TESTIMONIAL I Mi nombre es José Luis Soto González. Parece ser que arte es destino. Mi padre sabía cerca de cien tangos; y aprendí a escuchar la poesía por él, cantando, declamando, etc., pero desde muy joven, o tal vez antes, desde muy niño, como él dibujaba muy bien, me maravillaba ver que de su lápiz salían formas, líneas, imágenes de caballos, hombres, mujeres, niños, en fin, eso me parecía fantástico…Yo creía que aquellas imágenes estaban dentro del lápiz, pero no, después aprendí que había escuelas para aprender a dibujar y pintar. Recuerdo que cuando cursaba el tercer año de primaria pasaba yo por la escuela de Bellas Artes, en una ciudad que se llama Celaya, Guanajuato, y un buen día me animé a entrar para inscribirme en ese lugar asombroso donde había esculturas, dibujos y enormes pinturas, que incitaban fuertemente mi imaginación. El maestro que me recibió se llamaba Salvador Zúñiga y sin importarle que fuera yo un niño, me dijo: “Pase Señor”. Eso me pareció extraordinario, porque a todos los estudiantes nos daba con su trato un fuerte sentido de dignidad para que nos atreviéramos a afrontar nuestros sueños, nuestros proyectos. Esa fue mi primera formación, pero después de estar varios años en esa Escuela, fui alimentando la idea de trasladarme a la ciudad de México a continuar mis estudios. Fueron años cruciales cuando comencé a participar en el Taller de poesía “Alfonso Sierra Madrigal”, lugar donde asistían escritores y poetas, lo mismo que aprendices como yo para conocer la preceptiva literaria. Era el año de 1968 cuando México sufría una brutal represión a su juventud, cuando la inconformidad hacia el desarrollismo y a la ausencia de diálogo entre generaciones terminó con la masacre del movimiento juvenil en la plaza de las tres culturas. Fue algo así como redescubrir toda la historia sangrienta de México. Y precisamente allí, en la capital del país, donde tenía planeado irme a estudiar pintura, en especial Pintura Mural. Aunque además, no existía esa carrera y para colmo, por causa del movimiento estudiantil, habían cerrado la Universidad y las Escuelas de Arte. Paradójicamente en México, la carrera de muralismo nunca ha existido como una facultad o escuela universitaria. Las generaciones de muralistas se habían formado en los andamios, frente a los problemas reales de aprender desde cero, con los fresquistas populares, albañiles experimentados que fueron los que en realidad enseñaron a los primeros muralistas. Después surgieron las aportaciones individuales, cada cual de acuerdo a su temperamento y a su ideología. Así surgieron las primeras obras maestras, pero luego esta pintura pública y monumental fue reconocida primero por los norteamericanos, luego por canadienses, franceses y centroamericanos que vinieron a aprender y a estudiar este arte surgido de la revolución. Estoy pensando en Pablo O´Higgins, en Jean Charlot, en Carlos Mérida, y tantos más, que vinieron a impregnarse de ese movimiento que era consecuencia del impulso revolucionario de las clases más desposeídas. Desde el primer manifiesto del Sindicato de Pintores, Escultores y Grabadores Revolucionarios de México, se hizo un llamado a todos aquellos que quisieran servir al pueblo de México con generosidad y espíritu constructor de una nueva cultura, que eliminara la imitación hacia otras culturas y volviera a tomar como punto de partida el arte popular del pueblo mexicano, incluso, la meta era socializar la expresión estética, eliminando la pintura de caballete, representativa de las clases parásitas de la burguesía, en cambio se pretendían las obras públicas y monumentales, herederas del peculiar y extraordinario talento que brota de lo nativo. Con gran claridad lo dijo Orozco en su Autobiografía: “en 1922 encontramos la mesa puesta”. Eso fue inusitado para el desarrollo de un arte de la revolución, pero cincuenta años después, cuando nosotros queríamos aprender y retomar los principios cardinales del muralismo, ya habían pasado una o dos generaciones de muralistas y los maestros sobrevivientes trabajaban aún con gran vigor y algunos de ellos daban cátedra en la Universidad Autónoma de México. Cuando yo quise aprender de ellos, se encontraban cerradas las escuelas de San Carlos y la Esmeralda por el gran movimiento estudiantil. La represión del 68 en México marcó a nuestra generación de diferentes modos. Cuando supuse que la mala fortuna me impedía ir a estudiar pintura a México, surgió algo imprevisto. Viviendo en el ambiente cultural de Celaya, con ex compañeros de la escuela de Bellas Artes Francisco Eduardo Tresguerras, tuvimos la iniciativa de formar una agrupación de jóvenes pintores que sirviera de discusión académica a la manera del Taller literario Alfonso Sierra Madrigal, a la vez que nos diera el espacio de trabajar en una casa compartida, para hacer nuestras exposiciones y ventas. El Dr. y pintor Jesús Rocha Ascencio se convirtió muy pronto en el principal promotor y casi mecenas del grupo “Hierba Verde”. Además era primo hermano del reconocido pintor muralista Raúl Anguiano que muy pronto lo hizo padrino de nuestra primera exposición. Poco después, empezamos a ser visitados regularmente por algunos de los más prestigiados Maestros del momento, como Jorge González Camarena, José Chávez Morado, Nicolás Moreno, y en especial Luis Nishisawa Flores, quien fue determinante para entender el uso de los materiales en el arte de la pintura y el mural. Aparte de mi colaboración desinteresada en el mural que colocaba en el Seguro Social de Celaya, y que poco después, con su asesoría resolví mi primer proyecto de mural que titulé “El Despertar” para pintarse en la naciente Universidad de Nayarit. Una manera de adentrarme más en la comprensión teórica del arte público, fue mi inclinación a participar en otros Talleres de Poesía, como el de Alejandro Aura y Efraín Huerta a donde asistía todos los lunes, con una inquietud de aprendizaje y de ansia de expresión, sintiendo la creciente necesidad de lecturas que me dieran un horizonte imprescindible para mis inquietudes pictóricas y literarias. Estas experiencias no solo fueron formativas sino también me ayudaban a despertar procesos de confrontación teórica entre tendencias artísticas. En aquellos días había en San Miguel Allende varios pintores refugiados de la guerra, que se expresaban contrariamente a la escuela mexicana de pintura. El expresionismo abstracto era el estilo internacional que provenía de Nueva York y que al tiempo que nos atraía a los jóvenes artistas, teníamos un cierto rechazo por no coincidir exactamente con nuestras inquietudes por el arte público y monumental. No acabábamos de entender que detrás de ese movimiento pictórico estaba Jackson Pollok como iniciador, y a la zaga de este artista, estaban las enseñanzas de Siqueiros, quien había dado un taller sobre el accidente dirigido y el uso de los nuevos materiales, en la ciudad de Los Ángeles Cal., en los años treinta.