EL SEÑOR LINK VISITA A UN AUTOR La casa es de las de patio de corredor y el señor Link se siente repentinamente ridículo con su traje de alpaca italiano. Albert Sinclair vive en el quinto piso y no hay ascensor. Más de un centenar de tortuosos escalones de madera, desgastados por el lento desgranar de las pisadas durante más de un centenar de años. La puerta está pintada al aceite en un estridente color caqui que quiere imitar una madera imposible. El timbre, no menos estridente, resuena en todo el corredor. Abre una mujer. El señor Link pregunta por Albert Sinclair y la mujer le tiene una mano macerada y húmeda: “Ha salido a hacer un recado, pero vendrá enseguida. Yo soy su madre. Pero pase, pase.” Y LE hace pasar a un saloncito empapelado con flores de lis gigantes azul marino y oro, y lo siente en un sofá de piel sintética que en la penumbra se adivina color burdeos con cojines de pasamanerías dorados, ante la mesita de mármol artificial sobre la que se abre un esplendoroso centro de flores de tela, mientras un pastorcillo lúbrico de porcelana azul persigue, tocando el caramillo, a una pastora asustadiza y rosa. El televisor está conectado a todo volumen a estas horas de la mañana y atruena la escena bucólica de loza, y las paredes pretendidamente versallescas parecen tambalearse por la convencional voz de trueno de los actores de telenovela. Hasta los pétalos de las flores de tela semejan temblar en su búcaro egipcio, estremecidas por la música lamentable de los anuncios de detergentes y de economatos de barrio. Albert Sinclair, en efecto, no tarda en llegar, con una cesta de la compra que es como un cuerno de la abundancia pobre del que rebosan acelgas, zanahorias, boquerones, naranjas, empanadillas congeladas y escurridizas bolsas de leche pasteurizada. Dice que ha sido usted muy amable, que no tenía que haberse molestado y que pensaba llevarlo yo, pero el señor Link no atiende apenas, fascinado por la vestimenta de Albert Sinclair: camisa de rayas, falda de flores, chaqueta de cuadros, medias gruesas de lana, zapatillas de andar por casa con pompones azul celeste. La madre de Albert Sinclair parece tener de repente una idea feliz, propone con alegría que vamos a tomar un café, insiste en que vamos a tomar los tres juntos un café, pese a las protestas, las excusas y las súplicas del señor Link, quien LE ruega que no se moleste, explica que no tiene ganas, asegura que tiene prisa, implora que no le fuercen porque está a dieta, mientras que para sus adentros evoca con deseo imposible de satisfacer el dry martini que realmente le apetecería. Mas de nada sirven ruegos, protestas, súplicas y gimoteos: Albert Sinclair y su madre han acogido el proyecto del café a deshora con entusiasmo y se ponen eufóricas manos a la obra, y al poco la joven aparece con una bandeja en la que reposan tres vasos de duralex de un café con leche excesivamente lechoso, aunque la madre encuentra algo que objetar: no le parece bien el vaso de duralex para el señor Link, como si no tuviéramos otra cosa; y dicho y hecho, vierte el contenido del vaso de duralex en una taza de arcopal con florecitas azules y se la tiende obsequiosa al señor Link sin advertir que, en el trasvase, una traidora gota de café con leche se ha quedado en la superficie exterior de la taza, se desliza en convexa trayectoria y se estrella irremisiblemente en la pernera izquierda del pantalón diseñado nada más y nada menos que por Luigi Dellabambola. Nadie parece advertirlo, quizá porque los TRES están algo aturdidos por el estruendo del televisor que sigue vociferando para las paredes, para las cosas, para el aire, pero sobre él logra imponerse la voz de la madre explicando que no sabe usted lo bien que nos viene lo de los derechos de autor de la niña, es una ayudita muy buena, claro que no da para vivir, pero se agradece, no puede usted imaginarse lo que hemos pasado desde la falta de mi difunto marido, que en paz descanse. Mas entonces es interrumpida con gesto hosco y voz hostil por el ilustre escritor Albert Sinclair (Concepción Huerta): “Calla, mamá, que a este señor no le importan estas cosas”. Y la madre calla avergonzada porque sabe que ella le reprochará luego: “Otra vez has tenido que meter la pata.”; y entonces todos menos el televisor guardan un minuto de silencio en memoria de los azucarillos que acaban de desaparecer trágicamente en las respectivas tazas y que remueven parsimoniosamente con las mejores cucharillas de acero inoxidable de la casa. El café está frío, dulzón y grasiento, y las galletas maría revenidas, pero tanto Albert-Concepción como su madre LAS consumen con eufórico deleite e insisten al señor Link –cada vez más aturdido por el parloteo televisivo- en que tome más, tome cuantas quiera, que hay más en la cocina, y más café también si quiere. De la cocina lo que llega es un olor a baquelita quemada y la madre se levanta como impulsada por un resorte, desaparece tras la cortina de canutillos, se oye un chisporroteo de agua sobre plancha al rojo, emergen volutas de humo negro y pestilente y luego regresa: “Se me pegó un poco la comida, pero no importa.” Y repentinamente Albert-Concepción, con un deje de mal humor, pronuncia la frase salvadora: “Este señor tendrá prisa”, se oculta tras las cortinas de cretona en un pozo oscuro que debe de ser su habitación –una habitación que, dada su situación en el plano de la minúscula casa, ha de ser interior y sin ventanas- y sale pronto con el original mecanografiado en la mano, da de nuevo las gracias por la molestia de haber venido hasta aquí y coloca al señor Link en la escalera, no sin que la madre le amoneste que tenga cuidado porque los escalones están muy desgastados y a veces resbalan, y que si lo desea puede dar al automático de la luz porque esto está muy oscuro. El señor Link baja las escaleras con rapidez suicida, maldiciendo la malsana curiosidad que le llevó a querer husmear –pretextando la recogida del original del próximo libro- en cómo vivía Albert Sinclair, sus escritos más mimado, admirado y joven. Ya en el taxi, rumbo a la editorial, hojea el original temiendo lo peor: nada bueno puede salir de esa casa empapelada de lises como coliflores, de ese saloncito sintético, tenebroso y cursi, de ese café nauseabundo y esa alcoba sin ventilación. Pero el texto es perfecto, límpido, armonioso, lleno de ritmo y de vida. Es pura música, como un caudal que surge de claros ojos de agua. Y se pregunta cómo puede manar un veneno tan limpio bajo la lluvia atronadora del televisor. PALOMA DÍAZ-MAS, Nuestro milenio 1. COMPRENSIÓN DEL TEXTO 1.1 Comenta el tipo de narrador del texto 1.2 Propón un sinónimo para las siguientes palabras: insiste, súplicas, implora, evoca, gimoteos y hostil. 1.3 Resume, en tres líneas, el contenido del texto 1.4 Propón un antónimo para las siguientes palabras: han acogido y hosco. 1.5 Explica el significado de la expresión meter la pata. 1.6 Indica los referentes de los pronombres señalados en mayúsculas en el texto. 1.7 Busca las referencias al diálogo en el texto. 1.8 ¿Dónde se observa el detallismo de la autora de este texto a la hora de la descripción y de la narración? 2. EXPRESIÓN Y COMENTARIO CRÍTICO Desarrolla, en unas 200 palabras, uno de los siguientes temas: a) Literatura y vida: ¿una estrecha relación que conduce al éxito? b) Comenta la cita: “La novela es el espejo de la vida.” 3. REFLEXIÓN LINGÜÍSTICA SOBRE EL TEXTO 3.1 Clasifica estas dos palabras según su proceso de formación y represéntalo esquemáticamente: coliflores y saloncito. 3.2 Describe morfológicamente los adjetivos calificativos de los dos primeros párrafos del texto. Identifica la función sintáctica de cada uno de ellos. 3.3 Describe morfológicamente los nombres de los tres últimos párrafos del texto. 3.4 Determina los sujetos de los siguientes verbos: abre, semejan, rebosan, ha sido, parece, sirven, parece y se pegó.