1 EL TEATRO POPULAR Y SUS REPRESENTACIONES Joaquín Álvarez Barrientos (CSIC) Madrid La denominación “teatro popular” es compleja, tanto que, cuando se escribe sobre “literatura popular”, pocas veces se repara en la producción dramática. Se tiene en cuenta lo musical, lo oral, el acerbo en verso de romances, las leyendas, pero pocas veces se trata sobre “teatro” popular, sobre el espectáculo teatral. Si “lo popular” es ya de por sí conflictivo y difícil de acotar, por lo movedizo del concepto, cuando ese calificativo se dirige al teatro, la cosa se complica más porque el “teatro popular” agrupa numerosas manifestaciones de carácter literario, espectacular y festivo, lo que impone diferencias y matizaciones a la hora de referirse a dicho teatro. Quizá la razón de esta desatención hacia el teatro popular se encuentre en el hecho de que hay algunos aspectos, no literarios, que tienen más presencia que en otros géneros tradicionalmente considerados populares. Me refiero a cuanto tiene que ver con la puesta en escena, que ponen de relieve lo efímero del momento teatral, y con los aspectos económicos: contratación de actores, alquiler de escenografías y vestidos, implicación del ayuntamiento o de los gremios. Son más las veces que el acercamiento al teatro se hace desde el punto de vista del mero texto literario, o desde la oralidad, que caracteriza a gran parte de la literatura popular. Por eso, antes de centrarme en algunos de los aspectos más relevantes de este teatro, me detendré sobre los problemas que provoca su carácter movedizo. Y quizá lo primero sea empezar por la denominación de “popular”, cuestionada de manera general por algunos sectores de la crítica, cuando se refieren a lo que otros llaman, sin dudar, cultura popular, arte popular, literatura popular, etc. 2 Habrá que tener presente que, al hablar de teatro popular, aludo tanto a aquel que es capaz de concitar el pláceme mayoritario de la población, como al que proviene de fuentes tradicionales. La existencia de un teatro popular presupone, por otro lado, la existencia de otro culto y, al mismo tiempo, un juez que dictamine qué es culto y qué popular, dando por sentado que hay una nítida frontera entre ambos que impide su contaminación, la interrelación entre ambas manifestaciones. Aunque esta postura no tiene sentido, ni siquiera como simplificación para el estudio, puesto que lo característico de las expresiones artísticas es su comunicación y común influjo, utilizando todo aquello que pueda servir al objetivo estético y de éxito propuesto, seguiré utilizando esas denominaciones en aras de la claridad expositiva. Es difícil acercarse a este teatro, de variadas manifestaciones, y situarlo, pero quizá ayude a ello pensar que tanto el popular como el culto y el que está entre ambos --al que suele llamarse popularizado-- son ejemplos distintos de un mismo fenómeno de imitación que tiene que ver con devociones religiosas, festividades y afán didáctico. Con el paso del tiempo esas tres manifestaciones fueron aislándose unas de otras y creando sus propias tradiciones en las que basarse y alimentarse, llegando a constituir tres teatros diferentes que se representan en entornos distintos y responden a necesidades y objetivos específicos. Uno llamado culto y prestigiado por la historia; otro, popularizado, que comparte aspectos y elementos de los dos (en estos lo escrito, por influjo de la “cultura sabia”, tiene importancia por sí solo); y un tercero, popular, que puede acabar por escrito, pero que privilegia lo oral, y que, aunque recibe la influencia de otros elementos externos, está anclado en motivaciones y referentes locales. La diferencia rural/ urbano, con sus distintos rítmos temporales, creencias, modas, permanencias culturales y alteraciones más claras que se dan en la ciudad, es un aspecto importante a tener en cuenta a la hora de entender que una manifestación cultural evolucione hacia lo que llamamos culto, 3 o hacia lo tradicional. El ritmo mayor de la ciudad motiva que las manifestaciones de todo tipo cambien con más velocidad, buscando adecuarse a las necesidades nuevas de la comunidad. En la ciudad los vínculos familiares son menores, las creencias más diversas, el influjo de lo externo tiene mayor presencia que en el campo, y esa presión, el mayor intercambio de ideas, produjo y produce mayores y más rápidos cambios que en el campo, donde hoy en día, a pesar del influjo de los medios de comunicación, el ritmo sigue siendo menos veloz que en las urbes. Por otro lado, salvo popular se han acercado contadas excepciones, estudiosos cultos y al teatro desde la perspectiva cultural de la historia literaria destacando el factor sincrónico, y no siempre han sabido valorar lo específico popular, al aplicar criterios de valor útiles para unas producciones que se rigen por una preceptiva y unos referentes, pero no para otras. Hay que tener presente que no fue hasta el siglo XVIII cuando lo que hoy denominamos culto y popular empezó a deslindarse, coincidiendo con cambios drásticos en la Espa_a del momento, que tuvieron que ver con la “civilización” del país, tanto como con la especialización y objetivación de las ciencias y los estudios, que separaban aspectos y conocimientos que habían caminado de la mano durante el Antiguo Régimen. La educación y la civilización, en cierto modo, se entendieron como procesos represores e inhibidores de conductas que hasta entonces se habían tenido por naturales. De este modo, ciertas manifestaciones de la conducta, ciertos gustos estéticos, culinarios, en la moda y en los modales, se comenzaron a entender como “castizos” y, por extensión, como populares, propios del pueblo, en el que, por a_adidura, se encontraría la esencia nacional. Pronto estas maneras se cargaron de contenido político y se emplearon para defenderse de los cambios y novedades que llegaban de fuera (pero también desde dentro) del país. Fue en esos momentos, cuando se enfrentaban antiguos y modernos en términos de civilización y progreso frente a tradición y conservadurismo, cuando empezó a 4 hablarse de teatro popular, de literatura popular y de cultura popular. Fue entonces, mientras cambiaba el país, cuando el teatro de Lope de Vega y de Calderón, por ejemplo, se cuestionó y se cargó de ideología, de acuerdo con ese mismo proceso que veía en lo “popular” y autóctono las esencias del carácter nacional. Esta instrumentalización de la cultura buscaba defenderse del avance de posturas internacionales que tendían, en cierto modo, a imponer un modo igualitario en todas las naciones de Europa y de América. Es entonces cuando se comienza a recoger de modo más o menos sistemático leyendas, tradiciones, cuentos, canciones, romances y, en menos cantidad, piezas de teatro. La consideración de lo popular como depositario de lo nacional, no es, por tanto, algo que nazca en el Romanticismo; surge, aunque con dificultades, en el siglo ilustrado, ni tan afrancesado como se ha querido ver, ni tan antipopular como se propagó desde una historiografía interesada en ofrecer una imagen volteriana, irreligiosa y antiespa_ola de la centuria. Fue precisamente un ilustrado como Ignacio de Luzán quien acu_ó la denominación “teatro popular” en su Poética de 1737 y fueron precisamente conspícuos neoclásicos quienes intentaron rescatar parte de ese teatro antiguo espa_ol, adaptándolo, eso sí, a las circunstancias del momento en que vivían, queriendo hacer, a fin de cuentas, algo que se realiza una y otra vez siempre que se representa una obra teatral: actualizar la tradición en la que surgió. (Nos asomamos así, aunque de forma marginal y entre paréntesis, a uno de los problemas más importantes del mundo de la tradición: el de la permanencia de sus manifestaciones. Con frecuencia los investigadores estudiaron la tradición desde una perspectiva inmovilista, sincrónica, sin entender que la tradición, como cualquier otra cosa, es algo vivo y cambiante, cuyas expresiones cambian, evolucionan y, a veces, desaparecen. Por eso, desde mi punto de vista, no debería intentarse revitalizar algo que ha desaparecido y que ha perdido sentido para aquellos a los que estaba dirigido, ya sea porque han cambiado los referentes que la explicaban o porque la 5 circunstancia que la originaba desapareció, o porque los intereses del público son otros. Habría que crear nuevas manifestaciones que dieran respuestas a las necesidades del momento, no recuperar algo que perdió su utilidad. El hecho, por otro lado, de estudiar la producción popular como algo sincrónico, como si un fotograma diera el todo de la película, lleva a entenderla como algo anclado, viejo, caduco, antiguo y a hablar de su desaparición.) Es, por tanto, en ese marco y en esa época, entre los siglos XVIII y XIX, cuando puede situarse el origen de la distinción entre dos culturas y entre formas de hacer teatro, y arte en general; diferenciación que tiene que ver con la diversificación de los públicos y con la entrada en el país de lo que se ha llamado la modernidad. En esos a_os, al teatro antiguo espa_ol se le llama teatro popular, pero hasta entonces se representaba indistintamente para públicos urbanos, rurales y para la Corte, cambiando sólo aquellos aspectos formales de puesta en escena que no pudiese resolver la materialidad del lugar de representación. Todavía en el siglo XVIII había autores capaces de escribir, según las necesidades de las compa_ías y las épocas del a_o, una comedia de magia para Navidad, una de santos, un entremés, una alegoría o un fin de fiesta. Igual que en el teatro popular, se hablaba de la “comedia”, sin diferenciar el género literario al que se adscribiera la obra, y los comediógrafos se inspiraban tanto en fuentes cultas como las crónicas, como en populares: romances, sucesos, etc., ofreciendo un producto aceptado por el público general, que entendía el lenguaje, la manera de interpretar y los referentes de la pieza. Eran obras que se representaban en lugares abiertos como corrales o plazas, barcos, cementerios, pórticos de iglesias o patios de colegios, mesones, posadas o eras; espacios de sociabilidad y relación que mezclaban los grupos sociales, a pesar de tener en algunos casos se_aladas las diferentes ubicaciones según el estrato al que se perteneciera. Por otro lado, montar el escenario en un lugar público, por lo habitual dedicado a otras cosas, suponía la 6 transformación del espacio político,religioso o económico, cotidiano en definitiva, en un lugar con nuevas dimensiones que acogían la representación del imaginario local. La representación en la plaza pública o en espacios abiertos como pe_as, claros del bosque, etc., así como el hecho de cambiar de lugar el escenario (en procesiones), suponía también la ausencia de un único punto de vista y de un solo tablado, ya que los actores eran observados desde varios lugares. De este modo, era frecuente el escenario a la redonda, en el que se podían representar varias escenas distintas a la vez. Se mezclaba así lo cotidiano con lo novedoso del espectáculo. El lugar de la representación matiza el modo de actuar del cómico, la manera de estar del público y la relación entre ambos. Estar de pie los espectadores permitía el cambio de lugar, hablar con unos y otros, increpar al actor, una mayor participación. Esto no era habitual en los lugares cerrados o en los regidos por una etiqueta cortesana, en los que el público sólo manifestaba su opinión después de haberla evidenciado el monarca y haciéndose eco de ella. Las manifestaciones de teatro popular daban ocasión a que se confundieran diversas maneras de entender el mundo; a que el público adquiriera un papel activo, y a que los intermediarios de la cultura popular (los actores) rehicieran el mensaje -actualizándolo o matizándolo según el tipo de receptor ante el que se encontraran--. Será en las décadas finales del XVIII y, sobre todo, durante el XIX cuando los espectáculos teatrales se vayan diferenciando según los públicos, y los locales se especialicen en un tipo u otro de manifestación dramática. El teatro para la corte será culto y clásico; pero se irá abriendo un amplio arco estético para los diferentes públicos urbanos y rurales. Por ota parte, lo que solemos denominar teatro popular está vinculado, generalmente, a la fiesta, y esta misma vinculación le da cierto carácter. Por un lado, es un teatro escrito para una ocasión concreta y, por otro, se mezcla con otras expresiones como tarascas, desfiles y procesiones, que se 7 convocan en la misma fiesta. La variedad de manifestaciones dramáticas, populares y no, es, por tanto, enorme, pero, para el caso de lo que llamamos popular, podemos agruparlas siguiendo el ciclo del a_o y de sus fiestas. Así tendremos, como estudió Caro Baroja, fiestas, y por tanto representaciones teatrales, del ciclo navide_o, de carnaval, Corpus Christi y de verano. Esa especificidad festiva da a las obras sus peculiares maneras, estructuras y visiones del mundo y, al mismo tiempo, explica que se reunan en el mismo espectáculo lo serio y lo burlesco: carros de autos sacramentales junto a carros con tarascas, mojigangas, etc. Los estudiosos aún no se han puesto de acuerdo sobre si el público entendía las alegorías serias y burlescas, los pasajes, motes y la simbología que el espectáculo teatral mostraba. Es una duda que se complementa con la relativa a la intelección de la oratoria sagrada. Parte de la crítica considera que, dadas las explicaciones y el predominio de la cultura visual, era posible que el espectador entendiera lo que se mostraba ante sus ojos, en parte también porque los que ofrecían la fiesta distribuían relaciones que la explicaban. De manera que la comprensión sería relativa y distinta, según la cultura y capacidad de cada receptor. Como puede verse, el espectáculo de la fiesta concitaba tanto públicos dispares como manifestaciones que iban desde lo exclusivamente culto a lo popular, mezclándose en diferentes grados. Según el tipo de fiesta ante el que nos encontremos, la participación del público será una u otra, y los que llamamos públicos populares tendrán un lugar diferente en el espectáculo. La denominación “teatro popular” se ha empleado para nombrar cosas diversas. Por un lado, frente a lo que se conoce como teatro culto --por ejemplo, el que se ajustaba a las reglas clásicas--, a gran parte del teatro barroco se le ha llamado teatro popular. Por otro, se denomina así a aquellas manifestaciones que, como la literatura de cordel, se supone que no tienen un autor, que su calidad literaria es baja y que 8 no se ajustan a los cánones estéticos de la preceptiva: dances, pastoradas, etc., que parecen provenir de otra tradición estética y que, desde luego, en un momento dado, tienen otra tradición. El marbete “teatro popular” ha servido para referirse a aquellas producciones que no gozaban del beneplácito normativo pero sí de la aceptación de la mayoría. Como se_alé antes hay que diferenciar entre un teatro popular, del agrado de muchos, y un teatro “tradicional”, heredado de padres a hijos, cercano a los intereses y necesidades de cada comunidad y a menudo representado por los propios del lugar. También sería útil valerse de la distinción económica; me refiero a que este último teatro, por lo general, estaba fuera de los circuitos habituales de contratación y estabilidad de compa_ías, pero tenía así mismo su dimensión económica. Aunque era frecuente que los regocijos y demás representaciones teatrales y parateatrales las llevaran a cabo determinados miembros de la comunidad, conocemos, sin embargo, casos de contratación de actores por parte de peque_as localidades, algo que debía de ser relativamente habitual, para escenificar la “comedia” durante los días de la fiesta. Los contratos que se verificaban entre estas compa_ías y el ayuntamiento o la cofradía que las contrataban nos permiten conocer algunos hechos que ayudan a entender mejor el desarrollo de esta actividad. Por ejemplo, con relativa frecuencia, eran compa_ías regidas por mujeres, a las que acompa_aban sus maridos. Eran compa_ías poco numerosas, formadas por ellos dos y alguna mujer más, a las que se unían por contrato algún estudiante o clérigo (a pesar de la prohibición) y representaban las danzas y las obras que les pedían y encargaban. No tenían un repertorio que ofrecer. Por lo general, los trajes de la comedia eran alquilados. Las mujeres bailaban, y, con preferencia, los hombres cantaban. Las escrituras de obligación detallan también la de ensayar, ensayos que se hacían en el lugar y que podían durar hasta una semana, ya que habían de aprender los textos que se les entregaban al llegar. El atrezo y todo lo necesario para montar 9 lo mejor posible la escena, se alquilaba en la ciudad, y lo pagaba la organización del espectáculo. Como se ve, estas compa_ías, si así se pueden llamar (porque tampoco eran compa_ías de la legua), apenas tenían bienes, salvo su propio cuerpo y sus capacidades artísticas. Tras los días de ensayo, se representaba la “comedia”, por lo general dos veces: el día de la festividad y su víspera, aunque podía darse en más ocasiones. A los cómicos se les pagaba por la representación; el viaje y la estancia corrían también por cuenta de los organizadores.1 Los términos que representaciones eran se empleaban “comedia” y para referirse a estas “función”, básicamente, aunque se tratara de una loa, de un baile, de un auto, etc. Esas palabras aludían genéricamente al hecho global de la representación. La comedia, inserta en el marco de la fiesta, podía integrar danzas, una novena, algún canto religioso o alboradas, procesión, cohetes, convite, toros, bailes, comedia y mercado o feria. El texto podía provenir de un pliego de cordel que se adaptara, de las Sagradas Escrituras, de romances, etc. Un autor, que podía ser el mismo que contaba cuentos o cantaba romances, hacía su versión. Este “especialista”, como lo llama Joaquín Díaz, accedía a la Tradición y la enriquecía, haciéndola suya, con aquellos elementos personales y locales necesarios para ponerla al día. La obra representaba el propio mundo y fijaba conceptos y creencias, a menudo mediante personajes simples que encarnaban conceptos y figuras básicas: el demonio, el ángel, el pastor, la dama, etc. En estas representaciones, como ya se ha indicado, el espectador participaba de forma más activa que en las otras “cultas”, pero en unas, como en otras, los personajes y los tipos representados actuarían como modelos para el público y como simbolizaciones de arquetipos. La participación del público se refería tanto al modo de mostrar el agrado o desagrado con que acogiera la obra, como a . Resumo datos del trabajo aún inédito de Antonio Cea Gutiérrez, recogido en Álvarez Barrientos (2002). 10 su propia intervención como actores, ya que no era raro que, tras acabar la “comedia”, las mujeres bailaran o cantaran. Pero esa participación activa en la fiesta teatral hay que considerarla también de forma más amplia, pues la población del lugar donde se verificaba la función estaba en fiesta y eso suponía un cambio de actitud, de papel, y ver los espacios ocupados por otra actividad, es decir, dotados de nueva dimensión y a los propios habitantes desempe_ando un papel distinto del habitual. La entrada en el espacio urbano --calle, atrio, plaza, fuente, pe_a-- de elementos nuevos de ficción y celebración convertía al “espectador” en partícipe y, por tanto, en actor de la fiesta. Hoy en día esta participación es mucho más difícil. Las plazas, cargadas de significación litúrgica y administrativa, pues en ellas se celebraban actos religiosos, castigos y procesiones, acogían también representaciones teatrales, en las que los intérpretes podían ser vecinos de la villa, que aprendían textos tradicionales servidos de generación en generación. Ejemplos recientes, tanto por las fechas de su última representación, como porque los textos se han recogido y publicado no hace mucho, tenemos en la danza del rey Nabucodonosor, en la de Carlomagno, en la de la guerra de Melilla y en otras. En estos textos recogidos por Concha Casado (1999), así como en la documentación gráfica que aporta en su libro de acertado título Danzas con palabras, pueden observarse estos hechos. Por un lado, los textos tienen una datación primera que en muchos casos se remontan a los siglos XVI y XVII; por otro, los farsantes son vecinos de los diferentes pueblos en los que se celebran las fiestas. Son piezas en verso, generalmente octosílabo, que narran historias, anécdotas o haza_as del pasado, que, como otras obras de la literatura popular, tenían gran aceptación y acogida entre el público mayoritatio, que prefiere, por lo general, estas composiciones sobre asuntos antiguos, que otras sobre materia nueva. En bastantes casos encontramos los mismos temas tratados por un autor tradicional y por otro “culto” --por ejemplo, en la “Danza de Nabucodonosor”, que tiene versiones dramáticas de 11 Calderón y Mira de Améscua--, mostrando la continua interrelación entre ambos mundos y cómo no puede olvidarse que la producción artística es realizada por personas sujetas a todo tipo de influjos y estímulos, y acosadas por las mismas preguntas. Como en las obras “cultas”, encontramos también en estas otras un proceso de acercamiento y apropiación mediante lo que se ha llamado “connaturalización”, fenómeno que consiste en situar la acción del relato en la propia nación o en el propio lugar aunque se desarrolle en tierras lejanas, y así se encuentran localismos, referencias a zonas cercanas y el lenguaje del lugar, aunque se trate de Nabucodonosor. A este proceso de absorción no era ajeno el uso de una indumentaria totalmente local y autóctona, que en nada recordaba a los personajes de Mesopotamia, por ejemplo, y la música, de vital importancia en el teatro y en la vida nacional, que es música del lugar. Otro hecho que caracteriza al teatro popular es la casi general ausencia de acotaciones y didascalias, presentes sin embargo en el teatro culto, si bien es cierto que éste sólo comenzó a tenerlas en el siglo XVIII, igual que la repartición del texto dramático en jornadas y escenas no se dio hasta esa misma época. Por el contrario, sí había decoraciones y escenografía, que no podía ser muy complicada: fuentes, nubes. A menudo las referencias que encontramos en la documentación son a pagos por montar el tablado pero también por la colgadura de tafetanes y por la construcción de tramoyas para las celebraciones y procesiones del Corpus o de Navidad, así como por la compra o reparación de máscaras, que se empleaban tanto en Carnaval como en Navidad, Reyes y Corpus. Las máscaras o rostros no sólo hacían referencia a la careta deforme y satírica de las fiestas de los inocentes y de carnaval, también eran las que se usaban para representar a la Virgen, a los personajes de la Natividad, a los apóstoles, o a cualquier otro que interviniera en la fiesta. Ya se sabe, por otra parte, que la palabra “máscara” designa a veces a la persona que representa y en ocasiones a la fiesta en general, además de al 12 objeto. Este elemento juega un relevante papel en algunas formas de teatro popular, como son mojigangas, jácaras, loas o pastoradas. Los escenarios montados por los carpinteros podían estar cubiertos por un toldo, tenían tafetanes o cortinas al fondo y poco más. Sobre ellos se representaban esas obras inspiradas en pliegos de cordel, romances, textos sagrados o de cualquier otro orden, que preparaba, como indiqué, el “especialista” local. Era frecuente utilizar la expresión “sacar una comedia” o que una comedia estuviera “sacada” de otra obra, lo que indica ya el modo de trabajar del encargado de ofrecer el texto que se representaría: se inspiraba o copiaba o glosaba una pieza ya existente. Por otro lado, tampoco era infrecuente que se comprara la obra, en la capital, y que el “autor” local -escribano, mayordomo de cofradía-la adaptara a las necesidades nuevas del momento festivo, quedando otras celebraciones más enquistadas, como pueden ser las de Navidad, por el propio carácter concreto de la anécdota festiva.2 Todo esto lleva, una vez más, a replantearse el asunto de la autoría de la literatura popular y, en este caso, del teatro popular. Como se sabe, Menéndez Pidal habló del autor- legión, como una forma, en el fondo, de divulgar cierta anonímia. Pero estamos viendo, sin embargo, que estas piezas, copiadas, transcritas, glosadas, mutiladas, reelaboradas, son obra de personas concretas, y quizá haya que hacer tanto énfasis en el autor como en la legión de oyentes y transmisores que memorizarían las obras y las repetirían cambiando y matizando a su vez cuanto fuera necesario. De manera general, las obras del teatro popular, como 2. Por resultar poco conocido, reproduzco aquí algunas de las palabras que José Bergamín dedicó al teatro popular en su conferencia de 1930 titulada “La decadencia del analfabetismo”. Bergamín consideraba que en el teatro que “el pueblo” veía y producía estaba la “espiritualidad popular”, la esencia: “El analfabetismo teatral, la proyección imaginativa del pensamiento espiritual más puro, conserva en Espa_a una poética supervivencia doméstica en los nacimientos o Belenes que se ponen para los ni_os en Navidad. El nacimiento es un superviviente de los escenarios simultáneos de la Edad Media, en los que se representaban los misterios católicos de la fe. En estos escenarios coexistían, como en los nacimientos o Belenes, los diversos lugares de la acción” (2000, p. 45). 13 otras producciones de la literatura popular, aparecen anónimas, pero es característica que comparten con gran parte de la literatura “culta” o simplemente escrita, cuya autoría se reconoce muy tardiamente, pues dedicarse a escribir no era tarea reconocida por la sociedad y había que hacerse perdonar la dedicación. Por otro lado, firmar las propias obras, durante gran parte de la historia, se vio como un ejemplo de vanidad, contrario al orden humilde cristiano, que entendía la inteligencia como un don divino y su ejercicio como una forma de oración. Al mismo tiempo, Jesucristo no había escrito nada salvo unas palabras en la arena que después borró, lo que parecía trabajar en favor de la anonímia. Se juntaban, pues, muchos elementos que inducían a no dar a conocer el nombre del autor, y no era lo menos importante los problemas que se podían tener con la censura, la Inquisición o las autoridades, de lo que quedan también abundantes testimonios en la documentación. Por otro lado, si estas obras, aunque luego tuvieran una difusión mayor, se componían para una festividad local y todos sabían quién era su autor, no había necesidad de que éste escribiera su nombre al final de la pieza, del mismo modo que un carpintero o un obrero no solía firmar sus trabajos, aunque a veces dejara una marca identificadora. En el Quijote encontramos un testimonio que avala esta hipótesis. Cervantes nos habla de un joven llamado Crisóstomo, poseedor de cierta cultura, que ha estudiado en Salamanca y decidido tomar vida de pastor. Crisóstomo leía las estrellas y tenía variados conocimientos y capacidades, según los cuales aconsejaba un tipo u otro de cultivo a los labradores; era, en definitiva, una figura importante en el lugar. "Olvidábaseme decir --a_ade el personaje que nos informa-- cómo Crisóstomo, el difunto, fue grande hombre de componer coplas: tanto, que él hacía los villancicos para la noche del Nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían que eran por el cabo" (I, cap. XII). Aunque sea un testimonio literario, sirve para dar cuenta de un tipo de autor que sabía conjuntar los intereses populares y los cultos, del mismo modo que otros, de cuyos nombres y 14 actividad apenas ha quedado noticia. Crisóstomo, como otros aludidos en la documentación, o como Julián Escudero Pozuelo (1815- 1898), poeta leonés de Audanzas del Valle, en el partido judicial de La Bañeza, habría compuesto algunas de esas obras que nos han llegado anónimas y en variantes. Lo que conocemos de la vida de este poeta leonés lo relaciona con la imagen ofrecida por Cervantes: estudiante que pasa unos años fuera de su pueblo, labrador y cantor querido por sus contemporáneos, que destacan su carácter ocurrente y su capacidad para "sacar" versos para los ramos, las pastoradas y los ofrecimientos de Nochebuena (Quintana Prieto, 1952). En la mejor línea del teatro popular y tradicional, Escudero mezcla en sus obras para las festividades religiosas lo serio y lo jocoso, lo sagrado y lo profano, el personaje alto y el bajo, al que denomina "el tonto", que es el gracioso. Y, como a "las diablas" (de las que hablaré después), a Escudero se le conocía por un mote: "el Marqués", que era el segundo apellido de su padre, mote que pasó a su hija. Tenemos algunos otros testimonios de interés sobre esta cuestión de la autoría. En este caso, un testimonio crítico y contrario al teatro popular. Se trata de un artículo recogido en el vallisoletano Diario Pinciano, que dirigió José Mariano Beristain a finales del siglo XVIII. En 1787 se había publicado, como otros años, un folleto destinado a representar el Nacimiento del Hijo de Dios. El texto, que reproduzco a continuación, no sólo es indicativo de una postura crítica ante esta literatura, sino que aporta valiosa información sobre los métodos de distribución de la literatura popular, las formas de trabajo de sus autores, sobre el uso que se daba al recinto sagrado y, desde luego, sobre las mentalidades que estaban detrás de las distintas actitudes. Escribe así Beristáin el miércoles 26 de diciembre: ¿Y cómo estamos nosotros en el año de 1787, uno de los más ilustrados o luminosos de nuestro siglo? ¿Hemos desterrado de nuestro Parnaso aquella chusma de versificadores bufones que inducían en el templo de Dios, de majestad inefable, los profanos conceptos y chistes insulsos que los gentiles no hubieran oído sin ira [...]? ¿Cómo celebramos hoy la Encarnación y Nacimiento admirables del 15 Hijo de Dios vivo? ¿Todavía halla nuestra consideración devota en el portal glorioso de Belén al tosco y grosero Pascual, al malicioso y juglar Bato, al atrevido y desvergonzado Antón? ¡Ah! Allí están llenando de estiercol las pajas limpias donde está reclinado el Niño Jesús, atormentando los castos y delicados oídos de su Purísima Madre y del casto esposo José, e irritando a las bestias del establo, que obsequian con su silencio a aquellos Santos huéspedes más dignamente que los pastores charlatanes con sus coplas. ¿Y esto es verdad? Diré lo que he visto. Se han impreso en esta ciudad tres juegos de villancicos para la Nochebuena de este año. Los unos para la catedral de Osma, los otros para la de León, y los últimos para la de Valladolid. Hay en ellos buenas cosas, no hay duda; pero las hay también de aquellas que [...] Feijoo llama compuestas al genio burlesco, como si las cosas de Dios fuesen de entremés. Un tutilimundi en los hombros de un francés, a quien saludan los pastores con los decentes y urbanos nombres de animal y pollino, se habrá presentado en el coro de la iglesia de Osma, y [...] habrá dicho un músico: téngase monsiur (sic) mío, corra ese lienzo que animales bastantes estamos viendo. Pero qué sería oír en la misma noche en León a aquel pastor de garbo y porte que dijo al Niño Dios: si tú vinieras/ a estos parajes con gran peinado,/ con nuevos trajes, con muchas cintas/ y hebillas grandes todos te hicieran/ lugar bastante (Diario pinciano, n_ 44, p. 461- 462). El diarista continúa refiriendo lo que vio en la representación de los “villancicos de Nochebuena”, y la descripción se asemeja a un entremés en el que van desfilando personajes por la escena, aunque en este caso el escenario es la catedral de León y los actores a los que Beristáin pasa revista son los asistentes a la representación, personas reales, que exponen sus cuitas, quejas y necesidades, o que simplemente trabajan, y así vemos a una gitana diciendo la buenaventura, a un pastor que discute sobre el pleito que tienen con los labradores vallisoletanos, a un maestro de escuela que pide el aguinaldo con sus alumnos “porque él no come con cari_os” (p. 463), y a dos ciegos que venden calendarios y almanaques. El diarista habla de los lugares de representación, en este caso las diversas catedrales a las que se hace llegar el folleto, y transmite el tipo de texto y el 16 tono que rige la sociabilidad del momento, así como el tenor de las obras representadas, rechazando el contenido burlesco, presente en todo el teatro popular, ya como forma de crítica hacia algo, ya como terapia de grupo. Tanto el tono como el lugar de representación indican determinadas actitudes del público "popular" ante el espectáculo y ante lo sagrado, que es entendido como algo cercano, cotidiano e íntimo, algo de lo que uno se puede reír sin que esa risa implique necesariamente desconsideración, como sólo entendieron las autoridades en fechas anteriores y posteriores. Lo que Beristáin describe es, en cierto modo, continuación de una larga costumbre que recibía prohibiciones al menos desde el siglo XII y que Alfonso X volvió a censurar en sus Partidas (I, ley 34, tít. VI), lo mismo que el Concilio de Aranda en 1473, con un texto que, como el del Diario Pinciano, describe bien el ambiente que debía de vivirse durante las fiestas y las representaciones populares religiosoprofanas que no diferenciaban lo serio de lo burlesco porque formaban parte de una misma esfera y concepción de la realidad de sectores de la población: Como a causa de cierta costumbre admitida en las iglesias metropolitanas, catedrales y otras [...], así en las fiestas de Navidad [...] y de los santos Esteban, Juan e Inocentes, como en ciertos días festivos y hasta en las solemnidades de las misas nuevas, mientras se celebra el culto divino, se ofrecen en la iglesia juegos escénicos, máscaras, monstruos, espectáculos y otras diversas ficciones, igualmente deshonestas, y haya en ellas desórdenes, y se oigan torpes cantares y pláticas burlescas, hasta el punto de turbar el culto divino y de hacer indevoto al pueblo, prohibimos [...] esta corruptela (Cit. por Lázaro Carreter, 1976, p. 42). Revelan los textos aducidos que, durante muchos a_os, la catedral, la iglesia, incluso el cementerio, como se señaló más arriba, fueron lugares de encuentro y celebración durante la fiesta, y en esos momentos se hacía un uso más festivo y social que ceremonial del espacio sagrado, pudiéndose bailar, comer y pasar el tiempo allí, en vigilia festiva. Que la población se reuniera en la iglesia y la utilizara de este modo habla de la ausencia de espacios destinados a ejercer la socialibilidad más 17 allá del estrecho entorno familiar, verificada alrededor de la cocina en invierno o a la puerta de la casa en verano. Igual que nos ilustra de la condición itinerante de muchos de los espectáculos el que se verificaran en posadas --como hacía maese Pedro con sus marionetas en el Quijote-- o en plazas, donde charlatanes y cantantes, así como farsantes y funambulistas, desempeñaban sus habilidades. Sean cuales sean las piezas que integran lo que llamamos teatro popular, hay algunas cosas que las caracterizan. Por un lado, su condición tradicional cuando la tienen, en la que habría que situar lo burlesco y satírico, tan presente como un erotismo no siempre sutil; lo jocoso y grotesco hace acto de presencia en personajes cornudos y consentidores, en damas, sacristanes, estudiantes, esposos y otros tipos claramente codificados. Por otro, suele tratarse de obras breves: entremeses, sainetes, mojigangas, jácaras, pasos, pasillos, que comparten esa brevedad con otros ejemplos de la literatura popular, como romances, villancicos, cuentos y refranes. Al mismo tiempo, las tramas argumentales son simples: un hecho bíblico, una burla lineal y sencilla, una narración concisa, una anécdota histórica. Por consiguiente, el número de personajes será corto y su condición se acercará más a la de tipos que a la de personajes con desarrollo psicológico: se tratará del pastor, del demonio, del ángel, del rey, del viejo, del militar, del fraile, etc., que representan siempre un concepto, de orden moral o simbólico. Incluso cuando se trata de personajes históricos como los que pueden aparecer en las obras que se inspiran en hechos reales --batallas, asesinatos, etc.--, la representación del personaje real se ajusta a esas convenciones tópicas. Son figuras que, en algunos casos, guardan vecindad con las de la commedia dell’arte, expresión de teatro popular que alimentó en no pocos casos la vida teatral espa_ola. Hay otras semejanzas entre el teatro popular espa_ol y este italiano, por ejemplo, la tendencia a acabar a palos en ciertas representaciones, la vejiga con la que se golpean, lo paródico 18 y burlesco. Una figura de cierta relevancia en este teatro es la del demonio. Aparece caracterizado con unos rasgos externos identificadores comunes, desempe_ando función similar en las diferentes piezas, incluso si se trata de teatro entre la tradición y la factura literaria culta, como es el caso de las llamadas comedias de santos y de magia. El demonio proviene de las primerizas representaciones religiosas en las que, tras ejercer su papel de tentador y encarnar aquellos aspectos y actitudes que la sociedad (o el orden) quiere mantener dormidos, como el deseo, la crítica, la duda, etc., resulta vencido por el bien, que suele tomar forma de ángel o de virgen. Un estudio diacrónico de esta figura en la escena espa_ola da como resultado la progresiva pérdida de su carácter religioso o simbólico, para aumentar en aspectos y conductas humanos, pues acoge aquello que atormenta y preocupa al individuo. Como en otras zonas de Espa_a, por ejemplo en Miranda del Casta_ar, en la Sierra de Francia de Salamanca, el papel de demonio lo desempe_aba siempre la misma familia, pasando de padres a hijos el encargo de encarnar el papel. De hecho, según me comenta Antonio Cea Gutiérrez, todavía hoy hay una familia que responde al apodo de “las diablas” por haberse hecho cargo de dicho papel hasta comienzos del siglo XX. Durante mucho tiempo, esos diablos representaron realmente lo negativo del individuo. No era extra_o, tampoco, que, quienes los representaban, pudieran tener otros conocimientos de carácter médico- mágico. En las fiestas, el demonio era, además de peligroso, la válvula de escape que decía aquellas cosas que muchos pensaban y pocos se atrevían a verbalizar. En este sentido, se relacionaba con el bufón y con el arlequín, con los que además compartía el uso de la máscara, elemento fundamental del teatro popular. Se ha se_alado que el teatro, como otras formas de literatura popular, se hace eco de las creencias, miedos y esperanzas de la población y refleja una mentalidad. De este modo, encontramos piezas teatrales que se centran en la 19 creencia en la magia, en los duendes, en los santos y patronos locales, que dan vida a un mundo en el que lo sobrenatural ocupa un especio importante. Unas veces, las más, ese teatro mostrará la burla en la creencia mágica, a diferencia de otros géneros populares, que la potenciarán, y esa actitud laica se encuentra también en las manifestaciones cultas que tienen por asunto el estrato mágico de nuestra cultura. Las comedias de magia, que tuvieron extraordinario éxito desde el siglo XVII hasta comienzos del XX, supieron aunar el paulatino descreimiento de la población en esas materias con el deseo constante de mejorar la propia situación vital, lo que se conseguía, de manera escapista, mediante los efectos del mago. Otra cosa es el tratamiento que se dio a los asuntos marianos y religiosos en general, que también se frivolizaron, aunque sin llegar a cuestionar la fe en tales materias. El teatro popular, lo mismo que los pliegos de cordel, con cuya materia literaria tiene mucho que ver en ocasiones, dio cabida a temas y personajes cercanos, como los bandidos y bandoleros, y por tanto, se daba también cabida a la justicia y a sus personajes represores: corchetes, abogados, etc., que por lo general salen malparados en tales obras. La idea de que la justicia está al servicio de los nobles y poderosos, aunque pueda haber ocasionalmente honestos representantes, es constante en estas obras, del mismo modo que el bandolero es también un elemento positivo, que ha de echarse al monte por alguna injusticia de que es objeto y de la que, sin embargo, se le hace responsable. La relación entre pliegos de cordel y obras teatrales en este campo es notable, ya que, con frecuencia, si un pliego tenía éxito, no se tardaba en tener una obra que tuviera por protagonista al bandolero del pliego. Pero también era frecuente lo contrario: que una obra de éxito tuviera su versión en pliego, o que de ella se extrajeran aquellos pasos de interés o más famosos y se vendieran sueltos, siempre con una vi_eta alusiva al asunto, al frente del mismo. No es infrecuente, por tanto, encontrar en las escasas acotaciones de las piezas teatrales populares la referencia al pliego o a la estampa de la que se extrae el asunto. “Como se 20 muestra en el pliego”, “como se acostumbra”, son acotaciones que dan cuenta de la coherencia mental y de referencias en que se movían los autores y los espectadores de este tipo de teatro, que hacía innecesaria la descripción del personaje y de sus atributos. El mundo del bandolerismo está presente de manera notable en la literatura de cordel y en el teatro, seguramente porque, como otras figuras que así mismo tuvieron representación, lo estaba también en la vida cotidiana. Un erudito del siglo XVIII cuenta lo que sucedió en Granada cuando se representó la comedia sobre el bandolero Francisco Esteban, obra que es ejemplo de la mala moral que dicho teatro esparcía: Por este capítulo de mala moral son especialmente reprensibles las comedias de guapo, pues estos dramas representan ordinariamente un hombre amancebado que profesa el contrabando y defiende su profesión a balazos contra los miembros de la justicia. Unos contrabandos crían a otros y el teatro inflama a todos en la perdición. Cuando Martínez estuvo una temporada en Granada echó entre otras comedias la de Francisco Esteban. Estaba a la sazón en Granada Juan Mármol, conocido comúnmente por el mal nombre de Zambomba y, no obstante de estar curándose de unas heridas, no quiso perder el espectáculo de su héroe. Fue al teatro y, de ver a Martínez hacer muy bien el papel de Francisco Esteban, se inflamó. Cuando llegó el caso de asesinar a Esteban, se desemboza Zambomba, que iba armado de dos charpas, y sin reparar que lo podían conocer y prender, exclamó: “_Mal hecho! Por vida de...”, y se salió. Toda la gente le dio paso y nadie se atrevió a ponérsele delante, aunque era público y notorio que estaba proscrito (Armona, 1988, p. 286). Este ejemplo, muestra del tipo de literatura que se quería desterrar, evoca la relación que existía entre cierto teatro y cierta clase de espectador, que se identifica con las actitudes y problemas que plantea el teatro popular, hasta el punto de no distinguir entre fantasía y realidad. La producción popular se ha enfrentado a lo largo de su historia a la censura y a la prohibición. Durante un tiempo fue la Iglesia, desde sus concilios, la que prohibía este o aquel tipo de representación. Más adelante, será el propio Estado, con la excusa del "buen gusto", el que censure las 21 manifestaciones dramáticas populares y otras manifestaciones culturales populares. Posteriormente, serán sectores de la propia población, en tanto que consumidores de cultura, los que no gusten de esos ejemplos, tras haber interiorizado como válidas ciertas normas de conducta y determinadas formas culturales. Estas censuras, entroncadas en los procesos nacionales de civilización, que en parte hacían depender la cultura de modelos transnacionales y no locales, y que se acompañaban de cambios en las modas y en la ética, fueron acorralando las producciones populares y reduciendo su presencia a ciertos momentos del año y a ciertas zonas del país, desapareciendo casi del todo en las ciudades. Este fenómeno va a producir un efecto sobre el teatro popular. Por un lado, el de clave tradicional seguirá viéndose en los lugares el día de la fiesta, aunque más sujeto que antes a la influencia de la modernidad urbana, mientras que en la ciudad se irá fraguando un teatro, popular porque gusta a muchos, aunque no responda a motivaciones festivas ni religiosas, sino simplemente a ciertos modelos que encuentran acomodo en el gusto de amplios sectores sociales. Va a ser este también un teatro de factura sencilla, simple en sus narraciones, cercano al espectador, en ocasiones evolucionado desde formas tradicionales y, casi siempre, desdeñado por los cultos. Zarzuelas, sainetes, vodeviles, cuplés (al que se llega desde la tonadilla), revistas, astracanes, operetas (olvidados sus orígenes cortesanos), óperas bufas. Este tipo de teatro, aunque a veces pueda tener una carga crítica contra el gobierno, estará cargado de casticismo y utilizará "lo popular" (modas, maneras de hablar, supuestos valores castizos, espacios) para afianzar un modelo de nación frente a lo externo. Cuanto en la tradición se considera vivo, en este teatro popular o popularizado, escrito para un público concreto, se convierte en cliché costumbrista, en el que funcionan los sobreentendidos, de modo similar a cuando antes se escribía "como en el pliego" o "como se acostumbra". Es el caso de Gigantes y cabezudos, de Echegaray o de La marcha de Cádiz, de Javier de Burgos, por ejemplo, de tantas y tantas 22 zarzuelas. En estos casos, hay un autor que conoce el gusto popular y que es capaz de darle forma en el escenario, ya apelando a excusas patrióticas, ya mezclando acentos regionales y tipos locales. He tiempo refería danzas justas, dejado para el final una alusión a lo que durante algún se llamaron "parateatral". Esta denominación, que se a manifestaciones como las mojigangas, las jácaras, las de moros y cristianos, los pasos y procesiones, las los juegos de cañas, las máscaras, representaciones de autómatas, títeres y circenses, parece haber caído en desuso, tras la nueva consideración del teatro popular dentro del marco festivo, giro de aproximación que se debe sobre todo a figuras como José Mª Díez Borque y Javier Portús. Dentro de estas expresiones, quizá convenga hacer algunas diferencias, porque las representaciones de títeres y las de autómatas, por ejemplo, con mucha frecuencias han podido y pueden verse al margen de las celebraciones festivas. En todo caso, por esto no dejan de ser teatro, teatro que no necesita actores de carne y hueso para ser representado. Los títeres y marionetas son manifestaciones ligadas al mundo tradicional y popular, por los temas, el lenguaje, el hecho de la itinerancia característica de las compañías, por los lugares de representación, como ya se recordó con el Maese Pedro de Cervantes. Conviene distinguir entre el títere, movido con los dedos, al que también se llama "títere de guante" o "fantoche", y la marioneta, que es articulada y se mueve con hilos. El teatro popular es, para decirlo con palabras de José Bergamín, “el espejo de las costumbres. El [...] reflejo de la vida imaginativa popular” (2000, p. 42). Es, en definitiva, una forma de organización de la experiencia común, una forma de movilización urbana, una manera de autorrepresentarse. BIBLIOGRAFÍA Carlos ALADRO. 1974. La tía Norica de Cádiz, Madrid, Ed. 23 Nacional. José Luis ALONSO PONGA y Antonio SÁNCHEZ DEL BARRIO. 1996. Teatro popular. Danzas de palos, Valladolid, Castilla Ediciones. Joaquín ÁLVAREZ BARRIENTOS (ed.). 2000. 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