La enfermedad en Dostoievski BELA MARTINOVA * A propósito de F.M. Dostoievski, Lunacharski(1), en un artículo sobre la poética de este autor hace una enérgica crítica frente a la utilización del sufijo “shina”, es decir, “dostoievshina”, tan comúnmente utilizado entre la gente para referirse hasta hoy día a Dostoievski y su obra, cosa que no ocurre en España, con Cervantes, por ejemplo, respetado y aceptado por todos, como muy bien se merece su nombre y obra. Pero ¿qué pretenderá —dicen algunos— de Dostoievski, denominando despectivamente su obra con el término de “dostoievshina”, como algo terriblemente denso e impenetrable? Con motivo del sufijo, nos gustaría salir en defensa de este autor mundialmente reconocido y más profeta fuera de su tierra que en ella; apostando primeramente por su sinceridad y después por su actualidad. Pues aunque parezca un autor lejano, sin embargo, es actual; parece ambiguo, pero es claro. No oculta nada, sólo encierra en sí un “secreto”. Sus prototipos de héroe siguen siendo hombres de hoy; valientes unos, temerosos otros; arrepentidos, ridículos y humillados, un elevado numero de sus personajes, pero en su conjunto, todos ellos, hombres. Es cierto que la literatura de Dostoievski está repleta de enfermedad. Todos sus héroes están impregnados de rasgos delatores de una enfermedad latente. Inconscientemente afloran a la memoria las palabras del famoso filósofo alemán, Nietzsche, que por pertenecer a alguna línea de pensamiento, la suya, como hoy la denominan, fue la de la “sospecha”, cuestión que aquí nos interesa retomar, y cuyo enfoque nos gustaría subrayar, por aquello del “secreto”. Decía Nietzsche que encontraba en las novelas de este autor ruso a “seres enfermos, conmovedores, poseedores de rasgos de sublime extrañeza, en medio de cosas disolutas y suciamente plebeyas...”(2). Rasgos éstos, no obstante, y a pesar de Nietzsche, engendrados y presentes en toda la humanidad, pero puestos de relieve a través de la novela dostoievskiana. * Traductora literaria de ruso y Doctora en Filología Eslava. 1 Este factor es importante y lo vamos a tener en cuenta para, desde allí, proyectar nuestra propia sospecha. Para argumentar nuestra defensa, es preciso remontarse al condicionamiento y circunstancias concretas de la vida de Dostoievski. No cabe duda de que ésta fue amarga y muy dura. Primero, la infancia, determinada ya por la figura de un padre muy exigente y despótico en los últimos años de su vida; después, las penuria económicas, las deudas, el destierro, el vagar, la persecución y, en el centro de su vida, la literatura, que se erige entre espasmos y crisis nerviosas, de lo cual es lícito deducir que, lo que más definía a este autor, era su enfermedad y, por consiguiente, la soledad. Por eso, a propósito de la soledad, él mismo decía lo siguiente: “¡...Me siento siempre solo! ¡Solo con mi mujer, y solo con la gente! Siempre solo. Es posible que otros me bendigan, siempre solo. Tengo un secreto que, si ustedes lo supieran, en el momento, me darían la espalda”(3). De esta confesión resulta difícil no deducir que su “secreto” es el detonante de sus profundos diálogos internos proyectados en sus héroes, bien sean éstos creyentes, ateos, jugadores, asesinos, locos o simplemente enamorados, pero siempre cómplices de una duplicidad de conciencias encerradas en un solo ser. Por su biografía y diarios se desprende que su enfermedad de la epilepsia le azotaba continuamente, haciéndole fragmentar su ser en dos, como si, por un lado, de un alarido demoníaco se tratara, y por el otro, de la clarividencia que experimentaba sólo “unos instantes antes de la aparición del ataque”, momento éste —según confiesa nuestro autor— “sublime” y, por añadidura, precursor de unos segundos valiosísimos repletos de estética oratoria unida al análisis de su realidad social con grandes tintes de contenido filosófico. Ya Stefan Zweig, en su estudio sobre Dostoievski, decía a propósito de esta enfermedad: “Ningún hombre sano puede siquiera sospechar el grado de felicidad que invade al epiléptico un segundo antes del ataque”(4). Y parece cierto, pues Dostoievski mismo confiesa acerca de su dolencia lo siguiente: “...No sé si este segundo de delicias dura horas, pero creedme que no lo cambiaría por todas las satisfacciones de la tierra”. (idem). Paradójica y espeluznante la confesión de Fiodor Mijáilovich, en torno a cuyos “segundos” se ciñe el presentimiento como guía. Él presentía los ataques, sabía cuando vendrían, pues en su acecho, éstos daban señales desatando en él momentos de gran expresividad de contenidos filosóficos y sociales que hasta hoy día siguen vigentes, y que consideramos justo deberían ser releídos, atenta y minuciosamente, para no ser archivados como una literatura hueca, por aquellos que con el sufijo “shina”, aplicado a este gran autor, consideran “válidos” en nuestros confusos tiempos. Dice así: “Sí, la enfermedad se le reproducía, era indudable, tal vez le daría un ataque aquel mismo día, era casi seguro. De ahí toda aquella oscuridad, de ahí aquellas ideas”(5). Estas ideas definen el contexto central de la obra de El Idiota. Se trata del mensaje que Dostoievski proyecta en el héroe de esta obra en la figura del príncipe Mashkin, planteándose la revisión del ya viejo concepto platónico de la aristocracia, y la consiguiente misión de ésta en una sociedad en crisis que se debate en su problema de identidad, proveniente de su desgarrada raigambre que desemboca en la cuestión social y política frente a un Occidente devorador. Después, apenas avanzadas unas páginas, Mashkin tiene la impresión de que algo se abre ante él de par en par, y una extraordinaria luz interior le ilumina el alma: 2 “Ese instante duró, tal vez, medio segundo. Sin embargo, el príncipe recordó con toda claridad y lucidez el comienzo, el primer sonido de un espantoso alarido que le brotó del pecho como por sí mismo sin que él pudiera evitarlo con fuerza alguna. Luego, su conciencia se apagó de golpe y las tinieblas fueron absolutas”(6). De este texto se desprende su determinación a vivir la fragmentación o la división, producto de bruscos y casi endemoniados ataques, como si, por un lado, de la obra del mismísimo diablo se tratara, y por el otro, el grado de felicidad experimentado en su presentimiento del ataque. Ello nos hace pensar en la humillación de lo irremediable, que exhibe esa enfermedad, sin miedo al ridículo, que azota a su presa merced al antojo de sorprenderle donde ella quiera; y que esa enfermedad no es una enfermedad más, sino que es algo más. Un algo más que, al igual que lo que acabamos de mencionar, también pone de relieve la epilepsia como una enfermedad santa, capaz de desvelar una de las figuras poéticas más bellas y positivas que una pluma puede trazar, y en las que se encarna la bondad y la redención. Así, se puede y se debe establecer una analogía de la enfermedad con el estado y la proyección literaria volcada en la hoja como una escisión de un ser fragmentado por algo. Nos gustaría recurrir aquí a la comparación, siempre en el contexto del campo literario, con otros autores que padecieron similar dolencia espiritual y la duplicidad desplegada en la literatura, cuyo fenómeno podemos considerar definitorio de una patología literaria, en la que estarían englobados Kierkegaard, Kafka, Nietzsche, e incluso alguien más actual, como es el rumano Ionesco, a quien pretendíamos llegar desde Dostoievski, para reforzar nuestra tesis de pertenecer, o al menos, ser digno de ser leído en la actualidad, pues qué duda cabe que se adelantó al postmodernismo en muchas de sus obras, como por ejemplo El doble, Memorias del subsuelo, etc. En Kierkegaard, la perspectiva del “temor y temblor” es asimilable a los rasgos de la patología encontrados en las novelas de Dostoievski. Rasgos similares se encuentran también en Kafka, sólo que su enfermedad es la impotencia, angustia y culpabilidad, y no ya tanto los problemas de fe de Kierkegaard, pero que al igual que éste último, derivan de la infancia, de la presencia de la figura paterna no acabada de afirmarse en la conciencia de estos autores, patología que se proyecta en la literatura psicofilosófica de gran envergadura creativa. Dostoievski, como ya hemos dicho más arriba, es un autor lacrado, y en ello inciden los no pocos matices donde la idea de la figura paterna siempre está presente, y de ahí también, su doble idea del amor al padre y el “deseo de su muerte”. Basta con asomarse a Los hermanos Karamázov para cerciorarse de ello. Por ello, su patología literaria, no sólo no está lejos de los autores mencionados, sino que, muy al contrario, resulta extremadamente cercana a ellos. Pero a pesar de todo, Dostoievski logra, por su enfermedad, y a pesar de ella, llegar al núcleo mismo de la estética de la sencillez de la palabra enfrentada a la duplicidad de sus héroes, detrás de la cual se oculta y debate la búsqueda de la autoafirmación paterna, en cuyo transcurrir resurge la huidiza evasión del escribir. Frente a esta problemática, se contrapone la literatura, planteándonos la interrogante de si realmente la “sinceridad” de Dostoievski frente a su “secreto” revierte en la fragilidad acerca de cuando casi por boca de Blanchot parece mostrarse tal frágil frente al juego de la ruleta, el azar y los dados, reafirmándose en su postura de ser capaz de “...apostar con la misma indiferencia monedas de verdad y mentira... convirtiendo la escritura en una espiral de la que no se sabe si baja o 3 sube, un movimiento simultáneo de afirmación y negación que tiende hacia un centro vacío o surge de éste. La eternidad inestable de la página blanca es sólo la puerta de transición desde un caos indescifrable a un orden del absurdo”(7). A propósito de esto, nos vienen a la memoria unas palabras de la biográfica obra de teatro del rumano Ionesco, padre del absurdo, y la pérdida de cuya figura hace ya más de doce años, podría definir con sencillez la problemática que se debate aquí, y que creemos también pudiera ser la de Dostoievski. Estas conmovedoras palabras parecen salir a borbotones de la boca de un hombre herido —pero también maduro, personal e intelectualmente—, frente al cuerpo, yacente y sin vida, de su padre. Dice así: “Papá... Nunca nos comprendimos. ¿Puedes oírme aún? Odié tu violencia siempre, tu egoísmo... Me pegaste... Debería vengar a mi madre. Pero, ¿para qué sirve la venganza? El que se venga, siempre pierde”(8). Notas (1) M. M. Bajtín. Problemas en la poética de Dostoievski. Fondo de Cultura Económica. México, pág. 59. (2) F. Nietzsche. El Anticristo. P. 131. nota. 69. Alianza Editorial. (3) E. Y. Jazin. Todo está permitido. P. 47. Reflexiones sobre la obra de Dostoievski. YMCA- Press. París. (4) S. Zweig. Tres maestros, Balzac, Dickens, Dostoievski. P. 128. ed. Juventud Argentina. B. Aires. (5) F.M. Dostoievski. El Idiota. P. 274. Ed. Bruguera Libro Amigo. (6) Idem. Pág. 281. (7) M. Blanchot. De Kafka a Kafka, Fondo de la Cultura Económica. México, 1991. (8) Artículo de F. Arrabal, publicado en el suplemento dominical del diario ABC, día 5.12.93 sobre Ionesco y su obra Víctimas del deber. (9) Idem. El padre reconoce su rúbrica: “Fui militar... Fui obligado a participar en el exterminio de decenas de miles de soldados enemigos, de poblaciones, de mujeres, ancianos y niños... No quise tener descendencia. Intenté impedir que vinieras al mundo...”(9). Y para concluir estas reflexiones no sería demasiado osado recurrir a Francisco Arrabal, un admirador suyo, que coincidió en el tiempo y espacio con este gran autor del teatro del absurdo, y de quien dijo, que: “con esta sentencia a cuestas, Ionesco ha escrito, triunfado y sufrido”; de ahí también su tendencia hacia la incesante búsqueda “de la ternura escondida tras las cosas”, búsqueda que, en nuestra opinión, bien pudiera coincidir con la causa que desembocó en el secreto de Dostoievski.” 4