El secreto es frenar: Desde la primera mitad del siglo XIX y hasta una fecha que todavía nadie debería fijar por lo inacabado del proyecto del Capital, el Mundo Maravilloso fue rápidamente transformado a escala “industrial”. El hombre y el paisaje, que en muchos casos habían aprendido, luego de centenarios diálogos, a convivir y cooperar el uno con el otro, rompieron lazos, a veces voluntariamente, a veces por el ímpetu arrollador del “industrialismo”, “la principal fuerza creadora del siglo XIX” 1. Una de las creaciones mejor lograda del industrialismo es la aglomeración, que en las ciudades se presenta en la actualidad con sus características particulares, diferentes a las del comienzo de la industrialización. Lewis Mumford describe a la aglomeración como “el medio urbano más degradado que el mundo hubiera visto hasta entonces” 2. La ciudad del siglo XIX, contrariamente a lo que podría pensarse, había quedado al margen de las mejoras técnicas propias de la Revolución Industrial y, en muchos casos, resultaba más atrasada en cuestiones de salubridad, higiene y organización que las villas del siglo anterior. La velocidad de construcción y poblamiento habían decidido que ni siquiera los servicios básicos con los que ya se contaba en las urbes funcionaran en estas aglomeraciones. En la actualidad las expansiones de las ciudades son más controladas por el Estado que en ese entonces, tal vez porque en muchos casos están determinadas por planes de vivienda social y porque el crecimiento poblacional no es tan explosivo como en aquellas urbes. Claro que tampoco se puede dejar de lado la crisis habitacional que deriva en situaciones de ocupación de tierras y formación de tomas, donde el Estado es sujeto ausente, pero no pasivo. En la ciudad de General Roca los planes de vivienda se han extendido hacia los cuatro puntos cardinales. Claro que estos bloques de construcciones están lejos de ser los hacinados centros urbanos del siglo XIX. Pero, salvando estás distancias, uno puede encontrar algunas coincidencias: la uniformidad de las construcciones que aún después de muchos años no se diluyen más allá de los agregados que realizan sus propietarios; la pequeñez de las viviendas, muchas veces privadas de un espacio verde propio, altos edificios con cientos de departamentos que no reciben la luz directa del sol desde su nacimiento, con paredes oscuras y laberínticas. La MUMFORD, Lewis en “En la ciudad en la Historia: Sus orígenes, transformaciones y perspectivas”, Ediciones Infinito, Buenos Aires, 1979. 1 edificación en masa, impersonal y carente de estética (en parte por la priorización de la función sobre la forma) es algo que termina por grabarse en la retina de sus habitantes y visitantes. Junto a esta proliferación de casas sin jardines, surgen los espacios verdes comunes, que son positivos para los usuarios en la medida en que pueden apropiarse de ellos, pero que de todas formas son también un espacio de control y observación estatal. Señalan los lugares dónde se juega, donde se aceptan los colores y los elementos de esparcimiento. Fuera de allí, cualquier actividad lúdica es “des-ubicada”, está fuera del espacio destinado a ello. Esta apropiación es citada por Mumford (en otras palabras), cuando se refiere al hecho de que aun las clases más desposeídas conservan la capacidad del disfrute, a través las ferias, el teatro callejero, la música y otras manifestaciones. Esto no es una idealización de la capacidad lúdica de las clases populares. Tiene que ver simplemente con resaltar una posibilidad que sí se torna inerte en las clases altas: el disfrute en tiempos de crisis, que no está atado al consumo. Hay, probablemente una contradicción en el hecho de que esos lugares hagan las veces de espacios de control. El sistema tiene algo preparado para cada persona, incluso para aquellas que se consideran fuera de él, pero no es imposible tomar elementos de ese sistema y utilizarlos en contra de sus propósitos, es decir, volverlos favorables a los sueños y expectativas de los “dominados” por el sistema. En definitiva existen espacios que les pertenecerán siempre, como imaginó Ray Bradbury: “Casi nunca veo la televisión mural, ni voy a las carreras o a los parques de atracciones. Así pues, dispongo de muchísimo tiempo para dedicarlo a mis absurdos pensamientos” (Fahrenheit 451). En aquella insistencia permanente de priorizar la función y la utilidad aun a riesgo de afear lo maravilloso, el paisaje se ha transformado: “La luz menguó; pero la Oscuridad que sobrevino no fue tan solo la pérdida de luz. Fue una Oscuridad que no parecía una ausencia, sino una cosa con sustancia: pues en verdad había sido hecha maliciosamente, con la materia de la Luz, y tenía el poder de herir el ojo y penetrar el corazón y la mente y de estrangular la voluntad misma”. 3 La ciudad “atrasada” En el siglo XIX existía todavía un espacio de “libertad” que permitía la vida armónica con la naturaleza. Ese espacio era la “ciudad atrasada” o el campo. La agricultura creaba “un equilibrio 3 TOLKIEN, J.R.R en “El silmarillion”, Ed. Minotaruro, Madrid, 2000. entre la naturaleza salvaje y las necesidades sociales del hombre”, porque ella “repone deliberadamente lo que el hombre sustrae de la tierra; siendo el campo arado, el huerto bien cuidado, el viñedo apretado, los vegetales, los cereales y las flores ejemplos de propósito disciplinado, de crecimiento ordenado y de belleza de forma”. A partir de la práctica agrícola se introducen “mejoras acumulativas en el paisaje y una adaptación más delicada de éste a las necesidades humanas”. Con la modernidad, no hay tiempo para una adaptación delicada del paisaje a las necesidades de los hombres y mujeres. El tiempo ya no es duración, sino velocidad. Y esa velocidad no comprende el desarrollo espacial que acompañe el ritmo vital del humano. Antes bien, lo avasalla con gigantismos hipermercadistas, multiplicidad de luminarias e imágenes y sonidos/ruidos que persiguen el tránsito por las ciudades. El mismo paisaje rural se ha transformado. Hoy, la chacra no es sinónimo necesario de producción agrícola. El hombre citadino imagina la chacra como lugar de descanso, apropiado por la práctica del turismo agrícola o agroturismo. En definitiva, el campo es un lugar para conseguir paz, para “escapar” de la ciudad, pero no para vivir. General Roca mismo es parte de estos cambios globales. Innumerables negocios que abren sus puertas luego de irrumpir en el paisaje, desgarrando el lento desarrollo local con enormes edificios, de dudosa belleza y con costumbres importadas. A ese proceso de mutación a e imitación de lo global (pronto habrá en Roca cines y supermercados que probablemente también existan en Madrid, Texas o Tokio) se añade la mercantilización de lo particular y lo regional, como marca. La Patagonia ya es una Trade Mark. Y representa un espacio bucólico, singular y algo primitivo, ideal para las vacaciones. Nuestras tierras productivas, parte ahora de un circuito turístico, se unen a ese progreso global-regionalizado. Lo que falta masticar es si este progreso que llega a nuestro lugar es el que esperamos realmente para nuestra vida. ¿Cuán imperiosamente necesario es tener portales comerciales, barrios privados, complejos habitacionales de lujo y cines con Wild Screen y Pop Corn? ¿Implicará ese avance paralelo al mundo un desarrollo social mayor? En la búsqueda de identidad, una ciudad debe evaluar qué políticas podría contribuir al despliegue de sus capacidades poblacionales, fortaleciendo el desarrollo local, y qué políticas solo aumentarían la carrera desenfrenada por alcanzar a los demás en materia de edificación, innovación y consumo. De nada sirve ganar, decía Roque Narvaja, si no ganan con nosotros los que vienen detrás. Por lo tanto, no es el hombre el que debe adaptarse a los avances, sino los avances a las necesidades de los hombres. Autora: Vanesa Escoda.