OBSOLESCENCIA PLANEADA Y CONSUMO COLABORATIVO: ¿TENDENCIAS CONTRAPUESTAS EN LA SOCIEDAD DE CONSUMO ACTUAL? Gaspar Brändle (gbrandle@um.es) Universidad de Murcia Resumen Un sistema productivo con una capacidad casi ilimitada de fabricar, necesita dar salida a todo lo que produce y por eso podría argumentarse que es necesario que los objetos de consumo tengan una obsolescencia planeada y progresiva, bien por un desgaste natural debido al uso cotidiano (pérdida de su valor funcional), bien por un desgaste artificial debido a un cambio en los cánones estéticos (pérdida de su valor simbólico), que deje paso a la permanente llegada de renovados objetos de consumo. Bajo este sistema, los bienes están destinados a una vida efímera y los consumidores deben estar socializados en un consumo simbólico de objetos a los que no deben apegarse dado el proceso generalizado de usar, tirar y sustituir. Pero de manera paralela, diferentes contextos relacionados con una profunda y sostenida crisis económica, la enorme difusión de las TICs, el aumento de los movimientos de concienciación y sensibilización medioambiental, o la aparición de nuevos sentidos de comunidad y adhesión social, hacen que se planteen nuevas situaciones en torno al consumo. Este último modelo se caracteriza por un tipo de consumo más sostenible, donde la durabilidad de los objetos se constituye como un valor y donde se crean renovados espacios de solidaridad grupal en torno al proceso de consumo. Nos situamos así ante tendencias contrapuestas que podrían ilustrar el panorama actual de las sociedades de consumo maduras, a caballo entre el consumo simbólico y el uso funcional de los objetos, entre el consumo como sinónimo de extinción y la búsqueda de nuevas estrategias de ahorro y sostenibilidad, o entre el consumo como fin acumulativo y su opuesto, aquel basado en la redistribución de los bienes. El objetivo se este trabajo se centra en describir las tendencias de consumo actuales, dejando diversas cuestiones abiertas para la reflexión. Palabras Clave Obsolescencia; Objetos-signo; Individualismo; Consumo Colaborativo; Comunidad 1 Introducción Nunca antes habíamos vivido en un entorno tan materialista como el actual, nuestra vida cotidiana se desarrolla en un escenario de abundancia de objetos para el consumo, cuya duración está limitada artificialmente. En un corto periodo de tiempo los objetos deben perder su valor, hacerse inservibles funcional o simbólicamente, para dejar paso a una nueva gama de renovados objetos listos para reiniciar el vertiginoso ciclo de nacimiento-uso-obsolescencia-desecho. A su vez, es evidente que el consumo sigue caracterizándose por poseer un marcado valor económico e instrumental, pero al que sin duda se le suma un valor expresivo o simbólico, relacionado con la apropiación por parte de los consumidores de los múltiples objetos de consumo puestos a su disposición, a través de los cuales se forja la identidad individual, la distinción y la diferenciación. No obstante, la aparición de nuevos escenarios en los que se ponen en juego la colaboración, la participación y el sentido de comunidad, hace que se generen renovados espacios que vehiculan la interacción social en el ámbito del consumo. Prueba de ello son las comunidades de marca o la tendencia al consumo colaborativo o procomún (gestión y uso colectivo de los bienes), elementos que configuran un remozado escenario de consumo y lo sitúan en un plano en el que se modifica el sentido social de esta actividad. Estaríamos así ante una cierta superación de la propensión a la propiedad individualizada de los objetos, extendiéndose la tendencia a compartir (sharing), la cual, entre otros aspectos, reporta al individuo el beneficio de reforzar el sentimiento de unidad con sus semejantes. Nos situamos, pues, en un escenario en el que se confrontan diversas tendencias que definen a las sociedades de consumo actuales. Por una parte la sobreabundancia de objetos de consumo efímeros que aseguran un ciclo sinfín de adquisición y desuso, la cual corre en paralelo a la expansión de un tipo de consumo altamente individualista propio de una sociedad eminentemente narcisista. Por otro, la difusión de espacios colaborativos de consumo que permiten reducir, reciclar y reutilizar los objetos para darles “una segunda vida”, prácticas que además permiten a los consumidores desarrollar un amplio sentido de comunidad. 2 Dado que vivimos en sociedades altamente heterogéneas donde se hace difícil establecer tendencias unívocas, este trabajo tiene el objetivo de plantear una serie de cuestiones para la reflexión: ¿se están realmente cambiando los aspectos sociales del consumo (p. e. hacia consumos más sostenibles)? O, ¿simplemente asistimos a un cambio de escenario pero donde el trasfondo sigue siendo el mismo? ¿El consumo simbólico pierde terreno ante el uso funcional de los bienes? O, ¿todo consumo ha devenido en simbólico en las sociedades actuales? ¿Nos situamos ante la aparición de consumidores más solidarios que ya no buscan distinguirse por el consumo, sino simplemente obtener acceso a recursos comunitarios? O, ¿finalmente es simplemente una estrategia en la que los consumidores, una vez agotada la utilidad social del objeto, pretenden sacarle algún rendimiento adicional? ¿Estamos ante un sentimiento verdadero de pertenencia y de lealtad grupal, en el que se genera un proceso de socialización colaborativa? O, ¿la motivación para participar en los espacios sociales de consumo es principalmente competir y aprovecharse de esta adhesión grupal para conseguir beneficios individuales? ¿La crisis económica -y por tanto de consumo- acelera la aparición de nuevos escenarios colaborativos motivados por la necesidad (consumos defensivos)? O, ¿simplemente se promueven nuevos tipos de consumo que permiten la difusión de estilos de vida diferenciales (consumos distintivos)? Finalmente, ¿podemos hablar de tendencias macroestructurales? O, ¿nos movemos en el plano de las estrategias personales? 1. Obsolescencia planeada de los objetos de consumo En las sociedades desarrolladas el individuo común está rodeado de objetos, algunos incluso tienen más objetos de consumo alrededor que personas. La soberbia capacidad del sistema productivo permite esta abundancia material, que contrasta con la escasez que se vivía hace tan solo unas cuantas décadas. En aquellos momentos los objetos eran pocos y su valor fundamental residía en la durabilidad. Un objeto que cumplía con su función durante un largo periodo de tiempo resultaba ser una buena inversión. Ahora el número de bienes disponibles para el consumidor se ha multiplicado exponencialmente pero, paralelamente, su vida útil se ha acortado drásticamente sometida a una lógica de mercado caracterizada por la innovación y la aceleración de los ciclos de producción y venta. Así el consumidor se acostumbra a la presencia constante de novedades, debidamente difundidas por la publicidad y subordinadas al dictado de las modas, pero 3 ello implica también que esté preparado para deshacerse en el menor plazo posible de los artículos de consumo para dejar espacio a la nueva gama de productos. El recorrido entre el centro comercial y el basurero es cada vez más corto (Bauman, 2007). Generalmente los objetos aúnan al menos dos cualidades, una funcional relacionada con su valor de uso y otra simbólica vinculada con su valor social como signo de estatus. Ahora bien, en la mayoría de los casos una función prevalece sobre la otra -piénsese por ejemplo la diferencia entre una joya y una lavadora-, y dado el sistema de consumo actual el valor simbólico suele prevalecer sobre el funcional. Los consumidores se apropian íntegramente de la mercancía, no sólo en su materialidad y uso funcional, sino también en su valor simbólico e inmaterial. La sociedad de consumo es una sociedad basada en la producción para el deseo, donde la necesidad y la funcionalidad del objeto quedan relegadas, a veces, a un segundo plano. En muchas ocasiones cuando se adquiere un objeto, no se busca sólo que ese objeto satisfaga una necesidad real1, sino la compra de un fetiche, un signo o emblema que señale simbólicamente la clase, personalidad o distinga al individuo. Como señala Severiano “el consumidor no consume el objeto en su funcionalidad o ‘valor de uso’ – esto ya es irrelevante-, sino todo un universo imaginario que rodea la mercancía: estatus, poder, diferenciación social, seguridad, belleza, felicidad, etc. [es una] forma de apropiación fetichista del objeto” (2005: 131). Así pues podemos convenir que los objetos son signos (Baudrillard, 1996) que nos permiten comunicarnos con los demás (Douglas & Isherwood, 1996). Esto podría ayudar a comprender el proceso según el cual objetos que todavía mantienen una utilidad material, se queden obsoletos en su utilidad simbólica, perdiendo el significado que antes transmitían. Así la mayor parte de los bienes se mantienen inalterables durante un período limitado de tiempo en el que conservan todas sus cualidades funcionales y simbólicas para, llegado el momento, desaparecer dejando hueco a nuevos productos aunque sigan siendo plenamente funcionales. 1 Se podría decir que la necesidad real es aquella que se satisface gracias a la funcionalidad del objeto y la simbólica es aquella satisfecha gracias a las cualidades expresivas del objeto. 4 En definitiva, la necesidad que todavía quedaba satisfecha con la utilidad material del objeto, deja paso al deseo exacerbado e inagotable de renovados bienes simbólicos. Además, y aunque el aspecto simbólico del bien quedara inalterado con el tiempo e incluso existiera una normativa que asegurara la durabilidad funcional de los bienes, la facilidad para producir hace que muchas veces sea más rentable sustituir el producto que repararlo. La obsolescencia estilística de los objetos de consumo forma parte de un proceso más amplio de estilización de la vida cotidiana, donde la función utilitaria de las cosas pasa a un segundo plano para convertirse en una cuestión básicamente estética. Es la nuestra una sociedad del espectáculo (Debord, 1994) donde las fronteras entre lo público y lo privado se difuminan para que la propia vida se convierta en una representación. La importancia dada al cuerpo como un elemento más de la cultura del símbolo (Briceño, 2011), que trasciende la esfera de lo privado para exhibirse en los espacios públicos y que tiene la misma condición obsolescente que el resto de objetos-signo, es un ejemplo paradigmático de ello (Wolbring, 2010). Si en el capitalismo de producción el ritmo de consumo era rápido, pero siempre marcado por la duración del proceso de fabricación y venta; en el capitalismo de consumo, la imperante necesidad de la novedad comercial, de la innovación técnica, etc., hace que el tiempo se acorte, quedando reducido al instante, si fuera posible. De manera que en esta sociedad el proceso de consumo adquiere así un ritmo más o menos vertiginoso, una inmediatez que predestina a los artículos de consumo a tener una vida efímera que cada vez se acorta más. La muerte social (obsolescencia), que se produce cuando el objeto ha perdido su función simbólica, llega mucho antes que la muerte funcional (desgaste), momento en el que su utilidad práctica desaparece. Por tanto, el ciclo de vida del producto obedece más a su durabilidad simbólica que a su durabilidad técnica. Asistimos a lo que se puede denominar como una inflación de novedades, cuyo resultado final es la sobreabundancia de productos en el mercado, que en la mayoría de los casos llevan grabada una malformación congénita en sus genes que les aboca a una obsolescencia prematura. En este contexto, la competencia entre las empresas se intensifica y el tiempo se convierte en un factor vital en la lucha por adelantarse en la 5 comercialización de nuevos productos. Un aspecto que se lleva hasta el límite en algunos sectores comerciales, donde se anuncian los nuevos productos con mucha antelación a su salida a la venta al público. Esta estrategia permite dar notoriedad al producto y a la marca, a la vez que se crea y se fomenta un fuerte deseo de posesión. De esta manera, el hiperconsumidor no consume sólo cosas y símbolos: consume lo que todavía no tiene concreción material (Lipovetsky, 2007). Esta obsolescencia progresiva y acelerada no es sólo patrimonio de los objetos de consumo, sino que forma parte de un conjunto de valores compartidos y de una nueva manera de entender la vida cotidiana. Las personas también forman parte de este ciclo de usar-tirar-renovar: trabajadores temporales que son sustituidos por otros, relaciones de pareja fugaces que se suceden a lo largo de la vida, etc. El cambio permanente y la renovación constante, se convierten así, en uno de los arquetipos de la sociedades actuales. 2. Hacia un uso comunitario de los bienes Ahora bien, en los últimos años nos encontramos ante un nuevo contexto que está cambiando los valores, hábitos y objetivos de las personas que viven en las sociedades opulentas, especialmente aquellos centrados en la satisfacción permanente e inmediata de necesidades y deseos, sean éstos reales o creados artificialmente. La crisis económica actual se constituye como uno de los últimos paradigmas de la globalización, afectando en mayor o menor grado a todas las economías mundiales. Y esta es precisamente una de sus especificidades ya que, si bien es generalmente asumido –según el modelo de Kondratieff- que la economía pasa por ciclos de expansión y recesión, hay acuerdo en señalar que nunca antes la crisis había alcanzado con similar virulencia al conjunto de las economías del planeta. Algunas de sus consecuencias nos empiezan a resultar bastante familiares: colapso crediticio y bancario, bancarrota de grandes imperios empresariales, destrucción de empleo, descenso de las rentas, caída de los niveles de consumo, etc. Ello hace que toda una serie de prácticas que estaban fuertemente arraigadas entre los integrantes de las sociedades de consumo maduras empiecen a ajustarse al nuevo 6 contexto, de manera que el comportamiento y las motivaciones de una buena parte de los consumidores comiencen a cambiar. Un escenario de recursos escasos lleva a que las estrategias se ajusten y poco a poco se modifique el modelo anterior. Más allá de la escasez actual que tiene un peso relevante para que una parte importante de la población se vea obligada a cambiar sus hábitos, también se empiezan a levantar voces en contra de un modelo insostenible. El compromiso con otras personas en situación de necesidad y la búsqueda de un modelo más respetuosos con el medioambiente también nos sitúan ante este nuevo escenario. Por otro lado, el avance de las Tecnologías de la Información y la Comunicación han ampliado los espacios de intercomunicación y sociabilidad. La Web 2.0 es una plataforma especialmente caracterizada por la colaboración entre sus usuarios. Además no debe pasar inadvertido el hecho de que dicha colaboración se desarrolla en un contexto caracterizado por la confianza y la horizontalidad de las relaciones, dado que es un sistema de producción entre iguales, donde todos son potencialmente aptos para aportar sus conocimientos e ideas y/o para mejorar las contribuciones de los demás. Nos situaríamos así en un contexto propicio para una “retórica de la democratización” (Beer y Burrows, 2007) al generarse un espacio de participación social abierto en el que, en teoría, cualquiera puede hacerse ver y escuchar, teniendo en sus manos una parte del control de los contenidos que se generan y difunden online. Entre sus múltiples aplicaciones permite precisamente la creación de espacios -a escala local, pero también global- donde compartir los objetos de consumo. Este “nuevo” modelo de consumo transforma la forma en la que los consumidores se apropian de los objetos, poniendo más el énfasis en el acceso que en la propiedad. Ya no se hace necesario poseer el bien para disfrutar del mismo: productos que se ofrecen como servicios y que pueden ser alquilados, las webs que permiten compartir el vehículo o la vivienda con otros usuarios, el intercambio de material cultural a través del sistema peer to peer (P2P) y, en definitiva, el reciclaje de objetos que ya no se utilizan y que se ponen a disposición de otros consumidores o usuarios a través del intercambio y la cesión, son solo algunos ejemplos que atestiguan la cristalización de esta tendencia. 7 Felson y Spaeth (1978) ya hablaban hace tres décadas del “consumo colaborativo” para referirse a aquellas situaciones donde se comparten bienes y servicios entre varios usuarios con el fin de maximizar los recursos disponibles, pero ha sido recientemente cuando ha empezado a tener cierta relevancia asociado a las nuevas posibilidades que ofrece la Red, al elevar exponencialmente las posibilidades de aprovechamiento de los bienes y servicios que circulan en las sociedades de consumo2. De manera que si la dinámica central del consumismo moderno está en gran medida relacionada con un insaciable deseo de los consumidores por la novedad (Campbell, 1992), apoyada en un sistema estructurado a partir de la moda, la publicidad y un sistema productivo de gran capacidad; esta nuevas tendencias pondrían el énfasis en otros aspectos que enlazan con el hecho de disfrutar de la experiencia, del uso y no tanto de la posesión o la sensación del “estreno”. El impacto beneficioso sobre el medio ambiente también debe ser subrayado, ya que se pasaría de un sistema de consumo vertiginoso, donde “la economía de los consumidores debe recurrir al exceso y el despilfarro” (Bauman, 2010: 230), a otro donde en lugar de usar y tirar, se apostaría por reciclar, reparar, compartir y reutilizar. Se pasa así de la “generación me” a la “generación we” (Botsman y Roo, 2010). En definitiva, este nuevo modelo de consumo colaborativo se convierte en un movimiento social, económico y cultural que modifica la manera en la que hasta ahora se habían cubierto las necesidades y deseos. Además, estos movimientos e iniciativas en torno al consumo tienen un impacto sobre la creación y mantenimiento de lazos sociales. De hecho, para Belk (2010), estamos ante una cierta superación de la propensión a la propiedad individualizada de los objetos, extendiéndose la tendencia a compartir (sharing), la cual, entre otros aspectos, reporta al individuo el beneficio de reforzar el sentimiento de unidad con sus semejantes, generándose así un “vínculo comunitario” (Cova, 1997). 2 De hecho esta tendencia ha sido elegida recientemente por la revista TIME entre las diez ideas que cambiarán el mundo. http://www.time.com/time/specials/packages/completelist/0,29569,2059521,00.html 8 Veáse Y es que las TICs permiten la creación de un contexto en el que se multiplican las posibilidades para la interrelación y la vinculación social de personas independientemente del espacio geográfico en el que éstas se encuentren (desespacialización) y además parece que los referentes de pertenencia se hacen cada vez más flexibles, permitiéndose ciertos devaneos en relación a la lealtad grupal. Así, la pertenencia a una entidad puede ser compartida y practicada simultáneamente junto con la pertenencia a otras entidades en casi cualquier combinación, sin que ello provoque necesariamente una condena ni unas medidas represivas de ninguna clase. Un ejemplo de estas nuevos espacios para la adhesión grupal en el ámbito del consumo son las comunidades de marca, grupos sociales en los que sus miembros comparten una intensa lealtad hacia una marca comercial y, además, como cualquier otro grupo, se caracterizan por los rasgos específicos de la vida en comunidad: conciencia de pertenencia, transmisión de ritos y tradiciones, y sentido de responsabilidad hacia el grupo –si bien el centro de estos sentimientos y actitudes es explícitamente comercial(García Ruiz, 2005). Son comunidades en las que se ponen en juego, por tanto, formas de sociabilidad de los consumidores (Fonseca et al, 2008). Nos situamos de esta manera ante un contexto en el que si por un lado es evidente que el consumo tiene un aspecto puramente instrumental, la adquisición y uso práctico del producto; por otro, el acto de consumo se enmarca dentro de un amplio proceso relacionado con la posibilidad de generar interacciones sociales y un compromiso colectivo en torno a él, lo que le otorga un elemento claramente expresivo (Muñiz y O’Guinn, 2001). Algunas reflexiones finales El modelo de consumo masivo y acumulativo tiene varias consecuencias negativas, por una parte la sociedad de consumo sólo puede presentarse parcialmente como una moderna sociedad de la abundancia, pues constantemente aparecen nuevos deseos de consumo, y con ellos nuevos grupos sociales insatisfechos al no poder cumplirlos. De manera que la “revolución en el crecimiento de las expectativas”, fruto del proceso de desarrollo industrial y la capacidad de producir más cantidad de bienes, provoca una 9 “revolución en el crecimiento de las frustraciones”, debido a que no todas las expectativas pueden ser satisfechas. Por otro lado, una sociedad que fomenta el despilfarro, la abundancia material y las desigualdades extremas, tiene un efecto todavía más perjudicial: la destrucción del entorno natural. Efectivamente, según la RAE la primera acepciones del término consumir es la de destruir o extinguir. Indudablemente cuanto más se consume más se tiene que producir, y cuanto más se produce más recursos se consumen (agua, energía, etc.). El problema es que son muchas más las personas que se integran en el proceso de consumo, que aquellas que se involucran en los movimientos a favor del medioambiente. La ecuación por tanto resulta fácil de resolver: más consumidores cada año y más necesidades que cubrir significan menos recursos preexistentes. Quizá la solución esté en un cambio de modelo pasando de la propiedad individual y la obsolescencia planeada de los objetos de consumo a la difusión del consumo comunitario donde prima el acceso compartido y el disfrute del objeto en su característica más funcional, apoyado en la regla de las tres R: reducir, reciclar, reutilizar (o incluso de las cinco, si sumamos la de reparar y la de redistribuir). Además este nuevo sistema debería favorecer el cambio en la durabilidad de los bienes, ya que si los productos quieren ser utilizados para intercambiar tienen que alargar su vida útil, estar fabricados para soportar un uso intensivo y adaptarse a las necesidades de varios usuarios. No pueden ser bienes terminales (Kopytoff, 1995) en los que un único propietario les de uso durante un período determinado de tiempo y después carezcan de valor económico y de uso por la aparición de nuevos modelos más modernos, estilizados, útiles e, incluso, más baratos. Si tienen una obsolescencia programada y acelerada es difícil que puedan entrar en ese círculo de intercambio y por ello la durabilidad podría volver a constituirse como un valor intrínseco de los objetos, como así fue en otros momentos de la Historia donde eran escasos y debían durar para rentabilizar la inversión. Por ello ya se empiezan a atisbar cambios en las normativas que tratan de regular el mercado, promoviendo la durabilidad como un requisito legal de los bienes y fijando una horquilla en la duración de los objetos que vaya asociada a unos estándares mínimos de calidad (Cooper, 2010). 10 En definitiva si se materializa y generaliza el modelo de consumo colaborativo y comunitario tendríamos varias consecuencias positivas. Desde el punto de vista medioambiental la generación de menos residuos, la menor presión sobre recursos escasos, o la difusión de prácticas más sostenibles. Desde el punto de vista económico, se podrían crear nuevas maneras de crear beneficio y empleo en época de crisis. Y, por qué no, sociales, ya que se podrían estar afianzando nuevos lazos comunitarios, difundiendo renovados valores de solidaridad y compromiso grupal. 11 Referencias Baudrillard, J. (2004) (p. e. 1969) El Sistema de los Objetos, México, Siglo XXI. Bauman, Z. 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