia a políticas
sectoriales centradas en colectivos vulnerabilizados (minorías étnicas, personas con
discapacidad o pobreza) que en los específicos sobre violencia de género donde se
encuentran escasas referencias a las preocupaciones interseccionales (Lombardo y
Rolandsen, 2016:7)
Dar por válida la perspectiva intereseccional desde una política pública implica, como
explican Lombardo y Rolandsen es exponer la manera en que las políticas públicas
pueden estigmatizar a personas ubicadas en situaciones particulares (Lombardo y
Rolandsen, 2016: 2). En este sentido, estudios como el de Chantler, ponen de manifiesto
las limitaciones de los servicios de asistencia dada la violencia que se ejerce hacia las
mujeres a las que se supone que ayudan. El racismo en las instituciones como los
refugios pero también las soluciones individualistas, dirá Chantler, no funcionan para
las mujeres racializadas entre las cuales los valores de interdependencia son más
poderosos que los de la independencia (Chantler, 2006). En el caso del Estado español,
la adopción de la perspectiva interseccional debiera propiciar la revisión de los
protocolos de atención para poner en evidencia los procesos de victimización secundaria
que propician (Larrauri, 2003; Cubells et al., 2010), dado el actual modo de
reconocimiento de la violencia de género.
La denuncia como paso obligatorio para acceder a los recursos estatales y para iniciar el
camino marcado por las instituciones para salir de las situaciones de violencia, pone de
manifiesto la perspectiva igualadora y homogénea que se tiene de los sujetos de la
violencia y que se identifican con algunas mujeres.
La mirada interseccional pone de manifiesto que la denuncia no puede ser una buena
idea para todos los casos. Dado que la denuncia se interpreta como la estrategia legítima
para salir de la violencia, de la responsabilización se transita a la culpabilización cuando
se retira la denuncia articulando un doble juego argumental: En primer lugar, niega tota
capacidad de agencia de las mujeres más allá de la denuncia. Paterson advierte que “las
mujeres resisten de maneras muy diversas incluyendo la obediencia y la sumisión, el
engaño, la ruptura formal o informal de la relación, la intervención de las instituciones,
la reducción a la exposición, la intervención de la policía, la salida del hogar y la
venganza violenta, incluyendo el homicidio” (Paterson 2006, 2), también utilizan sus
redes sociales y comunitarias y construyen respuestas autónomas y singulares de
acuerdo a la posición social que ocupen. En segundo lugar, obvia las consecuencias que
tiene para las personas situadas en situaciones de dominación, utilizar instrumentos
como el poder judicial. Conviene recordar cómo, desde la criminología feminista
(Larrauri, 2003; Maqueda, 2007, Paterson, 2006; Howe, 2008) se ha destacado que los
procesos judiciales resultan hostiles para las mujeres que denuncian a sus compañeros.
Las autoras han advertido de: la desconfianza hacia las declaraciones de las mujeres, las
falta de recursos económicos que se ponen a su disposición, o la falta de consideración
hacia la persona que pone la denuncia por lo que respecta a la información que se le
suministra sobre el procedimiento y los plazos. La vía penal, de acuerdo con las autoras,
es una estrategia, no la solución, y a menudo se vuelve en contra de las que denuncian:
porque no cubre sus expectativas, porque absuelve a la otra persona, porque no dota de
recursos… De acuerdo con Larrauri: “el sistema penal puede favorecer la creación de
estereotipos que las perjudican. Por ejemplo, se repite el mito de lo irracionales que son
las mujeres que pretenden desistir del proceso penal, en aras de una reconciliación o en
un intento de minimizar la violencia; se alude a las mujeres que denuncian penalmente o
para conseguir ventajas en la separación; o, contrariamente, se señala el absurdo
proceder de las mujeres que denuncian y luego no quieren separarse” (Larrauri 2003,
275).
La diversidad de posiciones y experiencias que encierran las decisiones de las mujeres
quedan borradas en el proceso de construcción simbólica de la mujer víctima de
violencia de género. Independientemente de la posición estructural que ocupen, la
misma catalogación como víctimas les arrebata su capacidad de agencia, siempre que
esta no pase por los canales institucionales reglados.
V.
De la violencia a las violencias
La exclusión de los sujetos de la violencia es, sin duda alguna, una de las consecuencias
del actual marco de reconocimiento de la violencia de género. Hace tiempo que Ristok
(2002) veía la necesidad de queereficar las violencias, atender la dinámica de la
violencia más allá de las realizaciones de género específica sino a través de su
intersección con otros ejes de opresión. La violencia en las parejas LGTBQ, pero
sobretodo las violencia hacia las personas LGTBQ no pueden dejar de interpretarse
como un violencia que, fundamentalmente, se articula sobre un determinado orden de
género. En el caso de lo primero, el discurso hegemónico ha negado la inclusión de las
mujeres lesbianas en la imagen objetualizada de la víctima de violencia de género y, en
todo caso, se admite su inclusión únicamente si se entiende que la relación “reproduce”
una relación heterosexual (Ristok, 2002), negando así la capacidad subversiva de las
identidades butch-femme entendidas como una copia paródica de un original ficticio
(Butler, 2007: 269-273) y homogeneiza las experiencias identitarias asumiéndolas a la
heteronorma. Esta negación, sin duda, se sostiene dada la perspectiva unitaria de género
relegada a sexo sobre la que se construye el discurso hegemónico de la violencia de
género. La violencia entre lesbianas cuestiona la primacía de la desigualdad de género
para explicarla violencia y obliga a situarnos en un análisis foucaultiano del poder
relacional, no ontológico, en el que elementos como la red afectiva, la visibilidad
identitaria o el grado de presión lesbófoba de los contextos de acción constituyen el
espacio interseccional de la violencia. Explicación que, a mi juicio, sirve igualmente
para la diversidad de identidades transgénero.
Pero, explorar los ensamblajes en los que la violencia se ejerce a travesados por los
contextos de homofobia nos sitúa, como ya indicaba Renzetti (1989) en el análisis de las
violencia que se sufren en el espacio público fruto del régimen de género. Y si la
violencia sexual y el acoso forman parte de las violencias de género —aunque no dentro
de nuestro ordenamiento jurídico—, también lo hacen las violencias homófobas,
lesbófobas y tránsfobas (Arisó et al., 2010).
Hablar de violencias nos aleja del concepto de violencia doméstica en el que se enmarca
nuestro ordenamiento jurídico. Saca la violencia del entorno de la familia para ubicarla
en la dimensión estructural en la que las personas que la ejercen y la sufren, aparte de
estar sometidos y sometidas a un régimen de género, también están sometidas a un
régimen capitalista, hererosexista, clasista, racista y abelista. Dar cuenta de ello permite
vislumbrar los espacios de intervención y de transformación más allá del orden de
género.
VI.
Conclusiones. Por un cambio de paradigma
Esto nos lleva a una última reflexión: hacer del concepto violencia de género un
concepto paraguas que incluye la violencia en las relaciones íntimas, la violencia entre
iguales, la violencia en la sociedad, en las instituciones y las perpetradas por los estados,
debe, no obstante, plasmarse en políticas públicas concretas que puedan atender los
contextos en los que la violencia ocurre y poner en evidencia las intersecciones. En caso
contrario, las políticas públicas no aciertan al poner como sujetos de la violencia a las
‘medias sociales’. Las políticas universalistas sólo pueden atender con acierto a las
mujeres que encajan en un patrón de mujer violentada que tienen acceso al sistema
judicial, que tiene posibilidades de entender sus procesos y que tolera los procesos de
institucionalización.
El marco hegemónico de interpretación de la violencia como aquella que se ejerce
contra las mujeres por el hecho de ser mujeres propicia esta interpretación, usando el
género como eje igualador de la desigualdad. No obstante, las aproximaciones
interseccionales advierten de la necesidad de incorporar los análisis de los múltiples ejes
de opresión que constituyen los contextos de la violencia (Sokoloff y Dupont, 2005).
Los procesos de empobrecimiento, la etnia, la orientación sexual y la identidad agravan
las dificultades a las que se enfrentan las personas que sufren violencia desde los
márgenes. Sin embargo, estas dificultades no pueden entenderse como particularidades
individuales sino como fruto de posiciones sociales que están atravesadas por
dimensiones estructurales (Jiwani). El discurso hegemónico que recalca que ‘la
violencia nos afecta a todas’, oculta que nos afecta de maneras diferentes.
Heteronormatividad, sexismo, clasismo, etcétera se nos muestran como matrices de
dominación y opresión que deben introducirse para el análisis de las violencias. Unas
violencias que no son patrimonio de ninguna realización de género y sobre las cuales
actualmente, opera un modo de reconocimiento hegemónico que dificulta interpelar a
los sujetos de la violencia.
En este sentido, el trabajo y la investigación desde los márgenes nos urge para
complejizar el modelo de comprensión y desarrollar un marco de acción público que sea
capaz de dar respuesta a los límites que esos matrices de opresión sitúan desde la acción
política. Más allá de la discusión entre universalismo y relativismo cultural, la mirada
interseccional propicia el análisis de las prácticas culturales sobre las que se erigen
marcos de pensamiento y acción que estigmatizan y discriminan para dar con políticas
que puedan ser transformadoras.
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