¿Cuál es la función del Derecho Comparado contemporáneo? ÁMBITO JURÍDICO

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ÁMBITO JURÍDICO
¿Cuál es la función del Derecho Comparado
contemporáneo?
La idea de las “familias jurídicas” tiene una trampa sobre la cual tenemos que
reflexionar. El papel de “hijos” lo han jugado los países de la periferia global que
recibieron sus sistemas jurídicos en condiciones de colonización, como es el caso de
América Latina. Esta condición ha generado un estatus disminuido y poco prestigioso
El Derecho comparado es una disciplina que, en su encarnación más contemporánea,
nace con el Congreso de París de 1900. Los juristas de esa época (donde Salleiles y
Lambert tenían un indiscutible liderazgo) comprendieron por primera vez los intensos
fenómenos de globalización financiera y comercial, que ya se manifestaban por aquel
entonces. El aumento del comercio, de los flujos de capitales, de mercancías y de
personas ocasionó el nacimiento de una inédita conciencia cosmopolita en el Derecho.
Los barcos de vapor trasatlánticos ofrecieron, por primera vez, la posibilidad de que
grandes cantidades de personas viajaran, en tiempos relativamente cortos, entre el viejo y
el nuevo mundo.
Para entender las tareas de este renovado Derecho Comparado, los juristas de
comienzos del siglo XX crearon el concepto de “familia jurídica”. Con esta noción, utilizada
por primera vez en 1905, se pretendía organizar los derechos del mundo en grupos. La
idea era mostrar cómo adecuadamente estudiados, detrás de las diferencias aparentes en
los distintos grupos, latía una “legislación común” a todos, que podía ser la base para la
armonización del Derecho Comercial y Civil. El proyecto de armonización de
legislaciones, sin embargo, pronto se enfrentó a obstáculos importantes: los primeros
trabajos de los comparatistas europeos se dieron en países coloniales, y particularmente
en el Oriente Medio, donde los intereses geoestratégicos de ingleses y franceses
chocaban fuertemente.
En su ocupación de Egipto, de 1882 a 1922, los ingleses dejaron claras huellas de su
Common law. Los franceses, de igual forma, habían llevado la influencia jurídica de la
Revolución en la campaña napoleónica de 1798-1800. Los egipcios, de otro lado, en su
propio proyecto de construcción de un derecho nacional, querían modernizar el derecho
islámico y, para ello, contaban con los modelos alternativos que tanto ingleses como
franceses les ofrecían. En estos contextos, se probó que las naciones civilizadas no se
podían poner de acuerdo en cuál era el “derecho civilizado” que compartían. Las
diferencias sustantivas y procesales resultaron ser más fuertes que las similitudes. Se
presentaron, pues, enormes conflictos, y con el tiempo se generó la idea, especialmente
en contextos coloniales, que el Common law y el derecho europeo continental eran
irreconciliables.
Se empezó a dar, pues, una competencia entre las potencias europeas por determinar
cuál de ellas transferiría la tecnología para la modernización de los derechos nacionales,
que muchos regímenes en el Oriente estaban anunciando. Piénsese, por ejemplo, en los
casos de Egipto, Turquía, Brasil y Japón, por solo mencionar los más paradigmáticos. Los
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comparativistas se convirtieron así en propagandistas de sus propios derechos
nacionales: la identidad del derecho nacional que adoptaran los países orientales
facilitaba el intercambio político y comercial con la potencia de origen. Los comparativistas
pasaron de ser cosmopolitas por convicción, para terminar exhibiendo formas extremas
de nacionalismo jurídico.
La Segunda Guerra Mundial y luego la Guerra Fría acentuaron el proceso de
distanciamiento de las familias jurídicas. Este tipo de Derecho Comparado se ilustra en
las obras de R. David o de H. Gutteridge. Ahora aparecía la novedad del derecho
soviético. Nadie pensaba ya en el proyecto cosmopolita de comienzos de siglo. Ahora, se
pensaba en diversidad y tolerancia entre competidores políticos.
La idea de las “familias jurídicas”, sin embargo, tiene una trampa sobre la cual los
latinoamericanos tenemos que reflexionar profundamente. Se asume que dentro de una
familia hay tanto “padres” como “hijos”. Y el papel de “hijos” lo han jugado los países de la
periferia global que recibieron sus sistemas jurídicos en condiciones de colonización. Tal
es el caso de América Latina. Su condición de hijos dentro de la familia europea, sin
embargo, les ha generado un estatus disminuido y poco prestigioso. Según esta
interpretación, los países latinoamericanos pertenecen al derecho europeo, pero lo
implementan torpemente, debido a fenómenos de corrupción, violencia social y atraso
económico, que son característicos de esta región.
Conversando la semana pasada de estos temas con abogados de muchas partes del
mundo, la mayor parte de estos estereotipos parece estar vigente: un comercialista de EE
UU, por ejemplo, me preguntaba
“por qué todo el mundo” en América Latina deseaba
huir de la jurisdicción nacional y en su lugar, preferían a jueces extranjeros o árbitros
internacionales. Otro jurista extranjero afirmaba que la corrupción judicial en Brasil era tan
rampante, que hasta el mismo Estado prefería no ventilar sus pleitos ante sus propios
jueces. Aun otro afirmaba que el sistema jurídico colombiano era apenas un reflejo de la
“guerra civil” (en sus palabras) que el país experimentaba. Todas estas afirmaciones, en
mi opinión, resultan problemáticas, porque presentan una imagen exagerada,
tropicalizada y excesivamente pesimista del Estado de derecho y de las instituciones
latinoamericanas.
Es indudable que países como Brasil o Colombia tienen claros problemas institucionales.
Pero el análisis que hacen los abogados internacionales con los que hablé parece ser
excesivo. A este análisis errado contribuye, desafortunadamente, la propia opinión de los
juristas latinoamericanos: cuando se trata de evaluar la calidad del Estado de derecho en
nuestros propios países, tendemos a adoptar una posición excesivamente pesimista. Se
abre así una brecha institucional profunda entre nuestro propio Estado de derecho y el de
aquellos otros que, quizá en la fantasía, funciona a la perfección.
El Derecho Comparado, pues, no es solamente una ciencia, sino también parte de una
opción política. Déjenme explicarlo: el Derecho Comparado de los europeos, a lo largo del
siglo XX, siempre ha expresado el posicionamiento “geojurídico” de estas naciones. El
Derecho Comparado de los latinoamericanos, del otro lado, casi nunca ha tenido esta
visión, porque nunca se ha preguntado en serio cómo y de qué manera quiere participar
en los canales transnacionales de producción y transmisión del Derecho. Ese me parece
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que es el carácter y la función del Derecho Comparado contemporáneo. Estamos en mora
de empezar a hacerlo.
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