Num137 011

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La enfermedad en Dostoievski
BELA MARTINOVA *
A
propósito
de
F.M.
Dostoievski,
Lunacharski(1), en un artículo
sobre la poética de este
autor hace una enérgica
crítica frente a la utilización del sufijo
“shina”, es decir, “dostoievshina”, tan
comúnmente utilizado entre la gente para
referirse hasta hoy día a Dostoievski y su
obra, cosa que no ocurre en España, con
Cervantes, por ejemplo, respetado y
aceptado por todos, como muy bien se
merece su nombre y obra.
Pero ¿qué pretenderá —dicen algunos—
de
Dostoievski,
denominando
despectivamente su obra con el término
de
“dostoievshina”,
como
algo
terriblemente denso e impenetrable?
Con motivo del sufijo, nos gustaría salir
en defensa de este autor mundialmente
reconocido y más profeta fuera de su
tierra
que
en
ella;
apostando
primeramente por su sinceridad y
después por su actualidad. Pues aunque
parezca un autor lejano, sin embargo, es
actual; parece ambiguo, pero es claro.
No oculta nada, sólo encierra en sí un
“secreto”.
Sus prototipos de héroe siguen siendo
hombres de hoy; valientes unos,
temerosos otros; arrepentidos, ridículos y
humillados, un elevado numero de sus
personajes, pero en su conjunto, todos
ellos, hombres.
Es cierto que la literatura de Dostoievski
está repleta de enfermedad. Todos sus
héroes están impregnados de rasgos
delatores de una enfermedad latente.
Inconscientemente afloran a la memoria
las palabras del famoso filósofo alemán,
Nietzsche, que por pertenecer a alguna
línea de pensamiento, la suya, como hoy
la denominan, fue la de la “sospecha”,
cuestión que aquí nos interesa retomar, y
cuyo enfoque nos gustaría subrayar, por
aquello del “secreto”.
Decía Nietzsche que encontraba en las
novelas de este autor ruso a “seres
enfermos, conmovedores, poseedores de
rasgos de sublime extrañeza, en medio
de cosas disolutas y suciamente
plebeyas...”(2).
Rasgos
éstos,
no
obstante, y a pesar de Nietzsche,
engendrados y presentes en toda la
humanidad, pero puestos de relieve a
través de la novela dostoievskiana.
* Traductora literaria de ruso y Doctora en Filología Eslava.
1
Este factor es importante y lo vamos a
tener en cuenta para, desde allí,
proyectar nuestra propia sospecha.
Para argumentar nuestra defensa, es
preciso remontarse al condicionamiento
y circunstancias concretas de la vida de
Dostoievski. No cabe duda de que ésta
fue amarga y muy dura. Primero, la
infancia, determinada ya por la figura de
un padre muy exigente y despótico en
los últimos años de su vida; después, las
penuria económicas, las deudas, el
destierro, el vagar, la persecución y, en
el centro de su vida, la literatura, que se
erige entre espasmos y crisis nerviosas,
de lo cual es lícito deducir que, lo que
más definía a este autor, era su
enfermedad y, por consiguiente, la
soledad. Por eso, a propósito de la
soledad, él mismo decía lo siguiente:
“¡...Me siento siempre solo! ¡Solo con mi
mujer, y solo con la gente! Siempre solo.
Es posible que otros me bendigan,
siempre solo. Tengo un secreto que, si
ustedes lo supieran, en el momento, me
darían la espalda”(3).
De esta confesión resulta difícil no
deducir que su “secreto” es el detonante
de sus profundos diálogos internos
proyectados en sus héroes, bien sean
éstos creyentes, ateos, jugadores,
asesinos,
locos
o
simplemente
enamorados, pero siempre cómplices de
una
duplicidad
de
conciencias
encerradas en un solo ser.
Por su biografía y diarios se desprende
que su enfermedad de la epilepsia le
azotaba
continuamente,
haciéndole
fragmentar su ser en dos, como si, por
un lado, de un alarido demoníaco se
tratara, y por el otro, de la clarividencia
que experimentaba sólo “unos instantes
antes de la aparición del ataque”,
momento éste —según confiesa nuestro
autor— “sublime” y, por añadidura,
precursor de unos segundos valiosísimos
repletos de estética oratoria unida al
análisis de su realidad social con
grandes tintes de contenido filosófico.
Ya Stefan Zweig, en su estudio sobre
Dostoievski, decía a propósito de esta
enfermedad: “Ningún hombre sano puede
siquiera sospechar el grado de felicidad
que invade al epiléptico un segundo
antes del ataque”(4).
Y parece cierto, pues Dostoievski mismo
confiesa acerca de su dolencia lo
siguiente: “...No sé si este segundo de
delicias dura horas, pero creedme que no
lo cambiaría por todas las satisfacciones
de la tierra”. (idem).
Paradójica y espeluznante la confesión
de Fiodor Mijáilovich, en torno a cuyos
“segundos” se ciñe el presentimiento
como guía. Él presentía los ataques,
sabía cuando vendrían, pues en su
acecho, éstos daban señales desatando
en él momentos de gran expresividad de
contenidos filosóficos y sociales que
hasta hoy día siguen vigentes, y que
consideramos
justo
deberían
ser
releídos, atenta y minuciosamente, para
no ser archivados como una literatura
hueca, por aquellos que con el sufijo
“shina”, aplicado a este gran autor,
consideran
“válidos”
en
nuestros
confusos tiempos.
Dice así: “Sí, la enfermedad se le
reproducía, era indudable, tal vez le daría
un ataque aquel mismo día, era casi
seguro. De ahí toda aquella oscuridad,
de ahí aquellas ideas”(5).
Estas ideas definen el contexto central de
la obra de El Idiota. Se trata del mensaje
que Dostoievski proyecta en el héroe de
esta obra en la figura del príncipe
Mashkin, planteándose la revisión del ya
viejo
concepto
platónico
de
la
aristocracia, y la consiguiente misión de
ésta en una sociedad en crisis que se
debate en su problema de identidad,
proveniente de su desgarrada raigambre
que desemboca en la cuestión social y
política frente a un Occidente devorador.
Después, apenas avanzadas unas
páginas, Mashkin tiene la impresión de
que algo se abre ante él de par en par, y
una extraordinaria luz interior le ilumina el
alma:
2
“Ese instante duró, tal vez, medio
segundo. Sin embargo, el príncipe
recordó con toda claridad y lucidez el
comienzo, el primer sonido de un
espantoso alarido que le brotó del pecho
como por sí mismo sin que él pudiera
evitarlo con fuerza alguna. Luego, su
conciencia se apagó de golpe y las
tinieblas fueron absolutas”(6).
De este texto se desprende su
determinación a vivir la fragmentación o
la división, producto de bruscos y casi
endemoniados ataques, como si, por un
lado, de la obra del mismísimo diablo se
tratara, y por el otro, el grado de felicidad
experimentado en su presentimiento del
ataque. Ello nos hace pensar en la
humillación de lo irremediable, que
exhibe esa enfermedad, sin miedo al
ridículo, que azota a su presa merced al
antojo de sorprenderle donde ella quiera;
y que esa enfermedad no es una
enfermedad más, sino que es algo más.
Un algo más que, al igual que lo que
acabamos de mencionar, también pone
de relieve la epilepsia como una
enfermedad santa, capaz de desvelar
una de las figuras poéticas más bellas y
positivas que una pluma puede trazar, y
en las que se encarna la bondad y la
redención.
Así, se puede y se debe establecer una
analogía de la enfermedad con el estado
y la proyección literaria volcada en la
hoja como una escisión de un ser
fragmentado por algo.
Nos gustaría recurrir aquí a la
comparación, siempre en el contexto del
campo literario, con otros autores que
padecieron similar dolencia espiritual y la
duplicidad desplegada en la literatura,
cuyo fenómeno podemos considerar
definitorio de una patología literaria, en la
que estarían englobados Kierkegaard,
Kafka, Nietzsche, e incluso alguien más
actual, como es el rumano Ionesco, a
quien
pretendíamos
llegar
desde
Dostoievski, para reforzar nuestra tesis
de pertenecer, o al menos, ser digno de
ser leído en la actualidad, pues qué duda
cabe que se adelantó al postmodernismo
en muchas de sus obras, como por
ejemplo El doble, Memorias del subsuelo,
etc.
En Kierkegaard, la perspectiva del “temor
y temblor” es asimilable a los rasgos de
la patología encontrados en las novelas
de Dostoievski. Rasgos similares se
encuentran también en Kafka, sólo que
su enfermedad es la impotencia, angustia
y culpabilidad, y no ya tanto los
problemas de fe de Kierkegaard, pero
que al igual que éste último, derivan de la
infancia, de la presencia de la figura
paterna no acabada de afirmarse en la
conciencia de estos autores, patología
que se proyecta en la literatura psicofilosófica de gran envergadura creativa.
Dostoievski, como ya hemos dicho más
arriba, es un autor lacrado, y en ello
inciden los no pocos matices donde la
idea de la figura paterna siempre está
presente, y de ahí también, su doble idea
del amor al padre y el “deseo de su
muerte”. Basta con asomarse a Los
hermanos Karamázov para cerciorarse
de ello. Por ello, su patología literaria, no
sólo no está lejos de los autores
mencionados, sino que, muy al contrario,
resulta extremadamente cercana a ellos.
Pero a pesar de todo, Dostoievski logra,
por su enfermedad, y a pesar de ella,
llegar al núcleo mismo de la estética de la
sencillez de la palabra enfrentada a la
duplicidad de sus héroes, detrás de la
cual se oculta y debate la búsqueda de la
autoafirmación
paterna,
en
cuyo
transcurrir resurge la huidiza evasión del
escribir.
Frente
a
esta
problemática,
se
contrapone la literatura, planteándonos la
interrogante
de
si
realmente
la
“sinceridad” de Dostoievski frente a su
“secreto” revierte en la fragilidad acerca
de cuando casi por boca de Blanchot
parece mostrarse tal frágil frente al juego
de la ruleta, el azar y los dados,
reafirmándose en su postura de ser
capaz de “...apostar con la misma
indiferencia monedas de verdad y
mentira... convirtiendo la escritura en una
espiral de la que no se sabe si baja o
3
sube, un movimiento simultáneo de
afirmación y negación que tiende hacia
un centro vacío o surge de éste. La
eternidad inestable de la página blanca
es sólo la puerta de transición desde un
caos indescifrable a un orden del
absurdo”(7).
A propósito de esto, nos vienen a la
memoria unas palabras de la biográfica
obra de teatro del rumano Ionesco, padre
del absurdo, y la pérdida de cuya figura
hace ya más de doce años, podría definir
con sencillez la problemática que se
debate aquí, y que creemos también
pudiera ser la de Dostoievski.
Estas conmovedoras palabras parecen
salir a borbotones de la boca de un
hombre herido —pero también maduro,
personal e intelectualmente—, frente al
cuerpo, yacente y sin vida, de su padre.
Dice
así:
“Papá...
Nunca
nos
comprendimos. ¿Puedes oírme aún?
Odié tu violencia siempre, tu egoísmo...
Me pegaste... Debería vengar a mi
madre. Pero, ¿para qué sirve la
venganza? El que se venga, siempre
pierde”(8).
Notas
(1) M. M. Bajtín. Problemas en la poética de
Dostoievski. Fondo de Cultura Económica.
México, pág. 59.
(2) F. Nietzsche. El Anticristo. P. 131. nota.
69. Alianza Editorial.
(3) E. Y. Jazin. Todo está permitido. P. 47.
Reflexiones sobre la obra de Dostoievski.
YMCA- Press. París.
(4) S. Zweig. Tres maestros, Balzac, Dickens,
Dostoievski. P. 128. ed. Juventud Argentina.
B. Aires.
(5) F.M. Dostoievski. El Idiota. P. 274. Ed.
Bruguera Libro Amigo.
(6) Idem. Pág. 281.
(7) M. Blanchot. De Kafka a Kafka, Fondo de
la Cultura Económica. México, 1991.
(8) Artículo de F. Arrabal, publicado en el
suplemento dominical del diario ABC, día
5.12.93 sobre Ionesco y su obra Víctimas del
deber.
(9) Idem.
El padre reconoce su rúbrica: “Fui
militar... Fui obligado a participar en el
exterminio de decenas de miles de
soldados enemigos, de poblaciones, de
mujeres, ancianos y niños... No quise
tener descendencia. Intenté impedir que
vinieras al mundo...”(9).
Y para concluir estas reflexiones no sería
demasiado osado recurrir a Francisco
Arrabal, un admirador suyo, que
coincidió en el tiempo y espacio con este
gran autor del teatro del absurdo, y de
quien dijo, que: “con esta sentencia a
cuestas, Ionesco ha escrito, triunfado y
sufrido”; de ahí también su tendencia
hacia la incesante búsqueda “de la
ternura escondida tras las cosas”,
búsqueda que, en nuestra opinión, bien
pudiera coincidir con la causa que
desembocó en el
secreto de
Dostoievski.”
4
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