Arte musulmán El primer arte propiamente musulmán coincide con el inicio de la expansión del Islam, y por tanto debemos de vincularlo primeramente al gobierno de los llamados Cuatro Califas Perfectos (u Ortodoxos), Abubeker, Omar, Otman y Alí, y sobre todo a la instauración de la dinastía omeya, que les sucede y permanecerá en el poder desde el 661 hasta el 750. Es en este periodo cuando se extienden las fronteras del nuevo imperio desde la Península Ibérica hasta el Indo, se consolida el nuevo Estado y se jerarquiza la autoridad de sus califas, se acuñan las primeras monedas (dinares y dirhams), se implanta el árabe como religión oficial, y se establece la capital de todo este gran emporio administrativo en la ciudad de Damasco, lo que en cierto modo vinculó la cultura de este primer periodo islámico al influjo del Imperio bizantino. El arte de esta época es todavía un arte de formación, que recoge numerosos elementos de influencia ajena, en concreto de las manifestaciones artísticas que los musulmanes van encontrado en sus conquistas y que con una gran capacidad de asimilación adaptan a sus principios religiosos y a su sensibilidad. Se puede decir por tanto, que sobre todo en esta primera etapa se trata de un arte ecléctico, que recibe influencias variadas, según las zonas de conquista: de tradición hispano-romana o visigoda en su extremo occidental; y bizantina y persa sasánida en la zona oriental. Como ejemplos más representativos de este primer periodo podrían estudiarse cuatro ejemplos (la Cúpula de la roca, la Gran mezquita de Damasco, la Mezquita de Ibn Tulun y la mezquita de Qayrawan), a los que habría que añadir lógicamente la construcción en Al Andalus de la Mezquita de Córdoba o el Palacio de Madinat Azhara. En el año 750 el clan de los abbasíes acaba con la vida de toda la dinastía omeya, a excepción del príncipe Abderramán que se refugiará en Al Andalus, donde constituirá un Emirato independiente. En el resto del Imperio se impone la nueva dinastía abbasí, que prolongará su mandato hasta 1258, aunque sufriendo durante tan largo periodo la independización de numerosos territorios, constituidos como califatos independientes. Con la dinastía abbasí concluye la influencia bizantina en el arte islámico, que ahora va a orientalizarse mucho más, al establecerse la capital del Imperio en la ciudad de Bagdad, en Irak. Arte hispanomusulmán. Desde el año 711 en el que Tarik y Musa ibn Nusayr penetran en la Península Ibérica se inicia un largo periodo de nuestra historia caracterizado por una profunda islamización de prácticamente todo el país. Durante algunos años, hasta el 756, el territorio se administrará como un Emirato dependiente de Damasco, pero la caída de la dinastía omeya sustituída por la de los abbasíes, y la huída del príncipe omeya Abderramán, que se refugia precisamente en la Península, marcará un cambio en el devenir de nuestra historia. Se constituye entonces un Emirato independiente, que Abderramán III ya en el año 929 se encargará de afianzar como entidad política independiente, al constituir en Al Andalus un Califato independiente. Coincide este momento con el de mayor esplendor de la cultura y el arte hispanomusulmán, de lo que es buen testimonio obras como la Mezquita de Córdoba, el Palacio de Madinat Azahara o la Mezquita de Bab el Mardum, más conocido como el Cristo de la Luz (Toledo). Esta etapa se prolonga hasta los primeros años del S. XI. Es entonces cuando la decadencia de la administración central da paso a un proceso de desintegración territorial conocido como época de Taifas, que permitió además un importante avance de los territorios cristianos sobre suelo musulmán. A pesar de ser una etapa de crisis, también dará pie a obras de arte singulares como la Alcazaba de Almería y sobre todo el palacio de la Aljafería de Zaragoza. Esta situación de división territorial se mantendrá hasta la llegada, alrededor del año 1090, de una dinastía beréber procedente del norte de África, caracterizada por su rigor religioso: los almorávides. De su aportación artística quedan magníficos ejemplos en el norte de África, como las mezquitas de Tremecén o Fez, pero no se han conservado tanto en Al Andalus, destacándose sobre todo el Castillo de Monteagudo (Murcia). Pero tampoco ellos mantendrían por mucho tiempo ni su rigor religioso ni su autoridad política, siendo en 1147 con la toma de Almería por Alfonso VII (que no obstante se perdería de nuevo diez años después) cuando se vean obligados a abandonar la Península. Su espacio pronto lo ocupará otra dinastía igualmente procedente del norte de África y que también exhiben una renovada severidad religiosa: los almohades, que habían dado prueba de su buen hacer artístico en edificios como la Qutubiyya de Marrakech o la mezquita funeraria de Tinmal (Marruecos). Establecen ahora su capital en Sevilla y durante su permanencia en la Península hasta el año 1212 prodigarán obras de arte de un indudable interés, como la propia mezquita aljama de Sevilla de la que queda su alminar (la Giralda), la Torre del Oro, en realidad una torre albarrana apostada como defensa del río Guadalquivir, así como buena parte de los Reales Alcázares de Sevilla. La última dinastía musulmana que persevera en suelo peninsular será la nazarí o nasrí, nacida de la proclamación como sultán de Muhammad I en 1232, en la ciudad de Arjona (Jaén). Un pacto con Castilla en 1246 permitirá la permanencia pacífica de esta dinastía hasta 1492. De inmediato el nuevo linaje establece la capital en Granada, concretamente en 1237 y un año después se funda la ciudad palatina de La Alhambra, sin duda el mejor ejemplo del esplendor alcanzado por el arte nazarí.