Sentir la belleza de creer en Cristo Raúl Pariamachi ss.cc. Quisiera contribuir a la reflexión sobre la sugerencia que han hecho los obispos en la Conferencia de Aparecida de “redescubrir la belleza y la alegría de ser cristianos” desde la vida de los pueblos. En mi caso, centraré mi reflexión en el tema de la belleza de ser cristianos. Es probable que algunos de ustedes se pregunten: ¿qué sentido tiene hablar de la belleza de ser cristianos? ¿Para qué sirve teorizar sobre la belleza de la fe? ¿Qué tiene que ver la belleza con la justicia social? ¿No será caer en un sentimentalismo exagerado, trivial o fingido? Debo advertir que voy a compartir mis reflexiones a partir de y más allá de lo que se ha dicho en Aparecida. De hecho, no vamos a encontrar en el documento un tratamiento específico del tema de la belleza de ser cristianos, se trata, más bien, de una clave de lectura que podría ayudarnos. En el documento se alude en algunas ocasiones al asunto de la belleza al tratar acerca de la fe cristiana. No deja de llamarme la atención que el documento se abra y se cierre con referencias a la belleza. En la introducción apreciamos que los obispos elevan su súplica confiada al Espíritu Santo para “que redescubramos la belleza y la alegría de ser cristianos” (14). En la conclusión, los obispos piden al Señor Jesucristo: “Ayúdanos a sentir la belleza de creer en ti” (554). Veamos entonces en qué sentido la perspectiva de la belleza puede ser sugerente para vivir como discípulos de Jesús. Me parece que la inclusión del tema de la belleza de ser cristianos en Aparecida se debe en buena parte a que el propio papa Benedicto XVI se había referido a este punto en sus intervenciones, una cosa que ha tenido un considerable eco en los movimientos eclesiales1; no es casual que la alusión a la belleza con que acaba el documento se haya tomado del discurso inaugural del Papa en la Conferencia. Es elogiable que en el documento se hable de la belleza de la fe cristiana, porque en la Iglesia hemos sufrido cierto olvido de la belleza de la fe creída, celebrada y vivida. Ya el teólogo H.U. von Balthasar se lamentaba de que el abandono de la perspectiva de la belleza había empobrecido el pensamiento cristiano, por lo que buscó desarrollar una teología a la luz del trascendental de la belleza2. De modo semejante, se podría afirmar que este olvido de la belleza ha empobrecido no sólo la reflexión teológica sino también la vida cristiana en sus dimensiones personal, social y ecológica. Por otra parte, es evidente que la presencia del asunto de la belleza en Aparecida responde además a la sensibilidad de la época en que vivimos, que para muchos estaría signada por un fuerte predominio de lo estético en las formas de vivir. En el documento se sostiene que en la sociedad actual se ha introducido un sentido estético que se quiere imponer como una auténtica cultura (cf. 45); en esta línea, es oportuno que recordemos que si bien la modernidad vino caracterizada por un tipo de racionalización del mundo (M. Weber), la posmodernidad se distingue (entre otras cosas) por el desencanto de la razón y la estetización de la vida, que indudablemente tiene repercusiones éticas. Por lo tanto, será bueno que nos preguntemos por el sentido de la belleza de ser cristianos en el contexto de la vida de los pueblos de América Latina y el Caribe. 1. EL RESPLANDOR DE LA GLORIA DEL PADRE La tradición cristiana reconoció en la belleza del cosmos y en la belleza de Cristo la amorosa revelación de Dios. En este sentido, en el documento se lee que el universo es signo de la bondad y la belleza de Dios (cf. 125); en otra parte se señala –aludiendo a Cristo– que la creación es reflejo de la sabiduría y la belleza del Logos creador (cf. 470). Por lo general, la manifestación de Dios en el Benedicto XVI dijo en la homilía del inicio de su pontificado que “nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él” (24.04.2005); en esta homilía se inspiró el tema del II Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiales y de las Nuevas Comunidades (Roma, 2006): “La belleza de ser cristiano y la alegría de comunicarlo”. 2 Cf. Gloria. Vol. 1: La percepción de la forma, Encuentro, Madrid, 1985, p. 15. 1 mundo natural se suele entender a partir de la filosofía neoplatónica, que descubría en la belleza sensible una huella de la belleza suprasensible (Plotino). En nuestros tiempos es posible seguir creyendo que el universo remite a Dios sin sentirnos atados a categorías neoplatónicas, pues sabemos que tomar distancia de una comprensión metafísica no equivale a arrebatarle su encanto teofánico al mundo natural. Como escribió un conocido filósofo, esta perspectiva hace entendible que se pueda describir el universo como un movimiento continuo de átomos cósmicos y seguir cantando que los cielos proclaman la gloria de Dios (cf. Sal 19, 2)3. Más allá de la naturaleza, la tradición cristiana ha subrayado que el ser humano percibe la plenitud de la manifestación de la belleza de Dios en la persona, la historia y el destino de Jesús de Nazaret. En el documento se relata que los primeros seguidores se sintieron atraídos por Jesús, por la sabiduría de sus palabras, la bondad de su trato, el poder de sus milagros, el asombro que despertaba su persona (cf. 21). Los discípulos estaban fascinados por la excepcionalidad de Aquel que respondía al anhelo que había en sus corazones (cf. 244). Estas referencias al atractivo y a la fascinación que produjo Jesús encierran una connotación estética –expresiva y apelativa–, resuenan como una fuerte invitación a abrazar el seguimiento de Cristo como filocalia (el amor a lo Bello). San Agustín redescubrió a Dios como la belleza que atrae hacia sí con vínculos de amor: “Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé”4. Lo dicho evoca hermosos textos de la tradición paulina donde leemos que Jesús es la imagen de Dios invisible (cf. Col 1,15), en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad (cf. Col 2,9): el Hijo es el resplandor de la gloria del Padre (cf. Hb 1,3). Santo Tomás ahondó en el significado de la belleza del Verbo encarnado y crucificado, al punto de concebir la belleza como el asomarse del Todo en el fragmento5. Creo que la herencia escolástica sugiere una relectura de la belleza como la totalidad del misterio de Dios revelado y escondido en la figura histórica del Hijo encarnado. Me gustaría introducir ahora lo que llamaré la paradoja de la belleza de Cristo (algunos prefieren hablar de ambigüedad). Me refiero a que en el documento se remite al rostro doliente y glorioso de Jesús, muerto y resucitado (cf. 31). La paradoja consiste en que el rostro transfigurado de Jesús en el monte es también su rostro desfigurado en la cruz. Es decir, si –como ha escrito san Pablo– la gloria de Dios habita en el rostro de Cristo (cf. 2Co 4, 6), ¿cómo conciliar el rostro radiante de Jesús con su rostro sufriente? El auténtico seguimiento de Cristo nos ubicará ineludiblemente frente a esta paradoja. Valga decir que el cardenal Ratzinger abordó esta situación al contrastar dos antífonas de la liturgia de las horas aplicadas a Jesús: “Eres el más bello de los hombres; en tus labios se derrama la gracia” (Sal 45,3); y: “Sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, con el rostro desfigurado por el dolor” (Is 53,2)6. Al respecto, habría que señalar que la busca de una respuesta deberá considerar que en el Cristo sufriente los cristianos aprendemos que la belleza incluye la solidaridad en el dolor. El cardenal Ratzinger advirtió que un concepto puramente armonioso de la belleza no es suficiente ante las atrocidades de la historia, que en el rostro desfigurado de Jesús aparece la auténtica belleza: la belleza del amor que llega hasta el extremo, al punto que sólo se puede encontrar la belleza aceptando el dolor. En Cristo se encarna la belleza de Dios “que nos atrae hacia sí y a la vez abre en nosotros la herida del amor”7. Esto quiere decir –como sugería Dostoievski– que al hablar de la belleza de Dios no se puede saltar por encima del escándalo del dolor y que ninguna belleza podrá salvar sin pasar a través de su negación8. En este sentido, la teología de la cruz ha subrayado bien que en la cruz Dios hace suyo el sufrimiento infinito del mundo (con sus repercusiones para la cristología latinoamericana, como ha sido el caso de Jon Sobrino). Cf. R. Rorty, “El pragmatismo como politeísmo romántico”, en El pragmatismo, una versión. Antiautoritarismo en epistemología y ética, Ariel, Barcelona, 2000, p. 61. 4 Conf. X, 27, 38. “Me llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora suspiro por Ti; gusté de Ti, y ahora siento hambre y sed de Ti; me tocaste y me abrasé en deseos de tu paz”. 5 Cf. B. Forte, En el umbral de la belleza. Por una estética teológica, Edicep, Valencia, 2004, p. 23ss. 6 Cf. J. Ratzinger, “La contemplación de la belleza”, Mensaje enviado al “Meeting” de Rímini en Italia (2002), en www.solidaridad.net/articulo2959_enesp.htm 7 Ibid. 8 Cf. Forte, o.c., p. 59ss. 3 2. LA BELLEZA DE SER CRISTIANOS Las palabras finales de los obispos en Aparecida nos indican que redescubrir la belleza y la alegría de ser cristianos implica sentir la belleza de creer en Cristo (cf. 554), ser conquistados por la causa del reino de Dios. Quizás el mayor mérito del documento sea destacar que ser cristiano supone ser discípulo de Cristo, porque bien sabemos que se puede pretender ser cristianos olvidando qué significa estar vinculados íntimamente con Jesús: “Es formarse para asumir su mismo estilo de vida… correr su misma suerte y hacerse cargo de su misión de hacer nuevas todas las cosas” (131). Más adelante se dice que la admiración por Jesús, su llamada y su mirada, suscita “una respuesta consciente y libre desde lo más íntimo del corazón del discípulo, una adhesión de toda su persona al saber que Cristo lo llama por su nombre” (136). En el apartado sobre la configuración del discípulo con su Maestro, se dice que la Virgen María es imagen espléndida de configuración con el proyecto trinitario que se cumple en Cristo: desde su concepción hasta su asunción “nos recuerda que la belleza del ser humano está toda en el vínculo de amor con la Trinidad” (141). Vendría al tema reiterar que para la teología clásica el Verbo encarnado es el camino para ir a la Belleza última. Como escribió precisamente san Agustín: “En la Trinidad se encuentra la fuente suprema de todas las cosas, la belleza perfecta, el gozo completo”9. Quiero decir entonces que el sentido de la belleza de ser cristianos se ilustra con el doble movimiento que contiene la belleza en la experiencia de la fe, del cual hablaron san Agustín y santo Tomás (siendo retomados por von Balthasar). El movimiento de la belleza es el movimiento del amor, de modo que, en el doble movimiento que sugiere la belleza cristiana, el primer momento corresponde a la revelación: el descenso (kénosis) de la belleza de Dios hacia el ser humano, mientras el segundo momento corresponde a la fe: el ascenso (éxtasis) del ser humano hacia la belleza de Dios. Con razón ha escrito von Balthasar que ya no basta testimoniar la alteridad de Dios con respecto al mundo, sino que es preciso mostrar a Dios en forma humana (el escándalo de la humanidad de Dios), que supone redescubrir la clave estética de todo el mensaje cristiano: “Sólo quien gusta la revelación del infinito en la forma finita es no sólo místico, sino esteta”10. En el Cristo crucificado se realiza el éxodo de Dios desde sí mismo hacia su criatura y se hace posible el exceso de la criatura hacia su Señor. En definitiva, se trata de un movimiento dialéctico en cuanto que el descenso de Dios hacia el ser humano provoca el ascenso del ser humano hacia Dios, en el que al mismo tiempo el ser humano es orientado por Dios hacia los seres humanos, por la decisión que suscita el abajamiento (kénosis) del Hijo: el dinamismo del amor a Dios y al prójimo. En cierto sentido, la Iglesia participa de esta belleza de Cristo. En el documento se sostiene que la Iglesia está llamada a reflejar la gloria del amor de Dios, a atraer a las personas y a los pueblos hacia Cristo, sabiendo que la Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción (cf. 159); cabe preguntarse entonces si somos una Iglesia con fuerza de atracción porque encarna el amor de Dios. En seguida se nos recuerda que la Iglesia peregrina vive ya anticipadamente la belleza del amor, que se consumará al final de los tiempos en la perfecta comunión con Dios y los hermanos (cf. 160). Por supuesto, el documento se refiere al encuentro con Cristo en la celebración del misterio pascual (cf. 250), especialmente en la belleza de la eucaristía (cf. 446), en la que “Jesús nos atrae hacia sí y nos hace entrar en su dinamismo hacia Dios y hacia el prójimo” (251). Me parece importante también que en el documento se reconozca que en la espiritualidad popular se integran lo corpóreo, lo sensible y lo simbólico (cf. 263), porque justamente se trata de una espiritualidad cristiana que se encarna en la cultura de los sencillos. Se debería reconocer que algunas veces un mal entendido énfasis en la praxis ha llevado a mirar la liturgia como a la cenicienta de la pastoral; por cierto, no se trata de defender cierta belleza petrificada del culto a la rúbrica, al ornamento o al latín, pero tampoco de descuidar la celebración de la fe. 3. EL ROSTRO DEL SEÑOR EN LOS POBRES Por otra parte, en el documento se recuerda que cuando Dios creó al ser humano vio que todo cuanto había hecho era muy bueno, era muy bello (cf. Gn 1,31) (cf. 28). En su carta a los artistas, el papa Juan Pablo II aludió a esta pasión con que Dios contempló la obra de sus manos en el alba de la 9 De Trinitate, VI, 10, 12. H.U. von Balthasar, Gloria. Vol. 2: Estilos eclesiásticos, Encuentro, Madrid, 1986, p. 116. 10 creación, a su mirada complacida al percibir que lo que había creado era bello11. De modo que si hemos sido creados por Dios a su imagen, somos personas que hemos sido llamadas a reproducir en nosotros la belleza, la verdad y la bondad que se nos han manifestado en Cristo (cf. Rm 8,29), un desafío que acarrea la exigencia de respetar la dignidad de todo ser viviente; de ahí que en el documento se agradezca a quienes defienden la dignidad del ser humano (cf. 105). Volviendo al tema de la paradoja de la belleza, me fijaré en que en el documento se dice que en el rostro de Jesucristo muerto y resucitado, en su rostro doliente y glorioso, podemos contemplar con la mirada de fe el rostro humillado de tantas mujeres y tantos hombres de nuestros pueblos; también su vocación a la libertad de hijas e hijos de Dios, a la plena realización de su dignidad personal y a la fraternidad entre todos (cf. 31). En Aparecida se han retratado los rostros que le duelen a la Iglesia (cf. 407ss). En nuestro caso, tendríamos que sostener que la paradoja del rostro doliente y glorioso de Jesús se “traslada” a los rostros de las mujeres y los hombres de América Latina y el Caribe; esto quiere decir que en la paradójica belleza de Jesús (encarnado, crucificado y resucitado), que se hace solidario con todos los que sufren, es el Señor mismo quien está invitando a superar el mero sentimiento de placer que reduce la religión a simple consuelo privado, que pasa de largo frente al dolor del que está herido en el camino. Me parece que esto conecta con la estética posmetafísica para la que el arte, más que enviarnos a algo trascendente (hacia afuera del mundo real), nos ayuda “a quitar el velo de lo real”12. El arte posmoderno tiende entonces a mostrar la realidad desnuda de los hechos, que en la vida corriente permanece tantas veces escondida. En este sentido, la praxis de la compasión, la solidaridad y la justicia es como una “obra de arte” que nos muestra lo impresentable: los pobres, los excluidos y las víctimas que el mundo prefiere no mirar, pero que –¡sin embargo!– es lo que realmente nos hace libres. En efecto, la belleza de ser cristianos no puede reducirse al sentimiento pasajero que se desvincula de la opción ética: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16). Viene al caso recordar que, según S. Kierkegaard, sin pasar por el estadio estético no se llega a la decisión de creer en el salto de la fe, sin embargo, el estadio estético está destinado a ser superado en la “imitación de Cristo”, que comporta una elección ética13. Creo que lo que Kierkegaard quiere subrayar es el límite de la fascinación de la belleza, porque la verdad captada en la percepción estética podría ser objeto de contemplación (admiración) sin traducirse en un motivo de vida (decisión). G. Gutiérrez ha destacado que la gratuidad del amor de Dios es un aspecto fundamental de la espiritualidad de la liberación, “es el terreno de la entrega radical y de la presencia de la belleza en nuestras vidas, sin las cuales la lucha misma por la justicia queda mutilada”14. Finalmente, en el documento se afirma que encontramos a Cristo de una forma especial en los pobres, afligidos y enfermos (cf. 257). En los rostros de los pobres vemos el rostro de Jesús que nos llama a servirlo en ellos (cf. 393). Se reproducen las palabras del Papa: Nuestra fe proclama que Jesús es el rostro humano de Dios y el rostro divino del ser humano, por lo que “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre 11 Cf. Carta a los artistas, n° 1. En nota a pie de página, el Papa sostiene que la versión griega de los Setenta expresó adecuadamente este aspecto, traduciendo el término hebreo tôb (bueno) por el término griego kalón (bello). 12 Cf. I. Yarza, Introducción a la estética, Eunsa, Pamplona, 2004, p. 136ss. 13 Cf. Forte, o.c., p. 43ss. 14 Beber en su propio pozo, CEP, Lima, 1983, p. 149. Cita a Juan Gonzalo Rose: “Yo me interrogo ahora ¿por qué no he amado sólo las rosas repentinas, las marcas de junio, las lunas sobre el mar? ¿Por qué he debido amar la rosa y la justicia, el mar y la justicia, la justicia y la luz?” (Carta a María Teresa) por nosotros” (cf. 392). Así también se dice que el texto evangélico en que Jesús se identifica con sus hermanos más pequeños (cf. Mt 25) arroja su luz sobre el misterio de Cristo, dado que en Jesucristo “el grande se hizo pequeño, el fuerte se hizo frágil, el rico se hizo pobre” (393). * * * En su novela El idiota, Dostoievski retrata una escena en que el príncipe Myskin está al lado del joven Hipólito, que se está muriendo de tisis. El joven moribundo lanza una pregunta: “¿Es verdad, Príncipe, que una vez dijiste que el mundo será salvado por la belleza? Señor, –gritó fuerte a todos– el príncipe dice que el mundo será salvado por la belleza. ¿Qué belleza salvará al mundo?”. El príncipe no responde (calla como Jesús frente a Pilato que le había preguntado qué es la verdad), porque tal vez con su silencio quiere decirle al joven agonizante que la belleza que salvará al mundo es la compasión que comparte el dolor15. Después de todo, la belleza de ser cristiano radica en que Jesús es el resplandor de la gloria del Padre, por este Cristo somos atraídos fuera de nosotros para salir al encuentro de los otros en el movimiento del amor. 15 Cf. C.M. Martini, ¿Qué belleza salvará al mundo? Carta pastoral para el Jubileo, San Pablo, Madrid, 2000, p. 9.