Los compañeros me han asignado la tarea de hacer una semblanza de Gonzalo Pérez. Es una tarea difícil, no tanto por el tiempo limitado, sino sobre todo, por la vastedad de los dominios en que Gonzalo vivió, pensó, trabajó y creó, todo ello intensamente. Fue un hombre de su tiempo. Entre las experiencias fuertes de su vida que hoy quiero recordar, está el seminario de formación sacerdotal, que abandonó sin ordenarse y que reflejó sus fuertes sentimientos religiosos, presentes antes y también después, a lo largo de toda su vida. Gonzalo perteneció a una generación de católicos identificados con las transformaciones de su Iglesia en el entorno de los años 60, durante el papado de Roncalli y el Concilio Vaticano Segundo. Vivió esa experiencia en las entrañas, en Roma, estudiando Teología, en medio de los enormes debates internos y de los conflictos que parecía que estaban diseñando un mundo diferente, pero que no vio la luz. La idea de una simbiosis que produjera el aggiornamento, que también humanizara a la izquierda y la hiciera trascender, fue la de toda una generación militante y comprometida a la que Gonzalo perteneció en esa época y, en verdad, a la que no dejó de pertenecer nunca. De regreso al Uruguay, se sumergió en otra crisis, la que conduciría a la dictadura pocos años después. De ese período es el viaje al Norte del país con su compañera Beatriz, del que dio testimonio en un libro: internarse en el mundo campesino, cañero, practicar en su tierra lo que me atrevo hoy a llamar una manera evangélica de la actividad social y política. Muchos años después, cuando participó con fuerza en la reconstrucción que siguió a la dictadura, siguió con el mismo empeño, la misma claridad ideológica, el mismo rechazo al oportunismo. Es sobre todo en este sentido que me parece que fue un hombre de ese tiempo en que pensar por si mismo y expresar con claridad las ideas, era una virtud. Hubo una gran continuidad en sus opiniones y similar coherencia en la defensa que hizo de ellas. Del período europeo, le quedó una formación intelectual envidiable, rara entre nosotros, propia quizá, esa sí, de otras épocas. Solía ser a quien consultábamos cuando teníamos dudas o preguntas filosóficas, que contestaba con sencillez y erudición. Conocía muchos idiomas, además del suyo, que era el español de Carmelo. El francés y el inglés por cierto, el italiano de sus varios años romanos, el alemán, de una larga estadía de seminarista en la Alemania de los 60. Y naturalmente, el griego y el latín. Cuando digo “conocía”, me refiero a la lengua vehículo de la cultura, al dominio literario, al matiz que revela la riqueza intelectual. Su talento como matemático se reveló muy temprano, como suele ocurrir. A fines de los 50, la manera en que podía profesionalizar su vocación en el Uruguay era convertirse en profesor de enseñanza secundaria, para lo cual ganó un concurso. Pero pronto su vocación religiosa predominó y no fue sino hasta su retorno que volvió a la actividad matemática, que ya no abandonó mientras vivió, en Uruguay, Argentina y Venezuela y nuevamente en Uruguay a su retorno, ya como matemático profesional, profesor e investigador. Tenía un gusto especial por las aplicaciones, especialmente, aunque no exclusivamente, en la Estadística, que fue su dominio mayor de trabajo y en la que hizo contribuciones significativas. Mi impresión es que técnicamente era un analista, virtuoso para calcular. De su calidad para hacer matemática de la buena, mezclada con los problemas del mundo real, existen muchos testimonios. No puedo dejar de aludir a uno un poco mágico, y es la empresa que formamos en la Argentina después de que nos echaron de la universidad de Buenos Aires en septiembre de 1974 (conjuntamente con otros matemáticos uruguayos, algunos aquí presentes). La empresa se llamaba “EME” (”Estudios y Modelos Estadísticos”). Teníamos dos socios: un uruguayo, médico e investigador, que aparecía como intermediario con los laboratorios farmacéuticos y una matemática argentina, muy generosa y solidaria, propietaria además del estudio de la calle Suipacha en el que teníamos nuestra sede en el centro de Buenos Aires. Nuestro médico se tuvo que ir al poco tiempo, después de recibir las amenazas de muerte de la Triple A. La empresa tenía mucho de “El Astillero” de Onetti: tenía algo de imaginario, aunque éramos muy celosos de la calidad técnica. Hicimos una cantidad de cosas, pero la situación era cada vez más invivible, hasta que nos tuvimos que ir. Un aspecto de su actividad que conocen los miembros de generaciones posteriores, fue su gran contribución a la reconstrucción de la vida matemática en el país después de la dictadura. Gonzalo había vuelto al Uruguay un par de años antes, a su pago coloniense, donde se apostó discretamente a esperar que las cosas cambiaran. Desde allí, en el año 1984, se tomaba el ómnibus para venir a Montevideo a las reuniones previas de lo que después se llamaría el PEDECIBA. Esa actividad militante, tenaz como era él, hizo que asumiera la mayor responsabilidad en 1985 y con la colaboración de los retornantes tempranos como Walter Ferrer, refundara la actividad matemática, que había sido demolida por la dictadura. Ese esforzado trabajo inicial creó también las condiciones para ayudar al retorno de los que vinimos después y, sobre todo, para impulsar a los más jóvenes que se asomaban y que hoy son una generación muy interesante de matemáticos profesionales, ya en plena madurez. Es muy difícil no quedarse con la sensación de que no hemos ido más allá de la superficie, cuando recordamos una personalidad como la de Gonzalo Pérez. Durante varios períodos de su vida se dedicó a la pintura; Uds. podrán apreciar su sensibilidad artística y su creación en una muestra que habrá de exhibirse en los días y semanas próximos, como parte de este homenaje. Y también, en ciertos períodos de su vida, especialmente en su juventud, pintaba con la misma pasión sin fronteras con que emprendió las actividades más diversas; también, naturalmente, hay obras de su madurez. ¿Qué decir? Que no me asombré, estando todavía en el exterior, al enterarme de que Gonzalo ganaba un concurso literario, este hombre que era tan de su tiempo, pero que tenía la facultad renacentista de traducir sus ideas en los terrenos más diversos, como si hubiera una corriente esencial, en algún lugar, que así se expresaba, portavoz de un torrente de inquietudes y sensibilidades que trascendía a cada manifestación concreta. El 28 de octubre de 1973, el día de la intervención de la Universidad por el gobierno cívico-militar del Sr. Bordaberry, estábamos con Gonzalo en el Instituto de Matemática de la Facultad de Ingeniería, que había sido tomada por la policía y el ejército. Ese día, nuestra discusión fue la siguiente. Gonzalo era muy matero; había que decidir si dejaba el mate, el termo y la bombilla en un local que llamaban “la cocina” del Instituto, o se los llevaba al lugar que nos estaba destinado por nuestros pretorianos, que naturalmente no sabíamos cual sería. Mi opinión fue que tenía que llevarlo, sobre todo porque era un gran consumidor, se trataba para él de un artículo de primera necesidad. Pero él no quiso, prefirió dejarlo, al fin y al cabo allí estaba más seguro, y poco tiempo después iría a retirarlo... Pasaron 11 años antes de que Gonzalo pudiera volver a buscar su mate y su bombilla. Pero no regresó por eso: fue para hacer otras cosas, en beneficio común, sin pedir nada para si, como había hecho siempre. Le debemos un gran agradecimiento colectivo. Mario Wschebor