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>Material educativo de Alipso relacionado con Trabajo Practico sobre EuropaComposición del movimiento
armónico simple.: Fórmulas, datos y teoría sobre el movimiento armónico simple (MAS). Aceleración y
velocidad angular.EL HOMBRE EN UNA NUEVA PSICOLOGIA: Ensayo sobre la concepcion de hombre
que describe la psicologia contemporanea "Psicologia Clinica de lo Social" La desinformación en los medios
masivos en la era de la información: ...Enlaces externos relacionados con Trabajo Practico sobre Europa
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Trabajo Práctico sobre
Europa:
Europa, es uno de los seis continentes que constituyen la superficie emergida de la Tierra de acuerdo con la
costumbre, aunque en realidad sólo es la quinta parte más occidental de la masa continental euroasiática,
compuesta en su mayor parte por Asia. En general, para los geógrafos modernos los montes Urales, el río Ural,
una parte del mar Caspio y las montañas del Cáucaso forman la principal frontera entre Europa y Asia. El
término Europa quizás deriva de Europa, el nombre de la hija de Agenor en la mitología griega, o
posiblemente de Ereb, palabra fenicia que significa ‘ocaso’.
Europa, el segundo continente más pequeño de la Tierra, tiene una extensión de 10.359.358km2
aproximadamente, pero ocupa el segundo lugar en cuanto a población de todos los continentes, con unos
699.774.000 habitantes (según estimaciones para el año 1993). El punto más septentrional del continente
europeo es el cabo Nordkinn, en Noruega, y el más meridional la punta de Tarifa, al sur de España. Se
extiende de oeste a este desde el cabo da Roca, en Portugal, hasta la vertiente nororiental de los Urales, en
Rusia.
Europa ha sido durante mucho tiempo un territorio en el que han tenido lugar grandes logros culturales y
económicos. Los antiguos griegos y romanos crearon civilizaciones importantes, famosas por sus
contribuciones a la filosofía, la literatura, el arte y los sistemas de gobierno. El renacimiento, que comenzó en
el siglo XIV, fue un periodo de grandes éxitos para artistas y arquitectos europeos, y en la era de los
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descubrimientos, iniciada en el siglo XV, los navegantes europeos viajaron a los lugares más apartados del
mundo conocido hasta la fecha. Más tarde, las naciones europeas, en especial España, Portugal, Francia y
Gran Bretaña, construyeron grandes imperios coloniales con vastas posesiones en África, América y Asia. En
el siglo XVIII se inició el desarrollo de formas modernas de organización y producción industrial. Durante el
siglo XX, las dos guerras mundiales devastaron gran parte de Europa. Después de la IIGuerra Mundial, que
acabó en 1945, el continente se dividió en dos importantes bloques políticos y económicos: los países de
Europa oriental, bajo el dominio de la Unión Soviética, y los países de Europa occidental, bajo la influencia de
los Estados Unidos. Sin embargo, entre 1989 y 1991 el bloque del Este se desintegró y sus dirigentes
comunistas abandonaron el poder dando paso a regímenes de tipo democrático en la mayoría de los países de
Europa oriental. La República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana se reunificaron. El
Partido Comunista de la Unión Soviética se disolvió, los lazos multilaterales militares y económicos entre
Europa oriental y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se redujeron o eliminaron, y la misma
URSS dejó de existir.
Europa es una masa continental muy fragmentada que abarca algunas penínsulas grandes, como la
Escandinava, la Ibérica y la Italiana, al igual que algunas pequeñas, como Jutlandia y Bretaña. También
engloba gran número de islas cercanas a la costa, en especial Islandia, las islas Británicas, las islas Baleares,
Cerdeña, Sicilia y Creta. Su litoral se extiende hasta el océano Glacial Ártico, el mar del Norte y el mar
Báltico al norte; el mar Caspio al sureste; el mar Negro y el mar Mediterráneo al sur; y el océano Atlántico al
oeste. El punto más alto del continente es el monte Elbrús (5.642m), en el Cáucaso, al suroeste de Rusia. El
punto más bajo de Europa se halla a lo largo de la costa septentrional del mar Caspio, aproximadamente a 28m
por debajo del nivel del mar.
Regiones fisiográficas
Desde un punto de vista geológico, Europa está formada, de norte a sur, por una antigua masa de rocas
cristalinas estables, un ancho cinturón de materiales sedimentarios relativamente nivelados, una zona de
estructuras geológicas mezcladas, creada por la acción de las fallas, los plegamientos y los volcanes, y una
región montañosa de formación reciente en comparación con las anteriores. Esta estructura geológica ha
contribuido a crear las numerosas regiones fisiográficas que constituyen el paisaje de Europa.
En Finlandia y gran parte del resto de la península Escandinava subyace el escudo Fino-escandinavo, surgido
durante la era precámbrica. Inclinado hacia el este, forma las montañas de Suecia occidental y la meseta de
Finlandia. La glaciación ha labrado los profundos fiordos de la costa noruega y ha erosionado la superficie de
la meseta finlandesa. El movimiento de un segmento de la corteza terrestre contra el escudo estable durante la
orogenia caledoniana (desde hace 500 millones hasta hace 395 millones de años) creó las montañas de Irlanda,
Gales, Escocia y Noruega occidental. La erosión posterior ha redondeado y desgastado estas montañas en las
islas Británicas, pero los picos de Noruega aún alcanzan los 2.472m de altitud.
La segunda región geológica destacada, un cinturón de materiales sedimentarios, se extiende en un arco
desde el suroeste de Francia hacia el norte y hacia el este, a través de los Países Bajos, Alemania y Polonia
hasta alcanzar el interior de Rusia occidental. También abarca una parte del sureste de Inglaterra. Aunque
deformadas en algunos lugares para formar cuencas, como la de Londres y la de París, estas rocas
sedimentarias, cubiertas por una capa de rocalla depositada en las glaciaciones, están en general lo
suficientemente niveladas como para formar la gran llanura europea. Algunos de los mejores suelos de Europa
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se encuentran en la llanura, en especial a lo largo de su margen meridional, donde se ha depositado el loess, un
material arrastrado por el viento. La llanura tiene más anchura en el este.
Al sur de la gran llanura europea, una franja de estructuras geológicas diferentes se extiende a través de
Europa y crea los paisajes más intrincados del continente, las montañas centroeuropeas. En toda esta región las
fuerzas de los plegamientos (cordillera del Jura), las fallas (Vosgos, Selva Negra), los volcanes (macizo
Central), y las elevaciones (meseta Central) han interactuado para crear montañas, mesetas y valles alternos.
La principal región fisiográfica de Europa, situada más al sur, es también la de formación más reciente. A
mediados de la era terciaria, hace 40 millones de años aproximadamente, la placa afroárabe colisionó con la
placa euroasiática y desencadenó la orogenia alpina. Las fuerzas de compresión generadas por dicha colisión
elevaron grandes masas de sedimentos mesozoicos y crearon cordilleras como los Pirineos, los Alpes, los
Apeninos, los Cárpatos y el Cáucaso, que no sólo son las montañas más altas de Europa sino también las más
escarpadas. Los frecuentes terremotos indican que los cambios orogénicos aún están teniendo lugar.
Hidrografía
La naturaleza peninsular del continente europeo ha determinado una estructura hidrográfica radial, en la que
la mayoría de los ríos fluyen hacia el exterior desde el núcleo del continente, a menudo desde cabeceras
cercanas. El río más largo de Europa, el Volga, fluye principalmente en dirección sur, hasta el mar Caspio, y el
segundo en longitud, el Danubio, fluye de oeste a este antes de desembocar en el mar Negro. Entre los ríos de
Europa central y occidental destacan el Ródano y el Po, que desaguan en el mar Mediterráneo, y el Loira, el
Sena, el Rin y el Elba, que desembocan en el océano Atlántico o en el mar del Norte. El Oder y el Vístula
fluyen hacia el norte hasta el mar Báltico. La estructura radial hidrográfica facilita la interconexión de ríos
mediante canales. Algunos ríos españoles, por su longitud y caudal, son dignos de mención, como el Ebro, el
Duero, el Tajo, el Guadiana y el Guadalquivir.
Existen lagos en zonas montañosas, como en Suiza, Italia y Austria, y en regiones llanas, como en Suecia,
Polonia y Finlandia. El lago de agua dulce más grande de Europa es el lago Ladoga, al noroeste de Rusia.
Clima
Aunque gran parte de Europa está situada en latitudes septentrionales, los mares que rodean el continente,
relativamente cálidos, proporcionan a la mayor parte de Europa central y occidental un clima moderado, con
inviernos fríos y veranos templados. Los vientos del oeste, dominantes, calentados en parte al pasar sobre la
corriente oceánica del Atlántico norte, traen precipitaciones durante casi todo el año. En la zona climática
mediterránea (España, Italia y Grecia) los meses de verano suelen ser calurosos y secos, y la mayoría de las
precipitaciones se recogen en otoño y primavera. Aproximadamente a partir de Polonia central, hacia el este,
se reduce el efecto moderador de los océanos y, como consecuencia, el clima es más frío y seco. Las partes
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septentrionales del continente también tienen este tipo de clima. Las precipitaciones anuales varían entre los
510 y los 1.530 milímetros.
Flora
Aunque buena parte del continente, en particular el oeste, estaba en su origen cubierta de bosques, la flora ha
sido transformada por la expansión humana y el desmonte. Sólo los bosques de las zonas montañosas más
septentrionales y de zonas del norte y centro de la Rusia europea han permanecido relativamente a salvo de la
actividad humana. Por otra parte, Europa está cubierta en su mayoría de bosques plantados o que han vuelto a
ocupar tierras desmontadas. La zona de vegetación más grande de Europa, que corta la mitad del continente
desde el Atlántico a los Urales, es un cinturón de árboles de hoja caduca y coníferas: robles, arces y olmos
mezclados con pinos y abetos. Las regiones árticas de Europa septentrional y las vertientes superiores de sus
montañas más altas se caracterizan por la vegetación de tundra, constituida fundamentalmente por líquenes,
arbustos y flores salvajes. Las temperaturas del interior de Europa septentrional, más suaves pero aún frías,
crean un ambiente favorable al desarrollo de bosques de coníferas como la picea y el pino, aunque también
hay abedules y álamos. La mayor parte de la gran llanura europea está cubierta de praderas, zonas de hierbas
relativamente altas; Ucrania se caracteriza por la estepa, una región llana y seca con hierbas cortas. Las tierras
que bordean el Mediterráneo destacan por los frutos de algunos de sus árboles y arbustos, en especial
aceitunas, cítricos, higos y uvas.
Fauna
En otras épocas, Europa fue el hogar de una gran variedad de animales, como el ciervo, el alce, el bisonte, el
jabalí, el lobo y el oso. Sin embargo, los humanos han ocupado o desarrollado tal cantidad de territorio
europeo que numerosas especies animales se han extinguido o reducido su número. El ciervo, el alce, el lobo y
el oso se pueden encontrar en estado salvaje y en cantidades significativas sólo al norte, en Escandinavia y
Rusia, y en la península de los Balcanes. En otras zonas habitan sobre todo en reservas protegidas. Los saami
(lapones) del extremo norte crían renos (caribúes domesticados). El rebeco y el íbex (íbice) viven en las
cumbres más altas de los Pirineos y los Alpes. En Europa todavía hay muchos animales pequeños como la
comadreja, el hurón, la liebre, el conejo, el erizo, el lemming, el zorro y la ardilla, y gran número de pájaros
autóctonos, como el águila, el halcón, el pinzón, el ruiseñor, el búho, la paloma, el gorrión y el tordo. Se cree
que las cigüeñas traen buena suerte a las casas donde anidan, en especial en los Países Bajos, y los cisnes
adornan los ríos y lagos europeos. Los salmones de Escocia, Irlanda y el Rin son muy apreciados por los
europeos y en las aguas costeras marinas hay gran variedad de peces, incluidos especímenes de importancia
comercial como el bacalao, la caballa, el arenque y el atún. En los mares Negro y Caspio hay esturiones, de los
que se extrae el caviar.
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Recursos minerales
En Europa existe una gran variedad de recursos minerales. Hay grandes yacimientos de carbón en varias
zonas del Reino Unido, en la región alemana del Ruhr y en Polonia, Bélgica, la República Checa, Eslovaquia,
Francia y Ucrania. Hoy día las mayores fuentes europeas de mineral de hierro son las minas de Kiruna (al
norte de Suecia), la región de Lorena (en Francia) y Ucrania. En algunas zonas de Europa se produce petróleo
y gas natural en pequeñas cantidades, pero las dos regiones más importantes en este sentido son el mar del
Norte (que explotan en su mayoría Gran Bretaña, los Países Bajos, Alemania y Noruega) y las antiguas
repúblicas soviéticas, en especial Rusia. Entre otros muchos yacimientos minerales destacan los de cobre,
plomo, estaño, bauxita, mercurio, manganeso, níquel, oro, plata, potasio, arcilla, yeso, dolomita y sal.
Los pueblos Europeos Aunque no se sabe con exactitud cuando se establecieron en Europa, los primeros
grupos humanos emigraron probablemente desde el Este en varias oleadas, en su mayor parte a través de un
puente de tierra, que ya no existe, desde Asia Menor a los Balcanes y a través de las praderas del norte del mar
Negro y desde el sur, a través de la península Ibérica. Alrededor del año 4.000a.C. algunas zonas de Europa ya
tenían una considerable población. Barreras geográficas como los bosques, las montañas y los pantanos
contribuyeron a dividir a los pueblos en grupos que permanecieron separados durante largos periodos. No
obstante, como resultado de las migraciones hubo una constante mezcla racial.
Etnología
En Europa existe una gran variedad de grupos étnicos (personas unidas por una cultura común, fundamentada
principalmente en la lengua). La mayor parte de las naciones europeas se componen de un grupo dominante,
como los alemanes en Alemania y los franceses en Francia. En varios países, sobre todo en el sur y el centro
de Europa, hay minorías étnicas; además, la mayoría de los países contienen grupos más pequeños, como los
saami (lapones) de Noruega. Además, un número considerable de turcos, negros africanos y árabes viven en
Europa occidental, la mayor parte de ellos como trabajadores temporales. A partir de 1989 y hasta 1991 se
produjo la desmembración de la URSS en 15 repúblicas distintas, cada una con su grupo étnico dominante.
Los croatas, eslovenos y macedonios, que constituían la mayoría de la población de sus respectivas repúblicas
en Yugoslavia, votaron a favor de la separación de Yugoslavia en 1991 para convertirse en Estados
independientes. Bosnia-Herzegovina, con una variedad de grupos étnicos mucho más diversa, se convirtió en
el escenario de un dramático conflicto étnico que tuvo lugar tras la declaración de independencia de dichas
repúblicas en 1992.
Demografía
La distribución de la población europea no ha sido estable durante largos periodos, si bien su incremento ha
sido notorio a lo largo de la historia, debido a la diferencia entre las tasas de natalidad y mortalidad y a los
movimientos migratorios de todo tipo. A principios de la era cristiana, la parte más densamente poblada de
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Europa bordeaba el mar Mediterráneo. En la década de 1980 Europa tenía la densidad de población total más
alta del mundo. La zona más densamente poblada era el cinturón que comenzaba en Gran Bretaña y
continuaba hacia el este a través de los Países Bajos, Alemania, Checoslovaquia, Polonia y la URSS europea.
En el norte de Italia también había una gran densidad de población.
La tasa media de crecimiento anual de la población europea durante el periodo comprendido entre 1980 y
1987 sólo fue del 0,3% (en el mismo periodo la población de Asia creció cerca del 0,8% anual, y la de Estados
Unidos un 0,9% anual). En la misma época, hubo grandes variaciones en la tasa de crecimiento según los
países europeos. Así, a finales de la década de 1980, Albania tenía una tasa de crecimiento anual del 1,9%
aproximadamente y España del 0,5%, mientras que las tasas de las ciudades de Gran Bretaña no cambiaron
significativamente y las de la antigua República Democrática Alemana descendieron. En conjunto, la lentitud
de la tasa de crecimiento de población se debió sobre todo a la baja tasa de natalidad. Generalmente, los
europeos disfrutan al nacer de una de las más elevadas tasas de esperanza de vida, unos 75 años en la mayoría
de los países, si la comparamos con las mismas tasas en la India y la mayoría de los países africanos, por
debajo de los 60 años.
Los movimientos de la población, voluntarios o involuntarios, han sido una característica constante en la vida
europea. A finales del siglo XX destacaron dos movimientos: la migración de personas en busca de trabajo
como ‘trabajadores invitados’ (en alemán, gastarbeiter) y la migración de zonas rurales a zonas urbanas.
Trabajadores italianos, yugoslavos, griegos, españoles y portugueses (al igual que turcos asiáticos,
norteafricanos y de otras zonas no europeas) se trasladaron, en su mayoría sin la intención de establecerse
permanentemente, a Alemania, Francia, Suiza, Gran Bretaña y otros países en busca de empleos. Además,
muchos europeos emigraron desde zonas rurales hasta las ciudades dentro de las fronteras nacionales. Entre
1950 y 1975, la población urbana de Europa occidental aumentó de un 70% aproximadamente a casi un 80%;
en Europa oriental creció del 35% al 60%. Por otra parte, en comparación con las emigraciones del siglo XIX
y principios del XX, muy pocos europeos salieron del continente. La mayor parte de las personas que dejaron
Europa a finales del siglo XX emigraron a Sudamérica, Canadá o Australia.
En la mayor parte de los países europeos la capital de la nación es la ciudad más grande, pero además hay
muchas otras ciudades importantes. Numerosas capitales europeas tienen una gran trascendencia económica y
cultural y albergan numerosos lugares históricos. Entre las ciudades más famosas se encuentran Berlín,
Budapest, Londres, Madrid, Barcelona, Moscú, París, Praga, Roma, Estocolmo y Viena.
Idiomas
Los europeos hablan una gran variedad de idiomas. Las principales familias lingüísticas están formadas por
las lenguas eslavas, que incluyen el ruso, el ucraniano, el bielorruso, el checo, el eslovaco, el búlgaro, el
polaco, el esloveno, el macedonio y el serbo-croata; las lenguas germánicas, que engloban el inglés, el alemán,
el neerlandés, el danés, el noruego, el sueco y el islandés; las lenguas románicas, entre las que se encuentran el
italiano, el francés, el español, el catalán, el portugués y el rumano. Estos idiomas tienen básicamente los
mismos orígenes y se clasifican dentro de las lenguas indoeuropeas, que también comprenden el griego, el
albanés y lenguas celtas como el gaélico, el galés y el bretón. Además de las lenguas indoeuropeas, en el
continente hay pueblos que hablan lenguas ugrofinesas, además de otras lenguas, como el vasco (euskera) y el
turco. Muchos europeos utilizan el inglés, el alemán, el español o el francés como segunda lengua.
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Religión
A finales de la década de 1980 la mayor parte de los europeos se declaraban cristianos. El grupo religioso
más numeroso, el católico, vive principalmente en Francia, España, Portugal, Italia, Irlanda, Bélgica, el sur de
Alemania y Polonia. Otro gran grupo lo componen las confesiones protestantes, concentradas en países del
norte y el centro de Europa, como Inglaterra, Escocia, el norte de Alemania, los Países Bajos y los países de
Escandinavia. El tercer grupo cristiano más importante era el ortodoxo, sobre todo en Rusia, Georgia, Grecia,
Bulgaria, Rumania, Serbia y Montenegro. Además, había comunidades judías en la mayoría de los países
europeos (la más numerosa en Rusia), mientras que los habitantes de Albania, Bosnia-Herzegovina y Turquía
eran en su mayor parte musulmanes.
Cultura
En Europa hay una gran tradición cultural reflejada en la calidad de su literatura, pintura, escultura,
arquitectura, música y danza. A finales del siglo XX París, Roma, Londres, Berlín, Barcelona, Madrid y
Moscú eran centros culturales especialmente famosos, pero otras muchas ciudades también mantenían museos,
grupos musicales y teatrales y otras instituciones culturales. Los medios de comunicación (radio, televisión y
cine) de buena parte de los países europeos han alcanzado un gran desarrollo. También hay excelentes
sistemas de enseñanza y la tasa de alfabetización es alta en la mayoría de las ciudades. Algunas de las más
antiguas y mejores universidades del mundo, como Cambridge, Oxford, París, Heidelberg, Praga, Upsala,
Bolonia, Salamanca y Moscú se encuentran en Europa.
Economía
Durante mucho tiempo, Europa ha dirigido las actividades económicas mundiales. Como lugar de
nacimiento de la ciencia moderna y la Revolución Industrial, adquirió una superioridad tecnológica sobre el
resto del mundo, lo cual le proporcionó un dominio incuestionable durante el siglo XIX. La Revolución
Industrial, que comenzó en Gran Bretaña en el siglo XVIII y desde allí se difundió a todo el mundo, implicaba
el uso de maquinaria compleja y dio lugar a un gran incremento en la producción agrícola y a nuevas formas
de organización económica. A partir de mediados del siglo XX, la creación de importantes organizaciones
supranacionales como la Unión Europea, la Asociación Europea de Libre Comercio y la Organización para la
Cooperación y Desarrollo
Económico ha estimulado el crecimiento económico.
Agricultura
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En general, la agricultura europea es de tipo mixto: se producen varios tipos de cultivos y actividad ganadera
en la misma región. La parte europea de la antigua URSS es una de las pocas regiones extensas donde
predomina el monocultivo. Las naciones mediterráneas mantienen un tipo de agricultura distinto, dominado
por la producción de cereales, aceite y cítricos. En la mayoría de estos países la agricultura tiene más
importancia en la economía nacional que en los países del norte. En Europa occidental las industrias de
productos cárnicos y lácteos son las más relevantes. La importancia de los cultivos crece a medida que se
avanza hacia el este, como en la península de los Balcanes, donde suman aproximadamente un 60% de la
producción agrícola, y en Ucrania, donde la producción de cereales eclipsa a cualquier otro tipo de cultivo.
Europa en su totalidad destaca particularmente por su elevada producción de trigo, cebada, avena, centeno,
maíz, patatas (papas), judías, guisantes (chícharos) y remolacha azucarera (betabel). Además de ganado
vacuno, se crían grandes cantidades de ganado porcino, caprino y animales de granja. A finales del siglo XX,
Europa era autosuficiente en los productos agrícolas básicos. En buena parte de la tierra arable se utilizaban
técnicas avanzadas de agricultura, como la aplicación de maquinaria moderna y fertilizantes químicos, pero en
regiones del sur y sureste de Europa aún dominaban la técnicas tradicionales, poco eficientes. Durante gran
parte del periodo en el que los regímenes comunistas ocuparon el poder en Europa oriental, la agricultura de
estos países (con la excepción de Polonia y Yugoslavia) se basó en grandes granjas y comunas estatales.
Silvicultura y pesca
Los bosques septentrionales, que se extienden desde Noruega a través del norte de la Rusia europea, son la
principal fuente de productos forestales de Europa. Suecia, Noruega, Finlandia y Rusia tienen industrias
forestales relativamente grandes que producen pasta de madera, madera para la construcción y otros artículos.
En Europa meridional, España y Portugal fundamentalmente, se manufacturan gran variedad de productos del
corcho extraído del alcornoque. Aunque todos los países europeos costeros poseen alguna industria pesquera,
la pesca tiene gran importancia en los países del norte, en especial Noruega y Dinamarca. España, Rusia, Gran
Bretaña y Polonia también son naciones pesqueras destacadas.
Minería
La distribución actual de la población de gran parte de Europa ha estado determinada por antiguas
actividades mineras, en especial por la explotación de carbón. Zonas carboníferas, como los Midlands (en
Gran Bretaña), la región del Ruhr (en Alemania) y Ucrania atrajeron a las industrias y estimuló la creación de
estructuras industriales que permanecen actualmente. Aunque el número de personas dedicadas a la minería
está descendiendo en Europa, principalmente a causa de la mecanización, todavía existen varios centros
importantes: el Ruhr (en Alemania), Silesia (en Polonia) y Ucrania son productores importantes de carbón. Se
produce mineral de hierro en abundancia al norte de Suecia, al este de Francia y en Ucrania. Se extrae gran
variedad y cantidad de otros minerales, como la bauxita, el cobre, el manganeso, el níquel, el potasio y el
mercurio (en España). Una de las más recientes e importantes industrias de extracción en el continente es la
producción de petróleo y gas natural en zonas cercanas a la costa, en el mar del Norte. Durante mucho tiempo
se han extraído grandes cantidades de estos productos en la parte meridional de la Rusia europea, en especial
en la región del Volga.
Industria
Desde la Revolución Industrial, el sector secundario transformó radicalmente las estructuras económicas y
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ayudó en la formación de unos nuevos patrones vitales y culturales en Europa. Las zonas centrales y
septentrionales de Inglaterra se convirtieron pronto en centros de industria moderna, al igual que las regiones
del Ruhr y Sajonia (en Alemania), el norte de Francia, Silesia (en Polonia) y Ucrania. El hierro y el acero, los
metales fabricados, los tejidos, los barcos, los vehículos motorizados, y el material móvil han sido productos
fundamentales en la industria europea durante mucho tiempo. La elaboración de productos químicos y equipo
electrónico y de otros artículos de alta tecnología ha estimulado el crecimiento de la industria durante el
periodo posterior a la IIGuerra Mundial. En conjunto, la actividad se concentra en especial en la parte central
del continente (una zona que se extiende por Inglaterra, el sur y el este de Francia, el norte de Italia, Bélgica,
los Países Bajos, Alemania, Polonia, la República Checa, Eslovaquia, el sur de Noruega y el sur de Suecia), así
como en la Rusia europea y Ucrania.
Energía
Europa consume gran cantidad de energía. Las principales fuentes energéticas son el carbón, el lignito, el
petróleo, el gas natural y la energía nuclear e hidroeléctrica. En Noruega, Suecia, Francia, Suiza, Austria, Italia
y España hay importantes instalaciones hidroeléctricas, que proporcionan gran parte de la producción anual de
electricidad. La energía nuclear es importante en Francia, Gran Bretaña, Alemania, Bélgica, Lituania, Ucrania
y otras antiguas repúblicas soviéticas, Suecia, Suiza, Finlandia y Bulgaria. Irlanda se distingue del resto de los
países europeos en la utilización de la turba como principal fuente energética para uso doméstico; también se
utiliza para generar electricidad.
Transporte
El sistema de transportes europeo está muy desarrollado, y es más denso en la parte central del continente.
Escandinavia, la antigua URSS europea y el sur de Europa poseen infraestructuras de transporte menos
desarrolladas. Existe gran número de vehículos privados y buena parte de las mercancías se transportan por
carretera. Las redes de ferrocarril están en buen estado en la mayor parte de los países europeos y son
importantes para el transporte tanto de personas como de mercancías. El transporte marítimo tiene un papel
destacado en la economía europea. Varios países, como Grecia, Gran Bretaña, Italia, Francia, Noruega y Rusia
mantienen grandes flotas de barcos mercantes. Rotterdam (en los Países Bajos) es uno de los puertos con
mayor tráfico del mundo. Otros puertos importantes son Amberes (en Bélgica), Marsella (en Francia),
Hamburgo (en Alemania), Londres (en Gran Bretaña), Génova (en Italia), Gdansk (en Polonia), Bilbao (en
España) y Göteborg (en Suecia). Una buena parte de las mercancías se transportan al interior por vías
fluviales; los ríos europeos con un tráfico comercial destacado son el Rin, el Escalda, el Sena, el Elba, el
Danubio, el Volga y el Dniéper. Además, en Europa hay varios canales importantes. Casi todos los países
europeos cuentan con aerolíneas nacionales, y algunas, como Air France, British Airways, Swissair, Iberia,
Lufthansa (Alemania) y KLM (los Países Bajos) tiene importancia mundial. La mayoría de los sistemas de
transporte de los países europeos son estatales. Desde la IIGuerra Mundial se han construido numerosos
oleoductos para transportar petróleo y gas natural. La Unión Europea (UE) ha propiciado el desarrollo de
importantes redes transeuropeas a través de sus países miembros.
Comercio internacional
En su mayoría, los países europeos mantienen un notable comercio internacional. Gran parte de dicho
comercio es de carácter interior, en especial entre miembros de la Unión Europea, pero los europeos también
comercian a gran escala con países de otros continentes. Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y los Países
Bajos se encuentran entre las principales naciones mercantiles del mundo. Una buena parte del comercio
intercontinental europeo se basa en la exportación de productos industriales y en la importación de materias
primas.
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Historia
Desde la prehistoria hasta la actualidad, Europa ha sido ocupada por numerosos pueblos. El siguiente
resumen sólo incidirá en aquellos hechos, desarrollos, tendencias e individuos que han sido responsables de
transiciones o transformaciones decisivas en Europa a través de los siglos. Hasta cierto punto, las secciones de
historia de los artículos de los países europeos contienen datos más detallados sobre el origen, crecimiento y
estado actual de la civilización occidental. Dichas secciones también remiten al lector a una gran variedad de
artículos que tratan aspectos más amplios de la civilización europea. Es más, varios artículos contienen
referencias a otras entradas relacionadas con los acontecimientos continentales. Un repaso de todo el material
pertinente puede ser un requisito anterior a la comprensión adecuada de Europa en cualquier época.
Prehistoria y antigüedad
El hombre moderno (Homo sapiens sapiens) apareció por primera vez en Europa a finales del paleolítico
(antigua edad de piedra). Los cazadores y recolectores dejaron tras de sí notables ejemplos de arte rupestre
(hace entre 25.000 y 10.000 años), que se han encontrado en más de 200 cuevas, principalmente en Francia y
España. Hace unos 10.000 años, al final del pleistoceno (el más reciente de los periodos glaciales) el clima
comenzó a mejorar y se aproximó gradualmente a las condiciones actuales. Con el tiempo, los pueblos del
neolítico desarrollaron economías agrícolas que sustituyeron a la caza y la recolección. Durante el sexto
milenio a.C., la agricultura se extendió a la mayor parte de Europa occidental. Algunas de estas culturas
neolíticas, que nacieron alrededor del año 5.000a.C., erigieron enormes monumentos de piedra (megalitos),
bien como estructuras funerales, bien como monumentos conmemorativos de hechos notables. El desarrollo
del neolítico temprano fue especialmente intenso en las zonas del Danubio y los Balcanes, en las llamadas
culturas de Starcevo (cerca de Belgrado, en la Serbia actual) y Danubiana. En los Balcanes meridionales, la
cultura de Sesklo (en Tesalia) había desarrollado complejas formas protourbanas alrededor del año 5.000a.C.
Ésta, a su vez, condujo a la cultura de Dimini (también en Tesalia), caracterizada por las aldeas fortificadas.
Las excavaciones en los Balcanes han demostrado que en la zona se utilizaba el cobre en el año 4.000a.C.
aproximadamente, durante la cultura de Vinca (alrededor del año 4.500-3.000a.C.). En esta época, el
comercio, especialmente del ámbar procedente del mar Báltico, adquiría cada vez más importancia. Los
grandes yacimientos de cobre y estaño de Europa central (Bohemia) permitieron el desarrollo de la tecnología
del bronce durante el tercer milenio a.C. Las tumbas aristocráticas típicas de este periodo se cubrían con
túmulos o tumuli, pero a finales del segundo milenio antes de Cristo hubo un cambio: la cremación se
convirtió en algo común, y los entierros en urnas (que dieron paso a la denominada cultura de los Campos de
Urnas) se convirtieron en una costumbre establecida.
La llegada de los indoeuropeos
Las investigaciones aún no han determinado con exactitud donde se originaron las lenguas indoeuropeas que
se hablan en gran parte de Europa en la actualidad. Algunos investigadores creen que la cultura del kurgan
(túmulo), que se inició al norte del mar Negro alrededor del año 2500a.C., fue una primitiva cultura
indoeuropea. De acuerdo con esta teoría, en el año 2220a.C. aproximadamente, estos indoeuropeos invadieron
y se extendieron por los Balcanes, e introdujeron los caballos en la región; después se dispersaron por toda
Europa. Por consiguiente, a mediados de la edad del bronce los pueblos de los Balcanes y Europa central
pudieron haber hablado lenguas indoeuropeas. No obstante, y con la excepción de las civilizaciones de Creta y
Grecia, en el segundo milenio a.C., la mayor parte de Europa desconocía la escritura.
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La primera civilización que maduró en Europa fue la de Creta, en el segundo milenio a.C. Llamada
civilización minoica por el legendario rey Minos, esta sociedad de la edad del bronce controló el Egeo
alrededor del año 1600a.C. . La fecha de la llegada de los primeros invasores griegos a Grecia es poco fiable.
Muchos eruditos están de acuerdo en que fue cerca del año 1900a.C. Hacia el año 1400a.C. aproximadamente,
estos griegos (llamados micénicos por su principal ciudad, Micenas) habían conquistado los dominios
cretenses. La civilización micénica mantenía contactos comerciales con Oriente Próximo y Britania. No
obstante, después del año 1200a.C., la sociedad micénica fue casi totalmente destruida debido a la invasión de
los pueblos del Norte, probablemente de griegos dorios, quienes, a pesar de tener una cultura menos avanzada,
habían aprendido a fabricar armas de hierro. El comienzo de la edad del hierro se caracterizó por una regresión
cultural.
Culturas de la edad del hierro
A finales de la edad del bronce, la población había comenzado a incrementarse rápidamente en otras zonas de
Europa. A principios de la edad del hierro, que comenzó aproximadamente en el año 1000a.C., las tribus de la
cultura de los Campos de Urnas de Centroeuropa comenzaron su expansión a lo largo de los ríos más
importantes y dieron lugar a importantes grupos, como los celtas y los eslavos, al igual que los itálicos y los
ilirios. Al norte de Italia, la cultura de Villanova (alrededor de 1000-700a.C.) adquirió gran importancia, y otra
cultura similar, la de Halstatt (aproximadamente 750-450a.C.) se difundió a gran parte de Europa occidental
con la expansión de los celtas entre los siglos VII y IV a.C. Los celtas también se identifican con la cultura de
La Tène (aproximadamente 450-58a.C.), cuyo precedente inmediato era la de Halstatt. Alrededor del año
500a.C., los germanos comenzaron a expandirse desde Escandinavia meridional y el Báltico. En la península
Ibérica, los celtas se encontraron el año 900a.C. con los iberos, que ya se habían instalado en ella mucho antes,
procedentes del sur. Fue el primer gran mestizaje peninsular.
La supremacía de Grecia
Alrededor del año 800a.C. la civilización griega comenzó su resurgir tras la conmoción de la invasión doria,
pero en una forma diferente de la cultura micénica. Esto se debió en gran parte a los fenicios, que habían
establecido puestos comerciales en el Mediterráneo y difundido elementos de la civilización de Oriente
Próximo hacia el Oeste. Los griegos tomaron de ellos el alfabeto fenicio, al que añadieron vocales llenas. En el
siglo VIII a.C. las ciudades-estado griegas comenzaron a expandirse, estableciendo colonias en el
Mediterráneo occidental; en el siglo siguiente, la civilización helénica había alcanzado su madurez. La
creación de colonias aumentó y la prosperidad del comercio entre estos asentamientos y con otros pueblos
tuvo como consecuencia la difusión de la civilización griega. La mayoría de estas nuevas ciudades griegas,
aunque casi independientes, estaban unidas por una cultura común. Eran conscientes de su herencia helénica y
consideraban a los otros pueblos bárbaros. La mayoría de los grupos étnicos del Mediterráneo occidental
(incluidos los etruscos, que habían sustituido a los miembros de la cultura de Villanova) pronto adoptaron
elementos de la cultura griega. La mayoría de los centros urbanos importantes del área, griegos o no, pasaron
de ser monarquías a crear regímenes aristocráticos, que finalmente dieron lugar a oligarquías comerciales
(plutocracias).
Aproximadamente en el siglo V a. C. algunos centros griegos, como Atenas, se habían convertido en
democracias. En esa época, Grecia comenzó a ser amenazada por la expansión del Imperio persa, fundado en
el siglo anterior. Pronto los persas conquistaron toda Asia Menor y, en el año 490a.C., atacaron Grecia.
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Después de que los persas fueran rechazados definitivamente (479a.C.), la Atenas democrática surgió como la
mayor potencia del mundo griego. Se estableció un imperio ateniense en el Egeo que precipitó la integración
económica y cultural de la región; el siglo V a.C. fue la edad de oro de la civilización griega clásica. No
obstante, las políticas expansionistas atenienses y las antiguas rivalidades económicas y políticas provocaron
la guerra del Peloponeso (431-404a.C.) en la que gran parte de Grecia fue devastada; las guerras entre las
ciudades griegas continuaron en el siglo siguiente.
Macedonia, situada al norte de Grecia, no había sido en su origen parte del mundo griego. Alrededor del siglo
IV a.C., sin embargo, su clase dirigente se había helenizado. Bajo Filipo II, Macedonia conquistó gran parte de
Grecia, y su hijo, Alejandro Magno añadió el Imperio persa a estas posesiones. Tras su muerte, sus sucesores
dividieron el imperio, por lo que los centros de gravedad durante el siguiente periodo (conocido como
helenístico) se trasladaron a ciudades como Alejandría, en Egipto, y Antioquía, en Turquía. Finalmente,
Macedonia y Grecia fueron conquistadas por Roma en el siglo II a.C.
El dominio de Roma
Al contrario que Grecia, a principios de la edad del hierro Italia estaba fragmentada en numerosos grupos
étnicos y lingüísticos. Mezclados entre las primeras culturas neolíticas, hubo varios grupos de indoeuropeos
que se infiltraron en el norte de Italia a finales del segundo milenio a.C. y posteriormente se expandieron por
toda la península. El más numeroso de estos grupos fueron los itálicos. Una importante cultura de la edad del
hierro (la de Villanova) se desarrolló al norte y tuvo un gran impacto en las regiones vecinas. Probablemente
durante el siglo X a.C., los etruscos, o al menos su clase dirigente, emigraron desde Asia Menor. Se
establecieron en Italia central y septentrional y crearon una civilización compuesta por elementos
villanovianos y orientales. A esto se añadió una intensa influencia de la civilización griega, incluido el
alfabeto, procedente de las colonias griegas del sur.
Alrededor de esta época —la fecha tradicional es el año 753a.C.— se fundó Roma junto al río Tíber. Los
romanos eran un pueblo latino perteneciente al grupo itálico. Roma (al principio una simple aldea) fue
ocupada y civilizada por los etruscos hasta finales del siglo VI a.C. Posteriormente, los romanos comenzaron
la conquista de las zonas vecinas, y, a principios del siglo IV a.C., habían conquistado la importante ciudad
etrusca de Veii. Tras un revés temporal causado por la invasión de los galos (una tribu celta), los romanos
continuaron anexionándose grandes zonas de Italia; a principios del siglo III a.C. la mayor parte de Italia
central y septentrional era romana. Al contrario que los griegos, los romanos conectaron sus dominios con
carreteras y garantizaron la total o parcial ciudadanía a los asentamientos situados fuera de Roma, una política
que finalmente dio lugar a una lengua y una cultura más o menos uniformes.
La expansión de Roma
En las llamadas Guerras Pírricas (280-271a.C.), Roma consiguió el control de la Italia meridional griega y, al
absorber este área, se helenizó en parte. La conquista puso a Roma en confrontación directa con Cartago, una
antigua colonia fenicia del norte de África, por el control del Mediterráneo occidental. En las posteriores
guerras con Cartago, Roma obtuvo la victoria y Sicilia, Córcega, Cerdeña, y el norte de África cayeron bajo su
esfera de influencia. El dominio romano de la península Ibérica no fue fácil y entre los episodios de resistencia
se hizo célebre la defensa de Numancia, cuyos habitantes prefirieron morir antes de entregarse. Frente a los
romanos, el héroe peninsular Viriato inventó un tipo de acción militar que se hizo célebre, la guerra de
guerrillas. A mediados del siglo II a.C., Cartago había sido destruida por Roma, que también conquistó
Macedonia y Grecia. Los romanos limpiaron los mares de piratas y extendieron sus carreteras por toda la
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región, con lo que facilitaron las comunicaciones y favorecieron la unión cultural. Esta amalgama cultural
romano-helenística fue bilingüe: el latín dominó al oeste y el griego al este.
El Imperio romano
Tras un periodo de guerras civiles y luchas, la República romana se transformó en un Imperio bajo el
emperador Augusto, aproximadamente a principios de la era cristiana. En los 200 años siguientes el nivel de
prosperidad del Mediterráneo alcanzó un grado tal que en muchos aspectos no pudo ser igualado hasta 1.500
años después. El Imperio romano asimiló a numerosos pueblos; además, en el año 212d.C., la mayor parte de
los hombres libres nacidos dentro de los confines del Imperio se convirtieron en ciudadanos romanos. Este
concepto de ciudadanía universal fue único en el mundo antiguo. Más allá de las fronteras del Imperio, ciertos
elementos de la cultura grecorromana influyeron también en las tribus celtas y germanas. La península Ibérica
sufrió un profundo proceso de romanización. Se dice que era ‘el granero de Roma’ y una de sus provincias
más ricas. Romanos famosos nacidos en la península fueron Quintiliano, el poeta Lucano y el filósofo Séneca.
El siglo III d.C. fue una época de quiebra de las estructuras imperiales, después de la cual el emperador
Diocleciano reorganizó el Imperio. Muchas de sus reformas económicas y sociales anticiparon la edad media y
sus cambios administrativos acabaron con la supremacía de Italia. En el siglo IV, bajo Constantino I el
Grande, Constantinopla (actual Estambul) reemplazó a Roma como capital, y el cristianismo se convirtió de
hecho, si bien no oficialmente, en la religión del Estado. En el siglo V, tras la caída del Imperio romano de
Occidente ante los grupos germánicos invasores, que dio lugar a la instauración de una serie de reinos
germanos, la Iglesia conservó la herencia romana. La romanización del Imperio había sido tan completa que
hoy día las lenguas que se derivan del latín se hablan en Francia, España, Portugal, Italia, partes de Suiza y
Rumania.
Las grandes migraciones
Mientras la civilización se consolidaba en el Mediterráneo, en otras partes de Europa hubo grandes cambios.
Las culturas de la edad del bronce y del hierro de las regiones periféricas consistían principalmente en
comunidades pastoriles y agrícolas, mucho menos estables que los asentamientos grecorromanos. Las
emigraciones de áreas más pobres a zonas más ricas fueron continuas, y el movimiento de un pueblo o tribu
desplazaba a su vez a otros pueblos y a menudo provocaba reacciones en cadena. Los primeros en comenzar
dichos movimientos durante los siglos finales de la era precristiana y principios de la era cristiana fueron las
tribus germánicas. Estas tribus habían ocupado partes de Escandinavia meridional y Alemania septentrional a
finales de la edad del bronce. Durante la edad del hierro comenzaron a emigrar al sur, quizás a causa de un
empeoramiento del clima. En el siglo II a.C. dos tribus germánicas, los cimbrios y los teutones, alcanzaron la
zona que hoy día es Provenza, pero fueron rechazados finalmente por los romanos. Los suevos tuvieron más
éxito y ocuparon parte de la Alemania actual. Las tribus celtas de esa región fueron empujadas hacia el oeste
para ser conquistadas muchos años más tarde por los romanos bajo mando de Julio César. La expansión
romana hacia los territorios germánicos fue interrumpida en el año 9d.C., cuando tropas germánicas dirigidas
por Arminio (Hermann) aplastaron a las legiones romanas en el bosque de Teoburgo. Como consecuencia,
Roma estableció una zona de contención al este del Rin y al norte del Danubio. Aproximadamente en el año
150d.C., las migraciones y posteriores dislocaciones de pueblos se intensificaron de nuevo y amenazaron las
fronteras imperiales. El emperador Marco Aurelio luchó con éxito contra los marcomanos y los cuados, al
igual que contra un pueblo no germano, los yacigos; un ejemplo de las características de este periodo es que
Marco Aurelio pasó gran parte de su reinado luchando con las tribus invasoras. A comienzos del siglo III d.C.,
los alamanes habían penetrado al norte de la frontera romana, y al este los godos comenzaron su infiltración en
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la península de los Balcanes. Tras su derrota ante las tropas imperiales, los godos se convirtieron en
mercenarios de Roma.
Durante la segunda mitad del siglo III, los grupos germánicos (incluidos los francos) penetraron en el
Imperio. Se hicieron grandes esfuerzos para fortalecer las defensas interiores. Bajo el emperador Aureliano se
construyó una muralla alrededor de la misma Roma, Dacia fue abandonada, y se reclutaron cada vez más
mercenarios germánicos para formar parte de los ejércitos romanos. Roma sólo pudo capear la crisis del siglo
III gracias a la reestructuración del Imperio por parte de Diocleciano, realizada en principio para enfrentarse a
las tribus germanas con más eficiencia. Después de la mitad del siglo IV la situación parecía estar bajo control,
pero un nuevo pueblo, los hunos, invadió Europa desde Asia central y causó una nueva serie de reacciones.
Los godos fueron empujados hacia los Balcanes y derrotaron a los romanos en Adrianópolis en el año 378. En
el 410 los visigodos de Alarico I saquearon Roma y provocaron una conmoción en todo el Imperio. Poco
después los vándalos, tras atravesar la península Ibérica, penetraron en el norte de África bajo dominio romano
y establecieron un reino. En el año 451 un ejército romano, formado en gran parte por visigodos, derrotó a los
hunos de Atila, pero años más tarde Roma fue saqueada de nuevo, esta vez por los vándalos. En ese momento
Britania, Galia e Hispania estaban ocupadas por tribus germánicas. El final del Imperio de Occidente llegó en
el año 476, cuando mercenarios germánicos depusieron al emperador Rómulo Augústulo y convirtieron a su
jefe, Odoacro, en rey de Italia. En esta época, Hispania estaba dominada ya por los visigodos, que habían
abrazado la herejía arriana, que no aceptaba que Cristo fuera parte de la Santísima Trinidad, considerándolo
simplemente un profeta. A partir del dominio romano, florecieron mártires y santos.
Inicios de la edad media
Rómulo Augústulo fue depuesto en el año 476 sin haber designado heredero, y cuando a Zenón, el emperador
del Imperio de Oriente, le aconsejaron que no había una razón inmediata para designar un sucesor, la
sugerencia parecía razonable. En teoría, en la ley y en los corazones del pueblo, el Imperio era invulnerable.
Muchos reinados de emperadores habían sido cortos, muchos habían terminado violentamente y los pueblos
germánicos beligerantes habían estado presentes en la vida política romana durante más de un siglo. Nadie
podría haber imaginado en la época que Rómulo Augústulo (que irónicamente llevaba el nombre del
legendario fundador de Roma) iba a ser el último emperador romano de Occidente y que una época había
terminado.
El conflicto romano-germánico
Con el final del siglo IV los pueblos germanos del norte y el este del Imperio romano habían comenzado un
movimiento hacia el oeste y el sur. Eran pueblos agrícolas y pastoriles y, como todos los pueblos pastores con
un alto grado de nomadismo, tenían una larga historia de migraciones.
Para afrontar la emigración germánica, Roma, con serios problemas económicos, siguió una política de
adaptación pragmática. El Imperio, cuya extensión era excesiva, se podía permitir perder territorio, que se
cedía inmediatamente a los germanos; pero los emperadores decidieron defender puntos estratégicos vitales,
como los puertos mediterráneos, de los que dependía Europa meridional para conseguir el imprescindible trigo
norteafricano. A mediados del siglo V, sin embargo, los grupos germánicos tenían el control político del
Imperio de Occidente. Los francos invadieron la Galia a principios del siglo V, la península Itálica se convirtió
en un reino godo por invitación del emperador, los visigodos conquistaron la península Ibérica alrededor del
año 507 y los vándalos habían invadido las provincias del norte de África, ricas en cereales, en el año 428
aproximadamente. En la península Ibérica, la conversión del visigodo Recaredo al cristianismo (año 587),
resolvió el conflicto que enfrentaba a la iglesia hispanorromana con la elite invasora dominante. Se acepta que
con Recaredo se estableció un proyecto de unidad político-territorial, incorporando a los pueblos peninsulares
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en el sistema político de la monarquía visigoda.
Las tribus germánicas querían tierras y riquezas, pero también deseaban vivir como romanos, y lo que se
considera convencionalmente como la ‘barbarización’ del Imperio de Occidente debería considerarse con la
misma firmeza la romanización de los bárbaros. El conflicto básico entre ambos pueblos fue religioso.
Los germanos occidentales eran paganos que adoraban un panteón de dioses celestiales y deidades naturales.
Los germanos orientales ya se habían convertido al cristianismo gracias a la intensa actividad misionera
desarrollada por el obispo Ulfilas, un seguidor de la doctrina del arrianismo, que mantenía que Cristo era
totalmente humano y no tenía naturaleza divina. En el año 380 esta teoría se consideró una herejía. De este
modo, los pueblos germánicos fueron odiados y temidos menos como enemigos políticos de Roma que como
portadores de una versión herética del cristianismo.
Los orígenes del poder de la Iglesia
La oposición religiosa a los invasores paganos y arrianos dio un nuevo sentido a la Iglesia y al Papado
durante este periodo. El gobierno eclesiástico se había organizado de forma muy parecida a la administración
provincial romana: el control estaba en las manos de los obispos independientes locales. No obstante, tres
obispados, Alejandría, Antioquía y Roma, ocuparon posiciones comparables a las de los gobernadores
provinciales, al supervisar no sólo las congregaciones de sus propias ciudades, sino también las de los
territorios vecinos. Los tres fueron figuras de gran prestigio y cada uno recibió el título honorífico de papa
(padre). El papa de Roma tenía el prestigio adicional de ser el heredero directo de san Pedro, el primer obispo
de Roma. En principio la influencia del Papado creció por la enorme actividad de varios papas romanos, pero
la transigencia, la parálisis y el colapso final del gobierno romano en Occidente fue un motivo aún más
importante: mientras la autoridad política se desintegraba, los obispos permanecieron firmes en lo que ellos
consideraban la verdad y el antiguo orden, y el último representante de este orden en Roma ya no eran el
emperador o el Senado sino el papa, que ocupaba la silla de San Pedro.
El Imperio bizantino
Sin embargo, un emperador romano dirigía aún el Imperio de Oriente y sus sucesores continuarían reinando
durante otros 1.000 años. Constantinopla era ahora la ciudad que gobernaba las provincias romanas del
Mediterráneo oriental, aunque el Imperio se había transformado de tal manera que los historiadores modernos
lo han llamado bizantino en lugar de romano.
Todos los elementos básicos del Imperio bizantino estuvieron presentes en la época del gran emperador del
siglo VI, Justiniano I. La tendencia del Imperio, presente durante toda la historia de Roma, a convertirse en
una autocracia militar quedó eliminada definitivamente durante su reinado. El gobierno se convirtió por entero
en un cuerpo profesional y civil, centrado en el palacio imperial y, lo más importante, en el emperador mismo.
La ley romana se codificó de forma sistemática. La economía y la recaudación de impuestos se centralizaron.
La política religiosa de Justiniano también contribuyó a la centralización. En una época de intensos conflictos
religiosos y revisión de la doctrina, el Imperio bizantino se convirtió en el Imperio ortodoxo y la religión del
emperador en la religión oficial del Estado.
En los primeros años de su reinado, Justiniano se embarcó en un intento de reconquistar el Occidente arriano.
El reino vándalo de África cayó rápidamente, al igual que el itálico de los lombardos y la zona oriental del
reino de los visigodos en la península Ibérica. No obstante, debido a la presión continua de los Sasánidas de
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Persia, el Imperio perdió su poder militar en la península Ibérica, que resurgió como un reino visigodo con una
cultura y una organización política particulares. En Italia, las fuerzas imperiales se retiraron a Sicilia y a su
plaza fuerte del Adriático, Ravena, y dejaron el resto de la península a los lombardos. Los Balcanes fueron
completamente devastados por los ávaros y los pueblos eslavos.
En efecto, las conquistas occidentales de Justiniano dieron a la Europa medieval su estructura cultural
característica. Los territorios europeos mediterráneos se separaron del norte, económica y culturalmente
subdesarrollado. En realidad eran parte de Oriente Próximo, una evolución que se consumó en el siglo VII,
cuando el norte de África y el suroeste de Europa (la península Ibérica y partes del sureste de Francia) cayeron
ante los ejércitos musulmanes.
El ascenso de los francos
En el norte, la historia europea desde el siglo V al IX estuvo dominada por un grupo de tribus germánicas
occidentales denominadas colectivamente francos. Al contrario que los germanos orientales, los francos se
convirtieron directamente de su antiguo paganismo al cristianismo católico, sin un periodo intermedio de
arrianismo. Los francos salios comenzaron su conversión definitiva el año 496, después de que su jefe
guerrero Clodoveo I se bautizara por el rito cristiano junto a muchos de sus seguidores. Clodoveo I, un
descendiente de Merovech o Merowig (que reinó entre 448 y 458) y parte de la familia gobernante de los
francos salios, fue el primer rey de la dinastía merovingia. Gracias a sus numerosas victorias contra otros
pueblos y el éxito de una larga serie de complejas disputas familiares características de la cultura franca, se
convirtió en el gobernante supremo de todos los francos.
A la muerte de Clodoveo, por la ley tradicional de los francos salios, las tierras bajo su control se dividieron
entre sus cuatro hijos. Éstos, a su vez, dejarían sus tierras a todos sus herederos masculinos, de manera que
toda la época de gobierno merovingio se caracterizó por periodos alternos de fragmentación y consolidación,
dependiendo del número y habilidades de los herederos.
Esta era llegó a su fin en el siglo VIII. Históricamente los últimos reyes merovingios se ganaron el apelativo
de rois fainéants (‘reyes perezosos’). Poco a poco el poder se concentró en el cargo del mayordomo de palacio
y no en el rey, hasta que, en el año 751, el rey Childerico III y su único hijo fueron encarcelados. Su pelo largo
(simbolismo de su nobleza) fue cortado y el mayordomo de palacio, Pipino el Breve, hijo del gran guerrero
Carlos Martel, se proclamó rey de los francos, el primero de la dinastía carolingia en asumir el título real.
El golpe de Estado carolingio nunca habría ocurrido sin la intervención activa del papa. En varias cartas que
ambos mandatarios se cruzaron entre el año 740 y el 750, el rey carolingio inquiría sobre la conveniencia de
mejorar el gobierno del reino, en el que todo el poder no estaba en manos del monarca; el papa respondió
citando el precedente bíblico de David, ungido por el profeta Samuel mientras el rey Saúl aún vivía. Es más, el
papa siguió el precedente y ungió a Pipino, y seguiría ungiendo a sus descendientes en un ritual de
consagración real.
Carlomagno
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El más grande de los reyes carolingios fue Carlomagno (742-814) que en su propia época fue una figura
mítica y legendaria. Su reinado marcó la culminación del desarrollo franco. Bajo su gobierno, los francos, por
medio de una serie de conquistas, se convirtieron en los dueños de Occidente y en los garantes del poder papal
en Italia. Carlomagno derrotó a los lombardos en Italia, a los frisios en el norte, a los sajones en el este, se
anexionó el ducado de Baviera y expulsó a los musulmanes del sur de Francia. Consolidó su poder sobre este
vasto territorio al conseguir que los miembros de los sectores terratenientes se aliaran entre sí y con él mismo
mediante juramentos especiales de lealtad, que se recompensaban ocasionalmente con tierras de zonas recién
conquistadas y con absoluta jurisdicción sobre sus súbditos. Esta política —el primer ejemplo importante de
los crecientes lazos de dependencia personal conectados con el poder político llamado feudalismo— no sólo
proporcionó a Carlomagno un suministro permanente de guerreros, sino que también contribuyó a controlar
más fácilmente su territorio. Los vasallos del rey y sus subordinados más cercanos, así como los vasallos de
éstos, se convirtieron a su vez en delegados y representantes del propio monarca.
El aumento del sentido de misión cristiana de Carlomagno fue inseparable de la consolidación militar y
política. Fundó monasterios en territorios fronterizos que funcionaron como establecimientos de colonizadores
que sometieron los bosques y pantanos (los imponentes hogares de los antiguos dioses paganos) al control
cristiano y los hicieron cultivables. También fueron centros de actividad misionera y educacional, pues la
expansión del cristianismo requería un clero preparado, un rito homogeneizado y la producción de libros
importantes. La clave fue la educación, y el trabajo práctico de fundación y dotación de personal de las
escuelas monásticas y catedralicias demandaba ayuda exterior. Carlomagno la encontró en Roma y en las
tierras lombardas de Italia, donde las antiguas tradiciones educativas no habían muerto por completo. No
obstante, la mayor contribución a la reforma educacional carolingia fue anglo-irlandesa, pues los grandes
monasterios de Inglaterra e Irlanda eran ricos en libros y en su preparación; de hecho, el consejero principal de
Carlomagno fue el erudito inglés Alcuino de York.
El reino de los francos, como resultado de todo ello, integró Europa territorial y culturalmente como no se
había hecho desde el Imperio romano. El día de Navidad del año 800, Carlomagno fue a oír misa a la catedral
de San Pedro de Roma. Según se cuenta, mientras se levantaba de orar, el papa colocó una corona en su
cabeza, se inclinó ante él y le proclamó imperator et augustus ante el pueblo. Así pues, Carlomagno se
convirtió no sólo en el emperador de los francos, sino también de Roma. El poder del nuevo Estado (que se
llamó Sacro Imperio Romano Germánico), la organización de la Iglesia y las antiguas tradiciones de Roma se
habían vuelto indistinguibles entre sí.
Nuevas invasiones
Los últimos años del reinado de Carlomagno estuvieron marcados por tensiones políticas que continuaron en
los reinados de sus descendientes. Por el sur se produjo la invasión musulmana, que en sus inicios contó con el
apoyo de los judíos, que en gran número habitaban las tierras del norte de África y la península Ibérica. El año
711 las tropas islámicas atravesaron el estrecho de Gibraltar y se extendieron por toda la península, llegando
hasta el sur de Francia. A finales del siglo IX y durante el siglo X Europa fue el escenario de una renovada
desintegración política y una serie de invasiones desastrosas, esta vez de los vikingos (escandinavos
procedentes del norte) y de los magiares que, procedentes de Asia, avanzaban hacia el Oeste, a través de las
llanuras del Danubio. Las tierras fronterizas dejaron de cultivarse, el comercio se interrumpió y los viajes eran
peligrosos incluso en distancias cortas.
Durante este periodo existieron varias tendencias. Por un lado, Europa experimentó otra gran ola de
fragmentación política; sin embargo, aunque las fuerzas partidarias de la centralización política eran débiles,
no puede decirse lo mismo del poder de las familias terratenientes locales. También fue una época de dominio
de los monasterios benedictinos, grandes propietarios que se mezclaron en la red de alianzas feudales.
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Finalmente, el Papado se convirtió por derecho propio en un poder secular que ejerció un control político
directo sobre gran parte de Italia central y septentrional. Gradualmente elaboró un aparato de autoridad central
sobre las iglesias regionales y los monasterios, y, por medio de su expansión diplomática y de la
administración de justicia, también acumuló un notable poder político en toda Europa.
Alta y baja edad media
En el año 1050 aproximadamente, Europa estaba entrando en un periodo de grandes y rápidas
transformaciones. Las condiciones de la vida material que produjeron estos cambios aún no están del todo
claras, aunque las siguientes causas se pueden citar con seguridad: el largo periodo de emigraciones
germánicas y asiáticas había terminado y Europa disfrutaba de un nivel de población estable y continuado,
había comenzado e iba a continuar una expansión de la población de proporciones sorprendentes. La vida
urbana, que nunca cesó del todo durante los siglos anteriores, experimentó un notable crecimiento y desarrollo,
y por ello rompió la tendencia medieval hacia la autosuficiencia económica. La economía y el comercio, en
particular en las tierras mediterráneas de Italia y el sur de Francia y en los Países Bajos, se incrementó en
cantidad, regularidad y extensión. En la península Ibérica, los incipientes reinos cristianos del norte iniciaron
una larguísima guerra contra las sucesivas invasiones almorávides y almohades, en una reconquista que se
prolongó durante siete siglos.
Fermento y crecimiento intelectual
A la vez que la economía europea se hacía más compleja, las instituciones sociales y políticas también se
diversificaron. En cada rama de los asuntos públicos —gobierno local, administración de justicia, regulación
del comercio y el desarrollo de las instituciones educativas necesarias para proporcionar personal a cada
administración de acuerdo a su reglamentación— apareció una estructura similar en complejidad y desarrollo.
Los nuevos imperativos de esta compleja vida social produjeron un fermento intelectual sin precedentes en la
historia europea. Este fermento, presente en todas las esferas de la ciencias, ha terminado siendo conocido
como el renacimiento del siglo XII. Las leyes eclesiásticas y seculares se sistematizaron, discutieron y
cuestionaron como nunca antes. La retórica y la lógica se convirtieron en objeto de examen por derecho propio
y dieron lugar a investigaciones de la cultura clásica, olvidada durante mucho tiempo. La doctrina teológica
fue explorada y promovió nuevos métodos de crítica. Entre tanto, en Córdoba, capital musulmana, se produjo
un notable sincretismo religioso y cultural, ya que en esta ciudad convivieron durante siglos musulmanes,
judíos y cristianos en paz y armonía. A través de Córdoba, Europa conoció la filosofía griega y la literatura
clásica, gracias a las traducciones árabes y a la escuela de traductores de Toledo; también gracias a ellos la
medicina, la astronomía y las ciencias antiguas y modernas penetraron en el continente. Los árabes
transmitieron a Europa las matemáticas, e introdujeron productos como el papel, el arroz y la caña de azúcar.
Todo ello favoreció el que los europeos occidentales comenzaron a pensar en sí mismos de una nueva
manera, un cambio que se reflejó en las innovaciones en las artes creativas. En literatura, la lírica amorosa y el
romance cortés aparecieron en las lenguas vernáculas emergentes, y tuvo lugar un brillante resurgir de la
escritura en latín. La pintura y la escultura dedicaron nueva atención al mundo natural e hicieron un intento sin
precedentes de representar extremos emotivos y vitales. La arquitectura floreció con la construcción, a lo largo
de rutas de peregrinaje por las que se viajaba frecuentemente, de iglesias en un estilo que combinaba
materiales y técnicas grecorromanas con una estética totalmente nueva.
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También hubo cambios de gran alcance en la vida espiritual. En el siglo XII se establecieron nuevas órdenes
religiosas, como la orden cisterciense (que intentó purificar las tradiciones del monacato benedictino) y las
órdenes de los frailes mendicantes, que procuraron ajustar el ideal monástico a la nueva vida urbana. En todas
ellas era frecuente un nuevo sentido de piedad individual, basado no en el ritual, sino en la identificación
individual con el sufrimiento de Cristo. El desarrollo del culto a la Virgen María, una figura relativamente
poco importante en los siglos precedentes, tuvo un espíritu similar.
Evolución política
Al mismo tiempo, los pueblos se empezaron a identificar a sí mismos como miembros de grupos y
comunidades con intereses distintos a los de sus vecinos. Los hechos políticos del periodo tuvieron una
relación íntima con estas nuevas identidades.
Uno de los hechos más importantes fue el rápido ascenso hegemónico de los normandos. Descendientes de
los vikingos que se establecieron en el norte de Francia durante los siglos IX y X y convertidos en feudatarios
del rey de Francia, los normandos entraron en escena en la historia europea en 1066, año en que tuvo lugar la
batalla de Hastings, mediante la que conquistaron Inglaterra bajo el mando de Guillermo I el Conquistador,
quien aseguró su conquista con un programa de reasentamientos intensivos; los normandos, cuya lengua era la
misma de los francos, se convirtieron en la clase dirigente de Inglaterra, unida a Guillermo por las concesión
de tierras y las obligaciones feudales. Esta feudalización política sistemática y la imposición de otras
instituciones normandas llevaron a Inglaterra a la principal corriente del desarrollo político y social del
continente. El hecho de que el duque de Normandía (un feudo dependiente del rey de Francia) fuera también
rey de Inglaterra, convirtiéndose así en un personaje de igual posición y más poder, ilustra la creciente
complejidad del mundo europeo. El conflicto político, y con él la idea del Estado como institución autónoma,
fue inevitable.
En los territorios germánicos e italianos del Sacro Imperio Romano Germánico, la nueva actividad del
Papado como un órgano de gobierno real entró en conflicto con el poder del emperador en una maraña de
sucesos conocidos colectivamente como la querella de las investiduras. Durante el primer periodo del Imperio
no se había hecho una separación estricta en teoría o en la práctica entre los campos eclesiástico y político.
Desde el momento de la alianza histórica de los carolingios con el papa, el emperador ya no se consideró
únicamente una figura secular. De la misma manera, los obispos eran poderes seculares por derecho propio,
consejeros o siervos feudales de reyes y emperadores. No se cuestionaba que el poder secular debía tener parte
en la elección de obispos y tener una presencia activa en la coronación o investidura episcopal. Precisamente
esta práctica provocó la lucha cuando el papa Gregorio VII declaró la primacía de la Iglesia en la elección y
consagración de sus propios funcionarios.
El resultado más importante de la controversia fue que cuestionaron todas las relaciones entre Iglesia y
Estado. Dentro de la teología, el derecho y la teoría política, el Estado, como entidad secular, fue examinado
críticamente, al igual que la Iglesia, no sólo como comunidad de devotos cristianos, sino también como una
aristocracia administrativa de obispos al servicio del papa. A finales del siglo XII la Iglesia se convirtió en un
gran poder político europeo junto a los distintos Estados seculares emergentes.
La unidad cultural
Las fuerzas materiales y culturales liberadas en el siglo XII prolongaron su impacto durante los siguientes
200 años. Europa se había convertido en una unidad cultural, por la que se expresó de forma institucional lo
que era el pensamiento de la Iglesia cristiana. Esta unidad se reflejó con más claridad que nunca en una serie
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de expediciones militares (las Cruzadas) en las que se pretendía arrebatar al islam los lugares santos cristianos
de Oriente Próximo. La jerarquía de la Iglesia predicó en favor de las cruzadas, que consiguieron el apoyo de
las nuevas órdenes monásticas, para las que el ‘peregrinaje militar’ representaba el camino a la salvación
individual y colectiva. La idea de la guerra santa, sin embargo, rebasó las divisiones sociales y atrajo tanto a la
aristocracia guerrera tradicional como a los campesinos, las nuevas clases de artesanos y los trabajadores de
las ciudades surgidos por el crecimiento de la sociedad urbana. En la península Ibérica, la tolerancia
tradicional entre musulmanes, judíos y cristianos vivió épocas de crisis y, conforme se extendían los reinos
cristianos hacia el sur, los monarcas y la Iglesia tuvieron que intervenir con frecuencia para apaciguar los
ánimos populares, que achacaban a los judíos, incluso a los conversos o ‘nuevos cristianos’, la culpa y
responsabilidad por todos los desastres. Se estaba incubando la más grave crisis de identidad nacional, origen
de la Inquisición y de la expulsión de judíos y moriscos, ocurrida a finales del siglo XV y del siglo XVI
respectivamente.
La creciente intolerancia hacia las poblaciones no cristianas dentro y fuera de las fronteras de Europa tuvo la
misma importancia como expresión de la unidad cultural cristiana. El islam, el enemigo infiel de la lejana
Jerusalén, también era el enemigo en las fronteras, y en Sicilia siglos de intercambio comercial e intelectual
llegaron a su fin. También en el periodo comprendido entre los siglos XII y XIV la intolerancia hacia los
judíos que se habían establecido en toda Europa se extendió y se hizo más virulenta. Decretos punitivos
restringiendo el asentamiento y la colonización judías coincidieron con atrocidades y motines en masa contra
la población judía, y se establecieron las bases del antisemitismo ideológico: los judíos, como criaturas
extrañas y demoníacas, envueltas en conspiraciones internacionales y culpables de la muerte ritual de niños
cristianos, entraron en el folclore de la imaginación europea. Finalmente durante esta época hubo un aumento
de las herejías, una expresión de la inquietud intelectual y social de la época, y de los esfuerzos políticos y
militares en destruirlas, que se reflejaron sobre todo en la cruzada al sur de Francia contra la herejía de los
albigenses.
Así pues, la unidad cultural europea no estuvo libre de conflictos. Al contrario, estuvo en un precario estado
de equilibrio, y sus elementos, en continuo desarrollo, inevitablemente entraron en conflicto unos con otros en
los siglos siguientes. Los pueblos y ciudades continuaron su crecimiento económico y demográfico. En Italia,
Inglaterra y los Países Bajos comenzaron a luchar por la autonomía política. La lucha fue particularmente
cruel en Italia, donde las ciudades se encontraban entre los conflictivos diseños políticos del Imperio y el
Papado. También fueron destacadas las luchas internas entre distintos grupos sociales urbanos. Como
resultado, se intensificó el pensamiento político y social que hoy día se llama humanismo, mientras el pueblo
intentaba articular sus propias posiciones.
El ascenso de la conciencia nacional
La lucha general por la supremacía entre Iglesia y Estado se convirtió en una constante de la historia europea.
En los siglos XIII y XIV la unidad cultural europea fue desafiada en toda Europa por intereses locales,
regionales y nacionales. Esto se manifestó en el incremento real del poder del rey de Francia y en su
enfrentamiento con el rey de Inglaterra, en teoría su inferior. También se evidenció en la esperanza, incluso en
ausencia de cualquier poder unificador potencial, de una Italia independiente del papa y el emperador, y libre
de luchas cívicas y territoriales. En todo Occidente se vivía un sentimiento de renovación, expansión y
descubrimiento. En la península Ibérica, acabada la reconquista en 1492, con la toma de Granada por los
Reyes Católicos, se aseguraba la unidad territorial y se establecía el primer Estado en el sentido moderno del
término, del mismo modo y simultáneamente a lo que ocurría en Francia e Inglaterra.
La conciencia nacional y regional, así como la desarrollada en las ciudades, el crecimiento continuo del
comercio dentro de Europa y hacia Oriente, la extraordinaria creatividad intelectual y artística del
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renacimiento y la confusión y conflictividad social fueron algunos de los rasgos del final de la edad media.
Incluso la terrible aparición de la peste negra, a mediados del siglo XIV, y su periódica reaparición no
alteraron fundamentalmente estas tendencias.
Ningún suceso aislado puede exponer mejor la inquietud de este periodo que el primer viaje de Cristóbal
Colón, en el siglo siguiente. Espoleada por la rivalidad nacional y el interés comercial en abrir nuevas rutas
comerciales hacia el Oriente, la Monarquía Hispánica costeó las especulaciones del navegante y mercader
veneciano. El rey portugués, Enrique el Navegante, había rechazado los planes de Colón, por lo que éste se
dirigió a la Corte española, donde Isabel la Católica, tras vencer muchas dudas, y buscando apoyo económico
ajeno, financió la expedición de Colón. El resultado fue inesperado. Había un nuevo mundo al Oeste. Los
horizontes se ampliaban y el mundo físico y material se había convertido en un objeto de curiosidad
intelectual. Europa estaba lista para aumentar el escenario de sus operaciones. El ‘encuentro’ de las nuevas
tierras con Occidente ocurrió en un momento crucial para España. Terminadas las guerras de reconquista,
expulsados los hispanomusulmanes y coincidente con la salida de los judíos que no aceptaban ser cristianos,
los reyes de España vieron en los descubrimientos y posterior conquista la mejor manera de dar una salida
natural al impulso expansivo y a las energías acumuladas en las guerras peninsulares.
Inicio de la época moderna
El siglo y medio que transcurrió entre la llegada europea a América y el final de la guerra de los Treinta Años
fue una época de transición y tensión intelectual. Después de 1648, la religión siguió siendo importante en la
historia europea, pero no se volvió a dudar de la prioridad de las preocupaciones seculares. Debido a que este
cambio de valores suscitó inquietud e incertidumbre en su comienzo, los pueblos de Europa exhibieron una
profunda ambivalencia: ya no eran medievales, pero tampoco eran modernos.
El nacimiento de una nueva era
Esta ambigüedad se manifestó en quienes, a finales del siglo XV, comenzaron a explorar la tierras situadas
más allá de las costas europeas. Inspirados por el celo religioso, exploradores como Vasco da Gama, Cristóbal
Colón y Fernando de Magallanes hicieron posible un vasto esfuerzo descubridor y misionero. Motivados
también por el afán de conseguir bienes materiales, contribuyeron a una revolución comercial y al desarrollo
del capitalismo. Portugal y España, como patrocinadores de los primeros viajes, fueron los primeros en
recoger la cosecha económica. Aunque la enorme cantidad de plata que fluyó a España contribuyó a una
‘revolución de los precios’ (rápida devaluación del dinero e inflación a largo plazo), en un principio sirvió para
poner un extraordinario poder en manos del rey Felipe II, de quien se decía que “en sus dominios no se ponía
nunca el Sol”. Heredero de los dominios de los Habsburgo en Europa occidental y América, Felipe se
autoproclamó defensor de la fe católica. Su oposición a las ambiciones del Imperio otomano en el
Mediterráneo no se debió sólo a que los turcos eran competidores imperiales sino también a que eran ‘infieles’
musulmanes. Del mismo modo, sus campañas contra los Países Bajos e Inglaterra tuvieron a la vez
motivaciones políticas y religiosas, pues en ambos casos sus enemigos eran protestantes.
La Reforma protestante
La Reforma protestante que Felipe II detestaba comenzó en 1517, año en que Martín Lutero expuso a debate
público sus 99 tesis. En busca de la salvación personal y ofendido por la venta de indulgencias papales, el
profesor de Wittenberg había llegado a una conclusión que se diferenciaba en poco de la que había provocado
la muerte de Jan Hus un siglo antes. Lutero renunció a retractarse incluso cuando se enfrentó a una bula de
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excomunión. No obstante, a pesar de su carácter religioso, tras proclamar que la salvación sólo se obtiene
mediante la fe, el desafío de Lutero a la Iglesia se mezcló con aspectos políticos. Al reconocer el peligro de las
repercusiones políticas de sus ideas, Carlos V puso a Lutero bajo proscripción imperial.
La ruptura de Lutero con la Iglesia podría haber sido un hecho aislado si no hubiera sido por la invención de
la imprenta. Sus escritos, reproducidos en gran número y muy difundidos, fueron los catalizadores de una
reforma más radical incluso, la de los anabaptistas. En su determinación por recrear la atmósfera del
cristianismo primitivo, los anabaptistas se opusieron a los católicos y a los luteranos por igual. La Reforma
tampoco pudo ser contenida geográficamente; triunfó en Suiza cuando Zuinglio impuso sus ideas en Zurich.
En Ginebra, Juan Calvino, francés de nacimiento, publicó la primera gran obra de la teología protestante,
Institución de la religión cristiana (1536). El calvinismo demostró ser la más militante políticamente de las
confesiones protestantes.
Incapaz de conservar la unidad cristiana occidental, la Iglesia católica no cedió territorio a los protestantes.
La Contrarreforma, que no sólo fue una respuesta al desafío protestante, representó un esfuerzo por vigorizar
los instrumentos de la autoridad de la Iglesia católica. El Concilio de Trento reafirmó el dogma tradicional
católico, denunció los abusos eclesiásticos y potenció la Inquisición y el Índice de libros prohibidos. Con la
Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de Loyola, la Contrarreforma podía enorgullecerse de contar con
una organización tan militante y dedicada como la de cualquier confesión protestante.
Las guerras religiosas
Alentada fundamentalmente por los monarcas españoles Carlos V y Felipe II, la lucha entre los católicos y
los protestantes no se limitó al área espiritual. Durante el periodo 1550-1650, las prolongadas guerras
religiosas ocasionaron la destrucción general del continente. No obstante, estas guerras religiosas se
entrelazaron de modo inextricable con las contiendas políticas, que finalmente adquirieron un papel de gran
importancia. En Francia, un sangriento conflicto civil entre los católicos y los hugonotes se prolongó durante
30 años hasta que Enrique IV fue reconocido como rey en 1593. Al poner el poder secular por encima de la
lealtad religiosa, el protestante Enrique se convirtió al catolicismo, la religión de la mayoría de sus súbditos.
En los Países Bajos, la España católica y las provincias holandesas, calvinistas, entablaron una brutal y larga
guerra (1567-1609) que finalizó con la victoria de estas últimas. La religión se identificó muy de cerca con las
aspiraciones nacionales; el líder holandés Guillermo de Orange-Nassau, católico y luterano antes de hacerse
calvinista, reunió a su pueblo para convocar la resistencia nacional por encima de todo.
También en Inglaterra la lucha religiosa fue parte de un esfuerzo mayor para asegurar la independencia
nacional. Bajo la reina Isabel I las razones de estado dictaron la política religiosa; como resultado, la
autonomía administrativa protestante y el ritual católico fueron hábilmente tejidos para fabricar una solución
intermedia: la Iglesia de Inglaterra (Iglesia anglicana). Con ayuda de tormentas traicioneras (el ‘viento
protestante’), la Inglaterra de Isabel rechazó a la Armada Invencible que Felipe II de España había enviado en
1588, lo que supuso una victoria tanto nacional como religiosa. Al conocer esa derrota, el rey español
exclamó: “He enviado mis naves a luchar con los hombres, no contra los elementos”. España perdió su
liderazgo europeo, que pasó a Francia, su enemigo tradicional.
La guerra de los Treinta Años fue la última guerra religiosa y la primera moderna. Iniciada en Bohemia,
donde los Habsburgo católicos y los checos protestantes mantenían una fiera oposición, la confrontación fue
alimentada por dos países luteranos, Dinamarca y Suecia. Sin embargo, casi desde el principio, su carácter fue
ambiguo; aunque desde el principio las pasiones religiosas contribuyeron a su estallido, en 1635 la guerra se
convirtió en una lucha política entre la dinastías Habsburgo y Borbón, ambas católicas. Ejemplo de este
periodo de tensiones, a la vez que de transición, fue el cardenal Richelieu, un miembro de la Iglesia católica
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cuyos intereses eran seculares y que implicó a Francia en la contienda. Al final de la guerra, Francia surgió
como la potencia más poderosa del continente europeo y el prototipo del Estado secular y centralizado.
La era del absolutismo
En la resaca de la guerra de los Treinta Años, el absolutismo comenzó a tomar una forma reconocible; el
Estado, secular y centralizado, reemplazó a las instituciones y conceptos políticos feudales como instrumento
de poder e influencia mundial. A través de los esfuerzos de los cardenales Richelieu y Mazarino, Francia entró
en escena como la primera gran potencia moderna. En 1661, cuando Luis XIV asumió el gobierno del país,
comprendió que sólo se podrían conquistar nuevos territorios mediante la movilización de los recursos
económicos y militares de todo el Estado. La serie de guerras que provocó en Europa no pudieron transformar
sus sueños más audaces en realidades, pero el esfuerzo en sí mismo habría sido imposible sin las políticas
económicas mercantilistas de Jean-Baptiste Colbert y la creación de un gran ejército permanente. La vasta
burocracia civil y militar que inevitablemente llevaba consigo la ambición territorial desenfrenada del monarca
francés pronto comenzó a tomar vida propia, y, aunque el rey pudo haber creído que él era el Estado, de hecho
se había convertido en su principal servidor. La aristocracia francesa corrió una suerte similar. Cuando la
diversidad feudal cayó víctima del racionalismo burocrático, los aristócratas fueron obligados a ceder el poder
político a los funcionarios de la burocracia estatal, llamados intendentes. En España, la muerte de Carlos II sin
sucesor provocó la guerra de Sucesión. La llegada de la nueva dinastía de los Borbones coincidió con la
implantación del absolutismo. Felipe V abolió los fueros de los distintos reinos, se extinguieron las Cortes y se
centralizó el poder basado en una férrea burocracia.
La centralización del Estado
Otros monarcas europeos emularon rápidamente el absolutismo francés. El zar Pedro I el Grande dedicó sus
energías a transformar Rusia en una importante potencia militar. Como parte de este programa de
occidentalización creó un Ejército y una Armada permanentes, estimuló el estudio de la tecnología occidental
e insistió en que la nobleza se definiera por el servicio al Estado. Tomó, además, medidas para racionalizar la
administración del gobierno. Estos esfuerzos se coronaron con éxito cuando Rusia derrotó a Suecia en la
guerra del Norte (1700-1721). Pedro y sus sucesores, acomodados en su nueva capital, San Petersburgo, no
pudieron ser excluidos durante más tiempo de la ecuación política de Europa. Ni tampoco Prusia, donde la
estructura política fruto de su evolución histórica era similar a la de los estados más centralizados: la guerra y
el impulso expansionista dictaron la concentración del poder, la normalización de los procedimientos
administrativos y la creación de un Ejército moderno y permanente.
El precio a pagar por el fracaso en la centralización del poder político era la decadencia política, como se
manifestó en Polonia y el Imperio otomano. La persistencia de la independencia aristocrática debilitó tanto a
Polonia que finalmente fue repartida en tres ocasiones (1772, 1793, 1795) por los estados vecinos de Austria,
Prusia y Rusia. Los turcos, en otras épocas temidos conquistadores del sureste europeo, fueron incapaces de
impedir que los jenízaros y funcionarios provinciales usurparan el poder que una vez perteneció al sultán.
Como consecuencia, el Imperio otomano entró, antes del final del siglo XVIII, en un proceso que le acabó
convirtiendo en el ‘enfermo de Europa’.
De las guerras que asolaron Europa entre 1667 y 1721, surgió un sistema estatal que, en general, sobrevivió
hasta 1914. Al comienzo del periodo, Francia permaneció de forma incontestada como la potencia militar más
poderosa de Europa; sin embargo, en la segunda década del siglo XVIII aproximadamente, Gran Bretaña,
Austria, Rusia y Prusia se convirtieron en potencias con las que había que contar. En lugar de ser un imperio
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francés, Europa se organizó como un grupo de grandes potencias en equilibrio político. La estabilidad política
se convirtió en un principio de la diplomacia europea (conocida con el nombre de ‘concierto europeo’) y en
una contestación efectiva a cualquier agresión que tuviera por objeto la hegemonía continental.
La visión secular del mundo
Junto a la secularización de la política hubo una secularización del pensamiento. La revolución científica del
siglo XVII sentó las bases de una visión del mundo que no dependía de las asunciones y categorías cristianas.
Al liberarse de la teología, los filósofos descubrieron nuevos aliados en la ciencia y las matemáticas. Para
pensadores como Francis Bacon y el filósofo francés René Descartes, el destino del alma era menos
importante que el funcionamiento del mundo natural, y aunque Bacon era empirista y Descartes un
racionalista, ambos creían que el poder de la razón humana, utilizado correctamente, se imponía a la autoridad.
Entre los distintos creadores del pensamiento moderno, ninguno fue más importante ni más celebrado que el
físico inglés Isaac Newton, que descubrió una explicación mecánica que abarcaba todo el universo sobre la
base de la ley de la gravedad universal. El respeto que Newton inspiró a los filósofos del siglo XVIII
difícilmente puede ser exagerado. Determinados a popularizar una imagen del mundo científica y a adaptar sus
métodos a la tarea de la crítica social y política, las principales figuras de la Ilustración pusieron los problemas
del mundo directamente en el centro de su actividad intelectual. En el compendio más famoso del pensamiento
ilustrado, la Enciclopedia (1751-1772), Denis Diderot (el editor), Jean d’Alembert, Voltaire y otros autores
cuestionaron la concepción religiosa del mundo y abogaron por el humanismo científico basado en la ley
natural.
El despotismo ilustrado
Durante la segunda mitad del siglo XVIII, la ilustración se alió con el absolutismo. Inspirados por los
filósofos, monarcas absolutos como Federico II el Grande de Prusia, José II de Austria y Catalina II de Rusia,
se modelaron a sí mismos en el ideal del rey filósofo e intentaron, con distintos niveles de éxito, utilizar el
poder al servicio del bien común. A pesar de su sinceridad, su mayor éxito fue radicalizar aún más el
absolutismo. Bajo su mando, el particularismo político continuó su retirada ante el avance de la uniformidad
legal a través de los códigos de leyes y las regulaciones administrativas y burocráticas. Efectivamente, hubo un
resurgir aristocrático durante el siglo, pero los aristócratas debían su nueva vitalidad a su obligación de servir
al Estado. En resumen, bajo los monarcas absolutos ilustrados la centralización del poder se desarrolló
rápidamente; en un auténtico esfuerzo por mejorar el bienestar de sus súbditos, los déspotas ilustrados
introdujeron aún más el poder del Estado en la existencia diaria. En España, bajo Carlos III florecieron las
artes y las letras amparados por gobiernos dirigidos por políticos excelentes, como el conde de Aranda, el
conde de Campomanes, Gaspar Melchor de Jovellanos y el conde de Floridablanca, amigos y seguidores de
los ilustrados franceses y de los nuevos ideólogos ingleses.
La era de las revoluciones
Hacia finales del siglo XVIII la concentración de poder en manos del monarca comenzó a ser desafiada. La
rebelión europea contra el absolutismo se intensificó con el éxito de la guerra de la Independencia
estadounidense y la creación de los Estados Unidos y por el auge de la burguesía inglesa, el cual coincidió con
la Revolución Industrial. Esta rebelión cristalizó por primera vez en Francia, en 1789, y desde allí se extendió
por todo el continente durante el siglo siguiente.
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La Revolución Francesa
La Revolución Francesa abarcó una serie de acontecimientos que transformaron la atmósfera política, social
e ideológica de la Europa moderna. Estos hechos comenzaron cuando la aristocracia, que rehusó a pagar
impuestos, obligó al rey Luis XVI a restablecer los moribundos Estados Generales en la primavera de 1789.
Pocos sospechaban que esta decisión desataría fuerzas elementales e irresistibles de descontento. Aunque
tenían diferentes fines, aristócratas, burgueses, sans-culottes (los habitantes pobres de las ciudades) y
campesinos se unieron en la resolución de alterar las condiciones de su existencia. Junto a esta declaración de
sus intereses, un cuerpo de ideas y teorías políticas heterogéneas orientó las energías revolucionarias, en
particular, la doctrina de Jean-Jacques Rousseau de la soberanía popular que influyó en los líderes más
capaces del tercer estado (el pueblo llano). Cuando la Asamblea Nacional proclamó la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano en agosto de 1789, pretendía advertir al resto de Europa que había
descubierto unos principios de gobierno universalmente válidos.
El reinado del Terror
La monarquía constitucional que había surgido en 1791 era tan insatisfactoria para el rey como para los
jacobinos, una facción de los revolucionarios. En la Asamblea Legislativa (1791-1792), éstos y los girondinos
(otra facción revolucionaria menos radical) propugnaron establecer una república, al mismo tiempo que
preparaban una declaración de guerra contra Austria (abril de 1792). Cuando las tropas francesas sufrieron
reveses iniciales, la temperatura revolucionaria subió todavía más y, en septiembre, la recién formada
Convención Nacional proclamó la República en Francia. El 21 de enero de 1793, Luis XVI fue ejecutado y
durante el año y medio siguiente, el país fue gobernado por dirigentes revolucionarios, cuyos sueños de
perfección moral y odio a la hipocresía inspiraron un periodo conocido como reinado del Terror, que convirtió
a la guillotina en el símbolo del mesianismo político. La furia moral del Comité de Salvación Pública no
conoció fronteras territoriales, y sus miembros llevaron a cabo una escalada de guerras contra una coalición de
potencias europeas cuyo absolutismo chocaba con sus ideales revolucionarios. Su éxito puede atribuirse en
parte a la conscripción obligatoria instituida en agosto de 1793, que demostró el terrible potencial militar de
una nación en armas. No obstante, el miedo invadió finalmente al propio Comité; en julio de 1794 Maximilien
de Robespierre, su máximo dirigente, fue arrestado y ejecutado. Durante la reacción posterior, los franceses
olvidaron pronto ‘la república de la virtud’ y dieron la bienvenida a una nueva etapa casi como un símbolo de
libertad.
Llegada de Napoleón al poder
El gobierno del Directorio, muy difamado, intentó asimilar los elementos menos controvertidos de la
herencia revolucionaria y llevar un coup de grace (golpe de gracia) al mesianismo jacobino. El Directorio,
determinado a alentar las carreras de hombres de talento, hizo posible el rápido acceso al poder de Napoleón
Bonaparte. Con la connivencia de dos directores, Napoleón preparó un golpe de Estado en noviembre de 1799,
gobernó de forma autoritaria y se coronó emperador en 1804. Napoleón, un estudiante que llegó a la mayoría
de edad durante la Revolución, está considerado como el último de los monarcas absolutistas. Como parte de
su plan para extender los principios de la Revolución Francesa, promulgó el Código napoleónico, un sistema
codificado de leyes, y puso la educación bajo control estatal. Entre los principios revolucionarios de libertad e
igualdad, prefirió este último en el conocimiento de que sólo sería estimulado por una autoridad central fuerte.
Las Guerras Napoleónicas
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En los asuntos exteriores, Napoleón renovó el expansionismo de Luis XIV con un convencimiento firme de
algunos principios ilustrados. Abolió los antiguos privilegios feudales e impuso la igualdad legal en los
territorios, que se extendían por la mayor parte de la Europa continental y que añadió al Imperio francés por la
fuerza de las armas. En su pasión por la centralización del poder, sacrificó las complejidades históricas en
favor de las exigencias de la comodidad administrativa, como por ejemplo en la creación de la Confederación
del Rin.
Lo que Napoleón no acertó a apreciar fue hasta qué punto las unidades administrativas más grandes y las
reformas igualitarias promovían la conciencia nacional. Al igual que su éxito dependía del entusiasmo
nacional francés, su caída fue provocada por el desarrollo de la conciencia nacional de otros pueblos europeos.
Las Guerras Napoleónicas (1799-1815) se diferenciaron de las de Luis XIV en que no eran simplemente entre
Estados, sino entre Estados nacionales. Tras una serie de desastres (sobre todo la campaña de Rusia y la
interminable ‘guerra peninsular’ en España y Portugal), Napoleón fue derrotado y el poder europeo recobró un
equilibrio más adecuado; los llamados Cien Días (1815) que siguieron a su huida de Elba y culminaron en la
batalla de Waterloo un año más tarde, constituyeron su desesperada y arriesgada jugada final. Al igual que los
dirigentes de la Revolución, Napoleón había incrementado el poder del Estado centralizado y le añadió una
explosiva mezcla de nacionalismo.
Liberalismo, nacionalismo y socialismo
Tras la derrota de Napoleón, los aliados victoriosos se reunieron en Viena, decididos a restaurar el antiguo
orden. El ministro de asuntos exteriores austriaco Klemens von Metternich, que defendía el principio de
legitimación, restauró a los Borbones en Francia, aseguró la hegemonía de los Habsburgo en las zonas de
habla alemana e italiana de Europa central y forjó un acuerdo general para vigilar el continente contra
cualquier alteración revolucionaria. Metternich trató de ayudar al monarca absolutista español Fernando VII en
sus pretensiones de recuperar sus dominios americanos, pero tuvo que enfrentarse a la resistencia de los
ingleses, que apoyaban a los insurgentes en la América española. No obstante, su autoritaria actuación sólo fue
una acción de contención. Las ideas revolucionarias europeas siguieron actuando en la sombra, conspirando
con la ayuda del auge de la industrialización y una población en rápido crecimiento para impedir cualquier
intento de vuelta atrás.
Los románticos
La imaginación romántica resultó afectada por el drama conmovedor de la revolución y la guerra. Los
románticos, que rechazaron el cálculo racional y el control clásico, inventaron un Napoleón idealizado y
confirieron al liberalismo, al socialismo y al nacionalismo un fervor emotivo. Como herederos de la ilustración
y representantes de la burguesía, los liberales (concepto acuñado en las Cortes de Cádiz, en 1812) hicieron
campaña en favor del gobierno constitucional, la educación secular y la economía de mercado, que liberaría a
las fuerzas productivas del capitalismo. Su llamamiento, aunque real, se limitaba sólo a un segmento
relativamente pequeño de la población y pronto fue eclipsado por el mensaje de ideologías rivales, en parte a
causa de su indiferencia hacia la cuestión social, a la que socialistas utópicos como Charles Fourier, Henri de
Saint Simon y Robert Owen ofrecieron provocativas, si bien fantásticas, respuestas. Y lo que es más, el
liberalismo fracasó en generar el tipo de entusiasmo exaltado que surgió con la aparición de la conciencia
nacional. Activado por la Revolución Francesa, Napoleón y las obras del historiador alemán Johann Gottfried
von Herder, el nacionalismo romántico superó a todas las ideologías en liza, en especial al este del Rin.
Mientras el cristianismo empezaba a perder su influencia sobre las vidas individuales, dirigentes como
Giuseppe Mazzini, en Italia y Adam Mickiewicz, en Polonia fueron capaces de imponer en la conciencia
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nacional un carácter mesiánico. En España, la revolución liberal que implantó la primera Constitución duró
muy poco. El rey Fernando VII volvió a implantar el absolutismo en 1814 y tuvo que enfrentarse a la revuelta
de los liberales, que lograron imponer su política entre 1820 y 1823, durante el llamado Trienio Liberal.
Revoluciones y socialismo científico
A pesar de la vigilancia de Metternich, algunas de estas ideologías no pudieron ser eliminadas y entre 1815 y
1848 Europa fue sacudida por tres crisis revolucionarias. En 1848 las llamas de la revuelta se extendieron a lo
largo de toda Europa, con la excepción de Gran Bretaña, Rusia y la península Ibérica. Sin embargo, cuando las
cenizas se enfriaron finalmente, estaba claro que la revolución romántica se había consumido a sí misma.
Efectivamente, Metternich había sido expulsado de Austria y en Francia se había proclamado la Segunda
República francesa, pero la mayoría de los levantamientos fracasaron, y los sueños revolucionarios se habían
frustrado para convertirse en realidades. No obstante, la época de la Restauración llegó a su fin. Los
ferrocarriles, la industrialización y la próspera población urbana estaban alterando el paisaje de Europa al
mismo tiempo que el pensamiento materialista comenzó a desafiar la primacía romántica de la poesía y la
filosofía. La ciencia se estaba convirtiendo en un lema, la garantía del progreso inexorable. En 1851, la Gran
Exposición de Londres rindió homenaje a los logros técnicos del siglo. Charles Darwin, a pesar de su visión de
una naturaleza salvaje, predicó la “supervivencia de los más aptos”. Karl Marx y el revolucionario alemán
Friedrich Engels se mofaron del socialismo utópico y elaboraron un socialismo ‘científico’ fundamentado en
propuestas más radicales de transformación de la sociedad.
La política pragmática
En política, la antorcha pasó a los partidarios de la realpolitik (en alemán, ‘política pragmática’). Así, el
liberal, pero pragmático, Camillo Benso di Cavour tuvo éxito donde Mazzini había fracasado; unificó Italia al
combinar una hábil diplomacia con el uso de ejércitos regulares. Al rechazar el desafío cerrado a compromisos
del revolucionario húngaro Lajos Kossuth, el político húngaro Ferenc Deák negoció la autonomía de Hungría
en el contexto de la monarquía de los Habsburgo. En Francia, Napoleón III forjó un gobierno autoritario en el
que aunó progreso económico (industrialización) y social (programas de bienestar público) con disciplina
política y orden social. Por otra parte, se produjo el hecho más importante del tercer cuarto de siglo, cuando
Otto von Bismarck unificó Alemania. Convencido de que las grandes problemas de su tiempo sólo podrían ser
resueltos con “sangre y hierro”, utilizó las guerras contra Dinamarca, Austria y Francia para convertir el nuevo
Estado nacional alemán en una de las principales potencias de Europa. Sin embargo, incluso el legendario
canciller, un patriota prusiano indiferente a las ideologías, fue obligado a hacer concesiones a los socialistas y
los liberales. Su fracaso final en el empeño por aislar la diplomacia de la pasión nacional preparó el camino de
la IGuerra Mundial.
En España, el siglo XIX, tras la muerte de Fernando VII, la pérdida de todos los dominios americanos y el
enfrentamiento entre liberales y conservadores fue un época de graves convulsiones políticas. La Gloriosa
Revolución de 1868 provocó la caída de la monarquía de Isabel II, el advenimiento de la Primera República y
la Restauración de la monarquía, en 1874, con el reinado de Alfonso XII, hijo de Isabel II.
El siglo XX
Para la mayoría de los europeos la época comprendida entre 1871 y 1914 fue la Belle Époque. La ciencia
había hecho la vida más cómoda y segura, en un principio el gobierno representativo había conseguido una
gran aceptación y se esperaba con confianza el progreso continuo. Orgullosas de sus logros y convencidas de
que la historia les había asignado una misión civilizadora, las potencias europeas reclamaron enormes
territorios de África y Asia para convertirlos en sus colonias. No obstante, algunos creían que Europa estaba al
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Trabajo Práctico sobre Europa
borde de un volcán. El novelista ruso Fiódor Dostoievski, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, el psiquiatra
austriaco Sigmund Freud y el sociólogo alemán Max Weber advirtieron sobre el optimismo fácil y rechazaron
la concepción liberal de una humanidad racional. Tales presagios comenzaron a parecer menos excéntricos a la
luz de las dudas contemporáneas que suscitaba el consenso liberal. Un nuevo y virulento brote de
antisemitismo surgió en la vida política de Austria-Hungría, Rusia y Francia; en la cuna de la revolución, el
caso Dreyfus amenazó con derribar la Tercera República. Las rivalidades nacionales se exacerbaron por la
competición imperialista y el problema de las nacionalidades en la mitad húngara de la Monarquía Dual se
intensificó debido a la política de magiarización del gobierno húngaro y la influencia de las unificaciones
alemana e italiana en los pueblos eslavos.
Mientras, la clase trabajadora industrial crecía en número y fuerza organizada, y los partidos
socialdemócratas marxistas presionaban a los gobiernos europeos para equiparar las condiciones y las
oportunidades de trabajo. El emperador Guillermo II de Alemania apartó de su lado a Bismarck en 1890.
Durante dos décadas, el ‘canciller de hierro’ había servido como el “honesto corredor de bolsa” de Europa, al
realizar con gran destreza una asombrosa política de alianzas internacionales que permitieron el
mantenimiento de la paz en el continente. Ninguno de sus sucesores poseía la habilidad necesaria para
preservar el sistema de Bismarck, y cuando el emperador incompetente desechó la realpolitik en favor de la
weltpolitik (la política imperial), Gran Bretaña, Francia y Rusia formaron la Triple Entente.
Las guerras mundiales
El peligro alemán, junto a la rivalidad entre Rusia y Austria en los Balcanes, implicaba una actividad
diplomática que presentaba dificultades demasiado grandes para los mediocres funcionarios que dirigían los
ministerios de Asuntos Exteriores europeos en la víspera de 1914. Cuando el terrorista serbio Gavrilo Princip
asesinó al archiduque austriaco Francisco Fernando de Habsburgo el 28 de junio de 1914, no hizo sino
encender la mecha del barril de pólvora sobre el que se asentaba Europa.
La IGuerra Mundial
El entusiasmo con que los pueblos europeos saludaron el estallido de las hostilidades pronto se convirtió en
horror cuando las listas de bajas aumentaron y los objetivos limitados se volvieron irrelevantes. Lo que se
había proyectado como una breve guerra entre potencias, se convirtió en una lucha de cuatro años entre
pueblos. En las últimas semanas de 1918, cuando finalmente terminó la guerra, los imperios alemán, austriaco
y ruso habían desaparecido, y la mayor parte de una generación de jóvenes murió. El que el presidente de
Estados Unidos, Woodrow Wilson, fuera la principal figura de la conferencia de paz de París (1919) demostró
ser una señal de lo que estaba por llegar. Decidido a convertir el mundo en un lugar “seguro para la
democracia”, Wilson había implicado a Estados Unidos en la guerra contra Alemania en 1917. Mientras
proclamaba su llamada a una Europa democrática, Lenin, el dirigente bolchevique que en el mismo año se
hizo con el poder en Rusia, llamaba al proletariado europeo a la lucha de clases y sentaba las claves
ideológicas de la revolución socialista. Ignorando ambas premisas ideológicas, Francia y Gran Bretaña
insistieron en una paz con reparaciones económicas, y Alemania, Austria, Hungría, Bulgaria y Turquía fueron
obligados a firmar tratados que no tenían nada que ver con sueños mesiánicos.
España, que había permanecido neutral, seguía arrastrando una profunda crisis de identidad, tras el desastre
de 1898, la guerra con los Estados Unidos, la pérdida de Cuba y Filipinas, y sus repetidos fracasos militares en
Marruecos. Pero a pesar de la neutralidad, la sociedad se dividió profundamente en dos bandos: los
‘aliadófilos’ frente a los ‘germanófilos’.
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El periodo de entreguerras
En las postrimerías de la catastrófica guerra y de una epidemia de gripe que provocó veinte millones de
muertos en todo el mundo, muchos europeos creyeron, junto al filósofo Oswald Spengler, que eran testigos de
la ‘decadencia de Occidente’. Por supuesto, aún podían encontrarse signos de esperanza: se había fundado la
Sociedad de Naciones y se decía que en el este y el centro de Europa había triunfado el principio de la
autodeterminación. Rusia se había liberado de la autocracia zarista y Alemania se había convertido en una
república. No obstante, la Sociedad de Naciones ejerció poca influencia, y el nacionalismo continuó siendo
una espada de doble filo. La creación de Estados nacionales en Europa central llevaba consigo necesariamente
la existencia de minorías nacionales, porque la etnicidad no podía ser el único criterio para la construcción de
fronteras defendibles. Los zares habían sido reemplazados por los bolcheviques, que rechazaron reconocer la
legitimidad de cualquier gobierno europeo. Lo más importante fue, quizás, que el Tratado de Versalles, al
establecer que existía un culpable de la guerra, había herido el orgullo nacional alemán, mientras que los
italianos estaban convencidos de que les habían negado su parte legítima del botín de posguerra.
Benito Mussolini, al explotar el descontento nacional y el temor ante el comunismo, estableció una dictadura
fascista en 1922. Aunque su doctrina política era vaga y contradictoria, se dio cuenta de que, en una época en
la que la política dirigida a las masas estaba en pleno auge, una mezcla de nacionalismo y socialismo poseía el
mayor potencial revolucionario. En Alemania, la inflación y la depresión dieron a Adolf Hitler la oportunidad
de combinar ambas ideologías revolucionarias. A pesar de su nihilismo, Hitler nunca dudó de que el Partido
Nacional Socialista Alemán era el vehículo prometido a su ambición. Por su parte, el sucesor de Lenin, Stalin,
subordinó el ideario internacionalista de la revolución al concepto de la defensa de la patria rusa, y al
proclamar ‘el socialismo en un único país’, erigió un aparato gubernamental jamás igualado en omnipresencia.
La crisis española desembocó en el destronamiento pacífico de la monarquía, tras las elecciones municipales
de 1931. Pero la República fue contestada desde sus inicios por las fuerzas conservadoras y los sectores más
radicales del anarcosindicalismo; los poderes fácticos, la Iglesia y los terratenientes, provocaron con sus
continuos vetos y obstáculos gravísimos enfrentamientos políticos y sociales. En 1936 estalló una cruenta
guerra civil, que dividió de inmediato a la opinión pública en todo el mundo. Acabó en 1939 con el triunfo del
general Francisco Franco, que había tenido el apoyo decisivo de Hitler y Mussolini.
La IIGuerra Mundial
Al afrontar la creciente beligerancia de estos estados totalitarios y el confirmado aislamiento de Estados
Unidos, las democracias europeas se encontraron a la defensiva. Bajo el liderazgo de Neville Chamberlain,
Gran Bretaña y Francia adoptaron una política de apaciguamiento, que sólo fue abandonada tras la invasión
alemana de Polonia el 1 de septiembre de 1939. Cuando la IIGuerra Mundial comenzó, las rápidas victorias
del ejército alemán persuadieron a casi todos, excepto a Winston Churchill, de que el ‘nuevo orden’ de Hitler
era el destino de Europa. Pero después de 1941, cuando Hitler ordenó el ataque a la Unión Soviética y los
japoneses bombardearon Pearl Harbor, soviéticos y estadounidenses se unieron a Gran Bretaña en un esfuerzo
común para obligar a Alemania a rendirse incondicionalmente. El rumbo de la guerra cambió en 1942 y 1943
y tras el desembarco y la batalla de Normandía, Alemania y sus restantes aliados sucumbieron al final de una
terrible lucha en los frentes oriental y occidental. En la primavera de 1945, Hitler se suicidó y una Alemania
arrasada se rindió a las potencias aliadas.
La era de posguerra
En los días finales de la guerra, las unidades militares de Estados Unidos y la Unión Soviética se encontraron
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Trabajo Práctico sobre Europa
en su avance cerca de la ciudad alemana de Torgau. Este elocuente encuentro simbolizó la decadencia del
poder europeo y la división del continente en dos esferas de influencia, estadounidense y soviética. En poco
tiempo, la tensión y la sospecha engendrada por la proximidad geográfica de las dos superpotencias mundiales
tomó la forma de Guerra fría, una prueba de nervios que fue particularmente dura en el nacimiento de la era
atómica.
Enfrentamiento Este-Oeste
Al haber sufrido tremendas pérdidas durante la guerra, la URSS estaba decidida a establecer una zona de
seguridad en Europa oriental que la separara del mundo capitalista europeo. Entre 1945 y 1948, dictadores
apoyados por la Unión Soviética consiguieron el poder en el corazón de Europa, desgarrado por la guerra. En
Alemania, las zonas de ocupación aliadas comenzaron a transformarse en entidades políticas; en 1949, los
gobiernos de Alemania Occidental y Alemania Oriental ya se habían creado, con lo que simbolizaban la
división del continente. Alarmado por el establecimiento de gobiernos comunistas en Europa oriental y por la
vulnerabilidad de Europa occidental, que se encontraba en ruina económica, el secretario de Estado de Estados
Unidos, George C. Marshall, propuso un programa de ayuda de largo alcance destinado a acelerar la
recuperación económica europea. Éste, rechazado por los gobiernos de Europa Oriental bajo la hegemonía de
la Unión Soviética, posibilitó una milagrosa recuperación económica de Europa Occidental. La creación de la
Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) evidenció aún más la dependencia europea de Estados
Unidos.
Al rechazar la invitación de Hitler a participar en la guerra, el general Franco logró mantenerse neutral, pero
no consiguió ganarse la simpatía de los ‘aliados’, que le negaron los beneficios y las ayudas del Plan Marshall.
Entre 1945 y 1953 el gobierno español tuvo que soportar el ostracismo internacional, tras ser rechazada su
presencia en las organizaciones internacionales del mundo occidental.
Los Estados europeos, que ya no eran dueños de sus destinos, en especial Francia y Gran Bretaña, fueron
forzados a desmantelar sus imperios. Durante las primeras dos décadas de la posguerra tuvo lugar un
impresionante proceso de descolonización, que fue preparado en parte por el auge de los movimientos
nacionales en Asia, África y Oriente Próximo en el periodo de entreguerras. Esta decadencia del imperialismo
y el colonialismo reflejó la crisis europea, tanto espiritual como política. Las aplastantes revelaciones en
relación con los campos de concentración nazis y los dolorosos recuerdos de colaboración se transformaron en
un sentimiento de culpabilidad generalizada. Para muchos, el existencialismo del filósofo francés Jean Paul
Sartre representó la última palabra en lo concerniente a la condición humana.
Resistencia al control soviético
No obstante, Europa demostró ser muy resistente. Casi desde el principio, los dirigentes soviéticos
aprendieron que el fuerte orgullo nacional que anima a los pueblos de la Europa Oriental no podía ser
suprimido fácilmente. En 1948 fueron incapaces de impedir que Josip Broz Tito (un combatiente de la
resistencia comunista), se embarcara en una aventura distinta: el socialismo autogestionario en Yugoslavia .
En 1953, el año de la muerte de Stalin, los alemanes orientales se amotinaron, y en 1956 los húngaros libraron
una heroica batalla (destinada al fracaso) contra los soviéticos. En 1968, de nuevo el control soviético fue
puesto a prueba en Checoslovaquia, donde el dirigente comunista Alexander Dubcek comenzó la
liberalización de la vida checa durante el breve periodo conocido como la primavera de Praga. Otra vez las
fuerzas militares soviéticas, junto a tropas de otros países del Pacto de Varsovia, aplastaron el experimento del
‘socialismo con rostro humano’, pero voces de resistencia y reforma continuaron haciéndose oír. La propia
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Trabajo Práctico sobre Europa
URSS tuvo que hacer frente a las presiones nacionalistas cuando algunas de sus repúblicas comenzaron a
rechazar el gobierno central.
En España, a partir de 1953, el general Franco supo sacar ventaja de su proclamado anticomunismo, y
consiguió reanudar relaciones y contactos con los gobiernos occidentales e iniciar su entrada en todos los
organismos, empezando por la UNESCO en ese mismo año.
Resistencia a la influencia estadounidense
Los estadounidenses, que habían sido mucho mejor recibidos que los soviéticos, trataron a los europeos como
aliados en la Alianza Atlántica. Algunos, en cambio, percibieron los peligros de la influencia de Estados
Unidos. Éste fue el caso del general Charles de Gaulle, que se convirtió en el presidente de la V República de
Francia en 1959. Al negarse a conceder a Estados Unidos una presencia permanente en Europa Occidental, De
Gaulle interrumpió la colaboración francesa con la OTAN y comenzó a desarrollar una fuerza disuasoria
nuclear propia. Debido a la relación especial que Gran Bretaña mantenía entonces con Estados Unidos, el
presidente francés vetó la candidatura británica a la Comunidad Económica Europea (CEE) o Mercado
Común. De Gaulle, que veía a Europa extenderse del Atlántico a los Urales, abogó por una inestable
federación de estados independientes (L’Europe des patries). A esta visión se oponían aquéllos que
consideraban que era necesaria y posible una unión más integral. El primer paso en esa dirección había sido
tomado en 1951, cuando Francia, la República Federal de Alemania, Italia y los Países Bajos se pusieron de
acuerdo en establecer el Mercado Común del Carbón y el Acero. A esto le siguió en 1957 la formación de la
Comunidad Económica Europea. Aunque tuvo un considerable éxito económico, el Mercado Común no
evolucionó hacia la unión política europea tan rápidamente como algunos de sus fundadores habían esperado.
En 1975, tras la muerte de Francisco Franco, se inició en España un periodo de transición, que culminó en las
primeras elecciones libres de 1977 y la proclamación de una Constitución democrática en 1978.
El futuro de Europa
A principios de la década de 1980, cuando el sindicato polaco Solidaridad estaba en pleno apogeo, el
gobierno, con el apoyo soviético, declaró la ley marcial y encarceló a muchos de los disidentes anticomunistas.
A finales de la misma década, sin embargo, las condiciones económicas de Europa Oriental se deterioraban tan
rápidamente que los gobiernos comunistas no pudieron retener por más tiempo la ola de protestas públicas.
Durante 1989 y 1990, las elecciones libres dieron lugar a gobiernos democráticos en Polonia, Hungría y
Checoslovaquia. A finales de 1989 la línea divisoria entre Este y Oeste, el muro de Berlín, fue derribado; el
régimen de la República Democrática Alemana se disolvió, y en octubre de 1990 Alemania Oriental fue
absorbida por la Alemania Occidental (República Federal de Alemania). En septiembre de 1991 la
independencia de tres repúblicas bálticas de la Unión Soviética, Estonia, Letonia y Lituania, fue reconocida a
nivel internacional; la URSS también aceptó antes del final de 1991 la independencia del resto de las
repúblicas soviéticas, lo que significó su total desintegración. La Comunidad de Estados Independientes (CEI),
formada en diciembre de 1991 por prácticamente todas las antiguas repúblicas soviéticas, fue la sucesora de la
URSS.
El desarrollo político en Europa y la antigua URSS provocó un importante cambio que afectó a la presencia
militar estadounidense en el continente. A finales de 1995, el Ejercito estadounidense había reducido sus
instalaciones militares en Europa de un total de 893 a 319.
En Europa Occidental, el final de la Guerra fría levantó esperanzas de cooperación total, e incluso de amistad
entre Este y Oeste. Estas perspectivas se ensombrecieron, no obstante, con la creciente inestabilidad de las
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antiguas repúblicas soviéticas y por el estallido de la guerra entre serbios y croatas en Croacia, y serbios,
croatas y musulmanes en Bosnia-Herzegovina. En abril de 1992, cuatro de las seis repúblicas constituyentes
de Yugoslavia (Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina y Macedonia) habían declarado su independencia, y
las dos restantes (Serbia y Montenegro) se habían unido y constituido una nueva Yugoslavia. En cambio, la
comunidad internacional se negó a reconocerla como Estado soberano. La guerra continuó hasta 1996, tras la
firma de los Acuerdos de Dayton entre los bandos enfrentados.
El 1 de enero de 1993, asimismo, Checoslovaquia se dividió en dos repúblicas distintas, la República Checa y
Eslovaquia.
Por su parte, los países miembros de la Comunidad Europea (ahora llamada Unión Europea) habían
establecido en un principio el 1 de enero de 1993 como fecha límite para la integración económica. El tratado
de la Unión Europea o Tratado de Maastricht, diseñado para intensificar la integración política y económica de
la Comunidad Europea, fue ratificado finalmente por los doce miembros de la Unión Europea en 1993. Ésta
eliminó la mayor parte de las fronteras comerciales interiores y permitió la libre circulación de ciudadanos de
la Unión, además de elegir a la ciudad alemana de Frankfurt como sede del nuevo Instituto Monetario
Europeo. Pero los planes para adoptar políticas de defensa común a través de la Unión Europea Occidental y
crear una moneda única a finales del siglo XX se han retrasado. En mayo de 1994, Finlandia, Suecia y Austria
solicitaron su ingreso en la Unión Europea (UE), que se hizo efectivo en 1995. El 15 de diciembre de 1996 se
aprobó el estatuto jurídico del euro (nombre adoptado un año antes para la futura moneda única europea), el
nuevo Sistema Monetario Europeo (SME) y el llamado Pacto de Estabilidad, por el que los estados miembros
deben continuar sus respectivas políticas de convergencia una vez que, en 1999, comience a utilizarse el euro.
En 1993 Europa sufrió una recesión económica y un alto nivel de desempleo. Además, el flujo de exiliados y
refugiados procedentes de Europa suroriental y el norte de África provocó una escalada del nacionalismo
racista y xenófobo y de rechazo contra los inmigrantes, especialmente en la Alemania reunificada. Pero el
proceso irreversible tendente a la eliminación de fronteras dentro de la Unión Europea, la solicitud de ingreso
en la misma realizada por países del antiguo bloque del Este y la apertura en 1994 del túnel del Canal de la
Mancha, que une Dover y Calais, después de más de cinco años de construcción, son algunos buenos ejemplos
del espíritu favorable a la cooperación y al entendimiento entre los pueblos y los ciudadanos del Viejo
Continente.[1]
[1]"Europa", Enciclopedia Microsoft® Encarta® 99. © 1993-1998 Microsoft Corporation.
Reservados todos los derechos.
"}
Trabajo Práctico sobre Europa:
Europa, es uno de los seis continentes que constituyen la superficie emergida de la Tierra de acuerdo con la
costumbre, aunque en realidad sólo es la quinta parte más occidental de la masa continental euroasiática,
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Trabajo Práctico sobre Europa
compuesta en su mayor parte por Asia. En general, para los geógrafos modernos los montes Urales, el río Ural,
una parte del mar Caspio y las montañas del Cáucaso forman la principal frontera entre Europa y Asia. El
término Europa quizás deriva de Europa, el nombre de la hija de Agenor en la mitología griega, o
posiblemente de Ereb, palabra fenicia que significa ‘ocaso’.
Europa, el segundo continente más pequeño de la Tierra, tiene una extensión de 10.359.358km2
aproximadamente, pero ocupa el segundo lugar en cuanto a población de todos los continentes, con unos
699.774.000 habitantes (según estimaciones para el año 1993). El punto más septentrional del continente
europeo es el cabo Nordkinn, en Noruega, y el más meridional la punta de Tarifa, al sur de España. Se
extiende de oeste a este desde el cabo da Roca, en Portugal, hasta la vertiente nororiental de los Urales, en
Rusia.
Europa ha sido durante mucho tiempo un territorio en el que han tenido lugar grandes logros culturales y
económicos. Los antiguos griegos y romanos crearon civilizaciones importantes, famosas por sus
contribuciones a la filosofía, la literatura, el arte y los sistemas de gobierno. El renacimiento, que comenzó en
el siglo XIV, fue un periodo de grandes éxitos para artistas y arquitectos europeos, y en la era de los
descubrimientos, iniciada en el siglo XV, los navegantes europeos viajaron a los lugares más apartados del
mundo conocido hasta la fecha. Más tarde, las naciones europeas, en especial España, Portugal, Francia y
Gran Bretaña, construyeron grandes imperios coloniales con vastas posesiones en África, América y Asia. En
el siglo XVIII se inició el desarrollo de formas modernas de organización y producción industrial. Durante el
siglo XX, las dos guerras mundiales devastaron gran parte de Europa. Después de la IIGuerra Mundial, que
acabó en 1945, el continente se dividió en dos importantes bloques políticos y económicos: los países de
Europa oriental, bajo el dominio de la Unión Soviética, y los países de Europa occidental, bajo la influencia de
los Estados Unidos. Sin embargo, entre 1989 y 1991 el bloque del Este se desintegró y sus dirigentes
comunistas abandonaron el poder dando paso a regímenes de tipo democrático en la mayoría de los países de
Europa oriental. La República Federal de Alemania y la República Democrática Alemana se reunificaron. El
Partido Comunista de la Unión Soviética se disolvió, los lazos multilaterales militares y económicos entre
Europa oriental y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se redujeron o eliminaron, y la misma
URSS dejó de existir.
Europa es una masa continental muy fragmentada que abarca algunas penínsulas grandes, como la
Escandinava, la Ibérica y la Italiana, al igual que algunas pequeñas, como Jutlandia y Bretaña. También
engloba gran número de islas cercanas a la costa, en especial Islandia, las islas Británicas, las islas Baleares,
Cerdeña, Sicilia y Creta. Su litoral se extiende hasta el océano Glacial Ártico, el mar del Norte y el mar
Báltico al norte; el mar Caspio al sureste; el mar Negro y el mar Mediterráneo al sur; y el océano Atlántico al
oeste. El punto más alto del continente es el monte Elbrús (5.642m), en el Cáucaso, al suroeste de Rusia. El
punto más bajo de Europa se halla a lo largo de la costa septentrional del mar Caspio, aproximadamente a 28m
por debajo del nivel del mar.
Regiones fisiográficas
Desde un punto de vista geológico, Europa está formada, de norte a sur, por una antigua masa de rocas
cristalinas estables, un ancho cinturón de materiales sedimentarios relativamente nivelados, una zona de
estructuras geológicas mezcladas, creada por la acción de las fallas, los plegamientos y los volcanes, y una
región montañosa de formación reciente en comparación con las anteriores. Esta estructura geológica ha
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contribuido a crear las numerosas regiones fisiográficas que constituyen el paisaje de Europa.
En Finlandia y gran parte del resto de la península Escandinava subyace el escudo Fino-escandinavo, surgido
durante la era precámbrica. Inclinado hacia el este, forma las montañas de Suecia occidental y la meseta de
Finlandia. La glaciación ha labrado los profundos fiordos de la costa noruega y ha erosionado la superficie de
la meseta finlandesa. El movimiento de un segmento de la corteza terrestre contra el escudo estable durante la
orogenia caledoniana (desde hace 500 millones hasta hace 395 millones de años) creó las montañas de Irlanda,
Gales, Escocia y Noruega occidental. La erosión posterior ha redondeado y desgastado estas montañas en las
islas Británicas, pero los picos de Noruega aún alcanzan los 2.472m de altitud.
La segunda región geológica destacada, un cinturón de materiales sedimentarios, se extiende en un arco
desde el suroeste de Francia hacia el norte y hacia el este, a través de los Países Bajos, Alemania y Polonia
hasta alcanzar el interior de Rusia occidental. También abarca una parte del sureste de Inglaterra. Aunque
deformadas en algunos lugares para formar cuencas, como la de Londres y la de París, estas rocas
sedimentarias, cubiertas por una capa de rocalla depositada en las glaciaciones, están en general lo
suficientemente niveladas como para formar la gran llanura europea. Algunos de los mejores suelos de Europa
se encuentran en la llanura, en especial a lo largo de su margen meridional, donde se ha depositado el loess, un
material arrastrado por el viento. La llanura tiene más anchura en el este.
Al sur de la gran llanura europea, una franja de estructuras geológicas diferentes se extiende a través de
Europa y crea los paisajes más intrincados del continente, las montañas centroeuropeas. En toda esta región las
fuerzas de los plegamientos (cordillera del Jura), las fallas (Vosgos, Selva Negra), los volcanes (macizo
Central), y las elevaciones (meseta Central) han interactuado para crear montañas, mesetas y valles alternos.
La principal región fisiográfica de Europa, situada más al sur, es también la de formación más reciente. A
mediados de la era terciaria, hace 40 millones de años aproximadamente, la placa afroárabe colisionó con la
placa euroasiática y desencadenó la orogenia alpina. Las fuerzas de compresión generadas por dicha colisión
elevaron grandes masas de sedimentos mesozoicos y crearon cordilleras como los Pirineos, los Alpes, los
Apeninos, los Cárpatos y el Cáucaso, que no sólo son las montañas más altas de Europa sino también las más
escarpadas. Los frecuentes terremotos indican que los cambios orogénicos aún están teniendo lugar.
Hidrografía
La naturaleza peninsular del continente europeo ha determinado una estructura hidrográfica radial, en la que
la mayoría de los ríos fluyen hacia el exterior desde el núcleo del continente, a menudo desde cabeceras
cercanas. El río más largo de Europa, el Volga, fluye principalmente en dirección sur, hasta el mar Caspio, y el
segundo en longitud, el Danubio, fluye de oeste a este antes de desembocar en el mar Negro. Entre los ríos de
Europa central y occidental destacan el Ródano y el Po, que desaguan en el mar Mediterráneo, y el Loira, el
Sena, el Rin y el Elba, que desembocan en el océano Atlántico o en el mar del Norte. El Oder y el Vístula
fluyen hacia el norte hasta el mar Báltico. La estructura radial hidrográfica facilita la interconexión de ríos
mediante canales. Algunos ríos españoles, por su longitud y caudal, son dignos de mención, como el Ebro, el
Duero, el Tajo, el Guadiana y el Guadalquivir.
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Trabajo Práctico sobre Europa
Existen lagos en zonas montañosas, como en Suiza, Italia y Austria, y en regiones llanas, como en Suecia,
Polonia y Finlandia. El lago de agua dulce más grande de Europa es el lago Ladoga, al noroeste de Rusia.
Clima
Aunque gran parte de Europa está situada en latitudes septentrionales, los mares que rodean el continente,
relativamente cálidos, proporcionan a la mayor parte de Europa central y occidental un clima moderado, con
inviernos fríos y veranos templados. Los vientos del oeste, dominantes, calentados en parte al pasar sobre la
corriente oceánica del Atlántico norte, traen precipitaciones durante casi todo el año. En la zona climática
mediterránea (España, Italia y Grecia) los meses de verano suelen ser calurosos y secos, y la mayoría de las
precipitaciones se recogen en otoño y primavera. Aproximadamente a partir de Polonia central, hacia el este,
se reduce el efecto moderador de los océanos y, como consecuencia, el clima es más frío y seco. Las partes
septentrionales del continente también tienen este tipo de clima. Las precipitaciones anuales varían entre los
510 y los 1.530 milímetros.
Flora
Aunque buena parte del continente, en particular el oeste, estaba en su origen cubierta de bosques, la flora ha
sido transformada por la expansión humana y el desmonte. Sólo los bosques de las zonas montañosas más
septentrionales y de zonas del norte y centro de la Rusia europea han permanecido relativamente a salvo de la
actividad humana. Por otra parte, Europa está cubierta en su mayoría de bosques plantados o que han vuelto a
ocupar tierras desmontadas. La zona de vegetación más grande de Europa, que corta la mitad del continente
desde el Atlántico a los Urales, es un cinturón de árboles de hoja caduca y coníferas: robles, arces y olmos
mezclados con pinos y abetos. Las regiones árticas de Europa septentrional y las vertientes superiores de sus
montañas más altas se caracterizan por la vegetación de tundra, constituida fundamentalmente por líquenes,
arbustos y flores salvajes. Las temperaturas del interior de Europa septentrional, más suaves pero aún frías,
crean un ambiente favorable al desarrollo de bosques de coníferas como la picea y el pino, aunque también
hay abedules y álamos. La mayor parte de la gran llanura europea está cubierta de praderas, zonas de hierbas
relativamente altas; Ucrania se caracteriza por la estepa, una región llana y seca con hierbas cortas. Las tierras
que bordean el Mediterráneo destacan por los frutos de algunos de sus árboles y arbustos, en especial
aceitunas, cítricos, higos y uvas.
Fauna
En otras épocas, Europa fue el hogar de una gran variedad de animales, como el ciervo, el alce, el bisonte, el
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jabalí, el lobo y el oso. Sin embargo, los humanos han ocupado o desarrollado tal cantidad de territorio
europeo que numerosas especies animales se han extinguido o reducido su número. El ciervo, el alce, el lobo y
el oso se pueden encontrar en estado salvaje y en cantidades significativas sólo al norte, en Escandinavia y
Rusia, y en la península de los Balcanes. En otras zonas habitan sobre todo en reservas protegidas. Los saami
(lapones) del extremo norte crían renos (caribúes domesticados). El rebeco y el íbex (íbice) viven en las
cumbres más altas de los Pirineos y los Alpes. En Europa todavía hay muchos animales pequeños como la
comadreja, el hurón, la liebre, el conejo, el erizo, el lemming, el zorro y la ardilla, y gran número de pájaros
autóctonos, como el águila, el halcón, el pinzón, el ruiseñor, el búho, la paloma, el gorrión y el tordo. Se cree
que las cigüeñas traen buena suerte a las casas donde anidan, en especial en los Países Bajos, y los cisnes
adornan los ríos y lagos europeos. Los salmones de Escocia, Irlanda y el Rin son muy apreciados por los
europeos y en las aguas costeras marinas hay gran variedad de peces, incluidos especímenes de importancia
comercial como el bacalao, la caballa, el arenque y el atún. En los mares Negro y Caspio hay esturiones, de los
que se extrae el caviar.
Recursos minerales
En Europa existe una gran variedad de recursos minerales. Hay grandes yacimientos de carbón en varias
zonas del Reino Unido, en la región alemana del Ruhr y en Polonia, Bélgica, la República Checa, Eslovaquia,
Francia y Ucrania. Hoy día las mayores fuentes europeas de mineral de hierro son las minas de Kiruna (al
norte de Suecia), la región de Lorena (en Francia) y Ucrania. En algunas zonas de Europa se produce petróleo
y gas natural en pequeñas cantidades, pero las dos regiones más importantes en este sentido son el mar del
Norte (que explotan en su mayoría Gran Bretaña, los Países Bajos, Alemania y Noruega) y las antiguas
repúblicas soviéticas, en especial Rusia. Entre otros muchos yacimientos minerales destacan los de cobre,
plomo, estaño, bauxita, mercurio, manganeso, níquel, oro, plata, potasio, arcilla, yeso, dolomita y sal.
Los pueblos Europeos Aunque no se sabe con exactitud cuando se establecieron en Europa, los primeros
grupos humanos emigraron probablemente desde el Este en varias oleadas, en su mayor parte a través de un
puente de tierra, que ya no existe, desde Asia Menor a los Balcanes y a través de las praderas del norte del mar
Negro y desde el sur, a través de la península Ibérica. Alrededor del año 4.000a.C. algunas zonas de Europa ya
tenían una considerable población. Barreras geográficas como los bosques, las montañas y los pantanos
contribuyeron a dividir a los pueblos en grupos que permanecieron separados durante largos periodos. No
obstante, como resultado de las migraciones hubo una constante mezcla racial.
Etnología
En Europa existe una gran variedad de grupos étnicos (personas unidas por una cultura común, fundamentada
principalmente en la lengua). La mayor parte de las naciones europeas se componen de un grupo dominante,
como los alemanes en Alemania y los franceses en Francia. En varios países, sobre todo en el sur y el centro
de Europa, hay minorías étnicas; además, la mayoría de los países contienen grupos más pequeños, como los
saami (lapones) de Noruega. Además, un número considerable de turcos, negros africanos y árabes viven en
Europa occidental, la mayor parte de ellos como trabajadores temporales. A partir de 1989 y hasta 1991 se
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produjo la desmembración de la URSS en 15 repúblicas distintas, cada una con su grupo étnico dominante.
Los croatas, eslovenos y macedonios, que constituían la mayoría de la población de sus respectivas repúblicas
en Yugoslavia, votaron a favor de la separación de Yugoslavia en 1991 para convertirse en Estados
independientes. Bosnia-Herzegovina, con una variedad de grupos étnicos mucho más diversa, se convirtió en
el escenario de un dramático conflicto étnico que tuvo lugar tras la declaración de independencia de dichas
repúblicas en 1992.
Demografía
La distribución de la población europea no ha sido estable durante largos periodos, si bien su incremento ha
sido notorio a lo largo de la historia, debido a la diferencia entre las tasas de natalidad y mortalidad y a los
movimientos migratorios de todo tipo. A principios de la era cristiana, la parte más densamente poblada de
Europa bordeaba el mar Mediterráneo. En la década de 1980 Europa tenía la densidad de población total más
alta del mundo. La zona más densamente poblada era el cinturón que comenzaba en Gran Bretaña y
continuaba hacia el este a través de los Países Bajos, Alemania, Checoslovaquia, Polonia y la URSS europea.
En el norte de Italia también había una gran densidad de población.
La tasa media de crecimiento anual de la población europea durante el periodo comprendido entre 1980 y
1987 sólo fue del 0,3% (en el mismo periodo la población de Asia creció cerca del 0,8% anual, y la de Estados
Unidos un 0,9% anual). En la misma época, hubo grandes variaciones en la tasa de crecimiento según los
países europeos. Así, a finales de la década de 1980, Albania tenía una tasa de crecimiento anual del 1,9%
aproximadamente y España del 0,5%, mientras que las tasas de las ciudades de Gran Bretaña no cambiaron
significativamente y las de la antigua República Democrática Alemana descendieron. En conjunto, la lentitud
de la tasa de crecimiento de población se debió sobre todo a la baja tasa de natalidad. Generalmente, los
europeos disfrutan al nacer de una de las más elevadas tasas de esperanza de vida, unos 75 años en la mayoría
de los países, si la comparamos con las mismas tasas en la India y la mayoría de los países africanos, por
debajo de los 60 años.
Los movimientos de la población, voluntarios o involuntarios, han sido una característica constante en la vida
europea. A finales del siglo XX destacaron dos movimientos: la migración de personas en busca de trabajo
como ‘trabajadores invitados’ (en alemán, gastarbeiter) y la migración de zonas rurales a zonas urbanas.
Trabajadores italianos, yugoslavos, griegos, españoles y portugueses (al igual que turcos asiáticos,
norteafricanos y de otras zonas no europeas) se trasladaron, en su mayoría sin la intención de establecerse
permanentemente, a Alemania, Francia, Suiza, Gran Bretaña y otros países en busca de empleos. Además,
muchos europeos emigraron desde zonas rurales hasta las ciudades dentro de las fronteras nacionales. Entre
1950 y 1975, la población urbana de Europa occidental aumentó de un 70% aproximadamente a casi un 80%;
en Europa oriental creció del 35% al 60%. Por otra parte, en comparación con las emigraciones del siglo XIX
y principios del XX, muy pocos europeos salieron del continente. La mayor parte de las personas que dejaron
Europa a finales del siglo XX emigraron a Sudamérica, Canadá o Australia.
En la mayor parte de los países europeos la capital de la nación es la ciudad más grande, pero además hay
muchas otras ciudades importantes. Numerosas capitales europeas tienen una gran trascendencia económica y
cultural y albergan numerosos lugares históricos. Entre las ciudades más famosas se encuentran Berlín,
Budapest, Londres, Madrid, Barcelona, Moscú, París, Praga, Roma, Estocolmo y Viena.
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Idiomas
Los europeos hablan una gran variedad de idiomas. Las principales familias lingüísticas están formadas por
las lenguas eslavas, que incluyen el ruso, el ucraniano, el bielorruso, el checo, el eslovaco, el búlgaro, el
polaco, el esloveno, el macedonio y el serbo-croata; las lenguas germánicas, que engloban el inglés, el alemán,
el neerlandés, el danés, el noruego, el sueco y el islandés; las lenguas románicas, entre las que se encuentran el
italiano, el francés, el español, el catalán, el portugués y el rumano. Estos idiomas tienen básicamente los
mismos orígenes y se clasifican dentro de las lenguas indoeuropeas, que también comprenden el griego, el
albanés y lenguas celtas como el gaélico, el galés y el bretón. Además de las lenguas indoeuropeas, en el
continente hay pueblos que hablan lenguas ugrofinesas, además de otras lenguas, como el vasco (euskera) y el
turco. Muchos europeos utilizan el inglés, el alemán, el español o el francés como segunda lengua.
Religión
A finales de la década de 1980 la mayor parte de los europeos se declaraban cristianos. El grupo religioso
más numeroso, el católico, vive principalmente en Francia, España, Portugal, Italia, Irlanda, Bélgica, el sur de
Alemania y Polonia. Otro gran grupo lo componen las confesiones protestantes, concentradas en países del
norte y el centro de Europa, como Inglaterra, Escocia, el norte de Alemania, los Países Bajos y los países de
Escandinavia. El tercer grupo cristiano más importante era el ortodoxo, sobre todo en Rusia, Georgia, Grecia,
Bulgaria, Rumania, Serbia y Montenegro. Además, había comunidades judías en la mayoría de los países
europeos (la más numerosa en Rusia), mientras que los habitantes de Albania, Bosnia-Herzegovina y Turquía
eran en su mayor parte musulmanes.
Cultura
En Europa hay una gran tradición cultural reflejada en la calidad de su literatura, pintura, escultura,
arquitectura, música y danza. A finales del siglo XX París, Roma, Londres, Berlín, Barcelona, Madrid y
Moscú eran centros culturales especialmente famosos, pero otras muchas ciudades también mantenían museos,
grupos musicales y teatrales y otras instituciones culturales. Los medios de comunicación (radio, televisión y
cine) de buena parte de los países europeos han alcanzado un gran desarrollo. También hay excelentes
sistemas de enseñanza y la tasa de alfabetización es alta en la mayoría de las ciudades. Algunas de las más
antiguas y mejores universidades del mundo, como Cambridge, Oxford, París, Heidelberg, Praga, Upsala,
Bolonia, Salamanca y Moscú se encuentran en Europa.
Economía
Durante mucho tiempo, Europa ha dirigido las actividades económicas mundiales. Como lugar de
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nacimiento de la ciencia moderna y la Revolución Industrial, adquirió una superioridad tecnológica sobre el
resto del mundo, lo cual le proporcionó un dominio incuestionable durante el siglo XIX. La Revolución
Industrial, que comenzó en Gran Bretaña en el siglo XVIII y desde allí se difundió a todo el mundo, implicaba
el uso de maquinaria compleja y dio lugar a un gran incremento en la producción agrícola y a nuevas formas
de organización económica. A partir de mediados del siglo XX, la creación de importantes organizaciones
supranacionales como la Unión Europea, la Asociación Europea de Libre Comercio y la Organización para la
Cooperación y Desarrollo
Económico ha estimulado el crecimiento económico.
Agricultura
En general, la agricultura europea es de tipo mixto: se producen varios tipos de cultivos y actividad ganadera
en la misma región. La parte europea de la antigua URSS es una de las pocas regiones extensas donde
predomina el monocultivo. Las naciones mediterráneas mantienen un tipo de agricultura distinto, dominado
por la producción de cereales, aceite y cítricos. En la mayoría de estos países la agricultura tiene más
importancia en la economía nacional que en los países del norte. En Europa occidental las industrias de
productos cárnicos y lácteos son las más relevantes. La importancia de los cultivos crece a medida que se
avanza hacia el este, como en la península de los Balcanes, donde suman aproximadamente un 60% de la
producción agrícola, y en Ucrania, donde la producción de cereales eclipsa a cualquier otro tipo de cultivo.
Europa en su totalidad destaca particularmente por su elevada producción de trigo, cebada, avena, centeno,
maíz, patatas (papas), judías, guisantes (chícharos) y remolacha azucarera (betabel). Además de ganado
vacuno, se crían grandes cantidades de ganado porcino, caprino y animales de granja. A finales del siglo XX,
Europa era autosuficiente en los productos agrícolas básicos. En buena parte de la tierra arable se utilizaban
técnicas avanzadas de agricultura, como la aplicación de maquinaria moderna y fertilizantes químicos, pero en
regiones del sur y sureste de Europa aún dominaban la técnicas tradicionales, poco eficientes. Durante gran
parte del periodo en el que los regímenes comunistas ocuparon el poder en Europa oriental, la agricultura de
estos países (con la excepción de Polonia y Yugoslavia) se basó en grandes granjas y comunas estatales.
Silvicultura y pesca
Los bosques septentrionales, que se extienden desde Noruega a través del norte de la Rusia europea, son la
principal fuente de productos forestales de Europa. Suecia, Noruega, Finlandia y Rusia tienen industrias
forestales relativamente grandes que producen pasta de madera, madera para la construcción y otros artículos.
En Europa meridional, España y Portugal fundamentalmente, se manufacturan gran variedad de productos del
corcho extraído del alcornoque. Aunque todos los países europeos costeros poseen alguna industria pesquera,
la pesca tiene gran importancia en los países del norte, en especial Noruega y Dinamarca. España, Rusia, Gran
Bretaña y Polonia también son naciones pesqueras destacadas.
Minería
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La distribución actual de la población de gran parte de Europa ha estado determinada por antiguas
actividades mineras, en especial por la explotación de carbón. Zonas carboníferas, como los Midlands (en
Gran Bretaña), la región del Ruhr (en Alemania) y Ucrania atrajeron a las industrias y estimuló la creación de
estructuras industriales que permanecen actualmente. Aunque el número de personas dedicadas a la minería
está descendiendo en Europa, principalmente a causa de la mecanización, todavía existen varios centros
importantes: el Ruhr (en Alemania), Silesia (en Polonia) y Ucrania son productores importantes de carbón. Se
produce mineral de hierro en abundancia al norte de Suecia, al este de Francia y en Ucrania. Se extrae gran
variedad y cantidad de otros minerales, como la bauxita, el cobre, el manganeso, el níquel, el potasio y el
mercurio (en España). Una de las más recientes e importantes industrias de extracción en el continente es la
producción de petróleo y gas natural en zonas cercanas a la costa, en el mar del Norte. Durante mucho tiempo
se han extraído grandes cantidades de estos productos en la parte meridional de la Rusia europea, en especial
en la región del Volga.
Industria
Desde la Revolución Industrial, el sector secundario transformó radicalmente las estructuras económicas y
ayudó en la formación de unos nuevos patrones vitales y culturales en Europa. Las zonas centrales y
septentrionales de Inglaterra se convirtieron pronto en centros de industria moderna, al igual que las regiones
del Ruhr y Sajonia (en Alemania), el norte de Francia, Silesia (en Polonia) y Ucrania. El hierro y el acero, los
metales fabricados, los tejidos, los barcos, los vehículos motorizados, y el material móvil han sido productos
fundamentales en la industria europea durante mucho tiempo. La elaboración de productos químicos y equipo
electrónico y de otros artículos de alta tecnología ha estimulado el crecimiento de la industria durante el
periodo posterior a la IIGuerra Mundial. En conjunto, la actividad se concentra en especial en la parte central
del continente (una zona que se extiende por Inglaterra, el sur y el este de Francia, el norte de Italia, Bélgica,
los Países Bajos, Alemania, Polonia, la República Checa, Eslovaquia, el sur de Noruega y el sur de Suecia), así
como en la Rusia europea y Ucrania.
Energía
Europa consume gran cantidad de energía. Las principales fuentes energéticas son el carbón, el lignito, el
petróleo, el gas natural y la energía nuclear e hidroeléctrica. En Noruega, Suecia, Francia, Suiza, Austria, Italia
y España hay importantes instalaciones hidroeléctricas, que proporcionan gran parte de la producción anual de
electricidad. La energía nuclear es importante en Francia, Gran Bretaña, Alemania, Bélgica, Lituania, Ucrania
y otras antiguas repúblicas soviéticas, Suecia, Suiza, Finlandia y Bulgaria. Irlanda se distingue del resto de los
países europeos en la utilización de la turba como principal fuente energética para uso doméstico; también se
utiliza para generar electricidad.
Transporte
El sistema de transportes europeo está muy desarrollado, y es más denso en la parte central del continente.
Escandinavia, la antigua URSS europea y el sur de Europa poseen infraestructuras de transporte menos
desarrolladas. Existe gran número de vehículos privados y buena parte de las mercancías se transportan por
carretera. Las redes de ferrocarril están en buen estado en la mayor parte de los países europeos y son
importantes para el transporte tanto de personas como de mercancías. El transporte marítimo tiene un papel
destacado en la economía europea. Varios países, como Grecia, Gran Bretaña, Italia, Francia, Noruega y Rusia
mantienen grandes flotas de barcos mercantes. Rotterdam (en los Países Bajos) es uno de los puertos con
mayor tráfico del mundo. Otros puertos importantes son Amberes (en Bélgica), Marsella (en Francia),
Hamburgo (en Alemania), Londres (en Gran Bretaña), Génova (en Italia), Gdansk (en Polonia), Bilbao (en
España) y Göteborg (en Suecia). Una buena parte de las mercancías se transportan al interior por vías
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fluviales; los ríos europeos con un tráfico comercial destacado son el Rin, el Escalda, el Sena, el Elba, el
Danubio, el Volga y el Dniéper. Además, en Europa hay varios canales importantes. Casi todos los países
europeos cuentan con aerolíneas nacionales, y algunas, como Air France, British Airways, Swissair, Iberia,
Lufthansa (Alemania) y KLM (los Países Bajos) tiene importancia mundial. La mayoría de los sistemas de
transporte de los países europeos son estatales. Desde la IIGuerra Mundial se han construido numerosos
oleoductos para transportar petróleo y gas natural. La Unión Europea (UE) ha propiciado el desarrollo de
importantes redes transeuropeas a través de sus países miembros.
Comercio internacional
En su mayoría, los países europeos mantienen un notable comercio internacional. Gran parte de dicho
comercio es de carácter interior, en especial entre miembros de la Unión Europea, pero los europeos también
comercian a gran escala con países de otros continentes. Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y los Países
Bajos se encuentran entre las principales naciones mercantiles del mundo. Una buena parte del comercio
intercontinental europeo se basa en la exportación de productos industriales y en la importación de materias
primas.
Historia
Desde la prehistoria hasta la actualidad, Europa ha sido ocupada por numerosos pueblos. El siguiente
resumen sólo incidirá en aquellos hechos, desarrollos, tendencias e individuos que han sido responsables de
transiciones o transformaciones decisivas en Europa a través de los siglos. Hasta cierto punto, las secciones de
historia de los artículos de los países europeos contienen datos más detallados sobre el origen, crecimiento y
estado actual de la civilización occidental. Dichas secciones también remiten al lector a una gran variedad de
artículos que tratan aspectos más amplios de la civilización europea. Es más, varios artículos contienen
referencias a otras entradas relacionadas con los acontecimientos continentales. Un repaso de todo el material
pertinente puede ser un requisito anterior a la comprensión adecuada de Europa en cualquier época.
Prehistoria y antigüedad
El hombre moderno (Homo sapiens sapiens) apareció por primera vez en Europa a finales del paleolítico
(antigua edad de piedra). Los cazadores y recolectores dejaron tras de sí notables ejemplos de arte rupestre
(hace entre 25.000 y 10.000 años), que se han encontrado en más de 200 cuevas, principalmente en Francia y
España. Hace unos 10.000 años, al final del pleistoceno (el más reciente de los periodos glaciales) el clima
comenzó a mejorar y se aproximó gradualmente a las condiciones actuales. Con el tiempo, los pueblos del
neolítico desarrollaron economías agrícolas que sustituyeron a la caza y la recolección. Durante el sexto
milenio a.C., la agricultura se extendió a la mayor parte de Europa occidental. Algunas de estas culturas
neolíticas, que nacieron alrededor del año 5.000a.C., erigieron enormes monumentos de piedra (megalitos),
bien como estructuras funerales, bien como monumentos conmemorativos de hechos notables. El desarrollo
del neolítico temprano fue especialmente intenso en las zonas del Danubio y los Balcanes, en las llamadas
culturas de Starcevo (cerca de Belgrado, en la Serbia actual) y Danubiana. En los Balcanes meridionales, la
cultura de Sesklo (en Tesalia) había desarrollado complejas formas protourbanas alrededor del año 5.000a.C.
Ésta, a su vez, condujo a la cultura de Dimini (también en Tesalia), caracterizada por las aldeas fortificadas.
Las excavaciones en los Balcanes han demostrado que en la zona se utilizaba el cobre en el año 4.000a.C.
aproximadamente, durante la cultura de Vinca (alrededor del año 4.500-3.000a.C.). En esta época, el
comercio, especialmente del ámbar procedente del mar Báltico, adquiría cada vez más importancia. Los
grandes yacimientos de cobre y estaño de Europa central (Bohemia) permitieron el desarrollo de la tecnología
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del bronce durante el tercer milenio a.C. Las tumbas aristocráticas típicas de este periodo se cubrían con
túmulos o tumuli, pero a finales del segundo milenio antes de Cristo hubo un cambio: la cremación se
convirtió en algo común, y los entierros en urnas (que dieron paso a la denominada cultura de los Campos de
Urnas) se convirtieron en una costumbre establecida.
La llegada de los indoeuropeos
Las investigaciones aún no han determinado con exactitud donde se originaron las lenguas indoeuropeas que
se hablan en gran parte de Europa en la actualidad. Algunos investigadores creen que la cultura del kurgan
(túmulo), que se inició al norte del mar Negro alrededor del año 2500a.C., fue una primitiva cultura
indoeuropea. De acuerdo con esta teoría, en el año 2220a.C. aproximadamente, estos indoeuropeos invadieron
y se extendieron por los Balcanes, e introdujeron los caballos en la región; después se dispersaron por toda
Europa. Por consiguiente, a mediados de la edad del bronce los pueblos de los Balcanes y Europa central
pudieron haber hablado lenguas indoeuropeas. No obstante, y con la excepción de las civilizaciones de Creta y
Grecia, en el segundo milenio a.C., la mayor parte de Europa desconocía la escritura.
La primera civilización que maduró en Europa fue la de Creta, en el segundo milenio a.C. Llamada
civilización minoica por el legendario rey Minos, esta sociedad de la edad del bronce controló el Egeo
alrededor del año 1600a.C. . La fecha de la llegada de los primeros invasores griegos a Grecia es poco fiable.
Muchos eruditos están de acuerdo en que fue cerca del año 1900a.C. Hacia el año 1400a.C. aproximadamente,
estos griegos (llamados micénicos por su principal ciudad, Micenas) habían conquistado los dominios
cretenses. La civilización micénica mantenía contactos comerciales con Oriente Próximo y Britania. No
obstante, después del año 1200a.C., la sociedad micénica fue casi totalmente destruida debido a la invasión de
los pueblos del Norte, probablemente de griegos dorios, quienes, a pesar de tener una cultura menos avanzada,
habían aprendido a fabricar armas de hierro. El comienzo de la edad del hierro se caracterizó por una regresión
cultural.
Culturas de la edad del hierro
A finales de la edad del bronce, la población había comenzado a incrementarse rápidamente en otras zonas de
Europa. A principios de la edad del hierro, que comenzó aproximadamente en el año 1000a.C., las tribus de la
cultura de los Campos de Urnas de Centroeuropa comenzaron su expansión a lo largo de los ríos más
importantes y dieron lugar a importantes grupos, como los celtas y los eslavos, al igual que los itálicos y los
ilirios. Al norte de Italia, la cultura de Villanova (alrededor de 1000-700a.C.) adquirió gran importancia, y otra
cultura similar, la de Halstatt (aproximadamente 750-450a.C.) se difundió a gran parte de Europa occidental
con la expansión de los celtas entre los siglos VII y IV a.C. Los celtas también se identifican con la cultura de
La Tène (aproximadamente 450-58a.C.), cuyo precedente inmediato era la de Halstatt. Alrededor del año
500a.C., los germanos comenzaron a expandirse desde Escandinavia meridional y el Báltico. En la península
Ibérica, los celtas se encontraron el año 900a.C. con los iberos, que ya se habían instalado en ella mucho antes,
procedentes del sur. Fue el primer gran mestizaje peninsular.
La supremacía de Grecia
Alrededor del año 800a.C. la civilización griega comenzó su resurgir tras la conmoción de la invasión doria,
pero en una forma diferente de la cultura micénica. Esto se debió en gran parte a los fenicios, que habían
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establecido puestos comerciales en el Mediterráneo y difundido elementos de la civilización de Oriente
Próximo hacia el Oeste. Los griegos tomaron de ellos el alfabeto fenicio, al que añadieron vocales llenas. En el
siglo VIII a.C. las ciudades-estado griegas comenzaron a expandirse, estableciendo colonias en el
Mediterráneo occidental; en el siglo siguiente, la civilización helénica había alcanzado su madurez. La
creación de colonias aumentó y la prosperidad del comercio entre estos asentamientos y con otros pueblos
tuvo como consecuencia la difusión de la civilización griega. La mayoría de estas nuevas ciudades griegas,
aunque casi independientes, estaban unidas por una cultura común. Eran conscientes de su herencia helénica y
consideraban a los otros pueblos bárbaros. La mayoría de los grupos étnicos del Mediterráneo occidental
(incluidos los etruscos, que habían sustituido a los miembros de la cultura de Villanova) pronto adoptaron
elementos de la cultura griega. La mayoría de los centros urbanos importantes del área, griegos o no, pasaron
de ser monarquías a crear regímenes aristocráticos, que finalmente dieron lugar a oligarquías comerciales
(plutocracias).
Aproximadamente en el siglo V a. C. algunos centros griegos, como Atenas, se habían convertido en
democracias. En esa época, Grecia comenzó a ser amenazada por la expansión del Imperio persa, fundado en
el siglo anterior. Pronto los persas conquistaron toda Asia Menor y, en el año 490a.C., atacaron Grecia.
Después de que los persas fueran rechazados definitivamente (479a.C.), la Atenas democrática surgió como la
mayor potencia del mundo griego. Se estableció un imperio ateniense en el Egeo que precipitó la integración
económica y cultural de la región; el siglo V a.C. fue la edad de oro de la civilización griega clásica. No
obstante, las políticas expansionistas atenienses y las antiguas rivalidades económicas y políticas provocaron
la guerra del Peloponeso (431-404a.C.) en la que gran parte de Grecia fue devastada; las guerras entre las
ciudades griegas continuaron en el siglo siguiente.
Macedonia, situada al norte de Grecia, no había sido en su origen parte del mundo griego. Alrededor del siglo
IV a.C., sin embargo, su clase dirigente se había helenizado. Bajo Filipo II, Macedonia conquistó gran parte de
Grecia, y su hijo, Alejandro Magno añadió el Imperio persa a estas posesiones. Tras su muerte, sus sucesores
dividieron el imperio, por lo que los centros de gravedad durante el siguiente periodo (conocido como
helenístico) se trasladaron a ciudades como Alejandría, en Egipto, y Antioquía, en Turquía. Finalmente,
Macedonia y Grecia fueron conquistadas por Roma en el siglo II a.C.
El dominio de Roma
Al contrario que Grecia, a principios de la edad del hierro Italia estaba fragmentada en numerosos grupos
étnicos y lingüísticos. Mezclados entre las primeras culturas neolíticas, hubo varios grupos de indoeuropeos
que se infiltraron en el norte de Italia a finales del segundo milenio a.C. y posteriormente se expandieron por
toda la península. El más numeroso de estos grupos fueron los itálicos. Una importante cultura de la edad del
hierro (la de Villanova) se desarrolló al norte y tuvo un gran impacto en las regiones vecinas. Probablemente
durante el siglo X a.C., los etruscos, o al menos su clase dirigente, emigraron desde Asia Menor. Se
establecieron en Italia central y septentrional y crearon una civilización compuesta por elementos
villanovianos y orientales. A esto se añadió una intensa influencia de la civilización griega, incluido el
alfabeto, procedente de las colonias griegas del sur.
Alrededor de esta época —la fecha tradicional es el año 753a.C.— se fundó Roma junto al río Tíber. Los
romanos eran un pueblo latino perteneciente al grupo itálico. Roma (al principio una simple aldea) fue
ocupada y civilizada por los etruscos hasta finales del siglo VI a.C. Posteriormente, los romanos comenzaron
la conquista de las zonas vecinas, y, a principios del siglo IV a.C., habían conquistado la importante ciudad
etrusca de Veii. Tras un revés temporal causado por la invasión de los galos (una tribu celta), los romanos
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continuaron anexionándose grandes zonas de Italia; a principios del siglo III a.C. la mayor parte de Italia
central y septentrional era romana. Al contrario que los griegos, los romanos conectaron sus dominios con
carreteras y garantizaron la total o parcial ciudadanía a los asentamientos situados fuera de Roma, una política
que finalmente dio lugar a una lengua y una cultura más o menos uniformes.
La expansión de Roma
En las llamadas Guerras Pírricas (280-271a.C.), Roma consiguió el control de la Italia meridional griega y, al
absorber este área, se helenizó en parte. La conquista puso a Roma en confrontación directa con Cartago, una
antigua colonia fenicia del norte de África, por el control del Mediterráneo occidental. En las posteriores
guerras con Cartago, Roma obtuvo la victoria y Sicilia, Córcega, Cerdeña, y el norte de África cayeron bajo su
esfera de influencia. El dominio romano de la península Ibérica no fue fácil y entre los episodios de resistencia
se hizo célebre la defensa de Numancia, cuyos habitantes prefirieron morir antes de entregarse. Frente a los
romanos, el héroe peninsular Viriato inventó un tipo de acción militar que se hizo célebre, la guerra de
guerrillas. A mediados del siglo II a.C., Cartago había sido destruida por Roma, que también conquistó
Macedonia y Grecia. Los romanos limpiaron los mares de piratas y extendieron sus carreteras por toda la
región, con lo que facilitaron las comunicaciones y favorecieron la unión cultural. Esta amalgama cultural
romano-helenística fue bilingüe: el latín dominó al oeste y el griego al este.
El Imperio romano
Tras un periodo de guerras civiles y luchas, la República romana se transformó en un Imperio bajo el
emperador Augusto, aproximadamente a principios de la era cristiana. En los 200 años siguientes el nivel de
prosperidad del Mediterráneo alcanzó un grado tal que en muchos aspectos no pudo ser igualado hasta 1.500
años después. El Imperio romano asimiló a numerosos pueblos; además, en el año 212d.C., la mayor parte de
los hombres libres nacidos dentro de los confines del Imperio se convirtieron en ciudadanos romanos. Este
concepto de ciudadanía universal fue único en el mundo antiguo. Más allá de las fronteras del Imperio, ciertos
elementos de la cultura grecorromana influyeron también en las tribus celtas y germanas. La península Ibérica
sufrió un profundo proceso de romanización. Se dice que era ‘el granero de Roma’ y una de sus provincias
más ricas. Romanos famosos nacidos en la península fueron Quintiliano, el poeta Lucano y el filósofo Séneca.
El siglo III d.C. fue una época de quiebra de las estructuras imperiales, después de la cual el emperador
Diocleciano reorganizó el Imperio. Muchas de sus reformas económicas y sociales anticiparon la edad media y
sus cambios administrativos acabaron con la supremacía de Italia. En el siglo IV, bajo Constantino I el
Grande, Constantinopla (actual Estambul) reemplazó a Roma como capital, y el cristianismo se convirtió de
hecho, si bien no oficialmente, en la religión del Estado. En el siglo V, tras la caída del Imperio romano de
Occidente ante los grupos germánicos invasores, que dio lugar a la instauración de una serie de reinos
germanos, la Iglesia conservó la herencia romana. La romanización del Imperio había sido tan completa que
hoy día las lenguas que se derivan del latín se hablan en Francia, España, Portugal, Italia, partes de Suiza y
Rumania.
Las grandes migraciones
Mientras la civilización se consolidaba en el Mediterráneo, en otras partes de Europa hubo grandes cambios.
Las culturas de la edad del bronce y del hierro de las regiones periféricas consistían principalmente en
comunidades pastoriles y agrícolas, mucho menos estables que los asentamientos grecorromanos. Las
emigraciones de áreas más pobres a zonas más ricas fueron continuas, y el movimiento de un pueblo o tribu
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desplazaba a su vez a otros pueblos y a menudo provocaba reacciones en cadena. Los primeros en comenzar
dichos movimientos durante los siglos finales de la era precristiana y principios de la era cristiana fueron las
tribus germánicas. Estas tribus habían ocupado partes de Escandinavia meridional y Alemania septentrional a
finales de la edad del bronce. Durante la edad del hierro comenzaron a emigrar al sur, quizás a causa de un
empeoramiento del clima. En el siglo II a.C. dos tribus germánicas, los cimbrios y los teutones, alcanzaron la
zona que hoy día es Provenza, pero fueron rechazados finalmente por los romanos. Los suevos tuvieron más
éxito y ocuparon parte de la Alemania actual. Las tribus celtas de esa región fueron empujadas hacia el oeste
para ser conquistadas muchos años más tarde por los romanos bajo mando de Julio César. La expansión
romana hacia los territorios germánicos fue interrumpida en el año 9d.C., cuando tropas germánicas dirigidas
por Arminio (Hermann) aplastaron a las legiones romanas en el bosque de Teoburgo. Como consecuencia,
Roma estableció una zona de contención al este del Rin y al norte del Danubio. Aproximadamente en el año
150d.C., las migraciones y posteriores dislocaciones de pueblos se intensificaron de nuevo y amenazaron las
fronteras imperiales. El emperador Marco Aurelio luchó con éxito contra los marcomanos y los cuados, al
igual que contra un pueblo no germano, los yacigos; un ejemplo de las características de este periodo es que
Marco Aurelio pasó gran parte de su reinado luchando con las tribus invasoras. A comienzos del siglo III d.C.,
los alamanes habían penetrado al norte de la frontera romana, y al este los godos comenzaron su infiltración en
la península de los Balcanes. Tras su derrota ante las tropas imperiales, los godos se convirtieron en
mercenarios de Roma.
Durante la segunda mitad del siglo III, los grupos germánicos (incluidos los francos) penetraron en el
Imperio. Se hicieron grandes esfuerzos para fortalecer las defensas interiores. Bajo el emperador Aureliano se
construyó una muralla alrededor de la misma Roma, Dacia fue abandonada, y se reclutaron cada vez más
mercenarios germánicos para formar parte de los ejércitos romanos. Roma sólo pudo capear la crisis del siglo
III gracias a la reestructuración del Imperio por parte de Diocleciano, realizada en principio para enfrentarse a
las tribus germanas con más eficiencia. Después de la mitad del siglo IV la situación parecía estar bajo control,
pero un nuevo pueblo, los hunos, invadió Europa desde Asia central y causó una nueva serie de reacciones.
Los godos fueron empujados hacia los Balcanes y derrotaron a los romanos en Adrianópolis en el año 378. En
el 410 los visigodos de Alarico I saquearon Roma y provocaron una conmoción en todo el Imperio. Poco
después los vándalos, tras atravesar la península Ibérica, penetraron en el norte de África bajo dominio romano
y establecieron un reino. En el año 451 un ejército romano, formado en gran parte por visigodos, derrotó a los
hunos de Atila, pero años más tarde Roma fue saqueada de nuevo, esta vez por los vándalos. En ese momento
Britania, Galia e Hispania estaban ocupadas por tribus germánicas. El final del Imperio de Occidente llegó en
el año 476, cuando mercenarios germánicos depusieron al emperador Rómulo Augústulo y convirtieron a su
jefe, Odoacro, en rey de Italia. En esta época, Hispania estaba dominada ya por los visigodos, que habían
abrazado la herejía arriana, que no aceptaba que Cristo fuera parte de la Santísima Trinidad, considerándolo
simplemente un profeta. A partir del dominio romano, florecieron mártires y santos.
Inicios de la edad media
Rómulo Augústulo fue depuesto en el año 476 sin haber designado heredero, y cuando a Zenón, el emperador
del Imperio de Oriente, le aconsejaron que no había una razón inmediata para designar un sucesor, la
sugerencia parecía razonable. En teoría, en la ley y en los corazones del pueblo, el Imperio era invulnerable.
Muchos reinados de emperadores habían sido cortos, muchos habían terminado violentamente y los pueblos
germánicos beligerantes habían estado presentes en la vida política romana durante más de un siglo. Nadie
podría haber imaginado en la época que Rómulo Augústulo (que irónicamente llevaba el nombre del
legendario fundador de Roma) iba a ser el último emperador romano de Occidente y que una época había
terminado.
El conflicto romano-germánico
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Trabajo Práctico sobre Europa
Con el final del siglo IV los pueblos germanos del norte y el este del Imperio romano habían comenzado un
movimiento hacia el oeste y el sur. Eran pueblos agrícolas y pastoriles y, como todos los pueblos pastores con
un alto grado de nomadismo, tenían una larga historia de migraciones.
Para afrontar la emigración germánica, Roma, con serios problemas económicos, siguió una política de
adaptación pragmática. El Imperio, cuya extensión era excesiva, se podía permitir perder territorio, que se
cedía inmediatamente a los germanos; pero los emperadores decidieron defender puntos estratégicos vitales,
como los puertos mediterráneos, de los que dependía Europa meridional para conseguir el imprescindible trigo
norteafricano. A mediados del siglo V, sin embargo, los grupos germánicos tenían el control político del
Imperio de Occidente. Los francos invadieron la Galia a principios del siglo V, la península Itálica se convirtió
en un reino godo por invitación del emperador, los visigodos conquistaron la península Ibérica alrededor del
año 507 y los vándalos habían invadido las provincias del norte de África, ricas en cereales, en el año 428
aproximadamente. En la península Ibérica, la conversión del visigodo Recaredo al cristianismo (año 587),
resolvió el conflicto que enfrentaba a la iglesia hispanorromana con la elite invasora dominante. Se acepta que
con Recaredo se estableció un proyecto de unidad político-territorial, incorporando a los pueblos peninsulares
en el sistema político de la monarquía visigoda.
Las tribus germánicas querían tierras y riquezas, pero también deseaban vivir como romanos, y lo que se
considera convencionalmente como la ‘barbarización’ del Imperio de Occidente debería considerarse con la
misma firmeza la romanización de los bárbaros. El conflicto básico entre ambos pueblos fue religioso.
Los germanos occidentales eran paganos que adoraban un panteón de dioses celestiales y deidades naturales.
Los germanos orientales ya se habían convertido al cristianismo gracias a la intensa actividad misionera
desarrollada por el obispo Ulfilas, un seguidor de la doctrina del arrianismo, que mantenía que Cristo era
totalmente humano y no tenía naturaleza divina. En el año 380 esta teoría se consideró una herejía. De este
modo, los pueblos germánicos fueron odiados y temidos menos como enemigos políticos de Roma que como
portadores de una versión herética del cristianismo.
Los orígenes del poder de la Iglesia
La oposición religiosa a los invasores paganos y arrianos dio un nuevo sentido a la Iglesia y al Papado
durante este periodo. El gobierno eclesiástico se había organizado de forma muy parecida a la administración
provincial romana: el control estaba en las manos de los obispos independientes locales. No obstante, tres
obispados, Alejandría, Antioquía y Roma, ocuparon posiciones comparables a las de los gobernadores
provinciales, al supervisar no sólo las congregaciones de sus propias ciudades, sino también las de los
territorios vecinos. Los tres fueron figuras de gran prestigio y cada uno recibió el título honorífico de papa
(padre). El papa de Roma tenía el prestigio adicional de ser el heredero directo de san Pedro, el primer obispo
de Roma. En principio la influencia del Papado creció por la enorme actividad de varios papas romanos, pero
la transigencia, la parálisis y el colapso final del gobierno romano en Occidente fue un motivo aún más
importante: mientras la autoridad política se desintegraba, los obispos permanecieron firmes en lo que ellos
consideraban la verdad y el antiguo orden, y el último representante de este orden en Roma ya no eran el
emperador o el Senado sino el papa, que ocupaba la silla de San Pedro.
El Imperio bizantino
Sin embargo, un emperador romano dirigía aún el Imperio de Oriente y sus sucesores continuarían reinando
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durante otros 1.000 años. Constantinopla era ahora la ciudad que gobernaba las provincias romanas del
Mediterráneo oriental, aunque el Imperio se había transformado de tal manera que los historiadores modernos
lo han llamado bizantino en lugar de romano.
Todos los elementos básicos del Imperio bizantino estuvieron presentes en la época del gran emperador del
siglo VI, Justiniano I. La tendencia del Imperio, presente durante toda la historia de Roma, a convertirse en
una autocracia militar quedó eliminada definitivamente durante su reinado. El gobierno se convirtió por entero
en un cuerpo profesional y civil, centrado en el palacio imperial y, lo más importante, en el emperador mismo.
La ley romana se codificó de forma sistemática. La economía y la recaudación de impuestos se centralizaron.
La política religiosa de Justiniano también contribuyó a la centralización. En una época de intensos conflictos
religiosos y revisión de la doctrina, el Imperio bizantino se convirtió en el Imperio ortodoxo y la religión del
emperador en la religión oficial del Estado.
En los primeros años de su reinado, Justiniano se embarcó en un intento de reconquistar el Occidente arriano.
El reino vándalo de África cayó rápidamente, al igual que el itálico de los lombardos y la zona oriental del
reino de los visigodos en la península Ibérica. No obstante, debido a la presión continua de los Sasánidas de
Persia, el Imperio perdió su poder militar en la península Ibérica, que resurgió como un reino visigodo con una
cultura y una organización política particulares. En Italia, las fuerzas imperiales se retiraron a Sicilia y a su
plaza fuerte del Adriático, Ravena, y dejaron el resto de la península a los lombardos. Los Balcanes fueron
completamente devastados por los ávaros y los pueblos eslavos.
En efecto, las conquistas occidentales de Justiniano dieron a la Europa medieval su estructura cultural
característica. Los territorios europeos mediterráneos se separaron del norte, económica y culturalmente
subdesarrollado. En realidad eran parte de Oriente Próximo, una evolución que se consumó en el siglo VII,
cuando el norte de África y el suroeste de Europa (la península Ibérica y partes del sureste de Francia) cayeron
ante los ejércitos musulmanes.
El ascenso de los francos
En el norte, la historia europea desde el siglo V al IX estuvo dominada por un grupo de tribus germánicas
occidentales denominadas colectivamente francos. Al contrario que los germanos orientales, los francos se
convirtieron directamente de su antiguo paganismo al cristianismo católico, sin un periodo intermedio de
arrianismo. Los francos salios comenzaron su conversión definitiva el año 496, después de que su jefe
guerrero Clodoveo I se bautizara por el rito cristiano junto a muchos de sus seguidores. Clodoveo I, un
descendiente de Merovech o Merowig (que reinó entre 448 y 458) y parte de la familia gobernante de los
francos salios, fue el primer rey de la dinastía merovingia. Gracias a sus numerosas victorias contra otros
pueblos y el éxito de una larga serie de complejas disputas familiares características de la cultura franca, se
convirtió en el gobernante supremo de todos los francos.
A la muerte de Clodoveo, por la ley tradicional de los francos salios, las tierras bajo su control se dividieron
entre sus cuatro hijos. Éstos, a su vez, dejarían sus tierras a todos sus herederos masculinos, de manera que
toda la época de gobierno merovingio se caracterizó por periodos alternos de fragmentación y consolidación,
dependiendo del número y habilidades de los herederos.
Esta era llegó a su fin en el siglo VIII. Históricamente los últimos reyes merovingios se ganaron el apelativo
de rois fainéants (‘reyes perezosos’). Poco a poco el poder se concentró en el cargo del mayordomo de palacio
y no en el rey, hasta que, en el año 751, el rey Childerico III y su único hijo fueron encarcelados. Su pelo largo
(simbolismo de su nobleza) fue cortado y el mayordomo de palacio, Pipino el Breve, hijo del gran guerrero
Carlos Martel, se proclamó rey de los francos, el primero de la dinastía carolingia en asumir el título real.
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El golpe de Estado carolingio nunca habría ocurrido sin la intervención activa del papa. En varias cartas que
ambos mandatarios se cruzaron entre el año 740 y el 750, el rey carolingio inquiría sobre la conveniencia de
mejorar el gobierno del reino, en el que todo el poder no estaba en manos del monarca; el papa respondió
citando el precedente bíblico de David, ungido por el profeta Samuel mientras el rey Saúl aún vivía. Es más, el
papa siguió el precedente y ungió a Pipino, y seguiría ungiendo a sus descendientes en un ritual de
consagración real.
Carlomagno
El más grande de los reyes carolingios fue Carlomagno (742-814) que en su propia época fue una figura
mítica y legendaria. Su reinado marcó la culminación del desarrollo franco. Bajo su gobierno, los francos, por
medio de una serie de conquistas, se convirtieron en los dueños de Occidente y en los garantes del poder papal
en Italia. Carlomagno derrotó a los lombardos en Italia, a los frisios en el norte, a los sajones en el este, se
anexionó el ducado de Baviera y expulsó a los musulmanes del sur de Francia. Consolidó su poder sobre este
vasto territorio al conseguir que los miembros de los sectores terratenientes se aliaran entre sí y con él mismo
mediante juramentos especiales de lealtad, que se recompensaban ocasionalmente con tierras de zonas recién
conquistadas y con absoluta jurisdicción sobre sus súbditos. Esta política —el primer ejemplo importante de
los crecientes lazos de dependencia personal conectados con el poder político llamado feudalismo— no sólo
proporcionó a Carlomagno un suministro permanente de guerreros, sino que también contribuyó a controlar
más fácilmente su territorio. Los vasallos del rey y sus subordinados más cercanos, así como los vasallos de
éstos, se convirtieron a su vez en delegados y representantes del propio monarca.
El aumento del sentido de misión cristiana de Carlomagno fue inseparable de la consolidación militar y
política. Fundó monasterios en territorios fronterizos que funcionaron como establecimientos de colonizadores
que sometieron los bosques y pantanos (los imponentes hogares de los antiguos dioses paganos) al control
cristiano y los hicieron cultivables. También fueron centros de actividad misionera y educacional, pues la
expansión del cristianismo requería un clero preparado, un rito homogeneizado y la producción de libros
importantes. La clave fue la educación, y el trabajo práctico de fundación y dotación de personal de las
escuelas monásticas y catedralicias demandaba ayuda exterior. Carlomagno la encontró en Roma y en las
tierras lombardas de Italia, donde las antiguas tradiciones educativas no habían muerto por completo. No
obstante, la mayor contribución a la reforma educacional carolingia fue anglo-irlandesa, pues los grandes
monasterios de Inglaterra e Irlanda eran ricos en libros y en su preparación; de hecho, el consejero principal de
Carlomagno fue el erudito inglés Alcuino de York.
El reino de los francos, como resultado de todo ello, integró Europa territorial y culturalmente como no se
había hecho desde el Imperio romano. El día de Navidad del año 800, Carlomagno fue a oír misa a la catedral
de San Pedro de Roma. Según se cuenta, mientras se levantaba de orar, el papa colocó una corona en su
cabeza, se inclinó ante él y le proclamó imperator et augustus ante el pueblo. Así pues, Carlomagno se
convirtió no sólo en el emperador de los francos, sino también de Roma. El poder del nuevo Estado (que se
llamó Sacro Imperio Romano Germánico), la organización de la Iglesia y las antiguas tradiciones de Roma se
habían vuelto indistinguibles entre sí.
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Nuevas invasiones
Los últimos años del reinado de Carlomagno estuvieron marcados por tensiones políticas que continuaron en
los reinados de sus descendientes. Por el sur se produjo la invasión musulmana, que en sus inicios contó con el
apoyo de los judíos, que en gran número habitaban las tierras del norte de África y la península Ibérica. El año
711 las tropas islámicas atravesaron el estrecho de Gibraltar y se extendieron por toda la península, llegando
hasta el sur de Francia. A finales del siglo IX y durante el siglo X Europa fue el escenario de una renovada
desintegración política y una serie de invasiones desastrosas, esta vez de los vikingos (escandinavos
procedentes del norte) y de los magiares que, procedentes de Asia, avanzaban hacia el Oeste, a través de las
llanuras del Danubio. Las tierras fronterizas dejaron de cultivarse, el comercio se interrumpió y los viajes eran
peligrosos incluso en distancias cortas.
Durante este periodo existieron varias tendencias. Por un lado, Europa experimentó otra gran ola de
fragmentación política; sin embargo, aunque las fuerzas partidarias de la centralización política eran débiles,
no puede decirse lo mismo del poder de las familias terratenientes locales. También fue una época de dominio
de los monasterios benedictinos, grandes propietarios que se mezclaron en la red de alianzas feudales.
Finalmente, el Papado se convirtió por derecho propio en un poder secular que ejerció un control político
directo sobre gran parte de Italia central y septentrional. Gradualmente elaboró un aparato de autoridad central
sobre las iglesias regionales y los monasterios, y, por medio de su expansión diplomática y de la
administración de justicia, también acumuló un notable poder político en toda Europa.
Alta y baja edad media
En el año 1050 aproximadamente, Europa estaba entrando en un periodo de grandes y rápidas
transformaciones. Las condiciones de la vida material que produjeron estos cambios aún no están del todo
claras, aunque las siguientes causas se pueden citar con seguridad: el largo periodo de emigraciones
germánicas y asiáticas había terminado y Europa disfrutaba de un nivel de población estable y continuado,
había comenzado e iba a continuar una expansión de la población de proporciones sorprendentes. La vida
urbana, que nunca cesó del todo durante los siglos anteriores, experimentó un notable crecimiento y desarrollo,
y por ello rompió la tendencia medieval hacia la autosuficiencia económica. La economía y el comercio, en
particular en las tierras mediterráneas de Italia y el sur de Francia y en los Países Bajos, se incrementó en
cantidad, regularidad y extensión. En la península Ibérica, los incipientes reinos cristianos del norte iniciaron
una larguísima guerra contra las sucesivas invasiones almorávides y almohades, en una reconquista que se
prolongó durante siete siglos.
Fermento y crecimiento intelectual
A la vez que la economía europea se hacía más compleja, las instituciones sociales y políticas también se
diversificaron. En cada rama de los asuntos públicos —gobierno local, administración de justicia, regulación
del comercio y el desarrollo de las instituciones educativas necesarias para proporcionar personal a cada
administración de acuerdo a su reglamentación— apareció una estructura similar en complejidad y desarrollo.
Los nuevos imperativos de esta compleja vida social produjeron un fermento intelectual sin precedentes en la
historia europea. Este fermento, presente en todas las esferas de la ciencias, ha terminado siendo conocido
como el renacimiento del siglo XII. Las leyes eclesiásticas y seculares se sistematizaron, discutieron y
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cuestionaron como nunca antes. La retórica y la lógica se convirtieron en objeto de examen por derecho propio
y dieron lugar a investigaciones de la cultura clásica, olvidada durante mucho tiempo. La doctrina teológica
fue explorada y promovió nuevos métodos de crítica. Entre tanto, en Córdoba, capital musulmana, se produjo
un notable sincretismo religioso y cultural, ya que en esta ciudad convivieron durante siglos musulmanes,
judíos y cristianos en paz y armonía. A través de Córdoba, Europa conoció la filosofía griega y la literatura
clásica, gracias a las traducciones árabes y a la escuela de traductores de Toledo; también gracias a ellos la
medicina, la astronomía y las ciencias antiguas y modernas penetraron en el continente. Los árabes
transmitieron a Europa las matemáticas, e introdujeron productos como el papel, el arroz y la caña de azúcar.
Todo ello favoreció el que los europeos occidentales comenzaron a pensar en sí mismos de una nueva
manera, un cambio que se reflejó en las innovaciones en las artes creativas. En literatura, la lírica amorosa y el
romance cortés aparecieron en las lenguas vernáculas emergentes, y tuvo lugar un brillante resurgir de la
escritura en latín. La pintura y la escultura dedicaron nueva atención al mundo natural e hicieron un intento sin
precedentes de representar extremos emotivos y vitales. La arquitectura floreció con la construcción, a lo largo
de rutas de peregrinaje por las que se viajaba frecuentemente, de iglesias en un estilo que combinaba
materiales y técnicas grecorromanas con una estética totalmente nueva.
También hubo cambios de gran alcance en la vida espiritual. En el siglo XII se establecieron nuevas órdenes
religiosas, como la orden cisterciense (que intentó purificar las tradiciones del monacato benedictino) y las
órdenes de los frailes mendicantes, que procuraron ajustar el ideal monástico a la nueva vida urbana. En todas
ellas era frecuente un nuevo sentido de piedad individual, basado no en el ritual, sino en la identificación
individual con el sufrimiento de Cristo. El desarrollo del culto a la Virgen María, una figura relativamente
poco importante en los siglos precedentes, tuvo un espíritu similar.
Evolución política
Al mismo tiempo, los pueblos se empezaron a identificar a sí mismos como miembros de grupos y
comunidades con intereses distintos a los de sus vecinos. Los hechos políticos del periodo tuvieron una
relación íntima con estas nuevas identidades.
Uno de los hechos más importantes fue el rápido ascenso hegemónico de los normandos. Descendientes de
los vikingos que se establecieron en el norte de Francia durante los siglos IX y X y convertidos en feudatarios
del rey de Francia, los normandos entraron en escena en la historia europea en 1066, año en que tuvo lugar la
batalla de Hastings, mediante la que conquistaron Inglaterra bajo el mando de Guillermo I el Conquistador,
quien aseguró su conquista con un programa de reasentamientos intensivos; los normandos, cuya lengua era la
misma de los francos, se convirtieron en la clase dirigente de Inglaterra, unida a Guillermo por las concesión
de tierras y las obligaciones feudales. Esta feudalización política sistemática y la imposición de otras
instituciones normandas llevaron a Inglaterra a la principal corriente del desarrollo político y social del
continente. El hecho de que el duque de Normandía (un feudo dependiente del rey de Francia) fuera también
rey de Inglaterra, convirtiéndose así en un personaje de igual posición y más poder, ilustra la creciente
complejidad del mundo europeo. El conflicto político, y con él la idea del Estado como institución autónoma,
fue inevitable.
En los territorios germánicos e italianos del Sacro Imperio Romano Germánico, la nueva actividad del
Papado como un órgano de gobierno real entró en conflicto con el poder del emperador en una maraña de
sucesos conocidos colectivamente como la querella de las investiduras. Durante el primer periodo del Imperio
no se había hecho una separación estricta en teoría o en la práctica entre los campos eclesiástico y político.
Desde el momento de la alianza histórica de los carolingios con el papa, el emperador ya no se consideró
únicamente una figura secular. De la misma manera, los obispos eran poderes seculares por derecho propio,
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consejeros o siervos feudales de reyes y emperadores. No se cuestionaba que el poder secular debía tener parte
en la elección de obispos y tener una presencia activa en la coronación o investidura episcopal. Precisamente
esta práctica provocó la lucha cuando el papa Gregorio VII declaró la primacía de la Iglesia en la elección y
consagración de sus propios funcionarios.
El resultado más importante de la controversia fue que cuestionaron todas las relaciones entre Iglesia y
Estado. Dentro de la teología, el derecho y la teoría política, el Estado, como entidad secular, fue examinado
críticamente, al igual que la Iglesia, no sólo como comunidad de devotos cristianos, sino también como una
aristocracia administrativa de obispos al servicio del papa. A finales del siglo XII la Iglesia se convirtió en un
gran poder político europeo junto a los distintos Estados seculares emergentes.
La unidad cultural
Las fuerzas materiales y culturales liberadas en el siglo XII prolongaron su impacto durante los siguientes
200 años. Europa se había convertido en una unidad cultural, por la que se expresó de forma institucional lo
que era el pensamiento de la Iglesia cristiana. Esta unidad se reflejó con más claridad que nunca en una serie
de expediciones militares (las Cruzadas) en las que se pretendía arrebatar al islam los lugares santos cristianos
de Oriente Próximo. La jerarquía de la Iglesia predicó en favor de las cruzadas, que consiguieron el apoyo de
las nuevas órdenes monásticas, para las que el ‘peregrinaje militar’ representaba el camino a la salvación
individual y colectiva. La idea de la guerra santa, sin embargo, rebasó las divisiones sociales y atrajo tanto a la
aristocracia guerrera tradicional como a los campesinos, las nuevas clases de artesanos y los trabajadores de
las ciudades surgidos por el crecimiento de la sociedad urbana. En la península Ibérica, la tolerancia
tradicional entre musulmanes, judíos y cristianos vivió épocas de crisis y, conforme se extendían los reinos
cristianos hacia el sur, los monarcas y la Iglesia tuvieron que intervenir con frecuencia para apaciguar los
ánimos populares, que achacaban a los judíos, incluso a los conversos o ‘nuevos cristianos’, la culpa y
responsabilidad por todos los desastres. Se estaba incubando la más grave crisis de identidad nacional, origen
de la Inquisición y de la expulsión de judíos y moriscos, ocurrida a finales del siglo XV y del siglo XVI
respectivamente.
La creciente intolerancia hacia las poblaciones no cristianas dentro y fuera de las fronteras de Europa tuvo la
misma importancia como expresión de la unidad cultural cristiana. El islam, el enemigo infiel de la lejana
Jerusalén, también era el enemigo en las fronteras, y en Sicilia siglos de intercambio comercial e intelectual
llegaron a su fin. También en el periodo comprendido entre los siglos XII y XIV la intolerancia hacia los
judíos que se habían establecido en toda Europa se extendió y se hizo más virulenta. Decretos punitivos
restringiendo el asentamiento y la colonización judías coincidieron con atrocidades y motines en masa contra
la población judía, y se establecieron las bases del antisemitismo ideológico: los judíos, como criaturas
extrañas y demoníacas, envueltas en conspiraciones internacionales y culpables de la muerte ritual de niños
cristianos, entraron en el folclore de la imaginación europea. Finalmente durante esta época hubo un aumento
de las herejías, una expresión de la inquietud intelectual y social de la época, y de los esfuerzos políticos y
militares en destruirlas, que se reflejaron sobre todo en la cruzada al sur de Francia contra la herejía de los
albigenses.
Así pues, la unidad cultural europea no estuvo libre de conflictos. Al contrario, estuvo en un precario estado
de equilibrio, y sus elementos, en continuo desarrollo, inevitablemente entraron en conflicto unos con otros en
los siglos siguientes. Los pueblos y ciudades continuaron su crecimiento económico y demográfico. En Italia,
Inglaterra y los Países Bajos comenzaron a luchar por la autonomía política. La lucha fue particularmente
cruel en Italia, donde las ciudades se encontraban entre los conflictivos diseños políticos del Imperio y el
Papado. También fueron destacadas las luchas internas entre distintos grupos sociales urbanos. Como
resultado, se intensificó el pensamiento político y social que hoy día se llama humanismo, mientras el pueblo
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intentaba articular sus propias posiciones.
El ascenso de la conciencia nacional
La lucha general por la supremacía entre Iglesia y Estado se convirtió en una constante de la historia europea.
En los siglos XIII y XIV la unidad cultural europea fue desafiada en toda Europa por intereses locales,
regionales y nacionales. Esto se manifestó en el incremento real del poder del rey de Francia y en su
enfrentamiento con el rey de Inglaterra, en teoría su inferior. También se evidenció en la esperanza, incluso en
ausencia de cualquier poder unificador potencial, de una Italia independiente del papa y el emperador, y libre
de luchas cívicas y territoriales. En todo Occidente se vivía un sentimiento de renovación, expansión y
descubrimiento. En la península Ibérica, acabada la reconquista en 1492, con la toma de Granada por los
Reyes Católicos, se aseguraba la unidad territorial y se establecía el primer Estado en el sentido moderno del
término, del mismo modo y simultáneamente a lo que ocurría en Francia e Inglaterra.
La conciencia nacional y regional, así como la desarrollada en las ciudades, el crecimiento continuo del
comercio dentro de Europa y hacia Oriente, la extraordinaria creatividad intelectual y artística del
renacimiento y la confusión y conflictividad social fueron algunos de los rasgos del final de la edad media.
Incluso la terrible aparición de la peste negra, a mediados del siglo XIV, y su periódica reaparición no
alteraron fundamentalmente estas tendencias.
Ningún suceso aislado puede exponer mejor la inquietud de este periodo que el primer viaje de Cristóbal
Colón, en el siglo siguiente. Espoleada por la rivalidad nacional y el interés comercial en abrir nuevas rutas
comerciales hacia el Oriente, la Monarquía Hispánica costeó las especulaciones del navegante y mercader
veneciano. El rey portugués, Enrique el Navegante, había rechazado los planes de Colón, por lo que éste se
dirigió a la Corte española, donde Isabel la Católica, tras vencer muchas dudas, y buscando apoyo económico
ajeno, financió la expedición de Colón. El resultado fue inesperado. Había un nuevo mundo al Oeste. Los
horizontes se ampliaban y el mundo físico y material se había convertido en un objeto de curiosidad
intelectual. Europa estaba lista para aumentar el escenario de sus operaciones. El ‘encuentro’ de las nuevas
tierras con Occidente ocurrió en un momento crucial para España. Terminadas las guerras de reconquista,
expulsados los hispanomusulmanes y coincidente con la salida de los judíos que no aceptaban ser cristianos,
los reyes de España vieron en los descubrimientos y posterior conquista la mejor manera de dar una salida
natural al impulso expansivo y a las energías acumuladas en las guerras peninsulares.
Inicio de la época moderna
El siglo y medio que transcurrió entre la llegada europea a América y el final de la guerra de los Treinta Años
fue una época de transición y tensión intelectual. Después de 1648, la religión siguió siendo importante en la
historia europea, pero no se volvió a dudar de la prioridad de las preocupaciones seculares. Debido a que este
cambio de valores suscitó inquietud e incertidumbre en su comienzo, los pueblos de Europa exhibieron una
profunda ambivalencia: ya no eran medievales, pero tampoco eran modernos.
El nacimiento de una nueva era
Esta ambigüedad se manifestó en quienes, a finales del siglo XV, comenzaron a explorar la tierras situadas
más allá de las costas europeas. Inspirados por el celo religioso, exploradores como Vasco da Gama, Cristóbal
Colón y Fernando de Magallanes hicieron posible un vasto esfuerzo descubridor y misionero. Motivados
también por el afán de conseguir bienes materiales, contribuyeron a una revolución comercial y al desarrollo
del capitalismo. Portugal y España, como patrocinadores de los primeros viajes, fueron los primeros en
recoger la cosecha económica. Aunque la enorme cantidad de plata que fluyó a España contribuyó a una
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Trabajo Práctico sobre Europa
‘revolución de los precios’ (rápida devaluación del dinero e inflación a largo plazo), en un principio sirvió para
poner un extraordinario poder en manos del rey Felipe II, de quien se decía que “en sus dominios no se ponía
nunca el Sol”. Heredero de los dominios de los Habsburgo en Europa occidental y América, Felipe se
autoproclamó defensor de la fe católica. Su oposición a las ambiciones del Imperio otomano en el
Mediterráneo no se debió sólo a que los turcos eran competidores imperiales sino también a que eran ‘infieles’
musulmanes. Del mismo modo, sus campañas contra los Países Bajos e Inglaterra tuvieron a la vez
motivaciones políticas y religiosas, pues en ambos casos sus enemigos eran protestantes.
La Reforma protestante
La Reforma protestante que Felipe II detestaba comenzó en 1517, año en que Martín Lutero expuso a debate
público sus 99 tesis. En busca de la salvación personal y ofendido por la venta de indulgencias papales, el
profesor de Wittenberg había llegado a una conclusión que se diferenciaba en poco de la que había provocado
la muerte de Jan Hus un siglo antes. Lutero renunció a retractarse incluso cuando se enfrentó a una bula de
excomunión. No obstante, a pesar de su carácter religioso, tras proclamar que la salvación sólo se obtiene
mediante la fe, el desafío de Lutero a la Iglesia se mezcló con aspectos políticos. Al reconocer el peligro de las
repercusiones políticas de sus ideas, Carlos V puso a Lutero bajo proscripción imperial.
La ruptura de Lutero con la Iglesia podría haber sido un hecho aislado si no hubiera sido por la invención de
la imprenta. Sus escritos, reproducidos en gran número y muy difundidos, fueron los catalizadores de una
reforma más radical incluso, la de los anabaptistas. En su determinación por recrear la atmósfera del
cristianismo primitivo, los anabaptistas se opusieron a los católicos y a los luteranos por igual. La Reforma
tampoco pudo ser contenida geográficamente; triunfó en Suiza cuando Zuinglio impuso sus ideas en Zurich.
En Ginebra, Juan Calvino, francés de nacimiento, publicó la primera gran obra de la teología protestante,
Institución de la religión cristiana (1536). El calvinismo demostró ser la más militante políticamente de las
confesiones protestantes.
Incapaz de conservar la unidad cristiana occidental, la Iglesia católica no cedió territorio a los protestantes.
La Contrarreforma, que no sólo fue una respuesta al desafío protestante, representó un esfuerzo por vigorizar
los instrumentos de la autoridad de la Iglesia católica. El Concilio de Trento reafirmó el dogma tradicional
católico, denunció los abusos eclesiásticos y potenció la Inquisición y el Índice de libros prohibidos. Con la
Compañía de Jesús, fundada por san Ignacio de Loyola, la Contrarreforma podía enorgullecerse de contar con
una organización tan militante y dedicada como la de cualquier confesión protestante.
Las guerras religiosas
Alentada fundamentalmente por los monarcas españoles Carlos V y Felipe II, la lucha entre los católicos y
los protestantes no se limitó al área espiritual. Durante el periodo 1550-1650, las prolongadas guerras
religiosas ocasionaron la destrucción general del continente. No obstante, estas guerras religiosas se
entrelazaron de modo inextricable con las contiendas políticas, que finalmente adquirieron un papel de gran
importancia. En Francia, un sangriento conflicto civil entre los católicos y los hugonotes se prolongó durante
30 años hasta que Enrique IV fue reconocido como rey en 1593. Al poner el poder secular por encima de la
lealtad religiosa, el protestante Enrique se convirtió al catolicismo, la religión de la mayoría de sus súbditos.
En los Países Bajos, la España católica y las provincias holandesas, calvinistas, entablaron una brutal y larga
guerra (1567-1609) que finalizó con la victoria de estas últimas. La religión se identificó muy de cerca con las
aspiraciones nacionales; el líder holandés Guillermo de Orange-Nassau, católico y luterano antes de hacerse
calvinista, reunió a su pueblo para convocar la resistencia nacional por encima de todo.
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También en Inglaterra la lucha religiosa fue parte de un esfuerzo mayor para asegurar la independencia
nacional. Bajo la reina Isabel I las razones de estado dictaron la política religiosa; como resultado, la
autonomía administrativa protestante y el ritual católico fueron hábilmente tejidos para fabricar una solución
intermedia: la Iglesia de Inglaterra (Iglesia anglicana). Con ayuda de tormentas traicioneras (el ‘viento
protestante’), la Inglaterra de Isabel rechazó a la Armada Invencible que Felipe II de España había enviado en
1588, lo que supuso una victoria tanto nacional como religiosa. Al conocer esa derrota, el rey español
exclamó: “He enviado mis naves a luchar con los hombres, no contra los elementos”. España perdió su
liderazgo europeo, que pasó a Francia, su enemigo tradicional.
La guerra de los Treinta Años fue la última guerra religiosa y la primera moderna. Iniciada en Bohemia,
donde los Habsburgo católicos y los checos protestantes mantenían una fiera oposición, la confrontación fue
alimentada por dos países luteranos, Dinamarca y Suecia. Sin embargo, casi desde el principio, su carácter fue
ambiguo; aunque desde el principio las pasiones religiosas contribuyeron a su estallido, en 1635 la guerra se
convirtió en una lucha política entre la dinastías Habsburgo y Borbón, ambas católicas. Ejemplo de este
periodo de tensiones, a la vez que de transición, fue el cardenal Richelieu, un miembro de la Iglesia católica
cuyos intereses eran seculares y que implicó a Francia en la contienda. Al final de la guerra, Francia surgió
como la potencia más poderosa del continente europeo y el prototipo del Estado secular y centralizado.
La era del absolutismo
En la resaca de la guerra de los Treinta Años, el absolutismo comenzó a tomar una forma reconocible; el
Estado, secular y centralizado, reemplazó a las instituciones y conceptos políticos feudales como instrumento
de poder e influencia mundial. A través de los esfuerzos de los cardenales Richelieu y Mazarino, Francia entró
en escena como la primera gran potencia moderna. En 1661, cuando Luis XIV asumió el gobierno del país,
comprendió que sólo se podrían conquistar nuevos territorios mediante la movilización de los recursos
económicos y militares de todo el Estado. La serie de guerras que provocó en Europa no pudieron transformar
sus sueños más audaces en realidades, pero el esfuerzo en sí mismo habría sido imposible sin las políticas
económicas mercantilistas de Jean-Baptiste Colbert y la creación de un gran ejército permanente. La vasta
burocracia civil y militar que inevitablemente llevaba consigo la ambición territorial desenfrenada del monarca
francés pronto comenzó a tomar vida propia, y, aunque el rey pudo haber creído que él era el Estado, de hecho
se había convertido en su principal servidor. La aristocracia francesa corrió una suerte similar. Cuando la
diversidad feudal cayó víctima del racionalismo burocrático, los aristócratas fueron obligados a ceder el poder
político a los funcionarios de la burocracia estatal, llamados intendentes. En España, la muerte de Carlos II sin
sucesor provocó la guerra de Sucesión. La llegada de la nueva dinastía de los Borbones coincidió con la
implantación del absolutismo. Felipe V abolió los fueros de los distintos reinos, se extinguieron las Cortes y se
centralizó el poder basado en una férrea burocracia.
La centralización del Estado
Otros monarcas europeos emularon rápidamente el absolutismo francés. El zar Pedro I el Grande dedicó sus
energías a transformar Rusia en una importante potencia militar. Como parte de este programa de
occidentalización creó un Ejército y una Armada permanentes, estimuló el estudio de la tecnología occidental
e insistió en que la nobleza se definiera por el servicio al Estado. Tomó, además, medidas para racionalizar la
administración del gobierno. Estos esfuerzos se coronaron con éxito cuando Rusia derrotó a Suecia en la
guerra del Norte (1700-1721). Pedro y sus sucesores, acomodados en su nueva capital, San Petersburgo, no
pudieron ser excluidos durante más tiempo de la ecuación política de Europa. Ni tampoco Prusia, donde la
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estructura política fruto de su evolución histórica era similar a la de los estados más centralizados: la guerra y
el impulso expansionista dictaron la concentración del poder, la normalización de los procedimientos
administrativos y la creación de un Ejército moderno y permanente.
El precio a pagar por el fracaso en la centralización del poder político era la decadencia política, como se
manifestó en Polonia y el Imperio otomano. La persistencia de la independencia aristocrática debilitó tanto a
Polonia que finalmente fue repartida en tres ocasiones (1772, 1793, 1795) por los estados vecinos de Austria,
Prusia y Rusia. Los turcos, en otras épocas temidos conquistadores del sureste europeo, fueron incapaces de
impedir que los jenízaros y funcionarios provinciales usurparan el poder que una vez perteneció al sultán.
Como consecuencia, el Imperio otomano entró, antes del final del siglo XVIII, en un proceso que le acabó
convirtiendo en el ‘enfermo de Europa’.
De las guerras que asolaron Europa entre 1667 y 1721, surgió un sistema estatal que, en general, sobrevivió
hasta 1914. Al comienzo del periodo, Francia permaneció de forma incontestada como la potencia militar más
poderosa de Europa; sin embargo, en la segunda década del siglo XVIII aproximadamente, Gran Bretaña,
Austria, Rusia y Prusia se convirtieron en potencias con las que había que contar. En lugar de ser un imperio
francés, Europa se organizó como un grupo de grandes potencias en equilibrio político. La estabilidad política
se convirtió en un principio de la diplomacia europea (conocida con el nombre de ‘concierto europeo’) y en
una contestación efectiva a cualquier agresión que tuviera por objeto la hegemonía continental.
La visión secular del mundo
Junto a la secularización de la política hubo una secularización del pensamiento. La revolución científica del
siglo XVII sentó las bases de una visión del mundo que no dependía de las asunciones y categorías cristianas.
Al liberarse de la teología, los filósofos descubrieron nuevos aliados en la ciencia y las matemáticas. Para
pensadores como Francis Bacon y el filósofo francés René Descartes, el destino del alma era menos
importante que el funcionamiento del mundo natural, y aunque Bacon era empirista y Descartes un
racionalista, ambos creían que el poder de la razón humana, utilizado correctamente, se imponía a la autoridad.
Entre los distintos creadores del pensamiento moderno, ninguno fue más importante ni más celebrado que el
físico inglés Isaac Newton, que descubrió una explicación mecánica que abarcaba todo el universo sobre la
base de la ley de la gravedad universal. El respeto que Newton inspiró a los filósofos del siglo XVIII
difícilmente puede ser exagerado. Determinados a popularizar una imagen del mundo científica y a adaptar sus
métodos a la tarea de la crítica social y política, las principales figuras de la Ilustración pusieron los problemas
del mundo directamente en el centro de su actividad intelectual. En el compendio más famoso del pensamiento
ilustrado, la Enciclopedia (1751-1772), Denis Diderot (el editor), Jean d’Alembert, Voltaire y otros autores
cuestionaron la concepción religiosa del mundo y abogaron por el humanismo científico basado en la ley
natural.
El despotismo ilustrado
Durante la segunda mitad del siglo XVIII, la ilustración se alió con el absolutismo. Inspirados por los
filósofos, monarcas absolutos como Federico II el Grande de Prusia, José II de Austria y Catalina II de Rusia,
se modelaron a sí mismos en el ideal del rey filósofo e intentaron, con distintos niveles de éxito, utilizar el
poder al servicio del bien común. A pesar de su sinceridad, su mayor éxito fue radicalizar aún más el
absolutismo. Bajo su mando, el particularismo político continuó su retirada ante el avance de la uniformidad
legal a través de los códigos de leyes y las regulaciones administrativas y burocráticas. Efectivamente, hubo un
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resurgir aristocrático durante el siglo, pero los aristócratas debían su nueva vitalidad a su obligación de servir
al Estado. En resumen, bajo los monarcas absolutos ilustrados la centralización del poder se desarrolló
rápidamente; en un auténtico esfuerzo por mejorar el bienestar de sus súbditos, los déspotas ilustrados
introdujeron aún más el poder del Estado en la existencia diaria. En España, bajo Carlos III florecieron las
artes y las letras amparados por gobiernos dirigidos por políticos excelentes, como el conde de Aranda, el
conde de Campomanes, Gaspar Melchor de Jovellanos y el conde de Floridablanca, amigos y seguidores de
los ilustrados franceses y de los nuevos ideólogos ingleses.
La era de las revoluciones
Hacia finales del siglo XVIII la concentración de poder en manos del monarca comenzó a ser desafiada. La
rebelión europea contra el absolutismo se intensificó con el éxito de la guerra de la Independencia
estadounidense y la creación de los Estados Unidos y por el auge de la burguesía inglesa, el cual coincidió con
la Revolución Industrial. Esta rebelión cristalizó por primera vez en Francia, en 1789, y desde allí se extendió
por todo el continente durante el siglo siguiente.
La Revolución Francesa
La Revolución Francesa abarcó una serie de acontecimientos que transformaron la atmósfera política, social
e ideológica de la Europa moderna. Estos hechos comenzaron cuando la aristocracia, que rehusó a pagar
impuestos, obligó al rey Luis XVI a restablecer los moribundos Estados Generales en la primavera de 1789.
Pocos sospechaban que esta decisión desataría fuerzas elementales e irresistibles de descontento. Aunque
tenían diferentes fines, aristócratas, burgueses, sans-culottes (los habitantes pobres de las ciudades) y
campesinos se unieron en la resolución de alterar las condiciones de su existencia. Junto a esta declaración de
sus intereses, un cuerpo de ideas y teorías políticas heterogéneas orientó las energías revolucionarias, en
particular, la doctrina de Jean-Jacques Rousseau de la soberanía popular que influyó en los líderes más
capaces del tercer estado (el pueblo llano). Cuando la Asamblea Nacional proclamó la Declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano en agosto de 1789, pretendía advertir al resto de Europa que había
descubierto unos principios de gobierno universalmente válidos.
El reinado del Terror
La monarquía constitucional que había surgido en 1791 era tan insatisfactoria para el rey como para los
jacobinos, una facción de los revolucionarios. En la Asamblea Legislativa (1791-1792), éstos y los girondinos
(otra facción revolucionaria menos radical) propugnaron establecer una república, al mismo tiempo que
preparaban una declaración de guerra contra Austria (abril de 1792). Cuando las tropas francesas sufrieron
reveses iniciales, la temperatura revolucionaria subió todavía más y, en septiembre, la recién formada
Convención Nacional proclamó la República en Francia. El 21 de enero de 1793, Luis XVI fue ejecutado y
durante el año y medio siguiente, el país fue gobernado por dirigentes revolucionarios, cuyos sueños de
perfección moral y odio a la hipocresía inspiraron un periodo conocido como reinado del Terror, que convirtió
a la guillotina en el símbolo del mesianismo político. La furia moral del Comité de Salvación Pública no
conoció fronteras territoriales, y sus miembros llevaron a cabo una escalada de guerras contra una coalición de
potencias europeas cuyo absolutismo chocaba con sus ideales revolucionarios. Su éxito puede atribuirse en
parte a la conscripción obligatoria instituida en agosto de 1793, que demostró el terrible potencial militar de
una nación en armas. No obstante, el miedo invadió finalmente al propio Comité; en julio de 1794 Maximilien
de Robespierre, su máximo dirigente, fue arrestado y ejecutado. Durante la reacción posterior, los franceses
olvidaron pronto ‘la república de la virtud’ y dieron la bienvenida a una nueva etapa casi como un símbolo de
libertad.
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Llegada de Napoleón al poder
El gobierno del Directorio, muy difamado, intentó asimilar los elementos menos controvertidos de la
herencia revolucionaria y llevar un coup de grace (golpe de gracia) al mesianismo jacobino. El Directorio,
determinado a alentar las carreras de hombres de talento, hizo posible el rápido acceso al poder de Napoleón
Bonaparte. Con la connivencia de dos directores, Napoleón preparó un golpe de Estado en noviembre de 1799,
gobernó de forma autoritaria y se coronó emperador en 1804. Napoleón, un estudiante que llegó a la mayoría
de edad durante la Revolución, está considerado como el último de los monarcas absolutistas. Como parte de
su plan para extender los principios de la Revolución Francesa, promulgó el Código napoleónico, un sistema
codificado de leyes, y puso la educación bajo control estatal. Entre los principios revolucionarios de libertad e
igualdad, prefirió este último en el conocimiento de que sólo sería estimulado por una autoridad central fuerte.
Las Guerras Napoleónicas
En los asuntos exteriores, Napoleón renovó el expansionismo de Luis XIV con un convencimiento firme de
algunos principios ilustrados. Abolió los antiguos privilegios feudales e impuso la igualdad legal en los
territorios, que se extendían por la mayor parte de la Europa continental y que añadió al Imperio francés por la
fuerza de las armas. En su pasión por la centralización del poder, sacrificó las complejidades históricas en
favor de las exigencias de la comodidad administrativa, como por ejemplo en la creación de la Confederación
del Rin.
Lo que Napoleón no acertó a apreciar fue hasta qué punto las unidades administrativas más grandes y las
reformas igualitarias promovían la conciencia nacional. Al igual que su éxito dependía del entusiasmo
nacional francés, su caída fue provocada por el desarrollo de la conciencia nacional de otros pueblos europeos.
Las Guerras Napoleónicas (1799-1815) se diferenciaron de las de Luis XIV en que no eran simplemente entre
Estados, sino entre Estados nacionales. Tras una serie de desastres (sobre todo la campaña de Rusia y la
interminable ‘guerra peninsular’ en España y Portugal), Napoleón fue derrotado y el poder europeo recobró un
equilibrio más adecuado; los llamados Cien Días (1815) que siguieron a su huida de Elba y culminaron en la
batalla de Waterloo un año más tarde, constituyeron su desesperada y arriesgada jugada final. Al igual que los
dirigentes de la Revolución, Napoleón había incrementado el poder del Estado centralizado y le añadió una
explosiva mezcla de nacionalismo.
Liberalismo, nacionalismo y socialismo
Tras la derrota de Napoleón, los aliados victoriosos se reunieron en Viena, decididos a restaurar el antiguo
orden. El ministro de asuntos exteriores austriaco Klemens von Metternich, que defendía el principio de
legitimación, restauró a los Borbones en Francia, aseguró la hegemonía de los Habsburgo en las zonas de
habla alemana e italiana de Europa central y forjó un acuerdo general para vigilar el continente contra
cualquier alteración revolucionaria. Metternich trató de ayudar al monarca absolutista español Fernando VII en
sus pretensiones de recuperar sus dominios americanos, pero tuvo que enfrentarse a la resistencia de los
ingleses, que apoyaban a los insurgentes en la América española. No obstante, su autoritaria actuación sólo fue
una acción de contención. Las ideas revolucionarias europeas siguieron actuando en la sombra, conspirando
con la ayuda del auge de la industrialización y una población en rápido crecimiento para impedir cualquier
intento de vuelta atrás.
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Los románticos
La imaginación romántica resultó afectada por el drama conmovedor de la revolución y la guerra. Los
románticos, que rechazaron el cálculo racional y el control clásico, inventaron un Napoleón idealizado y
confirieron al liberalismo, al socialismo y al nacionalismo un fervor emotivo. Como herederos de la ilustración
y representantes de la burguesía, los liberales (concepto acuñado en las Cortes de Cádiz, en 1812) hicieron
campaña en favor del gobierno constitucional, la educación secular y la economía de mercado, que liberaría a
las fuerzas productivas del capitalismo. Su llamamiento, aunque real, se limitaba sólo a un segmento
relativamente pequeño de la población y pronto fue eclipsado por el mensaje de ideologías rivales, en parte a
causa de su indiferencia hacia la cuestión social, a la que socialistas utópicos como Charles Fourier, Henri de
Saint Simon y Robert Owen ofrecieron provocativas, si bien fantásticas, respuestas. Y lo que es más, el
liberalismo fracasó en generar el tipo de entusiasmo exaltado que surgió con la aparición de la conciencia
nacional. Activado por la Revolución Francesa, Napoleón y las obras del historiador alemán Johann Gottfried
von Herder, el nacionalismo romántico superó a todas las ideologías en liza, en especial al este del Rin.
Mientras el cristianismo empezaba a perder su influencia sobre las vidas individuales, dirigentes como
Giuseppe Mazzini, en Italia y Adam Mickiewicz, en Polonia fueron capaces de imponer en la conciencia
nacional un carácter mesiánico. En España, la revolución liberal que implantó la primera Constitución duró
muy poco. El rey Fernando VII volvió a implantar el absolutismo en 1814 y tuvo que enfrentarse a la revuelta
de los liberales, que lograron imponer su política entre 1820 y 1823, durante el llamado Trienio Liberal.
Revoluciones y socialismo científico
A pesar de la vigilancia de Metternich, algunas de estas ideologías no pudieron ser eliminadas y entre 1815 y
1848 Europa fue sacudida por tres crisis revolucionarias. En 1848 las llamas de la revuelta se extendieron a lo
largo de toda Europa, con la excepción de Gran Bretaña, Rusia y la península Ibérica. Sin embargo, cuando las
cenizas se enfriaron finalmente, estaba claro que la revolución romántica se había consumido a sí misma.
Efectivamente, Metternich había sido expulsado de Austria y en Francia se había proclamado la Segunda
República francesa, pero la mayoría de los levantamientos fracasaron, y los sueños revolucionarios se habían
frustrado para convertirse en realidades. No obstante, la época de la Restauración llegó a su fin. Los
ferrocarriles, la industrialización y la próspera población urbana estaban alterando el paisaje de Europa al
mismo tiempo que el pensamiento materialista comenzó a desafiar la primacía romántica de la poesía y la
filosofía. La ciencia se estaba convirtiendo en un lema, la garantía del progreso inexorable. En 1851, la Gran
Exposición de Londres rindió homenaje a los logros técnicos del siglo. Charles Darwin, a pesar de su visión de
una naturaleza salvaje, predicó la “supervivencia de los más aptos”. Karl Marx y el revolucionario alemán
Friedrich Engels se mofaron del socialismo utópico y elaboraron un socialismo ‘científico’ fundamentado en
propuestas más radicales de transformación de la sociedad.
La política pragmática
En política, la antorcha pasó a los partidarios de la realpolitik (en alemán, ‘política pragmática’). Así, el
liberal, pero pragmático, Camillo Benso di Cavour tuvo éxito donde Mazzini había fracasado; unificó Italia al
combinar una hábil diplomacia con el uso de ejércitos regulares. Al rechazar el desafío cerrado a compromisos
del revolucionario húngaro Lajos Kossuth, el político húngaro Ferenc Deák negoció la autonomía de Hungría
en el contexto de la monarquía de los Habsburgo. En Francia, Napoleón III forjó un gobierno autoritario en el
que aunó progreso económico (industrialización) y social (programas de bienestar público) con disciplina
política y orden social. Por otra parte, se produjo el hecho más importante del tercer cuarto de siglo, cuando
Otto von Bismarck unificó Alemania. Convencido de que las grandes problemas de su tiempo sólo podrían ser
resueltos con “sangre y hierro”, utilizó las guerras contra Dinamarca, Austria y Francia para convertir el nuevo
Estado nacional alemán en una de las principales potencias de Europa. Sin embargo, incluso el legendario
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canciller, un patriota prusiano indiferente a las ideologías, fue obligado a hacer concesiones a los socialistas y
los liberales. Su fracaso final en el empeño por aislar la diplomacia de la pasión nacional preparó el camino de
la IGuerra Mundial.
En España, el siglo XIX, tras la muerte de Fernando VII, la pérdida de todos los dominios americanos y el
enfrentamiento entre liberales y conservadores fue un época de graves convulsiones políticas. La Gloriosa
Revolución de 1868 provocó la caída de la monarquía de Isabel II, el advenimiento de la Primera República y
la Restauración de la monarquía, en 1874, con el reinado de Alfonso XII, hijo de Isabel II.
El siglo XX
Para la mayoría de los europeos la época comprendida entre 1871 y 1914 fue la Belle Époque. La ciencia
había hecho la vida más cómoda y segura, en un principio el gobierno representativo había conseguido una
gran aceptación y se esperaba con confianza el progreso continuo. Orgullosas de sus logros y convencidas de
que la historia les había asignado una misión civilizadora, las potencias europeas reclamaron enormes
territorios de África y Asia para convertirlos en sus colonias. No obstante, algunos creían que Europa estaba al
borde de un volcán. El novelista ruso Fiódor Dostoievski, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, el psiquiatra
austriaco Sigmund Freud y el sociólogo alemán Max Weber advirtieron sobre el optimismo fácil y rechazaron
la concepción liberal de una humanidad racional. Tales presagios comenzaron a parecer menos excéntricos a la
luz de las dudas contemporáneas que suscitaba el consenso liberal. Un nuevo y virulento brote de
antisemitismo surgió en la vida política de Austria-Hungría, Rusia y Francia; en la cuna de la revolución, el
caso Dreyfus amenazó con derribar la Tercera República. Las rivalidades nacionales se exacerbaron por la
competición imperialista y el problema de las nacionalidades en la mitad húngara de la Monarquía Dual se
intensificó debido a la política de magiarización del gobierno húngaro y la influencia de las unificaciones
alemana e italiana en los pueblos eslavos.
Mientras, la clase trabajadora industrial crecía en número y fuerza organizada, y los partidos
socialdemócratas marxistas presionaban a los gobiernos europeos para equiparar las condiciones y las
oportunidades de trabajo. El emperador Guillermo II de Alemania apartó de su lado a Bismarck en 1890.
Durante dos décadas, el ‘canciller de hierro’ había servido como el “honesto corredor de bolsa” de Europa, al
realizar con gran destreza una asombrosa política de alianzas internacionales que permitieron el
mantenimiento de la paz en el continente. Ninguno de sus sucesores poseía la habilidad necesaria para
preservar el sistema de Bismarck, y cuando el emperador incompetente desechó la realpolitik en favor de la
weltpolitik (la política imperial), Gran Bretaña, Francia y Rusia formaron la Triple Entente.
Las guerras mundiales
El peligro alemán, junto a la rivalidad entre Rusia y Austria en los Balcanes, implicaba una actividad
diplomática que presentaba dificultades demasiado grandes para los mediocres funcionarios que dirigían los
ministerios de Asuntos Exteriores europeos en la víspera de 1914. Cuando el terrorista serbio Gavrilo Princip
asesinó al archiduque austriaco Francisco Fernando de Habsburgo el 28 de junio de 1914, no hizo sino
encender la mecha del barril de pólvora sobre el que se asentaba Europa.
La IGuerra Mundial
El entusiasmo con que los pueblos europeos saludaron el estallido de las hostilidades pronto se convirtió en
horror cuando las listas de bajas aumentaron y los objetivos limitados se volvieron irrelevantes. Lo que se
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había proyectado como una breve guerra entre potencias, se convirtió en una lucha de cuatro años entre
pueblos. En las últimas semanas de 1918, cuando finalmente terminó la guerra, los imperios alemán, austriaco
y ruso habían desaparecido, y la mayor parte de una generación de jóvenes murió. El que el presidente de
Estados Unidos, Woodrow Wilson, fuera la principal figura de la conferencia de paz de París (1919) demostró
ser una señal de lo que estaba por llegar. Decidido a convertir el mundo en un lugar “seguro para la
democracia”, Wilson había implicado a Estados Unidos en la guerra contra Alemania en 1917. Mientras
proclamaba su llamada a una Europa democrática, Lenin, el dirigente bolchevique que en el mismo año se
hizo con el poder en Rusia, llamaba al proletariado europeo a la lucha de clases y sentaba las claves
ideológicas de la revolución socialista. Ignorando ambas premisas ideológicas, Francia y Gran Bretaña
insistieron en una paz con reparaciones económicas, y Alemania, Austria, Hungría, Bulgaria y Turquía fueron
obligados a firmar tratados que no tenían nada que ver con sueños mesiánicos.
España, que había permanecido neutral, seguía arrastrando una profunda crisis de identidad, tras el desastre
de 1898, la guerra con los Estados Unidos, la pérdida de Cuba y Filipinas, y sus repetidos fracasos militares en
Marruecos. Pero a pesar de la neutralidad, la sociedad se dividió profundamente en dos bandos: los
‘aliadófilos’ frente a los ‘germanófilos’.
El periodo de entreguerras
En las postrimerías de la catastrófica guerra y de una epidemia de gripe que provocó veinte millones de
muertos en todo el mundo, muchos europeos creyeron, junto al filósofo Oswald Spengler, que eran testigos de
la ‘decadencia de Occidente’. Por supuesto, aún podían encontrarse signos de esperanza: se había fundado la
Sociedad de Naciones y se decía que en el este y el centro de Europa había triunfado el principio de la
autodeterminación. Rusia se había liberado de la autocracia zarista y Alemania se había convertido en una
república. No obstante, la Sociedad de Naciones ejerció poca influencia, y el nacionalismo continuó siendo
una espada de doble filo. La creación de Estados nacionales en Europa central llevaba consigo necesariamente
la existencia de minorías nacionales, porque la etnicidad no podía ser el único criterio para la construcción de
fronteras defendibles. Los zares habían sido reemplazados por los bolcheviques, que rechazaron reconocer la
legitimidad de cualquier gobierno europeo. Lo más importante fue, quizás, que el Tratado de Versalles, al
establecer que existía un culpable de la guerra, había herido el orgullo nacional alemán, mientras que los
italianos estaban convencidos de que les habían negado su parte legítima del botín de posguerra.
Benito Mussolini, al explotar el descontento nacional y el temor ante el comunismo, estableció una dictadura
fascista en 1922. Aunque su doctrina política era vaga y contradictoria, se dio cuenta de que, en una época en
la que la política dirigida a las masas estaba en pleno auge, una mezcla de nacionalismo y socialismo poseía el
mayor potencial revolucionario. En Alemania, la inflación y la depresión dieron a Adolf Hitler la oportunidad
de combinar ambas ideologías revolucionarias. A pesar de su nihilismo, Hitler nunca dudó de que el Partido
Nacional Socialista Alemán era el vehículo prometido a su ambición. Por su parte, el sucesor de Lenin, Stalin,
subordinó el ideario internacionalista de la revolución al concepto de la defensa de la patria rusa, y al
proclamar ‘el socialismo en un único país’, erigió un aparato gubernamental jamás igualado en omnipresencia.
La crisis española desembocó en el destronamiento pacífico de la monarquía, tras las elecciones municipales
de 1931. Pero la República fue contestada desde sus inicios por las fuerzas conservadoras y los sectores más
radicales del anarcosindicalismo; los poderes fácticos, la Iglesia y los terratenientes, provocaron con sus
continuos vetos y obstáculos gravísimos enfrentamientos políticos y sociales. En 1936 estalló una cruenta
guerra civil, que dividió de inmediato a la opinión pública en todo el mundo. Acabó en 1939 con el triunfo del
general Francisco Franco, que había tenido el apoyo decisivo de Hitler y Mussolini.
La IIGuerra Mundial
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Trabajo Práctico sobre Europa
Al afrontar la creciente beligerancia de estos estados totalitarios y el confirmado aislamiento de Estados
Unidos, las democracias europeas se encontraron a la defensiva. Bajo el liderazgo de Neville Chamberlain,
Gran Bretaña y Francia adoptaron una política de apaciguamiento, que sólo fue abandonada tras la invasión
alemana de Polonia el 1 de septiembre de 1939. Cuando la IIGuerra Mundial comenzó, las rápidas victorias
del ejército alemán persuadieron a casi todos, excepto a Winston Churchill, de que el ‘nuevo orden’ de Hitler
era el destino de Europa. Pero después de 1941, cuando Hitler ordenó el ataque a la Unión Soviética y los
japoneses bombardearon Pearl Harbor, soviéticos y estadounidenses se unieron a Gran Bretaña en un esfuerzo
común para obligar a Alemania a rendirse incondicionalmente. El rumbo de la guerra cambió en 1942 y 1943
y tras el desembarco y la batalla de Normandía, Alemania y sus restantes aliados sucumbieron al final de una
terrible lucha en los frentes oriental y occidental. En la primavera de 1945, Hitler se suicidó y una Alemania
arrasada se rindió a las potencias aliadas.
La era de posguerra
En los días finales de la guerra, las unidades militares de Estados Unidos y la Unión Soviética se encontraron
en su avance cerca de la ciudad alemana de Torgau. Este elocuente encuentro simbolizó la decadencia del
poder europeo y la división del continente en dos esferas de influencia, estadounidense y soviética. En poco
tiempo, la tensión y la sospecha engendrada por la proximidad geográfica de las dos superpotencias mundiales
tomó la forma de Guerra fría, una prueba de nervios que fue particularmente dura en el nacimiento de la era
atómica.
Enfrentamiento Este-Oeste
Al haber sufrido tremendas pérdidas durante la guerra, la URSS estaba decidida a establecer una zona de
seguridad en Europa oriental que la separara del mundo capitalista europeo. Entre 1945 y 1948, dictadores
apoyados por la Unión Soviética consiguieron el poder en el corazón de Europa, desgarrado por la guerra. En
Alemania, las zonas de ocupación aliadas comenzaron a transformarse en entidades políticas; en 1949, los
gobiernos de Alemania Occidental y Alemania Oriental ya se habían creado, con lo que simbolizaban la
división del continente. Alarmado por el establecimiento de gobiernos comunistas en Europa oriental y por la
vulnerabilidad de Europa occidental, que se encontraba en ruina económica, el secretario de Estado de Estados
Unidos, George C. Marshall, propuso un programa de ayuda de largo alcance destinado a acelerar la
recuperación económica europea. Éste, rechazado por los gobiernos de Europa Oriental bajo la hegemonía de
la Unión Soviética, posibilitó una milagrosa recuperación económica de Europa Occidental. La creación de la
Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) evidenció aún más la dependencia europea de Estados
Unidos.
Al rechazar la invitación de Hitler a participar en la guerra, el general Franco logró mantenerse neutral, pero
no consiguió ganarse la simpatía de los ‘aliados’, que le negaron los beneficios y las ayudas del Plan Marshall.
Entre 1945 y 1953 el gobierno español tuvo que soportar el ostracismo internacional, tras ser rechazada su
presencia en las organizaciones internacionales del mundo occidental.
Los Estados europeos, que ya no eran dueños de sus destinos, en especial Francia y Gran Bretaña, fueron
forzados a desmantelar sus imperios. Durante las primeras dos décadas de la posguerra tuvo lugar un
impresionante proceso de descolonización, que fue preparado en parte por el auge de los movimientos
nacionales en Asia, África y Oriente Próximo en el periodo de entreguerras. Esta decadencia del imperialismo
y el colonialismo reflejó la crisis europea, tanto espiritual como política. Las aplastantes revelaciones en
relación con los campos de concentración nazis y los dolorosos recuerdos de colaboración se transformaron en
un sentimiento de culpabilidad generalizada. Para muchos, el existencialismo del filósofo francés Jean Paul
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Trabajo Práctico sobre Europa
Sartre representó la última palabra en lo concerniente a la condición humana.
Resistencia al control soviético
No obstante, Europa demostró ser muy resistente. Casi desde el principio, los dirigentes soviéticos
aprendieron que el fuerte orgullo nacional que anima a los pueblos de la Europa Oriental no podía ser
suprimido fácilmente. En 1948 fueron incapaces de impedir que Josip Broz Tito (un combatiente de la
resistencia comunista), se embarcara en una aventura distinta: el socialismo autogestionario en Yugoslavia .
En 1953, el año de la muerte de Stalin, los alemanes orientales se amotinaron, y en 1956 los húngaros libraron
una heroica batalla (destinada al fracaso) contra los soviéticos. En 1968, de nuevo el control soviético fue
puesto a prueba en Checoslovaquia, donde el dirigente comunista Alexander Dubcek comenzó la
liberalización de la vida checa durante el breve periodo conocido como la primavera de Praga. Otra vez las
fuerzas militares soviéticas, junto a tropas de otros países del Pacto de Varsovia, aplastaron el experimento del
‘socialismo con rostro humano’, pero voces de resistencia y reforma continuaron haciéndose oír. La propia
URSS tuvo que hacer frente a las presiones nacionalistas cuando algunas de sus repúblicas comenzaron a
rechazar el gobierno central.
En España, a partir de 1953, el general Franco supo sacar ventaja de su proclamado anticomunismo, y
consiguió reanudar relaciones y contactos con los gobiernos occidentales e iniciar su entrada en todos los
organismos, empezando por la UNESCO en ese mismo año.
Resistencia a la influencia estadounidense
Los estadounidenses, que habían sido mucho mejor recibidos que los soviéticos, trataron a los europeos como
aliados en la Alianza Atlántica. Algunos, en cambio, percibieron los peligros de la influencia de Estados
Unidos. Éste fue el caso del general Charles de Gaulle, que se convirtió en el presidente de la V República de
Francia en 1959. Al negarse a conceder a Estados Unidos una presencia permanente en Europa Occidental, De
Gaulle interrumpió la colaboración francesa con la OTAN y comenzó a desarrollar una fuerza disuasoria
nuclear propia. Debido a la relación especial que Gran Bretaña mantenía entonces con Estados Unidos, el
presidente francés vetó la candidatura británica a la Comunidad Económica Europea (CEE) o Mercado
Común. De Gaulle, que veía a Europa extenderse del Atlántico a los Urales, abogó por una inestable
federación de estados independientes (L’Europe des patries). A esta visión se oponían aquéllos que
consideraban que era necesaria y posible una unión más integral. El primer paso en esa dirección había sido
tomado en 1951, cuando Francia, la República Federal de Alemania, Italia y los Países Bajos se pusieron de
acuerdo en establecer el Mercado Común del Carbón y el Acero. A esto le siguió en 1957 la formación de la
Comunidad Económica Europea. Aunque tuvo un considerable éxito económico, el Mercado Común no
evolucionó hacia la unión política europea tan rápidamente como algunos de sus fundadores habían esperado.
En 1975, tras la muerte de Francisco Franco, se inició en España un periodo de transición, que culminó en las
primeras elecciones libres de 1977 y la proclamación de una Constitución democrática en 1978.
El futuro de Europa
A principios de la década de 1980, cuando el sindicato polaco Solidaridad estaba en pleno apogeo, el
gobierno, con el apoyo soviético, declaró la ley marcial y encarceló a muchos de los disidentes anticomunistas.
A finales de la misma década, sin embargo, las condiciones económicas de Europa Oriental se deterioraban tan
rápidamente que los gobiernos comunistas no pudieron retener por más tiempo la ola de protestas públicas.
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Durante 1989 y 1990, las elecciones libres dieron lugar a gobiernos democráticos en Polonia, Hungría y
Checoslovaquia. A finales de 1989 la línea divisoria entre Este y Oeste, el muro de Berlín, fue derribado; el
régimen de la República Democrática Alemana se disolvió, y en octubre de 1990 Alemania Oriental fue
absorbida por la Alemania Occidental (República Federal de Alemania). En septiembre de 1991 la
independencia de tres repúblicas bálticas de la Unión Soviética, Estonia, Letonia y Lituania, fue reconocida a
nivel internacional; la URSS también aceptó antes del final de 1991 la independencia del resto de las
repúblicas soviéticas, lo que significó su total desintegración. La Comunidad de Estados Independientes (CEI),
formada en diciembre de 1991 por prácticamente todas las antiguas repúblicas soviéticas, fue la sucesora de la
URSS.
El desarrollo político en Europa y la antigua URSS provocó un importante cambio que afectó a la presencia
militar estadounidense en el continente. A finales de 1995, el Ejercito estadounidense había reducido sus
instalaciones militares en Europa de un total de 893 a 319.
En Europa Occidental, el final de la Guerra fría levantó esperanzas de cooperación total, e incluso de amistad
entre Este y Oeste. Estas perspectivas se ensombrecieron, no obstante, con la creciente inestabilidad de las
antiguas repúblicas soviéticas y por el estallido de la guerra entre serbios y croatas en Croacia, y serbios,
croatas y musulmanes en Bosnia-Herzegovina. En abril de 1992, cuatro de las seis repúblicas constituyentes
de Yugoslavia (Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina y Macedonia) habían declarado su independencia, y
las dos restantes (Serbia y Montenegro) se habían unido y constituido una nueva Yugoslavia. En cambio, la
comunidad internacional se negó a reconocerla como Estado soberano. La guerra continuó hasta 1996, tras la
firma de los Acuerdos de Dayton entre los bandos enfrentados.
El 1 de enero de 1993, asimismo, Checoslovaquia se dividió en dos repúblicas distintas, la República Checa y
Eslovaquia.
Por su parte, los países miembros de la Comunidad Europea (ahora llamada Unión Europea) habían
establecido en un principio el 1 de enero de 1993 como fecha límite para la integración económica. El tratado
de la Unión Europea o Tratado de Maastricht, diseñado para intensificar la integración política y económica de
la Comunidad Europea, fue ratificado finalmente por los doce miembros de la Unión Europea en 1993. Ésta
eliminó la mayor parte de las fronteras comerciales interiores y permitió la libre circulación de ciudadanos de
la Unión, además de elegir a la ciudad alemana de Frankfurt como sede del nuevo Instituto Monetario
Europeo. Pero los planes para adoptar políticas de defensa común a través de la Unión Europea Occidental y
crear una moneda única a finales del siglo XX se han retrasado. En mayo de 1994, Finlandia, Suecia y Austria
solicitaron su ingreso en la Unión Europea (UE), que se hizo efectivo en 1995. El 15 de diciembre de 1996 se
aprobó el estatuto jurídico del euro (nombre adoptado un año antes para la futura moneda única europea), el
nuevo Sistema Monetario Europeo (SME) y el llamado Pacto de Estabilidad, por el que los estados miembros
deben continuar sus respectivas políticas de convergencia una vez que, en 1999, comience a utilizarse el euro.
En 1993 Europa sufrió una recesión económica y un alto nivel de desempleo. Además, el flujo de exiliados y
refugiados procedentes de Europa suroriental y el norte de África provocó una escalada del nacionalismo
racista y xenófobo y de rechazo contra los inmigrantes, especialmente en la Alemania reunificada. Pero el
proceso irreversible tendente a la eliminación de fronteras dentro de la Unión Europea, la solicitud de ingreso
en la misma realizada por países del antiguo bloque del Este y la apertura en 1994 del túnel del Canal de la
Mancha, que une Dover y Calais, después de más de cinco años de construcción, son algunos buenos ejemplos
del espíritu favorable a la cooperación y al entendimiento entre los pueblos y los ciudadanos del Viejo
Continente.[1]
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Trabajo Práctico sobre Europa
[1]"Europa", Enciclopedia Microsoft® Encarta® 99. © 1993-1998 Microsoft Corporation.
Reservados todos los derechos.
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