A unos días Ha permanecido, no se ha apagado y sigue de pie. A pesar del clima de la zona regia que, es impredecible. Por la mañana puede refrescarnos una fresca brisa, acercándose al mediodía asomarse un sol fuerte e incansable, y al atardecer sorprendernos con una fuerte tormenta eléctrica con lluvia y granizo, que se disipa con el viento del norte y deja ver el claro cielo iluminado de estrellas y constelaciones por la noche. Aunque ni eso detiene a Juan Torres Ayala, “Don Juanito” para quienes ya lo conocen, quien por 61 años ha vivido aquí. Nació un 18 de abril de 1955, justamente en Rayones, Nuevo León, y desde entonces aquí ha permanecido fiel a su tierra. Pero hoy, después de 40 años de servicio, amenaza con irse. En el calendario está marcada la fecha de su jubilación: 30 de junio del 2016. Don Juanito se considera “de rancho y norteño”. Vivir en el rancho es algo que nadie le va a venir a contar, él sabe perfectamente qué significa. Su padre, Jesús Torres Sandoval “Don Chuy” tenía una parcela donde criaban a más de 500 chivas y 50 vacas. Pero quizá su tarea que más disfrutaba no era hacerse cargo de todo el ganado, sino disfrutar a sus 13 hijos, de quienes Don Juanito fue el último, como llamamos comúnmente “el pilón”. Suponemos que la señora Rosa Ayala Sánchez, su madre, tenía una gran tarea al educar a sus hijos. Ella los apoyó y los llevaba a la primaria. “Me gustaba mucho cantar en la primaria” dice don Juanito, a quien sus amigos de la infancia lo recuerdan con una típica canción “El muchacho alegre” que también cantaba Pedro Infante; siempre entonaba a todo pulmón, así como si estuviera acompañado del mariachi y de Pedrito mismo: “Si quieres saber quién soy pregúntenselo a cupido yo soy el muchacho alegre del cielo favorecido…” “Me gustaba mucho la música ranchera, típica de aquí del norte” como buen norteño. Ir a las ferias a comer un antojito, o escuchar el grito de independencia de todos los 15 de septiembre, eran parte de sus pasatiempos favoritos, aunque dice que ya casi no va porque prefiere descansar en casa con su familia. Y también le gustaba ir con su abuela, como a muchos otros. Ella vivía en Laguna de Labradores y ahí se quedaba algunos días, casualmente porque había cine. Le encantaba al cine, dice que iba dos o tres veces por semana. En aquel tiempo las salas de cine eran grandes. Vivió en Rayones hasta los 15 años, cuando decidió irse a Montemorelos a buscar un nuevo trabajo. A su corta edad, quizá no sabía hacer mucho, pero estaba dispuesto a aprender de todo. Y así fue, le entró a todo: un tiempo vendió paletas de hielo, estuvo ayudando en una huerta y lavaba carros. Pero “el muchacho alegre” no contaba con que algún día le llegaría el amor; conoció a una muchacha de la que se enamoró, y no la pensó dos veces. Se decidió y el 2 de diciembre de 1974 se casó con Elvira Hernández Escobedo. Con la muchacha enamorada tuvo dos hijas, la primera la tuvo al año de casado y se llama Janet, y la más chica llamada Maritza fue seis años después. Por allá en el 77 estuvo encargado por once años del “Ojo de agua” que es propiedad de la Universidad de Montemorelos. “Me hizo daño el cloro, por todos esos años estuve limpiando con hipoclorito y en ocasiones lo resiento en mis vías respiratorias”. En el 88 hizo algo totalmente diferente. Fue chofer de camiones de la universidad y lo traían para todos lados: campamentos, retiros espirituales, camporees, eventos; el camión siempre lleno de maletas y chamacos. Pero la actividad que más disfrutaba, aunque él dice que no aportaba mucho, era la obra misionera que el departamento de Planta Física y el Hospital La Carlota hacían en Linares. Él dice que no le gusta mucho hablar en público, es un poco tímido, pero todos estaban agradecidos de que los transportara y al terminar regresaban cansados pero muy contentos por la obra que hicieron y le contaban todo lo que hicieron: esa era la mejor recompensa para él. Y desde el año 2000 ha trabajado en lo que ahora hace: en el departamento de planta física, área plomería, que es un oficio que aprendió desde joven. Él ayuda para que todo lo que tenga que ver con plomería en la universidad esté funcionando correctamente. Y algo que lo distingue es su habilidad para enseñar. “Hay que enseñar a las personas, cómo se debe hacer para que quede bien hecho” son sus palabras, quien siempre ha tenido alguien a su lado para adiestrar y aconsejar. Pero él no se limita simplemente a la relación de trabajo. Sus compañeros lo califican como “una muy buena persona, humilde y servicial” Esaú Camacho es – y será – su último compañero de trabajo. El joven de 29 años cuenta que ha trabajado junto a don Juanito por 3 años seguidos. Dice que cuando empezó no tenía mucho conocimiento, pero que fue enseñándole con mucha paciencia cómo hacer las cosas. “Ahora que ya se va, me quedo con las ganas que él siempre tenía de hacer bien las cosas, con empeño y como deben de ser; él es una persona muy buena y un amigo de verdad” comparte Esaú. En el dormitorio 4 de señoritas universitarias siempre es bien recibido, él dice “siempre me hacen fiesta cuando llego” y no se equivoca. Cuando entra de la recepcionista, quien le da los reportes y pregunta qué hace falta arreglar. Sus botas de trabajo, llenas de lodo, no causan molestia, sino agradecimiento y orgullo. Valdría la pena trapear ese pasillo las veces que fuera necesario a cambio de ese excelente servicio. Hay algunas personas que han influenciado en su comportamiento y ha aprendido mucho de ellas. Recuerda a dos jefes de departamento que tuvo anteriormente y que lo han impulsado a hacer bien el trabajo. Cuenta del Ing. Meza, quien de él aprendió a que no se necesita tratar con soberbia o prepotencia a los empleados, sino cono amor y respeto. Dice que cuando le llamaba la atención y lo citaba en su oficina por algo que hizo mal o no supo hacer, lo regañaba riéndose, y que a fin de cuentas llegaban a buenos acuerdos. También recuerda a Harry Vega, quien siempre lo recibía todas las mañanas con un fuerte saludo y lo motivaba a ser un buen trabajador. Aunque dice que Dios siempre lo ha cuidado y protegido, Don Juanito ha estado en algunos peligros. Fue un verano del año de 1992 cuando iba conduciendo el camión de la basura. En el dormitorio 2 habían quemado unos libros y papeles en botes de fierro que antes se usaban. Ya habían pasado unos días y les habían echado agua, así que pesaron que ya podían vaciarlo al camión. Vaciaron los botes y terminando de recolectar toda la basura, se dirigieron al basurero como de costumbre. En la calle, un carro se detuvo y le dijo: “Hey, ¡Te vas quemando!”. En ese instante vio al retrovisor, y pudo percibir el humo que salía de la caja del camión. No podía tirarlo en medio de la calle, pero su vida estaba en peligro. Así que decidió avanzar unas cuantas cuadras más hasta las vías del tren donde volteó la caja y tiró la basura ya casi incendiada. Pero con lo que no contaba era que la llanta extra que estaba amarrada, se estaba incendiando también, así que tuvo que sacar fuerzas y arrancó la llanta, y se lastimó un poco la espalda. “La vi cerca” dice don Juanito al recordar ese momento donde pudo haber sufrido un grave accidente, pero dice que Dios siempre lo ha acompañado. Hoy es uno de los últimos días en el que se levantará a las 6 de la mañana en punto para tomar su uniforme, gorra y botas para dirigirse a trabajar. Siempre llega media hora antes de la entrada, que es a las 8, para estar presente en el devocional, al que nunca falta. Terminando empieza su jornada de trabajo, donde arregla tuberías, destapa baños, coloca piezas y mil cosas más. Toma un breve descanso de hora y media para comer y refugiarse del calor, para tomar energías y seguir con la jornada. Al regresar a casa, ve a su esposa quien tiene lista la cena y revisa si hay algo en lo que pueda ayudar a sus vecinos y amigos, “algo de lo que yo pueda y sepa hacer”. A más tardar, a las 10 de la noche está listo para dormir. “Hay que hacerlo. Uno no se puede quedar parado sólo observando, Hay que ayudar, ver qué se necesita” esta actitud ha sido la que lo ha distinguido toda su vida: el servicio. Sea como empleado, plomero, chofer, amigo, padre y esposo, siempre está dispuesto, allí está al pendiente. Es por eso que se ha ganado el respeto y admiración de todos los que le rodean. Disfruta de ayudar a los demás cuando se encuentran en problemas, y pone en práctica sus conocimientos: desde arreglar una tubería que está tirando litros de agua hasta dar un consejo de amigo a amigo. Ya cerca su jubilación, puede visualizarse disfrutando a sus cuatro nietos: Yahaira, Yuritzi, Elien y Gema, que es la más pequeña y traviesa, pero eso sí, nunca dejar de ayudar a quien necesite de su apoyo, ya sea con el trabajo que él sabe hacer o con unas simples palabras de aliento. Y a estas alturas de la vida, el cuerpo se cobra factura. Don Juanito dice que su doctor le advirtió que algunos problemas en su columna y que ya no puede cargar muchas cosas pesadas, y también recuerda el uso del cloro por largo tiempo y que le hizo daño. Pero usando su frase “hay que hacerlo” no deja que esto le impida para que siga trabajando como si tuviese 20 años. Tan así fue que hace unos meses le sacaron una muela, y aunque estaba en todo su derecho de faltar a su trabajo, no lo hizo. Sus compañeros de trabajo sabían de su condición y no le permitían hacer gran esfuerzo. Pero en ocasiones no había quién le ayudara y decidía hacerlo solo. Él dice que no podía quedarse de brazos cruzados esperando a que alguien venga, y aplicaba su frase de toda la vida. Hoy, fue uno de los últimos días en el que se le verá en su bicicleta azul, donde va y viene, y recorre todo el campus. Sus botas cafés, quizá ya no se vuelvan a llenar de lodo, pero las huellas que ha dejado en todas las personas que lo han conocido a lo largo de estos 40 años de servicio, nunca se borrarán.